En la versión de los Setenta y en la Vulgata el último de los libros sapienciales canónicos que aparece es el Eclesiástico. La obra fue escrita originalmente en hebreo y traducida años después al griego. Lo mismo que el libro de la Sabiduría, al que sigue inmediatamente, no forma parte de la Biblia Hebrea.
El Eclesiástico se ha transmitido con diversos nombres en las tradiciones judía, griega y latina. En los escritos rabínicos se le conoce como Instrucción de Ben Sirac, o bien Libro de la Instrucción. En la mayoría de los manuscritos griegos cristianos se le nombra Sabiduría de Jesús, hijo de Sirac, o de forma breve Sabiduría de Sirac. Algunos manuscritos latinos coinciden con los griegos en llamarle Sabiduría de Jesús, hijo de Sirac, pero a partir del siglo III se hace frecuente también llamarle Eclesiástico, quizá por el uso que se hacía de él en la Iglesia para la instrucción de catecúmenos o neófitos. Esta última denominación ha sido la prevalente en el área latina hasta la actualidad, en que parece ganar terreno la de Jesús ben Sirac o también Sirácida.
El género literario es el del masal hebraico, que abarca tanto la máxima como el proverbio o la parábola. Es, formalmente, poesía en el sentido más amplio, por su ritmo y su número silábico. En el original hebreo y, en parte, en la versión griega, las frases son breves, más bien enfáticas. En nuestra traducción hemos intentado atender a la forma literaria original.
Aunque una primera lectura de este libro puede llevar a pensar que se trata de una colección heterogénea de máximas y sentencias sin orden, una observación atenta de su contenido permite apreciar que tiene una estructura bien elaborada, aunque no esté explícita. En tal estructura subyace un plan didáctico y literario relativamente ordenado. En efecto, se puede decir que la idea central del libro es la que se recoge en 15, 1: «Quien se aferra a la Ley alcanzará la sabiduría», y que ha sido escrito para los que «desean instruirse y conformar sus costumbres para vivir con arreglo a la Ley» 1. De ahí que la propia estructura del libro refleje el esquema de la Ley, ya que comprende cinco partes a semejanza de los cinco libros del Pentateuco.
Cada una de las partes comienza con una introducción doctrinal, de carácter sapiencial–teológico, con reflexiones sobre la Sabiduría y su comunicación a los hombres. A continuación se añade una colección de consejos en forma de máximas, proverbios, etc., que vienen a constituir las enseñanzas y aplicaciones prácticas a la conducta de quien desea vivir con arreglo a la Sabiduría divina comunicada a los hombres. Esta segunda sección suele ser bastante más larga que la primera, y, aunque los temas que aborda son muy variados, se trata siempre de exhortaciones al lector para que sea fiel a la Ley de Dios.
Esas cinco partes van precedidas por el Prólogo del traductor al griego y seguidas por dos epílogos. Así pues, el esquema general del contenido puede desglosarse de la siguiente manera:
En el siglo IV a.C., al final de la época en que Judá era una provincia del imperio persa, las escuelas de Jerusalén y de toda la región constituían focos culturales de primer orden. Manifestación de su actividad es el libro de los Proverbios, que, mediante máximas muy diversas de sabiduría religiosa y profana, servía de «manual» para la instrucción de los jóvenes en lo referente a las grandes cuestiones de la vida conforme a la tradición religiosa de Israel.
La campaña de Alejandro Magno por todo el Oriente Medio trajo consigo muchos cambios políticos y culturales en la zona. Durante el siglo III a.C. Palestina estuvo bajo el dominio del reino lágida de Egipto. Fue sobre todo en ese tiempo cuando comerciantes y militares extendieron la lengua y cultura griegas en la cuenca mediterránea y el próximo oriente, Palestina incluida. En tales circunstancias se fueron abriendo caminos para el diálogo entre la nueva cultura y la enseñanza de las tradiciones de Israel, como quedó reflejado en el libro del Qohélet.
En los últimos años de ese siglo y comienzos del siglo II a.C., las «Guerras Sirias» entre los lágidas de Egipto y los seléucidas de Siria terminaron por dejar Palestina bajo el poder del sirio Antíoco III. Éste promulgó varios decretos destinados a acelerar la reconstrucción y repoblación de Jerusalén, concedió privilegios a los sacerdotes, escribas y miembros de la gerousía o consejo de ancianos, y dispuso lo necesario para el mantenimiento de la ciudad y del Templo. Con ello, la Ciudad Santa fue adquiriendo una fisonomía cada vez más parecida a la de las grandes ciudades griegas.
En esta situación las escuelas tradicionales de Judá fueron acusando el impacto de la cultura helénica, especialmente con la aparición de maestros que enseñaban a sus discípulos las diversas concepciones filosóficas debatidas en el mundo cultural griego de entonces. No obstante, el acercamiento al mundo helenista no supuso un menoscabo en la observancia de la Ley de Dios, la Torah. Por el contrario, ésta cobraba una mayor importancia, como muestra de fidelidad al Dios de los padres y como característica distintiva de la propia identidad del pueblo judío.
Por su parte, ante las nuevas influencias extranjeras, los sacerdotes en el Templo hubieron de afrontar no pocas dificultades para desempeñar dignamente sus funciones. Entre ellos destacó Simón II, que ejerció su oficio sacerdotal entre el 219 y el 196 a.C., a quien se alaba al final del libro del Eclesiástico 2. Es en este contexto, en los años anteriores a la persecución de Antíoco IV Epífanes, en los que empezaban a darse las primeras manifestaciones de hostigamiento a los que seguían manteniéndose fieles a la Ley y la presión helenista se hacía más fuerte, cuando se debió de escribir esta obra, como un llamamiento a la fidelidad a las tradiciones de Israel. En ella se muestra la veneración del autor por el culto del Templo de Jerusalén, por la historia de Israel y por el sacerdocio. Enlaza además con la tradición sapiencial de Proverbios y se hace eco de algunas expresiones de filósofos griegos.
Gracias a los datos que nos ofrece el Prólogo de esta obra es posible situar con bastante precisión el tiempo y lugar de su autor, «Jesús, hijo de Sirac, hijo de Eleazar, de Jerusalén» 3, y de su nieto, el traductor griego de nombre desconocido. Éste dice haber llegado a Egipto y haberse establecido allí (probablemente en Alejandría) el año 38 del reinado de Evergetes (Tolomeo VII), que corresponde al 132 a.C. De ahí se deduce que la traducción griega tuvo que ser realizada después de esa fecha. Su abuelo, un maestro de Jerusalén amante de la Sabiduría, que se dedicó a la enseñanza de la Ley –él mismo dice que regentó una bet–midrás 4, es decir, una academia o escuela para estudios de los libros sagrados del judaísmo–, debió de escribir su obra unos sesenta años antes, hacia el 190-180 a.C., ya que Ben Sirac no muestra conocer los acontecimientos luctuosos acaecidos bajo el reinado de Antíoco IV Epífanes (175-164 a.C.), que impuso por la fuerza la helenización de la tierra de Israel. En cambio, por lo que dice en Si 50, 5-23, parece que pudo conocer personalmente al sumo sacerdote Simón II, que ejerció su oficio sacerdotal hasta el 196 a.C.
Su experiencia docente en la bet–midrás que tenía en Jerusalén queda, sin duda, reflejada en sus escritos. La instrucción parte de las máximas tradicionales, aunque cambia un poco el estilo de exponerlas. En los Proverbios se recogen frases muy breves, con la concisión propia de refranes, y se suceden unas a otras con rapidez, aunque sean de temáticas diversas. En cambio, en la instrucción de Ben Sirac, el maestro desarrolla un poco más cada una de las ideas y realiza una cierta agrupación temática en unidades breves que, a su vez, se van concatenando con las anteriores y las siguientes sin cambios bruscos de tema. Toda esa sabiduría se va trenzando con llamadas a la fidelidad a la Alianza, que se concreta en el estudio y cumplimiento de la Ley que Dios ha entregado a Israel.
El original hebreo de Ben Sirac no fue incluido en el llamado «canon palestinense» de las Sagradas Escrituras, que llegó a adquirir el carácter de norma en el judaísmo posterior. Esta medida influyó decisivamente en su transmisión. Aunque el libro era estimado por su contenido, no fue muy utilizado, por lo que se conservaron pocas copias y sólo de mediana calidad. En la literatura judía de la edad antigua y medieval se encuentra sólo un centenar de citas o alusiones a Ben Sirac. San Jerónimo dice que había visto un ejemplar en hebreo, pero no lo tradujo para la Vulgata.
El texto hebreo comenzó a ser conocido entre los estudiosos a partir de 1896 cuando se publicó un folio de un manuscrito del siglo XII encontrado poco antes en Egipto 5. En los años sucesivos se fueron descubriendo otros fragmentos procedentes de cinco manuscritos medievales, a los que siguieron nuevos fragmentos de notable extensión aparecidos entre los rollos de Qumrán y de Masada, de los siglos I a.C. y primera mitad del I d.C. En la actualidad se dispone ya de un texto hebreo cuya extensión es de unos dos tercios de la totalidad del libro conservado en manuscritos griegos y latinos.
Caminos muy diversos ha seguido la transmisión de la versión griega. Ésta se conservó desde el principio de la cristiandad en los códices griegos de la Sagrada Escritura. Se presenta en dos recensiones. Una contiene una versión algo más breve que la otra. Aparece en los principales códices unciales (en letras mayúsculas) de la versión de los Setenta (códices Vaticano, Sinaítico, Alejandrino, de los siglos IV-V d.C.) y en algunos códices minúsculos de gran importancia. Esta recensión es la que llegó a constituir el textus receptus de las ediciones impresas en los últimos siglos. La otra recensión es un poco más extensa, 134 versos más larga que la anterior, y se conserva en otros muchos manuscritos griegos así como en citas de escritores eclesiásticos y Santos Padres, de modo relevante en la edición hexaplar de Orígenes y en la recensión de Luciano.
En el siglo II d.C. se hizo también una traducción al latín en Occidente, que formó parte de la Vetus latina. Fue hecha a partir de la recensión larga del texto griego y presenta además añadiduras o glosas explicativas que no están en el griego. San Jerónimo no tradujo el texto del Eclesiástico, sino que esa versión de la Vetus latina pasó a la Vulgata. De ella se sirvieron la liturgia latina, los escritores y Santos Padres occidentales. Está contenida en muchos manuscritos y hay numerosas citas de ella. El texto oficial de la Iglesia latina en la actualidad, la Neovulgata, ha tomado «como norma» la versión recogida en la Vulgata, retocándola aquí y allá con arreglo a la versión griega y a los fragmentos que restan del texto hebreo. En cualquier caso, la Neovulgata ha mantenido algunas palabras sueltas, frases y versículos, que no están en los Setenta y que vienen a ser aclaraciones del texto griego, o pequeños desarrollos del pensamiento del original desde la visión de la fe cristiana presentes en la Vulgata.
La compleja historia de la transmisión del libro de Ben Sirac explica por qué el texto de este libro es uno de los menos fijados de todo el Antiguo Testamento. Estas fluctuaciones y discrepancias no afectan, sin embargo, a lo sustancial del texto, aunque originan muchas diferencias en las traducciones de algunos pasajes.
La versión castellana que ofrecemos tiene en cuenta las vicisitudes de la transmisión del texto del Eclesiástico. Nos hemos basado en la recensión más larga de los Setenta, teniendo a la vista los fragmentos recuperados del original hebreo, e incluyendo las adiciones mantenidas en la Neovulgata. En nuestra traducción castellana hemos numerado los versículos con arreglo a la numeración de la Neovulgata (que mantiene la habitual en las ediciones de la antigua Vulgata latina), pero, en el margen y en cursiva, hemos consignado la numeración usual en las ediciones del texto griego de los Setenta.
En el extenso libro de Ben Sirac se contienen multitud de máximas sapienciales, de origen variado. Sin embargo, no se trata de una mera recopilación de sentencias. Ésta es una de las obras en las que «la Sagrada Escritura nos presenta con sorprendente claridad el vínculo tan profundo que hay entre el conocimiento de la fe y el de la razón» 6. El Sirácida, enraizado en la tradición sapiencial de Israel, trata de llegar, como Platón, a «las cosas de máximo valor». Pero el autor hebreo, que trabaja cuanto puede con su razón, es consciente de que las cosas más esenciales han de ser contempladas a la luz de la Sabiduría divina comunicada a los hombres, esto es, con la razón ilustrada por la revelación, en un implícito adelanto de la posterior teología cristiana.
De acuerdo con lo que se afirma en Pr 1, 7, el Sirácida parte de que «el principio de la verdadera sabiduría es temer al Señor» 7, esto es, reconocer la transcendencia de Dios, su gobierno sobre las criaturas y su remuneración al hombre según su conducta 8. Pero la mayor aportación de Ben Sirac respecto a la tradición sapiencial anterior está en integrar aquella sabiduría adquirida desde la observación de la naturaleza y la reflexión racional sobre la Sabiduría que Dios ha manifestado en la creación, en la historia de Israel y especialmente en su Ley. De esta forma, la Sabiduría, en cuanto es don de Dios y actividad del hombre, se introduce en el marco de la Alianza de Dios con su pueblo. La Sabiduría por excelencia es la Ley de Moisés, la Torah, escrita en un libro 9, y sabio es quien la conoce y sabe ponerla en práctica en todas las circunstancias aplicando el razonar humano. Como consecuencia, Ben Sirac desarrolla su enseñanza a lo largo de cada una de las cinco partes que componen el libro mediante unas consideraciones sobre la sabiduría de carácter especulativo de las que extrae las aplicaciones concretas a la conducta personal.
Sería excesivamente prolijo, e innecesario para la presente introducción, exponer de manera pormenorizada la amplísima temática que desarrolla esta obra, e indicar los lugares en que trata cada argumento. Bastará, a modo de resumen, una breve enumeración de las cuestiones principales: en primer lugar, y como fondo del libro, la exhortación a buscar la Sabiduría divina; luego, van apareciendo el temor de Dios como principio y coronamiento de la verdadera sabiduría; el pecado y la conversión a Dios; la humildad que ha de sentir la criatura humana; la vida y la muerte; las relaciones entre los hombres: amigos, padres e hijos, esposo y esposa, hombres y mujeres, gobernantes y súbditos, ricos y pobres; la veracidad y la mentira, el dominio de la lengua, el libre albedrío; etc. Con todo, hay tres temas que merecen una especial atención: la retribución divina, la importancia del culto y la providencia de Dios a lo largo de la historia de Israel.
Ben Sirac afronta el tema de la retribución divina y no es ajeno al problema del sufrimiento del justo y a la realidad de la muerte, planteados en los libros de Job y de Qohélet. Por eso afirma repetidamente que Dios retribuye al hombre a la hora de la muerte10, pero no precisa en que consiste esa retribución: puede ser en las circunstancias de la muerte, como la edad o la enfermedad, o en el recuerdo digno de alabanza que deja el hombre tras de sí11, ya que todavía no se ha revelado la esperanza en una vida después de la muerte12. De todas formas, en el texto largo griego y en la versión latina, se supone la pervivencia consciente en el otro mundo13.
En la concepción del autor el referente primordial del cumplimiento de la Ley, y por tanto del sabio, es el culto a Dios en el Templo de Jerusalén. Ben Sirac está interesado por la liturgia del Templo porque es un modelo para la relación del hombre con Dios y sirve de guía a la vida moral. Culto y moral se relacionan entre sí, como habían subrayado los profetas de Israel: no puede existir verdadero culto sin el esfuerzo por una conducta moral recta y justa.
Otra de las aportaciones más características de Ben Sirac es la atención prestada a la providencia de Dios, que otorga a su pueblo hombres fieles para guiar su historia y ser puntos válidos de referencia para los demás por su fidelidad a la Alianza y a la Ley14. En el plan providente de Dios, la vida humana tiene, por tanto, una dimensión social y una transcendencia para todo el pueblo.
Finalmente, a modo de resumen, podemos señalar que a lo largo del complejo y extenso desarrollo de los diversos temas se puede observar una enseñanza fundamental sobre la Sabiduría. Por un lado, la Sabiduría es presentada en su dimensión divina y universal. Es decir, la Sabiduría está en Dios15 y es Dios mismo quien la ha infundido en los seres de la creación, la ha destinado a «toda carne» y la ha comunicado a los que le aman16. Por otro, el horizonte de la Sabiduría se ve limitado en beneficio del pueblo elegido, que es el destinatario privilegiado de la Sabiduría entre los hombres. No es fácil dilucidar si en tal insistencia hay una intención apologética frente al influjo del helenismo, que en tiempo de Ben Sirac ganaba terreno en la tierra de Israel, o si se trata sólo de una concepción sapiencial común en el Antiguo Testamento. En cualquier caso, Dios ofrece la Sabiduría que llega a todos los pueblos a través de Israel.
El libro de Ben Sirac, aunque nunca es citado textualmente, es evocado en no pocos textos del Nuevo Testamento. Sus expresiones resuenan para un lector atento en algunas palabras de Nuestro Señor que reportan los Evangelios y en las exhortaciones de las Cartas de San Pablo y de Santiago. Así, por ejemplo, en Mt 11, 28-29 («Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. Llevad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas»), hay un eco de Si 6, 24-25. Y en Jn 4, 13-14 («Todo el que bebe de esta agua tendrá sed de nuevo pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna») están latentes las palabras de Si 24, 29-30. Del mismo modo, la personificación de la Sabiduría en Si 24 –junto con Pr 8 y Sb 7– permite profundizar en la comprensión de Jesús como Sabiduría divina encarnada, presente en el prólogo del Evangelio de Juan17, en el himno de Pablo a la primacía de Cristo sobre toda la creación de la Carta a los Colosenses18, o en el comienzo de la Carta los Hebreos19. También en la Carta de Santiago hay numerosas expresiones que recuerdan las del libro de Ben Sirac, entre las que destaca la exhortación a dominar la lengua20 que parece evocar Si 28, 14ss.
Los escritores eclesiásticos de los primeros siglos y los Santos Padres recurrieron en muchas ocasiones a pasajes de Ben Sirac para apoyar su predicación, especialmente aquellos pastores y catequistas que se proponían educar a los cristianos en la sana doctrina moral. Tales son los casos, por ejemplo, de Clemente Alejandrino en su obra El Pedagogo, o de San Gregorio Magno en su Regla pastoral, para la formación de los clérigos, y en su Moralia in Iob, para todos los cristianos. San Agustín lo cita cientos de veces. También es referencia para San Ambrosio, San Gregorio de Nisa, y muchos otros.
En la liturgia de la Iglesia se emplean textos del Sirácida algunos domingos y también durante el ciclo semanal. Especial importancia tiene el que se refiere a la Sabiduría divina21 aplicado a Jesucristo (2º Domingo después de Navidad). En la Liturgia de las Horas se recogen textos de Ben Sirac como cánticos para laudes de la feria segunda de la segunda semana22 y para las vigilias de solemnidades de la Virgen23 y de los santos24.
1 Si Prólogo 34-35.
2 cfr Si 50, 5-23.
3 Si 50, 29b. Más brevemente, también aparece su nombre en las suscripciones de los manuscritos griegos: «Jesús Ben Sirac» (cfr tras 51, 38).
4 Si 51, 23.
5 Si 39, 15-Si 40, 7.
6 Juan Pablo II, Fides et Ratio, 16.
7 Si 1, 16.
8 Si 17, 16-20.
9 cfr Si 24, 32-33.
10 Si 1, 13; Si 11, 28; etc.
11 cfr Si 39, 12- 15.
12 cfr Si 17, 25-27.
13 cfr Si 2, 9; Si 6, 23; Si 16, 22; Si 24, 31; Si 31, 10; etc.
14 cfr Si 44, 1-49, 19.
15 cfr Si 1, 1-8.
16 cfr Si 1, 9-10.
17 Jn 1, 1-18.
18 Col 1, 15-20.
19 Hb 1, 1-2.
20 St 3, 1-12.
21 Si 24, 1-4.8-12.
22 Si 36, 1-7.13-16.
23 Si 39, 17-21.
24 Si 14, 22; Si 15, 3.4.6b y Si 31, 8-11.