En el presente libro se recogen algunas consideraciones sobre diversos aspectos del ser y del quehacer cristianos. Me ha movido a reunirlas el deseo de contribuir a esa gran renovación de la fidelidad a Cristo a la que se encamina el gran Jubileo que Juan Pablo II ha promovido con motivo del tránsito del segundo al tercer milenio del nacimiento de Jesús.
Todo itinerario espiritual cristiano se realiza dentro de la Iglesia y, con frecuencia, está orientado por la ayuda de maestros espirituales. Personalmente tuve la dicha de contar con un guía excepcional: San Josemaría Escrivá de Balaguer. Los largos años que viví junto a este fiel sacerdote y la meditación asidua de sus consejos y de sus escritos han marcado profundamente mi alma. Citaré por eso muchas palabras suyas, no sólo a título de deuda y agradecimiento, sino también porque estoy firmemente convencido de que su enseñanza contiene grandes luces e impulsos para el mejoramiento de la vida cristiana en nuestro tiempo, y siempre.
Roma, 8 de septiembre de 2000.Elemento característico de la actual situación cultural es la crisis de la paternidad humana, que dificulta la comprensión de Dios precisamente como Padre. Se podría objetar que el problema no es nuevo, ya que el mismo Cristo, al enseñar a los hombres de su tiempo a confiar en Dios, a rezarle como Padre, tuvo que combatir un estereotipo –común ya entonces– que presentaba al Creador como un Ser distante y lejano. Pero esto no vuelve ociosa la pregunta: la dificultad de nuestro tiempo para descubrir a Dios como Padre, ¿no será debida también a factores culturales específicos de esta época?
Es un hecho que tantos jóvenes carecen de una imagen vivida del padre –o a veces de la madre– capaz de orientarles para asimilar a fondo la realidad de la filiación divina. Una familia rota priva a los hijos de esa experiencia de cariño y de seguridad que sólo la unión indisoluble entre el padre y la madre permite alcanzar con plenitud. Es también evidente que muchos padres y madres, por motivos de diversa índole, conceden escaso relieve a su paternidad o a su maternidad.
No se trata sólo de una cuestión práctica, de costumbres o estilos de vida. Algunos desarrollos de la teología feminista han objetado que un Dios nombrado de modo masculino, condujo a legitimar religiosamente injustas formas de patriarcalismo. Juan Pablo II ha salido al paso de esta visión, cuando ha recordado en su encíclica Mulieris dignitatem que la paternidad de Dios posee un sentido ultracorporal, totalmente divino. Dios nos ama con un corazón infinito, paternal y maternal a la vez.
El momento presente ofrece, por lo demás, una notable complejidad. Determinados principios y desarrollos, considerados por muchos como parte esencial de la cultura moderna, parecen haber entrado en crisis: el racionalismo, el cientificismo, la reducción del saber a ideología, o el individualismo. A la vez, hay grandes valores en alza: dignidad de la persona, papel de la mujer, aprecio por la paz, valoración de la vida ordinaria y de las relaciones humanas, iniciativas de voluntariado y de promoción social... Se percibe también un anhelo de familia, debido –en su raíz última– al hecho de que la criatura humana –se quiera o no– es constitutivamente hijo o hija. Y, en fin, asistimos también a un despertar religioso, signo claro de la conciencia de la necesidad de Dios, aunque no raramente ese resurgir espiritual esté mezclado con una fuerte ignorancia o con un indiferentismo ligado a una crisis de la noción misma de verdad.
En este contexto, Juan Pablo II exhorta con constancia a no tener miedo, a cultivar la esperanza, a superar –como fundamento para esa confianza– la tentación primigenia del demonio, que condujo a la caída original. En efecto, como en la narración del Génesis, también ahora el diablo promueve la sospecha y el recelo en relación con Dios, a pesar de que la realidad proclama que Él es Padre, verdadera y profundamente Padre –clementissime Pater, lo invoca la liturgia eucarística–, y de que el mundo actual, como el de ayer y el de mañana, necesita de esa paternidad para encontrar el sosiego y la felicidad auténtica.
Por providencia del Cielo, desde 1948 he tratado muy de cerca a San Josemaría Escrivá de Balaguer. En su vida y en sus labios afloraba siempre, como realidad dominante y central de su existencia, la persuasión de que Dios es Padre. Recordaba que un día –el 16 de octubre de 1931- el Señor le había concedido una oración que se encuentra sin duda entre las más íntimas y elevadas de su caminar terreno. Copio uno de sus relatos de aquella experiencia: "Sentí la acción del Señor que hacía germinar en mi corazón y en mis labios, con la fuerza de algo imperiosamente necesario, esta tierna invocación: Abba! Pater! Estaba yo en la calle, en un tranvía (...). Probablemente hice aquella oración en voz alta. Y anduve por las calles de Madrid, quizá una hora, quizá dos; no lo puedo decir, el tiempo se pasó sin sentirlo. Me debieron tomar por loco. Estuve contemplando con luces que no eran mías esa asombrosa verdad, que quedó encendida como una brasa en mi alma, para no apagarse nunca".Se dan ciertamente situaciones difíciles, que no podemos entender con nuestra inteligencia. Pero tampoco entonces cabe dudar del amor de Dios; en esas circunstancias, con la seguridad que presta la fe, es preciso mirar a Jesús. Para eso envió Dios a su Hijo al mundo, para que fuésemos también nosotros sus hijos en el Hijo; y para que, contemplándolo, conociéramos la magnitud de su amor. El Padre manifiesta su paternidad a través de las palabras y de la vida del Hijo eterno, que entró en la historia humana al asumir nuestra naturaleza. Cristo, con sus obras y sus palabras, nos revela al Padre y nos da a conocer su amor infinito. El evangelio de San Juan registra una insólita petición del apóstol Felipe en la Última Cena: "Señor, muéstranos al Padre y nos basta". La respuesta de Jesús fue terminante: "¿Tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? El que me ha visto a mí ha visto al Padre". Estas palabras de Jesús sobre el Padre fueron, entre otras, las que movieron a los Apóstoles a exclamar poco después: "Ahora sí que hablas con claridad y no usas ninguna comparación; ahora vemos que lo sabes todo, y no necesitas que nadie te pregunte; por eso creemos que has salido de Dios".
El Padre, que permanece invisible, deja oír su voz en varios momentos de las narraciones evangélicas. En el Bautismo de Jesús, da testimonio del ser y de la misión del Verbo hecho hombre, con esta declaración: "Tú eres mi Hijo, el amado, en ti me he complacido". En la Transfiguración, pronuncia palabras muy parecidas: "Éste es mi Hijo, el amado: escuchadle". En ambas ocasiones, Dios Padre indica a la humanidad que el camino para llegar a Él es escuchar a Cristo, seguirle, contemplarle.
Jesús, a su vez, habla continuamente del Padre, de su amor, de su bondad y misericordia, de su cuidado paternal por todos los hombres, hasta enseñarnos la oración por excelencia: el Padrenuestro. Revela al Padre con sus palabras y su vida. Con los milagros, con el perdón de los pecados, con su capacidad para conmoverse e incluso para llorar, manifiesta a la vez la omnipotencia y la misericordia divinas. Así lo hizo en los grandes acontecimientos de su vida pública y también –quiero subrayarlo, porque no siempre se pone debidamente de relieve– a través de su quehacer de cada día, de su aprecio por la existencia ordinaria, de sus treinta años transcurridos en Nazaret, dedicado personalmente al trabajo en la propia familia. Jesús desea mostrar que hemos de conducirnos como hijos de Dios Padre en la realidad concreta de la jornada, en lo ordinario.
Al final del paso de Jesús por la tierra, tendrá lugar el hecho máximamente revelador de la misericordia paterna: la Cruz. El Padre lleva su amor por nosotros hasta el extremo de pedir al Hijo, en favor nuestro, el sacrificio supremo de la vida. Y Jesús, el Verbo encarnado, se entrega para que, a través de su muerte por amor, los hombres seamos redimidos del pecado, experimentemos el amor de Dios y podamos así amar filialmente al Padre que está en los cielos.
Como fruto de la Cruz, el Padre y el Hijo envían al Espíritu Santo. Su misión es incorporarnos a Cristo en virtud de la gracia y otorgarnos el don de la filiación. "Recibisteis –escribe San Pablo a los Romanos– un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: "¡Abba, Padre!". Pues el Espíritu mismo da testimonio junto con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios". La manifestación poderosa del Espíritu Santo el día de Pentecostés dará a los Apóstoles la fuerza necesaria para dar testimonio –con la libertad y la audacia de los hijos– de que Jesús es el Unigénito enviado por el Padre.
El Hijo y el Espíritu, que se manifestaron de modo visible hace dos mil años, continúan su acción, de modo invisible pero real, hasta el final de los tiempos. Somos hijos del Padre en el Hijo encarnado –en Cristo–, por el Espíritu Santo. La identidad del cristiano consiste en ser hijo de Dios en Cristo y, por tanto, con palabras de San Josemaría, que he escuchado tantas veces, en saberse alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo: en ser Cristo que pasa en medio de los hombres.
El envío del Hijo y del Paráclito, y su permanencia eficaz en nosotros, nos lleva a participar de esa corriente de amor de la Trinidad de Personas divinas. Así damos curso a nuestra vida ordinaria, no ya como siervos, sino como amigos de Dios, como hijos suyos, con una libertad filial que se manifiesta en el amor. Y cuando, por nuestra fragilidad, no sabemos amar generosamente y nos alejamos del Padre –como le ocurrió al hijo pródigo de la parábola–, recordamos que mediante la Penitencia podemos recuperar la gracia que viene de la Sangre redentora de Cristo, derramada en la Cruz. En el sacramento de la Penitencia, arrepentidos como el hijo pródigo, recibimos el abrazo amorosísimo del Padre que nos cura del egoísmo y nos devuelve la libertad del amor para que podamos volver a trabajar como hijos de Dios en los quehaceres cotidianos.
Pero no olvidemos que, como Cristo, la libertad de hijos se alcanza abrazando su Cruz. En su oración personal del 28 de abril de 1963, el Fundador del Opus Dei expresaba esta verdad con la convicción de quien lo tiene bien experimentado: "Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios".La paternidad de Dios, que nos acompaña en todo momento, nos descubre también, por tanto, el sentido santo del dolor y de la muerte, quitándoles así –por usar las palabras de San Pablo– su "aguijón"; es decir, nos libra no del dolor, que permanece, pero sí de la tristeza y de la amargura, a la vez que nos mueve a aliviar las penas de los demás y a olvidar las propias, como hizo Santa María al pie de la Cruz. Podemos y debemos caminar cada día así, sintiéndonos hondamente hijos de Dios, para ser en todo momento –como deseaba el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer– sembradores de paz y de alegría.
"Se ha cumplido el tiempo, el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed al Evangelio". Con estas palabras empezó Cristo su misión. Con Cristo y en Cristo, mediante nuestras acciones y nuestras palabras, por la gracia del Bautismo estamos en condiciones de repetir con eficacia al oído de las personas que tenemos alrededor: ¡creed al Evangelio! Que equivale a decir: ¡abrid serenamente la inteligencia y el corazón a Jesucristo, confiad en el Salvador!
En su ir y venir por los caminos de Palestina, anunciando la cercanía y la naturaleza del Reino de su Padre, llegó un día Jesús, acompañado de los suyos, a la región de Cesárea de Filipo, lugar de contrastes religiosos y culturales, no lejos de tierra de paganos. Y fue allí donde les preguntó: "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?". El Maestro que, como nos señala San Juan en su evangelio, no necesitaba que nadie le manifestara lo que hay en el interior de cada hombre, sabía perfectamente cuál era el efecto de su enseñanza en las almas de cuantos le escuchaban; unos se mostraban más abiertos a la fe y a la conversión; otros, en cambio, no estaban bien dispuestos todavía a la gracia. Conocía, pues, la respuesta que saldría de los labios de los discípulos, pero no por eso dejó de interrogarles: "¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?", ¿qué dicen acerca de mí?, ¿qué idea se han hecho de mi persona?, ¿de qué hablan cuando se refieren a mis palabras, a mis acciones?
No buscaba, propiamente hablando, una respuesta. Quería que los suyos –los Apóstoles, aquellas santas mujeres que le servían solícitamente y todos los que habían creído en Él y le seguían– fueran conscientes de la realidad y del misterio que Él mismo implicaba, y los afrontaran con sinceridad. "Y ellos respondieron: unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, o Jeremías o alguno de los profetas". Es San Mateo quien lo relata.
Eran voces de humana admiración hacia Jesús, actitudes en general positivas ante su doctrina y sus acciones, aunque tampoco faltarían las negativas, como se nos narra en los evangelios. Sin embargo, ¡qué lejos estaban aún de conocerle! Es significativo comprobar en las páginas del Evangelio que, incluso las personas que se muestran capaces de intuir su grandeza, no llegan a captar el misterio de su misión y de su persona. Y así, aunque reconocen que Jesús proclama un mensaje atrayente, que vale la pena escuchar e incluso alabar, no alcanzan a descubrir en Él al Salvador, a Aquél ante cuyo nombre –como leemos en la carta de San Pablo a los Filipenses– debe doblarse toda rodilla en el cielo, en la tierra y en el infierno. Al misterio de Jesucristo sólo es posible acceder a través del don de la fe, como Él mismo precisa en otro pasaje del Evangelio: "Nadie puede llegar hasta mí, si no es traído por el Padre que me envió". El don de creer sólo arraiga en un alma que, yendo más allá de la admiración o el aprecio, reconozca la necesidad de convertirse, de aceptar la mano que amorosamente le tiende el Salvador.
Pero volvamos a la escena junto a Cesárea de Filipo. "Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?", preguntó Jesús, no dándose por satisfecho con la simple referencia a lo que los Apóstoles habían oído de labios de otros. Simón Pedro, con una firme certeza sobrenatural en el alma, toma inmediatamente la palabra en nombre propio y de todos: "Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo". Su confesión se diferencia totalmente de las declaraciones anteriores, tanto por su contenido objetivo como por sus dimensiones subjetivas; y evoca la frase que el mismo Pedro, con términos distintos, pero con fuerza semejante, pronunció en otra ocasión, en la sinagoga de Cafarnaún: "Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y conocido que eres el Santo de Dios".
Ambas expresiones, como tantas otras del Nuevo Testamento, aun en su diversidad literal y contextual, ponen de relieve el hondo conocimiento del misterio de Jesucristo –el Mesías, Hijo de Dios y Redentor de los hombres– que, guiados por el Espíritu Santo, adquirieron los Apóstoles. También ahora, en los albores del tercer milenio de la Encarnación redentora, en esta época marcada por la necesidad de una nueva evangelización, los cristianos debemos ser un testimonio viviente del misterio de amor y salvación que Dios nos ha revelado en Cristo. Es preciso que nos empeñemos en mostrar a los demás la gran verdad que llena de contenido nuestra fe: "Cristo vive (...). Jesús, que murió en la cruz, ha resucitado, ha triunfado de la muerte, del poder de las tinieblas, del dolor y de la angustia (...). No es una figura que pasó, que existió en un tiempo y que se fue, dejándonos un recuerdo y un ejemplo maravillosos. No: Cristo vive. Jesús es el Emmanuel: Dios con nosotros". Son palabras del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, que nos deben estimular a vivir la fe y a vivir de fe.
En Jesucristo descansan la fe y la esperanza de los cristianos. Nuestra razón se inclina ante el misterio de amor, filial y fraterno, que en Él se nos revela, a la vez que nuestro corazón se abre con el deseo de conocerle mejor y de unirnos más íntimamente a Él. De su plenitud los hombres recibimos constantemente gracia sobre gracia, como escribe San Juan en el prólogo de su evangelio; también, en concreto, la gracia decisiva de poder seguirle de cerca en la vida cotidiana; como amigos, como hermanos, como fieles cristianos, alegres de poder confesar: ¡Señor, Hijo de Dios vivo, creemos firmemente en Ti! Tú eres nuestro Salvador y nuestra salvación, el fundamento y la verdad de todas las cosas, la razón última de la existencia, la fuente de sentido y significado. ¡Sólo Tú tienes palabras de vida eterna!
Un programa de vida cristiana: reflejar fiel y heroicamente a Jesucristo
Para que la proclamación del amor y de la misericordia paterna de Dios resuene con atractivo en el mundo, en los más diversos lugares, se hace preciso que nuestras palabras evoquen y nuestras obras reflejen el rostro del Redentor. La existencia de los hijos de Dios puede, en suma, resumirse en ese compromiso que llenaba el alma del Beato Josemaría: conocer a Jesucristo, hacerlo conocer, llevarlo a todos los sitios.
Ahí se encuentra lo específico de la identidad cristiana: en la comunión con Cristo y en la misión de comunicar ese tesoro, esa luz que Él nos ha traído, a todas las personas y a todos los ambientes. Esa llamada, esa vocación, la dirige Dios a todo cristiano desde el momento del Bautismo: afecta a todos, no a unos pocos. Todos estamos llamados a trasladar la novedad siempre actual del encuentro con Dios a los espacios donde se desenvuelven ordinariamente nuestros hermanos los hombres, con naturalidad y sin complejos. ¡Qué bien lo entendieron nuestros primeros hermanos en la fe, aquellos que recibieron la doctrina cristiana directamente de labios de los Apóstoles o de sus inmediatos sucesores! Un escrito del siglo II, la Epístola a Diogneto, lo refleja de modo admirable: "Los cristianos no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás (...), sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta admirable y, por confesión de todos, sorprendente. Habitan sus propias patrias, pero como forasteros; toman parte en todo como ciudadanos, y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. Se casan como todos; como todos, engendran hijos, pero no exponen los que les nacen. Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según la carne. Pasan el tiempo en la tierra pero tienen su ciudadanía en el cielo".Desde luego, en ocasiones, una conducta que aspire a presentarse como reflejo fiel de Cristo puede chocar y llegar a constituir un signo de contradicción. Ya lo anunció el anciano Simeón, hablando del propio Jesús en el Templo de Jerusalén, y el anuncio se cumplió también en la vida de los primeros discípulos, cuando –después de recibir el Espíritu Santo– se lanzaron a dar testimonio de Jesucristo: primero los tomaron por borrachos, después los encarcelaron, finalmente los condenaron a muerte. La expansión del mensaje cristiano por el mundo, la historia de la Iglesia, corre pareja a este testimonio de muchos hombres y mujeres, que han sabido anteponer su fidelidad al Maestro a la tranquilidad de la vida, a la honra, a la fortuna, a la situación social. Desde los mártires antiguos hasta los contemporáneos, es mucha la sangre que se ha unido a la que derramó Jesús en la Cruz para salvarnos.
El antiguo documento que he citado unas líneas más arriba lo pone de manifiesto. Tras recordar los rasgos esenciales de los seguidores de Cristo, deja constancia de que los cristianos "obedecen a las leyes establecidas; pero con su vida sobrepasan las leyes. A todos aman y por todos son perseguidos. Se los desconoce y se los condena. Se los mata y en ello se les da la vida (...). Son deshonrados y en las mismas deshonras son glorificados. Se los maldice y se los declara justos. Los vituperan y ellos bendicen. Se los injuria y ellos dan honra. Hacen bien y se los castiga como malhechores; castigados de muerte, se alegran como si se les diera la vida". Con la gracia de Dios, este heroísmo perdurará hasta el final de los siglos. Sabemos que el demonio no cesará de acosar a los que procuran frecer un testimonio actual de Cristo vivo; pero de los seguidores del Señor se espera que nos mantengamos fieles, decididos a no permitir que nuestra identidad se diluya ante la persecución, ante la presión social o ante los halagos de ambientes y culturas que se oponen a la presencia transformadora del mensaje de Jesucristo y que, de una forma u otra, lo rechazan.
Con razón escribió el Beato Josemaría que "la fe cristiana es lo más opuesto al conformismo, o a la falta de actividad y de energía interiores". Es muy triste que un cristiano esconda su condición, o la ponga entre paréntesis, a la hora del trabajo o de la actividad pública, al entrar en su oficina o al llegar a la cátedra, a la empresa o al parlamento, al desplegar su vida social o al colaborar en los medios de comunicación. Viene a la memoria el ejemplo de Santo Tomás Moro que, sin perder su temple ciudadano, supo testimoniar con entereza su fe aun a costa de la decapitación.
Jesucristo pide a sus seguidores que divulguemos por esta tierra su mensaje. Y quiere que lo difundamos con la gallardía y el optimismo propios de quien sabe que es una doctrina siempre vigente y siempre nueva: con la novedad permanente del amor, capaz de vivificar la conducta de los hombres y de las mujeres de todos los tiempos, en las circunstancias más dispares. Resulta siempre oportuna la pregunta que, en uno de sus escritos, sugiere el Beato Josemaría: "¿Cunde a mi alrededor la vida cristiana? Piénsalo a diario". La propia y personal respuesta a ese interrogante, a la vez sencillo y comprometedor, nos permitirá deducir si hemos calado con profundidad en nuestra vocación cristiana, si no nos ha faltado valor o si nos hemos encogido ante ambientes o mentalidades hostiles a Jesucristo.
Afrontar sinceramente esa pregunta nos puede ayudar a superar la tendencia, siempre amenazadora –más aún en momentos de cambio cultural–, a condescender con la incoherencia interior, con la separación injustificada entre vida privada y vida social o profesional. Eso entrañaría una clara manifestación de que hemos marginado la verdad, el bien y la virtud, para sustituir esos valores irrenunciables por planteamientos confortables, "ambientalmente correctos", que no producen heridas: no, como debe ser, porque estén informados por la comprensión y la caridad, sino porque carecen de contenido y mantienen tan sólo –y a veces ni siquiera eso– una respetabilidad de fachada.
Fuertes en la fe, seguros en la esperanza, convencidos del verdadero amor, los cristianos hemos de aceptar el reto que los tiempos actuales nos lanzan. Día a día debemos, en primer lugar y ante todo, esforzarnos por conocer más a Cristo; y, como consecuencia necesaria, nos esforzaremos también por darlo a conocer como el único Salvador, como Aquél que ha proclamado y hecho realidad el único mensaje que contiene palabras de vida eterna: el mensaje sobre el amor infinito de Dios Padre.
Para reflejar a Cristo, conocer a Cristo
Por medio de la Iglesia, Cristo lleva a cabo, también ahora, la misión redentora que ha recibido del Padre. Jesús, en los inicios de su predicación, la describía a quienes le escuchaban, aplicando a su persona unas palabras del profeta Isaías: "El Espíritu del Señor está sobre mí, por lo cual me ha ungido para evangelizar a los pobres, me ha enviado para anunciar la redención a los cautivos y devolver la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, y para promulgar el año de gracia del Señor". Ese mismo Espíritu se entrega, desde la Cruz de Cristo, a la Iglesia de todos los tiempos.
Jesucristo ha venido a salvarnos. Repasemos tantas escenas estupendas del Evangelio que lo declaran. Aquella en la que se le comunicó a San José: "Lo llamarás Jesús, porque salvará a su pueblo de sus pecados". Como Salvador lo anunció el ángel a los pastores: "Hoy os ha nacido en la ciudad de David un Salvador, que es el Mesías, el Señor". A Juan el Bautista, el precursor, le fue dado conocer a Jesús como "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo", y como tal lo presentó a sus discípulos. Años más tarde, el apóstol Pedro exhortará a los cristianos a crecer siempre más "en el conocimiento de nuestro Señor y Salvador Jesucristo", y Pablo impulsará a vivir sobria y piadosamente en este mundo, en espera de la manifestación "del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo".
No lo dudemos: sólo Jesús es el Salvador. Con ese nombre y título se nos ha predicado a nosotros por la Iglesia, y así lo hemos de anunciar a cuantos tratamos o nos miran, teniendo muy presente que hemos de mostrarlo al mundo no de cualquier manera, sino –con palabras de San Pablo– como buenos "conocedores del amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento". La palabra "conocer" indica aquí no un saber exclusivamente intelectual, sino un saber hecho vida, un saber madurado y asimilado en la oración y, desde ese centro de nuestro yo que es el corazón, trasmitido a las obras. Hemos de anunciar a Cristo a través de nuestra propia existencia, siendo entre los demás Cristo que pasa. Mejor dicho, procurando serlo, porque nos vemos débiles y nos reconocemos llenos de miserias. Pero, aun así, como le gustaba decir al Beato Josemaría, nos esforzamos para que "nuestros pensamientos sean sinceros: de paz, de entrega, de servicio"; para que "nuestras palabras sean verdaderas, claras, oportunas; que sepan consolar y ayudar, que sepan, sobre todo, llevar a otros la luz de Dios"; para que "nuestras acciones sean coherentes, eficaces, acertadas: que tengan ese bonus odor Christi (2Cor 2, 15), el buen olor de Cristo, porque recuerden su modo de comportarse y de vivir".La existencia humana del Salvador aparece luminosa para quien se decide a mirarla con sinceridad. Todo en Cristo es manifestación de la vida divina, porque en Él –como escribió San Pablo con palabras lapidarias– "habita la plenitud de la divinidad corporalmente". La vida del Señor debe, por eso, constituir el objeto de nuestra meditación. Y, dentro de la vida del Señor, en primer lugar el misterio de la Cruz: de esa Cruz que, clavada en la cima del Calvario, sosteniendo en sus brazos el cuerpo muerto del Redentor, manifiesta con claridad el extremo al que llega el amor de Dios. También la infancia de Jesús nos ofrece materia para la contemplación. Y lo mismo sus años de adolescente y su tiempo de trabajo en el taller de José, porque –en frase del Beato Josemaría– "Jesús, creciendo y viviendo como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, tiene un sentido divino".
A los cristianos nos ha sido confiada la noble tarea de mostrar a Jesucristo a nuestros hermanos los hombres. Algunos deberán llevarlo a cabo con la predicación. Otros con el testimonio de su consagración. La inmensa mayoría, la gran variedad de los cristianos llamados a santificarse en medio del mundo, han de dar a conocer al Maestro desempeñando bien –con perfección humana y con espíritu cristiano– el trabajo y las demás obligaciones que a cada uno le correspondan. "Cristo, Señor Nuestro –cito de nuevo al Beato Josemaría–, fue crucificado y, desde la altura de la Cruz, redimió al mundo, restableciendo la paz entre Dios y los hombres. Jesucristo recuerda a todos: et ego, si exaltatus fuero a terra, omnia traham ad meipsum (Jn 12, 32), si vosotros me colocáis en la cumbre de todas las actividades de la tierra, cumpliendo el deber de cada momento, siendo mi testimonio en lo que parece grande y en lo que parece pequeño, omnia traham ad meipsum, todo lo atraeré hacia mí. ¡Mi reino entre vosotros será una realidad!". "Abrazar la fe cristiana es –proseguía– comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención".Éste es el camino: tratar al Maestro e identificarnos con Él. Tenerle siempre con nosotros y así, convertidos por la gracia en portadores de Cristo, estar en condiciones de darlo a conocer con nuestra palabra y con nuestra vida diaria de hijos de Dios.
Esas palabras expresan no sólo la grandeza de Dios, sino también las necesidades y aspiraciones de las almas, que anhelan la luz, la alegría sin fin, la plenitud. La unión entre la riqueza infinita de Dios y nuestra limitación, encierra una gran enseñanza. Pone, en efecto, de relieve que nos quedaríamos cortos en la comprensión de lo que significa desear o amar, si prestáramos atención sólo a la situación de indigencia del hombre. Y, más todavía, si interpretáramos esa indigencia como fruto de un distanciamiento que Dios hubiera querido establecer y mantener entre Él mismo y la criatura: Dios, allá en los cielos, donde todo es esplendor y gozo; el hombre, aquí en la tierra, experimentando la inquietud, el dolor y la desazón. Nada más lejos de la realidad. Hemos salido todos –cada una, cada uno– de las manos amorosas de un Dios que es nuestro Padre, que ha enviado a su Hijo al mundo para salvarnos, y que ha derramado su Espíritu para que nos ilumine y nos guíe en el camino que conduce hasta Él.
En nosotros, en cada uno de nosotros, se ha renovado ese momento sublime de amor divino que recoge el libro del Génesis, al relatar la creación del hombre. Nos ha mirado Dios con aquel afecto de predilección con que miró a la figura inanimada, hecha de barro de la tierra, a la que insufló "aliento de vida"; es decir, no sólo la capacidad de movimiento, sino un soplo, una fuerza, un espíritu que venía de Él y que permitía aspirar a otra vida llena de grandeza, partícipe de la naturaleza divina de la Trinidad Santísima.
Después de la caída de nuestros primeros padres, Dios no nos ha retirado su cariño sino que, por así decir, lo ha renovado y ampliado; y una vez realizada la Redención, nos ha enviado desde la Cruz de Cristo su Espíritu, su propio Amor. Por el Bautismo y la Confirmación, la maravilla de aquel primer día de Pentecostés se actualiza en nuestra propia alma. "También nosotros –leemos en una de las cartas apostólicas– éramos en otro tiempo insensatos, desobedientes, extraviados (...). Pero cuando se manifestó la bondad de Dios, nuestro Salvador, y su amor a los hombres, nos salvó no por las obras justas que hubiéramos hecho nosotros, sino por su misericordia, mediante el baño de la regeneración y de la renovación en el Espíritu Santo, que derramó copiosamente sobre nosotros, por medio de Jesucristo nuestro Salvador".
A partir del instante del Bautismo –a la vez sencillo y grandioso–, el Espíritu Santo comienza a actuar en nosotros, impulsándonos para que nuestra vida discurra según la de Jesús. Pensemos en esa acción sobrenatural que madura en el alma, incluso cuando, niños recién nacidos, somos inhábiles para razonar y agradecer. Y demos gracias ahora, ya crecidos en los años y en la fe, respondiendo con generosidad a esa acción por la que el Espíritu nos hace hijos del Padre en el Hijo.
El don del Espíritu Santo
El apóstol San Juan escribió unas palabras llenas de fuerza y de fuego: "Dios es amor". En esa frase, en la que parece culminar la revelación cristiana, encontramos el mejor preámbulo a cualquier meditación sobre el Espíritu Santo.
Para acertar en la interpretación de ese texto y, especialmente, para profundizar en su contenido, recordemos la premisa con que el Apóstol la introduce: "El que no ama, no ha llegado a conocer a Dios". Amar es, evidentemente, condición indispensable para conocer a un Dios que es Amor: no se puede conocer al amor sino desde el amor y participando del amor.
El Espíritu Santo se revela en la Santísima Trinidad precisamente como el Amor mismo con que el Padre y el Hijo se aman mutua y eternamente; o, en expresión de San Agustín, como la comunión inefable entre el Padre y el Hijo, el nexo entre las dos primeras Personas, cuya profundidad e intensidad nos trascienden de tal modo que superan lo que el lenguaje humano es capaz de expresar. Pero, en la gracia –prosigue San Agustín–, "este abrazo inefable del Padre y su Imagen (...) se difunde con infinita liberalidad y abundancia por todas las criaturas"; y así, en virtud de la acción del Espíritu en nuestras almas, se nos comunica lo que no podíamos alcanzar: el conocimiento de Dios y de su amor y, en definitiva, la comunión con las tres divinas Personas.
"Si alguno me ama –declaró Jesucristo en la larga e íntima conversación que mantuvo con sus discípulos en la Última Cena, camino ya de su Pasión–, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él". Ése es el misterio sublime que se realiza en el alma en gracia, al que el Papa Juan Pablo II, en el curso de una audiencia, hace algunos años, calificó como "la realidad más grande y más santa en la espiritualidad religiosa del cristianismo". Dios, la Trinidad –el Padre y el Hijo con el Espíritu de amor que les une–, inhabita en el alma de quien vive de acuerdo con la palabra de Cristo, actúa en nuestras potencias, impulsa nuestros pensamientos, confiere fuerza a nuestros proyectos, eleva nuestros afectos. Si acoge ese don, si abre su libertad a esa gracia divina, el hombre se diviniza. Bajo la acción del Paráclito, todos sus actos –grandes o pequeños– se convierten en manifestaciones de amor, de amor a Dios y de amor a los demás.
En este volcarse de la Trinidad hacia las criaturas, el Espíritu Santo, don primero y fuente de los demás dones, marca la acción de Dios en el mundo –en la historia, en la vida de la Iglesia, en cada alma– con la impronta del amor, del que Dante cantó que mueve no sólo a los hombres sino también "al sol y las demás estrellas". Es un Amor que todo atrae y todo lo unifica. Si consideramos que el Espíritu Santo es, en la vida intratrinitaria, vínculo que une al Padre con el Hijo, comunión consustancial y coeterna del Padre con el Hijo, comprenderemos que la unidad esconde uno de los reflejos más propios de la presencia de Dios en nosotros: unidad de la vida personal, coherencia en cada uno de nuestros actos con la fe que profesamos, unidad de la Iglesia, unidad afectiva y efectiva con nuestros hermanos los hombres.
Me atrevería a decir que este amor a la unidad, sinónimo a la vez de espíritu universal, de apertura de mente y de corazón, guarda una parte importante de lo que espera de los cristianos la humanidad de hoy, surcada por divisiones y particularismos de todo tipo. También desde este punto de vista, el Espíritu Santo se muestra como don de Dios, como regalo necesario para el mundo. Pensar en la tercera Persona de la Trinidad no significa adentrarse en cuestiones lejanas, propias sólo de almas singulares, sino alcanzar la perspectiva más alta para comprender con profundidad al hombre y a la historia, para entender las aspiraciones y sentimientos que brotan del corazón, y para afrontar las tareas que el quehacer diario y las grandes encrucijadas de la historia colocan ante cada uno.
Jesús prometió a los suyos: "Os conviene que me vaya, pues si no me voy, el Paráclito no vendrá a vosotros. En cambio, si Yo me voy os lo enviaré" (Jn 16, 7). La venida del Espíritu Santo –el Consolador: tal es el significado del término griego "Paracletos"- corona el designio de la creación y de la redención, completa la misión de Cristo e instaura la definitiva comunicación de Dios a los hombres.Docilidad al Espíritu Santo
El amor que el Espíritu Santo infunde en los corazones –amor para el que hemos sido creados y en el que hallamos la felicidad– mantiene un querer verdadero; no un sentimiento vago, superficial, pasajero, no acompañado por las obras, sino un afecto generoso que impulsa a la entrega. Ésa es la esencia del vivir cristiano, como recuerda frecuentemente Juan Pablo II citando un conocido pasaje del Concilio Vaticano II: "El hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo".
Dios, que se ha entregado por nosotros, desea que nos entreguemos a Él. Dios dirige a cada uno las palabras que San Pablo escribió a los fieles de Corinto: "No busco vuestros bienes, sino a vosotros". El Beato Josemaría expresaba así esta misma idea: "Jesús no se satisface "compartiendo": lo quiere todo". El panorama, de entrada, puede asustarnos; pero si tenemos presente que el mismo Dios que reclama nuestra entrega la hace posible con sus dones, con el don de Sí mismo, nos daremos cuenta de que convertir nuestra vida en una ofrenda grata al Señor está realmente a nuestro alcance.
La gracia que se nos ha concedido con la efusión del Espíritu Santo nos habilita para amar a Dios sin reservas, con ese amor que, como hemos visto, es participación de aquél con el que Dios Padre nos ha amado hasta enviar a su Hijo para que se hiciera hombre y derramara su sangre por nosotros.
Cuando el alma, movida por el Espíritu Santo, encauza toda su existencia según las exigencias del amor, lo que Dios pueda pedirle ya no se considera un conjunto de renuncias, pesos, sacrificios, sino de oportunidades para encontrar a Dios y unirse más a Él. La madurez del sentido cristiano se alcanza precisamente a través de la victoria del amor, que desecha el miedo, el egoísmo o, al menos, la desconfianza.
Pero, como en todo, en la vida espiritual no hay victoria sin lucha; una lucha que se prolongará a lo largo de toda la existencia. En efecto, estamos apegados a nosotros mismos y, con nuestra cortedad de miras, tendemos a considerar las cosas a ras de tierra, a dejarnos engañar por la satisfacción de un momento o la afirmación del yo, en lugar de abrir el corazón a la grandeza de los planes amorosos de Dios. En ese itinerario de nuestro crecimiento espiritual, el Paráclito no deja ni un instante de impulsarnos. Lo único que hace falta es que nosotros seamos dóciles a sus inspiraciones.
La persona que procura secundar las mociones del Espíritu Santo experimenta la eficacia de su ayuda. Lo que parecía imposible se alcanza, y lo que parecía duro se convierte en punto de partida para una respuesta generosa. Un himno litúrgico invoca al Paráclito como "dulce huésped del alma, descanso en nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos". Sí: el Espíritu divino nos consuela en el sufrimiento, nos saca del peligro, nos anima en la congoja, nos fortalece en la prueba. Con su asistencia, las dificultades dejan de acogotar como peso que aplasta, para convertirse en ocasión de entrega; más aún, en encuentro con Jesús. Y así, lo que costaba se transfigura en la Cruz de Cristo y el esfuerzo se llena de sentido.
Algunos teólogos han descrito el papel del Espíritu Santo en la vida cristiana con la metáfora de la barca: las virtudes sobrenaturales del cristiano, presentes en el alma por el Bautismo, están representadas por los remos, que reclaman, para su manejo, el esfuerzo y la fatiga; los dones del Espíritu Santo serían las velas empujadas por la fuerza del viento. La trayectoria de la santidad cristiana exige lucha –pelea gozosa, no resignada– porque el amor, la felicidad verdadera, no se abre camino sin empeño y los residuos del pecado no se vencen sin una voluntad decidida. Pero, en todo momento, Dios Espíritu Santo nos impulsa, nos concede la fuerza y, con el crecer de la gracia, si nos conviene, nos hará sentir también sus consuelos.
La acción del Paráclito se demuestra dulce, discreta. No elimina la libertad de la criatura –la presupone siempre–, pero revela toda su potencia divina si encuentra nuestra cooperación. La Escritura ilustra su intervención acudiendo a la metáfora del viento, impetuoso unas veces, suave otras, pero siempre activo y eficaz; a la del fuego que purifica y abrasa; a la del agua que salta hasta la vida eterna... Imágenes que han de despertar en nosotros una actitud firme de esperanza, de certeza, de confianza plena en ese Dios que nos quiere santos.
En la primera epístola de San Juan, aparecen estas palabras: "El amor de Dios consiste precisamente en que guardemos sus mandamientos; y sus mandamientos no son gravosos". Quizás, al leerlas, alguno se sorprenda, o piense que tropieza ahí con una paradoja insoluble: poner en relación el amor con cumplir unos mandatos, ¿no equivale a negar la espontaneidad del amor? La respuesta diáfana nos la facilita otro pasaje de la Escritura, del libro de Ezequiel, que recoge una promesa divina: "Os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que os conduzcáis según mis preceptos y observéis y practiquéis mis normas".
La Tradición de la Iglesia ha leído en esta profecía la promesa del don del Espíritu Santo. Dios manda el amor porque –lo recordaba antes– Él mismo es amor; porque nos ha creado a su imagen; porque estamos hechos para amar; porque ha enviado a su Hijo para que, entregándose, nos dejara el testimonio de la plenitud de su amor; porque constantemente envía a nuestros corazones al Espíritu Santo, para que nos divinice y nos comunique el amor mismo de Dios.
En su diálogo con la Samaritana junto al pozo de Sicar, ante las objeciones que aquella mujer oponía a la invitación de Jesús a tomar de esa "agua viva", a abrirse a la gracia del Espíritu Santo –y no era asunto fácil, ya que convertirse para ella suponía cambiar radicalmente de conducta, después de amargos fracasos y de haber hundido su corazón en tantos charcos–, el Señor exclamó: "¡Si conocieras el don de Dios!". San Agustín, glosando éste y otros pasajes, comenta en su tratado sobre la Trinidad que esa palabra, don, es nombre propio del Espíritu Santo: don del Padre al Hijo y del Hijo al Padre, y fuente de todos los dones que Dios nos otorga. ¡Si conociéramos el don de Dios! Si fuéramos conscientes de la fuerza de Dios presente en nosotros gracias al envío del Espíritu Santo, comprenderíamos cada vez mejor que Dios hace posibles, con su gracia, esas metas que nuestra debilidad nos presenta como inalcanzables.
¡Cuántas almas se alejan de la aventura maravillosa de la santidad por el desánimo y la desconfianza! En cambio, ¡qué frutos estupendos proceden de la esperanza, de la determinación de buscar en el Espíritu la fuerza que nos falta! No olvidemos que el don del Espíritu, que sopla ciertamente cuando quiere y como quiere, se comunica de modo singular a través de los canales de la gracia, los sacramentos, que Jesús ha confiado a la Iglesia, y en los que Él, como Señor, actúa con su poder soberano. Ahí nuestro camino en la tierra encuentra las sendas de Dios: sendas que Dios recorre junto a nosotros y en nosotros. Transitemos por ahí siempre con fe, sin poner obstáculos. Amemos a la Iglesia, tengamos fe en la Iglesia, y se nos donará el Espíritu Santo.
La figura de María, su papel en el nacimiento y vida de Jesús –y en el caminar de los cristianos– muestra bien a las claras la predilección y delicadeza con que las tres Personas divinas nos colman de bendiciones. Por eso -¡cómo goza el alma al ponderarlo!-, todas las realidades cristianas en la historia reciben, a partir del Verbo encarnado, de quien esencialmente derivan, un profundo resello mariano. Es éste un trazo impreso por el mismo Dios a su Iglesia y, en cuanto tal, un elemento básico de nuestra fe. La centralidad de María en la economía de la salvación, fundada en la de Jesucristo, quedó establecida por Dios al elegirla como Madre del Hijo encarnado y al confiarle, al pie de la Cruz, el cuidado por cada uno de nosotros.
Las verdades sobre la Virgen María son admirables. Por esto, cuanto se refiere a su persona refulge ante nuestros ojos con esplendor siempre nuevo. Los dones sobrenaturales que la embellecen y capacitan para desarrollar su misión, junto a Cristo, a lo largo de la historia de la salvación, constituyen un luminoso faro encendido ante nosotros. Su tarea cotidiana en Nazaret, sirviendo y conviviendo con su Hijo en compañía de San José; su fidelidad en el momento terrible de la Pasión de Jesús y en las horas que precedieron a la Resurrección; su delicada presencia en los primeros pasos de la comunidad cristiana, se nos muestran como un libro abierto en el que hemos de leer y meditar continuamente. No carece de significado ni el más pequeño gesto suyo, rebosante siempre de contenido, por el amor a la voluntad de Dios que encierra.
Así lo ha entendido la tradición cristiana, jalonada de himnos, cantos e invocaciones marianas. Y, sin embargo, debemos reconocer a la vez que estamos lejos todavía de comprender y descubrir toda la dignidad y grandeza espiritual de esta Señora nuestra. La Iglesia la venera con afecto filial como Madre amadísima y la considera modelo en la fe, en la esperanza, en la caridad y en todas las demás virtudes. Persuadidos de esta realidad, que tan de cerca nos concierne, deseamos progresar con fuerza en la "experiencia particular del amor materno de María", que conduce derechamente, como repetía el Beato Josemaría, a encontrar el amor de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo.
La grandeza de la figura de María
En la Encíclica Redemptoris Mater, el Papa Juan Pablo II resumía así uno de los núcleos fundamentales de la fe católica respecto a María: "En virtud de la riqueza de la gracia del Hijo Amado, en razón de los méritos redentores del que sería Hijo suyo, María ha sido preservada de la herencia del pecado original. De esta manera, desde el primer instante de su concepción, es decir, de su existencia, Ella pertenece a Cristo, participa de la gracia salvífica y santificante y de aquel amor que tiene su inicio en el Amado, en el Hijo del eterno Padre, que mediante su encarnación se ha convertido en su propio Hijo".
Colmada de dones celestiales, por encima de los ángeles y de los santos, María posee una plenitud de inocencia y santidad cuyo alcance ninguna inteligencia creada puede agotar. Así es nuestra Madre, así nos gusta contemplarla a sus hijos, adornada de majestad, de dignidad y, simultáneamente, de ternura y sencillez. "Sabemos –comenta el Beato Josemaría– que es un divino secreto"; pero un secreto que enamora y en el que, por tanto, nos agrada y alegra meditar.
Ese "divino secreto" fue anticipado en las primeras páginas del Génesis, cuando Dios anunció, después del pecado original, que pondría enemistad entre la serpiente y la mujer. Y comenzó a desvelarse con las palabras de saludo de Gabriel, el ángel de la Anunciación, a aquella doncella que era desde siempre Amada en el Hijo Amado: "Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo". Con espléndida sencillez, con términos que apenas entreabren el horizonte sin manifestarlo aún del todo, inició el mensaje de la salvación su camino definitivo en la tierra. "Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo": el plan de nuestra Redención, establecido por la Trinidad para que los hombres pudieran participar, como hijos, en la vida divina, entraba en su momento culminante. En el instante sublime en que resonaron en el corazón de María las palabras del ángel, los designios del Padre comenzaron a desarrollarse plenamente en la historia.
En la santidad de esta Mujer, concebida sin pecado y fiel en todos los pasos de su caminar, se dan a conocer las delicadezas del amor de Dios y las maravillas que puede tocar la libertad cuando el alma se decide a ser fiel. La Virgen es la "obra maestra" de la Trinidad, como afirma el Catecismo de la Iglesia Católica, y es también, para nosotros, el mejor modelo del seguimiento de Cristo. María nos precede y nos supera sin medida; al tiempo que –humilde doncella de Nazaret, "desposada con un varón de nombre José, de la casa de David"- nos anima a asemejarnos a Ella. Porque los cristianos estamos llamados a pertenecer a Cristo, a hacerlo como María y acercándonos a María.
A través de Ella, Dios nos llama a secundar generosamente la misión de Jesús; a contribuir con nuestro personal empeño en la obra que su Hijo, nacido de la Virgen, confió a la Iglesia; a cooperar con fe, esperanza y caridad a la restauración de la vida sobrenatural en las almas; a extender por el mundo el mensaje evangélico de paz, de alegría, de salvación. En la conducta y en el ejemplo de Santa María, nos reconocemos elegidos desde la eternidad y comprendemos que estamos convocados a ser santos y santificadores en medio del mundo, portadores, como Ella, de Cristo y, como Ella, fermento de santidad.
Santidad grande en la existencia cotidiana
La vida de la Virgen, por otra parte, nos enseña que, como escribió el Beato Josemaría, la santidad y la grandeza no tienen por qué manifestarse en "acciones aparatosas, sino en el sacrificio escondido y silencioso de cada jornada (...). Para ser divinos, para endiosarnos, hemos de empezar siendo muy humanos, viviendo cara a Dios nuestra condición de hombres corrientes, santificando esa aparente pequeñez. Así vivió María. La llena de gracia, la que es objeto de las complacencias de Dios, la que está por encima de los ángeles y de los santos llevó una existencia normal".
Ese es, en efecto, uno de los rasgos esenciales de la existencia terrena de Nuestra Señora y, en consecuencia, de la llamada a una vida santa que desde Ella resuena. Esa es una de las espléndidas y sencillas verdades que se descubren adentrándose en el hogar de Jesús, María y José en Nazaret. Quien busca servir y agradar a Dios puede encontrar a su Creador, Redentor y Santificador en lo corriente, en medio del trabajo cotidiano y de los quehaceres más ordinarios. Es posible –la vida de María lo manifiesta a las claras– estar plenamente inmerso en las ocupaciones de cada jornada y, contemporáneamente, divinizarlas. Es asequible ser "contemplativos en medio del mundo", mantener un trato muy íntimo con Dios a través de las actividades normales de nuestra jornada.
Para alcanzar esa meta, se hace preciso el esfuerzo de referir la propia conducta a Dios. Si la magnitud del ideal nos acobardara en algún momento, una mirada a la respuesta fiel de la Virgen podrá estimularnos. Por lo demás, no olvidemos que ha quedado como tesoro en nuestras manos, no sólo su testimonio, sino Ella misma, pues reina junto a su Hijo en los cielos y se muestra dispuesta siempre a acudir en nuestra ayuda con su protección y cariño maternales. Apenas la invocamos, y aun antes, María viene en nuestro auxilio, aunque –con increíble frecuencia– su tutela eficaz y afectuosa nos pase inadvertida.
Consideremos también que el camino de la Virgen Santísima –como el de su Hijo– no esquiva la Cruz. El rico sentido de la Cruz salvadora, el reconocimiento del papel que el dolor –asumido con fe y con amor– tiene en la obra de nuestra salvación, está grabado profundamente en la esencia misma de la vocación cristiana. Por eso quedó patente en Santa María, cuya alma, como profetizara el anciano Simeón, fue traspasada por el filo de la espada. No hemos de temer la Cruz, porque allí, si miramos y seguimos a María, descubriremos, como Ella, la alegría que embarga el alma al olvidarse de sí para confiarse al amor redentor de Jesús. Su maternidad, vivida de modo supremo junto a su Hijo en el Calvario, es una invitación –fuerte y delicada– dirigida a todos para que sepamos acompañarla y, acogiéndola como Madre, participar de su entrega por la salvación del mundo.
Adquirir y profundizar en el sentido cristiano de la Cruz, del "tomar cada día la cruz", que Jesús propuso a sus discípulos, constituye un don de la gracia que puede colmar de luz todas nuestras jornadas; incluso en los momentos que resultan duros y hasta absurdos desde una simple visión humana. El sentido cristiano de la Cruz se pone especialmente de relieve, sin duda, en las circunstancias graves, penosas o difíciles que los hombres atravesamos; pero ilumina también las circunstancias más corrientes, si nos decidimos a apreciar las pequeñas contradicciones cotidianas, que suponen una ocasión para el amor y para la entrega. Descubriremos esa rica ventura de la Cruz en el empeño de comprensión y generosidad diarias hacia los demás; en los detalles normales de servicio, aunque cuesten, propios de la convivencia familiar, laboral o social; en la penitencia y el sacrificio, buscados y amados en las ocupaciones habituales; en el testimonio alegre y sencillo de sobriedad, de amor a la pureza santa, de solidaridad con el sufrimiento y las necesidades de todos, en especial de los más débiles; en el alejamiento de toda ocasión de pecado, en la huida de la tentación, y en la rápida vuelta a Dios por la conversión, a través de la Confesión sacramental. María se nos presenta –ha señalado Juan Pablo II– como luz y ayuda especiales para volver a la casa del Padre, para recorrer el camino que, desde el arrepentimiento por el pecado, conduce a la alegría de sabernos hijos de Dios.
El Espíritu Santo sugiere otras muchas cosas a quienes de verdad se esfuerzan por seguir a diario, como la Virgen Santa, los pasos del Redentor. Porque, no lo olvidemos, María, Hija de Dios Padre, Madre de Dios Hijo, Esposa y Templo de Dios Espíritu Santo, va por delante en el camino del seguimiento fiel de Jesús. Resulta siempre fácil poner la mirada en Ella, saborear su respuesta afirmativa y constante, e imitarla con fe. La vía hacia la santidad, que forma una sola cosa con la imitación y la identificación con Cristo, discurre así por la senda del amor y del trato filial con la Virgen, que está presente "en todo y para todo", como le gustaba decir a mi predecesor como Prelado del Opus Dei, Mons. Álvaro del Portillo. La certeza de saberla interesada en cualquier afán nuestro, y el empeño por acudir a Ella constantemente, es una luz de fondo que ilumina la vida de los hijos de Dios.
¡Qué alegría y qué seguridad causa en el alma el convencimiento de que, como hijos de Dios y hermanos de Jesucristo, somos también hijos de María! Y al no existir ningún otro acceso a la santidad –conviene recordarlo de nuevo– fuera del que pasa y se detiene junto a la Cruz de Jesucristo, resulta muy lógico que, reconociendo nuestra personal debilidad, nos dirijamos ahora y siempre a la Señora con plena confianza y con sentido de conversión. "Madre mía (...), que tu amor me ate a la Cruz de tu Hijo: que no me falte la Fe, ni la valentía, ni la audacia para cumplir la voluntad de nuestro Jesús", escribió el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer en Camino.
He aquí, a través de la iluminación y las lecciones preciosas de nuestra Madre, el nervio profundo de la existencia cristiana. Sólo con Ella y apoyados en Ella podremos, como pide la liturgia de la Iglesia en la fiesta de la Virgen del Carmen, "llegar al Monte que es Cristo".
No resultaría difícil aportar abundantes testimonios que atestigüen esa convicción a lo largo de los siglos. Pero será preferible acudir directamente al último Concilio Ecuménico, el Vaticano II, ya que allí de nuevo la Iglesia entera, representada por los Obispos convocados y presididos por el Papa, reflexionó sobre sí misma y expresó con particular claridad y hondura la realidad de su misterio.
El misterio de la Iglesia, Madre y hogar de los cristianos
El Concilio, en la Constitución Lumen gentium, sobre la Iglesia, desarrolló su enseñanza partiendo precisamente del concepto que acabo de mencionar: misterio. Quería recordar así a la humanidad que la Iglesia es mucho más que una institución humana; más, también, que la simple reunión de los que, participando de una misma fe, continúan la tradición nacida hace veinte siglos en tierras de Palestina. La Iglesia está formada por hombres, pero viene de Dios. Y esto no sólo porque Cristo, Hijo de Dios encarnado, la constituyó llamando a los primeros discípulos y enviándoles después a predicar hasta los confines del mundo; sino, además, porque Él –como lo prometió expresamente, en frase recogida por San Mateo– permanece con su Iglesia, "todos los días hasta el fin del mundo"; porque, en unión con el Padre, envía el Espíritu Santo, que, actuando desde el momento del Bautismo en el alma de cada cristiano, y asistiendo a los Pastores, hace surgir la comunidad eclesial y la guía manteniéndola en la verdad y comunicándole la vida.
La Iglesia es, en verdad, como afirmó hace siglos San Cipriano y reitera el Concilio reproduciendo sus palabras, "un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo". Más allá de energías e impulsos humanos, de la ilusión y empeño de los cristianos –del amor que nos mueve–, más allá también de nuestras debilidades y de nuestras faltas, la Iglesia vive de la caridad excelsa, de la vida y de la fuerza de Dios: del amor del Padre, que constantemente la atrae hacia Sí; del amor del Hijo, que en todo tiempo se queda presente con su infinita eficacia redentora; del amor del Espíritu Santo, que no cesa de llamar a los corazones y promover en todos la fe, la esperanza y la caridad.
"Un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo": vale la pena meditar despacio esas palabras del gran obispo de Cartago; reconocernos y sabernos cristianos como fruto de la incesante y perenne acción salvadora de Dios. Y considerar que esa acción, de la que surge la Iglesia, llega hasta cada uno de nosotros precisamente a través del persistir y actuar de la misma Iglesia, que, fruto de la gracia divina, es, a la vez, instrumento, sacramento, del que Dios se sirve para comunicar esa gracia. En la Iglesia nacemos a la condición de cristianos por el Bautismo. En su seno somos confortados por la Confirmación, alimentados por la Eucaristía, reconciliados con Dios por la Penitencia. En la Iglesia se nos da a conocer el Evangelio y se nos enseña a caminar según el querer de Dios.
La Iglesia es, en verdad, nuestra Madre: Madre buena, Madre santa, porque en la Esposa de Jesucristo –como tal es reconocida la Iglesia por la tradición cristiana, desde San Pablo– se reflejan la bondad y la santidad de Dios, porque en la Iglesia y por la Iglesia actúa Dios. Y, como consecuencia, la actitud espontánea del cristiano hacia la Iglesia se expresa en el amor: un amor sincero y profundo; un amor filial, lleno de confianza, de agradecimiento, de fe en la presencia de la fuerza de Dios en la predicación y en los sacramentos. Un cristiano no debe hablar nunca de la Iglesia con indiferencia, y menos aún con despego, como cabría tratar, en cambio, de una realidad ajena al propio ser, a la que se mira o se critica desde fuera; por el contrario, de nuestra Madre la Iglesia hablaremos con un interés y un afecto profundos, propios de quien se refiere a algo íntimo, más aún, a algo que constituye el núcleo de la propia vida, a algo santo.
Quienes integramos la Iglesia somos hombres y mujeres que recorremos el camino de este mundo y en los que, por tanto, se manifiestan –o pueden manifestarse– el mal y el pecado. En todas las épocas de la historia de la Iglesia hay sombras, consecuencia inevitable de la debilidad humana. Sería ingenuo negarlo. Pero admitirlo con valentía y con fe sobrenatural no es poner en tela de juicio la santidad de la Iglesia, sino reconocer la fragilidad humana de quienes la componemos. Con esa misma sinceridad y valentía, más aún, con esa misma fe, los católicos proclamamos que, venciendo y superando nuestras debilidades, el poder de Dios actúa en todo momento para mantener la santidad de su única Iglesia. Lo describiré con palabras del Beato Josemaría, tomadas de una homilía en la que se detenía a considerar la realidad innegable de los fallos y debilidades de los cristianos. "Todo eso –decía– es cierto, pero no autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera humana, sin fe teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de determinados eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse en la superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria".
A esa presencia de Cristo en la Iglesia, hemos de corresponder amando a tan buena Madre con un afecto sincero, concreto, manifestado en sentimientos, en palabras, en obras. Pero si el amor resulta componente esencial para dibujar la actitud cristiana respecto a la Iglesia, no lo abarca todo: se hace preciso apuntar algo más. No sólo nacemos en la Iglesia, sino que somos la Iglesia; no sólo recibimos la vida cristiana de tan estupenda Madre santa, sino que, en virtud de ese nacimiento, nos incorporamos al Cuerpo místico de Cristo y nos sabemos convocado a participar en su misión. En cuanto cristianos, estamos llamados no sólo a agradecer la vida que hemos recibido, sino también a trasmitirla y a propagarla. Contribuiremos así a que el Evangelio se extienda a todos los confines de la tierra, y a que nuevas generaciones de hombres y mujeres reciban la fe y pasen a formar parte del Cuerpo de Cristo, de su Iglesia Una, Santa, Católica, Apostólica. Por eso, la palabra amor tiene que ser completada con otra: responsabilidad.
El Concilio Vaticano II lo ha subrayado con claridad: todos los cristianos –no sólo algunos, todos– hemos sido constituidos, por el Bautismo, seguidores de Cristo, llamados a cooperar en su misión. "La condición de este pueblo –afirma la Constitución Lumen gentium– es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios (...). Tiene por ley el mandamiento nuevo de amar como el mismo Cristo nos amó a cada uno de nosotros. Y como fin dilatar más y más el reino de Dios en la tierra hasta el fin de los tiempos, cuando se manifestará Cristo, vida nuestra". "La vocación cristiana –completa el decreto Apostolicam actuositatem– es, por su misma naturaleza, vocación también al apostolado. Así como en el conjunto de un cuerpo vivo no hay miembros que se comportan de forma meramente pasiva, sino que todos participan en la actividad vital del cuerpo, así en el Cuerpo místico de Cristo, que es la Iglesia, todo el cuerpo crece según la operación propia de cada uno de sus miembros".
Todos los bautizados hemos recibido la misión de anunciar a Cristo, de darlo a conocer con nuestra palabra, de testimoniarlo con nuestra conducta. Y esto de forma radical, hasta el punto de que puede afirmarse que, si no procurásemos ser apóstoles, no podría asegurarse con plena verdad que somos cristianos. Por eso afirmaba el Beato Josemaría que así como no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor, tampoco cabe separar en el cristiano la vocación de la misión, su llamada a la intimidad divina de la responsabilidad de acercar a Cristo a los demás hombres, de modo que también ellos participen de esta riqueza.
Amor a la Iglesia y unión con el Papa y los Obispos
Por lo menos desde el siglo tercero, la liturgia latina de la Iglesia incluye en las oraciones de la Misa una explícita petición por el Romano Pontífice y por el Obispo del lugar. Se manifiesta así que la unidad de la Iglesia, expresada y realizada de manera eminente en la Eucaristía, comporta necesariamente la unión con el Papa y con los Obispos. Cristo fundó la Iglesia y quiso que los fieles nos sintiéramos y supiéramos hermanos, partícipes de la condición de hijos de Dios y responsables de una misión común. El Señor dispuso a la vez que la Iglesia fuera una comunidad estructurada, en la que hubiera una diversidad de ministerios, carismas y tareas que contribuyeran a la edificación del conjunto. Y, como parte esencial de esa estructura, estableció particularmente el ministerio episcopal, la realidad del colegio de los Obispos, sucesores de los Apóstoles, con su Cabeza y bajo su Cabeza, que es el Obispo de Roma, sucesor de San Pedro. Esta continuidad apostólica instituida por Jesucristo, esta ininterrumpida cadena que de generación en generación se remonta hasta los primeros Doce, da razón de la autoridad del Papa y de los Obispos en la Iglesia. Los Obispos reciben de Cristo la plenitud del sacramento del Orden.
Cada porción del Pueblo de Dios tiene en su Obispo el fundamento visible de su unidad y el primer responsable de la edificación según Cristo de los fieles, con la cooperación de los presbíteros y los diáconos. Al Obispo incumbe la misión de anunciar el Evangelio en nombre y representación de Cristo. El Obispo es administrador de la gracia, sobre todo en la acción eucarística, que él mismo realiza, o que celebran los presbíteros en comunión con él. A cada Obispo le corresponde además gobernar, como vicario de Cristo, la comunidad que le está confiada, impulsando –con sus exhortaciones, consejos y mandatos– la vibración apostólica y el afán de todos hacia la santidad.
El Obispo de Roma, el Romano Pontífice, Cabeza del Colegio Episcopal, es Pastor de la Iglesia universal, padre común de todos los cristianos, roca que garantiza la continuada fidelidad de la Iglesia a la verdad del Evangelio. Como recuerda el Concilio Vaticano II, el Papa es "principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los Obispos como de la muchedumbre de los fieles".
El Papa y los demás Obispos están llamados a desvivirse por las necesidades de los fieles, haciendo propias las palabras de San Pablo: "¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo, sin que yo me abrase de dolor?". Encarnando las enseñanzas de la parábola evangélica sobre el Buen Pastor, actúan no como el asalariado, el que no es pastor y al que no pertenecen las ovejas, que en los momentos de peligro huye y abandona al rebaño, sino como pastor verdadero que da su vida por sus ovejas.
Si se quisiera caracterizar con una palabra el espíritu que define al ministerio eclesiástico y, en modo particular, al ministerio episcopal, ésta es, sin duda alguna, la de servicio: servicio, en primer lugar, a Cristo, a su Persona, a su doctrina y a sus sacramentos, ya que en la Iglesia los Pastores han sido constituidos, no para hablar de sí mismos, sino para presentar el eco fiel de la palabra de Jesús y ser administradores, en su grey, de los canales a través de los que llegan la gracia y la verdadera vida; servicio también, y en consecuencia, a los cristianos, a los hermanos en la fe que el Señor confía a sus cuidados.
La autoridad y la potestad que ejercen los Pastores en la Iglesia se entiende adecuadamente sólo dentro de una lógica de obediencia al mandato recibido de Jesucristo. Implica, en efecto, una capacidad y una posición que estos ministros de Dios reciben gratuitamente como don, como tarea excelente y no merecida, a la que va unida el mandato imperativo de asumirla y desempeñarla en provecho de los demás. Esto reclama de los Pastores olvido de sí y entrega efectiva a la comunidad cristiana; y de los fieles, conciencia del don que Cristo, a través de los Pastores como ministros suyos, regala al conjunto de la Iglesia para facilitarles el camino de la santidad. Es el Señor quien constituye la jerarquía eclesiástica por medio del sacramento del Orden y quien la asiste con el envío del Espíritu Santo. Escucharla significa escuchar a Cristo, que nos habla a través de sus representantes. Amarla entraña amar a Cristo, que se hace presente a través de esos ministros.
El último Concilio ecuménico ha querido subrayar –como recordaba antes– que, por el Bautismo, todos los fieles nos convertimos realmente no sólo en seguidores de Cristo, sino en miembros de su Cuerpo místico, partícipes de su sacerdocio. Todos los bautizados, en efecto, han recibido el sacerdocio común de los fieles, en virtud del cual están llamados a cooperar en la misión que Él vino a realizar en la tierra. Cada uno cumplirá esta misión según el modo que le sea propio, según su personal vocación; pero todos hemos de llevarla a cabo unidos estrechamente a los Pastores, que han recibido –por el sacramento del Orden– el sacerdocio ministerial.
Conocer con profundidad el misterio de la Iglesia lleva a aumentar nuestro amor hacia Ella y a desear servirla como hijos cada día más leales. De igual modo, adentrarse en el designio divino que encierra el ministerio del Papa y de los demás Obispos mueve necesariamente a agradecer a la providencia divina –al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo– los medios que ha dispuesto para cuidar de la fidelidad de nuestra fe y de la rectitud de nuestro obrar moral. Empapados con esa convicción de fe y caridad, los cristianos debemos esforzarnos por mantener bien fuertes los vínculos de unidad de la Iglesia, con una adhesión viva y real al Papa y a los demás Obispos en comunión con el Sucesor de Pedro. El afecto filial, recio y sincero, al Romano Pontífice lleva a amar y a rezar intensamente por los Obispos en el mundo.
Así, con responsabilidad personal, con espontaneidad apostólica y con sentido eclesial, tomará cuerpo el deseo que le gustaba formular al Beato Josemaría: omnes cum Petro, ad Iesum per Mariam; todos, unidos a Pedro y la Iglesia, y protegidos por la intercesión poderosa de Santa María, podremos llegar –llevando con nosotros a la humanidad entera– hasta Jesús, Amor de nuestros amores.
Se nos ofrece así, con el aliento de la liturgia, un nueva oportunidad para meternos en el relato evangélico "como un personaje más", tal como aconsejaba el Fundador del Opus Dei en su libro Forja. Si nos decidimos a ponerlo por obra, no tardaremos en descubrir que seguir a Jesús, estar con Él, constituye una fuente constante de inmensa alegría y, a la vez, que ese ir en pos del Señor ha de traducirse en términos de compromiso personal, concreto, porque en el Evangelio –cito de nuevo Forja– "encuentras la Vida de Jesús; pero, además, debes encontrar tu propia vida".
Al leer y meditar durante los sucesivos domingos las páginas del evangelio de Marcos, acompañaremos a Cristo por los caminos de Palestina. Seremos una vez más testigos de milagros portentosos y del enseñar de Jesús con autoridad, suscitando incluso exclamaciones de admiración -"nunca hemos visto nada parecido", se oirá comentar–, que hacemos más nuestras por la novedad que encierran. En otros momentos, nos veremos afectados por el reproche que un día salió de los labios del Maestro, mientras hablaba con sus discípulos: "¿Todavía no tenéis fe?"; y lo recibiremos así, como reconvención dirigida a nosotros, pues con frecuencia nos manifestamos incapaces de entender. Al sabernos dentro del círculo íntimo de los discípulos del Señor, nos atreveremos a tomar la palabra, y le contaremos –como aquellos primeros– todo lo que nos sucede o nos preocupa: nuestros trabajos, nuestros cansancios, nuestras faltas de fidelidad o de coherencia, nuestra alegrías. Nos uniremos entusiasmados a la confesión de Pedro: "¡Tú eres el Cristo!". Y, más adelante, una vez consumada nuestra redención, nos dejaremos arrastrar por el dolor y por la fe del centurión, hasta exclamar afligidos y esperanzados: "En verdad este hombre era Hijo de Dios". Finalmente –con alegría, por la confianza que Jesús nos demuestra siempre a pesar de los pesares, y con humildad, por la experiencia de nuestra miseria–, recibiremos con los Once el mandato del Señor resucitado: "Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura".
El Evangelio, llamada a la conversión
El panorama que despliega ante nosotros el segundo evangelio, que acabo de esbozar con breves trazos, presenta un comienzo bien preciso, en el que conviene detenerse: la llamada a la conversión.
El texto de San Marcos se abre, en efecto, con la predicación del Bautista, que prepara la entrada en escena del Señor con la invitación a "un bautismo de penitencia para remisión de los pecados". Esa exhortación del Precursor es continuada y llevada a perfección por el mismo Jesús, que asume el "convertíos" de Juan como primera palabra de su propia enseñanza: "El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está al llegar: convertíos y creed en el Evangelio". Hay continuidad entre una y otra exhortación, la de Juan y la de Jesús, pero también diferencias, porque Jesús añade algo de singular importancia: "Creed en el Evangelio", abrid vuestras mentes y vuestros corazones a la buena nueva que he venido a traer. El requisito inicial –y no hay contradicción– es el mismo: convertíos, cambiad la actitud de vuestro corazón, reconoced que tenéis necesidad de transformaros desde lo más profundo de vuestro ser.
No debemos pensar que este llamamiento a la conversión, con el que se inauguró la vida pública de Nuestro Señor, obedecía a una peculiar incapacidad de los contemporáneos de Cristo para recibir su mensaje. Los hombres y las mujeres de aquellos tiempos tenían defectos, pero también virtudes; arrastraban conformismos, pero también inquietudes. Como nos sucede a nosotros. También los hombres y las mujeres de hoy, como los que escucharon la invitación de Jesús en aquellas tierras de Galilea, precisamos dar un viraje a nuestra conducta para disponernos a recibir a fondo y entender la llamada del Señor. Esas palabras, pronunciadas hace dos mil años, no se dirigen a una generación extinguida. Poseen la misma fuerza e idéntica actualidad para todas las personas que han vivido, viven y vivirán en esta tierra. Las palabras de Jesús se proponen también a la generación presente, pues –según enseña el Santo Padre en la Bula con que convocó el gran Jubileo– "ante Él se sitúa la historia humana entera: nuestro hoy y el futuro del mundo son iluminados por su presencia".
¿Por qué comenzó Jesús su misión pública entre los hombres con la premisa de la conversión? ¿Por qué la Iglesia continúa y continuará, a lo largo de los siglos, planteando idéntica llamada? Hallamos la respuesta en las frases pronunciadas por el mismo Cristo en aquella ocasión: el Reino de Dios está cerca, la manifestación del poder soberano y amoroso del Señor se encuentra ya a las puertas. La conversión resulta a todas luces necesaria, para disponernos a recibir a Jesús, el Salvador, el Hijo enviado por el Padre para que nos libre del mal y del pecado, y para que, enviándonos después al Espíritu Santo, nos conduzca a la plena intimidad con la Trinidad Santísima. El Señor golpea las puertas de nuestro corazón y, ante esta cercanía imponente de Dios, el alma debe conmoverse, saberse a la vez pequeña y agradecida, convencerse de que "es nada y menos que nada", como leemos en Camino; y, en consecuencia, sentirse urgida a una mudanza y a una transformación profundas. La conducta cristiana ha de radicarse en un acto de humildad, por el que, reconociendo nuestra limitación, nos coloquemos dócil y confiadamente en las manos de Dios, de modo que su gracia nos purifique de cualquier estorbo y nos haga entrar en comunión con Él.
El "convertíos" de Cristo continúa resonando con idéntica exigencia que veinte siglos atrás, en cada jornada de nuestra época. La Iglesia, plenamente consciente de que "Jesús –cito de nuevo el número 1 de la Bula Incarnationis mysterium– es la verdadera novedad que supera todas las expectativas de la humanidad y así será para siempre, a través de la sucesión de las diversas épocas históricas", no puede por menos de reiterar esa invitación. La renueva y la transmite con vibración, con urgencia, empujando a una conversión que, para algunos, puede ser la primera, y para otros, por el contrario, puede haber estado precedida por otras muchas. En todo caso, la respuesta de la criatura habrá de mostrarse siempre auténtica, sincera, comprometida, pues la disponibilidad a una permanente renovación interior constituye la base para la perseverancia en el seguimiento de Cristo. Seguir a Cristo significa amarle; y renovarse constantemente para amar más y mejor.En una de sus primeras cartas, San Pablo emplea una frase fuerte y expresiva: "El día del Señor vendrá como un ladrón en la noche". Estas palabras, como las de otros textos neotestamentarios de carácter apocalíptico, no pretenden provocar un alarmismo que paralice o sugiera el pensamiento de lo extraordinario; sino comunicar profundamente la obligación de mantenerse en vela, es decir, en una constante disponibilidad. La advertencia del apóstol Pablo se refiere, de forma directa, a la venida del Señor en su gloria al final de los tiempos, pero recuerda también una realidad que se repite en la historia personal de las almas. Para cada persona llega el "día del Señor". Y llega no sólo en el trance de la muerte o en momentos especiales del caminar terreno, cuando los acontecimientos impulsan a detenerse y a meditar con profundidad el sentido de nuestra existencia, sino también en el transcurso diario. Cristo pasa ininterrumpidamente cerca de nosotros, y necesitamos estar preparados para escuchar su voz.
Cada instante de Jesús a nuestro lado encierra la invitación a una fiesta, a un encuentro personal con el único ser –el propio Dios– que puede satisfacer las necesidades más profundas del corazón. Por eso debemos afrontar las jornadas y los sucesos de nuestra vida siempre con alegría, conscientes de su sentido divino. Pero sin olvidar que, para participar en la fiesta, se precisa el traje adecuado, como nos enseña Jesús en la parábola de los invitados a las bodas: el comensal que no utilizó el traje nupcial fue arrojado de la sala del banquete y se vio privado de aquella gozosa celebración.
La conversión significa –ni más, ni menos– la necesidad de desprendernos de lo que estorba, del pecado, para revestirnos, en cambio, a un nivel cada vez más hondo, del vestido de bodas, es decir, del mandamiento nuevo del amor. Ciertamente, no es tarea fácil; por eso se explica que el Señor reitere su llamada con autoridad, y que la Iglesia continúe renovándola, con voz fuerte e imperiosa, como la que resuena en la bula de convocación del Jubileo: "El tiempo jubilar nos introduce en el recio lenguaje que la pedagogía divina de la salvación usa para impulsar al hombre a la conversión y a la penitencia, principio y camino de su rehabilitación y condición para recuperar lo que con sus solas fuerzas no podría alcanzar: la amistad de Dios, su gracia y la vida sobrenatural".
El lenguaje es recio, como en otro tiempo el de los profetas, porque está en juego la felicidad, esa felicidad incomparable a la que el amor de Dios destina a cada hombre y a cada mujer. Lenguaje recio, porque resulta imprescindible sacar al alma de la cobardía ante la generosidad, o de la pusilanimidad paralizante frente a la invitación a marchar hacia una meta llena de atractivo, que reclama entrega, puesto que no se entra en el amor sino a través de la donación de sí. Lenguaje recio, de modo particular, porque en nuestra propia alma hay puntos oscuros, manifestaciones de egoísmo, de vanidad, de miseria, que debemos repudiar sin componendas; pues, como el hijo pródigo de la parábola evangélica, hemos malgastado en más de una ocasión la herencia –los dones que nos ha conferido Dios– y precisamos entrar con hondura en nosotros mismos, reconocer nuestro descamino y sentir la necesidad de desandar lo mal andado, para disponernos así a volver a la casa del Padre.
Entrar con hondura en nosotros mismos: tarea imprescindible y exigente. Se comprende, por eso, que el Santo Padre, al convocar el Jubileo, haya querido recordar que "el examen de conciencia es uno de los momentos más determinantes de la existencia personal. En efecto, en él todo hombre se pone ante la verdad de su propia conducta, descubriendo así la distancia que separa sus acciones del ideal que se ha propuesto". La llamada a la conversión coloca a la persona ante la verdad de lo que debería ser y de lo que es en realidad, y la mueve a considerar su respuesta a la amistad del Cielo, con sinceridad y valentía. A través de ese camino, se adquiere la sana comprensión de uno mismo que comporta, simultáneamente, conocimiento de Dios y conocimiento propio; o, tal vez con más exactitud, un conocimiento de Dios que redunda en conocimiento de uno mismo. En otros términos, lleva a percatarse de lo mucho que nos ha donado Dios y de lo poco que le hemos dado a cambio; y, en consecuencia, a fomentar la decisión de cambiar.
Conversión y vida
Retornemos a la escena del evangelio de San Marcos. San Juan Bautista no sólo exhorta, sino que bautiza, acudiendo a un rito que suscitaba deseos de conversión e implicaba suplicar a Dios que volviera firmes las disposiciones de quienes, a las riberas del Jordán, se manifestaban dispuestos a cambiar. Su bautismo encerraba una invitación a la penitencia, pero no otorgaba todavía los bienes mesiánicos. Era figura de lo que estaba por llegar, como declaró el propio Bautista: "Después de mí viene el que es más poderoso que yo (...). Yo os he bautizado en agua, pero Él os bautizará en el Espíritu Santo".
El Bautismo de Jesús, el que los cristianos hemos recibido, es bautismo no sólo en el agua, sino en el agua y en el Espíritu, que borra el pecado y confiere la vida sobrenatural. Por si fuera poco, y en previsión de nuestras caídas, se nos ofrece –como segunda tabla de salvación, según el decir de los Padres– el sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación, en el que Jesús, haciendo escuchar su voz a través de las palabras del sacerdote que absuelve, restaña nuestras heridas. En el Bautismo y en la Penitencia viene a nosotros Jesús que salva, Jesús que cura, Jesús que perdona, Jesús que ama. Como fruto de este encuentro, el alma experimenta la presencia del Espíritu Santo, que nos concede la fuerza para perseverar, para plasmar en obras el cambio operado por la conversión.
Contamos también con la espléndida realidad de la Comunión de los Santos. Nuestra vida, nuestro esfuerzo, nuestra lucha espiritual, no avanzan como una vida o como un esfuerzo aislados, pues "en Cristo y por medio de Cristo la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de todos los demás cristianos en la unidad sobrenatural del cuerpo místico", de modo que "la santidad de uno beneficia a los otros", como explica el Papa en la Bula Incarnationis mysterium. Esta verdad, que confesamos en el Credo, constituye un motivo de aliento para profundizar en la conversión y en las sucesivas conversiones, de modo que representen un verdadero inicio, un paso adelante en nuestra conducta efectiva y coherente como cristianos.
Los que acudían al bautismo de Juan reflejaban una premisa importante: manifestaban públicamente su dolor y su arrepentimiento, se sumergían en las aguas del Jordán con el deseo de salir renovados y ofrecían signos de aspirar a una nueva orientación en su comportamiento, preguntando incluso al Bautista cómo deberían obrar en adelante. Al regresar a sus hogares descubrían ante sí, con fuerza, su propia historia, la que habían dejado atrás momentáneamente para ir a donde estaba el Bautista. A partir de aquel momento comenzaba de verdad la aventura, la necesidad de llevar a la práctica los buenos propósitos formulados ante el profeta.
También nuestra respuesta discurre por esos linderos. La felicidad que se experimenta en los momentos de profunda fe, los horizontes amplios que se atisban al notar la urgencia de cambiar el rumbo del propio caminar, para dirigirlo por entero a Cristo, no se agotan en sí mismos. Después debe seguir, seguirá de hecho, el desarrollo de los acontecimientos y el transcurrir de los días; un sendero en el que, sin duda, aparecerán obstáculos y dificultades, quizá abundantes, y tal vez serios tropiezos. Precisamente ahí, en ese vivir de cada jornada, ha de adquirir cuerpo y consistencia la conversión. El Beato Josemaría lo expresó en dos puntos breves y gráficos de Camino: "Comenzar es de todos; perseverar, de santos"; "La conversión es cosa de un instante. –La santificación es obra de toda la vida".
El itinerario del cristiano exige una actitud de permanente y renovada conversión, porque se ha de crecer constantemente en la riqueza espiritual del trato con Dios. Esta perseverancia implica empeño, decisión, concretar propósitos en un santo afán por rectificar y mejorar cada día un poco, sin ceder al cansancio y menos aún al desánimo. Se equivocaría, sin embargo, quien considerara esa perseverancia en la conversión como fruto de la propia y exclusiva fuerza de voluntad. La conversión –como la fe, con la que está íntimamente relacionada– es don de Dios. Y también viene de Él la constancia en el esfuerzo en el que la mudanza se prolonga.
Ese comenzar y recomenzar debe situarse, por tanto, en un contexto de oración, de trato íntimo y personal con cada una de las tres divinas Personas. La conversión –y el camino que trae consigo ese cambio– supone docilidad al Espíritu Santo, que nos guía en la tarea de parecernos más y más a Cristo, de seguir sus huellas, de albergar sus mismos sentimientos e incorporarnos a su filiación, de modo que Dios Padre de misericordia pueda ver en nosotros el rostro de su Hijo Jesús. Convertirse comporta confiar en el amor de Dios Padre, presentándole no nuestros méritos, sino los de Jesús; manifiesta confiar en Jesús, que entregó su vida para rescatarnos del mal y del pecado; e incluye abrirse al Espíritu Santo, que no cesa de llamar a nuestro corazón, ofreciéndonos su luz, su fuerza y, si la ocasión lo requiere, su consuelo.
Esta actitud de vida va acompañada de una alegría profunda, que nada puede enturbiar. Si la lucha ascética, el esfuerzo por conducirnos como hijos de Dios, se sitúa en un contexto de oración, descubriremos que Dios nos mira siempre con amor y nos sonríe, también –si no falta la rectitud de intención– cuando los resultados de nuestro esfuerzo aparezcan mediocres o poco conseguidos. La iniciativa parte indefectiblemente de nuestro Padre del Cielo, que nos busca, que no se cansa jamás de salir a nuestro encuentro ni de concedernos su ayuda. Con la seguridad y la fortaleza que provienen de esa mirada divina, "decididamente, con el resplandor y la ayuda de la gracia, veremos qué cosas hay que quemar, y las quemaremos; qué cosas hay que arrancar, y las arrancaremos; qué cosas hay que entregar, y las entregaremos". Así lo enseñaba el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer.
En la historia de muchas almas, el primer paso del retorno a la casa del Padre ha brotado de un encuentro con María. Éste es otro motivo más para invocar a la Virgen Santa como "Causa de nuestra alegría". De Ella nació el Salvador del mundo. A través de Ella se torna al camino que conduce a su Hijo, porque –como recordaba el Fundador del Opus Dei–, "a Jesús siempre se va y se "vuelve" por María".
Esta afirmación fuerte de la Sagrada Escritura no abre paso, ni en el texto bíblico ni en la predicación cristiana, a una concepción pesimista de la creación ni de la historia. El versículo "vio Dios que era bueno", que jalona los precedentes capítulos del Génesis, continúa resonando en todo momento y resella de forma contundente la capacidad para el bien que Dios ha concedido al hombre. El relato del Génesis de ningún modo justifica una invitación o un pretexto para escarbar enfermizamente o asentarse en una conciencia de culpabilidad que amargue el alma.
Ese relato recoge más bien un acontecimiento primordial que da razón de una realidad que experimentamos continuamente: las rupturas y divisiones, los enfrentamientos y luchas entre unos hombres y otros, y en el interior de cada ser humano, que se debate entre el bien y el mal; más aún, con palabras de San Pablo en la carta a los Romanos, experimenta una ley en sus miembros que contradice y domina la ley de su razón. El pecado de origen, que expone una misteriosa y profunda solidaridad de toda la raza humana, explica esa realidad: como consecuencia de la primera transgresión, pesa sobre cada hombre una dificultad para el bien y la perfección, que acompaña el caminar terreno. Y, a la vez –deberíamos quizá decir: sobre todo–, permite reconocer nuestra situación ante Dios.
Dimensiones del pecado
Pero, ¿qué es el pecado? El Catecismo de la Iglesia Católica utiliza dos definiciones: de una parte lo presenta como "una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta"; de otra, como "una ofensa a Dios", como "una desobediencia" a Dios y "una rebelión" contra Él.
Esta segunda descripción se acerca más al texto del Génesis y nos conduce derechamente al núcleo mismo de la revelación cristiana. La realidad del pecado como ofensa a Dios, la evidencia de que nuestras acciones puedan ofenderle, presupone que el Señor nos ama, y en la verdad de ese amor radica precisamente el anuncio central del cristianismo. Dios no es un Creador indiferente a la suerte de sus criaturas, de las que se olvida o a las que contempla desde lejos, insensible a sus sentimientos y a sus avatares. No: es un Dios que ama. Más aún –así lo dice el libro del Éxodo–, es un "Dios celoso", un Dios que se alegra con nuestro cariño y al que duele nuestro desamor.
Pero si la consideración del pecado como ofensa a Dios resulta decisiva, la otra definición que ofrece el Catecismo, como "falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta", posee también singular importancia. Dios, que nos ama, manifiesta cuál es su voluntad y pide una respuesta; formula una ley y reclama su cumplimiento. Porque nos ama, desea para nosotros no cualquier cosa, sino nuestro propio bien. La ley divina no es un conjunto de normas dictadas por un dueño arbitrario, que se recrea sometiendo a otros a las veleidades de su voluntad caprichosa. Es, por el contrario, la regla de conducta emanada por un Dios que se identifica con el amor y que –como leemos en el libro de los Proverbios– "tiene sus delicias" en la alegría y la felicidad de los hombres. Sus mandatos definen la ley de nuestro bien.
Desobedecer a Dios e ir contra nuestra verdad como hombres coinciden, en última instancia, en la misma acción. Pecar implica, a la vez, ofender a Dios y causarnos daño a nosotros mismos. El pecado no se queda en algo periférico que deja inmutado al que lo realiza. Precisamente por su condición de acto contra nuestra verdad, contra lo que verdaderamente somos y lo que verdaderamente estamos llamados a ser, incide en lo más íntimo de nuestra naturaleza humana, deformándola. Todo pecado hiere al hombre, descompone el equilibrio entre la dimensión sensible y la espiritual, y genera en el alma un desorden íntimo entre las diversas facultades: la inteligencia, la voluntad, la afectividad. Después, y como consecuencia del pecado, nuestras potencias operativas aparecen debilitadas y, frecuentemente, en conflicto entre sí: a la mente, sometida al influjo de las pasiones, le resulta arduo acoger la luz de la verdad y separarla de las nieblas de lo falso; la voluntad encuentra dificultad para elegir el bien, y se siente tenazmente atraída por la búsqueda de la autoafirmación y del placer, aun cuando se opongan al bien y a la justicia; nuestros afectos y deseos tienden a centrarse con egoísmo en nosotros mismos.
También en el mundo que nos rodea se observa la huella del pecado. Engendra, además, modos de comportamiento, actitudes, formas de pensar alejadas u opuestas a la verdad, que por desgracia favorecen o incitan al pecado en otras personas. Da lugar a situaciones objetivamente injustas y vejatorias, que perviven aun después de los actos que las provocaron, y que –verdaderas "estructuras de pecado", según la expresión empleada por Juan Pablo II en la encíclica Sollicitudo rei socialis– claman por su rectificación.
La historia se presenta así, en algunas de sus manifestaciones, como la crónica de una lucha entre el bien y el mal; cada generación humana ha de esforzarse en su época por realizar el bien y por corregir las consecuencias de la perversidad. También el recorrido individual de cada persona encierra un carácter de lucha, de enfrentamiento con la ofensa a Dios y con las secuelas de esas prevaricaciones. La naturaleza humana, recibida al nacer y conformada progresivamente con la educación, está herida, lesionada. No todo lo espontáneo o instintivo posee carácter de bondad, ni todo lo que el lenguaje coloquial designa como "natural" responde a esa condición de integridad; lamentablemente, a veces es la expresión de una naturaleza deformada.
La lucha ascética y el empeño para adquirir el señorío sobre nosotros mismos no pueden rechazarse irresponsable y sumariamente, como si fueran producto de una época ya superada, fruto de una concepción pesimista del hombre. El pecado original es una realidad que no podemos eliminar ignorándola. Y las heridas que ocasiona son palmarias, aunque no lo acepten algunas líneas del pensamiento ilustrado, con su creencia en una bondad natural del hombre, corrompida sólo por las relaciones sociales. Esa convicción está en el origen de ideologías y planteamientos que achacan falsamente todos los males a las estructuras, a la falta de información, a la pervivencia de trabas o tabúes culturales. La común experiencia humana manifiesta, en cambio –y la fe cristiana, con el dogma del pecado original, lo confirma–, que el mal tiene sus raíces en nosotros mismos y que cada uno ha de combatirlo, en primer lugar, dentro del propio yo.
La vida moral tiene, por eso, una inevitable connotación de lucha. Pelea noble para restaurar la armonía perdida, para recuperar el equilibrio originario entre inteligencia, voluntad y pasiones. Se impone, pues, una lucha positiva para crecer en la virtud o, con otras palabras, para potenciar el bien que se halla dentro de nosotros y que el pecado oscurece pero no destruye; y lucha contra el pecado y contra los defectos que el pecado genera en nosotros. Porque ahí radica –en su sentido más estricto– el mal y, en última instancia, la fuente de todos los males.
El amor que vence al pecado
Juan Pablo II, en la encíclica Dominum et Vivificantem, analiza el relato del pecado original y comenta que Satanás induce a pecar a Adán y a Eva deformando la verdad sobre Dios. Así comienza la serpiente el proceso de la tentación: el Señor no es el Padre amoroso que busca el bien de sus criaturas, sino un enemigo envidioso de su felicidad; con increíble maldad, carga sobre Él la sospecha del hombre. Esta falsificación se halla presente en todo pecado: al afirmarse a sí mismo en contraste con la ley divina, el hombre procede –consciente o inconscientemente– a distorsionar la imagen paterna de Dios. Más aún, peca porque ha deformado esa imagen, pues ha dejado de ver el mandamiento divino como expresión del bien y, por tanto, ya no lo considera atractivo. Esta distorsión de la verdad sobre Dios lleva necesariamente al hombre a destruir la verdad sobre sí mismo. El hombre ya no se reconoce como hijo, sino como siervo oprimido; como un individuo que, para afirmarse, necesita acudir a la rebelión. Su ideal consistirá, de ahora en adelante, en defenderse de quien le prohíbe alcanzar la felicidad.
No sin motivo en el evangelio de San Juan se define al demonio como "padre de la mentira". El tentador induce al pecado con la introducción del gran engaño, de la gran falsedad: la desconfianza respecto a Dios. Se impone, por tanto, como exigencia perentoria, en toda circunstancia histórica recuperar la plena confianza filial en Dios. El Señor no es un déspota ni una amenaza para el hombre, sino un Padre. El restablecimiento de la verdad sobre Dios y, en particular, de su paterna misericordia en relación con el hombre, abre el camino a la recuperación de la confianza: quien nos ha creado por amor conoce mejor que nosotros lo que nos hace felices. Sus mandamientos concretan orientaciones que impulsan a desarrollar con plenitud la propia personalidad, a establecer lazos de amistad, de justicia y de armonía con nuestros semejantes; la ley divina asegura, en suma, alcanzar la felicidad, también la terrena.
Si comprendiéramos hasta qué punto cada criatura humana representa un tesoro precioso para Dios, entenderíamos que todo mal infligido al hombre ofende a Dios, Padre de infinito amor. Al Señor no le resulta indiferente que el hombre se procure una lesión a sí mismo y, en ocasiones (piénsese en la droga, en la violencia, en la corrupción sexual), se precipite incluso por debajo del umbral de lo humano.
Toda reflexión sobre el mal y sobre el pecado debe desarrollarse en el contexto del amor de Dios. Este amor confirma la profunda dignidad de la criatura humana y, por tanto, el valor y la trascendencia de sus actos: la importancia que asumen, realizadas por amor, todas y cada una de nuestras acciones, y a la vez la gravedad de la soberbia y del egoísmo.
Lo que el Evangelio señala sobre la oposición entre amor y pecado se prolonga con el anuncio de que la última palabra no la tiene el pecado, sino la gracia. El pecado de origen y todos los posteriores marcan la historia humana; pero, aunque abunde el pecado, sobreabunda la gracia. En Cristo hemos alcanzado la liberación del poder y del predominio del pecado. Dios no se ha limitado a ignorar nuestras ofensas; va mucho más lejos con su misericordia, pues ha cancelado el pecado, lo ha destruido, lo ha borrado. El Señor no se complace en la muerte del pecador, sino en que cambie de conducta y viva. Si aceptamos el perdón que nos ofrece, Dios nos diviniza con su gracia: restaura nuestra semejanza con Él, de modo que podamos sentirnos hijos suyos.
Este perdón y enaltecimiento del hombre se produce con el Bautismo y, después, con el sacramento de la Penitencia, que debemos considerar –y agradecer– como sacramento de alegría. La persona que ama a Dios como Padre no considera la Confesión como una humillación, sino como un presentarse ante el Dios que es "rico en misericordia". La Confesión mira ciertamente al pasado, al pecado cometido; pero se detiene, sobre todo, en el presente del amor paternal del Señor y en el futuro de la vida nueva, que comienza con el abrazo misericordioso del Dios que absuelve.
El sacramento de la Confesión implica una realidad muy íntima: el personal reconocimiento de los propios pecados, la contrición, el propósito de cambiar y de mejorar. Pero expresa también una realidad exterior: el reconocimiento de las propias ofensas a Dios delante del confesor, la manifestación del dolor sincero, la absolución. Como en todo sacramento, también en el de la Penitencia lo exterior y lo interior, lo visible y lo invisible, se unen para dar a conocer y producir, a través de signos, la realidad de la gracia: del perdón de Dios en este caso. Quien rechaza la mediación del sacerdote ("yo me confieso conmigo mismo", dicen algunos; o "yo me confieso directamente con Dios") muestra no haber entendido el misterio sacramental cristiano: la Confesión ante el sacerdote no separa de Dios, sino que une con Él. Al acudir al sacerdote, acudimos a Dios, que ha instituido el sacerdocio y la Iglesia misma como signo de su presencia, de su acercamiento a la humanidad. La absolución sacerdotal trae la confirmación sensible y el efectivo perdón del Cielo. En toda Confesión sacramental, sincera, personal, resuenan las palabras afectuosas y reconfortantes de Cristo al paralítico de Cafarnaún: "Ten confianza, hijo, tus pecados te son perdonados".
En 1972, el Beato Josemaría realizó un largo viaje por tierras de España y Portugal, en el que habló a millares de personas. Recuerdo que en varios de aquellos encuentros, a la vez numerosos y entrañables, trató con frecuencia de la Confesión, de la maravilla del perdón de Dios que se manifiesta en este sacramento. En una de esas reuniones, evocando otra anterior, se expresaba con las siguientes palabras: "Nos pasmábamos delante de la grandeza de Dios Creador, que de la nada ha sacado todas las cosas. Nos volvíamos a sobrecoger delante de Dios Redentor, que viene a salvar a la humanidad con tanto amor, que se deja enclavar en la Cruz, sufriendo todo lo que puede, y puede todo lo que quiere, y quiere mucho, porque nos ama mucho (...). Y, finalmente, nos fijamos en el Dios que perdona... Y entonces ya es la locura: ¡un Dios que perdona!, que perdona más que todas las madres y que todos los padres juntos perdonan a sus hijos. A mí me enamora, me encanta. ¡Me quedo removido! Un Dios que perdona es padre y madre cien veces, infinitas veces".La trayectoria terrena del cristiano se delinea como un continuo entrecruzarse de las propias debilidades con la misericordia divina. En ocasiones, se trata de pecados graves que reclaman una Confesión contrita. Y con frecuencia, a diario, faltas de menor entidad, pero quizá mezquinas, que humillan tal vez más. Si asimilamos bien nuestra falibilidad, no nos asombraremos ante estos defectos, que nos impulsarán a acudir con regularidad al sacramento de la Penitencia para reencontrarnos allí con nuestro Padre Dios, renovar el dolor y poner más firmeza en el deseo de mejorar. "La vida cristiana es un constante comenzar y recomenzar, un renovarse cada día", aseguraba el Beato Josemaría.
Los santos no fueron personas impecables. Fueron hombres y mujeres como nosotros, con las mismas o parecidas inclinaciones, tentaciones y defectos. Sus biografías no fueron, en el fondo, muy distintas de lo que, si confiamos en el amor de Dios, será nuestra propia historia. Con palabras del Fundador del Opus Dei, "luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha". Mientras caminamos, las derrotas nunca son irremediables. Jesús, desde la Cruz, ha implorado y obtenido el perdón del Padre para todos. Podremos tropezar, pero, si vivimos de fe, nuestro camino recomenzará siempre en la Cruz, y de allí nos llevará al Cielo.
De algún modo, nuestra situación se parece a la del ciego después de la primera intervención de Jesús: apreciamos confusamente sombras inciertas que se mueven ante nuestros ojos, a través de una niebla gris que nos envuelve y que difumina las figuras de los demás, el mundo que nos rodea, el mismo rostro de Dios. Tenemos una imagen desvaída de todo, y especialmente de Dios. Sólo paulatinamente vamos aprendiendo a reconocer la presencia divina en los diversos sucesos, y, en consecuencia, a comprender mejor el mundo, a nosotros mismos y a los demás.
El prodigio acaecido en Betsaida –ahí tuvo lugar el milagro narrado por el evangelista– es como una parábola de nuestra propia vida. En nuestro itinerario como cristianos, nos hallamos como a mitad de camino: el milagro de la transformación en Cristo todavía no se ha acabado de cumplir. Necesitamos que el Señor reitere su intervención sobre nosotros, para que así podamos conocerle mejor y entender bien el sentido de nuestra existencia. Lo necesitamos ahora, sea cual sea el estadio del caminar en que nos encontremos, y lo necesitaremos siempre. Porque el milagro se realiza paso a paso, en la oración, y se consumará sólo cuando contemplemos a Dios cara a cara en su gloria.
El porqué de la oración
Los sondeos de opinión, tan frecuentes en nuestros días, han difundido expresiones como "creyentes no practicantes", "identificación parcial con la Iglesia" y otras similares.
Sin recurrir a un análisis sociológico de esa realidad y de sus posibles causas, en bastantes casos se percibe que quienes se expresan así habían recibido –o se han creado por su cuenta– una imagen deformada de Dios, de Jesucristo, del Evangelio. Hablan, en efecto, como si el cristianismo consistiera en un conjunto de prácticas y de obligaciones; más aún, en una secuencia de renuncias. Y la conclusión se impone: o un abandono de la fe o, al menos, un alejamiento de la Iglesia, a la que se acusa de aferrarse obstinadamente a usos propios de épocas ya superadas, para construirse ellos un cristianismo a la medida.
Independientemente de los itinerarios seguidos hasta arribar a tal situación, lo cierto es que el cristianismo nada tiene que ver con la reducción a un conjunto de reglas de comportamiento. Los pastores que, después de escuchar el anuncio de los ángeles, se dirigieron a la gruta de Belén, no se pusieron en camino para recibir un código o un elenco de normas, sino para contemplar al Mesías. Y, al llegar allí, se encontraron con un niño, el Hijo de Dios hecho hombre, en brazos de María y acompañado de José. Ahí se nos muestra la esencia del cristianismo: Dios humanado; Dios que toma nuestra naturaleza, para que los hombres no sólo le adoremos y le obedezcamos, sino para que le amemos y participemos de la misma vida de Dios, de modo incoado en este mundo y plenamente en el Cielo.
El cristianismo incluye, desde luego, normas y orientaciones para la acción. Jesús mismo señaló: "El que acepta mis mandamientos y los guarda, ése es el que me ama". Pero precisamente esa frase pone de manifiesto que el acento no recae en los mandatos, sino en el amor del que los mandamientos reciben su sentido. El amor significa mucho más que un sentimiento capaz de provocar reacciones intensas, pero quizá epidérmicas y pasajeras. Se traduce en percibir a aquel a quien se ama como otro yo. El amor implica querer el bien del otro, la disposición a colmar sus necesidades, a atender sus deseos; e incluso estar dispuesto a dar la vida, pues se le estima más que a uno mismo. No hay por eso contraposición entre amor y ley, entre amor y obediencia, si se parte del amor rectamente considerado, punto central desde el que lo demás se explica. "Ama y haz lo que quieras", pudo escribir San Agustín; porque si amas de veras, querrás lo que te identifica con el amado.
Este proceso, que se cumple en todo amor auténtico, se realiza de modo particular en el cristianismo, porque brota del amor infinito y perfecto de Dios. Así lo testifica el Evangelio, que el apóstol Juan resume con estas palabras: "En esto se manifestó entre nosotros el amor de Dios: en que Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que recibiéramos por Él la vida. En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y envió a su Hijo como víctima propiciatoria por nuestros pecados". Ése y no otro constituye el nervio del cristianismo: el amor de Dios a los hombres; amor que estamos llamados a reconocer y por el que podemos y debemos dejarnos arrastrar.
De ahí la importancia de la oración, es decir, de emplear algunos momentos de la jornada a que las palabras del Evangelio, la vida entera de Cristo y antes, como preparación, la historia de Israel, se remansen en el alma, y el corazón aprenda a percibir –cada vez con más hondura– la magnitud del amor que Dios nos manifiesta, para actuar en consecuencia.
Si leemos el Evangelio, advertiremos que en los tres años que duró la vida pública del Señor le rodearon gentes variadísimas, que se comportaron de muy diversas formas. A veces, se habla de muchedumbres. En una ocasión se narra que, habiendo pasado el Maestro junto a pueblos y aldeas, le siguió una multitud de personas, capaces –con tal de escucharle– de abandonar su casa y su trabajo, durante varias jornadas, olvidándose de llevar alimentos con los que sostenerse. No sabemos qué ocurrió al concluir la escena. Los hombres y mujeres allí reunidos volverían a su rutina habitual; conservarían, sin duda, el recuerdo de las palabras de Jesús, que guardarían impresas en su mente. Pero ¿por cuánto tiempo? Tal vez algunos las olvidarían casi enseguida. Otros mantendrían más largamente esa memoria. Otros, en fin, pasarían a formar parte del grupo de los discípulos del Señor o, más adelante, después de Pentecostés, se incorporarían a la Iglesia naciente.
Sí sabemos, en cambio, lo que aconteció en el camino de Pedro, de Andrés, de Juan, de Santiago, de Mateo.. y de otros cuyos nombres no nos han sido trasmitidos, pero que nos consta que estuvieron junto a Jesús. Hojeando las páginas de los evangelios los vemos permanecer a su vera, escuchar sus palabras, compartir sus caminatas y sus ratos de descanso, tener confidencias íntimas y recibir con humildad sus reconvenciones, cuando la ocasión lo requiere. Lo que contemplan y escuchan no se queda en la superficie del alma, sino que penetra en los corazones. A veces no lo entienden y acuden a Jesús, rogándole que se lo explique más detalladamente. En otros momentos, con especial luz divina, llegan hasta lo hondo de esas enseñanzas, y se asoman al misterio mismo de la vida y de la misión del Maestro, como ocurrió con Pedro y su confesión de fe en el camino de Cesárea de Filipo: "Bienaventurado eres, Simón, hijo de Juan –le dice Jesús–, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos".
Ahí, en esas escenas, en ese convivir, en ese trato de los discípulos con Jesús, tenemos el ejemplo claro de qué es orar. "Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por los siglos", leemos en la carta a los Hebreos. Jesús, que venció a la muerte, vive. Podemos tratarle, porque no sólo vive, sino que se acerca hasta hacerse el encontradizo con nosotros. En las páginas del Evangelio, en los Sagrarios de las iglesias, en cualquier momento y lugar, Jesús se pone a nuestro lado. Más aún, está en nuestro corazón, enviándonos, con el Padre, al Espíritu Santo, para fortalecer la fe, confirmar la esperanza y alimentar el amor.
El amor divino anula las distancias, abre cauce a la oración, al trato sencillo y continuado con el Señor. Podemos escuchar a Jesús, revivir su paso por la tierra, abrirle nuestro corazón, acercarnos a la intimidad con Él. En ese proceso, nuestra mirada se dirigirá a veces también a quienes le rodearon durante su peregrinar por Palestina, y ahora viven con Él en los Cielos –en especial, a María y a José-, y les rogaremos que nos enseñen a tratar a Cristo como ellos lo hicieron, a amarle como ellos le amaron. En otras ocasiones, partiendo de la condición humana de Jesús, de su vida, de su pasión, de su muerte y de su resurrección, nos adentraremos en su divinidad, y descubriremos al Padre y al Espíritu Santo.
Por ahí discurre el itinerario que todo cristiano está invitado a recorrer, empujado por la gracia, guiado por el Espíritu Santo. Repito: todo cristiano. Lo expresan las palabras densas y sentidas que escribió Juan Pablo II en la primera de sus encíclicas: "El hombre que quiere comprenderse hasta el fondo a sí mismo (...) debe, con su inquietud, incertidumbre e incluso con su debilidad y pecaminosidad, con su vida y con su muerte, acercarse a Cristo. Debe, por decirlo así, entrar en Él con todo su ser (...). Si se actúa en él este hondo proceso, entonces da frutos no sólo de adoración a Dios, sino también de profunda maravilla de sí mismo. ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha "merecido tener tan gran Redentor", si "Dios ha dado a su Hijo", a fin de que él, el hombre, "no muera sino que tenga vida eterna"!". "En realidad –concluye el Pontífice–, ese profundo estupor respecto al valor y a la dignidad del hombre se llama Evangelio, es decir, Buena Nueva. Se llama también cristianismo".
Si se recorre esa senda, cada instante u ocupación cobra sentido: la existencia de la persona, también con sus momentos duros, se presenta como ocasión digna de ser afrontada con alegría, con ganas de servir, con ilusión por trasmitir a los demás la propia fe, para que también ellos participen del gozo de saberse amados por Dios. Si no se procede así, si no se entra por senderos de oración, la fe no crece e incluso se atrofia, y lo que debía recibirse como fuente de alegría, se presenta como carga pesada y fardo insoportable. "Si pierdes el sentido sobrenatural de tu vida –advierte el autor de Camino–, tu caridad será filantropía; tu pureza, decencia; tu mortificación, simpleza; tu disciplina, látigo, y todas tus obras, estériles".
Los cristianos, pues, debemos decidirnos a tener vida de oración. En la zozobra y en la calma, cuando se presenta cualquier necesidad o cuando experimentamos un triunfo; cuando el rezar se vuelve fácil y cuando –en tiempos de aridez– puede reclamar un especial esfuerzo; en las más diversas circunstancias, debemos buscar la conversación confiada con nuestro Padre Dios, la intimidad con Cristo, el trato con el Espíritu. Además, para que nos ayuden en el camino hacia la Trinidad, contamos con nuestra Madre Santa María y con los Santos del cielo. Así, sólo así, con el esfuerzo vital de rezar con la boca y con el alma, experimentaremos lo que significa de verdad ser cristianos.
Las vías de la oración
Pero, si la oración es necesaria hasta ese extremo, ¿cómo alcanzarla?, ¿cómo empezar?, ¿cómo proseguir el camino iniciado? Para responder a esas preguntas, reflexionemos un poco más en lo que supone e implica orar.
"La oración –escribe San Gregorio de Nisa– es una conversación o coloquio con Dios". Con su expresivo lenguaje, Santa Teresa de Jesús la define como "tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama". Y el Beato Josemaría: "Me has escrito: "orar es hablar con Dios. Pero, ¿de qué?" -¿De qué? De Él, de ti: alegrías, tristezas, éxitos y fracasos, ambiciones nobles, preocupaciones diarias.. ¡flaquezas!: y hacimientos de gracias y peticiones: y Amor y desagravio. En dos palabras: conocerle y conocerte: "¡tratarse!"".
Ese trato puede revestir diversas expresiones, de acuerdo con las circunstancias, disposiciones y características de cada situación y de cada momento. La liturgia, en la que se actualiza el misterio de nuestra Redención, nos une a la plegaria de la Iglesia, que alaba, agradece, pide perdón y ruega, consciente de la acción salvadora del Señor. Las oraciones vocales, breves como el Padre nuestro, el Avemaría o el Acordaos, o más largas como el Santo Rosario o el Vía Crucis, prestan la ocasión de saborear pasajes centrales del Nuevo Testamento y nos invitan a asimilar –a hacer propios– textos en los que se ha condensado la tradición espiritual cristiana. A veces, en mitad de la jornada, durante el trabajo, cuando nos trasladamos de un lugar a otro, mientras descansamos, el pensamiento se elevará hasta Dios sin palabras, o acompañado de jaculatorias, de frases muy breves. Procuraremos también encontrar tiempos específicos para dedicarlos a estar a solas en diálogo con el Señor, ayudándonos de la meditación de pasajes de la Escritura, de puntos o párrafos de algún libro espiritual, de notas o apuntes tomados en otros momentos o, sencillamente, hablando, desahogando ante Dios nuestro corazón o incluso permaneciendo en silencio –no nos brotan las palabras o no tenemos necesidad de usarlas– ante el Sagrario, ante un crucifijo o ante una imagen de Santa María.
La oración se nos revela como el reino de la verdadera libertad: de la libertad del Espíritu Santo, que sopla cuando quiere y como quiere; y de la nuestra, porque, sabiéndonos hijos de Dios Padre y hermanos de Cristo, nos sentimos en familia y nos expresamos con espontaneidad. De ahí la gran flexibilidad de la oración, que cuidamos en ratos fijos –conviene que no falten–, en los que canalizamos ese diálogo con el Señor a través de textos determinados, pero –como verdadero trato filial– sin encorsetamiento en esquemas rígidos.
Pensemos en la oración de Jesús. Acude al Templo de Jerusalén y a la Sinagoga y hace suyos los tiempos y los textos de la plegaria judía. Antes de designar a los Doce Apóstoles, pasa toda una noche en diálogo con el Padre. Procede del mismo modo, retirándose al Huerto de los Olivos, cuando se acerca la hora decisiva de la Pasión. Al disponerse a realizar milagros, invoca al Padre, acompañando la petición con el gesto de elevar los ojos al cielo, y después se dirige de nuevo a Él en acción de gracias. Cuando los Apóstoles le ruegan: "Señor, enséñanos a orar", responde con la oración estupenda, sublime, sencilla y clara, del Padrenuestro.
Jesús hablaba a Dios como Padre, acudiendo al término familiar abba, que nos han conservado los escritos del Nuevo Testamento y que expresa cariño y ternura. Pues bien, Jesús ha querido que también nosotros, participando de su filiación, podamos expresarnos de esa misma manera. De Él parte la lección de que, a cualquier hora, la plegaria ha de alzarse sencilla, sincera y confiada, con la disposición propia de quien es, se sabe y se siente hijo de Dios.
Nada más lejos de la auténtica plegaria cristiana que una verborrea engolada. Quando rogas –es un consejo de San Agustín–, pietate opus est, non verbositate, "cuando reces, abre paso a la piedad, no a la palabrería". La hondura y la grandeza del diálogo con el Señor no dependen de la hermosura de las palabras, sino de la piedad filial, de la sinceridad del corazón, de la sencillez con que nos dirigimos a nuestro Padre Dios manifestándole nuestro amor, nuestros afanes, deseos y necesidades.
"Pedid y se os dará, buscad y hallaréis, llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y todo el que busca, encuentra; y al que llama se le abrirá". Con la seguridad que deriva de esa promesa de Jesús, debemos abrir nuestra alma al orar, sin miedo, sin tapujos, sin cobardías, dándonos a conocer tal como somos y manifestando al Señor lo que nos parece que precisamos. A Dios no se le ocultan nuestras indigencias –las conoce antes de que se las confiemos–, pero quiere que se las expongamos para que el cumplimiento de sus designios pase a través de nuestra propia y personal cooperación.
Cristo nos ha enseñado que Dios es Padre, que ama a los hombres –a cada uno y a todos– y nos atiende con infinita condescendencia; que, cuando nos alejamos de Él, nos busca y nos espera –como el padre de la parábola– para acogernos con el beso del perdón y el abrazo de la alegría. En ocasiones pone a prueba nuestra fidelidad –porque nos conviene, no porque Él se recree en "probarnos"-, pero al mismo tiempo nos concede la gracia suficiente para superar todas las dificultades. Quien reza no desespera, no olvida que Dios le conoce; y se mueve, por tanto, con la certeza de que Dios le otorgará –cuando convenga y como convenga– la ayuda precisa para llegar más allá de lo que el mismo interesado se consideraba capaz.
Sencillez, confianza, sinceridad, espontaneidad, perseverancia, son algunas de las propiedades de la oración. Quisiera mencionar otra: su carácter contemplativo. La oración cristiana conduce a contemplar. "La contemplación –afirma el Catecismo de la Iglesia Católica– es la expresión más sencilla del misterio de la oración. Es un don, una gracia (...). Es comunión: en ella la Santísima Trinidad conforma al hombre, imagen de Dios, a su semejanza". Los contenidos de la oración admiten múltiples variaciones, como cambian las palabras y las circunstancias con las que se alza el alma al Cielo; pero existe un elemento esencial que nunca puede faltar: la fe honda, activa, en la presencia de Dios; el convencimiento de que el Señor nos oye; el esfuerzo de mirarle con amor y con intimidad, y el sabernos mirados.
Entremezclándose con la meditación o con la plegaria, con la petición o con la queja, con las palabras o con las miradas, en la oración –con la gracia divina– ha de estar siempre presente la actitud contemplativa, conciencia real de la cercanía de Dios. Más aún: debe estar presente no sólo en los ratos especialmente dedicados a la oración –siempre indispensables–, sino durante todo el día, en el trabajo y demás ocupaciones, en los problemas y en las alegrías. Porque, si acogemos de veras el don de la fe y nos dejamos guiar por el Espíritu Santo, podremos realizar –también nosotros– el ideal que tan frecuentemente proclamó, con sus palabras y con su vida, el Beato Josemaría: ser "contemplativos en medio del mundo", nel bel mezzo della strada, en mitad de la calle, como le gustaba decir acudiendo a una gráfica expresión italiana.
El panorama resulta amplio, grandioso, divino. La conciencia de nuestra pequeñez quizá nos empuje a conformarnos con nuestra indignidad ante tanta grandeza. La fe nos enseña, sin embargo, que Dios nos ama, no por nuestra valía o nuestros méritos, sino –como leemos en el Salmo– quoniam bonus, por su bondad y su eterna misericordia. Cuando nos acercamos al Señor, la luz de su santidad nos alumbra y percibimos más claramente nuestra poquedad, pero sin desánimos, porque advertimos a la vez que Él, que conoce hasta el último recoveco de nuestro corazón, nos ama con predilección y anhela atraernos hacia Sí mismo poco a poco, contando con nuestra libertad.
Por eso, la oración auténtica estimula con fuerza los propósitos prácticos de mejora. El alma que reza formula espontáneamente al Señor la pregunta decisiva que salió un día de boca de San Pablo: "¿Qué tengo que hacer, Señor?", ¿cuál es tu Voluntad?, ¿qué deseas?, ¿qué es lo que te agrada? Como ha escrito el Beato Josemaría, la oración "es la hora de las intimidades santas y de las resoluciones firmes". El sello de la autenticidad de la oración se centra ahí: en la respuesta afirmativa a la invitación de Cristo para seguirle, perseverantemente, pase lo que pase. Porque –la advertencia viene del mismo Jesús– "no todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los Cielos; sino el que cumple la Voluntad de mi Padre que está en los Cielos".
Oración y vida se unen en nuestro caminar en el mundo. La oración nos lleva a clamar "¡Padre mío!", en un encuentro personalísimo e intransferible: mío, a pesar de mi nulidad; mío, porque se me entrega. Y, a la vez, "¡Padre nuestro!", con conciencia de avanzar unidos a la Iglesia y a la humanidad entera; porque ese amor infinito y personalísimo, con el que Dios ama a cada uno se extiende a todos, en un abrazo único que nos constituye en hermanos. La oración cristiana no fluye de un deseo individualista de perfección, sino del amor divino, que no admite límites.
Así sintetiza el Concilio Vaticano II, en la Constitución Sacrosanctum Concilium, la riqueza de la Eucaristía. La Eucaristía es tan sublime que, en cierto modo, recapitula todos los misterios de nuestra fe: la vida de la Trinidad, cuyo amor se manifiesta en la Misa; la verdad de la Encarnación, pues el Cuerpo y la Sangre de Jesús son el contenido de la Eucaristía; el misterio de nuestra Redención, que se actualiza en el sacrificio del altar; la acción del Espíritu Santo, que –fruto de la Cruz– nos impulsa a unirnos con Cristo a Dios Padre; la plenitud de los cielos, que encierra el banquete de amor que se nos anticipa en la Eucaristía.
Para entrever un poco de la hondura de este misterio de nuestra fe, hay que considerar el amor insondable de Jesús. Cuando San Juan describe la noche en la que el Señor instituyó este sacramento, anota: "La víspera de la fiesta de la pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin". Adelantando la oblación de su vida que iba a tener lugar en la Cruz, Jesús, amando hasta el extremo, estableció el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. La Liturgia de las Horas canta a la Eucaristía como "gran sacramento". Y no se engaña la piedad cristiana, cuando medita una y otra vez en el inmenso amor que Cristo nos manifiesta, y se asombra ante las Especies consagradas, para adorarlas de todo corazón. En la Sagrada Eucaristía queda presente en la historia, hasta el fin de los siglos, el amor de Jesús, y el de Dios Padre que nos lo entrega: un amor más fuerte que la muerte, como nos recuerda el Cantar de los Cantares.
Jesús se ha escondido en la Eucaristía porque sabía que le necesitamos. San Mateo cuenta que, antes de multiplicar los panes y los peces, mientras sus ojos miraban a la muchedumbre que le seguía y le escuchaba, exclamó: "Me da mucha pena la muchedumbre, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer; y no quiero despedirlos en ayunas, no vaya a ser que desfallezcan en el camino". Conocía el Maestro que el camino de nuestra vida es largo; que a la fatiga del cuerpo se unen otras dificultades y peligros; le constaba que nosotros, sus discípulos, abandonados a nuestros solos recursos, no podríamos llegar al término de esa senda. Y se quedó a nuestro lado para ayudarnos a superar todos los obstáculos, sosteniéndonos como alimento de nuestras almas.
Si en el amor radica la razón de ser de este sacramento, sólo con amor podremos entender su grandeza. Cabe aplicar a la gran realidad eucarística lo que San Pablo afirmaba de la gloria futura: "Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por corazón de hombre, las cosas que preparó Dios para los que le aman". La Eucaristía, como la obra de la creación y de la redención, trasciende una lógica meramente utilitaria, basada en la estricta proporción entre medios y fines. Va más allá, infinitamente más allá, porque brota de un amor que no conoce límites y sólo desde ese amor puede comprenderse y compartirse. Si aspiramos a profundizar en el conocimiento de su verdad y a vivir de tan infinito tesoro, el único camino es pedir a Dios que nos aumente la capacidad de querer para que se abran nuestros ojos, ya que "amor oculus est et amare videre est", escribió Ricardo de San Victor: el amor es el ojo y amar es ver.
Fe, esperanza y amor se dan cita ante Jesús Sacramentado
Si seguimos ese itinerario, si contemplamos la Eucaristía –Misa y Sagrario– desde la perspectiva del amor, ahondaremos cada vez un poco más en las maravillas que en este sacramento se encierran. Y nos sentiremos conmovidos. Porque conocer desde el amor, significa conocer con una inteligencia no sólo especulativa y teórica, sino vital, que arrastra tras de sí a toda la persona. La fe, la esperanza y la caridad, virtudes que estructuran el vivir cristiano, se darán así cita en la Eucaristía y crecerán en referencia a tan gran tesoro.
Ante la Eucaristía, fe: fe firme para creer, con todas las fuerzas del propio yo, que bajo las apariencias de pan y de vino está real, verdadera y substancialmente presente Jesucristo. "Es un dogma del cristiano que el pan se convierte en carne y lo que antes era vino queda convertido en sangre", proclama la liturgia en la solemnidad del Corpus Christi. En la celebración eucarística, al pronunciar el sacerdote, in persona Christi, en nombre y en persona de Cristo, las palabras que Jesús dijo en la Última Cena, por la virtud del Espíritu Santo deja de haber pan y vino y comienzan a estar presentes –ocultos a la mirada sensible, pero reales– el Cuerpo y la Sangre de Jesús y, con ellos, su Alma y su Divinidad: toda su Persona.
Fe, pues, para confesar ardientemente, ante las Especies consagradas, lo que el apóstol Tomás proclamó delante de Jesús resucitado: "Señor mío y Dios mío". Creo, Señor, que estás ahí; lo creo, lo afirmo, más que si te viera, más que si te tocara, porque tu palabra, en la que confío, es la misma verdad. Recuerda Santa Teresa de Jesús, en su Camino de perfección, que algunas personas, impulsadas por su amor al Señor, manifestaban cuánto hubieran deseado haberle acompañado durante su paso por la tierra, en el tiempo y en los lugares en los que Él vivió. La Santa de Ávila añade que, al oír esas confidencia espirituales, no solía comentar nada, pero "se reía entre sí, pareciéndole que teniéndole tan verdaderamente en el Santísimo Sacramento como entonces, que ¿qué más se les daba?".
Los profetas vaticinaron que Dios vendría a habitar con los suyos: sería realmente Enmanuel, Dios con nosotros. Así aconteció en la Encarnación, con una presencia, una cercanía y un amor, que se prolongan en la Eucaristía. "He aquí a nuestro Dios", proclama Isaías anunciando al Mesías. "He aquí a nuestro Dios", podemos confesar también nosotros, maravillándonos ante Jesús Sacramentado y repitiendo esas palabras despacio, saboreándolas, con una fe cada vez más honda.
Nunca alabaremos suficientemente a Jesús presente en este sacramento, nunca creeremos bastante en Él, ni le amaremos cuanto merece. No es posible agradecer suficientemente a Dios Padre el don que nos hace al entregarnos a su Hijo, ni al Espíritu Santo su presencia en la Iglesia, de la que es fruto la Eucaristía y nuestra fe en esta presencia real de Jesucristo. Saber que Jesús está realmente presente en cada celebración de la Santa Misa, que nos aguarda en cada Sagrario, que espera una palabra nuestra de amor, de agradecimiento, de cariño –y también de desagravio por las ofensas que cotidianamente recibe–, debe crear en el alma un afán de acudir a Él, de aumentar el deseo de participar en la Misa, de acompañarle junto al Sagrario, físicamente –entrando en una iglesia o en un oratorio– o acudiendo allí con el pensamiento y con el corazón. No regateemos esos ratos de compañía, no los acortemos ni los atropellemos, bien convencidos de que jamás significará tiempo perdido el que consumimos junto a Jesús, en oración y contemplación silenciosa pero activa.
Ante la Eucaristía, esperanza. Jesús, presente bajo las apariencias de pan y vino, es fundamento de nuestra esperanza: en Él se nos manifiesta hasta qué punto Dios se halla dispuesto a comunicarnos la vida eterna y en Él se nos facilita el sustento diario, la fuerza que nos renueva y nos impulsa hacia adelante. Se hace verdaderamente "pan vivo", "pan de vida", pan que vivifica. En este sacramento se nos entrega ese pan de cada día, que Él mismo nos impulsó a pedir en la oración que enseñó a sus discípulos: el pan cotidiano, supersubstancial; el alimento que confiere energías para glorificar al Padre con las obras y la conducta, para trabajar por su reino, para cumplir en todo su Voluntad.
Esperanza, también, porque Jesús –médico de las almas y de los cuerpos, amigo, hermano– se vuelve remedio para nuestras necesidades y enfermedades. Si la mujer hemorroísa curó de su mal con sólo tocar la orla de su manto, ¿qué no producirá en el alma la comunión con el Cuerpo mismo de Cristo?
Aprendamos –y animemos a otros– a confiar en la fuerza que dimana de la Eucaristía. Vivir la Santa Misa, recibir el Cuerpo de Cristo en la Comunión, llena al cristiano de firmeza y optimismo en el empeño cotidiano por seguir con fidelidad a su Maestro, por convertir cada jornada en ocasión de comportarse como discípulo suyo. Y le llena también de esperanza de cara al más allá. Si le hemos acogido con frecuencia durante nuestro peregrinar terreno, ¿cómo no nos esperará Él, cuando acaben nuestros días aquí abajo? Jesús mismo lo ha asegurado de modo explícito: "Si alguno come este pan vivirá eternamente"; "Quien come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna y Yo lo resucitaré en el último día". La vida que Jesús nos comunica es la Suya, destinada a durar más allá del tiempo: es vida eterna, que se nos entrega ya ahora y que se manifestará con plenitud, con la ayuda de la gracia, al final del camino.
Consolidemos nuestra esperanza, de forma que la Eucaristía –la Misa y la Hostia Santa– se convierta de verdad en el centro de nuestros deseos y pensamientos. "Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón", dijo Jesús en el Sermón de la Montaña. Los tesoros, las riquezas que acumulan los hombres con ingenio y trabajo –y quizá con astucia–, constituyen para muchos como un imán que atrae irresistiblemente y polariza todos los intereses y deseos. El cristiano sabe que –al alcance de su mano– hay un tesoro infinitamente más precioso que todas las riquezas de la tierra, un tesoro que no se logra con el empeño humano, sino con la fe: Jesús que, en la Eucaristía, nos invita a tratarle confiadamente y a convertirlo –no sólo de palabra, sino en la realidad de la vida– en el verdadero tesoro de nuestro corazón.
Ante la Eucaristía, amor: amor, como fruto de la fe y de la esperanza; amor, como justa correspondencia al de Nuestro Señor, que le lleva a quedarse, por el bien de sus hermanos, en la Eucaristía. El amor a Jesús Sacramentado recapitula y concentra todos los afectos de nuestra alma, como expresa la clásica oración de San Buenaventura: "Que Te desee, Te busque y Te halle; que a Ti vaya y a Ti llegue; que en Ti piense y de Ti hable (...); que Tú sólo seas siempre mi esperanza, toda mi confianza, mi riqueza, mi deleite, mi contento, mi gozo, mi descanso, mi tranquilidad y mi paz, mi suavidad, mi perfume, mi dulzura, mi comida, mi alimento, mi refugio, mi auxilio, mi sabiduría, mi herencia, mi posesión, mi tesoro".
Si meditamos en el amor de Jesús, que se ofrece inerme bajo las especies eucarísticas, aprenderemos a valorar los detalles de devoción, de adoración y de cariño que contribuyen –somos criaturas compuestas de espíritu y materia, de alma y cuerpo– a expresar la personal correspondencia a tanto divino afecto: las rúbricas que prescribe la liturgia; las genuflexiones ante el Sagrario; las miradas, aunque sea desde lejos, a los campanarios que nos advierten de la presencia de templos, en los que Jesús espera que le vayamos a visitar. Ese trato eucarístico, sencillo y constante, nos impulsará a crecer en la fe y a madurar en la correspondencia, nos empujará –amor con amor se paga– a esforzarnos por cumplir la Voluntad de Dios en todo, a procurar realizar en cada una de las circunstancias de la vida el ideal que Cristo nos trazó en el Evangelio.
La Santa Misa, centro y raíz de la vida cristiana
La vida teologal del cristiano se recapitula de modo particular en la participación activa en la celebración eucarística, porque la fe, la esperanza y el amor a la Eucaristía encuentran su objeto principal en la Santa Misa, memorial de la Pascua de Cristo, de su muerte en la Cruz y de su resurrección gloriosa; actualización y ofrecimiento sacramental del único y definitivo sacrificio de la nueva Ley; renovación incruenta del holocausto de Cristo en la Cruz; acción de gracias y alabanza al Padre; manifestación de la potencia y de la acción del Espíritu Santo. La Misa es "acción divina, trinitaria, no humana", recuerdo haber oído al Beato Josemaría: celebración en la que la Trinidad, con la mediación de la Humanidad de Jesús, nos incorpora a su vida.
La Misa es asimismo el sacrificio de la Iglesia, que se une a Cristo, su Cabeza, y que, con Él, por Él y en Él, se ofrece a Dios Padre, con todos sus trabajos y afanes, con todas sus aspiraciones y necesidades. En el Catecismo de la Iglesia Católica se nos recuerda que "en la Eucaristía, el sacrificio de Cristo llega a ser también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo. La vida de los fieles, su alabanza, sus sufrimientos, su oración, su trabajo, se unen a los de Cristo y a su ofrecimiento total, y de esta manera adquieren un nuevo valor. El sacrificio de Cristo presente sobre el altar ofrece a todas las generaciones cristianas la posibilidad de unirse a su oblación".
Se comprende que la Santa Misa constituya el corazón y el culmen de la vida de la Iglesia, ya que Cristo, en este sacrificio, la asocia en la ofrenda que Él presentó una vez por todas al Padre. Se entiende igualmente que deba suponer –como recuerda el Concilio Vaticano II– el "centro y la raíz de toda la vida del presbítero"; más aún, de todo cristiano, llamado, en la celebración de la Eucaristía, a unirse al presbítero en el ofrecimiento del Holocausto santo a Dios Padre y a plasmar, en su vida diaria, los sentimientos que la Misa evoca.
La invitación a convertir la Misa en el centro y la raíz de cada día y de la vida entera, fue –desde los comienzos de su sacerdocio– un constante consejo en la predicación del Beato Josemaría. De su libro Forja tomo el siguiente pensamiento: "Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar...".
Así como todos los pasos de Jesús se orientaron hacia el Calvario, donde consumó su entrega, así la respuesta de sus discípulos debe centrarse, por la participación en la Santa Misa, en la unión con la Pasión y Muerte de Nuestro Señor, desde donde reciben sentido nuestras acciones. Los pensamientos, los afanes, las alegrías y los gozos de un cristiano convergen en la Cruz de su Señor, giran alrededor de ese holocausto único y divino. He ahí todo un programa de vida espiritual.
Cuando el alma procura comportarse de este modo, no sólo los momentos que anteceden a la celebración eucarística, sino toda la jornada adquiere forma a partir de la Misa, y en referencia a la Misa. Cada instante de las veinticuatro horas del día se transforma en preparación de la Misa que se celebra o a la que se asiste, y también en acción de gracias por la Misa que se ha celebrado o a la que se ha asistido. Cuando Cristo instituyó este sacramento, comentó a sus discípulos: "Ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros, antes de mi Pasión". Debemos aproximarnos a la Santa Misa, al banquete eucarístico, con ansias parecidas a las que a Él le movieron para consumar su vida por nosotros y para dársenos como alimento. Porque, no lo olvidemos, Jesús es el protagonista –el Sacerdote y la Víctima a la vez– del Santo Sacrificio que se celebra cada día sobre el altar. Y el anfitrión y el alimento del magno convite que es la Comunión. "Hemos de recibir al Señor, en la Eucaristía –leemos también en Forja–, como a los grandes de la tierra, ¡mejor!, con adornos, luces, trajes nuevos... –Y si me preguntas qué limpieza, qué adornos y qué luces has de tener, te contestaré: limpieza en tus sentidos, uno por uno; adorno en tus potencias, una por una; luz en toda tu alma".
El cristiano que vive su fe, experimenta no sólo la necesidad de prepararse bien para celebrar o participar en la Santa Misa, sino también la de cuidar la acción de gracias, la de dedicar unos minutos, después de la Comunión, en actitud de recogimiento y de intimidad, al trato con Jesucristo su Rey, su Maestro, su Médico, su Amigo, ¡su Dios! Será un tiempo de efusión de amor ardiente, en el que la propia pequeñez y las grandes ansias del corazón se exponen con sinceridad ante Aquél que es Señor y Salvador. Será un tiempo que se antojará corto al alma, y desde el que se desgranará después la jornada, renovando el recuerdo y el amor de ese encuentro con Jesús, aumentando el deseo de los sucesivos encuentros.
"Haced esto en conmemoración mía". Con estas palabras - que el sacerdote repite inmediatamente después de la Consagración– instituyó Jesús el sacerdocio ministerial. Se dirigen especialmente a los sacerdotes, a los que el Señor confía la misión de perpetuar la celebración sacramental de su sacrificio; pero, con otro alcance, se pronuncian también para todos los discípulos, porque el Señor desea ardientemente que se unan a su holocausto, se beneficien de su muerte y resurrección, y vivan una nueva vida en Él.
"Haced esto en conmemoración mía". No pasemos por alto un matiz: Cristo manda, pero también ruega. Su generosidad infinita motivó e inspiró ese mandato; por eso, Jesús no quiere meros ejecutores, sino almas enamoradas. Pide que no le olvidemos, que no le abandonemos, que no le dejemos solo, que no prescindamos de Él. Poco entenderíamos de la verdadera amistad, del verdadero amor, si esa petición nos pareciera excesiva. Al participar en la Santa Misa, el fiel se acerca a la Santa Cruz y se identifica con el Crucificado; al recibir la Comunión se transforma en Cristo, se cristifica. Así alcanza el fruto de la resurrección y está en condiciones de llegar a decir con San Pablo: "Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí".
Se considera la soledad como un mal típico de la cultura individualista, esa visión del hombre como ser del todo autosuficiente, que no necesita de los demás. Ciertamente, la difusión de esa mentalidad ha facilitado el debilitamiento de los vínculos interpersonales: los parientes, los amigos, los colegas. Predominan más bien los lazos superficiales, que obedecen al interés o a la utilidad.
El dolor y la amargura de la soledad
La soledad, realidad dolorosa y amarga, es, desde luego, contraria a la naturaleza humana, pues el individuo –hombre o mujer– se caracteriza por estar abierto a los otros. Ya desde las primeras páginas de la Escritura Sagrada se fija perentoriamente esta verdad, expuesta de modo bello y profundo con palabras del Creador: "No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda adecuada para él". Y el Creador forma el ser humano en la dualidad fundamental de hombre y mujer, núcleo originario de la sociabilidad. Notemos que, antes de la creación de la mujer, Adán, rodeado de los astros y de gran variedad de animales y plantas, se encontraba en una situación de aislamiento que sólo se rompe cuando tiene junto a sí a alguien igual que él. La persona está llamada a convivir, a compartir su caminar –sus alegrías, sus penas, su ajetreo diario– con otros semejantes. La criatura descubre su sentido y su plenitud en el desenvolverse en compañía: en la familia, en la amistad, en la participación en el trabajo y en las demás tareas que se llevan a cabo junto a otros.
Si buscamos la raíz o fundamento último de esa necesidad del trato, de la interrelación, de la amistad, la fe cristiana nos la descubre revelándonos que Dios no es un Ser solitario, sino una Trinidad de personas –Padre, Hijo y Espíritu Santo– en eterna e incesante comunidad de amor, y que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y, en consecuencia, está llamado a realizar su propio yo en comunión con los demás. Por eso, sólo el amor –no el deseo egoísta, sino el amor de benevolencia: el querer el bien para otro– arranca al hombre de la soledad. No basta la simple cercanía, ni la mera conversación rutinaria y superficial, ni la colaboración puramente técnica en proyectos o empresas comunes. El amor, en sus diversas formas –conyugal, paterno, materno, filial, fraterno, de amistad–, es requisito necesario para no sentirse solo.
Pero debemos añadir algo más, para proseguir con nuestra reflexión sobre la soledad. No cabe ignorar –la literatura universal y la experiencia de cada uno lo atestiguan– que, por muy conseguida que esté la comunicación entre los hombres, incumbe siempre una amenaza de aislamiento. Sucede con frecuencia, por ejemplo, que el amor –de suyo recíproco– no se ve correspondido, o no alcanza el grado de intensidad que se desearía, y surge entonces una sombra de amargura que nubla incluso lo ya alcanzado. En otros momentos, la comunicación entre personas dista mucho de ser perfecta. Aunque los demás nos ofrezcan sinceramente compañía en los momentos de dolor –y eso lo mitiga, y se agradece muy de veras–, el sufrimiento es intransferible: cada uno muere solo, se ha dicho muchas veces.
"Nos has hecho, Señor, para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti". Estas palabras, merecidamente famosas, de San Agustín, nos ofrecen la clave del problema. El ser humano posee una capacidad de infinito que sólo el Infinito, Dios mismo, puede saciar. Hay en nosotros un fondo que nada ni nadie, excepto Dios, logra llenar; y, en consecuencia, existe –incluso en las más grandes amistades y en los más grandes amores– una cierta experiencia de límite, de soledad no superada. En ocasiones, esa experiencia engendra miedo, repliegue sobre sí mismo para conservar un reducto de intimidad en el que nadie entre; en otras, impulsa hacia adelante, a buscar algo más. De este modo se encauza una inquietud del espíritu que sólo en Dios puede encontrar finalmente reposo.
Es de Dios, y sólo para Dios, la morada última y más profunda de nuestro corazón. El hombre necesita ampliar su horizonte, ir ascendiendo en la oración y en el amor, hasta entrar en Dios y extasiarse ante Él. "Considera –cito un punto de Camino– lo más hermoso y grande de la tierra.. lo que place al entendimiento y a las otras potencias.. y lo que es recreo de la carne y de los sentidos... Y el mundo, y los otros mundos, que brillan en la noche: el Universo entero. –Y eso, junto con todas las locuras del corazón satisfechas.. nada vale, es nada y menos que nada, al lado de ¡este Dios mío! -¡tuyo!- tesoro infinito, margarita preciosísima, humillado, hecho esclavo, anonadado con forma de siervo en el portal donde quiso nacer, en el taller de José, en la Pasión y en la muerte ignominiosa... y en la locura de Amor de la Sagrada Eucaristía".
En Dios, en la infinitud de Dios y de su amor, al descubrirse cada uno de nosotros como un tú amado ante el Tú infinito de Dios, se aquietan nuestras ansias, el vacío desaparece, el monólogo que tendemos a alimentar dentro de nosotros mismos se transmuta en diálogo con nuestro Padre Dios. Y la sensación de soledad se transforma en un acompañamiento desbordante de paz y de alegría, también cara a los demás. Porque el encuentro con Dios no aísla, sino que une; no encierra en el propio yo, sino que impulsa a amar. Nos sabemos acompañados por el amor de Dios y aspiramos a que los otros –todos– participen, con nosotros, de esa plenitud y de ese gozo.
Soledad, recogimiento, amor
El Evangelio narra que Jesús, antes de comenzar su vida pública e iniciar su predicación, se retiró al desierto para transcurrir allí cuarenta días de oración y ayuno. Nos cuenta también que, de vez en cuando, se apartaba a lugares aislados, guiado por el Espíritu Santo, para permanecer a solas con su Padre Dios. En ocasiones, muy de mañana; otras veces, al atardecer, o bien de noche: sabemos que a veces pasaba la noche entera solo, o en compañía de pocos íntimos.
Jesús cultivó la soledad. Su soledad, sin embargo, no era un mero encapsulamiento en sí, sino una distendida apertura del alma; no era señal de vacío, sino de sosiego, de esa quietud en la que el espíritu remansa las propias experiencias, trasciende la superficialidad y aspira a dejarse llenar por la verdad y por el bien. Vividos así, los momentos de soledad son imprescindibles, porque el ser humano necesita de la calma, del recogimiento, de la meditación pausada y serena, para llegar hasta el hondón de su propio espíritu, y ahí conocerse a sí mismo y encontrarse con Dios.
El ejemplo de Cristo, perfecto Dios y perfecto Hombre, invita a cultivar el recogimiento para afrontar las cuestiones últimas y para descubrir el sentido divino de la vida ordinaria; a apreciar el dulce sabor de vagar a solas con Dios, para enamorarse de Él y recibir de Él la fuerza para servir gustosamente a los demás; a valorar el examen personal, para reconocer las propias culpas y advertir la necesidad de acudir al sacramento de la Reconciliación, rompiendo el cerco de aislamiento y de soledad que el pecado trae consigo y paladeando la especial sensación de compañía que comporta siempre el saberse perdonados. Esos instantes de quietud, de silencio exterior, en los que se aprende a colmar el diálogo con el interlocutor divino, no nos alejan ni de quienes nos rodean ni del mundo en que nos movemos; al contrario, nos acercan, porque en la intimidad de la oración Dios nos impulsa a amar a ese mundo cada vez más, descubriendo en él la entraña divina que encierra.
El cristiano, como cualquier hombre, puede tropezarse con el abandono o la indiferencia de quienes le rodean y, en consecuencia, con la soledad en el sentido amargo y duro del vocablo. Es el momento de recordar que también Jesucristo conoció no sólo la contradicción, la persecución y la calumnia, sino la soledad y el desamparo. Sufre solo –los Apóstoles que le acompañaban se han dormido– en la oración del Huerto de los Olivos. En el Calvario pronuncia aquellas palabras terribles y conmovedoras: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?". Al pie de la Cruz descubrimos a su Madre, que recibe entre sus brazos el cuerpo destrozado y abandonado de su Hijo: es el momento de la máxima soledad de la Virgen dolorosa. El Evangelio no lo relata, pero la piedad adivina que, también Ella, como Jesús, se dirigió al Padre, entregándole –por amor a la humanidad– algo que amaba más que su propia vida: la de su Hijo.
En esos tiempos de prueba, de experiencia humana de la soledad, el ejemplo de Jesús y el de María ayudan a comprender que no estamos solos; que, por duras que avancen las circunstancias, por fuerte que aparezca la sensación de silencio y de abandono, Dios está ahí, a nuestro lado, sosteniéndonos con su amor. La soledad del cristiano que vive de fe será, en todo caso, una "soledad acompañada", en expresión tan paradójica como profunda del Fundador del Opus Dei, una soledad que se vuelca en oración, en plegaria, en unión con la Cruz de Cristo y, por tanto, en amor. Sin Dios, la experiencia del aislamiento se transforma fácilmente en amargura y egoísmo. Con Dios y en Dios, en cambio, engendra fe honda, confianza renovada, superación de sí mismo.
El cristiano que camina con fe, que sabe no privarse del recogimiento necesario y que vence la soledad en la oración, percibe el llamamiento continuo a poner cuanto esté a su alcance para evitar que nadie padezca la carga del aislamiento, la amargura de la incomprensión o el hielo de la indiferencia. Con frecuencia ha de evocar la escena evangélica en la que Jesús, para curar la soledad de una madre, opera un gran milagro: la resurrección del hijo al que llevaba a enterrar llena de lágrimas, acompañada por una gran muchedumbre de Naim. El cristiano pondrá en ese empeño su capacidad humana de querer y de dar a conocer –con sus palabras y con sus obras– a Cristo mismo, en quien se revela plenamente el amor de Dios hacia cada hombre y cada mujer, hoy como siempre. Y recordará a todos que Jesús anunció a los suyos que no los dejaría huérfanos –solos– jamás, sino que les acompañaría hasta la consumación de los siglos. Nos consuela comprobar que ha cumplido esa promesa con el envío del Espíritu Santo y con ese inefable prodigio de amor que es la Eucaristía, para ofrecernos así, habitando cerca de nosotros, aliento y vida.
Ambos textos coinciden en una afirmación fundamental: el valor cristiano de la corporalidad humana considerada a la luz de la Encarnación, del hecho de que el Hijo de Dios haya tomado carne de hombre; de su haber sido engendrado, en cuanto hombre, en el seno de María; de su nacer en Belén, de su trabajar en Nazaret, de su caminar por tierras de Galilea y de Judea; de su morir en Jerusalén y de su resucitar –de su volver a tomar su carne y sus huesos, su cuerpo– tres días después del Sacrificio de la Cruz. Esa realidad constituirá también el punto de partida de estas consideraciones, en este momento en el que celebramos precisamente los dos mil años de la Encarnación.
El cuerpo humano en el designio de la creación y de la redención
Poco después de su llamada a la sede de Pedro, el Santo Padre Juan Pablo II dedicó un buen número de catequesis, publicadas luego en forma de libro –Varón y mujer, teología del cuerpo–, a glosar el significado antropológico y teológico del cuerpo humano. Sus enseñanzas tomaron pie de un versículo del Génesis: "Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, varón y mujer los creó".
El hombre está ligado estrechamente al mundo visible y material, puesto que tiene cuerpo. La narración bíblica lo subraya, al poner de manifiesto que fue formado precisamente del "barro de la tierra". Sin embargo, el texto del Génesis no habla de su similitud con el resto de las criaturas, sino solamente de su semejanza con Dios. Recalca que Adán –rodeado ya de un mundo material rico en figuras–, cuando buscó una criatura semejante a sí, llegó a la conclusión de que estaba solo. Esa soledad, de la que salió gracias a la creación de Eva, le ayudó a percatarse de que no era simplemente un animal más complejo y desarrollado que otros, sino un ser de rango diverso; y le empujó a tomar más conciencia de su espiritualidad, de su subjetividad personal trascendente.
A partir de ahí, de ese núcleo en que corporalidad y subjetividad, materia y espíritu, se presentan íntimamente unidos, debe comenzar toda reflexión sobre la corporalidad. El cuerpo humano es parte integrante y, a la vez, expresión de la persona creada a imagen y semejanza del Dios invisible. La corporalidad manifiesta lo que somos y lo que sentimos: emociones y afanes, dolores y alegrías, ilusiones y temores. A través del cuerpo, la persona se hace presente en el mundo visible, se da a conocer y se comunica con los demás: con gestos y con palabras, con llantos y con risas, con manifestaciones llamativas, y con ademanes sencillos. A través del cuerpo incidimos en la realidad material que nos rodea, transformándola y modificándola, de modo que se convierte de mero ambiente circundante en mundo nuestro, mundo del hombre, mundo que se acomoda a la criatura humana y refleja su personalidad.
En ese conjunto de realidades, manifestaciones de la riqueza de nuestra condición personal, se expresa la dignidad natural del cuerpo humano, que trasciende la del resto del universo visible. Esa dignidad escapa tanto a las concepciones dualistas como a las materialistas. Las dualistas, al desconocer la unidad profunda del ser humano, separan –como si fueran dos universos diferentes, meramente yuxtapuestos– el espíritu y la materia, el alma y el cuerpo. Las materialistas, al negar la trascendencia del ser humano, reducen el cuerpo a mera parcela de un universo material, carente de meta y de sentido; y, en consecuencia, acaban por subordinar al hombre a los ciclos de una naturaleza impersonal, justificando así la posibilidad de reducir el cuerpo a simple objeto, a puro instrumento de dominio, o a elemental ocasión de placer.
Pero el hombre y la mujer nada tienen que ver con una simple acumulación ordenada de partículas materiales, porque han sido creados como personas. La personalidad no se identifica con el alma, pues la criatura humana no se define como un espíritu enjaulado en un cuerpo; ni tampoco como fruto de la coordinación exterior entre un espíritu puro, ajeno por entero a la materialidad, y un ente de naturaleza animal al que ese espíritu gobernaría como desde fuera. El ser humano implica una profunda unidad: alma y cuerpo –espíritu y materia– constituyen una única naturaleza, una sola persona. No se da cuerpo sin alma: sólo existe el cuerpo animado, el cuerpo al que el alma vivifica. A su vez, el alma dice relación al cuerpo con el que constituye un único ser y en cuya animación y vivificación se manifiesta.
Ese cuerpo humano se realiza en dos modalidades, la masculina y la femenina, que expresan los dos modos propios de la constitución de la persona. Así lo dispuso el Creador desde el principio. La distinción de los sexos no surge, como afirmaban algunos mitos de la antigüedad, a partir de una caída o decadencia originaria. Es fruto del designio de Dios. Compone la dimensión básica de la sociabilidad humana. Y no solamente en cuanto fuente de fecundidad y procreación, sino en cuanto capacidad y tendencia a reflejar el amor en sus diferentes modalidades, siempre sobre la base de que la persona, cada persona, se convierte en "don sincero de sí" y "acogida del otro" en cuanto único e irrepetible.
Los textos del Génesis, al narrar la creación del hombre, mencionan dos bendiciones divinas en relación con la corporalidad: el trabajo, la capacidad de dominar la naturaleza ordenándola al servicio de la humanidad; y la procreación, la capacidad de trasmitir la vida, haciendo nacer criaturas humanas en las que se reproduce la imagen y semejanza de Dios, que les fue otorgada a nuestros primeros padres. A partir de ahí se desarrolla la historia en la que vivimos, y que tiene su meta última en los cielos.
La narración bíblica de los orígenes no se agota en la referencia a ese momento inicial. Inmediatamente después, el Génesis nos sitúa ante el pecado, ante la desobediencia primordial, ante el alejamiento del designio de Dios, que emprendimos en Adán y Eva. La armonía primigenia quedó damnificada, y Dios manifestó a Adán que la tierra produciría "espinas y abrojos" y a Eva que la transmisión de la vida iría en adelante acompañada del dolor. Pero las bendiciones no fueron retiradas: el hombre y la mujer continuaron siendo imagen de Dios y no perdieron de Dios el poder de dominar la tierra y de comunicar la vida.
Además, en aquel triste momento en el que se cometió el pecado, Dios anunció el perdón y prometió la Redención. Prefigurada y anticipada de muchos modos, esa liberación se realizó en Cristo Jesús, en el Hijo de Dios encarnado: hombre pleno, alma y cuerpo, carne y huesos. Jesucristo es Dios y hombre verdadero, perfecto Dios y perfecto hombre. La humanidad de Jesucristo –también su corporeidad– se nos muestra como condensación visible de los misterios escondidos en Dios. Su rostro responde al rostro divino. "Así en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas de la Trinidad", leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica; y también: "Lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio invisible de su filiación divina". En palabras del Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, "Cristo es Dios hecho hombre, hombre perfecto, hombre entero. Y, en lo humano, nos da a conocer la divinidad (...). Toda obra de Cristo tiene un valor trascendente: nos da a conocer el modo de ser de Dios".
Esa unión de lo divino y lo humano, de la divinidad y la corporalidad, en la unidad de Cristo Jesús, no se interrumpirá ya nunca. Cristo conoció la muerte; pero, al experimentarla, la venció; y su vida humana, corporal, se prolonga durante la eternidad. Después de su resurrección y ascensión al Cielo, el Hijo eterno, Jesús, está con su cuerpo y con su sangre, con su alma y con su divinidad, a la diestra de Dios Padre; es decir, participando, también en su humanidad, de la gloria y del poder divinos. Así lo expresaba mi predecesor Mons. Álvaro del Portillo: "¿Qué contemplamos dirigiendo la mirada al Cielo? La Humanidad Santísima de Cristo, Cuerpo y Alma, y la de su Santísima Madre, también cuerpo y alma, plenamente glorificadas, divinizadas, como primicia de lo que será nuestra gloria, cuando el mismo "Cristo transformará nuestro cuerpo vil en cuerpo glorioso como el suyo" (Flp 3, 21)"."No olvidéis –proseguía Mons. del Portillo– que ya ahora la deificación de nuestra alma por la gracia se extiende de algún modo al cuerpo". En Cristo, todos y cada uno de nosotros hemos sido elevados a la comunión con Dios. Hemos sido ensalzados a esa participación tal y como somos, en plena coherencia con la unidad de cuerpo y alma que nos constituye. La Redención no sólo influye en la dimensión espiritual del hombre, sino en todo su ser. Por eso, con la gracia de Dios, resucitarán nuestros cuerpos, y por eso ya en el tiempo presente la gracia manifiesta su fuerza –en la medida en que somos fieles a este don– también en nuestra vivencia de la corporalidad.
"La fe nos dice –escribía el Beato Josemaría– que el hombre, en estado de gracia, está endiosado. Somos hombres y mujeres, no ángeles. Seres de carne y hueso, con corazón y con pasiones, con tristezas y con alegrías. Pero la divinización redunda en todo el hombre como un anticipo de la resurrección gloriosa". Y en otro lugar: "El auténtico sentido cristiano –que profesa la resurrección de toda carne– se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu". Los cristianos estamos llamados a proclamar y a vivir ese materialismo abierto al espíritu.
Implicaciones del significado del cuerpo
Dios nos quiere santos, porque nos ama infinitamente. Pero la santidad no se refiere sólo al alma. Como la criatura humana se compone de alma y cuerpo, toda la persona –en su materia y en su espíritu– ha de ser santificada. Esa santidad brota como fruto de la acción del Espíritu Santo, que toma posesión de la persona entera, de modo que –como afirma San Pablo– también nuestro cuerpo se convierte en templo del Espíritu Santo. De ahí surge una consecuencia que señala explícitamente el propio Apóstol: "Glorificad a Dios en vuestro cuerpo". El Beato Josemaría la glosaba así: "La oración contemplativa surgirá en vosotros cada vez que meditéis en esta realidad impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el Espíritu Santo para establecer su morada.. ya no me pertenezco.. mi cuerpo y mi alma –mi ser entero– son de Dios... Y esta oración será rica en resultados prácticos, derivados de la gran consecuencia que el mismo Apóstol propone: "glorificad a Dios en vuestro cuerpo"".
¿Qué otras consecuencias se deducen de la "gran consecuencia" que formula San Pablo? Muchas y variadas. Me limitaré a señalar algunas, empezando por una aparentemente pequeña, pero que se demuestra fundamental: el respeto al cuerpo. No me refiero al respeto sacrosanto a la vida –que se puede intentar destruir mutilando, maltratando o envileciendo los miembros físicos, o bien destruyendo la salud–, sino al respeto al cuerpo en cuanto tal, considerado en su visibilidad. Lo expresaré con más claridad: el pudor, la modestia, el recato, la reserva al mostrar el propio cuerpo o el de los demás.
Si Dios ha creado el cuerpo humano, ¿por qué hemos de cuidar el pudor? Juan Pablo II se plantea esa cuestión en las catequesis sobre este tema a las que antes me refería, y aporta una reflexión profunda. Es cierto –afirma– que, antes del pecado original, Adán y Eva estaban desnudos, y no sentían vergüenza. Pero el texto bíblico precisa que, después de pecar, se dieron cuenta de su desnudez y se cubrieron. No se trata –puntualiza el Papa– de un simple paso de no percatarse a advertir el aspecto físico, sino de algo mucho más complejo, puesto que –como consecuencia de la desobediencia, de la separación del Dios Santo– se había producido un cambio radical en el significado de la desnudez original.
¿Por qué ese cambio de significado? El cuerpo expresa la persona, el yo humano y, manifestándolo, hace de intermediario; mejor, hace posible la comunicación entre los hombres y mujeres según esa peculiar comunión querida por el Creador, que es el matrimonio. La desnudez física es, pues, expresión auténtica y verdadera de la persona si se ordena a esa comunicación, y pierde todo su sentido en la medida en que la excluye, la dificulta o sale de ese ámbito. Tras el pecado, al enturbiarse o envilecerse la mirada humana, al modificarse la actitud del corazón que busca –o puede buscar– poseer y dominar en vez de entregarse, el pudor y el recato se convierten en algo absolutamente necesario. La manifestación del propio cuerpo, o de otros cuerpos, cuando es indebida –en determinadas situaciones es no sólo legítima, sino obligada–, implica desconocer la dignidad del ser humano y, por tanto, en algún grado, la posibilidad de corromperse y de corromper a los otros. El pudor ante los demás y el respeto del pudor en los demás proclama y defiende la conciencia del valor del propio yo, de la persona, que no debe reducirse nunca a objeto.
Las implicaciones de la corporalidad humana –y las actitudes que reclama– llevan a hablar no sólo del cuerpo considerado en su concreción, por así decir, física y estructural; sino a tratar también de las variadas dimensiones de nuestro vivir en las que el cuerpo está connotado de un modo u otro. Aquí se incluyen la capacidad de expresión mediante gestos, la sensibilidad, la afectividad, las pasiones; es decir, la posibilidad de reaccionar ante los acontecimientos con alegría o con tristeza, con coraje o con encogimiento: reacciones que se manifiestan también en el cuerpo y que, en ocasiones, desde el cuerpo, afectan a la totalidad del ser.
Estas realidades –afectividad, sentimientos, pasiones– son nativamente buenas, porque corresponden a lo que somos y, en última instancia, al designio creador de Dios. Pero en todas redunda también el pecado original. En la comprensión cristiana de las cosas, se unen esos dos aspectos: la afirmación de una bondad primigenia y el reconocimiento de una herida que no destruye la bondad nativa, pero la disminuye y, por consiguiente, dificulta el ejercicio del bien. De ahí la necesidad, a todos los niveles, del esfuerzo y de la lucha. En primer lugar, la pelea contra nuestros mayores enemigos: la soberbia, la vanidad, la ambición, la autosuficiencia... También, como es lógico, en los aspectos más directamente relacionados con la corporalidad.
San Pablo escribió a los fieles de Tesalónica: "Ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación. Que os abstengáis de la fornicación; que cada uno sepa guardar su propio cuerpo santamente y con honor, sin dejarse dominar por la concupiscencia, como los gentiles, que no conocen a Dios". Y el Beato Josemaría comentaba: "Pertenecemos totalmente a Dios, con alma y cuerpo, con la carne y con los huesos, con los sentidos y con las potencias. Rogadle con confianza: ¡Jesús, guarda nuestro corazón!, un corazón grande, fuerte y tierno y afectuoso y delicado, rebosante de caridad para Ti, para servir a todas las almas".
El Señor ha señalado: "Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios". La limpieza de corazón se relaciona con la aspiración a mantenerlo abierto a los amores que ensalzan; exige la lucha por evitar que el mundo interior se enfangue, con pensamientos que traicionen la verdadera dignidad y hagan imposible una auténtica comunicación con los demás y, radicalmente, con Dios. La pureza de corazón no se reduce, pues, a la castidad, aunque ciertamente la incluye. Cristo nos enseña a custodiar una limpieza de alma y de cuerpo –cada uno en su estado– que posibilite el verdadero gozo de "ver a Dios", es decir, que mantenga activa e íntegra la capacidad de levantar la mirada hacia lo alto, hasta contemplar en todas las cosas el reflejo y la imagen del Creador.
"Por vocación divina –leemos en una homilía del Beato Josemaría Escrivá-, unos habrán de vivir esa pureza en el matrimonio; otros, renunciando a los amores humanos, para corresponder única y apasionadamente al amor de Dios. Ni unos ni otros esclavos de la sensualidad, sino señores del propio cuerpo y del propio corazón, para poder darlos sacrificadamente a otros". Conservar con alegría una vida limpia supone esfuerzo –siempre, y quizás especialmente en una coyuntura histórico-social como la nuestra, en la que se produce un continuo y descarado bombardeo de sensualidad–, porque todos tenemos la herida de la concupiscencia de la carne como consecuencia del pecado original. Pero siempre, también hoy y ahora, constituye un gran ideal al que podemos y debemos aspirar, porque rechazar esta aspiración lleva a denigrar la dignidad de la persona. Para alcanzar ese ideal, se impone amar con corazón grande y luchar apoyados en la gracia de Dios.
"Que la castidad es posible y que constituye una fuente de alegría, lo sabéis igual que yo –afirmaba en una de sus homilías el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer–; también os consta que exige de cuando en cuando un poquito de lucha. Escuchemos de nuevo a San Pablo: "Me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero al mismo tiempo echo de ver otra ley en mis miembros, la cual resiste a la ley de mi espíritu y me sojuzga a la ley del pecado, que está en los miembros de mi cuerpo. ¡Oh qué hombre tan infeliz soy! ¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?" (Rm 7, 22-24). Grita tú más, si te hace falta, pero no exageremos: sufficit tibi gratia mea (2Cor 12, 9), te basta mi gracia, nos contesta Nuestro Señor".El ejemplo y el mensaje de Cristo nos han de impulsar a amar la castidad, que es una de las manifestaciones constitutivas de la templanza. Vale la pena afrontar esta estupenda pelea con sentido positivo, porque la castidad, como las demás expresiones de la templanza, implica señorío, dominio de nosotros mismos, a fin de ordenar todas nuestras fuerzas y todos nuestros instintos hacia el amor y el servicio. El desorden introducido por el pecado en las tendencias básicas determina la necesidad de ordenarlas, encauzándolas hacia el bien; y, en consecuencia, la necesidad de saber decir que no a pensamientos y deseos que no sean conformes con nuestra vocación y nuestra dignidad. La mortificación –el negarse a sí mismo– espiritual y corporal, interior y exterior, juega también aquí un papel imprescindible para adquirir ese indispensable señorío sobre nosotros mismos. Y si alguno, al escuchar la palabra mortificación, piensa que se trata de una rareza trasnochada, puede releer un texto de San Pablo que, incluso en su lenguaje, evoca una experiencia muy actual: "Los que compiten se abstienen de todo; y ellos para alcanzar una corona corruptible; nosotros, en cambio, una incorruptible".
En el vasto panorama de la valoración del cuerpo, de la limpieza del corazón, de la ordenación de la vida al amor y a la entrega –no a la autosatisfacción ni al egoísmo–, los cristianos tenemos por delante un gran desafío: que con la palabra, y de modo especial con el ejemplo, ayudemos a que se comprenda la verdadera grandeza del cuerpo humano, y que devolvamos así a los corazones y a los sentidos, a nuestro espíritu, esa claridad que permite descubrir a Dios en lo que nos rodea, y especialmente en el prójimo, en los hombres y mujeres que pasan a nuestro lado y a los que debemos amar y servir.
La Santísima Virgen, Madre de Dios y Madre nuestra, nos fortalecerá en esa gran tarea, que hemos de llevar a cabo convencidos de que los hombres y las mujeres son personas, seres con la gran dignidad de hijos de Dios. "¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?". "¡Cuantas veces –comentaba el Beato Josemaría, al meditar estas palabras de San Pablo–, ante la imagen de la Virgen Santa, de la Madre del Amor Hermoso, responderéis con una afirmación gozosa a la pregunta del Apóstol!: Sí, lo sabemos y queremos vivirlo con tu ayuda poderosa, oh Virgen Madre de Dios".
Como estas dos grandes figuras, ninguno de nosotros ha venido a este mundo por azar. Dios, en su amor infinito, nos ha conocido y nos ha llamado, uno a uno, a un destino de bienaventuranza desde la eternidad. Sin embargo, el mismo Dios ha dispuesto que la vida no brote sólo como consecuencia del querer divino. Somos hechura de Dios y también obra de los padres que nos han generado.
La concepción es el punto de arranque de una nueva vida humana y es también el término de llegada de una historia precedente en la que hemos sido objeto privilegiado de pensamientos, deseos y promesas de otros. En la concepción se funden un pasado y un futuro que, de alguna manera, devienen clave indivisible del ser presente de cada individuo. Como ha escrito Juan Pablo II en la Carta a las familias, "en la biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona".
Una profunda crisis de humanidad
Con todo, en nuestros días va calando la impresión de que la conciencia de ser hijo, sobre todo en cuanto memoria de nuestro origen a partir de otros, resulta cada vez más débil y menos decisiva en la vida de cada persona. Quizá la causa esté en el menor margen de acogida para el niño que ofrece la sociedad, en ese triste y hostil rechazo de los hijos.
Un papel fundamental en esta evolución social corresponde, sin duda, al arquetipo humano dominante: el ideal de una persona autosuficiente, desvinculada de cualquier forma de dependencia o condicionamiento. El hombre sería un ser movido por la única ilusión de construirse a sí mismo y de convertir el mundo circundante en un reino de felicidad: no necesitaría ni debería nada a nadie y, por tanto, no sabría qué actitud tomar ante la historia de su filiación, exclusión hecha de reacciones emocionales espontáneas. La condición de hijo no supondría una realidad permanente y constitutiva de su ser, sino sólo un rasgo inevitable, pero transitorio, que debe quedar superado cuanto antes. Resulta entonces molesto todo lo que se refiera a la infancia. El panorama vital se centra exclusivamente en un universo adulto.
Al final de la década de los años sesenta, se generalizó una tendencia de crítica desconsiderada del paternalismo. Es verdad que algunos, al ejercer una autoridad pública o privada, se autoproponían como padres para imponer una obediencia incondicional y acrítica en sus súbditos o dependientes. Pero el problema de fondo no radicaba ahí. El problema residía en el rechazo tout court de una figura que –por un razonamiento reductivo– se consideraba opuesta a la libertad y a la igualdad: padre es uno de quien provienen otros como de su principio.
En el fondo, la crítica al paternalismo se dirigía sobre todo contra el Dios de los cristianos, contra el Señor que Jesucristo nos enseñó a invocar como Padre nuestro; un Dios insensatamente acusado de invadir el territorio autónomo de los hombres. Esa crítica nació hijastra del deísmo, que reconoce un Dios creador del universo, pero totalmente desinteresado de sus criaturas. Esa imagen de Dios resulta completamente incompatible con el Dios Abba –papá- revelado por Jesucristo. Si se desconoce la paternidad de Dios, "de quien toma nombre toda familia en los cielos y en la tierra", como escribe San Pablo en su carta a los Efesios, se ofusca inevitablemente el significado de la paternidad humana, que se reduce a un mecanismo biológico inevitable, desprovisto de cualquier valor o significado personal. Además, ignorado el sentido de la dependencia originaria, se oscurece la verdadera identidad de uno mismo, primero como hijo (que debe a otros su existencia), y después como futuro padre (capaz de transmitir a otros el don recibido).
La paternidad y la maternidad se han convertido así en valores en baja, poco atractivos. La sociedad ni siquiera se preocupa ya de disimular esa anomalía. La caída generalizada de los índices demográficos no se explica sólo por el predominio de una cultura permisiva, hedonista, o por la incidencia de una reiterada propaganda de corte maltusiano. Ciertamente, no se puede ignorar el peso efectivo de ciertas estructuras sociales, económicas y políticas que reducen drásticamente los márgenes de opción: pobreza, desempleo, precio de la vivienda, por ejemplo. Pero, desgraciadamente, existe además una actitud que no se justifica en los motivos citados, sino que pone en duda el valor de la paternidad o de la maternidad en sí mismas: generar un hijo no se considera ya algo indiscutiblemente bueno y deseable, sino una opción entre otras muchas posibles. Se admite que dar la vida a otro es algo incomparable; pero se considera que generar y educar un hijo más conlleva una tarea compleja y arriesgada, ante la que se hace un balance de satisfacciones que proporciona y sacrificios que exige, para concluir a menudo que no vale la pena.
Un don divino a los hombres
Este enfoque amargo –aquí apenas esbozado– confirma, por contraste, la urgencia de redescubrir el valor y el sentido de la paternidad y de la maternidad. El Concilio Vaticano II trató ya de este tema, subrayando que la procreación humana es "una participación especial en la obra creadora de Dios". En la encíclica Evangelium vitæ, el Papa Juan Pablo II explica que el Concilio quiso "destacar cómo la generación de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges que forman "una sola carne" (Gn 2, 24) y también a Dios mismo que se hace presente".Después de haber formado Él mismo a nuestros primeros padres, el Señor hizo partícipes de ese poder a Adán y Eva. El libro del Génesis lo explica con términos muy eficaces: "Dios los bendijo y les dijo: "Sed fecundos y multiplicaos, llenad la tierra y sometedla"". Juan Pablo II comenta: "Al misterio de su creación (a imagen de Dios lo creó), corresponde la perspectiva de la procreación (sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra), de aquel devenir en el mundo y en el tiempo, de aquel fieri que está necesariamente ligado a la situación metafísica de la creación: del ser contingente". Conceder la facultad de la procreación supuso un gran acto de confianza por parte de la sabiduría divina; confianza expuesta a la fragilidad moral y a la malicia que a continuación ha exhibido el hombre a lo largo de la historia. Adán era un ser inteligente y responsable, generoso, capaz de donarse sin reservas y, al mismo tiempo, expuesto a innumerables tentaciones. La peor de todas: esa secreta aspiración de rivalizar e incluso de suplantar a su Creador. ¿Cómo no pensar, al recordar ahora la tentación de la serpiente, en algunas recientes conquistas de la presunción de los hombres? Me refiero, concretamente, a la fabricación in vitro de embriones humanos, su congelación y almacenamiento, y a su previsible uso como material de experimentación. Pero, de manera especial, pienso ahora en la locura de intentar clonar un ser humano.
Dios ha concedido al hombre un gran poder, pero ha deseado también que la generación participe de la misma lógica que puso en marcha la creación del cosmos y del hombre, es decir, el amor, la voluntad de perseguir el bien del otro, el deseo de entregar y hacer a otros partícipes del bien que se posee; en una palabra, el don de sí.
Como explica el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, "el matrimonio es un sacramento que hace de dos cuerpos una sola carne (...). El Señor santifica y bendice el amor del marido hacia la mujer y el de la mujer hacia el marido: ha dispuesto no sólo la fusión de sus almas, sino la de sus cuerpos. Ningún cristiano, esté o no llamado a la vida matrimonial, puede desestimarla".
Responsabilidad del hombre y la mujer
En 1994, en su Carta a las familias, Juan Pablo II escribió: "Al afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación sobre la tierra". En efecto, "solamente de Dios –continúa el Papa– puede provenir aquella "imagen y semejanza" propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación". Y lo que esto significa es que los padres son unos colaboradores muy especiales del Creador: de hecho, esa "procreación" depende en gran parte de ellos, pues a ellos toca –en la presencia de Dios– tomar la decisión responsable de poner las condiciones necesarias para la concepción del hijo.Con aguda intuición pastoral, fruto de su conocimiento de las almas, el Beato Josemaría aconsejaba a los esposos "que no han de tener miedo a expresar el cariño: al contrario, porque esa inclinación es la base de su vida familiar. Lo que les pide el Señor es que se respeten mutuamente y que sean mutuamente leales, que obren con delicadeza, con naturalidad, con modestia. Les diré también –añadía– que las relaciones conyugales son dignas cuando son prueba de verdadero amor y, por tanto, están abiertas a la fecundidad, a los hijos (...). Cuando la castidad conyugal está presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta auténtica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos".
La misión vocacional a la paternidad y a la maternidad constituye un aspecto fundamental del camino de santidad cristiana de los esposos: una llamada que se ha de leer a la luz de un evento ocurrido hace dos mil años y que la Iglesia celebra el 25 de marzo, nueve meses antes de la festividad del nacimiento de Jesús.La solemnidad de la Anunciación manifiesta el convencimiento cristiano de que es la concepción, y no el nacimiento ni ningún otro evento posterior, por importante que resulte, lo que marca el inicio de una nueva vida personal.
Al amparo del Salvador, cada hijo se presenta como un manojo de esperanzas. La adhesión de María al plan divino no fue tomada a la ligera, sin reflexionar antes sobre las consecuencias, los peligros, las persecuciones anunciadas por los profetas. Todo eso contó poco frente a la promesa de salvación para el género humano, que iba a operar colmadamente aquel Hijo. Nada podía persuadir tan convincentemente a la Virgen como lo que acababa de anunciarle el ángel. María aceptó aquella maternidad inesperada: "He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra". Y, por ese Hijo, María –esto nunca pudo haberlo imaginado– es Madre de Dios.
La actitud que adoptemos ante el dolor –que no se debe buscar temerariamente, pero que no dejará de presentarse– indicará, de modo muy particular, cómo estamos acogiendo la invitación a ir en pos de Cristo que Él mismo nos dirige. Porque el misterio del dolor se entrecruza con el de la libertad y con el del sentido de la vida. A unos, el sufrimiento les acerca a Dios, ya que saben recibirlo con fe, reconociendo en esa sacudida una llamada a unirse a la Cruz redentora. A otros, les aleja, pues les lleva a dudar de la bondad del Señor que –siendo omnipotente– permite el sufrimiento; llegan incluso a aducir esa dolorosa experiencia como motivo para negar la existencia del Creador o, sin llegar a tanto, para cerrarse a la posibilidad de confiar en su amor paternal. La verdad está en que Dios, amándonos, permite esa prueba porque –aunque sea por razones que se nos escapan– constituye parte del camino del hombre hacia la felicidad.
La pregunta por el dolor y su porqué
Indudablemente, el padecimiento propio y ajeno, la muerte de los seres queridos, las grandes tragedias de las que, por una u otra vía, todos somos partícipes, suscitan preguntas inquietantes: ¿por qué?, ¿por qué ahora?, ¿por qué a mí?, ¿por qué a esas personas concretas?, ¿qué sentido encierra esto?, ¿cómo afirmar que Dios me ama, si tolera esas penalidades?
"La Sagrada Escritura es un gran libro sobre el sufrimiento", ha escrito Juan Pablo II en la Carta Apostólica Salvifici doloris. El mensaje cristiano, en efecto, incluye una respuesta a todas esas cuestiones, aunque ciertamente se trata de una contestación que no resulta comprensible a quienes persigan soluciones simples o técnicas para alcanzar una perfecta impasibilidad. No es por esa vía como puede lograrse una comprensión de la realidad del dolor, ni –a decir verdad– de ninguna de las cuestiones capitales de la existencia humana. Debemos mirar con otros ojos a nuestro alrededor, como debemos leer el Evangelio con óptica muy diversa.
Cristo no niega la existencia del dolor, ni promete hacerlo desaparecer en esta vida. Nadie ignora que curó a muchos enfermos, que alivió dolencias y penas y que condenó las injusticias que pueden ser causa inmediata de tantos padecimientos. Pero a la vez afirmó que cada uno tiene que "tomar su cruz" y, con su ejemplo en el Calvario, mostró el realismo de esa expresión en su más hondo sentido, al tiempo que nos señalaba cómo y con qué disponibilidad hemos de tomar y cargar la Cruz. Nada más propio del cristiano que poner los medios, con el auxilio divino, para eliminar o atenuar el sufrimiento, tanto el personal –no por egoísmo, sino para trabajar y servir más y mejor– como especialmente el ajeno, ya que ese dolor –afecte a personas cercanas o distantes– no debe dejarnos nunca indiferentes. Pero no es menos claro que el hijo de Dios, en el fondo de su alma, ha de fomentar siempre el deseo de aceptar las pruebas que se le presenten. Poco se habría dejado iluminar por Cristo Crucificado quien, ante el sufrimiento, no concibiese otra actitud que la rebelión o la rabia.
El hombre no ha sido creado para sufrir; tampoco para ser despojado de lo bueno, o de su misma vida. Al contrario, la criatura humana está convocada a la felicidad. De ahí que el sufrimiento, la enfermedad y la muerte planteen preguntas como las antes mencionadas. La fe enseña, además, que el mundo fue creado por Dios bueno y armonioso, y que el sufrimiento y la muerte se introdujeron en la historia sólo a causa del pecado original de nuestros primeros padres, Adán y Eva, en quienes estaba representada toda la humanidad. El relato del Génesis, que nos habla del primer pecado, nos revela a la vez que el dolor, en cuanto castigo o consecuencia del mal, no tiene la última palabra. Dios ha prometido vencer al pecado y cuanto con esa transgresión ha adquirido carta de ciudadanía en la historia.
Ahí aparece una primera y fundamental respuesta, sobre la que será preciso volver. Pero conviene continuar el repaso de la Escritura, puesto que ese "gran libro sobre el sufrimiento" arroja una gran luz para nuestra inteligencia, que termina de perfilarse con la palabra y con la vida de Jesús.
Se evoca muchas veces, a lo largo del Antiguo Testamento, la idea –que no había desaparecido en tiempos del Señor– de que el sufrimiento que arrastra cada hombre es consecuencia de sus propios pecados o de los de quienes se hallan más cerca de él. Ante el ciego de nacimiento, los Apóstoles interrogan: "¿Quién pecó, éste o sus padres, para que naciera ciego?". El pensamiento de una retribución terrena e inmediata por el bien realizado y un castigo también terreno e inmediato por el pecado ofrece una explicación causal del sufrimiento, muy vinculada a una estrecha noción de justicia, que proporciona una cierta tranquilidad. Además, esa postura abre un camino para una relativa esperanza: si nos liberásemos o fuésemos liberados del pecado, nos veríamos también libres del sufrimiento, ahora mismo. Se explica que este modo de pensar arraigara en el pueblo de Israel, al igual que en otras religiones, especialmente cuando se completaba –como ocurría entonces– con otra consideración muy desarrollada por la tradición sapiencial, que presentaba el sufrimiento como una corrección paterna que ayuda a madurar, recomponiendo lo que habíamos malogrado por superficialidad o malicia.
Esas dos ideas contienen una indudable verdad, tanto en un plano meramente humano como desde la perspectiva de la fe. Sin embargo, la lógica de la retribución temporal directa no explica todo. De hecho, entra en crisis al escuchar la narración de diversos textos del Antiguo Testamento, y más concretamente con la lectura del libro de Job. En diálogo con ese varón justo, al que se priva de todo y sobre el que recaen los mayores dolores, sus amigos intentan presentar las torturas que le afligen como castigo por algún grave pecado que el propio Job se resiste a reconocer. Pero el mismo Dios desmiente tales acusaciones: Job es inocente. La lógica de la retribución –comenta Juan Pablo II– no se puede "aplicar de manera exclusiva y superficial. Si es verdad que el sufrimiento tiene un sentido como castigo cuando está unido a la culpa, no es verdad, por el contrario, que todo sufrimiento sea consecuencia de la culpa y tenga carácter de castigo".
Esos razonamientos, y los textos bíblicos de que parten, implican la superación de la doctrina de una retribución mecánica, pero plantean una cuestión nueva y particularmente grave: la del sufrimiento del inocente, que en muchos ha provocado y provoca escándalo o, al menos, una gran dificultad de comprensión. El libro de Job no ofrece, propiamente hablando, respuesta a este interrogante, pues termina con la advertencia de que los hombres no debemos pretender conocer y juzgar los ocultos designios de la sabiduría divina; es decir, concluye apelando a un acto de fe, que está más allá de razones puramente humanas.
En otros pasajes, el Antiguo Testamento ofrece elementos que permiten vislumbrar una luz nueva. Con frecuencia menciona el valor del sufrimiento de los elegidos de Dios: Moisés, Elías, Oseas, Jeremías, y tantos otros justos de cuyas lamentaciones queda constancia en la literatura profética o en los Salmos. Todo culmina en la figura del Siervo de Yavé, como la presenta el profeta Isaías: "Tomó sobre sí nuestras dolencias, y cargó con nuestras penalidades; aunque nosotros le reputamos como un leproso, y como un hombre herido por Dios y humillado. Por causa de nuestras iniquidades fue él llagado, y despedazado por nuestras maldades; el castigo de que debía nacer nuestra paz descargó sobre él, y con sus heridas fuimos nosotros curados".
En esos textos, continúa estableciéndose una relación entre el sufrimiento y el pecado, pero diversa de la que aparecía al hablar de la retribución directa: ahora se expone el sufrimiento de un inocente, elegido y amado por Dios, que sana la culpa de los pecadores. Cabe vislumbrar una analogía entre lo que Isaías anuncia y el llanto de David por la muerte de su hijo Absalón. Absalón se había rebelado contra su padre, le había ofendido y humillado, se había alzado en armas contra él y le había obligado a huir. No obstante, apenas recibida la noticia de la muerte de ese hijo, David rompió a llorar, diciendo: "¡Hijo mío Absalón! ¡Absalón, hijo mío! ¡Quién me diera, Absalón, hijo mío, que yo muriera por ti!". Quizás, en David mismo, esas palabras no pasaran de un desahogo humano; pero, precisamente porque son la expresión de un amor que empuja a querer sufrir en lugar de otro, anuncian de algún modo la posibilidad de que Dios, movido por su amor paterno, se adelante hasta el extremo de hacerse hombre y dar la propia vida por los hijos rebeldes.
Lo que en el Antiguo Testamento es anuncio y conjetura, en el Nuevo se plasma en realidad y en respuesta cumplida. Cristo sufre y muere por amor. El Padre envía al Hijo para que, al entregar su vida, dé testimonio definitivo del amor y fluya de Él, de la Cruz, el Espíritu que hará posible la fe y, con ese don divino, la salvación. El misterio del dolor permanece, pero queda situado en un contexto, el de la compasión y el amor infinitos de Dios, que ofrece, dentro del claroscuro de la fe, la posibilidad de la confianza. Como escribió el Beato Josemaría Escrivá de Balaguer, ante el sufrimiento, ante la enfermedad y la muerte, "el cristiano sólo tiene una respuesta auténtica, una respuesta que es definitiva: Cristo en la Cruz, Dios que sufre y que muere, Dios que nos entrega su Corazón, que una lanza abrió por amor a todos. Nuestro Señor abomina de las injusticias, y condena al que las comete. Pero, como respeta la libertad de cada individuo, permite que las haya. Dios Nuestro Señor no causa el dolor de las criaturas, pero lo tolera porque –después del pecado original– forma parte de la condición humana. Sin embargo, su Corazón lleno de Amor por los hombres le hizo cargar sobre sí, con la Cruz, todas esas torturas: nuestro sufrimiento, nuestra tristeza, nuestra angustia, nuestra hambre y sed de justicia". Ante la realidad innegable del dolor –concluye– "el remedio es mirar a Cristo".
Debemos aprender a contemplar a Jesucristo en la Cruz; mejor dicho, debemos aprender la ciencia de la Cruz. El sufrimiento de Jesús nos sitúa ante el núcleo del plan divino de nuestra redención: la destrucción del pecado en virtud del amor infinito de Dios, que se manifiesta en la entrega total. Por eso, el desgarramiento de Nuestro Señor no constituye la última palabra del Evangelio, como tampoco el anuncio del castigo era la última palabra en el relato del Génesis. La Pasión y la Muerte de Cristo están unidas a la Resurrección. "Entonces –explica San Lucas al narrar una de las apariciones de Jesús resucitado–, les abrió el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras. Y les dijo: "Así está escrito: que el Cristo tiene que padecer y resucitar de entre los muertos al tercer día"". Estas frases del Señor, paralelas a las pronunciadas ante los discípulos de Emaús, recuerdan que Dios es el Dios del amor y de la vida: un Dios que vence al pecado, al desamor, y a la muerte que del desamor deriva, precisamente con su Amor, y que nos hace renacer de esa forma a una vida nueva que no tendrá fin.
La participación del cristiano en el misterio del dolor
Mirar a Cristo clavado en la Cruz: ése es el camino, decía hace un momento. La zozobra ante la realidad del dolor, la inquietud intelectual ante su porqué, permanecen y permanecerán mientras sigamos en la tierra, tal vez porque tampoco alcanzamos a percibir el abismo de mal que implica el pecado. Pero contemplando la Cruz, donde la infinitud del amor de Dios relumbra con esplendor, nos sentimos acompañados. Dios no es ni será jamás un Dios ajeno a nuestro dolor, sino un Dios que lo ha asumido en Cristo y lo ha hecho suyo. También al mirar a Jesucristo en la Cruz nos adentramos –aunque estemos lejos de poder abarcarlo– en su amor por nosotros, pues ha buscado todos esos padecimientos porque siempre ha deseado nuestro bien, nuestra salvación. Y nada más cierto que no hay amor sin dolor, sin sacrificio.
"Bienaventurados los que lloran, porque serán consolados", proclamó Jesús en el sermón de la montaña. Ya antes el profeta Isaías, en uno de sus textos más netamente mesiánicos, había escrito: "El Espíritu del Señor está sobre mí, por cuanto que me ha ungido (...) para consolar a todos los que lloran". Sólo en el Cielo alcanzaremos la felicidad perfecta. Pero ya ahora Cristo, con su entrega, nos aporta el gran consuelo de su cariño, de su compartir nuestro dolor; y no de cualquier modo, sino asumiéndolo en su totalidad y otorgándole así un nuevo sentido.
Porque el sufrimiento y la muerte del Señor han operado una transformación radical de la realidad de nuestro sufrimiento y de nuestra propia muerte. Jesucristo no los ha eliminado en quienes peregrinamos por la tierra; pero los ha transformado, incorporándolos voluntariamente, por amor, en su humanidad de hombre perfecto. Después de Cristo, los dolores y el tránsito último y definitivo no son lo que eran antes de Él. Atendiendo a su realidad más profunda, el dolor no aparece ya para nosotros como castigo, sino como camino de salvación y de divinización. La muerte no significa ya bajada al Seôl, al abismo donde hay sólo una vida umbrátil y donde no cabe alabar a Dios, sino puerta que nos introduce para siempre en la casa del Padre, donde se goza de Él y de la compañía de los hermanos.
A la luz de esta nueva y profunda realidad, se termina de perfilar la actitud del cristiano ante el sufrimiento y la muerte. El dolor, en sus múltiples expresiones, incluso cuando llega como consecuencia de equivocaciones que hemos detestado después, se vuelve ascenso de identificación con Cristo, vía para la progresiva realización de nuestra condición filial, señal de que Dios nos acepta como hijos y nos invita a participar en la obra redentora. San Pedro nos exhorta a recorrer sin miedo el camino de nuestra existencia, también con lo que guarda de pena y dolor, "pues para esto fuisteis llamados, ya que también Cristo padeció por vosotros, dejándoos ejemplo para que sigáis sus huellas". Y el Beato Josemaría, en su libro Via Crucis, comenta: "Dios es mi Padre, aunque me envíe sufrimiento. Me ama con ternura, aun hiriéndome. Jesús sufre, por cumplir la voluntad del Padre... Y yo, que quiero también cumplir la Santísima Voluntad de Dios, siguiendo los pasos del Maestro, ¿podré quejarme, si encuentro por compañero de camino el sufrimiento? Constituirá una señal cierta de mi filiación, porque me trata como a su Divino Hijo".
Quien vive de fe sabe descubrir –en la prueba que se incrusta en su alma o en su cuerpo– la Cruz con mayúscula; es decir, una Cruz que, identificándose con la de Cristo, contribuye a la salvación. Y, aunque en tantas ocasiones se le salten abundantes las lágrimas, puede repetir con íntimo y gozoso convencimiento las palabras de San Pablo a los Colosenses: "Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia".
Vale la pena apuntar una última consideración. La historia de las penalidades experimentadas y causadas por los hombres pone en evidencia la gran potencia del mal: injusticias, opresiones, violencias, guerras, homicidios. El modo elegido por Dios para liberarnos del océano de iniquidad que brota del pecado, pasa a través del sufrimiento que Cristo voluntariamente buscó y aceptó; y que es aceptado después también por quienes le siguen. No porque el dolor suponga un castigo, con el que se aplaca a quien reclama una satisfacción llevada hasta el extremo (no es ésa la actitud de Dios), sino porque su aceptación voluntaria –en cuanto potencia destructora del pecado– se identifica con el mismo amor. El Señor lo explicó indicando que "nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos". También para los hombres y mujeres, especialmente para todos nosotros, "el Dolor es la piedra de toque del Amor", como leemos en Camino. La contrición subraya el dolor del alma, y destruye la culpa, porque se trata de un pesar que expresa el amor de quien, en el pasado, había preferido libremente la desobediencia y el pecado. El dolor se traduce en amor que se purifica y purifica. Considerado de este modo, el sufrimiento muestra toda su hondura existencial, desde la que interpela a la libertad: para unos es escándalo; para otros, voluntaria identificación con el amor salvífico de Dios. Que tome una dirección u otra, depende de la fe, de la respuesta a la llamada que Jesucristo nos dirige, entregando su vida –con dolor y con amor– por nuestra salvación.
Dios eterno está presente en el tiempo de los hombres
No hay nada que no deba su existencia a Dios Creador, de Quien recibe el ser todo lo real. Con la creación surgió el tiempo, medida propia no de la vida de Dios, sino de lo que pertenece al mundo que salió de sus manos, en el que se producen cambios, nacimientos y muertes, desarrollos y también retrocesos y caídas. Los hombres, nacidos y situados en el tiempo, trascendemos la temporalidad: conservamos en la memoria el recuerdo del pasado y, con la inteligencia y la imaginación, podemos lanzarnos hacia el futuro e, incluso, anticiparlo y condicionarlo. No obstante, esa trascendencia sobre la duración, sobre lo contingente, no es absoluta, ya que nosotros mismos estamos sujetos a la cronología y experimentamos la mutabilidad y el envejecimiento.
Sólo Dios, en su infinita perfección, está fuera de toda medida cronológica. No conoce mutación o alteración. No se halla expuesto a la decadencia ni sujeto a la necesidad de buscar algo que no posea, de proponerse metas, de ir detrás de una perfección no alcanzada. No hay en Dios pasividad ni potencialidad, sino plenitud de eternidad. Dios es eterno.
Pero desde su ser en el más allá del tiempo –mejor, sin tiempo–, Dios está presente en el discurrir del acontecer humano, en el desarrollo de la historia y de nuestras vidas. El Señor, en su infinitud y en su eternidad, no es ajeno a los seres a los que ha comunicado la vida, sino que los mira –nos mira– con amor paterno. El Creador se revela como Dios que se acerca a los hombres, camina junto a ellos y actúa en su existencia, en esa existencia caracterizada por una constante sucesión de cambios que medimos precisamente con el tiempo. Dios eterno se hace presente e interviene en la historia humana. Y esta historia, contemplada desde la perspectiva de las acciones divinas que se operan en ese sucederse de los días, se revela como historia de salvación.
En esa presencia de Dios en el transcurso de la historia, hay momentos que revisten una significación especial: las promesas anunciadas a Noé, la elección de Abraham, la alianza con Israel, el reiterado envío de profetas al pueblo elegido... "Estableceré mi morada –son palabras del Levítico que resumen la actitud de Dios respecto a Israel– en medio de vosotros y no os rechazaré. Me pasearé en medio de vosotros, y seré para vosotros Dios, y vosotros seréis para mí un pueblo".
Las sucesivas intervenciones del Dios eterno en la historia de Israel forman un largo proceso, que anunciaba y preparaba una manifestación suprema y definitiva del poder de Dios, de su reino y de su amor, que tuvo lugar en Cristo Jesús. No con grandes movimientos de masas ni con convulsiones cósmicas, sino con la sencillez del nacimiento de un niño, pero de un niño que es Dios. En Jesús de Nazaret, Verbo de Dios encarnado, se unen –en la misma y única Persona del Hijo de Dios– lo divino y lo humano, lo temporal y lo eterno.
Consciente de la eminencia de tal misterio, la Iglesia canta en uno de los prefacios de Navidad: "Cristo, el Señor, sin dejar la gloria del Padre, se hace presente entre nosotros de un modo nuevo: el que era invisible en su naturaleza se hace visible al adoptar la nuestra; el eterno, engendrado antes del tiempo, comparte nuestra vida temporal para asumir en sí todo lo creado...". "Sí –exclamaba Juan Pablo II al dar comienzo al gran Jubileo–, el Hijo de Dios, de la misma naturaleza del Padre, Dios de Dios y Luz de Luz, engendrado eternamente por el Padre, tomó cuerpo de la Virgen y asumió nuestra naturaleza humana. Nació en el tiempo. Dios entró en la historia humana. El incomparable "hoy" eterno de Dios se ha hecho presencia en las vicisitudes cotidianas del hombre".
En Jesús, en su nacimiento, vida, muerte y resurrección, se ha verificado la plenitud de los tiempos: el punto culminante y central de la historia, el momento en el que todos los tiempos se reúnen y del que todos los tiempos dependen. Ese acontecimiento no puede ser borrado por el transcurrir de los días, no se hunde en el pasado como otros sucesos de la historia humana, sino que perdura, porque es momento vivido por el Hijo de Dios: por quien, siendo eterno, hace que el tiempo participe de la eternidad. "El nacimiento de Jesús en Belén –citemos de nuevo a Juan Pablo II– no es un hecho que se pueda relegar al pasado. En efecto, ante Él se sitúa la historia humana entera: nuestro hoy y el futuro del mundo son iluminados por su presencia. Él es "el que vive" (Ap 1, 18), "Aquél que es, que era y que va a venir" (ibid. 1, 4). Ante Él debe doblarse toda rodilla en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua debe proclamar que Él es el Señor (cfr. Flp 2, 10-11)".Con Jesús comienza una nueva y definitiva era. Las distintas épocas viven de Él y remiten a Él. Recordar su nacimiento y su vida no supone tanto celebrar un aniversario cuanto mostrar con evidencia la posibilidad –plenamente actual– de la unión del hombre con Dios. Los tiempos posteriores a Cristo se explican como "tiempo de la Iglesia", en el que la Iglesia, nuevo pueblo de Dios convocado por Cristo y vivificado por el Espíritu Santo, peregrina en la tierra, con la misión y la herencia de dar a conocer a su Señor.
Después de Cristo, los años y los siglos se suceden. Pero Cristo no pasa; no hay un más allá de Cristo, sino un vivir de Él. "En la vida espiritual –decía el Fundador del Opus Dei en una homilía–, no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre"; de lo que ahora se trata, continuaba el Beato Josemaría, es de "unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!".
El tiempo humano en el que vivimos llegará un día a su fin, tanto para cada persona como para la humanidad entera. La primera venida del Hijo de Dios, con su nacimiento humilde en Belén, trajo consigo la manifestación definitiva del amor de Dios y, con ésta, la plenitud de los tiempos. Su segunda venida marcará el final de la historia. Será el encuentro pleno de los hombres con Dios, la realización de la unidad del género humano, la transformación del cosmos, "nuevos cielos y nueva tierra" sin fatiga, ni llanto, ni muerte.
En el transcurrir del tiempo de la Iglesia
En ese marco se sitúa el discurrir de la existencia humana. El tiempo del cristiano es tiempo de la Iglesia: tiempo en el que se proclama a Cristo y se comunica la gracia.
El tiempo de la Iglesia es, ante todo, anuncio continuado de Cristo, conservación de su memoria, que se transmite a las sucesivas generaciones. Las palabras que escribe el apóstol Juan, al comienzo de su primera carta, deben reiterarse con fuerza en todas las épocas: "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos a propósito del Verbo de la vida (...), lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo".
La Iglesia anuncia a Cristo. En la Iglesia, todos recibimos la misión de anunciar a Cristo. Obispos y presbíteros la llevan a cabo mediante la predicación de la Palabra. Padres y madres, cuando enseñan a rezar a sus hijos y transmiten, en la intimidad del hogar, un modelo de comportamiento cristiano. Teólogos y pensadores, al reflexionar sobre la revelación divina y ponerla en relación con las ciencias y las culturas. Maestros y educadores, con su estupenda colaboración para formar una personalidad enteriza en sus alumnos. Hombres y mujeres de las más diversas profesiones, con el testimonio cristiano en sus palabras y en sus obras, para comunicar la luz y el sentido de la existencia que vienen de Cristo Jesús.
"Cristo nos urge –recordaba el Beato Josemaría–. Cada uno de vosotros ha de ser no sólo apóstol, sino apóstol de apóstoles, que arrastre a otros, que mueva a los demás para que también ellos den a conocer a Jesucristo". "Quizás alguno se pregunte –proseguía– cómo, de qué manera puede dar este conocimiento a las gentes. Y os respondo: con naturalidad, con sencillez, viviendo como vivís en medio del mundo, entregados a vuestro trabajo profesional y al cuidado de vuestra familia, participando en los afanes nobles de los hombres, respetando la legítima libertad de cada uno (...). Actuando así daremos a quienes nos rodean el testimonio de una vida sencilla y normal, con las limitaciones y con los defectos propios de nuestra condición humana, pero coherente. Y, al vernos iguales a ellos en todas las cosas, se sentirán los demás invitados a preguntarnos: ¿cómo se explica vuestra alegría?, ¿de dónde sacáis las fuerzas para vencer el egoísmo y la comodidad?, ¿quién os enseña a vivir la comprensión, la limpia convivencia y la entrega, el servicio a los demás?". "Es entonces –concluía– el momento de descubrirles el secreto divino de la existencia cristiana: de hablarles de Dios, de Cristo, del Espíritu Santo, de María".
El tiempo de la Iglesia, que media entre la primera y la segunda venida de Cristo, entre su ascensión a los cielos y su regreso glorioso al fin de la historia, es también tiempo de fe y de esperanza, de acoger la buena nueva y de esperar con ilusión enamorada el encuentro definitivo con el Señor. Y es también instante de regeneración, de renacimiento humano y divino.
Cristo ha dejado a su Iglesia el tesoro de su Palabra, y le ha prometido la asistencia del Espíritu de Verdad. Además, le ha confiado la riqueza de sus sacramentos. Los ritos del Bautismo, la Confirmación, la Eucaristía, la Penitencia, el Orden, el Matrimonio, la Unción de enfermos -"huellas de la Encarnación del Verbo", como le gustaba repetir al Beato Josemaría, haciéndose eco de la tradición–, definen acontecimientos de salvación, momentos en los que Cristo resucitado transforma las almas con su potencia salvadora.
Por esto, el tiempo de la Iglesia es también período de manifestación de la gracia. Ciertamente el pecado ejerce su poder sobre nosotros, si le permitimos entrar en el alma. Pero, como escribía San Pablo a los Romanos, "una vez que se multiplicó el pecado, sobreabundó la gracia". Nuestros días son de lucha, de pelea, con derrotas; pero –con la ayuda de Dios– también con victorias. El cristiano no puede tolerar que le domine el pesimismo. La conciencia de la propia debilidad no debe conducirle a renunciar al empeño, sino a apoyarse en la oración, a confiar en Cristo, en el Espíritu Santo y en el Padre, y a emprender o reemprender humildemente el camino.
Esta estupenda realidad informa la vida personal, el afán de cada día; también el quehacer familiar y profesional, las relaciones sociales, a las que el auténtico cristiano –precisamente porque valora y ama la libertad de todos, y porque actúa con lealtad y sentido de la convivencia– comunica la fuerza y la claridad de la luz de Cristo. Porque el hijo de Dios recuerda que la gracia, respetando la naturaleza de todas y cada una de las realidades terrenas, puede contribuir, desde dentro de esas encrucijadas –como enseña la Constitución Gaudium et spes, del Concilio Vaticano II–, a que crezca la perfección de la humanidad. Sin soñar ni añorar mundos utópicos, sin atribuirse primacías o privilegios, el cristiano sabe que la espera de esa tierra nueva prometida en el Apocalipsis "no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece ese cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya ahora un cierto esbozo del siglo nuevo".
Si desde el presente dirigimos la mirada al pasado, a los veinte siglos de historia de la Iglesia, encontraremos en todas las épocas y en todos los países testimonios heroicos –algunos extraordinarios y llamativos, otros sencillos– de fidelidad a Jesucristo y a su divino mensaje. Como afirmaba Juan Pablo II, en la carta destinada a preparar el Jubileo de este año 2000, son "los frutos de santidad madurados en la vida de tantos hombres y mujeres que, en cada generación y en cada época histórica, han sabido acoger sin reservas el don de la Redención". A la vez –añadía el Romano Pontífice–, se advertirán deficiencias e incluso infidelidades al Evangelio, que se han de reconocer: "La Iglesia, aun siendo santa por su incorporación a Cristo, no se cansa de hacer penitencia: reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores".De esta visión de la historia de la Iglesia deben brotar un orgullo santo y una humildad sincera, que permiten encarar el futuro, el pasado, y el presente con hondura y sin simplismos. El creyente no deforma la historia, sino que la asume como es: con sus luces y sus sombras, con sus heroísmos y sus cobardías. No pretende juzgar a nadie –el juicio sobre los hombres pertenece sólo a Dios–, sino purificar la memoria y empeñarse en la misión de ofrecer el testimonio de Cristo hoy y ahora.
La conversión personal y la purificación de la memoria histórica deben proyectarnos hacia el futuro, para redimir nuestra propia época. Toda criatura humana ha de enfrentarse a los años de su existencia con la conciencia de que son un tesoro puesto en sus manos por Dios, y de que, como toda dádiva, entrañan una responsabilidad. El cristiano ve sus días como el plazo que se le concede para responder a la vocación y a la misión que le han sido confiadas.
Consideremos desde esa perspectiva nuestro paso por la tierra: los momentos excepcionales –pocos, de ordinario– y los asuntos comunes de cada jornada; los que se nos antojan pletóricos y los que nos parecen infelices o, al menos, insignificantes o banales. Ya que, con palabras del Beato Josemaría, "no existen fechas malas o inoportunas: todos los días son buenos, para servir a Dios. Sólo surgen las malas jornadas cuando el hombre las malogra con su ausencia de fe, con su pereza, con su desidia que le inclina a no trabajar con Dios, por Dios (...). El tiempo es un tesoro que se va, que se escapa, que discurre por nuestras manos como el agua por las peñas altas. Ayer pasó y el hoy está pasando. Mañana será pronto otro ayer. La duración de una vida es muy corta. Pero, ¡cuánto puede realizarse en este pequeño espacio, por amor de Dios!".
Si mantenemos activa la convicción, fruto de la fe, de que nuestra existencia en el tiempo puede y debe estar sumergida en la misma vida de Dios; si recordamos que Dios se hizo hombre para compartir la temporalidad humana y elevarla a la eternidad, experimentaremos una ilusión, siempre renovada, que nos ayudará a afrontar cada jornada dispuestos al amor y a la entrega. Redimiremos el tiempo, lo llenaremos de contenido, gastándolo cara a Dios -"tanto si coméis, como si bebéis, o hacéis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios", exhortaba San Pablo a los cristianos de Corinto–, y al servicio de los demás.
Poco después se le acercó un escriba, animado por la agudeza con que el Maestro había respondido, y le planteó una pregunta muy diversa: "¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?". Esta interpelación, que se refiere probablemente a la progresiva complejidad que habían ido adquiriendo, con el tiempo, las interpretaciones de la ley mosaica, sitúa ante una cuestión hondamente vital. Es posible –así permite deducirlo el resto de la narración– que el escriba formulara su cuestión no con un interés meramente teórico, sino sintiéndose protagonista, con ánimo recto. Y sin duda es un modelo para todos los cristianos su actitud de compromiso personal, al escuchar y meditar las palabras de Cristo: "El primero es: "Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas". El segundo es éste: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". No hay mandamiento mayor que éstos". Es su sincera acogida de la enseñanza de Cristo lo que vuelve a aquel escriba merecedor de un claro elogio del Maestro: "No estás lejos del reino de Dios".
El mandamiento nuevo
Nos hallamos ante una de las afirmaciones centrales del mensaje cristiano, hasta el punto de que Jesús coloca ahí, en el mandamiento de la caridad, el signo distintivo de sus seguidores: "En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor unos a otros".
Lo que caracteriza al cristiano no es un modo de vestir o de expresarse, ni la mera participación en determinadas ceremonias, ni la capacidad de realizar obras prodigiosas, sino la actitud de su corazón. San Pablo lo expresó con nitidez, en la primera de sus dos cartas a los Corintios: "Aunque tuviera el don de profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, y aunque tuviera tanta fe como para trasladar montañas, si no tengo caridad no sería nada. Y aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo para dejarme quemar, si no tengo caridad, de nada me aprovecharía". Con su proverbial dominio de la retórica, San Agustín glosó así esa enseñanza: "Todos pueden signarse con la señal de la cruz de Cristo; todos pueden responder amén; todos pueden cantar aleluya; todos pueden hacerse bautizar, entrar en las iglesias, construir los muros de las basílicas. Pero los hijos de Dios no se distinguen de los hijos del diablo sino por la caridad. Los que practican la caridad son nacidos de Dios; los que no la practican no son nacidos de Dios. ¡Señal importante, diferencia esencial! Ten lo que quieras, si te falta esto sólo, todo lo demás no sirve para nada; y si te falta todo y no tienes más que esto, ¡has cumplido la ley!".
Volvamos por un momento al diálogo entre Jesús y el escriba que desea conocer cuál es "el primero de todos los mandamientos". Pregunta sólo por uno, pero el Maestro le indica dos, que enuncia de modo ordenado, exponiéndolos según una prioridad, al tiempo que los cataloga como inseparables: dos caras de una única moneda.
Si se pretende de veras ser fiel a Cristo, no pueden separarse el amor a Dios y el amor al prójimo. El apóstol Juan lo recalca con frase gráfica y fuerte: "Si alguno dice: Amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve". ¿Qué intenta expresar aquí la contraposición entre "ver" y "no ver"? Podría interpretarse como una simple alusión a una experiencia universal, que el adagio castellano resume así: "Ojos que no ven, corazón que no siente". A Dios no lo contemplamos con los ojos de la carne, a diferencia de lo que nos pasa con quienes están a nuestro alrededor: de éstos percibimos sensiblemente sus problemas y sus necesidades, con la capacidad de conmoción emotiva que de ahí deriva. Sin excluir que San Juan tuviera en cuenta esta realidad, en ese pasaje de su carta se esconde más riqueza, mucha más: se nos comunica, sencillamente, que a ese Dios oculto a los ojos humanos, lo descubrimos en quienes están en nuestro entorno. El Señor ha decidido identificarse con el prójimo y de este modo el hombre –cada hombre– nos muestra a Dios. Por eso los dos mandamientos resultan inseparables; o mejor, forman uno solo: juntos, y en el orden con que los enunció el Señor, constituyen como el resumen de la ley de Cristo.
La unidad entre el amor a Dios y el amor al prójimo remite a la verdad de la creación: lo creado –y particularmente el ser humano– aparece como fruto del amor gratuito y personal de Dios. Pero esta verdad destaca de forma más patente, más fuerte, más intensa, en Cristo Jesús. "Con la Encarnación, el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo con todo hombre", proclama la Constitución Gaudium et spes. Por nosotros se encarnó Cristo; por cada uno ha derramado su sangre en la Cruz, como prenda de salvación; con todos –y con cada uno, como precisa Juan Pablo II en la encíclica Redemptor hominis– "se ha unido Cristo de algún modo, incluso cuando ese hombre no es consciente de ello". Y así, cada persona humana nos manifiesta a Cristo.
¡Qué significativas se desvelan las palabras del Maestro en este contexto cuando describe el juicio final! Allí, los convocados –justos y pecadores– se sorprenden ante las afirmaciones que el Hijo del Hombre pronuncia desde el trono de su gloria: "Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, peregrino o desnudo, enfermo o en la cárcel...?". Y todos reciben la misma explicación: "En verdad os digo que cuanto hicisteis (o dejasteis de hacer) a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis (o dejasteis de hacer)". Servir con el bien a los demás equivale a servir a Cristo; negarse a ellos entraña negar a Cristo. El Señor se nos hace presente en todo aquél que padece cualquier necesidad: en el que sufre hambre, en el que recibe el embate del dolor, en el que precisa consuelo, en el que recorre su camino en este mundo, sin norte y sin sentido... En ellos se nos pide que reconozcamos a Cristo y que le sirvamos. Debemos edificar nuestra caridad cada día a partir de esta idea fundamental: contemplar a Cristo en los demás, descubrir a Cristo en cada ser humano.
Pero abunda más el Evangelio. Abramos, concretamente, el relato de San Juan por los capítulos en los que narra la Última Cena, el momento entrañable en que el Redentor, próxima ya la culminación de su entrega en la Cruz, se entretiene con los suyos, comentando con especial intimidad los sentimientos de su corazón. Ahí, por dos veces, enuncia lo que Él mismo define como un mandamiento nuevo: "Que os améis unos a otros. Como Yo os he amado, amaos también unos a otros". Se trata, en verdad, de un mandato nuevo, con un nuevo punto de contraste: "Como Yo os he amado". Jesús nos invita a amar con un amor como el suyo, con un amor que nunca pasa, que no conoce límites, que no se niega a la entrega total de sí mismo: con un amor que es reflejo del amor infinito e inconmensurable de Dios.
El "mandamiento nuevo" de Jesús ayuda a comprender que la caridad no se reduce a descubrir a Cristo en los demás, sino que mueve a aceptar de raíz el compromiso de impersonar a Cristo, de esforzarnos por parecernos a Él; más aún, por ser otro Cristo, el mismo Cristo, debemos servir y amar a nuestros semejantes, a nuestros hermanos, como Él los sirve y los ama.
Esos dos enfoques –ver a Cristo en los demás, ser nosotros Cristo para los demás– se reclaman mutuamente y se complementan, hasta perfilar los rasgos fuertes y comprometedores de la maravillosa virtud de la caridad cristiana. A veces, las limitaciones y los defectos de los otros no facilitan esa obligación santa de reconocer en ellos la figura de Jesús; y eso, falazmente, puede empujar a desinteresarse, a sentirse excusado, a pensar que en ese caso disminuye o cesa el compromiso de amarlos. Pensemos que surge entonces ante nosotros la imagen de Jesús, que ama en todo momento y en cualquier ocasión; de ese Jesús que perdonó a quienes le clavaron en la cruz y que perseveró en esa disposición en el instante mismo en que los clavos desgarraban su carne. Del ejemplo del Maestro, aprendemos que nada –ni las insuficiencias de los otros, ni sus limitaciones, ni su mediocridad real o aparente, ni sus eventuales ofensas– supone excusa o atenuante para no amar como Cristo quiere. Con la particularidad de que si actuamos así nos identificaremos más y más con Jesús, experimentaremos la alegría de caminar íntimamente unidos a Él. Y como el amor se revela contagioso -"pon amor donde no hay amor y encontrarás amor", escribió San Juan de la Cruz–, contribuiremos a que otros vean en la caridad el camino para encontrar la felicidad.
Universalidad del amor cristiano
San Lucas, al relatar la escena en que Jesús proclama la unidad de los dos mandamientos en que se resume la Ley, añade un matiz que no recogen los otros evangelistas. Cuenta San Lucas que, después de haber escuchado a Jesús, el doctor de la Ley que le interrogaba, "queriendo justificarse", preguntó de nuevo: "¿Y quién es mi prójimo?". Jesús responde con una parábola: la del hombre que, atacado por unos malhechores, quedó abandonado, herido y medio muerto, a la vera de un camino. Al poco, dos personas cruzaron cerca de aquel lugar y, después de mirar al herido, se alejaron; sólo un tercero, un samaritano, se conmovió ante aquella penosa escena, lo curó en la medida de sus posibilidades y, cargándolo sobre su cabalgadura, lo condujo a una posada cercana, con ánimo de que le atendieran con afecto. Al concluir la parábola, Jesús volvió sus ojos hacia el doctor de la Ley, y le preguntó: "¿Cuál de esos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los salteadores?". No cabía más que una respuesta, que aquel hombre reconoció inmediatamente, también porque quizá la narración y el tono de voz de Jesús le habían removido: "El que tuvo misericordia con él". "Pues anda –concluyó- y haz tú lo mismo".
El amor que Jesús desplegó a manos llenas y que pide a los suyos es verdaderamente universal, no admite límites: eco del que rebosa en su Corazón, es decir, de ese amor de Dios que "hace salir su sol sobre buenos y malos, y hace llover sobre justos y pecadores", que todo lo abarca y todo lo llena. Ese cariño se detiene en lo pequeño y en lo grande; se extiende a lo cercano y a lo lejano; se desborda en obras, apenas advierte una necesidad. Ese amor se fundamenta en una raíz sobrenatural, puesto que no se guía por simpatías o antipatías, sino que procede de Dios mismo, que se nos revela –con su paso por la tierra– profundamente humano; pone en ejercicio los resortes de la afectividad que acompañan siempre a la caridad auténtica, ya que –como afirmaba el Beato Josemaría– "no poseemos un corazón para amar a Dios, y otro para querer a las criaturas: este pobre corazón nuestro, de carne, quiere con un cariño humano que, si esta unido al amor de Cristo, es también sobrenatural".
Entre los peligros que amenazan al amor y a su universalidad, fijémonos en dos: de una parte, el concentrarse en lo inmediato, en el círculo de las relaciones habituales, hasta acabar desentendiéndose de lo demás; de otra, la remisión a una universalidad abstracta, que prescinde de lo concreto. El cristiano ha de tener un corazón grande, que reaccione prontamente ante las necesidades ajenas, extendiendo su radio de actuación a esos problemas complejos, que afectan al conjunto de la sociedad y que se nos antojan competencia de otros y no de nosotros mismos. "Un hombre o una sociedad que no reaccione ante las tribulaciones o las injusticias, y que no se esfuerce por aliviarlas, no son –cito palabras del Beato Josemaría– un hombre o una sociedad a la medida del amor del Corazón de Cristo. Los cristianos –conservando siempre la más amplia libertad a la hora de estudiar y de llevar a la práctica las diversas soluciones y, por tanto, con un lógico pluralismo–, han de coincidir en el idéntico afán de servir a la humanidad. De otro modo, su cristianismo no será la Palabra y la Vida de Jesús: será un disfraz, un engaño de cara a Dios y de cara a los hombres".
Existe el riesgo de permanecer indiferentes ante los grandes problemas sociales, o de limitarse a una reacción emotiva, superficial y sin consecuencias prácticas. Pero también se da el peligro de centrar el pensamiento, la imaginación y las ilusiones en torno a cuestiones y problemas generales, sin conceder atención –o incluso maltratando, al menos inconscientemente– a quienes viven en el propio entorno. La caridad cristiana no consiste en un amor a una humanidad abstracta o genérica, sino a una humanidad concreta, formada por personas singulares, una a una, que deben ser queridas una a una.
La máxima expresión del amor de Cristo ha quedado patente a nuestros ojos mediante su entrega en la Cruz para la Redención de la humanidad entera, e inseparablemente en su infinito afecto por cada hombre, por cada mujer, que pasaba a su lado. Maravilla comprobar esta realidad en su compasión ante la viuda de Naím que acababa de perder a su hijo; en su llanto por la muerte de su amigo Lázaro; en su conversación y en su mirada, capaces de provocar decisiones de entrega, como les sucedió a aquellos dos discípulos del Bautista que le siguieron; en su trato amable y acogedor, incluso cuando el cansancio había hecho presa en Él. ¿Cómo no recordar el encuentro con la samaritana? Jesús, fatigado del viaje, se había sentado en el pozo. Entonces, interrumpiendo su descanso, "vino una mujer de Samaría a sacar agua. Jesús le dijo: Dame de beber". Un instante después, olvidándose de su agotamiento y de su sed, inicia una conversación que conducirá a aquella mujer a una profunda conversión, a la alegría de saberse cambiada, renovada por dentro, y a la decisión de acompañar a otros hacia Jesucristo, para que también ellos encuentren la paz y la alegría.
Así debe discurrir y crecer también nuestra caridad hacia cada persona que camina a nuestro lado, aunque sólo coincidamos durante breves momentos. Siempre se presenta la ocasión de socorrer, o de animar con la sonrisa, con la palabra cordial, con el ejemplo sencillo, con el servicio escondido y silencioso, con la oración... Esta caridad concreta, inmediata –ofrecida a quienes tenemos cerca– constituye indudablemente la mejor señal de que nos anima un amor auténtico. Desde ahí, desde las circunstancias más corrientes, se dilatará nuestro corazón con la hondura y la anchura del Corazón de Jesucristo, hasta dar cabida a la humanidad entera.
Amar al prójimo significa, sobre todo, desear y procurar su bien. ¿En qué se concreta este bien, qué realidades lo componen? Las respuestas a este interrogante se devanan numerosas y variadas: dependen de cada persona y de cada situación, y no existen dos totalmente iguales. No obstante, los cristianos sabemos que para todos, en cualquier circunstancia, prima algo fundamental y definitivo: Dios, Bien Supremo y Fuente de todos los dones, que hemos de ayudar a los otros a descubrir.
Porque si de veras anhelamos el bien para los demás, nos esforzaremos por acercarlos a Dios; y, para lograrlo, les daremos a conocer a Cristo; y, en Cristo, a Dios Padre y al Espíritu Santo. Cumplamos esta obligación santa de abrirles –con el ejemplo y con la palabra– horizontes de amistad profunda con Dios. Les hablaremos de Santa María, que nos facilita el camino con su cariño de Madre. Nos empeñaremos en ser lazarillos o báculos de sus pasos en el itinerario del vivir cristiano. Y, de la mano de Dios, los animaremos a la conversión, cuando la ocasión lo requiera, recordándoles –con el lenguaje adecuado y de la manera oportuna– las exigencias amables y recias del Señor.
San Juan cuenta también en su evangelio que Jesús, en la conversación con una mujer a la que una muchedumbre acusaba de adulterio, después de ofrecerle el bálsamo de la misericordia y del perdón, la despidió con estas palabras: "Vete y a partir de ahora no peques más". San Agustín, al comentar este pasaje, dice que el Señor "nos amó siendo inicuos, pero no nos congregó para la iniquidad. Nos amó estando enfermos, pero nos visitó para curarnos". Jesucristo, precisamente porque ama, porque desea nuestro bien, corrige, a la par que anima y estimula. Así hemos de actuar también nosotros, de modo que no falte nunca, en la caridad, el empeño serio, y en ocasiones costoso –aunque siempre aderezado con el cariño–, de exhortar a nuestros hermanos a emprender o reemprender los caminos conformes con los designios de Dios.
Los teólogos medievales calificaron la caridad como forma de todas las virtudes; es decir, el impulso interior que, a la vez que las estimula, las orienta desde dentro hacia el fin en el que se cumple la plenitud del hombre: el amor a Dios y a los demás. Siglos antes lo había escrito San Pablo, con el gran himno a la caridad de la primera carta a los Corintios: "La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta".
La grandeza y la hondura del amor que nos reclama Jesús puede asustarnos en ocasiones, y hacernos pensar que aquello resulta superior a nuestras fuerzas. Desde luego, ese pensamiento responde objetivamente a la verdad. Sólo que –no lo olvidemos– contamos con la omnipotencia de Dios, con el Amor de Dios presente en nosotros, ya que –de nuevo habla San Pablo– "el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado". Jesús, que nos invita a amar como Él ama, nos concede a la vez la capacidad de conseguirlo, ya que en unión con Dios Padre nos comunica el Espíritu y, con Él, la fuerza para amar con el Amor mismo de Dios.
Se ha puesto en evidencia frecuentemente la importancia de que el Concilio Vaticano II en la Constitución Lumen gentium, proclamara la llamada universal a la santidad y al apostolado, en "los múltiples géneros de vida y ocupaciones" y en las más diversas "circunstancias de cada jornada"; y que a continuación añadiera, con precisión clara: per illa omnia, a través de todo eso, exactamente a través de esas realidades humanas. El cristiano está invitado a unirse con Dios, a buscar la santidad, no "independientemente" o "a pesar" de que haya de permanecer en el mundo, sino precisamente tomando ocasión del mundo. Podemos decir que con estas afirmaciones el Concilio Vaticano II ha proclamado la "grandeza de la vida corriente", según una expresión repetidas veces empleada por el Beato Josemaría.
La Encarnación muestra que, para corresponder a la llamada de Dios a ser perfectos como nuestro Padre celestial, no hay que abdicar de lo humano, sino afrontarlo y asumirlo, cada uno según su concreta vocación, de acuerdo con el Evangelio. El Hijo eterno de Dios, al entrar en la tierra, ha tomado sobre Sí –como propias– las realidades humanas nobles, las ha dotado de plenitud de significado. La tarea del cristiano reclama aprender, con el auxilio de la gracia, el sentido divino del quehacer humano; y manifestar ese riquísimo contenido al conjunto de la humanidad, con la palabra y con las obras; el fiel laico, particularmente, con su actuar en medio del mundo y tomando ocasión del mundo.
Deseo ocuparme ahora de este tema, concentrando la atención en uno de sus principales elementos: el trabajo.
La buena nueva cristiana sobre el trabajo
Juan Pablo II, en la encíclica Laborem exercens, enseña que los capítulos iniciales del Génesis, en los que Dios confía al hombre el dominio sobre la creación material, constituyen el "primer evangelio del trabajo", el primer anuncio del profundo valor antropológico y religioso del trabajo. Poco después, en esa misma encíclica, el Papa remite a Cristo, a la realidad de que Jesús trabajó, y afirma que en ese quehacer del Salvador, el "evangelio del trabajo" alcanza su plenitud. "En efecto, Jesús no solamente lo anunciaba, sino que ante todo, cumplía con el trabajo el "evangelio" confiado a Él, la palabra de la sabiduría eterna. Por consiguiente, esto era también el "evangelio del trabajo", pues el que lo proclamaba, Él mismo era hombre del trabajo, del trabajo artesano al igual que José de Nazaret".
Todos los años del Señor entre nosotros tienen carácter redentor; también los primeros seis lustros de su paso por la tierra, de los que los Evangelios apenas nos hablan. Ese silencio de los Evangelios, pone precisamente de relieve que la conducta de Jesús durante todos esos años fue absolutamente normal, como la de cualquier otro hebreo –niño o joven– de su tiempo. Y este hecho encierra un mensaje de amplias perspectivas, que expresaba así el Beato Josemaría: "Debemos llenarnos siempre de admiración al pensar en los treinta años de oscuridad, que constituyen la mayor parte del paso de Jesús entre sus hermanos los hombres. Años de sombra, pero para nosotros claros como la luz del sol. Mejor, resplandor que ilumina nuestros días y les da una auténtica proyección, porque somos cristianos corrientes, que llevamos una vida ordinaria, igual a la de tantos millones de personas en los más diversos lugares del mundo. –Así vivió Jesús durante seis lustros (...). Y era Dios, y estaba realizando la redención del género humano, y estaba "atrayendo a sí todas las cosas" (Jn 12, 32)".Esos años de convivencia de Cristo con los hombres nos muestran con fuerza que nada de lo auténticamente humano puede considerarse ajeno a los planes redentores. Es más, nos precisan que a Dios le interesan todas y cada una de las circunstancias y tareas que componen la existencia diaria de los cristianos, porque han sido asumidas por el Hijo eterno. Con el amor con que Dios Padre miró a Jesús durante los años de su estancia entre los hombres, sigue mirando ahora a cada uno de nosotros, al tiempo que nos llama a identificarnos con Cristo, a ser, en el Hijo, hijos suyos.
Dios no sólo nos ha creado, nos ha dado el ser, sino que nos ha otorgado la capacidad de actuar, de dominar el mundo, de perfeccionarlo con el trabajo, desarrollando armónicamente las potencialidades presentes en la naturaleza. Además, nos ama hasta el punto de "querer necesitar" de nuestra colaboración incluso para lo más divino: la obra salvadora y redentora. El Padre envió al Hijo al mundo para que nos redimiera con su muerte en la Cruz, y nos envía también al Espíritu para que nos incorpore a Cristo y, formando una sola cosa con Cristo, cooperemos con Él en la tarea de extender a todos nuestros hermanos, los hombres, los frutos de la Redención. Los laicos, a los que "pertenece por propia vocación –como señala la Constitución Lumen gentium– buscar el reino de Dios tratando y ordenando, según Dios, los asuntos temporales", cumplen esa misión a través de su existencia y quehaceres ordinarios en medio del mundo, y muy especialmente mediante su tarea profesional, que adquiere así una profunda trascendencia sobrenatural: se convierte en colaboración con Dios, en participación en su obra creadora y redentora, en sacrificio de alabanza que cada día se ofrece a Dios Padre, con Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo.
Los laicos no son cristianos de segunda fila. Muy al contrario: la vocación profesional entra con todo su vigor en los planes divinos. El Señor cuenta con ese tejido de actividades y relaciones humanas, porque con la dedicación a esas nobles tareas –cada uno la que le corresponda– los cristianos servimos a Dios y a toda la humanidad.
Constructores del mundo, cooperadores de Dios
La consideración del conjunto de la historia y una mirada a nuestro alrededor permiten percibir con qué hondura la acción humana –y concretamente el trabajo– ha abierto las puertas a sucesivas civilizaciones y ha marcado con su huella la superficie del planeta. En sí, esta realidad del progreso es buena y conforme al plan de Dios. Pero el hombre, capaz no sólo de servicio sino también de orgullo, puede desnaturalizarla, olvidando su referencia al Creador. El esfuerzo de nuestras manos, y los frutos que del trabajo se siguen, pierden entonces su condición de acción de gracias al Dios que nos ha creado, para convertirse tristemente en pretexto para la autosatisfacción, la ambición o la soberbia, que tanto destrozan a la criatura humana. Juan Pablo II lo ha señalado en la misma encíclica Laborem exercens y en otras muchas ocasiones. Por ejemplo, en la homilía que pronunció el 17 de mayo de 1992, con motivo de la beatificación de Josemaría Escrivá de Balaguer, señaló: "En una sociedad en la que el afán desenfrenado de poseer cosas materiales las convierte en un ídolo y motivo de alejamiento de Dios, el nuevo Beato nos recuerda que esas mismas realidades, criaturas de Dios y del ingenio humano, si se usan rectamente para gloria de Dios y al servicio de los hermanos, pueden ser camino para el encuentro de los hombres con Cristo".Dios no pide a los cristianos –sería un contrasentido– que renuncien a la capacidad constructora y civilizadora que implican su inteligencia y su trabajo. Desea, sin embargo, que afrontemos la tarea que nos ocupa con la conciencia clara de nuestro venir de Dios y de nuestro estar hechos para Él, y que, por consiguiente, la llevemos a cabo con oración, con espíritu de humildad, con afán de servicio, con optimismo.
No es otro el ideal que el Beato Josemaría formuló y predicó al hablar de la "santificación del trabajo", es decir, de las consecuencias espirituales y prácticas que se desprenden de la consideración del trabajo como realidad "santificable y santificadora". Podrían decirse muchas cosas acerca del riquísimo mensaje del Fundador del Opus Dei sobre el trabajo profesional, sobre las tareas y ocupaciones que contribuyen a conformar la figura y la personalidad de los cristianos corrientes y caracterizan su inserción en la sociedad y su aportación al progreso y al desarrollo. Voy a limitarme a glosar dos puntos: la importancia del testimonio de la propia conducta y el valor redentor del quehacer humano.
Nos envía el Señor, como instrumentos suyos, para hacerse presente –a través de nosotros– hasta los más remotos confines de la tierra, hasta el último rincón del mundo. Cada uno, cada una, allá donde se encuentre, allá donde la vida y el trabajo le lleven, puede y debe pensar con verdad que es precisamente ahí donde Cristo y la Iglesia le necesitan, que en ese lugar y en ese ambiente puede y debe actualizar la presencia de Cristo. ¿No confiere esta realidad un nuevo relieve a la jornada ordinaria, a las tareas de cada instante? La certeza, fruto de la fe, de sabernos testigos de Jesús y cooperadores de Dios en algo tan sublime como la obra redentora, también mientras nos ocupamos de las acciones más ordinarias, debe colmarnos de ilusión y de responsabilidad operativa.
El fiel corriente, llamado a santificarse en medio del mundo y a ser testigo de Cristo entre sus colegas, no se propone hacer una ostentación vana de catolicismo, pero se esfuerza por realizar su tarea en coherencia con su fe y con lo que la fe revela sobre las exigencias de la dignidad de la criatura humana. No admitirá, por tanto, la reducción del trabajo –y menos aún del trabajador– a mero factor de producción, a mercancía que se intercambia o se vende, a instrumento para enriquecerse o para escalar posiciones de prestigio o de poder. Defenderá su personal dignidad y la de quienes se relacionen con él. Vivirá de modo práctico y concreto la solidaridad. Reaccionará frente a posibles fraudes e injusticias, y procurará ver siempre en los demás a su prójimo, es decir, a alguien muy cercano, porque es también hijo de Dios; no un número, ni un simple objeto, ni un siervo.
El creyente no actúa para que lo admiren, pero sabe que no debe escandalizar. A través de sus obras y de su modo de comportarse, ha de transparentarse el espíritu de Cristo; y procurará que ese espíritu informe todas sus acciones. Ser testigo de Cristo –y todo cristiano, insisto, está llamado a esta misión– encierra un título de honor, pero también de exigencia.
El desempeño de la propia tarea con ese sentido sobrenatural y apostólico, de otra parte, confiere al trabajo –y comienzo así a referirme al segundo de los puntos que mencionaba antes– la dimensión y el valor de un sacrificio ofrecido a Dios. Consideremos desde esta perspectiva la gran importancia de la unidad de vida en el cristiano. No se compone nuestra existencia de unas prácticas de piedad que forman como un mundo aparte de las obligaciones profesionales, laborales y familiares. La acción cotidiana de un ciudadano que trabaja, la que a cada uno le corresponda, debe realizarse con fe, con la conciencia de su valor cara a Dios y, en consecuencia, acabadamente bien.
Ofrecer sacrificios es un acto sacerdotal. Sin embargo, todos los cristianos están capacitados para ese acto sacerdotal porque en el Bautismo han recibido el sacerdocio común de los fieles, esencialmente distinto del ministerial, pero verdadera participación del sacerdocio de Cristo: sacerdocio de la propia vida y del propio trabajo que, unido al holocausto de Jesucristo, adquiere valor de hostia palpitante, que glorifica a Dios y que Dios recibe. "Todos, por el Bautismo, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia", afirmaba el Beato Josemaría. A diario, identificado con Cristo por la gracia, el cristiano se encuentra en condiciones de repetir al Señor, referidas a todas las ocupaciones de la jornada, las palabras que el sacerdote le dirige durante la celebración de la Santa Misa: sic fiat sacrificium nostrum in conspectu tuo hodie, ut placeat tibi, Domine Deus (Plegaria Eucarística I); que nuestro sacrificio se cumpla hoy en tu presencia, de modo que te agrade, Señor, Dios nuestro.
Esta profunda dimensión redentora del trabajo, en cuanto sacrificio ofrecido a Dios para la salvación del mundo, proporciona un nuevo título a la responsabilidad profesional. Cristo no quiere asumir, incorporar a su entrega al Padre, una tarea que no sea humanamente recta y, sobre todo, que no esté impregnada por la caridad; tampoco un quehacer llevado a cabo de cualquier manera, a medio acabar, de modo superficial, sin medir las consecuencias.
¿Cómo debemos responder a este reto, para que el faenar cotidiano se convierta en sacrificio grato a Dios? El Beato Josemaría traza en Amigos de Dios una respuesta, acudiendo expresamente al lenguaje propio del holocausto: "No podemos ofrecer al Señor algo que, dentro de las pobres limitaciones humanas, no sea perfecto, sin tacha, efectuado atentamente también en los mínimos detalles: Dios no acepta las chapuzas. "No presentaréis nada defectuoso, nos amonesta la Escritura Santa, pues no sería digno de Él" (Lv 22, 20). Por eso, el trabajo de cada uno, esa labor que ocupa nuestras jornadas y energías, ha de ser una ofrenda digna para el Creador, operatio Dei, trabajo de Dios y para Dios: en una palabra, un quehacer cumplido, impecable".De ahí la importancia capital de esforzarse por realizar todas las tareas con amor, con cuidado de los detalles y –desde luego– con el respeto más delicado de la ley moral. Quien se sabe hijo de Dios y partícipe del sacerdocio de Cristo, no entiende por trabajo bien terminado una realidad meramente técnica, sino plenamente humana, que guarda, por tanto, estrecha relación con el bien moral y con el servicio al hombre. Ése, y no otro, es el trabajo que se asemeja al de Cristo y, en consecuencia, el que se hace digno de ser presentado a Dios como sacrificio agradable a sus ojos.
Quisiera terminar con un punto de Camino que tiene valor de síntesis: "Pon un motivo sobrenatural a tu ordinaria labor profesional, y habrás santificado el trabajo". Así de sencillo.. y así de exigente. Porque el motivo del que habla ese punto no se queda en algo meramente "nominal", en una intención que se dibuja sólo en los labios, sino que se configura como decisión determinante del modo de trabajar y conduce a realizar la propia ocupación bien y cara a Dios, actualizando el ejemplo de Cristo y la necesidad de servir. ¡Qué gran fuerza supondría, para la Iglesia y para el mundo, que todos los cristianos trabajásemos con ese espíritu!
La vida cristiana es un itinerario de progresiva identificación con Jesús, de una conformación con el Maestro que va mucho más allá de la simple imitación exterior de la conducta: el bautizado está llamado a cultivar los mismos sentimientos de Jesucristo, a asumir su posición ante la vida, a participar en su misión y destino, de modo que se pueda llegar a afirmar, sin ambigüedad, que el cristiano está en Cristo y que Cristo está en el cristiano.
La pobreza como situación y como bienaventuranza
Cristo mora en el alma del bautizado. No es una frase bonita, sino una realidad. El mismo Dios, escribe San Pablo a los Gálatas, "ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba, Padre!". Somos hijos de Dios en Cristo, en su Hijo hecho carne, y la vida de ese Hijo ha de reproducirse en nosotros. Y en ese proceso, que posee muchas y ricas dimensiones, juega un papel decisivo el talante ante los bienes de la tierra; la actitud de desprendimiento, un desprendimiento efectivo, real, que designamos sencillamente como pobreza de espíritu; la disposición a la generosidad, el abandono radical y confiado en las manos de nuestro Padre Dios.
¿Cuál es, exactamente, el mensaje bíblico y cristiano sobre la pobreza? Vale la pena que espiguemos la Sagrada Escritura, aunque sea rápidamente, para penetrar siquiera un poco en la riqueza de la doctrina que nos transmite.
Los textos del Antiguo Testamento ponen de relieve que la pobreza era considerada en el pueblo de Israel con una doble valencia: los pobres aparecen como desheredados en el contexto social, pero también como privilegiados porque Dios se ocupa de ellos. Se describe la pobreza como una realidad dura y desafortunada, y también como una situación que reclama la ayuda y la protección de la comunidad. Los profetas enfatizaron el riesgo que el poder y la riqueza entrañan de que el corazón se apegue a cosas caducas y se olvide de Dios; y con la misma fuerza, condenaron el abuso de autoridad, la explotación de las viudas y de los huérfanos, el fraude y la violencia, que provocan situaciones de injusticia y de miseria. A la vez proclamaron que el amor de Dios se extiende al desvalido, al que nada posee, y anunciaron que también a ellos les están destinados los bienes mesiánicos; de hecho, entre los signos de la llegada del Mesías, Isaías menciona en lugar privilegiado la nota básica de que predicará "la buena nueva a los pobres".
Diversos textos proféticos, así como bastantes Salmos, cantan, además, el hondo sentido espiritual de la pobreza. El pobre, en este contexto, no es tanto el que carece materialmente de bienes –aunque esa realidad no se excluye y en parte se presupone– sino el humilde, el hombre recto y justo que sufre y confía en Dios, a pesar de la miseria, del desamparo y de la prueba. Más profundamente aún, el hombre de fe que, reconociendo su indignidad y su pecado, advierte la necesidad constante del perdón de Dios: "He buscado a Yavé, y me ha respondido: me ha librado de todos mis temores. Cuando el pobre grita, Yavé oye, y le salva de todas sus angustias". Con el impulso de la conciencia de la grandeza de Dios y de la confianza en Él, se pasa de la consideración de la pobreza como condición de hecho –dura y no deseable en sí misma– a un nivel más profundo en el que esa miseria y, en general, cualquier carencia o limitación, se transforma en ocasión para profundizar en el reconocimiento de nuestra situación existencial de indigencia y, por tanto, en la apertura y la entrega a Dios, es decir, en la virtud espiritual.
El Hijo de Dios asumió todas las realidades humanas –menos el pecado–; no le faltaron el calor y el frío, el hambre y la sed, el dolor y el abandono, la escasez y la pobreza. "Sin nada vino Jesús al mundo, y sin nada –ni siquiera el lugar donde reposa– se nos ha ido", escribió el Beato Josemaría, resumiendo con esas palabras el principio y el final del paso de Cristo por la tierra. Los evangelistas que nos han descrito la pobreza de Belén narran también el momento supremo, terrible y solemne, en el que Jesús, clavado en la Cruz, después de pronunciar las palabras proféticas del Salmo -"Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"-, y de identificarse así con el indigente más desamparado, muere, manifestando una confianza total y completa en la voluntad y el amor del Padre: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu".
Entre un acontecimiento y otro, entre el nacer en Belén y el morir en el Calvario, Jesús manifiesta una constante actitud de desprendimiento y entrega. No rechaza los bienes materiales, y convive sin estridencias con la gente de su tiempo, también con quienes ostentan una posición desahogada, como Marta, María y Lázaro; y Él mismo permanece treinta años en su propio hogar –la casa sencilla de Nazaret– y ejerce allí, junto con José, un trabajo que le permite desenvolverse como las otras familias de la zona. En sus tres años de predicación, viste una túnica buena, elegante, sin costura. Pero a la vez observamos cómo sabe renunciar a todo, llevar un tenor de vida extremadamente sencillo, hasta el punto de que el propio Jesús, describiendo su conducta mientras recorre los caminos de Palestina, puede exclamar: "Las raposas tienen sus guaridas y los pájaros del cielos sus nidos, pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza".
La pobreza de Jesús nos interpela precisamente por su voluntariedad, ya que Dios decidió encarnarse con suprema libertad y también con suprema libertad eligió el modo. Al tomar nuestra naturaleza, escogió el camino de la pobreza total. El Señor no se ha acercado a los hombres por la vía del poder o de la riqueza, sino por la senda de un amor que se manifiesta también en el desprendimiento y en la entrega. San Pablo lo subraya en el gran canto cristológico de la carta a los Filipenses: Cristo Jesús –escribe– "siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo". Y dice también San Pablo a los cristianos de Corinto: Jesucristo, "siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza".
Hay una estrecha relación entre pobreza de espíritu y amor; entre desprendimiento de uno mismo –de cuanto contribuye a la propia autoafirmación– y capacidad de querer. Jesús, que lo expresó de modo patente con su vida, lo proclamó también con sus palabras. Quizá ningún texto es más elocuente que el sermón de la montaña, y concretamente aquellas bienaventuranzas en las que el abandono y la confianza en Él, que Dios espera de cada persona, se ponen de relieve en un paradójico contraste, al confrontar la pequeñez de las aspiraciones humanas a ras de tierra y la grandeza de la oferta divina. La primera de esas bienaventuranzas es precisamente la que declara: "Bienaventurados los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los cielos". Quien se encierra en sí mismo, en su ambición, en su afán de poderío o de riquezas, quien confía en sus propias fuerzas o en lo bienes de que dispone, limita –e incluso pierde del todo– la capacidad de amar. Quien avanza desprendido de sí y de las cosas creadas, abre su corazón para recibir el Reino de los cielos, es decir, el don de Dios y de su amor.
Poco después, en ese mismo discurso, Jesús reitera esa enseñanza al afirmar rotundamente que son incompatibles el servicio a Dios y el sometimiento a los bienes materiales: "No podéis servir a Dios y a las riquezas". A continuación, el Maestro exhorta al abandono en la providencia divina, a colocar la confianza en el amor que Dios nos presta, de modo que, superando preocupaciones y angustias, alcancemos, también nosotros, la libertad de amar. "¿Quién de vosotros, por mucho que cavile, puede añadir un solo codo a su estatura? Y sobre el vestir, ¿por qué os preocupáis? Fijaos en los lirios del campo, cómo crecen; no se fatigan ni hilan, y Yo os digo que ni Salomón en toda su gloria pudo vestirse como uno de ellos. Y si a la hierba del campo, que hoy es y mañana se echa al horno, Dios la viste así, ¿cuánto más a vosotros, hombres de poca fe?".
La pobreza de espíritu hace posible la apertura del corazón y, con ésta, la dicha, el verdadero gozo; por el contrario, la avaricia material, el afán de depositar la seguridad y la esperanza en los bienes presentes se resuelve en fuente de desdicha y de tristeza. Un episodio aleccionador es la escena que suele denominarse "del joven rico". Ese muchacho declara que cumple la Ley, pero cuando Jesús lo coloca no ante una mera observancia de normas, sino ante una plenitud de entrega, corroborada con la renuncia a los bienes, "se marchó triste, porque –añade el evangelista– tenía muchas posesiones". Y Jesús comenta: "En verdad os digo: difícilmente entrará un rico en el Reino de los cielos". Los discípulos se quedan asombrados ante la radicalidad de lo que pide el Maestro: "Entonces, ¿quién puede salvarse?". Cristo no rebaja su exigencia –la disponibilidad y la entrega han de ir a la totalidad–, pero recuerda que la criatura humana no está sola: "Para el hombre esto es imposible; para Dios, sin embargo, todo es posible". Y a Pedro que, tal vez sumido aún en la zozobra, le hace presente que él y los otros discípulos lo han abandonado todo para seguirle, le contesta: "Todo el que haya dejado casas, hermanas o hermanos, padre o madre, o hijos, o campos, por causa de mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna". Dios lo pide todo, reclama un corazón libre, sin apegamientos ni rémoras, pero siempre da más, porque –como afirmaba el Beato Josemaría– "no se deja nunca ganar en generosidad".
Desprendimiento y generosidad
El Beato Josemaría empleó muchas veces, también para referirse a la relación con los bienes materiales, el vocablo "señorío"; es decir, dominio, agilidad para decidir, libertad, ausencia de ataduras y esclavitudes. "He aprendido –afirmaba de sí San Pablo– a vivir en la pobreza, he aprendido a vivir en la abundancia, estoy acostumbrado a todo en todo lugar, a la hartura y a la escasez, a la riqueza y a la pobreza. Todo lo puedo en Aquél que me conforta". Así debe concretarse la actitud del cristiano: apoyarse siempre en Cristo y asumir desde Cristo y en Cristo todas las situaciones que la vida traiga consigo.
Ese texto de San Pablo pone de manifiesto que el núcleo de lo que predica y reclama el Evangelio no se limita a situaciones exteriores –ni a la carencia ni a la abundancia, por repetir las palabras paulinas–, sino a la actitud con que el alma y el corazón se sitúan ante los bienes. Con razón sintetizaba San Agustín: "Serás verdaderamente rico cuando no necesites de nada". No se debe olvidar, sin embargo, que el desasimiento que se demanda al cristiano, cualquiera que sea la situación en la que se encuentre, no se reduce –si quiere ser sincero– a una actitud etérea y vacía: ha de presentar siempre consecuencias prácticas. Entre esas manifestaciones destacaré dos que nunca deberían faltar en la conducta de un hijo de Dios consciente de este título. La primera es muy clara: la sobriedad, la vida austera, el control sobre sí mismo para evitar caprichos o comodidades superfluas. La segunda de esas exigencias se puede resumir con una palabra: generosidad, conciencia de que los bienes materiales que Dios coloca a nuestro alcance no sirven sólo para uno mismo, sino también para el servicio de los demás.
Los Hechos de los Apóstoles describen el tenor de vida de la primera comunidad cristiana con frases precisas: "Todos los creyentes estaban unidos y tenían todas las cosas en común. Vendían las posesiones y los bienes y los repartían entre todos, según las necesidades de cada uno". La institución de los siete diáconos –palabra que significa "servidores"- tenía como fin asegurar el servicio a los pobres. San Pablo, cuando la necesidad lo reclama, organiza colectas para que las comunidades se ayuden mutuamente. Presenta a los cristianos de Corinto el ejemplo de los de Macedonia, que, aun "en medio de una gran tribulación con que han sido probados, su rebosante gozo y su extrema pobreza se desbordaron en tesoros de generosidad"; y a continuación remite –con un texto que ya he citado– a un ejemplo más alto, el de Cristo mismo, "porque conocéis la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, que siendo rico, se hizo pobre por vosotros para que vosotros seáis ricos por su pobreza".
La tradición cristiana ha alabado y practicado siempre la limosna, la disposición de los bienes en beneficio de la penuria espiritual o material de otras personas, no sólo con lo superfluo, sino también con lo necesario: con aquellos medios cuya renuncia implica, en uno u otro grado, una disminución del propio nivel personal de vida. La historia de la Iglesia está llena de ecos del ejemplo que dio la primitiva comunidad de Jerusalén: personas singulares e instituciones, desde órdenes y congregaciones religiosas, hasta los recientes grupos de voluntariado, que, con sacrificio personal y entrega, atienden a pobres, refugiados, damnificados por desastres naturales, drogadictos, enfermos o ancianos en soledad... Su existencia constituye, sin duda alguna, una de las realidades más positivas de los tiempos pasados y de los presentes. Y es recordatorio de un espíritu, de una generosidad, que interpela a todos, también a quienes Dios no llama a recorrer esos caminos, sino otros. Poco cristianamente se conduciría, en efecto, quien se moviera con indiferencia ante la indigencia ajena y olvidara que Cristo le urge a esforzarse por remediarla o, al menos, por aliviarla.
Ya desde antiguo, los Padres de la Iglesia señalaron que quienes disponen de recursos materiales no deben poseerlos como dueños, sino como administradores, como un caudal que Dios les confía para que lo hagan rendir en servicio de la colectividad. Desde entonces, ese principio –con unas u otras palabras– ha sido constantemente recordado. El Concilio Vaticano II lo ha transmitido también en la Constitución Gaudium et spes, en uno de sus pasajes más significativos: "Dios ha destinado la tierra y cuanto ella contiene para uso de todos los hombres y pueblos. En consecuencia, los bienes creados deben llegar a todos en forma equitativa (...). Sean las que sean las formas de la propiedad (...), jamás debe perderse de vista este destino universal de los bienes. Por tanto, el hombre, al usarlos, no debe tener las cosas exteriores que legítimamente posee como exclusivamente suyas, sino también como comunes, en el sentido de que no le aprovechan a él solamente, sino también a los demás".
Uno de los grandes retos de la sociedad contemporánea se presenta en la justa repartición y en el correcto uso de los recursos naturales, tanto en el interior de cada país como en el conjunto del planeta. El espíritu de pobreza cristiana debe impulsar a los responsables de la economía –empresarios y gobernantes, financieros y sindicalistas– a asumir actitudes y conductas ejemplares en su actuación y en sus decisiones, mostrando que conciben los medios naturales y técnicos como realidad que debe gestionarse en beneficio de todos y que ha de ser transmitida con recto incremento a las generaciones posteriores; jamás como patrimonio blindado, susceptible de explotación egoísta.
En el pasaje de la carta a los Corintios con el que promueve una colecta para ayudar a los hermanos necesitados, San Pablo añade: "No lo digo como una orden, sino que mediante el desvelo por otros, quiero probar también la autenticidad de vuestra caridad". Ésa es –aquí como en todo– la raíz del actuar cristiano: el amor. Por eso, el espíritu cristiano de pobreza no se agota en gestos exteriores, ni en simples sentimientos de solidaridad: penetra en lo más profundo de la persona, para erradicar la avaricia, grande o pequeña, y agrandar el horizonte de la inteligencia y del corazón, de modo que el alma llegue a identificarse con el querer de Dios y aprenda de Él a amar con obras.
Por la misma razón, la experiencia de la pobreza material, de la indigencia, se transforma en escuela de desprendimiento para el alma. Cuando la pobreza se acoge con actitud de fe y de amor, cuando se abre a Dios, al carecer de lo necesario se toca la trascendencia y la capacidad de infinito que se encierra en el corazón humano. Por eso el pobre, la persona que sufre la miseria, el dolor y el sufrimiento, confiando en el Señor, constituye en signo visible de la presencia de Dios en la historia. Así lo ha entendido siempre la tradición cristiana, y de modo especial los santos: a la vez que se volcaban en atender al indigente y al desvalido, se confiaban a su oración.
No puedo por menos de recordar aquí al Beato Josemaría, a quien en más de una ocasión oí comentar que, en los años iniciales de su apostolado, para emprender la empresa que Dios le había desvelado, buscó la fuerza en los pobres y en los enfermos de las barriadas y hospitales de Madrid, a los que visitaba y atendía solícitamente en una labor sacerdotal que le ocupaba muchas horas diarias. De sus labios escuché también siempre una exhortación viva a atender generosamente al pobre y al enfermo, y a aprender de ellos.
Esforzándose por erradicar la pobreza material, al mismo tiempo que se respeta al menesteroso y se aprende a practicar la pobreza de espíritu, el cristiano afronta con hondura esta historia en la que nacemos y de la que somos protagonistas. El espíritu de desprendimiento, de generosidad, de preocupación –sentida y efectiva– por las necesidades de los demás, no se queda en una utopía, en una ilusión irrealizable. Está al alcance de todo el que abra su espíritu a la ayuda divina. Configura siempre una exigencia para el discípulo de Cristo y un reto para el hombre de hoy, en ocasiones escéptico ante los problemas crónicos de la humanidad. El ejemplo de Cristo sana ese escepticismo, y la gracia del Espíritu Santo confiere la fuerza para plasmar en obras el amor y la generosidad.
San Agustín, comentando esta respuesta de Jesús, escribe: "A César los impuestos, a Dios vosotros mismos". Y poco después añade: "Como busca César su imagen en la moneda, así Dios busca la suya en el hombre". Somos "moneda de Dios", personas que Dios ha creado a su imagen, y no hemos de permitir que nada ni nadie –ninguna fuerza, ningún poder humano– se adueñe de esta "moneda", en la que está grabado el cuño divino. Al devolver al César lo que es del César –al cumplir los propios deberes cívicos–, no debemos olvidar nunca que pertenecemos a Dios: menospreciar la dependencia de Dios, por servir o complacer a una autoridad terrena, equivaldría a contradecir la verdad más íntima de nuestro ser.
Con aquella afirmación, el Señor puso de manifiesto la dignidad de la persona en cuanto criatura e hijo de Dios, y cerró las puertas a cualquier absolutización en la sociedad temporal y a los totalitarismos políticos. A la vez, dejó constancia de que el hombre –y, en consecuencia, el cristiano– forma parte de una sociedad, con una función y con unas obligaciones que no puede ignorar; mejor, que debe asumir y cumplir con fidelidad y sin reticencias. "Dadle –escribe San Pablo– a cada uno lo que se le debe: a quien tributo, tributo; a quien impuestos, impuestos; a quien respeto, respeto; a quien honor, honor".
El cristiano no habita como un extraño en la tierra de los hombres. "Los cristianos –se lee un texto ya citado de la Epístola a Diogneto, uno de los primeros escritos de la cristiandad– no se distinguen de los demás hombres ni por su tierra, ni por su habla, ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades exclusivamente suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida aparte de los demás (...), sino que, habitando ciudades griegas o bárbaras, según la suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un tenor de peculiar conducta admirable y, por confesión de todos, sorprendente". Y el Beato Josemaría subrayaba: "En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios, cuyo amor empieza a entrever ya en esta etapa temporal, y en el que reconoce el fin al que estamos llamados todos los que vivimos en la tierra". "Es la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida –había dicho inmediatamente antes, en la misma homilía– la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana".
Vida social y virtud de la justicia
Entre las virtudes que contribuyen a configurar la sociedad, para que sea un ámbito adecuado a la dignidad y al valor de la criatura humana, destaca la justicia: constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo suyo, por usar la conocida definición de Ulpiano. Los tratadistas clásicos, dentro del ámbito de esta gran virtud, distinguieron entre la justicia conmutativa, que orienta las relaciones interindividuales; la distributiva, que afecta a la distribución de las cargas, funciones y beneficios sociales; y la general –a la que otros autores designan con el calificativo de legal–, que impulsa a cumplir las leyes que rigen el vivir colectivo y, en términos más amplios, a promover el bien común.
La tradición cristiana, sin rechazar estos conceptos y distinciones, los ha enriquecido con un planteamiento más trascendente de la justicia y el orden social. En el n. 12 de la Carta apostólica destinada a preparar el Gran Jubileo que estamos celebrando, la Tertio millennio adveniente, el Santo Padre recuerda la tradición de los años jubilares del antiguo Israel, tiempos dedicados especialmente a Dios y en los que, paralelamente, se preveía la emancipación de los que estaban privados de libertad, la redistribución de las tierras y el rescate de las deudas; es decir, la implantación de una equidad y una justicia que fueran reflejo del gozo que implica el saberse elegidos y amados por Dios. "En la tradición del año jubilar –añade el Papa al concluir el resumen de esas antiguas costumbres de Israel– encuentra una de sus raíces la doctrina social de la Iglesia", es decir, ese conjunto de principios y criterios que, como fruto de la Revelación y de la experiencia histórica, se han ido decantando en orden a facilitar la formación de la conciencia cristiana respecto al juego social limpio y claro.Estos principios y criterios son muy variados: por ejemplo, el amor preferencial por los pobres, con el fin de que accedan a niveles de vida dignos; el cumplimiento de las obligaciones asumidas en convenios o contratos; la protección de los derechos fundamentales exigidos por la dignidad humana; el uso justo de los propios bienes, de forma que redunden en beneficio no sólo personal sino común, en coherencia con el objetivo social que a la propiedad le corresponde; el pago de los impuestos; el desempeño adecuado y recto –con espíritu de servicio– de los cargos y funciones que se ejercen; la veracidad en conversaciones, procesos y juicios; la realización de la propia profesión y del propio oficio con competencia y dedicación; el respeto a la libertad de las conciencias; la universalización de la educación y la cultura; la atención a los minusválidos y a cuantos no gozan de las mismas oportunidades de desarrollo y trabajo que los demás... He ahí algunos, entre otros, de los empeños que entraña la realización de lo justo.
Desde una perspectiva negativa, se pueden señalar, entre las violaciones de la justicia, la apropiación indebida de los bienes ajenos; los salarios insuficientes tanto para el mantenimiento del propio trabajador, como para la debida atención a su familia; la discriminación laboral de la mujer; la corrupción administrativa o empresarial; la búsqueda exacerbada de beneficios; los planes urbanísticos que redundan en viviendas que casi imponen el control de la natalidad; la contratación de emigrantes en condiciones leoninas; las actitudes racistas o xenófobas; las campañas que violan la intimidad, el honor o el derecho a la información; las tecnologías que degradan el ambiente...
En ambas vertientes, se podrían alargar los elencos de acciones rectas o contrarias a la justicia. No parece necesario detenerse aquí, ya que esa virtud supone mucho más que una enumeración de casos y situaciones. Ciertamente, la referencia a hechos y problemas determinados resulta imprescindible, porque sólo hablando de lo concreto se percibe lo que reclama ese hábito del buen obrar en relación a los demás. Pero, sin excluir la consideración de los diversos supuestos, es necesario trascenderlos para descubrir el espíritu que la virtud de la justicia guarda y pide. Ese espíritu se condensa en la definición antes citada –la voluntad de dar a cada uno aquello que le corresponde– y encuentra su raíz en el reconocimiento de la dignidad del ser humano como persona y como hijo de Dios.
La justicia plasma un ideal humano que la fe cristiana hace suyo, al tiempo que lo ilumina desde su propia perspectiva. Esa luz específica fortalece la consideración del hombre como persona –como criatura dotada de dignidad natural– desde su condición de hijo de Dios. Para el cristiano, el prójimo no es sólo un semejante, ni un mero conciudadano o miembro de un mismo pueblo o de una misma raza, sino un auténtico hermano. Quien se sabe hijo de Dios, por tanto, se siente emplazado a elevar las obligaciones de justicia a deberes de fraternidad.
La justicia, esa disposición habitual a dar a cada uno lo suyo, sin perder nada de su fuerza, queda inmersa de este modo en el dinamismo de otra virtud más alta: la caridad, el amor. El Fundador del Opus Dei lo expresa con fuerza en una de sus homilías. Comenta, después de aludir a la obligación de dar a cada uno lo suyo, que no se debe olvidar que las cuestiones entre las personas no se quedan en meros "problemas aritméticos que se resuelven a base de sumas y de restas (...). Únicamente con la justicia no resolveréis nunca los grandes problemas de la humanidad. Cuando se hace justicia a secas, no os extrañéis si la gente se queda herida: pide mucho más la dignidad del hombre, que es hijo de Dios. La caridad ha de ir dentro y al lado, porque lo dulcifica todo, lo deifica: "Dios es amor" (...). Hemos de movernos siempre por Amor de Dios, que torna más fácil querer al prójimo, y purifica y eleva los amores terrenos".
Si acogemos a fondo el mensaje cristiano, nuestra actitud ante quienes nos rodean no se limitará a cuanto la ley reconoce y la naturaleza exige, sino que iremos mucho más allá, empeñándonos en entregar voluntariamente más de lo nuestro, en la medida en que los demás lo necesitan. El ideal cristiano eleva el punto de mira de la justicia por obra de la caridad: la caridad sería falsa si no estuviera basada en la justicia; pero a la vez la caridad –ejercicio del amor, del servicio desinteresado– completa y trasciende la justicia.
La política y sus implicaciones
Las relaciones de justicia presentan por su propia naturaleza una dimensión social que reclama una atención específica. Los hombres solemos referirnos a esa realidad con la expresión "vida política" o, más sencillamente, "la política", y a ella hemos de aludir ineludiblemente si queremos describir –aunque sea a grandes trazos– la intervención –la vocación– del cristiano en el seno de la sociedad civil.
En algunos ambientes, se habla de la política en forma despectiva, como si fuera un campo minado por la ambición, las traiciones y los enredos. En ocasiones, en esos mismos ambientes o en otros, se afirma que los cristianos no deberían intervenir en política o que, si deciden tomar parte, la lógica –no se sabe cuál– exige que prescindan de sus principios y coloquen sus creencias al margen de su actuación, ya que, de lo contrario, caerían en el fundamentalismo.
Esas consideraciones no responden a la verdad. La política es en sí una actividad noble. Se relaciona necesariamente con el hombre y con su destino, realidades que no son en modo alguno ajenas a la fe cristiana. Por otra parte, concebir la vida pública totalmente al margen de la fe –en términos más amplios, al margen de la religión y de Dios–, equivale a prescindir de una dimensión fundamental del ser humano y, en última instancia, a empequeñecer su dignidad. Pero, a la vez, significaría empequeñecer la actividad política: si no queremos que la sociedad civil se rija por unas reglas exclusivamente utilitarias y, por tanto, destructoras o discriminatorias de la persona, es preciso superar posibles prejuicios y reflexionar más atentamente sobre el problema.
Sin pretender agotar la cuestión, apuntaré que el mensaje de Jesucristo aporta tres consideraciones fundamentales en orden a la recta organización y funcionamiento de la vida política.
En primer lugar, la afirmación del primado de la persona, de la verdad del hombre, ser creado a imagen de Dios, a la vez histórico y trascendente, libre y de naturaleza social, llamado a establecer con los demás relaciones de servicio, de complementariedad y, más profundamente, de amistad y de amor. Este marcado acento en la persona, en su libertad, en su trascendencia, aleja el mensaje cristiano de los totalitarismos, que reducen el individuo a lo colectivo. Y lo separa también –porque la persona está constitutivamente llamada a la comunicación– de todo individualismo radical, de la visión de la sociedad como un simple agregado de individualidades meramente yuxtapuestas, donde la noción de bien común se difumina y desaparece, para ser sustituida por el puro choque y composición de intereses.
Deseo recordar también que Jesucristo proclamó que su Reino no es de este mundo. En otras palabras, no vino a fundar un imperio al que hubieran de someterse las naciones, ni a promover una institución, movimiento o partido socio-temporal al que debieran incorporarse sus discípulos. Cristo convoca a la conversión interior, a la fe, al encuentro con Dios Padre. Para eso, da vida a una familia de hijos de Dios, la Iglesia, que no tiene por misión organizar la vida social de los pueblos, sino hacer presente al propio Cristo a lo largo de la historia, anunciando su mensaje y comunicando su vida –la de Cristo– y, a la vez, respetando la personalidad propia de cada uno. Non eripit mortalia, qui regna dat cœlestia, canta uno de los himnos litúrgicos de la fiesta de Epifanía: "No destruye los reinos temporales, el que instaura el Reino de los cielos".
De ese acontecimiento central para la historia de la humanidad –la Encarnación del Hijo de Dios–, y del horizonte que nos ha hecho conocer, surgen luces que permiten que el hombre se mire de un modo nuevo a sí mismo y a la sociedad que le rodea. Para un auténtico discípulo de Jesucristo, los demás –los otros hombres y mujeres– jamás se reducirán a un número, un dato estadístico, un simple factor para gestionar empresas, vencer batallas o ganar elecciones; y menos aún los valorará sólo como rivales, enemigos o competidores. Los mirará –deberá mirarlos– como hermanos, porque todos somos hijos del mismo Dios Padre.
No olvidemos –y pienso que interesa detenerse en este punto– que la fe cristiana, que desvela el destino último de la persona y proclama su libertad, deja constancia a la vez del carácter histórico del proceder y progresar de la inteligencia humana. Concretamente, reconoce la necesidad de que el hombre –cada hombre y cada generación– vaya progresando poco a poco en el saber. Con la fe se otorga al cristiano una sabiduría fundamental sobre el ser, sobre el destino y sobre la vida, pero no un conocimiento acabado de toda la realidad temporal. Lo diré con una fórmula consagrada, por lo que se refiere a la política: el mensaje del Evangelio aporta luz respecto a las cuestiones básicas y a las realidades últimas, pero da no soluciones técnicas a los problemas. De su fe recibe el cristiano inspiración e impulso, pero no fórmulas concretas confeccionadas para intervenir en el campo político y social. A cada uno le corresponde, por tanto, la responsabilidad de considerar y decidir respecto a los modos concretos de actuar, sin ignorar o adulterar el contenido de la fe.
El Beato Josemaría lo explica con detalle en una de sus homilías: "Un hombre sabedor de que el mundo –y no sólo el templo– es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando –con plena libertad– sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida. Pero a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas".
Nadie debería ignorar que la dignidad de la persona pide estructuras políticas y jurídicas que, sin discriminación alguna, permitan la libre y efectiva participación de los ciudadanos: tanto en la elaboración de los fundamentos jurídicos de la comunidad política, como en la gestión de los asuntos públicos y en la elección y control de los gobernantes. Las autoridades que, en cada época y con una u otra configuración, gobiernan a los pueblos, encuentran su fundamento en la legitimidad de los procedimientos por los que han sido designadas y en el efectivo servicio que prestan al bien de la sociedad y al de cada persona.
El cristiano, como cualquier otro ciudadano, está obligado a cumplir las leyes, salvo en aquellos casos –de ordinario, excepcionales– en los que la propia conciencia le mueva a la objeción o a la desobediencia civil ante una ley que considera injusta, arrostrando, con la serenidad de su rectitud ante Dios y ante los hombres, las consecuencias que de ahí puedan derivarse. Pero no se limita a un cumplimiento pasivo de la legalidad, después de considerar –como desde fuera– su conformidad con la ley moral. Al contrario, se siente urgido a participar activamente, en la consciente de su propia responsabilidad como protagonista del vivir social. "La participación –puede leerse en el Catecismo de la Iglesia Católica– es el compromiso voluntario y generoso de la persona en los intercambios sociales. Es necesario que todos participen, cada uno según el lugar que ocupa y el papel que desempeña, en promover el bien común. Este deber es inherente a la dignidad de la persona humana".
Los modos y las vías para esa participación en la actividad pública son muy variados, en función de las circunstancias históricas, sociales y políticas de cada país. Baste pensar, por ejemplo, en la muy diversa implantación y efectividad de las asociaciones ciudadanas, organizaciones familiares o vecinales, sindicatos de trabajadores, confederaciones de empresarios o de artesanos, colegios profesionales, etc. Así como, desde otra perspectiva, en la multiplicación de los medios de comunicación –decisivos en la vida social y política contemporánea– que dan voz a la opinión pública, a la vez que contribuyen a su formación. Y, como resulta obvio, el cristiano no elude el ejercicio del derecho al voto en elecciones y consultas populares.
Habrá cristianos con aptitudes para el ejercicio de la política, en el sentido más restringido de la palabra; es decir, para la participación directa en las instituciones legislativas o gubernativas, o bien en las estructuras que concurren a la formación y al funcionamiento de esas instituciones. En la mayoría de los Estados contemporáneos, esta actividad se desarrolla a través de los partidos políticos, con programas de gobierno que son sometidos periódicamente a los ciudadanos. En ese proceso puede y debe intervenir el cristiano, y de hecho intervendrá con frecuencia. En todo caso, participará con espíritu de cooperación y de diálogo, consciente de que puede –como todo hombre– aprender de los demás. Y, siempre, procediendo en coherencia con la propia fe; hasta llegar el caso extremo –si no ha podido evitarlo con un trabajo tenaz– de pronunciarse por un no a una colaboración, o de renunciar a un cargo, antes que prestarse a participar en algo que podría escandalizar, por ser radicalmente opuesto a las convicciones doctrinales o morales que se esperan de un seguidor de Jesucristo.
En todo momento, el cristiano actuará evitando actitudes intolerantes y destempladas, y con la conciencia profunda del valor de la propia fe y, por tanto, del servicio real que presta a la sociedad al actuar de modo coherente con sus creencias. Expresémoslo con un texto, ya clásico, del Concilio Vaticano II: "El misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado (...). Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación". Actuar según Cristo es actuar en servicio del hombre: de todo hombre y de todo el hombre.
Experiencias históricas muy recientes ponen de manifiesto las violencias y las crisis a las que conducen planteamientos e ideologías que, desconociendo o negando la apertura del ser humano a la trascendencia y a Dios, debilitan la dignidad de la persona y, en la práctica, terminan por negarla. No se puede olvidar tampoco el influjo positivo que, en la superación de sistemas opresores, han demostrado el sacrificio y la acción decidida –heroica hasta el martirio– de personas creyentes que se tomaron plenamente en serio la responsabilidad que les incumbía respecto a la comunidad política.
Para nadie, cristiano o no, debe resultar indiferente la vida colectiva, en sus variadas y a veces complejas manifestaciones. El hombre y la mujer de fe son conscientes, además, del servicio que prestan a sus conciudadanos cuando se esfuerzan por pensar y actuar de acuerdo con sus convicciones, pues contribuyen así a fortalecer la dignidad de la persona humana, que se fundamenta en última instancia –señalémoslo una vez más– en su apertura a Dios y en la llamada a la comunión con Él.
Unos meses más tarde, la noche de la Navidad se desarrolla en un desbordarse de gozo, porque el Cielo se une a la tierra, porque Dios sale al encuentro de los hombres. "Vengo a anunciaros –proclama el Ángel– una gran alegría, que lo será para todo el pueblo; hoy os ha nacido en la ciudad de David el Salvador, que es el Cristo, el Señor". La noticia anunciada por el Ángel se presenta tan extraordinaria, tan realmente "buena nueva", que puede aplicársele la expresión que, en otro contexto, recoge el Evangelio: aunque las personas callasen, gritarían las piedras. Se realizaban las promesas de Dios, se veían más que colmados los anhelos del pueblo escogido –que necesitaba y esperaba impaciente al Mesías– y los deseos profundos de la humanidad entera.
Cumplida la vida de Jesús, realizada ya nuestra liberación del pecado con su muerte redentora y abiertas las puertas del Cielo con su Resurrección, el Espíritu Santo difunde por todo el mundo, a partir del día de Pentecostés, ese gozo divino. No es difícil seguir, a través de las páginas de los Hechos de los Apóstoles, el rastro de esa irradiación de alegría y contento. La primitiva comunidad cristiana se caracteriza por su "alegría y sencillez de corazón". "Gran alegría" estalla entre los samaritanos cuando se les anuncia el Evangelio. Se nos refiere en otro pasaje la felicidad del etíope que se encuentra con el diácono Felipe y que, de su mano, recibe el Bautismo. Y también la del carcelero que custodiaba a San Pablo en una de sus prisiones y que fue bautizado, con toda su familia, a raíz de la milagrosa liberación del Apóstol.
La alegría, don cristiano
El anuncio del Evangelio va siempre acompañado por el alborozo. Los Hechos de los Apóstoles y, con ese libro, el conjunto de los escritos del Nuevo Testamento, ponen de manifiesto que de la proclamación del amor divino –que se hace visible en la tierra con la Encarnación del Verbo–, y de la fe que acepta esa proclamación y fundamenta en ella la vida, brota espontánea y directamente la alegría. Se trata de una alegría honda, llena de contenido, profundamente cimentada en el alma, que por eso mismo se resiste a ser apagada. Ese júbilo explica que los Apóstoles pudieran salir, después del interrogatorio al que habían sido sometidos en el Sanedrín, "gozosos (...) porque habían sido dignos de ser ultrajados a causa del Nombre"; y motiva también que San Pablo sobreabundara de idéntica alegría incluso en la tribulación, como refiere en su segunda carta a los Corintios.
El dolor, físico o moral, no destierra el gozo y la paz de un corazón cristiano, ya que el júbilo sereno y la tranquilidad del discípulo de Cristo nacen de la unión con el Señor. La felicidad –ya en la tierra– se encuadra en el Evangelio, en ese anuncio del amor de Dios que constituye su misma esencia. Aparece, y aparecerá siempre, como señal clara de vida cristiana, porque –como enseña San Pablo– expresa uno de los frutos causados en el alma por la presencia del Espíritu Santo que, al vencer el egoísmo y la soberbia, lleva a vivir en Dios y según Dios. Por eso Pascal podía sostener que nadie es tan dichoso como un verdadero cristiano; y Paul Claudel, yendo más lejos, afirmaba que el cristiano es la única criatura alegre, porque su fe jamás le decepciona.
"Renueva tu alegría santa porque, frente al hombre que se desintegra sin Cristo, se alza el hombre que ha resucitado con Él". Estas palabras del Beato Josemaría muestran que el hombre, sin el conocimiento del amor de Dios que culmina en Cristo, pierde la unidad de su persona y el sentido de la orientación; su satisfacción queda encadenada a momentos de éxito o de placer, necesariamente perecederos, y, en consecuencia, su dicha se configura inestable y, en más de una ocasión, fingida. En cambio, el hombre que se apoya en Cristo, que se fundamenta en la verdad de su Resurrección y de su gracia, está en condiciones de alcanzar la unidad de vida y afrontar todos los momentos y situaciones de su existencia con la alegría y la paz que nacen del reconocimiento del amor paternal de Dios.
Pero el punto de Forja que acabo de citar puede ser también objeto de otra lectura, si lo relacionamos con la invitación –que nos dirige San Pablo– a "abandonar la antigua conducta del hombre viejo, que se corrompe conforme a su concupiscencia seductora, para renovaros en el espíritu de vuestra mente y revestiros del hombre nuevo, que ha sido creado conforme a Dios en justicia y santidad verdaderas". El hombre que se desintegra es el hombre viejo, el hombre centrado en sí mismo que habita dentro de cada uno de nosotros. En cambio, el hombre que se crece es el hombre nuevo, el hombre que se constituyó en el Bautismo y se desarrolla con la fe y el amor. Con el crecer de ese hombre nuevo, crece también la alegría.
El gozo cristiano no guarda relación con los falsos contentos o las engañosas y momentáneas satisfacciones del pecado, o con una superficial tranquilidad de conciencia. No depende de la sensibilidad –no se identifica con "la alegría fisiológica del animal sano", de la que habla el Beato Josemaría en Camino–, ni de los vaivenes de la afectividad, ni de los caprichos de la fortuna. Encierra algo mucho más íntimo y perdurable, fruto del crecer del hombre cristiano, del hombre nuevo que, por decirlo con las palabras citadas de San Pablo, "ha sido creado conforme a Dios en justicia y santidad verdaderas".
Puede ayudar a profundizar en este punto, y por tanto a precisar la naturaleza de la alegría cristiana, el recurso a Santo Tomás de Aquino, que –siguiendo a Aristóteles– define el placer como el movimiento de agrado que una criatura experimenta ante el bien para el que está hecha. Dando un paso más, Santo Tomás distingue entre placer y gozo o alegría, reservando estos últimos vocablos para el alborozo propio de los seres racionales y en referencia, por consiguiente, al bien que la razón percibe y que, de un modo o de otro, aprueba.
Esas consideraciones se sitúan en el contexto de lo pasional, espontáneo o instintivo en el hombre. El placer o el gozo, vistos así, se quedan más en una experiencia, en un hecho, que en un acto virtuoso. La perspectiva se eleva cuando Santo Tomás, atrevido y lógico, considera lo específico del vivir cristiano; concretamente, las virtudes teologales, y en especial la caridad. Se pregunta qué relación hay entre caridad y alegría, y también si el gozo es virtud. Su respuesta es que la alegría cristiana tiene todo el contenido de la virtud, porque desarrolla un "cierto acto y efecto de la caridad", es decir, del amor a Dios que Él mismo, mediante el envío del Espíritu Santo, hace nacer en nosotros.
La dicha del cristiano no surge del exterior del sujeto, ni de su situación anímica, sino de la fe y de la caridad. No vemos a Dios, pero, en la fe, conocemos la infinitud de su amor; y de ese conocimiento brota la alegría, si de verdad creemos, si nuestra fe se despliega en oración. Se trata de una fe que –por la acción del Espíritu Santo– lleva a reconocer la mano amorosa de Dios en todas y cada una de las circunstancias de la vida –aunque a veces nos disgusten y no las entendamos–, y a corresponder con el propio amor al Amor divino. Esta alegría cristiana presupone –como elemento básico– la liberación de la incertidumbre y del pecado, que la Redención nos ha conseguido; se alimenta de la firmeza en la fe, y se manifiesta en un recio sentido de la filiación divina, que logra que nuestra intimidad se muestre siempre en rendida armonía con Dios.
Sembradores de paz y alegría
El cristiano no sólo está alegre con la alegría de Dios, sino que la transmite a los demás. El Beato Josemaría Escrivá de Balaguer lo sintetizó en una frase a la que acudía con frecuencia: sembradores de paz y de alegría. "Eso fueron los primeros cristianos –escribió en Es Cristo que pasa–, y eso hemos de ser los cristianos de hoy: sembradores de paz y de alegría, de la paz y de la alegría que Jesús nos ha traído".
El Beato Josemaría utilizó la palabra "sembradores" al lanzar ese mensaje, como para remarcar que la alegría es algo de lo que, ciertamente, puede hablarse, pero que se difunde sobre todo por contagio, con las obras, con el ejemplo de la propia vida, que es como se trasmiten las actitudes profundas. Para sembrar paz y alegría es necesario que la paz y la alegría reinen antes en el propio corazón.
"Alegraos siempre en el Señor: os lo repito, alegraos". En este texto del apóstol Pablo, se nos presenta un requerimiento a conducirnos en constante actitud de gozo sereno y profundo; como un imperativo que impulsa a confiar plenamente en el Señor de modo que, aunque no falten dificultades, problemas, sufrimientos, dolor, nada ni nadie destruya la paz del alma. Porque, como escribe el Beato Josemaría en Camino: "Si salen las cosas bien, alegrémonos, bendiciendo a Dios que pone el incremento. -¿Salen mal? –Alegrémonos, bendiciendo a Dios que nos hace participar de su dulce Cruz". Palabras que prolongan la recomendación del salmista: "Descarga en el Señor tus preocupaciones, que Él te sustentará".
Tampoco la experiencia de la miseria espiritual se opone a la alegría; en un hijo de Dios, esa realidad evidente no conduce al desánimo, sino a un dolor que, unido a la confianza en la misericordia divina, fomenta la contrición e impulsa a reanudar el propio camino con vigor nuevo. "Pásmate ante la bondad de Dios –leemos en un punto de Forja–, porque Cristo quiere vivir en ti.. también cuando percibes todo el peso de la pobre miseria, de esta pobre carne, de esta vileza, de este pobre barro. –Sí, también entonces, ten presente esa llamada de Dios: Jesucristo, que es Dios, que es Hombre, me entiende y me atiende porque es mi Hermano y mi Amigo".
Vivir de veras en Cristo y, en Cristo, para Dios, nos impulsa poderosamente a identificarnos con nuestro prójimo, sintiendo como muy propio todo lo suyo, y otorga tal apertura de corazón que permitió afirmar a Santa Teresa de Lisieux: "Desde que nunca me busco, llevo la vida más dichosa que se pueda encontrar". Y al Beato Josemaría: "Darse sinceramente a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría".
Hay un punto en el que, paradójicamente, el crecimiento en la fe y en el amor provocan en el alma cristiana una cierta tristeza: el espectáculo del mal, y especialmente del pecado. Por la caridad nos conmueve el dolor ajeno, y las ofensas a Dios nos afectan y duelen profundamente. Quien vive de amor puede apropiarse las palabras de San Pablo a los Romanos, cuando contemplaba que muchos de su tiempo no reconocían a Jesús como el Mesías: "Siento una pena muy grande y un continuo dolor en mi corazón". El amor se expresa así en una tristeza, que no agobia ni paraliza el alma; ese pesar santo desemboca en una oración confiada e insistente a Dios, poniendo en sus manos misericordiosas y paternas los afanes del corazón.
A decir verdad, no existe más que un verdadero enemigo de la alegría: el pecado, el propio pecado, y especialmente el pecado contra la fe que, por destruir el amor y la confianza en Dios, dejan al hombre solo consigo mismo.
El hombre y la mujer de fe, en cuyos corazones se halla afincado el amor de Dios, están capacitados para conocer o experimentar la enfermedad y el cansancio, la contradicción, la dificultad y la zozobra, ya que todo eso forma parte de la historicidad de la condición humana. Pero, en todo momento, se apoyarán en Dios y, con su ayuda, descubrirán en esas contrariedades la alegría: una alegría profunda, compatible con la pervivencia del dolor –en ocasiones, con lágrimas–, pero gozo auténtico; una alegría que colma el alma de paz y que, aun sin pretenderlo, se esparce a su alrededor.
En la noche del Jueves Santo, Jesucristo, después de urgir a sus Apóstoles a permanecer siempre unidos a Él, como los sarmientos a la vid, añadió: "Os he dicho esto para que mi alegría esté en vosotros y vuestra alegría sea completa". Jesús quiere que gustemos a fondo de su alegría más íntima. Esa participación se convertirá en posesión plena, el día en que –si hemos recorrido nuestro camino en la tierra con fe, esperanza y caridad– podamos escuchar la exclamación con que el Maestro nos acogerá en el Reino de los cielos: "Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, Yo te confiaré lo mucho; entra en la alegría de tu Señor". Ésa es la meta: el gozo de Dios; una felicidad inmensa, demasiado grande como para que ahora –cuando avanzamos en el claroscuro de la fe, y no en la plenitud de la visión– la perciban nuestros ojos, la comprenda nuestra inteligencia o la experimente nuestra sensibilidad. Pero una felicidad de la que podemos participar si nuestra fe es recia, auténtica. Como enseña la carta a los Hebreos, "la fe es fundamento de las cosas que se esperan, prueba de las que no se ven"; en otras palabras, la anticipación de los bienes eternos.
En las letanías lauretanas se canta a la Virgen como "Causa de nuestra alegría". Le corresponde este título por muchas razones: porque por Ella vino a la tierra Jesús, esperanza y amor nuestro; porque contemplándola, pensando en Ella, entendemos algo más de la hondura, la plenitud y la delicadeza del amor de Dios; porque Ella misma, como Madre de Dios y Madre nuestra, cuida de cada uno. Por eso, pienso que se impone cerrar estas consideraciones sobre la alegría evocando precisamente la figura amabilísima y la intercesión poderosa de Santa María.