En la era digital de la "high-technology" en la que vivimos, también nosotros los cardenales con más de ochenta años hemos debido familiarizarnos con los ordenadores, los motores de búsqueda, las conferencias en "streaming", etc. Por esto, pido disculpas si en mi intervención me permito adoptar la técnica de gestión de datos llamada "global vision", haciendo uso de la aplicación "Google Earth" en su dimensión no espacial, sino temporal. Así, mediante el dispositivo de desplazamiento del "zoom", procuraré pasar de una visión global del tema expresado en los dos términos "Mons. del Portillo" y "Vaticano II", a tres visiones particulares y temporales concretas acerca del influjo del Siervo de Dios (próximo beato) en el Concilio Vaticano II, antes, durante y después de la celebración del mismo Concilio.
Obviamente presentaré sobre todo el trabajo de Mons. del Portillo durante la celebración del Concilio, como secretario de una de las diez comisiones de padres conciliares, aquella a la que fue confiada uno de los temas más difíciles desde el punto de vista teológico y disciplinar: la vida y el ministerio de los sacerdotes en la Iglesia y en el mundo. Pero antes situaré el "zoom" sobre algún aspecto del influjo que Mons. del Portillo había tenido en la futura temática y en los futuros protagonistas del Concilio.
Viví con don Álvaro durante 41 años, hasta su muerte el 23 de marzo de 1994. Le conocí en Roma, en la sede central del Opus Dei en octubre de 1953, siete años después de su llegada desde España en febrero de 1946. Durante los estudios de licencia en Derecho Canónico en la Universidad de Santo Tomás (entonces Angelicum), comencé a darme cuenta del afecto y del prestigio que entre los profesores de aquel Ateneo Pontificio y entre no pocos prelados de la Curia Romana, gozaba aquel sacerdote de 38 años, procurador general del Opus Dei, ya conocido canonista –particularmente experto en cuestiones relativas a la espiritualidad y el apostolado laical– que había hecho precedentemente en España los estudios superiores en filosofía e ingeniería civil y ejercitado esta profesión.
Muchos de ellos sabían que don Álvaro colaboraba en estrecho y continuo contacto con el fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá de Balaguer, en la difícil tarea de lograr que el peculiar carisma y la realidad social de esta nueva y muy original empresa apostólica encontrase una adecuada solución jurídica en el derecho de la Iglesia. Algunos habían leído artículos de don Álvaro en varias revistas eclesiásticas, o le habían oído hablar acerca de las características, más bien nuevas y sorprendentes, de una vocación laical a la santidad y al apostolado, es decir, al diálogo filial con Dios y a la difusión del Evangelio en medio del trabajo profesional y de las otras realidades seculares de la vida ordinaria del cristiano.
Desde 1955 don Álvaro había comenzado a trabajar como consultor en dicasterios de la Santa Sede, donde eran muy apreciados no solamente la doctrina sino también el carácter amable, humilde y cordial de don Álvaro. Pondré solo un ejemplo. El 16 de abril de 1960, en una conversación con el cardenal Pietro Ciriaci, prefecto de la Congregación que se ocupaba de la disciplina del clero y del pueblo cristiano, me dijo que estimaba mucho a don Álvaro y que por eso, un año antes, cuando comenzaron los primeros trabajos preparatorios del Vaticano II –anunciado por Juan XXIII el 25 de enero de 1959– lo había nombrado presidente de una especial Comisión de estudio sobre el laicado católico, que había sido constituida en el seno del mencionado dicasterio. He querido referirme a este episodio porque fue en estos años y en estos trabajos preparatorios del Vaticano II, cuando don Álvaro tuvo ocasión de conocer y tratar a no pocas personas –obispos y cardenales, teólogos y canonistas– que tuvieron después una participación decisiva en la elaboración de proyectos para documentos conciliares referidos, entre otras, a lo que ha sido una enseñanza central del Concilio Vaticano II: la doctrina sobre el laicado y sobre la llamada universal a la santidad y al apostolado.
El carácter sencillo y afable de don Álvaro, la profundidad y al mismo tiempo la humildad de su pensamiento y la extrema delicadeza en sus juicios, permitían comprender bien su gran capacidad de ganarse la simpatía y la amistad de las personas: desde aquellas de los ambientes de la Curia, como los monseñores Domenico Tardini, futuro secretario de estado, y Giovanni Battista Montini, futuro arzobispo de Milán y después Papa Pablo VI, o también los cardenales Ciriaci, Marella, Antoniutti y Baggio, hasta notables teólogos y canonistas que progresivamente se incorporaron a los trabajos del Concilio. De estos últimos, que fueron tantos, quisiera citar solamente a algunos que manifestaron, en más ocasiones, particular interés por conocer, a través de don Álvaro, la persona y las enseñanzas del fundador del Opus Dei. Entre los personajes protagonistas del Vaticano II, recuerdo sobre todo a los cardenales Frings, Doepfner, Ottaviani, Koenig y Marty; también Mons. Pericle Felici, secretario general del Concilio, futuro cardenal presidente de la Pontificia Comisión para la Revisión del Código de Derecho canónico; Mons. Carlo Colombo, decano de la Facultad de Teología de Milán, perito conciliar y teólogo personal de Pablo VI; Mons. Willy Onclin, decano de la Facultad de Derecho canónico de la Universidad de Lovaina y perito de cuatro comisiones conciliares; el Padre Yves Congar, O.P., perito teólogo en más comisiones y futuro cardenal; Mons. Jorge Medina, perito conciliar y futuro cardenal prefecto de la Congregación para el Culto Divino; Mons. Karol Wojtyla, futuro cardenal arzobispo de Cracovia y san Juan Pablo II; Mons. Joseph Ratzinger, futuro cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y Papa Benedicto XVI.
A propósito de Benedicto XVI, nuestro querido Papa emérito, permitidme un breve recuerdo reciente. Fui a visitarle algunos días atrás en su retiro en el monasterio de los jardines vaticanos. Sabía ya sobre la próxima beatificación de don Álvaro y me dijo: "¡Qué bueno! Le he tenido como colaborador durante años, cuando era consultor en la Congregación para la Doctrina de la Fe: ¡qué buen ejemplo para todos nosotros!".
Pero el tiempo corre. Por ello debo deslizar el zoom hasta el inicio del Concilio y, concretamente, sobre el enorme trabajo de don Álvaro como secretario de una de las más difíciles comisiones del Vaticano II. El indicador se detiene sobre una fecha precisa, el 4 de noviembre de 1962. Ese día Mons. del Portillo recibió una carta del Card. Pietro Ciriaci, Presidente de la Comisión De disciplina cleri et populi christiani del Concilio Vaticano II, en la cual le comunicaba que había sido elegido secretario de dicha comisión. Cuatro días después, el 8 de noviembre, don Álvaro recibió la carta de nombramiento.
San Josemaría Escrivá manifestó, a cuantos estaban presentes ese día en la sede del Consejo General del Opus Dei, su satisfacción por la gran estima que, con dicho nombramiento, la Santa Sede había demostrado a don Álvaro. Dijo, además, que había aconsejado a don Álvaro que aceptara –por amor a la Iglesia y en filial obediencia al Papa– el oneroso compromiso de trabajo que se le pedía, y que le había dado este consejo con la fundada esperanza de que él pudiese continuar desempeñando, aunque con continuos esfuerzos y sacrificios, también las tareas de secretario general del Opus Dei. Y así sucedió, efectivamente, durante los tres largos años de la gran asamblea conciliar.
Pero, más allá de esta realidad de un doble compromiso de trabajo, Mons. del Portillo debió enfrentar de inmediato, con esa serenidad que todos admiraban en él, una particular dificultad, digamos existencial y metodológica, en el encargo recibido de la Santa Sede. Una dificultad de la que solo la atenta consideración de la historia del Vaticano II permite darse cuenta suficientemente. Me refiero en concreto al evidente abismo que existía entre los contenidos, más bien escasos, de los esquemas preparatorios confiados a la Comisión "Sobre la disciplina del clero" –en cuyo trabajo de estudio también yo fui invitado a colaborar– y la amplitud, en cambio, de las cuestiones doctrinales y disciplinares que comenzaban a surgir acerca de la identidad y la imagen eclesial del presbítero, y las exigencias y características específicas de su vida y de su ministerio.
De hecho, en las reuniones que tuvieron lugar entre el 21 y el 29 de enero de 1963, la Comisión Coordinadora de los trabajos del Concilio estableció que debía reducirse a 17 el número de los esquemas de constituciones y de decretos que debían presentarse en el aula, por parte de las diversas comisiones conciliares. Consecuentemente, a la Comisión para la Disciplina del Clero le fue encargado preparar un único esquema de decreto, comprendiendo solo tres argumentos: la espiritualidad sacerdotal, la ciencia pastoral y el recto uso de los bienes eclesiásticos. De hecho, la misma Comisión de Coordinación decidió, un año después, que el esquema anterior fuera reducido drásticamente a los puntos esenciales, para ser presentado, no en forma de un verdadero decreto, sino de pocas y breves Propositiones.
No hay duda de que estas decisiones de los organismos directivos del Concilio obedecían a criterios selectivos y metodológicos de orden general, que tendían a dar prioridad de desarrollo a temas considerados de importancia primaria, como la renovada reflexión teológica sobre la Iglesia, las directrices para la reforma litúrgica, la doctrina sobre el episcopado y su sacramentalidad, el apostolado de los laicos o el movimiento ecuménico. Sin embargo, los 30 miembros de la Comisión De disciplina cleri (2 cardenales, 15 arzobispos y 13 obispos) y los 40 peritos (teólogos y canonistas de 17 nacionalidades) estaban de acuerdo en considerar –don Álvaro estaba muy familiarizado y lo hacía notar con su habitual fortaleza amable– que, precisamente por el desarrollo doctrinal y normativo sobre el episcopado y sobre el laicado, se hacía aún más necesaria una paralela profundización teológica y disciplinar sobre el presbiterado. De lo contrario, habría permanecido incompleta la misma teología de comunión que estaba en la base de los trabajos conciliares, y habrían defraudado a los más de medio millón de presbíteros que eran y son, en todo el mundo, colaboradores de los obispos e inmediatos pastores de los fieles laicos.
No obstante, la Comisión De disciplina cleri, en respuesta a las directivas recibidas, preparó de mala gana –la expresión puede parecer fuerte, pero más tarde se demostraría comprensible– las breves y por esto necesariamente pobres e insuficientes proposiciones De vita et ministerio sacerdotali, que fueron debatidas en la asamblea conciliar los días 13, 14 y 15 de octubre de 1964. De la discusión y votación en el aula, y de las muchas propuestas de enmienda recibidas, emergió claramente –como don Álvaro preveía y así me lo había dicho antes– que era deseo de los padres del Concilio que el tema del sacerdocio ministerial de los presbíteros fuese tratado, no en forma de breves proposiciones, sino a través de un verdadero y propio decreto conciliar, de suficiente amplitud y contenido.
Recuerdo bien que Mons. del Portillo, cual diligente y paciente secretario de la comisión, acogió este deseo de la asamblea conciliar no solo con espíritu de obediente disponibilidad, sino también con viva alegría y satisfacción. Tanto es así que él mismo sugirió al relator del esquema, el entonces arzobispo de Reims Mons. François Marty –años después cardenal arzobispo de París– dirigir de inmediato una carta a los cardenales moderadores del Concilio, a través del secretario general, Mons. Pericle Felici, solicitando la autorización necesaria para que nuestra comisión pudiese rehacer y desarrollar el esquema en la forma deseada por la asamblea, es decir, como un verdadero decreto conciliar.
La carta, en latín (Prot. N. 730/64, del 20 de octubre de 1964), obtuvo siete días después la esperada respuesta del secretario general del Concilio: "He tenido cuidado –decía Mons. Felici– de exponer a la consideración de los eminentísimos cardenales moderadores la carta de vuestra excelencia. En la sesión del pasado 22, los eminentísimos moderadores, accediendo a las razones presentadas por vuestra excelencia, han expresado el parecer de que la comisión reelabore el texto del esquema De vita et ministerio sacerdotali como es indicado por vuestra excelencia…" (Carta de la Secretaría General del Concilio, Prot. N. LC/758, del 27 de octubre de 1964).
«Omnia tempus habent» (Si 3, 1) todas las cosas tienen su tiempo. Finalmente había llegado el momento en que el Concilio Ecuménico Vaticano II, consciente de que la deseada renovación de la Iglesia y de su misión evangelizadora dependía, en gran parte, del ministerio de los presbíteros (cfr. Decr. Prebyterorum Ordinis, proemio y n. 1; Decr. Optatam totius, 2), podía dedicarles un documento suficientemente amplio, con todas las aclaraciones doctrinales, y normas pastorales y disciplinares que fueran necesarias, con una referencia específica a las circunstancias culturales y sociológicas del mundo contemporáneo.
Recuerdo que don Álvaro convocó inmediatamente, y puso a trabajar, a las diversas subcomisiones de miembros y de peritos en que estaba articulada la comisión, y fue preparado en tiempo "récord" el proyecto del nuevo esquema. La comisión plenaria, siempre bajo la dirección de Mons. del Portillo a quien el presidente, el Card. Pietro Ciriaci, de salud delicada, había confiado esta tarea, examinó las varias partes del nuevo esquema en las reuniones plenarias tenidas –puedo decir que eran sesiones verdaderamente interminables– los días 29 de octubre y 5, 9 y 12 de noviembre de 1964. La gracia del Espíritu Santo, invocado con confianza al inicio de cada sesión de trabajo, hizo posible que el proyecto de decreto De ministerio et vita Presbyterorum fuese preparado, impreso y distribuido a toda la asamblea conciliar ocho días después, el 20 de noviembre de 1964, esto es, en la vigilia de la conclusión de la tercera sesión del Concilio. El secretario general del Concilio quedó verdadera y felizmente sorprendido, casi exclamaba: "milagro".
Este texto, completado después en algunos puntos con oportunas añadiduras, fue discutido y aprobado por la asamblea ("in aula", como solía decirse) durante la cuarta y última sesión del Concilio, en octubre de 1965 y fue votado de manera definitiva con el siguiente resultado: votantes: 2394 padres conciliares; placet: 2390; non placet: 4. El Santo Padre Pablo VI, en sesión pública del entero Concilio, promulgó solemnemente el decreto Presbyterorum Ordinis, de Presbyterorum ministerio et vita el 7 de diciembre de 1965.
Fueron días, semanas, meses de intensísimo trabajo, de gran tensión moral y psicológica, de lucha contra el tiempo, de estrés; pero en el alma y en el rostro de Mons. del Portillo había siempre serenidad. Parecía decir aquello que estaba escrito en la base de un hermoso reloj solar que siempre me ha gustado comparar con don Álvaro: Horas non numero nisi serenas (indico solamente las horas serenas), tiempo sereno (con sol en el cielo), animo tranquilo (con paz en el alma).
Estoy seguro de que a todos vosotros, en particular a aquellos que han tenido la fortuna de conocer y tratar a don Álvaro, os gustará escuchar el contenido de una carta que el Card. Pietro Ciriaci le escribió una semana después, el 14 de diciembre de 1965. Solo leeré algún fragmento:
«Rvdmo. y querido don Álvaro:
Con la aprobación definitiva del 7 de diciembre pasado se ha cerrado, gracias a Dios, felizmente, el gran trabajo de nuestra comisión, que de esta manera ha podido conducir a puerto el decreto, no último por importancia de los decretos y constituciones conciliares". Después de haber recordado con alegría la "votación casi plebiscitaria del texto", el Excmo. presidente añadía: "Sé bien cuánto en todo esto ha tenido parte vuestro trabajo sabio, tenaz y gentil, que, sin faltar el respeto a la libertad de opinión de los otros, no ha dejado de seguir una línea de fidelidad a aquellos que son los grandes principios orientadores de la espiritualidad sacerdotal. Al informar al Santo Padre no dejaré de señalar todo esto. Mientras tanto quiero hacerle llegar, con un caluroso aplauso, mi más sincero agradecimiento».
No me encontraba presente cuando don Álvaro leyó esta carta. Pero estoy seguro de que debió comentar, ya que era usual en él dar a Dios toda alabanza o agradecimiento personal: ¡Sean dadas las gracias al Señor! Deo Gratias!
Llegados a este punto, parece necesario hacerse una pregunta sugerida por una frase de la carta del Card. Ciriaci: ¿cuáles han sido estos "grandes principios orientadores" que guiaron a don Álvaro, a la comisión conciliar y a todos los padres del Concilio, al definir los elementos esenciales de la identidad teológica y de la misión apostólica de los presbíteros? Diría que estos "grandes principios orientadores" están impregnados, en primer lugar, por el doble compromiso de fidelidad a la tradición y de una renovación real que ha inspirado todo el Concilio Vaticano II.
De hecho, situando el sacerdocio ministerial de los presbíteros y su triple función docente, santificadora y de gobierno en el corazón de la misión salvífica de la Iglesia, el decreto Presbyterorum Ordinis ha enmarcado el sacerdocio desde el punto de vista original y profundo de la participación del presbítero en la consagración y en la misión de Cristo, Cabeza y Pastor. De esta manera surge una visión del ministerio sacerdotal esencialmente sacramental y profundamente dinámica, como explicó con exquisita claridad Mons. del Portillo en una declaración de 1966:
«A lo largo de los debates conciliares en torno al decreto sobre los presbíteros se habían manifestado dos posiciones que, consideradas separadamente, podían parecer opuestas y aun contradictorias entre sí: se insistía, por una parte, en el aspecto de la evangelización, en el anuncio del mensaje de Cristo a todos los hombres; por otra, se ponía el acento sobre el culto y adoración de Dios como fin al que todo debe tender en el ministerio y en la vida de los presbíteros. Se hacía necesario un esfuerzo de síntesis, de conciliación, y la comisión puso todo su empeño en armonizar esas dos concepciones, que no eran opuestas ni, por tanto, se excluían mutuamente. Estas dos diversas posiciones doctrinales sobre el sacerdocio alcanzan, en efecto, pleno relieve y significado cuando se integran dentro de una síntesis total, que haga ver cómo esos dos aspectos son facetas absolutamente inseparables entre sí, que se complementan y se dan mutuo resalte: el ministerio en favor de los hombres solo se entiende como servicio prestado a Dios y, a su vez, la gloria de Dios exige que el presbítero sienta ansia de unir a su alabanza la de todos los hombres […]. Se presenta, por tanto, una perspectiva dinámica del ministerio sacerdotal que, anunciando el Evangelio, engendra la fe en los que aún no creen para que, perteneciendo al Pueblo de Dios, unan su sacrificio al de Cristo, formando un solo Cuerpo con Él»1.
En este contexto, el sacerdote es un miembro del Pueblo de Dios, elegido entre los otros con una particular llamada divina (consagración) y enviado (misión) a desempeñar funciones específicas al servicio del Pueblo de Dios y de toda la humanidad. Un hombre elegido, un hombre consagrado, un hombre enviado. Estas son indudablemente, en su unidad e inseparabilidad, las tres características fundamentales de la imagen del presbítero, como don Álvaro procuró glosar en sus textos, especialmente en el libro Escritos sobre el sacerdocio, traducido y publicado en casi todas las lenguas modernas. Veamos brevemente estas características del ministro de Cristo, también porque ahora, cincuenta años después del Concilio, son a menudo subrayadas por el Papa Francisco.
¿Elegido por quién? ¿Elegido por la comunidad cristiana, como algunos querrían? ¿Elegido tal vez por sí mismo, como si tuviera un derecho personal absoluto a ser sacerdote? Parecía inútil y descabellado hacer preguntas como estas. Sin embargo, existían durante la celebración del Concilio, y continúan existiendo ahora, diferentes posturas ideológicas según las cuales, con argumentos diversos pero siempre reductivos de la naturaleza del sacerdocio, se discute el magisterio de la Iglesia. Pero en la doctrina conciliar está claro que la vocación del presbítero es absolutamente inseparable de su consagración y de su misión. Aquél que lo elige es también quien lo consagra y lo envía: es decir, el mismo Cristo, a través de los apóstoles y de sus sucesores, los obispos.
He aquí cómo esta realidad divina es sancionada por el decreto Presbyterorum Ordinis: «Mas el mismo Señor, para que los fieles se fundieran en un solo cuerpo, en el que "no todos los miembros tienen la misma función" (Rm 12, 4), entre ellos constituyó a algunos ministros que, ostentando la potestad sagrada en la sociedad de los fieles, tuvieran el poder sagrado del Orden, para ofrecer el sacrificio y perdonar los pecados, y desempeñar públicamente, en nombre de Cristo, la función sacerdotal en favor de los hombres»2.
Al subrayar de esta manera la institución divina del sacerdocio, se pone el acento en la vocación divina del presbítero. Él, por tanto, no es un delegado de la comunidad delante de Dios, ni es un funcionario o un empleado de Dios frente al Pueblo. Es un hombre elegido por Dios entre los hombres para realizar, en nombre de Cristo, el misterio de la salvación. La noción de vocación divina –amaba recordar don Álvaro– es esencial para contrarrestar ciertas concepciones democratistas, por desgracia presentes en algunos ambientes eclesiales, y también para que nosotros, sacerdotes, no olvidemos nunca la elección de amor que Cristo ha realizado en nuestras vidas. Ha recordado el Papa Francisco: «Llamados por Dios. Creo que es importante reavivar siempre en nosotros este hecho, que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos: ‘No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes’, dice Jesús (Jn 15, 16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra llamada»3. «Convertirse en sacerdote no es ante todo una elección nuestra, más bien es la respuesta a una llamada y a una llamada divina»4.
Si bien elegidos por Dios para desempeñar de forma oficial, en nombre de Cristo, la función sacerdotal, está claro que los presbíteros son algo más que simples titulares de un oficio público y sagrado, ejercitado al servicio de la comunidad de los fieles. El Presbiterado, escribe Mons. del Portillo, «es, fundamentalmente y antes que cualquier otra cosa, una configuración, una transformación sacramental y misteriosa de la persona del hombre-sacerdote en la persona del mismo Cristo, único Mediador»5. Estoy seguro que en todo su trabajo como secretario de la comisión, tenía siempre presente la enseñanza sobre el sacerdocio de un sacerdote santo todavía en vida en aquel tiempo, Mons. Escrivá. Éste había dicho en una homilía en 1960 refiriéndose al Sacrificio Eucarístico: «La Misa –insisto– es acción divina, trinitaria, no humana. El sacerdote que celebra sirve al designio del Señor, prestando su cuerpo y su voz; pero no obra en nombre propio, sino in persona et in nomine Christi, en la Persona, y en nombre de Cristo» 6.
Presbyterorum Ordinis –teniendo presente el notable desarrollo que había alcanzado en otros documentos del Concilio la doctrina sobre el episcopado y sobre el sacerdocio común de los fieles– ha querido resaltar la especial consagración sacramental de los presbíteros, que les hace partícipes del mismo sacerdocio de Cristo, Cabeza de la Iglesia. Y así lo ha hecho, mostrando contemporáneamente el vínculo del ministerio presbiteral con la plenitud sacerdotal y la misión pastoral de los obispos de los cuales son colaboradores, y distinguiéndolo también del sacerdocio común de todos los bautizados. «Enviados los apóstoles, como Él había sido enviado por el Padre –se lee en el n. 2 del decreto–, Cristo hizo partícipes de su consagración y de su misión, por medio de los mismos apóstoles, a los sucesores de éstos, los obispos, cuya función ministerial fue confiada a los presbíteros, en grado subordinado, con el fin de que, constituidos en el Orden del presbiterado, fueran cooperadores del Orden episcopal, para el puntual cumplimiento de la misión apostólica que Cristo les confió».
Agere in persona Christi Capitis, actuar en la persona de Cristo, permite expresar exactamente la esencia de la condición ministerial como capacidad de participar, a través de la recepción del sacramento del Orden, en las acciones propias de Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia. El fundamento de tal participación es la potestad recibida, mientras que su finalidad es hacer presente aquí y ahora, mediante acciones específicas (ministerium verbi et sacramentorum), la salvación como vida de la Iglesia y, en la Iglesia, del mundo. Se observa por tanto en esta fórmula, la sacramentalidad de las acciones específicas del ministerio ordenado respecto a la vida de la Iglesia.
A esta sacramentalidad hace plena referencia la figura ministerial del presbítero, que «a la vez que está en la Iglesia, se encuentra también ante ella»7. De hecho, como repetía san Juan Pablo II: «Por su misma naturaleza y misión sacramental, el sacerdote aparece, en la estructura de la Iglesia, como signo de la prioridad absoluta y de la gratuidad de la gracia, que en la Iglesia es donada por Cristo resucitado. Por medio del sacerdocio ministerial la Iglesia toma consciencia, en la fe, de no ser por sí misma, sino por la gracia de Cristo en el Espíritu Santo. Los apóstoles y sus sucesores, como titulares de una autoridad que les viene dada de Cristo Cabeza y Pastor, están puestos con su ministerio frente a la Iglesia como prolongación visible y signo sacramental de Cristo en su mismo estar frente a la Iglesia y el mundo, como origen permanente y siempre nuevo de la salvación»`8. Nosotros sacerdotes, presbíteros y obispos, somos signos sacramentales de Cristo entre los hombres, tanto más cuanto más sinceramente podemos decir con san Pablo: «Vivo, pero ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20). Por ello el Papa Francisco ha dicho a los sacerdotes: "Este vivir en Cristo en realidad marca todo aquello que somos y hacemos. Y esta vida en Cristo es precisamente lo que garantiza nuestra eficacia apostólica […]. No es la creatividad pastoral, no son los encuentros y las planificaciones los que aseguran los frutos, sino el ser fieles a Jesús, que dice con insistencia: Permaneced en mí y yo en vosotros"9.
Los presbíteros del Nuevo Testamento, enseña el decreto en el que tanto trabajó don Álvaro, «son tomados de entre los hombres y constituidos en favor de los mismos en las cosas que miran a Dios»10. El presbítero es un hombre llamado y consagrado para ser enviado a todos los hombres, en servicio de la acción salvífica de la Iglesia, como pastor y ministro del Señor. El Vaticano II ha querido recordar y reafirmar la dimensión cultual y ritual del sacerdocio, sujetándose a la tradición del Concilio de Trento, pero ha querido, al mismo tiempo, subrayar con fuerza su dimensión misionera: no como dos momentos distintos, sino como dos aspectos simultáneos de la misma exigencia de evangelizar.
Partiendo de la referencia normativa de la existencia sacerdotal de Cristo y de los apóstoles, el decreto ha hablado con fuerza de la necesaria presencia evangelizadora de los presbíteros entre los hombres: «moran con los demás hombres como con hermanos. Así también el Señor Jesús, Hijo de Dios, hombre enviado a los hombres por el Padre, vivió entre nosotros y quiso asemejarse en todo a sus hermanos, fuera del pecado»11. El sacerdote debe estar siempre presente y operativo –como ministro de Cristo– en la vida de los hombres, y no lo sería si su actividad estuviera limitada a las funciones rituales, o si por casualidad esperase que fuesen los demás quienes vinieran a romper su aislamiento.
Al mismo tiempo, Presbyterorum Ordinis ha proclamado, con una admirable energía espiritual, una enseñanza que no temo en definir fundamental, también para huir de todo peligro de desacralización de la imagen del sacerdote o de reducción temporal, social o filantrópica, de su ministerio. Y esto sin ningún distanciamiento del mundo, o sin ninguna pérdida de la humanidad. De hecho el decreto señala: «Los presbíteros del Nuevo Testamento, por su vocación y por su ordenación, son segregados en cierta manera en el seno del Pueblo de Dios, no de forma que se separen de él, ni de hombre alguno, sino a fin de que se consagren totalmente a la obra para la que el Señor los llama. No podrían ser ministros de Cristo si no fueran testigos y dispensadores de otra vida distinta de la terrena, pero tampoco podrían servir a los hombres, si permanecieran extraños a su vida y a su condición. Su mismo ministerio les exige de una forma especial que no se conformen a este mundo; pero, al mismo tiempo, requiere que vivan en este mundo entre los hombres»12.
La presencia del sacerdote secular en el mundo estará siempre caracterizada por este aspecto dialéctico que es inherente a la naturaleza de su misión. «Porque tal misión –ha explicado magistralmente Mons. del Portillo– solo podrá llevarse a cabo si el sacerdote –consagrado por el Espíritu– sabe estar entre los hombres (pro hominibus constitutus) y, al mismo tiempo, separado de ellos (ex hominibus assumptus): cf. Hb 5, 1; si vive con los hombres, si comprende sus problemas, apreciará sus valores, pero al mismo tiempo en nombre de otra cosa, dará testimonio y enseñará otros valores, otros horizontes del alma, otra esperanza»13. Es así que los presbíteros llegarán incluso a resolver un problema que a veces se exagera o es tergiversado –hoy, como en tiempos del Concilio– sobre el plano sociológico. Me refiero a su válida inserción en la vida social de la comunidad civil, en la vida ordinaria de los hombres. De hecho, hoy más que nunca, los laicos –el intelectual, el obrero, el empleado– quieren ver en el sacerdote un amigo, un hombre de trato sencillo y cordial (un hombre, se dice, al alcance de la mano), que sepa entender bien y estimar las nobles realidades humanas. Pero al mismo tiempo, quieren ver en él un testigo de las cosas futuras, de lo sacro, de la vida eterna; en otras palabras, un hombre capaz de percibir y de enseñarles, con fraterna solicitud, la dimensión sobrenatural de su existencia, el destino divino de sus vidas, las razones trascendentales de su sed de felicidad: en una palabra, un hombre de Dios14. Ese hombre capaz de abrir su corazón a la ternura de Dios, como repite el Papa Francisco: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»15.
Permitidme una última consideración acerca de una verdad que veíamos constantemente trasparentar en las intervenciones de don Álvaro. Los tres rasgos teológicos esenciales anteriormente expuestos sobre la imagen del sacerdote (su vocación divina, su consagración sacramental y su misión evangelizadora) resultan bien entendidos, integrados y diría que envueltos por una profunda exigencia de orden ascético: la santidad personal, a través de la espiritualidad específica del sacerdote secular. ¡Con cuánto compromiso concreto, que no le hacía ahorrar sacrificios, y con cuánto amor por el sacerdocio, aprendido directamente de san Josemaría Escrivá, Mons. del Portillo dirigió los trabajos de este III capítulo del decreto!
Hubo días, no pocos, en los que la jornada laboral de don Álvaro, y con él la de sus más cercanos colaboradores en la comisión, terminaba después de la media noche. A esas horas intempestivas, cerradas todas las oficinas de los dicasterios de la Santa Sede, se debía reunir en una de las residencias de los Padres y peritos conciliares (San Tommaso di Villanova, en la calle Romania), para ultimar la preparación de las propuestas de los textos del Decreto, o también las responsiones ad modos (las respuestas de la comisión a las correcciones propuestas por los Padres) que debían ser presentadas la mañana siguiente a la Comisión plenaria y enviadas en un mismo día a la Tipografía Vaticana. Recuerdo bien la gran estima y sobre todo el cordial afecto que, a pesar del incansable ritmo de trabajo, manifestaban hacia Mons. del Portillo todos sus colaboradores cercanos.
Si tenemos en cuenta que lo que subyace a todo el Concilio es promover una renovación en la Iglesia, capaz de empujarla hacia una más eficaz evangelización del mundo, es oportuno hacer notar que en estas páginas dedicadas a la santidad sacerdotal vibra con particular vigor el mismo compromiso y espíritu. Escuchemos aún: «Este Sagrado Concilio, para conseguir sus propósitos pastorales de renovación interna de la Iglesia, de difusión del Evangelio en todo el mundo y de diálogo con el mundo actual, exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, usando los medios oportunos recomendados por la Iglesia, aspiren siempre hacia una santidad cada vez mayor, con la que de día en día se conviertan en ministros más aptos para el servicio de todo el Pueblo de Dios»16.
De esto se deriva que, desde el inicio, se destacara un aspecto esencial: el sacerdote está llamado a alcanzar la santidad a través del ejercicio de las propias funciones ministeriales, que no solo le exigen este compromiso de perfección, sino que lo estimulan y perfeccionan17.
Desempeñando el propio ministerio según el ejemplo de Cristo, cuyo alimento era hacer la voluntad del Padre, el presbítero alcanza la unidad de vida –expresión particularmente querida por don Álvaro por ser a menudo recurrente en las enseñanzas de san Josemaría Escrivá–, esto es, la deseada unión y armonía entre su vida interior y las obligaciones, tantas veces dispersivas, que se derivan del propio ministerio pastoral. La referencia a la unidad de vida de los sacerdotes y a su fundamento, que consiste en el unirse «a Cristo en el conocimiento de la voluntad del Padre y en la entrega de sí mismos por el rebaño que se les ha confiado»18, es uno de los elementos más significativos de la doctrina ascética del decreto.
Sin embargo, el presbítero no podrá realmente vivir esta unidad de vida y no manifestará verdaderamente la caridad pastoral de Cristo en su ministerio, si no es un hombre de Eucaristía y de oración, un alma esencialmente eucarística y contemplativa. Se advierte, en efecto, en Presbyterorum Ordinis para evitar equívocos sociológicos o simplemente emotivos, que «Esta caridad pastoral fluye sobre todo del Sacrificio Eucarístico, que se manifiesta por ello como centro y raíz –centrum et radix– de toda la vida del presbítero, de suerte que lo que se efectúa en el altar lo procure reproducir en sí el alma del sacerdote. Esto no puede conseguirse si los mismos sacerdotes no penetran cada vez más íntimamente, por la oración, en el misterio de Cristo»19. Con su encantadora sencillez, el Papa Francisco ha glosado así esta realidad mística: «Si vamos a Jesús, si buscamos al Señor en la oración, seremos buenos sacerdotes, aunque seamos pecadores. Si en cambio nos alejamos de Jesucristo, tendremos que compensar esa relación con otras actitudes mundanas, idólatras, y nos hacemos devotos del dios Narciso […]. El sacerdote que adora a Jesucristo, el sacerdote que habla de Jesucristo, el sacerdote que busca a Jesucristo y que se deja buscar por Jesucristo: este es el centro de nuestra vida. Si no hay esto, lo perdemos todo. ¿Entonces qué daremos a la gente?»20.
Hemos acudido al decreto Presbyterorum Ordinis para buscar en sus páginas la imagen del sacerdote que el Concilio Vaticano II ha dejado y que don Álvaro ha ilustrado en sus escritos, pero sobre todo con la ejemplaridad de su trabajo y de su vida sacerdotal. Ahora podemos formular una pregunta que el mismo Mons. del Portillo se hacía a veces –recuerdo bien algunas conversaciones suyas– en la noche de su vida, casi en el umbral del tercer milenio: esta imagen, estos parámetros doctrinales y disciplinares, esta identidad propia del sacerdote católico, ¿cómo se insertan en el gran desafío que las circunstancias del mundo actual y el impulso del Papa Francisco presentan a la Iglesia y, en primer lugar, a los ministros de Cristo?
Podemos hacer una primera constatación. Desde el Concilio Vaticano II hasta hoy han pasado cincuenta años de vida vivida y sufrida en la Iglesia, años de reflexión teológica, no siempre equilibrada y serena; de renovado empeño pastoral, no siempre sin contrastes y dificultades. Y sin embargo la doctrina del decreto sobre el ministerio y vida de los presbíteros no solamente no se ha oscurecido, sino que más bien se ha impuesto con creciente vigor. Esto tiene una explicación: el Concilio Vaticano II surgió en la Iglesia con una vocación de renovación y de evangelización. Y es cierto que, a distancia de medio siglo de su conclusión, son fácilmente destacables los signos crecientes del influjo positivo de su dinamismo espiritual y pastoral.
El espíritu conciliar de renovación ha impregnado en estos años, bajo la guía providencial de grandes papas que se han sucedido en la sede de Pedro, la vida litúrgica, la normativa canónica, la enseñanza catequética. La Iglesia ha renovado verdaderamente su doctrina, su legislación y su vida de acuerdo con el Vaticano II, y está en condiciones de realizar su misión apostólica según el nivel que los tiempos exigen. Además, está comprometida desde hace años, bajo el vigoroso impulso de san Juan Pablo II, de Benedicto XVI y ahora del Papa Francisco, en una empresa de nueva evangelización, que "exige de los sacerdotes que sean radical e integralmente inmersos en el misterio de Cristo y capaces de realizar un nuevo estilo pastoral"21, siempre bajo el signo de la fidelidad a su vocación, consagración y misión, es decir, a los contenidos del decreto Presbyterorum Ordinis.
La nueva evangelización, que debe manifestar con vigor la centralidad de Cristo en el cosmos y en la historia, no solo tiene una dimensión ascendente –Cristo como cumplimiento de todos los anhelos del hombre– sino, y sobre todo, una mediación descendente: «En Jesucristo Dios no solo habla al hombre, sino que lo busca. La Encarnación del Hijo de Dios testimonia que Dios busca al hombre»22. Palabras de san Juan Pablo II que también al Papa Francisco le gusta repetir.
Cristo, único Mediador, está presente en el sacerdote para hacer que toda la Iglesia, Pueblo sacerdotal de Dios, pueda dar al Padre el culto espiritual que todos los bautizados están llamados a ofrecer. ¿Cómo podrá haber ofrenda aceptable al Padre si aquello que ofrecen los fieles –el trabajo, las alegrías y las dificultades de la vida familiar y social, la misma vida– no fuera ofrecido en la Santa Misa, en unión con el Cuerpo y la Sangre de su Hijo, única víctima propiciatoria?
Cristo, Único y Eterno Sacerdote, está presente en el misterio de los sacerdotes, para recordar a todos que su pasión, muerte y resurrección no constituyen un evento que deba ser circunscrito o relegado al pasado, a la Palestina de hace 2000 años, sino una realidad salvífica, siempre actual, hecha continuamente operativa por el milagro de amor de la Eucaristía, centro y raíz de la vida de la Iglesia.
Cristo, por su divinidad unigénito del Padre y por su humanidad primogénito de todas las criaturas, está presente en el sacerdote para anunciar al mundo su Palabra con autoridad, educar a todos en la fe y formar con los sacramentos la nueva humanidad, el Cuerpo místico del Señor, en espera de su venida en la última hora de la historia.
Cristo, Cordero de Dios que quita los pecados del mundo, está presente en el sacerdote, para enseñar a los hombres que la reconciliación del alma con Dios no puede ser ordinariamente obra de un monólogo; que el hombre pecador, para ser perdonado, tiene necesidad del hombre-sacerdote, ministro y signo en el sacramento de la Penitencia de la radical necesidad que la humanidad caída ha adquirido del Hombre-Dios, único Justo y Justificador.
En una palabra, Cristo está presente en el sacerdote, para proclamar y dar testimonio al mundo de que Él es el Príncipe de la paz, la Luz de las almas, el Amor que perdona y reconcilia, el Alimento de la vida eterna, la Única Verdad por sí misma, el Alfa y el Omega del universo. Y que, por eso, ninguna realidad verdaderamente humana, ningún proceso humano de perfección o de desarrollo, puede ser concebido al margen de la nueva creación realizada por su encarnación y su sacrificio.
He aquí nuestra razón de ser de todos los sacerdotes, las "credenciales de nuestra identidad", que debemos presentar con más valor y claridad ante los hombres cuanto más desvergonzada sea la presión del agnosticismo religioso y del permisivismo moral. San Juan Pablo II ha dicho: «La Iglesia del nuevo Adviento, la Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida del Señor, debe ser la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia. Solo bajo ese aspecto espiritual de su vitalidad y de su actividad, es esta la Iglesia de la misión divina, la Iglesia in statu missionis»23. Esta Iglesia, en permanente estado de misión, de evangelización, es la misma que salva y hace auténtica la felicidad del hombre.
Ha escrito el Papa Francisco: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada"24. Frente a esta realidad, la voluntad salvífica de Cristo (tarea de la Iglesia y en primer lugar de los ministros sagrados) ofrece a los corazones humanos esa alegría que el mundo no da y ni siquiera puede quitar: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría»25.
La promulgación del decreto sobre la vida y el ministerio de los sacerdotes coincide prácticamente con el fin del Concilio Vaticano II y, en consecuencia, del encargo de Mons. del Portillo en los trabajos conciliares. Debería, por eso, concluir también aquí esta conferencia. ¡Esto sería ciertamente un alivio para vuestra paciencia! Pero no sería justo con don Álvaro, porque su influencia en el Concilio se prolongó notablemente en los años sucesivos y se prolonga todavía entre nosotros, en esta Universidad. Podemos verlo de inmediato deslizando ahora el "zoom" de nuestro discurso sobre la siguiente afirmación solemne del Vaticano II: «Conociendo muy bien el Santo Concilio que la anhelada renovación de toda la Iglesia depende en gran parte del ministerio de los sacerdotes, animado por el espíritu de Cristo, proclama la grandísima importancia de la formación sacerdotal»26.
Pienso que el Papa Pablo VI, promulgador de los decretos del Concilio y buen conocedor de Mons. del Portillo, se habrá alegrado en el Cielo viendo con qué exquisita sensibilidad don Álvaro acogía este deseo del Concilio, por otra parte ya presente en la mente y en la oración de san Josemaría. De hecho, el 9 de enero de 1985 fue erigido, promovido por el entonces prelado del Opus Dei, Mons. del Portillo, el Centro Superior de Estudios Eclesiásticos en el cual hoy nos encontramos. Desde entonces, millares de sacerdotes de todo el mundo se han formado en esta Universidad Pontificia de la Santa Cruz, en estrecha comunión con el sucesor del Apóstol Pedro, al servicio del renovado anuncio del Evangelio propugnado por el Concilio Vaticano II.
Permitidme concluir con otro brevísimo recuerdo de Mons. del Portillo. El Señor, en su infinita bondad, dispuso que este pastor ejemplar en el servicio a la Iglesia e hijo fidelísimo del fundador del Opus Dei, pudiese celebrar la última Misa de su vida en Jerusalén, en el Cenáculo, en el mismo santo lugar donde Jesús había instituido, en la última Cena, la Eucaristía y el Sacerdocio. Era el 22 de marzo de 1994. Pocas horas después, de vuelta a Roma, con la sonrisa afable de siempre, entregó su alma al Señor el alba del día sucesivo, 23 de marzo. San Juan Pablo II que fue a orar frente al cuerpo, quedó maravillado al conocer estas circunstancias realmente conmovedoras de la última Misa y del dies natalis de don Álvaro. El Señor había querido coronar su vida, tantas veces marcada por la Cruz, con esta caricia: ¡bien merecida!
*El autor es presidente emérito del Pontificio Consejo para los Textos Legislativos y de la Comisión Disciplinar de la Curia Romana. El texto es la traducción castellana de la conferencia Mons. Álvaro del Portillo e il Concilio Vaticano II, pronunciada el 13 de marzo de 2014 en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz, y después publicada en: PABLO GEFAELL (ed.), Vir fidelis multum laudabitur, EDUSC, Roma 2014, pp. 83-102.