El libro de Isaías nos ha llegado como una unidad literaria que la tradición judía y cristiana atribuye al gran profeta Isaías. De éste se dice en el libro del Eclesiástico que vivió en tiempos de Ezequías, rey de Judá (727-698 a.C.), «vio los últimos tiempos y consoló a los afligidos de Sión», es decir, a los desterrados a Babilonia 1. El texto hebreo de Isaías está documentado entre los escritos de Qumrán: existe un ejemplar con el texto completo (1Q Isa) y otro con pasajes de casi todo el libro (1Q Isb), ambos del siglo I a.C. La versión griega de los Setenta coincide en cuanto a su contenido con la tradición del texto masorético.
En la Biblia cristiana el libro de Isaías es el primero de los cuatro profetas mayores, no sólo porque Isaías vivió antes que los otros tres, sino también porque el libro que contiene sus oráculos es el más largo, y quizás el más importante, de los escritos proféticos. También en la Biblia hebrea es el primero de los profetas «posteriores», es decir, precede a Jeremías y a Ezequiel y a los doce profetas menores.
La relevancia que el libro de Isaías tiene dentro de la Biblia, además de ser manifiesta por su posición y su extensión, se hace notar también porque es el libro del Antiguo Testamento más citado en el Nuevo, después de los Salmos. Esto significa que el libro de Isaías anuncia con más claridad que ningún otro escrito profético a Jesucristo y la economía cristiana: «Este profeta, entre las reprensiones que hace, las instrucciones que da y las amenazas futuras que anuncia al pueblo pecador, profetizó sobre Cristo y sobre la Iglesia (…) muchas más cosas que los otros [profetas]. Tan es así, que algunos dicen que es más evangelista que profeta» 2.
Al comienzo del libro se señala que las visiones y oráculos del profeta tuvieron lugar en tiempos de los reyes de Judá, desde el reinado de Uzías hasta el de Ezequías 3. En otros lugares el libro expone sucintamente las relaciones del profeta con los reyes Ajaz y Ezequías, y da cuenta de los acontecimientos históricos en los que se encuadran los oráculos que pronunció 4. Pero a partir del cap. 40 cambia el tono del libro. Encontramos exhortaciones dirigidas al pueblo de parte de Dios, con las que se le consuela y se le dan motivos de esperanza 5 y con las que se le insta a un comportamiento justo y religioso como respuesta a la maravillosa restauración que el mismo Dios hace de Jerusalén 6. Estas exhortaciones no se atribuyen ya directamente a Isaías, ni están insertadas en la descripción de acontecimientos históricos concretos; es más, reflejan situaciones del pueblo distintas a las de la época de los reyes. Las exhortaciones suponen el destierro de Babilonia y la vuelta de los desterrados.
Por estos motivos el libro de Isaías se puede dividir en tres partes, según su contenido y el trasfondo histórico que aparece en cada una de ellas.
Refleja la época de los reyes de Judá y recoge las visiones y oráculos del profeta del siglo VIII.
Desde el punto de vista estructural, suelen distinguirse las siguientes secciones en esta primera parte: 1ª. Oráculos destinados al pueblo de Dios (caps. 1-12). 2ª. Oráculos contra las naciones (caps. 13-23). 3ª. «Gran Apocalipsis de Isaías» (caps. 24-27). 4ª. Amenazas contra Judá y Jerusalén (caps. 28-33). 5ª. «Pequeño Apocalipsis» (caps. 34-35). 6ª. Apéndice histórico (caps. 36-39).
Hay argumentos para pensar que estos capítulos no los escribió el profeta Isaías. Unos son de índole histórica: Jerusalén ha sido destruida tal como se profetizaba en Is 1, 20, y la esperanza se pone en la vuelta de los desterrados tras el edicto de Ciro el persa, al que se califica de «ungido» 7, y en la reconstrucción de Jerusalén 8; los destinatarios de los oráculos son los exiliados de Babilonia 9; la dinastía davídica no se menciona más que una vez y sólo para indicar que las promesas que ha recibido se ofrecen a todo el pueblo en virtud de una nueva alianza10. Otros argumentos son de carácter literario: el talante amenazador de los oráculos de la parte anterior ha cambiado a oráculos de consuelo que anuncian una futura restauración; desaparecen las referencias biográficas del profeta; el estilo conciso, fuerte, brillante e incisivo, de factura poética perfecta, de la primera parte cede generalmente ante unas construcciones más retóricas; las denuncias proféticas contra los habitantes de Jerusalén, confiados en sus propios recursos y en una relativa prosperidad material, cambian a la consideración de unas gentes abatidas, castigadas por sus pecados, desesperanzadas, necesitadas ahora de consuelo y reanimadas con esperanzas de un futuro que no vislumbran.
En esta segunda parte se suelen distinguir dos secciones, precedidas de un prólogo que abarca Is 40, 1-11. La primera sección (Is 40, 12-Is 48, 22) tiene como trasfondo histórico el exilio de Babilonia, la elección y la misión de Ciro el persa, la liberación de los deportados y su vuelta a la tierra. Esta sección suele llamarse «Libro de la Consolación». En ella está insertado el «primer canto del Siervo». La segunda sección (Is 49, 1-Is 55, 13) proclama la salvación divina y la restauración de Jerusalén a la vuelta del destierro. En ella se encuentran los tres restantes «cantos del Siervo».
En el trasfondo de esta parte del libro se aprecian los problemas que surgieron en Judá, y sobre todo en Jerusalén, a la vuelta del exilio de Babilonia. El entusiasmo inicial de los repatriados tropezó con la cruda realidad: la tierra de Judá estaba completamente devastada; los recursos eran muy escasos; los proyectos de los que llegaban del exilio y los de quienes habían permanecido en el país daban lugar a discrepancias y tensiones; el sistema persa, no obstante su tolerancia y el respaldo de la paz en líneas generales, era al fin y al cabo un dominio extranjero. El mensaje profético urge a la fidelidad a Dios y a la rectitud en las prácticas religiosas. Al mismo tiempo proyecta la esperanza a una restauración maravillosa de Jerusalén y de la tierra.
No es fácil captar el origen y la conexión de los oráculos de esta tercera parte, ni su datación precisa. Tampoco se descubre con claridad la estructura de los caps. 56-66 ni cómo forman una unidad. Comúnmente se ve en los caps. 56-59 una primera sección de carácter más bien introductorio, con amplia temática: denuncia profética frente a criterios injustos de admisión en la comunidad del pueblo de Dios11; abusos de dirigentes y recriminación de restos de idolatría12; crítica del culto meramente externo13; y denuncia de pecados14. Los caps. 60-62 constituyen la sección central y contienen el mensaje fundamental de esta parte, siendo el tema más importante el del envío del Espíritu del Señor sobre el profeta15. La tercera y última sección, los caps. 63-66, hace de conclusión no sólo de esta parte sino de todo el libro. Consta de diversos oráculos: juicio de varias naciones16; recuerdo de las bondades de Dios con Israel y anhelo de la manifestación divina17; el juicio escatológico, la nueva creación y la paz mesiánica18; un oráculo sobre el Templo, el culto y el juicio de Dios19, y otro sobre el nuevo pueblo que ha de nacer20; y, finalmente, un discurso escatológico anunciando la peregrinación de los pueblos a Jerusalén21.
Por los contextos históricos aludidos o reflejados a lo largo del libro en su redacción actual, es lógico pensar que su composición se desarrolla en un arco temporal de más de dos siglos, desde el año 733 a.C. (año de la muerte del rey Uzías y comienzo del ministerio profético de Isaías) hasta los tiempos que siguieron a la vuelta de los exiliados de Babilonia, esto es, hacia el 525 a.C. De ahí que se haya abandonado la antigua idea de que todos los oráculos contenidos en el libro fueron pronunciados por el profeta Isaías, que habría visto con detalle lo concerniente a la vuelta del destierro.
Pero por otro lado es evidente que el libro en su conjunto se presenta como una sola obra con carácter unitario, no sólo por haberse atribuido toda ella a Isaías, sino por algunas relaciones internas en su estructura, como la que se establece entre los caps. 2 y 66, que forman una especie de marco en el que se incluye el contenido del libro, siendo el cap. 1 como una introducción o prólogo a todo el conjunto.
1ª) La de quienes piensan que existió un núcleo inicial de la época de Isaías, contenido en los caps. 1-39, al que se habrían añadido en la época del destierro en Babilonia, a modo de actualización, los caps. 40-45 y, en época persa, tras la vuelta del destierro, los caps. 56-66, completando los textos ya existentes con significativos retoques.
2ª) La de quienes hablan de dos o tres «Isaías», es decir, de la existencia originaria de obras distintas pertenecientes a profetas distintos, que después llegaron a unirse. Según esta explicación, en el libro actual queda el reflejo claro al menos de dos autores –el Isaías histórico y el Segundo Isaías–, o incluso de tres, suponiendo un Tercer Isaías. Esta consideración coincide con la hipótesis anterior en dividir el libro en tres partes (caps. 1-39; 40-55 y 56-66). La primera sería atribuible al propio Isaías en la mayoría de los pasajes; la segunda se debería a un desconocido «profeta», el «Deuteroisaías»; la tercera sería la obra de un tercero, el «Tritoisaías». Esta hipótesis, entendiendo dos o tres Isaías, tiene una larga elaboración y bases razonables, pero presenta serias dificultades. De un lado, no encuentra apoyo documental, pues ni el «Deutero» ni el «Tritoisaías» aparecen en ningún lugar de la tradición israelita. Por otro, corre el riesgo de romper la unidad de la obra. Por eso, esta explicación parece demasiado despegada de lo que nos consta en la historia de Israel; es considerada por tanto más imaginativa que real.
3ª) La de quienes se inclinan por una redacción tardía del libro en cuanto tal. Éste habría sido compuesto después del destierro con materiales ya existentes, algunos incluso del siglo VIII a.C. Quienes siguen esta línea de explicación intentan esclarecer cuál sería el centro del libro sin llegar a un acuerdo: para unos sería la segunda parte (caps. 40-55), a la que se habría antepuesto a modo de amplia introducción la primera (caps. 1-39) y añadido la tercera como una conclusión desarrollada (caps. 56-66); para otros la parte más importante sería la tercera, a la que se sumó todo lo demás.
La etapa originaria de formación de la obra respondería a la época misma en la que vivió el profeta Isaías, sobre quien tenemos pocos más datos que los que aportan los caps. 1-39 del libro. Era hijo de Amós22 –al que no hay que confundir con el profeta de ese nombre– y todo parece indicar que nació hacia el 760 en Jerusalén, pues allí predicó y allí debió de adquirir la vasta cultura literaria y religiosa, que difícilmente podría haber conseguido en otro lugar. Su juventud debió de transcurrir durante los años del reinado de Uzías (Azarías) (785-733), el rey que contrajo la lepra y fue sucedido primero por Jotam (759-743) y más tarde por Ajaz (743-727). Dios llamó a Isaías al ministerio profético el año de la muerte de Uzías, aproximadamente el año 733, con una visión de la gloria del Señor en el Templo. El relato de su vocación23 es especialmente importante, pues en él aparecen cuatro temas que vertebran toda su enseñanza: la santidad de Dios, la conciencia de pecado como impureza y profanación, la inminencia de un castigo inevitable y la esperanza de salvación. Poco después de iniciar su ministerio contrajo matrimonio con «la profetisa»24 –quizá llamada así por el hecho de estar casada con el profeta–, de la que tuvo al menos dos hijos a los que puso nombres simbólicos: Sear-Yasub («un resto volverá») y Maher–salal–jas–baz («saqueo inmediato, rápido botín»)25.
Su actividad coincidió en líneas generales con la política expansionista y violenta del imperio asirio, que comenzó con Teglatpalasar III (745-727) y continuó con Salmanasar V (726-722), Sargón II (721-705) y Senaquerib (704-681). El año 735, los reyes de Siria e Israel penetran en Judá con el intento de reforzar una liga en contra de Asiria y, con la ayuda prometida por Egipto, poder detener su avance. Isaías persuade a Ajaz, rey de Judá (743-727), de que no entre en la liga26. Asiria invade imparable Siria e Israel, pero no Judá, a la que, sin embargo, impone tributo. Durante el periodo de regencia que siguió a la muerte de Ajaz debido a la minoría de edad de Ezequías (727-698), Samaría, capital de Israel, cae el año 722 a manos de Asiria, que lleva a cabo una limpieza étnica: deporta a las personas importantes e implanta a extranjeros en su territorio. Egipto, mientras tanto, sigue alentando la oposición a Asiria en los países de la ribera oriental del Mediterráneo. Finalmente, a la muerte de Sargón II (705) estalla la insurrección contra Asiria, a la que Isaías se opone con la fuerza de sus oráculos: sumarse a la rebelión sería un fracaso suicida. Sin embargo, no es escuchado y el 701, bajo Senaquerib, Judá es invadida y devastada por los asirios, que cercan Jerusalén. No obstante, Isaías proclama que la ciudad de David es protegida por Dios y no será tomada27, como, en efecto, así sucedió: los sitiadores inopinadamente levantaron el cerco28. La sorprendente liberación de Jerusalén ocurre hacia el año 700. Los años que siguen son de relativa calma para Judá hasta que la presión de Asiria cede.
En ese contexto histórico Isaías ejerció un influjo religioso profundo, con importantes repercusiones en los acontecimientos del reino de Judá a lo largo de cuatro décadas. La hondura y amplitud de su mensaje y la evidencia del acierto de sus oráculos e intervenciones le granjearon un gran prestigio como profeta y como persona. A estas circunstancias se añaden la perfección y belleza de su lenguaje y la fuerza de sus visiones e imágenes, cualidades que le convirtieron muy pronto en el clásico por excelencia de la poesía hebrea. Todo ello produjo, sin duda, una atracción duradera y la formación de una «escuela» de discípulos, no necesariamente directos, que recogieron su prolífica predicación.
La muerte de Isaías suele situarse a principios del siglo VII, aunque no hay noticias seguras de ella. Incluso no parece muy fundada la tradición judía recogida en el libro apócrifo La Ascensión de Isaías 5, 1 de que fuera asesinado por Manasés (698-642). Según esta tradición el rey habría mandado que le cortaran con una sierra, por haber comparado a Jerusalén con Sodoma y Gomorra29.
Al núcleo inicial auténtico de Isaías, representado principalmente por los caps. 1-11 y 28-32, se debieron de unir pronto una colección de «oráculos contra las naciones» (caps. 13-23), sustancialmente también originales del profeta. Los caps. 34-35 sobre el juicio contra Edom y el triunfo de Jerusalén son probablemente de los últimos años de Isaías30. Palabras de Isaías también deben de contenerse en el conjunto de apéndices históricos31, completados con los pasajes de 2R 18, 13-20, 19. Más tardíos parecen ser los caps. 24-27, llamados el «Apocalipsis de Isaías», que presentan el juicio de Dios y el festín mesiánico ofrecido en Jerusalén a todas las naciones. Todos estos capítulos forman actualmente la primera parte del libro de Isaías.
Otro momento importante que se detecta en la redacción del libro de Isaías es el de la cautividad en Babilonia, cuando los desterrados están inquietos ante la expectativa del retorno a su tierra. Es el contexto de los caps. 40-55, que hacen relación a unas circunstancias históricas posteriores a la primera parte en más de un siglo, con la mención expresa de Ciro el Grande.
Cuando los israelitas ya llevan treinta años de exilio, circulan las noticias de las conquistas fulgurantes del rey de Persia Ciro (559-530). En efecto, el año 553 Ciro derrota a Astiages, rey de los medos, destruye su capital Ecbatana el 550, coronándose rey de Persia y Media, y el 546 vence a Creso, rey de Lidia, conquistando su capital, Sardis. Como consecuencia, Babilonia queda rodeada del poder persa mientras se ve envuelta en luchas interiores de carácter político y religioso (el último rey babilónico, Nabonid, 555-539, se ha enfrentado con el poderoso estamento sacerdotal). En esa situación los deportados se sienten atemorizados: ¿qué garantías hay de que el cambio de los imperios signifique su liberación? ¿No hubo ya el relevo de Asiria por Babilonia y las cosas fueron a peor? Éste es el contexto histórico de la segunda parte del libro, en el que la desesperanza de los desterrados emerge en algunos pasajes32. Es posible incluso que algunos hubieran caído en la tentación de pensar que el Señor había sido infiel a la Alianza, como quizá lo insinúen las alusiones al libelo de repudio y el recibo del acreedor de Is 50, 1.
En estas circunstancias ha llegado el momento en el que Dios quiere consolar a su pueblo. Se hacía necesario dar nuevos argumentos, capaces de sensibilizar a las almas profundamente decaídas. Había que traer a la consideración los acontecimientos del presente y los horizontes nuevos. Por eso el profeta, movido por Dios, tendrá que dar razón de la conducta del Señor, que primero liberó a Israel de Egipto y después lo dejó recaer en la servidumbre, y ofrecer ahora perspectivas de esperanza, con el anuncio del retorno a la tierra como un nuevo éxodo. Al afrontar la nueva situación lo hace según el mismo espíritu de Isaías y realiza una verdadera «actualización» de su mensaje, intentando incluso seguir su misma pauta literaria, de la que el profeta era modelo perfecto. Las conjeturas piensan en un profeta anónimo, o en una escuela profética «isaiana». La composición de la segunda parte de Isaías es, a pesar de todo, un enigma literario e histórico sin descifrar y tal vez indescifrable, pese a todos los ímprobos esfuerzos realizados. Lo que conocemos es que los capítulos de esta segunda parte presentan, en general –con excepciones aquí o allá– una grandiosidad, riqueza de contenido y perfección literaria que no desmerecen apreciablemente de las visiones y oráculos de la primera.
La segunda parte de Isaías ofrece, por tanto, las respuestas nuevas a la situación de ruina creada en el destierro. Pero el valor de su mensaje no queda cerrado por las circunstancias concretas del momento histórico. La ruina del destierro de Babilonia representa la existencia de cualquier pueblo y de cualquier persona que se encuentra falto de esperanza por el fracaso de su vida y se siente abandonado de Dios. De ahí el gran valor de esta parte del libro profético, cuya actualidad se hace tantas veces presente: un mensaje de luz y de esperanza en Dios, por encima de las tinieblas del alma atribulada.
En los caps. 56-66 se refleja otro momento histórico. Se trata de la situación vivida en Judá a la vuelta del destierro, a la que también sale al paso el Señor mediante la palabra de sus profetas.
Derrotada Babilonia de modo inesperadamente rápido, el año 539 Ciro el Grande, rey de los persas, emite el edicto de libertad a los exiliados. Éstos pueden volver a su tierra de Judá y reconstruir el Templo de Jerusalén33. Sin embargo, cuando los deportados regresan se encuentran con circunstancias terriblemente precarias y duras. El país está deshecho y los que se habían quedado en él ven amenazadas sus posesiones y hasta su precario bienestar con la llegada de los exiliados. Los libros de Esdras y Nehemías34 y los profetas Ageo y Zacarías testimonian tales dificultades. El entusiasmo de los repatriados, que habían pensado en las maravillas de un nuevo éxodo, pronto se enfrió ante la cruda realidad de una tierra devastada, que había de ser reconstruida en todos los órdenes.
Tal es la circunstancia histórica en que se encuadra la mayor parte de los textos de la tercera parte de Isaías y que, de una u otra manera, tiene su eco en los oráculos, cantos, lamentaciones, juicios y visiones proféticas de esperanza y de restauración de la gloria de Sión. Junto con denuncias proféticas de infidelidades, de vicios, del culto meramente externo, encontramos visiones de esperanza y de ánimo para perseverar frente a las dificultades externas (nuevos habitantes del país infiltrados durante la crisis de Judá en época babilónica, relaciones con la administración persa, que aunque indulgente, al fin y al cabo, era extranjera) y las internas (envidias de unos, pesimismos de otros). Los oráculos del «Tritoisaías» se orientan cada vez más hacia horizontes que transcienden las condiciones de la historia meramente humana y se proyectan en «unos cielos nuevos y una tierra nueva»35, presididos por la «Gloria del Señor»36 en la nueva Jerusalén37, adonde acudirán las naciones de la tierra como hacia la luz y la esperanza38.
La grandiosidad de tales oráculos y su perfección literaria, así como el influjo doctrinal del auténtico Isaías, es de nuevo evidente, lo que permite seguir hablando de «escuela isaiana». Hay acuerdo en que el núcleo doctrinal de la tercera parte se halla en los caps. 60-62, donde se contiene la visión del esplendor de la nueva Sión y la «unción» del «profeta». A ese núcleo se junta el horizonte de una salvación que no está al alcance de las fuerzas humanas, sino que será un don de Dios39, y que queda abierto a la revelación plena del Nuevo Testamento. Se observa, sin embargo, que además de recoger y actualizar el mensaje nuclear de Isaías se han acoplado consideraciones más generales, pertenecientes al legado común de la fe de Israel. Tales son la revelación del poder creador y providente de Dios, de su justicia, unicidad y soberanía, su bondad y fidelidad a la Alianza, y su solicitud especial por el pueblo de su heredad. Por otra parte, se perfila una perspectiva universalista muy por encima de la visión nacionalista de otros escritos veterotestamentarios.
La tercera parte de Isaías se abre, pues, al horizonte escatológico. Las promesas proféticas de estos capítulos finales del libro tendrán una evocación frecuente en el último libro que cierra nuestras Biblias, el Apocalipsis de San Juan. Como en éste, las visiones alcanzarán su colmado cumplimiento en la segunda venida de Jesucristo, el Hijo de Dios.
Aunque ciertamente se detecten diversas etapas en la redacción del libro, y para comprender los diversos pasajes se haya de tener en cuenta en lo posible el contexto histórico en el que fue redactado, sólo tomando el libro como un todo unitario se podrá ver su hilo conductor y se hará justicia a la forma en que Dios ha querido que fuera transmitido en la Biblia. Es verdad que un recorrido por el texto de Isaías está lleno de dificultades y quiebros, de idas y venidas: de oráculos que anuncian castigos por los pecados de las naciones o del mismo pueblo de Dios, a otros que prometen la salvación, seguidos de nuevo por otros que vaticinan sombras de destrucción y castigo, combinados una y otra vez con horizontes de esperanza. En una primera lectura parece que todo está mezclado y sin orden, como se quedan los naipes después de barajarlos. Con todo, este aparente desorden es señal de una realidad más profunda. El libro de Isaías refleja la paradoja de la historia dramática y venturosa del pueblo de Dios, una historia que puede ser también la de cualquier pueblo y la de cualquier criatura humana que desarrolla su existencia en esta tierra, en medio de dolores y gozos en el camino hacia su fin. Fidelidades e infidelidades a Dios, venturas y desventuras tejen la vida del hombre en este mundo, entonces como ahora. Los dos siglos de guerras y destrucciones, de reconstrucciones y esperanzas, entre los que se inserta el mensaje profético de este libro, no son tan distintos de los que luego han vivido los cristianos a lo largo de los tiempos, inmersos en guerras y antagonismos. Y en cada época el mensaje esperanzador de Isaías se ha mantenido y se mantiene vigente.
De entre los libros del Antiguo Testamento, el de Isaías es uno de los más importantes por su enseñanza y su doctrina: sobre Dios, sobre el hombre y sobre la salvación. Podría decirse que tiene carácter enciclopédico respecto de la fe del Antiguo Testamento y que abre amplios horizontes hacia la plenitud de la Revelación en el Nuevo. Ya San Jerónimo, en su Prólogo a Isaías, afirmaba: «Este libro es como un compendio de todas las Escrituras». Por ello, siguiendo el ejemplo de los Padres de la Iglesia, podrían aducirse textos de Isaías prácticamente para cada punto de la doctrina cristiana. Sin embargo, a la hora de elegir las cuestiones más significativas, habría que acudir a los motivos que recorren todo el libro –la trascendencia de Dios y la ofensa que supone contra Él el pecado del hombre– y a un motivo específico de cada parte del libro: el mesías futuro en la primera parte, la universalidad de la salvación en la segunda y la esperanza escatológica en los capítulos finales.
Pero este Dios, el Señor que se muestra a Isaías como trascendente y omnipotente, autor de la creación y de la historia, no es un ser abstracto, sino un ser personal, presentado con atributos y cualidades antropomórficas. Así, en los oráculos se habla de «los ojos de Dios»48, «su mano poderosa»49, «su aliento» que inunda y purifica50, «su espíritu» que infunde sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia y temor51. El Señor es un Dios que interpela al hombre.
El castigo divino, en consecuencia, debe significar una humillación del hombre y en eso consistirá el día del Señor62. Los rebeldes y orgullosos deben desaparecer; toda altanería y toda altivez serán abatidas ante la gloria del Señor.
Aunque Isaías no utiliza el término «Mesías», es el profeta más representativo del llamado mesianismo regio, que concibe y describe al futuro salvador con rasgos tomados de la figura del rey. A este personaje magnífico se le califica de «Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre sempiterno, Príncipe de la paz»65.
Jerusalén, donde habitan los que durante la invasión permanecen fiados sólo en Dios66, los humildes y pobres del Señor67, será también fuente de paz mesiánica para todos los pueblos68; allí acudirán, a sentarse al banquete mesiánico, los de Etiopía69, los de Tiro70, los de Egipto y los asirios71, es decir, todas las naciones.
La figura del Enmanuel concentra todas las promesas72: él reinará sobre su país73, será el restaurador de la dinastía davídica, reducida a una simple cepa; será el rey eterno prometido por Dios. En él se sintetizarán las grandes corrientes de la esperanza de Israel: la dinástico–real74, la profética75, la paradisíaca76 y la escatológica77.
A través de su historia, Israel es testigo de las intervenciones salvíficas de Dios y vislumbra que él mismo es instrumento de salvación. Como lo fueron en otro tiempo sus antepasados, o como lo es Ciro entre Dios e Israel, también el pueblo entero tiene la misión mediadora entre Dios y el resto de las naciones.
En efecto, más que en otro lugar de la Biblia, en el libro de Isaías se habla de modo entrañable de la elección del pueblo: «Te he llamado por tu nombre; tú eres mío»79. Israel sabe que el Señor, que ha formado el universo con sabiduría80 y con esa misma sabiduría y poder ha llevado a cabo los prodigios del éxodo81 –como una prolongación del acto inicial de salvación que supone la creación–, eligió a Abrahán82 y lo constituyó su amigo83. En razón de esta elección Dios mantendrá su fidelidad con el pueblo más que una madre con su hijo84.
Sin embargo, el libro muestra que el hecho de que Israel sea el pueblo predilecto de Dios no es un don que se limite a ellos mismos. La elección conlleva la misión: Israel será cauce de salvación para todas las naciones de la tierra. Por eso, la restauración que Dios va a realizar en su pueblo no se encierra en sus fronteras, más bien tiene alcance universal: «Todos sabrán que Yo soy el Señor, tu Salvador»85. La gloria y la salvación divina llegarán hasta los confines de la tierra86 y se llenarán de alegría incluso los seres inanimados87.
El ser y la misión de Israel se compendian en la figura del «siervo del Señor»88. Este personaje, tan vilipendiado pero tan cercano a Dios, es como la representación del pueblo entero y como la figura del Mesías, que con su expiación vicaria alcanzará la salvación para todos los pueblos.
Como ya se ha señalado, los destinatarios de esta parte son los israelitas, un tanto desesperanzados ante la tarea de reconstruir Jerusalén a la vuelta del destierro. El profeta les anima a descubrir una Jerusalén gloriosa, adonde acudirán de todas las naciones, porque es «la ciudad del Señor, la Sión del Santo de Israel»90: sus murallas se llamarán «Salvación» y sus puertas «Alabanza»91. Los epítetos de la ciudad son siempre espirituales92, para convencer a sus oyentes de que la capital a la que se refiere, la nueva Jerusalén, no es sólo geográfica o política, sino también símbolo de un orden nuevo.
El profeta termina el libro con la esperanza en un futuro esplendoroso: más que una renovación de lo antiguo se trata de la instauración de una nueva creación y de una alegría hasta ahora desconocida. Los poemas contenidos en Is 65, 17-25 y Is 66, 7-14 apuntan a una etapa final y definitiva, exenta de llanto y de guerras.
La alegría y la esperanza en un futuro más prometedor, de las que habla el profeta, no se cifran en instituciones humanas: ni en la monarquía, ni en las armas, ni en la autoridad humana, ni siquiera en el culto, en el que las normas legales (ayuno) se habrán purificado de todo formalismo93. Incluso la edificación material del Templo, en el que se centraba el afán de los repatriados94, no es el objetivo último, porque el trono de Dios son los cielos95. En cambio, la instauración definitiva de la justicia será el eje del desarrollo96, hasta el punto de que todo el pueblo alcanzará la salvación sin necesidad de intermediarios97.
Estas ideas abren un horizonte nuevo y definitivo, cuya esperanza no queda limitada a las fronteras de Israel o al tiempo presente: es la visión escatológica de la que tratarán también los libros de Ageo y Zacarías.
Los libros proféticos del Antiguo Testamento –como en general los escritos bíblicos– son leídos en la Iglesia no como testimonios de un mundo pretérito que tuvieron su sentido y alcance en un momento determinado y para unas circunstancias concretas. Al contrario, la Iglesia entiende que los profetas predicaron con un horizonte abierto a los desarrollos posteriores de la historia de la salvación, que se cumplirían en el Salvador, Jesucristo. Con esa comprensión de los escritos proféticos escribió San Jerónimo: «Expondré el libro de Isaías, haciendo ver en él no sólo al profeta, sino también al evangelista y apóstol. Él, en efecto, refiriéndose a sí mismo y a los demás evangelistas, dice: ¡Qué hermosos son los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la Buena Nueva! Y Dios le habla como a un apóstol, cuando dice: ¿A quién mandaré? ¿Quién irá a ese pueblo? Y él responde: Aquí estoy, mándame (…). Nadie piense que yo quiero resumir en pocas palabras el contenido de este libro, ya que él abarca todos los misterios del Señor: predice al Enmanuel que nacerá de la Virgen, que realizará obras y signos admirables, que morirá, será sepultado y resucitará del país de los muertos, y será el Salvador de todos los hombres»98.
El libro de Isaías es citado explícitamente en noventa ocasiones en el Nuevo Testamento, siendo las citas implícitas más de cuatrocientas. En el origen de este uso tan frecuente está probablemente la aplicación que hizo Jesús de las palabras del profeta a los acontecimientos de su vida. Él, al comienzo de su predicación, en la sinagoga de Nazaret, se aplicó a sí mismo las palabras de Is 61, 1-2: «El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido…»99. Y a lo largo de su ministerio público, el Señor vio cumplidas en las vicisitudes de su actividad las palabras del profeta: así ocurre, por ejemplo, con la incomprensión de su enseñanza en parábolas por parte de las autoridades100, la ruptura entre el culto externo y el culto del corazón101, etc. Pero es especialmente en los acontecimientos de la pasión donde Jesús se presentó a sí mismo como el Hijo del Hombre que «no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos»102, es decir, como el siervo sufriente del que se decía en el libro de Isaías que cargó sobre sí las rebeldías del pueblo elegido y de todos los hombres103. A partir de su muerte en la cruz y de su resurrección, los Apóstoles entendieron que en Jesús se habían cumplido aquellos oráculos sobre el Siervo del Señor. San Mateo lo dice expresamente y cita Is 42, 1-4 al recordar cómo actuaba Jesús curando a todos y ocultando su gloria104. En el mismo sentido, al narrar la pasión del Señor, los evangelistas parece que tienen delante los poemas del Siervo sufriente para mostrar el valor expiatorio de la muerte de Cristo105.
La evocación neotestamentaria de Isaías no acaba en los Evangelios, sino que recorre el resto de sus escritos: así, por ejemplo, el libro de los Hechos de los Apóstoles es testigo del valor apologético que los primeros cristianos le dieron a Isaías106; y San Pablo ve profetizados en esta obra el rechazo de Israel y la apertura de la salvación a todas las gentes107. De manera semejante, también el autor del Apocalipsis describe la esperanza de salvación futura con textos del profeta.
La tradición patrística sigue el mismo camino que los escritores neotestamentarios. Especialmente en las controversias con los autores judíos, los apologistas cristianos –San Justino, San Ireneo, Tertuliano– recurren a Isaías y a los Evangelios para explicar que en Jesús, y no en otro, se ha cumplido lo anunciado por el profeta. Sin embargo, la utilización más frecuente de Isaías es la doctrinal. Ciertamente hay Padres que comentan el libro entero o algunas de sus partes –así Orígenes, San Cirilo de Alejandría, San Juan Crisóstomo, Teodoreto de Ciro, San Jerónimo, etc.–, pero lo habitual es encontrar textos del profeta como sustento de la enseñanza cristiana sobre las propiedades de Dios y sobre la obra salvadora de Jesucristo.
La presencia tan recurrente de Isaías en la enseñanza cristiana tiene su origen en la actitud del Señor y de la generación apostólica, pero también en su uso litúrgico. El libro de Isaías es –también en este caso después de los Salmos– el texto del Antiguo Testamento con más presencia en el culto. En algunos momentos del ciclo litúrgico –como Adviento o Navidad– Isaías ocupa casi tres cuartas partes del anuncio profético del Antiguo Testamento. Por eso, no es extraño que la iconografía completara el misterio de la Navidad con elementos tomados de este libro profético –por ejemplo, el buey y la mula108– que ni siquiera están citados en el Nuevo Testamento: para los cristianos el libro habla, sobre todo, de Cristo.
Los lectores cristianos vemos en el libro de Isaías la actitud de fe y de fidelidad a Dios que tuvieron Isaías y, en general, los profetas en las circunstancias históricas que vivieron; fe y fidelidad a Dios, que son un avance y preparación de cómo las vivió el Hijo de Dios. Por eso, Isaías no es un libro que se cierra en dos siglos largos de la existencia del pueblo de Israel. Es un libro escrito al hilo de la vida misma y, por ello, es especialmente actual y estimulante. Su lectura nos conduce a una mayor profundización en la fe, a un mayor compromiso en la consecución de las aspiraciones de todos los hombres y a un diálogo más constante con Dios, Señor supremo de la creación y de la historia.
1 cfr Si 48, 24.
2 S. Agustín, De civitate Dei 18, 29, 1.
3 cfr Is 1, 1.
4 cfr Is 7, 1-17; Is 36, 1-39, 8.
5 cfr Is 40-55.
6 Is 56-66.
7 Is 45, 1.
8 Is 44, 26-28; Is 49, 14-23.
9 Is 43, 14; Is 48, 20.
10 Is 55, 3-5.
11 Is 56, 1-8.
12 Is 56, 9-57, 21.
13 Is 58, 1-14.
14 Is 59, 1-15a.
15 Is 61, 1-11.
16 Is 63, 1-6.
17 Is 63, 7-64, 11.
18 Is 65.
19 Is 66, 1-6.
20 Is 66, 7-17.
21 Is 66, 18-24.
22 Is 1, 1.
23 Is 6, 1-13.
24 Is 8, 3.
25 Is 7, 3 y 8, 3.
26 Is 7, 1-16.
27 Is 37.
28 Is 37, 36-38.
29 Is 1, 10; cfr Hb 11, 37.
30 Corresponden a los postreros años del rey Ezequías y primeros del rey Manasés de Judá.
31 Caps. 36-39.
32 cfr Is 40, 27; 49, 14.
33 cfr el texto del edicto en Esd 1, 2-4 y Esd 6, 2-5.
34 Esd 1-6.
35 Is 65, 17.
36 Is 60, 1.
37 Is 60, 4- 22.
38 Is 60, 3.
39 Pasajes en caps. 65 y 66.
40 cfr Za 13, 3-6; Ml 3, 22-24.
41 cfr Is 7, 3-14.
42 cfr Is 40, 1-20.
43 cfr Is 66, 18-24.
44 Is 6, 1-3.
45 Is 5, 19.24; Is 12, 6; Is 17, 7; Is 30, 11.12.15, etc.
46 cfr Is 6, 5.
47 cfr Is 29, 14; 35, 2.
48 Is 1, 15.16; Is 37, 17; Is 38, 3; Is 43, 4; Is 49, 5; etc.
49 Is 1, 25; Is 9, 11.16.20; etc.
50 Is 11, 15; Is 30, 33.
51 Is 11, 2.
52 Is 1, 2.4.
53 Is 3, 8-9; Is 5, 4-6.24; Is 8, 6; Is 28, 12; Is 29, 15-16; Is 30, 9-13.
54 Is 5, 18-19.
55 Is 3, 16.
56 Is 5, 19.
57 Is 2, 7.
58 Is 17, 3; Is 22, 5-11.
59 Is 2, 7; Is 22, 6; Is 31, 1.
60 Is 30, 1.
61 Is 2, 6-4, 1; Is 9, 7-10, 4.12-19; Is 13, 11-22; Is 23, 9; etc.
62 Is 2, 11-17.
63 Is 6, 13.
64 Is 4, 2-3.
65 Is 9, 5.
66 Is 10, 20.
67 Is 30, 18; Is 33, 2.
68 Is 2, 1-5.
69 Is 18, 7.
70 Is 23, 17-18.
71 Is 19, 18-25.
72 Is 7, 14.
73 Is 8, 8.
74 Is 7, 14; Is 8, 8.
75 Is 9, 7; 11, 2.
76 Is 11, 6-9.
77 Is 11, 9.
78 cfr Is 45, 1-6.
79 Is 43, 1; cfr Is 41, 9-14.
80 Is 40, 18-26; Is 43, 8-12; Is 45, 6-8; Is 46, 5-11.
81 Is 43, 14-21; Is 51, 9-10.
82 Is 51, 2.
83 Is 41, 8.
84 Is 49, 14-16.
85 Is 49, 26.
86 Is 42, 10-12.
87 Is 55, 12-13.
88 cfr Is 42, 1-4; Is 49, 1-6; Is 50, 4-11; Is 52, 13-53, 12.
89 cfr Is 63, 7-14.
90 Is 60, 14.
91 Is 60, 18.
92 cfr Is 62, 4.12; Is 65, 18.
93 Is 58, 1-14.
94 Is 60, 7.13.
95 Is 66, 1-2.
96 Is 61, 8-11.
97 Is 62, 1-12.
98 San Jerónimo, Commentarii in Isaiam, Prolog.
99 Lc 4, 16-18.
100 Mt 13, 14 ss. y par.
101 Mt 15, 7 ss. y par.
102 Mt 20, 28.
103 cfr Is 53, 4-5.
104 cfr Mt 12, 15- 21.
105 cfr Mt 26, 63; Mt 27, 13.14 e Is 53, 7; Mt 27, 38 e Is 53, 12.
106 cfr Hch 7, 49-50; Hch 8, 32-33; Hch 13, 34.47; Hch 14, 15; Hch 15, 18; Hch 28, 26-27; etc.
107 cfr Rm 9, 1-11, 36.
108 Is 1, 3.