(Sermón sobre el Bautismo, 1-5).
Comprended, queridísimos hijos, en qué muerte se halla el hombre antes de recibir el Bautismo. Ciertamente no ignoráis la antigua historia del retorno de Adán a su origen terreno, ni la condenación que lo sujetó a la ley de una muerte eterna. Desde entonces, todos sus descendientes, sometidos a la misma ley, han estado sujetos a esta muerte que ha reinado sobre todo el género humano desde Adán hasta Moisés. Mas bajo Moisés, fue elegido un solo pueblo, descendiente de Abraham. Se le pidió que fuera capaz de observar la ley de justicia. Entretanto, nosotros [los gentiles] estábamos retenidos en la cárcel del pecado para ser presa de aquella muerte. Estábamos destinados a alimentarnos de bellotas y a guardar piaras, es decir, a cumplir actos inmundos bajo el influjo de los ángeles malos. Bajo su imperio no nos era permitido practicar la justicia, y ni siquiera conocerla. La naturaleza misma de las cosas imponía la sumisión a tales señores. ¿Cómo hemos sido liberados de este poder tiránico y de esta muerte? ¡Escuchadlo!.
Como ya os he contado, Adán, después de pecar, fue entregado a la muerte por el Señor, que le dijo: eres polvo y al polvo has de volver (Gn 2, 19). Esta condena se transmitía a todo el género humano. Todos, en efecto, han pecado en razón de las exigencias de la naturaleza misma, según la palabra del Apóstol: así como por un solo hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte. asé también la muerte se propagó en todos los hombres porque todos han pecado (Rm 5, 12). Era el reino del pecado lo que nos arrastraba hacia la muerte, como a cautivos cargados de cadenas hacia una muerte sin fin. Mas antes del tiempo de la Ley nadie tenía conciencia de este pecado, como lo dice el Apóstol. Antes de la promulgación de la Ley, el mundo ignoraba el pecado, en el sentido de que el pecado no aparecía a sus ojos. Pero el pecado revivió con la llegada de la Ley (cfr. Rm 5, 13; Rm 7, 9). Fue desvelada su existencia y por consiguiente se hizo visible: pero esta intervención de la Ley fue vana, pues casi nadie la observaba. La Ley decía: no cometerás adulterio, no matarás, no codiciarás; sin embargo, la concupiscencia permanecía, con todos sus vicios. Antes de la Ley, el pecado mataba con una espada escondida; desde la Ley, el pecado fue sacado a plena luz. ¿Qué esperanza, pues, restaba al hombre? Sin la Ley, el hombre perecía porque ignoraba su pecado. Bajo el régimen de la Ley, perecía por caer conscientemente en el pecado. ¿Quién ha podido liberarlo entonces de la muerte? Escuchad al Apóstol: ¡desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? Y añade: la gracia, por Jesucristo Nuestro Señor (Rm 7, 24-25).
¿Y qué es la gracia? Es la remisión del pecado. Es, por lo tanto, un don. Cristo vino a rescatar al hombre y lo ha devuelto a Dios, purificado, inocente, libre de la prisión del pecado. He aquí, dice Isaías, que la virgen concebirá y dará a luz un hijo que llamará Emmanuel. Se alimentará de leche y miel hasta que sepa desechar el mal y elegir el bien (Is 7, 14-15). A propósito de este hijo, el mismo Isaías añade más adelante: jamás cometió pecado ni profirió mentira su boca (Is 53, 9). Poderoso por esta inocencia, Cristo emprendió la restauración de nuestra dignidad, precisamente en una carne de pecado.
Pronto el demonio, padre del pecado de desobediencia, que antes habla engañado al primer hombre, se impacientó, se agitó y tembló. Era menester vencerlo abrogando la ley del pecado, la única que había permitido al demonio someter al hombre. El diablo se arma para combatir al Inocente. Ante todo, recurre a la misma argucia con la que derribó a Adán en el Paraíso: insinúa a Cristo una cuestión de prestigio, como solícito de su autoridad celestial: si eres el Hijo de Dios, le dice, di que estas piedras se conviertan en panes (Mt 4, 3). El tentador esperaba que Jesús se plegaria a esta invitación, para desvelar su naturaleza divina. El demonio no se detuvo allí. Le sugiere precipitarse desde lo alto, asegurándole que los ángeles, encargados por el Padre de llevarle sobre sus alas, lo recogerán con sus manos, para que su pie no choque con ninguna piedra. Así el Señor podría comprobar si en verdad se referían a Él tales providencias dispuestas por el Padre, a las que el tentador le insta a acogerse. La Serpiente, rechazada de nuevo, hace ya ademán de ceder y le promete los mismos reinos de la tierra que en otro tiempo había arrebatado al primer hombre... Pero en todos estos combates, el enemigo es derribado, subyugado por la fuerza de lo alto, como dice el Profeta dirigiéndose al Señor: Tú acallarás a enemigos y rebeldes y contemplaré tu cielo, la obra de tus manos (Sal 8, 3-4).
El demonio se había visto obligado a ceder, pero no se consideró derrotado. Recurriendo a sus habituales artimañas, sobornó a escribas, fariseos y a toda la ralea de sus cómplices impíos, excitándolos a la cólera. Después de haber empleado diversos métodos y actitudes hipócritas, con el fin de engañar, al modo de la serpiente, a cuantos seguían al Señor, se confirmó el fracaso de sus tentativas. Al final, atacaron de frente, como salteadores, infligiendo a Cristo los crueles tormentos de la Pasión. Esperaban así que, vencido por la humillación o el dolor, se permitiera alguna actitud o palabra injusta; así el Mesías habría perdido al hombre [la naturaleza humana] que llevaba en sí, y habría abandonado su alma a los infiernos. Sus enemigos no tenían más que un deseo: poderlo contar como pecador: el aguijón de la muerte -dice el Apóstol- es el pecado (1Co 15, 56). Cristo resistió, como Aquél que jamás cometió pecado alguno y en cuya boca no se encontró engaño (1P 2, 22), según hemos dicho, lo cual se verificó incluso cuando le conducían al suplicio. Allí estuvo su victoria: en ser condenado a pesar de su inocencia. En efecto, el demonio había recibido plenos poderes sobre los pecadores, y reivindicaba el mismo poder sobre el Justo. Ésa fue su derrota: arrogarse en relación al Justo unos derechos que la Ley divina no le reconocía. De ahí la palabra del profeta al Señor: Tú eres justo cuando das sentencia. Y sin reproche cuando castigas (Sal 51, 6).
Según las palabras del Apóstol, Él ha despojado a los principados y potestades, y los ha dado en espectáculo ante la faz del mundo. arrastrándolos en su cortejo triunfal (Col 2, 15). He aquí por qué Dios no ha abandonado su alma en el sepulcro, ni ha dejado que su Santo conozca la corrupción (Sal 16, 10). Así es como, pisoteando el aguijón de la muerte, resucitó al tercer día en su carne, para reconciliarla con Dios y devolverla a la eternidad, después de la derrota y destrucción del pecado.
Pero si sólo Él ha vencido, ¿cuál fue el provecho para los demás? Escuchad brevemente. El pecado de Adán se había transmitido a toda la raza humana: por un solo hombre entró el pecado en el mundo, dice el Apóstol, y por el pecado la muerte; así la muerte se propagó a todos los hombres (Rm 5, 12). La justicia de Cristo se extiende así también necesariamente a toda la raza humana. Si Adán, por su pecado, ha causado la perdición de toda su descendencia, Cristo, por su justicia, ha dado vida a toda su raza. El Apóstol insiste en esto: como por la desobediencia de un solo hombre muchos fueron constituidos pecadores, así por la obediencia de uno solo, muchos serán constituidos justos. Del mismo modo que el pecado reinó para dar la muerte, así también la gracia reinará en virtud de la justicia para dar la vida eterna por Jesucristo Nuestro Señor (Rm 5, 19-21)