La primera edición de Escritos sobre el sacerdocio apareció en 1970: es decir, poco antes de la celebración de la II Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos, que iba a dedicar buena parte de sus trabajos a estudiar el sacerdocio ministerial Esta sexta edición se publica recién clausurada otra asamblea sinodal la octava, convocada por Juan Pablo II para tratar sobre la formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales.
Por lo que atañe a la figura de los presbíteros, las circunstancias actuales no son exactamente las mismas que hace veinte años. Por aquellas fechas, reciente todavía la clausura del Concilio Vaticano II, muchos cuestionaban encendidamente la misión y la identidad del sacerdote. Lo más grave era que las discusiones no quedaban circunscritas al ámbito académico, sino que afectaban de modo dramático a la vida de bastantes presbíteros, que se sentían zarandeados en lo más íntimo por una interpelación radical.
Para algunos, fue el mundo eclesiástico entero, y no sólo una determinada porción del Pueblo de Dios, el que se vio sacudido por una crisis (en su sentido etimológico de juicio o discernimiento). En aquellos años, instituciones de raigambre, concepciones y elementos tradicionales de la vida católica fueron puestos en tela de juicio: se les reclamó una justificación. Muchos planteamientos básicos, hasta entonces pacíficamente admitidos, parecieron perder en poco tiempo su carácter indiscutible.
A partir de aquella época, y por cuanto se refiere concretamente a los clérigos, en no pocos ambientes se sometieron a revisión varias de las coordenadas que tradicionalmente se habían considerado definitorias de su lugar en el mundo. De este modo surgieron, por ejemplo, crisis teóricas y prácticas respecto a la disciplina del celibato, y hubo también quienes, estimando insuficiente su ministerio, buscaron otras tareas, civiles, que los integrasen en el mundo. En algunos casos, además, se cuestionaba no sólo la eficacia y oportunidad de la vida ascética, sino incluso la necesidad misma de predicar el mensaje sobrenatural y de facilitar a los fieles la vida sacramental no faltaba quien pensara que era más conveniente arreglar las estructuras viciadas del mundo mediante una acción directa, social y política, protagonizada por los sacerdotes.
Sobre este telón de fondo se publicaron los Escritos sobre el sacerdocio.
En este caso, como sucede con todos los problemas, el atinado discernimiento de las cuestiones planteadas exigía una perfecta inteligencia del esencial núcleo teológico del sacerdocio ministerial que, en alguna ocasión, había sido oscurecido por la presencia de elementos impropios. Me parece conveniente aclarar, en este punto, que cuando se distingue entre lo esencial y lo accidental de ninguna manera ha de ser declarado impropio lo no necesario (esto es, lo no requerido por la naturaleza misma del sagrado ministerio). Impropio será lo que se muestre contrario o perjudicial; y lo impropio habrá de ser considerado una adherencia histórica de la que se debe prescindir. Otras cosas, en cambio, pueden ser fruto de la acción del Espíritu Santo a lo largo de la historia; y eliminarlos invocando el regreso a la autenticidad de la Iglesia primitiva, implicaría un triste empobrecimiento del Pueblo de Dios. La historia de la Iglesia entraña, en efecto, un progreso, un enriquecimiento del que sería lamentable prescindir.
Todo ello invita a una mayor profundización teológica en la naturaleza del sacerdocio ministerial y, a la vez, a la justa comprensión de las diversas modalidades históricas que –como fruto de la lex incarnationis– han presentado y presentarán la vida y la actividad pastoral del sacerdote. Este sentido tiene el libro de Mons. Álvaro del Portillo: a partir de los presupuestos básicos de la doctrina de la Fe y desde la plataforma de las cotas ciertas, útiles y buenas ya conseguidas, que seria por lo menos artificioso ignorar, da respuesta a las preguntas actuales sobre la vida y el ministerio sacerdotal,
Muchos son los motivos que permiten a Mons. Álvaro del Portillo hablar con autoridad y con profundo conocimiento del sacerdocio ministerial. En primer lugar, las actividades y ocupaciones que ha desempeñado en servicio de la Iglesia y de las almas le capacitan señaladamente para llevar a cabo la delicada tarea diferencial que, en relación con otros carismas eclesiales –concretamente, el laical y el religioso–, se hace necesaria para captar con precisión la naturaleza y lugar del ministerio sacerdotal.
En el Concilio Vaticano II la Iglesia sancionó la función plenamente eclesial de toda vocación cristiana: en concreto la llamada común, bautismal, de todos los fieles a la santidad y a la responsabilidad apostólica. En rigor, no se trataba de una doctrina nueva, porque se encuentra claramente enseñada en el Evangelio. Pero sí estaba, en buena parte, olvidada; hasta que en nuestro siglo la recordó con gran claridad e incisividad, también práctica, desde 1928, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador del Opus De¿ quien dedicó su vida a abrir un camino de santificación genuinamente secular y «procuró, desde los comienzos de su ministerio, dirigir la llamada evangélica a todos los cristianos» (Congregación para las Causas de los Santos, Decreto sobre las virtudes heroicas del Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer).
Mons. Álvaro del Portillo había sido durante cuarenta años el discípulo más próximo y el colaborador más inmediato del Venerable Siervo de Dios Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, con cuya persona y enseñanzas se identificó plenamente. La hondura que en orden a la comprensión de la misión de los cristianas que viven en el mundo, se deriva de esa plena asimilación del espíritu del Opus Dei hace del pensamiento de Mons. del Portillo –autor también de numerosas publicaciones sobre la condición secular y laical– una guía certera para profundizar en la índole propia del sacerdocio secular.
Además de su singular penetración en las enseñanzas de Mons. Escrivá de Balaguer, cuyo eco se encuentra en bastantes de las citas textuales recogidas en el libro, Mons. del Portillo, como es bien sabido, le sucedió en el gobierno del Opus Dei. Del presbiterio de la Prelatura del Opus Dei forman parte en la actualidad cerca de mil cuatrocientos sacerdotes, cuya formación y vida espiritual constituyen parte importantísima de los deberes diarios que, como Pastor propio del Opus Dei, tiene desde hace ya quince años Mons. del Portillo. Hay que añadir su condición de Presidente de la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz, asociación indisolublemente unida al Opus Dei a la que pertenecen sacerdotes del clero diocesano que, permaneciendo a todos los efectos bajo el régimen de su propio Ordinario, desean buscar la santidad en el ejercicio de su ministerio, de acuerdo con la espiritualidad y la ascética del Opus Dei.
Hay otro rasgo que avala su autoridad en materia de sacerdocio. La voz de Mons. Álvaro del Portillo es, en la actualidad, una de las más autorizadas para exponer y desarrollar, también desde sus antecedentes históricos, las enseñanzas del Vaticano II respecto al ministerio y vida sacerdotales: aparte de otras comisiones conciliares –de modo particular, las especializadas en el tema de los «estados» en la Iglesia. De religiosis y De laicorum apostolatu– en que figuró como presidente, consultor o experto, fue secretario de la Comisión De disciplina cleri et popull christiani, encargada de elaborar los documentos que cristalizaron en el Decreto Presbyterorum ordinis. Desde hace muchos años, además, Mons. Álvaro del Portillo es consultor, entre otros dicasterios romanos, de la Congregación para el Clero.
De ahí que, entre otras cosas, lo que encuentra el lector en estos Escritos sea, en el fondo, la aportación del Concilio Vaticano II a la doctrina sobre el sacerdocio. Sin embargo, este conjunto de trabajos no se reduce a un comentario de las enseñanzas conciliares. Más aún, algunos de ellos fueron publicados, separadamente, con bastante anterioridad a la convocatoria del último Concilio Ecuménico.
Quisiera hacer notar otra característica personal de Mons. Álvaro del Portillo que se refleja en estos Escritos: su amor a la precisión científica. Como Doctor Ingeniero de Caminos, no es amigo de edificar sin una base consistente. Verifica a cada paso la exactitud de sus afirmaciones. No hay apriorismos emocionales cuando señala, por ejemplo, los rasgos deseables en la vida pastoral de los sacerdotes. Huye de la receta preconcebida. Formula siempre la doctrina sin perder de vista la vida.
Los Escritos sobre el sacerdocio se sitúan en la perspectiva de enriquecimiento homogéneo, citada más arriba. Su enseñanza arraiga en la esencia inmutable del sacerdocio ministerial, a la vez que ilumina las coordenadas de lo que se ha dado en llamar existencia sacerdotal o realización fáctica de ese particular carisma.
Para leer las páginas que siguen es preciso adoptar el ángulo de mira que señala su autor como indispensable para entender el cristianismo. Hay que tener presente un rasgo que «caracteriza de modo propio y singular la religión proclamada por Jesucristo y la distingue radicalmente de cualquier otra; el cristianismo, efectivamente, no es una búsqueda de Dios por el hombre, sino un descenso de la vida divina hasta el nivel del hombre (…). Olvidar este hecho supondría reducir la vida del cristiano a una especie de humanismo religioso –a la búsqueda puramente racional de un Dios lejano, para que se nos muestre propicio– o, en el plano de las relaciones con los demás hombres, a un mero sociologismo o a un moralismo antropológico, sin más horizonte que la ética de los valores».
Sólo comprendiendo esta dimensión –descendente– de la Revelación, cabe perfilar el núcleo profundo, incuestionable, del sacerdocio ministerial y señalar las fronteras de sus mudables realizaciones históricas. En el fondo de los Escritos gravita un principio fundamental, que aflora una y otra vez, indispensable para en tender la figura del sacerdote: se trata de la identidad o coherencia entre el carácter de consagración personal y de destinación a una misión, como coordenadas definitorias del sacerdocio.
En sus comentarios históricos sobre el Concilio Vaticano II, el autor muestra cómo los padres conciliares evitaron cuidadosamente dar autonomía a ninguno de esos dos factores. A partir de este principio se trazan las líneas maestras, tanto de la esencia como de la existencia sacerdotales.
La consagración personal, a través de un sacramento específico, para actuar, en la Iglesia y en el mundo, in nomine et in persona de Cristo–Cabeza, caracteriza al sacerdocio ministerial, lo distingue –de modo esencial y no sólo de grado– del sacerdocio común de los fieles y configura un ministerio particular dentro de la general responsabilidad de todos los bautizados. Este sentido tiene la mencionada perspectiva descendente del misterio cristiano, en que por fuerza debe situarse la comprensión del sacerdocio jerárquico, como don de Cristo.
También la existencia sacerdotal queda, en sus grandes rasgos, delineada a partir de esa correlación entre consagración y misión. La consagración, que implica a la persona entera, proporciona, por decirlo as la coordenada vertical del sacerdocio: apunta a la necesaria identidad con Dios que debe caracterizar la vida del sacerdote. La misión ministerial da la otra coordenada, horizontal, de inserción entre los hombres (bien entendido que en ningún momento cabe olvidar el aspecto de consagración propio del sacerdote). Por otra parte, el ministerio mismo dice una relación de servicio tanto a Dios como a los hombres. Para comprender el lugar del sacerdote en la convivencia eclesial –y, más ampliamente, humana– es preciso atender a lo que el sacerdote es y a lo que está peculiarmente facultado para dar: un servicio o ministerio. Servicio que, a su vez, viene también caracterizado por la doble perspectiva de consagración y misión. Por este camino supera Mons. del Portillo la artificiosa contraposición entre un ministerio cultual y otro profético. Ambas cosas esperan, con razón, los fieles. Y esto es lo que marcará la vida del presbítero: proporcionar aquello que sólo el sacerdote puede dar. Si buscara otros modos de inserción social, defraudaría a los fieles, según dice con gracia el autor, «como les defraudaría un bombero sin agua, un tabernero –perdone usted el símil– que despachase leche, o un médico que no se atreviese a diagnosticar y a recetar».
En esa intersección de su carácter consagrado y enviado reciben diafanidad cada uno de los rasgos parciales que van constituyendo la vida sacerdotal. La vida espiritual del presbítero secular no se configura según el esquema tradicional de la vida religiosa –los tres consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia–, sino al filo de la consagración personal del sacramento del orden y en la línea del mismo ejercicio ministerial de servicio a Dios y a los hombres. En este marco de coherencia con el propio carisma surge la necesidad de las diversas actitudes y virtudes –caritas pastoralis– que constituyen la base de cualquier espiritualidad sacerdotal del presbítero secular.
Otro tanto muestra el autor con respecto al celibato. Tampoco aquí serían adecuados los planteamientos calcados sobre la justificación de la perfecta continencia del religioso. En el caso del sacerdote secular, la pre-exigencia del carisma del celibato se articula según las citadas dimensiones sacerdotales: la consagración o asunción de la persona por Dios, para actuar vice Christi en el servicio de Dios y en dedicación ministerial plena a los hombres, como portador de un mundo trascendente cuyo último destino se sitúa en la realidad escatológica.
Incluso las páginas dedicadas a la formación humana del sacerdote –las primeras cronológicamente, escritas bastantes años antes del Vaticano II– se estructuran de acuerdo con esa imagen bifronte del ministerio. El cultivo de las virtudes humanas, que Mons. del Portillo enumera como imprescindibles, se enraíza en el humus de la lucha ascética personal y en la dimensión apostólica del ejercicio pastoral entre los hombres.
Como se ha dicho al inicio de esta presentación, el panorama del mundo sacerdotal es hoy, por fortuna, notablemente diverso al de 1970, cuando se editaron por primera vez los Escritos sobre el sacerdocio. Parece que las incertidumbres de aquella época sobre la identidad sacerdotal se han sosegado un tanto, y en la actualidad vemos que allí donde se ofrece una figura de sacerdote bien definida –la figura, sencillamente, que definiera el último Concilio–, continúan surgiendo sólidas vocaciones para el sagrado ministerio.
A ese sosiego reparador han contribuido varios factores. Por un lado, se ha comprobado la esterilidad de no pocas iniciativas que, hace cuatro o cinco lustros, se abrían paso, por distintos ámbitos de la vida católica, bajo la etiqueta de un «espíritu conciliar» bien ajeno a las enseñanzas y prescripciones del Vaticano II lo puso de manifiesto el Sínodo extraordinario de los Obispos celebrado en 1985 para evaluar los veinte primeros años de postconcilio.
Por lo que se refiere, concretamente, a los sacerdotes –y, en cierta medida, como consecuencia de los planteamientos ofrecidos en estos Escritos y en otros análogos–, va tomando carta de naturaleza una imagen del presbítero secular, de su ministerio y espiritualidad, pautada justamente desde la peculiaridad de su carisma específico. De hecho, ese enfoque viene dándose al tema en la doctrina y en casi todos –son numerosos– los congresos y simposios teológicos, pastorales o ascéticos convocados para tratar del sacerdocio ministerial. En este sentido, parece de justicia reconocer el influjo saludable ejercido por no pocas instituciones, viejas y nuevas, para el clero secular.
Para no alargar indefinidamente la relación de factores benéficos, baste citar uno de singular relieve: la solicitud pastoral del Santo Padre Juan Pablo II. Cabe evocar las cartas que dirige, cada Jueves Santo, a los presbíteros de la Iglesia; o sus reconfortantes encuentros, en los países que visita, con el clero de todo el orbe católico. Una particular trascendencia ha tenido la promulgación, en 1983, del Código de Derecho Canónico: sus ágiles disposiciones para la incardinación de los clérigos, las nuevas estructuras pastorales y jerárquicas (por ejemplo, las prelaturas personales), el reconocimiento canónico de los derechos personales (de asociación, etc.) de los presbíteros, y tantos otros extremos –muchos de ellos, aludidos en este libro– han convertido en norma viva y concreta, perfectamente articulada, lo que el Concilio Vaticano II estableciera en el orden de los principios doctrinales y pastorales.
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Las páginas precedentes sólo pretenden ser una presentación. La única manera de captar la riqueza de matices del libro y de comprender cabalmente el alcance de las perspectivas que se sugieren en sus páginas consiste en leerlo. A pesar de su índole de colección de artículos, conferencias y entrevistas, no es una obra de aluvión o miscelánea. La coherencia teológica de los diversos trabajos asegura la unidad del conjunto, y la complementariedad de sus materias parciales le confiere el carácter de breve tratado.
La elegante concisión de cada página impide resumir el contenido de los Escritos. Este prólogo no lo intenta. Su limitado alcance es resaltar la actualidad y oportunidad de los problemas abordados, situarlos en su momento histórico, subrayar las líneas maestras que vertebran la obra y proporcionar algunos perfiles sobre la persona y autoridad del autor.
Para finalizar, pienso que merece un comentario especial el capítulo Sacerdotes para una nueva evangelización, que enriquece la presente sexta edición de los Escritos. Quien redacta esta presentación tuvo la dicha de escuchar, en un atardecer de la primavera pasada y dentro del marco académico de la Universidad de Navarra, la emocionada conferencia con que su Gran Canciller clausuró el XI Simposio Internacional de Teología.
Su contenido, ajeno a cualquier asomo de abstracción desencarnada, se centró en la recreación de unos perfiles bien personales: los rasgos del Fundador del Opus Dei, la cordial fisonomía humana y espiritual del Venerable Siervo de Dios Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer, cuyas virtudes –de las que es testigo excepcional quien pronunciaba aquella conferencia– acababan de ser públicamente declaradas heroicas por el Sucesor de Pedro.
Cualquier teoría, en efecto, necesita el vigoroso contraste de la vida. La doctrina plasmada en este libro no corresponde a una simple elucubración de laboratorio teológico. Su autor ha tenido una privilegiada experiencia, que transmite con relatos y referencias de primera mano. Ha contemplado de cerca la heroica existencia de un sacerdote que practicó el programa que predicaba incansablemente: «luchar por identificarse con Cristo, ser otros Cristos –ipse Christus–, enamorarse y vivir de Cristo, que es el mismo ayer que hoy y será el mismo siempre: Jesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula (Hb 13, 8)».
José Miguel Pero Sanz
Ante el tema del ministerio y de la vida sacerdotal es sin duda Álvaro del Portillo uno de los más autorizados para exponer y desarrollar las enseñanzas del Vaticano II: secretario de la Comisión Conciliar que trabajó los documentos que cristalizaron en el Decreto sobre los Presbíteros y perito de las restantes Comisiones especializadas en el tema de los "estados" en la Iglesia (religiosos y laicos). Entre los dicasterios y comisiones romanas de que es consultor (Doctrina de la Fe, Reforma del Código, etc.), figura la Sagrada Congregación para el Clero.
En torno al sacerdocio se habla de "crisis". No es fácil diagnosticar los problemas de los sacerdotes y sus causas: se corre el riesgo de simplificar las cosas, falseándolas en consecuencia. Al desmontar realidades viciadas en el género de vida sacerdotal, se puede atentar, si falta el necesario discernimiento, contra la misma naturaleza del sacerdocio. La solución de esos problemas sólo se puede encontrar en la perfecta inteligencia del núcleo radical del sacerdocio ministerial, que en ocasiones ha quedado oscurecido por elementos impropios. La historia de la Iglesia lleva consigo un progreso, un enriquecimiento del que sería funesto desprenderse. También en lo que se refiere al sacerdocio ministerial se da este enriquecimiento en la medida en que se profundiza en él, y se descubren nuevas virtualidades en su naturaleza y en su realización vital.
El libro es una penetración en el misterio del sacerdote, que –desde unas bases inconmovibles que sería artificioso ignorar– responde a las preguntas actuales sobre la vida y el ministerio sacerdotal: celibato, trabajo, predicación, sacramentos, vida de santidad, formación humana, ejercicio pastoral entre los hombres; casta, clérigo paternalista, conceder en vez de servir, tareas civiles, clericalismo, profesión profana.
En el libro de Álvaro del Portillo gravita un principio fundamental –que aflora continuamente–, imprescindible para comprender la figura del sacerdote: la identidad entre consagración personal y destinación a una misión, La consagración personal –a través de un sacramento específico– es lo que caracteriza al sacerdocio ministerial y lo diferencia del sacerdocio común de los fieles: ésta sería la coordenada vertical; la misión "ministerial" nos da la otra coordenada, horizontal: la inserción entre los hombres. Con esta doble perspectiva –consagración y misión–, Del Portillo supera la artificiosa contraposición entre ministerio "cultual" y ministerio "profético". Ambas cosas esperan, con razón, los fieles, y eso es lo que pondrá su marca en la auténtica vida sacerdotal: proporcionar lo que sólo el sacerdote puede dar; si el sacerdote deseara hacer otra cosa defraudaría a los fieles.
Si por formación se entiende todo tipo de educación especializada, formación sacerdotal es la que busca educar al sacerdote y prepararlo especialmente para el fiel cumplimiento de su ministerio. Según la enseñanza de Santo Tomás, la educación tiene por objeto la promotio prolis usque ad perfectum statum hominis, in quantum homo est 1. Se trata, efectivamente, de procurar que sean adquiridas la perfectio naturae y la perfectio gratiae 2.
Ésta es la formación completa, que abraza a la vez el aspecto humano y el aspecto sobrenatural de toda educación cristiana, como precisaba Pío XI: Educatio ad totum respicit hominem singillatim quaque societatis humanae participem, sive in naturae sive in divinae gratiae ordine constitutum 3.
Entre estos aspectos de la educación hay un punto concreto, que podría parecer secundario y cuya importancia no conviene exagerar, pero que tampoco se debe echar en el olvido: el de la educación del hombre en la formación del sacerdote secular. Hablamos, por consiguiente, de aquella nota que la formación sacerdotal tiene de común con la educación de cualquier cristiano: perfectio hominis ut homo est.
No puede olvidarse que el sacerdote no deja de ser hombre por ser sacerdote, sino que es extraído de entre los hombres –ex hominibus assumptus 4–, y ésa es la razón profunda de que él necesite también de una recia formación humana, que busca el desarrollo de virtudes humanas, que necesitan para alcanzar su madurez de las oportunas experiencias humanas. A esto se refería Pío XII en su exhortación Menti Nostrae, de 23 de septiembre de 1950: Debita habenda est ratio hodiernae condicionis psycologicae tum quoad ipsum alumnum tum quoad homines apud quos ministerium suum sit obiturus; formanda est alumni voluntas et animi firmitas seu character; fovenda est formatio culturalis seu ut ita dicam professionalis, qua alumnus accommodate ornari debet 5.
Se entiende, pues, por formación humana del sacerdote la preparación del sacerdote en cuanto hombre que debe trabajar entre sus semejantes. Comprende, por tanto, esta formación el conjunto de virtudes humanas que se integran directa o indirectamente en las cuatro virtudes cardinales, y el bagaje de cultura no eclesiástica indispensable para que el sacerdote pueda ejercitar con facilidad –ayudado, desde luego, por la gracia– su apostolado.
Virtudes humanas son, por consiguiente, todos los hábitos morales que debe poseer el hombre como hombre, aunque no sea cristiano, y que el cristiano eleva al orden sobrenatural por medio de la gracia.
Entiéndase bien que, cuando se habla de virtudes humanas, no se pueden olvidar las sobrenaturales ni los dones del Espíritu Santo; ni tampoco referirse, ni aun de lejos, a las simples formas externas, a lo que atrae en un primer momento, pero sin fruto, por no corresponder a algo interior. Y que cuando se habla de virtudes humanas como parte de la formación sacerdotal, se quiere recordar que el sacerdote, por ser hombre, debe ser varón y varonil en su carácter, en sus reacciones y en su conducta: en su vida entera.
Esta necesidad del cultivo de las virtudes humanas viene exigida para el sacerdote secular por la naturaleza de su ministerio apostólico, que ha de ser desarrollado en el teatro del mundo y en contacto inmediato con los hombres, que suelen ser jueces inexorables del sacerdote, y se fijan ante todo en su modo de proceder como hombre.
El tema no es de hoy, es de siempre, aunque en nuestros días sea oportuno plantearlo de nuevo. Lo mismo en San Pablo que en los más modernos Doctores de la Iglesia –recuérdense, por ejemplo, las obras de San Francisco de Sales– se ve planteado este problema, que no es otro sino el del contacto entre naturaleza y sobrenaturaleza, para lograr a la vez que muera en el hombre lo que debe morir bajo el signo de la Cruz, y que en el signo de la Cruz logre cabal desarrollo cuanto en el hombre existe de nobleza y de virtud humana, hasta conseguir ordenarlo todo al servicio de Dios.
La formación cristiana siempre ha mirado al hombre integral: y es sabido que la teoría común, entre los educadores eclesiásticos, es que el curriculum perfectionis debe comenzar por la reforma del hombre exterior, buscando corregir todo cuanto desdiga de la urbanidad y cortesía, e inculcando después las virtudes necesarias para la unión con Dios y para la convivencia con los hombres.
En nuestro tiempo es por demás elocuente la rara unanimidad que se observa acerca de este extremo, incluso por lo que se refiere a la formación de los religiosos, como puede verse en numerosas ponencias publicadas con ocasión del Congreso general de los estados de perfección celebrado en Roma el año 1950 6.
Por lo que mira derechamente a la formación del sacerdote secular, escribía con elegante pluma el cardenal Suhard: Y si quiere que sus fieles le imiten, ante todo deberá sobresalir, en un mundo escéptico por el abuso de la propaganda, por su ejemplo y sus virtudes sobrenaturales. Pero éstas, so pena de parecer extrañas y despreciables, en una época en que todo se mide y se compara, tendrán que apoyarse, más que en ningún otro tiempo, sobre virtudes naturales auténticas, practicadas sobrenaturalmente. La investidura sacerdotal no dispensa de la lealtad ni de la valentía, de la mirada amplia y del fino sentido de la justicia. Sin estas cualidades, el sacerdote no conseguirá –¿y cómo extrañarse de ello?– lo más valioso del hombre y del humanismo contemporáneo 7.
Ninguno piense, cuando se habla en los términos empleados por tantos autores de todos los tiempos, y concretamente por los contemporáneos, que se trata de valorar excesivamente las virtudes humanas o morales, que son realzadas por la caridad. Se trata más bien de que no se desconozca su valor de necesario fundamento, para una auténtica ascética cristiana. Ha escrito monseñor Escrivá de Balaguer en Camino, obra que tanto ha influido en la formación de personas de las más diversas mentalidades, condiciones sociales y países: No pensemos que valdrá de algo nuestra aparente virtud de santos, si no va unida a las corrientes virtudes de cristianos. Esto sería adornarse con espléndidas joyas sobre los paños menores. Gravedad. Deja esos meneos y carantoñas de mujerzuela o de chiquillo. Que tu porte exterior sea reflejo de la paz y el orden de tu espíritu. No digas: ‘Es mi genio así…, son cosas de mi carácter’. Son cosas de tu falta de carácter: sé varón, ‘esto vir’. No caigas en esa enfermedad del carácter que tiene por síntoma la falta de fijeza para todo, la ligereza en el obrar y en el decir, el atolondramiento…: la frivolidad, en una palabra. Y la frivolidad ––no lo olvides– que te hace tener esos planes de cada día tan vacíos (‘tan llenos de vacío’), si no reaccionas a tiempo –no mañana: ¡ahora!–, hará de tu vida un pelele muerto e inútil. Santurrón es a santo, lo que beato a piadoso: su caricatura. Todo lo que se hace por Amor adquiere hermosura y se engrandece 8.
Hay que partir de la proposición del doctor Angélico: Minimum donum gratiae superat bonum naturae totius universi 9. No se puede pretender, lógicamente, invertir los términos: no se habla de hacer de los santos hombres, sino de los hombres verdaderos cristianos, y por consiguiente santos. Pero hay que rechazar igualmente el criterio de deshumanizar a los que aspiran a la santidad como ministros del Señor. No es posible creer en la santidad de quienes fallan en las virtudes humanas más elementales. Por eso se ha podido escribir, fustigando esa falsa santidad deshumanizada: que los llamados santos sean hombres cabales, siquiera para que no los desprecien y aborrezcan los paganos, y para que la perfección no mueva a risa a los cristianos 10.
Dos son los motivos que deben impulsar a adquirir las virtudes morales: el primero, como parte de la lucha ascética normalmente necesaria para llegar a la perfección; el segundo, como medio para ejercitar con mayor eficacia el apostolado.
Respecto al primer motivo, conviene recordar que las virtudes morales o naturales son como elementos necesarios y previos, como materia tosca laborable, como fuerzas captables y transformables en energías superiores 11.
Y es que, según la doctrina de Santo Tomás, gratia perficit naturam, secundum modum naturae 12. Por tanto, como suelen comentar los clásicos, quien mejor natural tiene, ése, movido por la gracia, obra lo que es perfecto con mayor perfección 13.
En la lucha ascética, el desarrollo de las energías naturales precede obviamente, en el orden lógico, al de las virtudes sobrenaturales: pero, en el orden ejecutivo, los dos desenvolvimientos se acompañan y entrelazan mutuamente 14. De aquí se deduce que las virtudes naturales –todas ellas parte integrante o potencial de alguna de las cuatro virtudes cardinales, que para cualquier hombre son consecuencia del recto uso de la razón, y que los cristianos reciben con el bautismo, elevadas a un plano sobrenatural por la gracia–, no son solamente un medio para la lucha ascética, para el ejercicio de las virtudes sobrenaturales, sino que son para el alma en gracia, al mismo tiempo, una consecuencia de la caridad.
De este modo se explica que la Iglesia exija a sus santos el ejercicio heroico no sólo de las virtudes teologales, sino también de las morales o humanas; y que las personas verdaderamente unidas a Dios por el ejercicio de las virtudes teologales se perfeccionan también desde el punto de vista humano, se afinan en su trato; son leales, afables, corteses, generosas, sinceras, precisamente porque tienen colocados en Dios todos los afectos de su alma.
Téngase en cuenta, sin embargo, que la lucha ascética –en la que hay que emplear los medios tradicionales– es previa, normalmente, a la unión afectiva; y que una parte de esa lucha ascética para un cristiano, y concretamente para un sacerdote, es el ejercicio constante de las virtudes morales, desarrollando así la propia naturaleza humana hasta lo sobrenatural, por medio de la gracia.
Al final de la lucha ascética, cuando se vive unido a Dios, es posible vivir sobrenaturalmente las virtudes humanas: con sencillez, día a día, con naturalidad sobrenatural. Entonces las virtudes naturales, vividas a lo divino, formarán como el reverso de la medalla de la falsa santidad, carente de valores humanos 15.
Si, según se ha dicho, el ejercicio de las virtudes naturales –como parte de la formación humana– es necesario para llegar a la perfección, a la santidad a la que están obligados los sacerdotes, se debe ahora recordar que ese ejercicio es también necesario como arma de apostolado: concretamente, para el apostolado del ejemplo. Baste citar a este respecto las luminosas palabras pronunciadas por Pío XII en su discurso ante los componentes del Primer Congreso Internacional de los Carmelitas Descalzos:
Si verum est –quod quidem verissimum est– supernaturali gratia perfici, non deleri naturam, evangelicae perfectionis aedificium excitandum est in ipsis naturae virtutibus. Priusquam iuvenis religiosus sodalis praeclari exempli evadat, studeat in ordinariis et cotidianis rebus perfectus homo fieri: nequit scandere cacumina montium, nisi valeat expedito gressu in plano ambulare. Discat igitur et moribus suis demonstret, qui sit humanae naturae et consortioni congruens decor: vultum habitumque suum decenter disponat, sit fidus et verax, servet promissa, suos actus suumque regat eloquium, vereatur omnes, aliena iura non turbet, sit malorum patiens, comis et, quod potissimum est, legibus obtemperet Dei. Ut probe nostis, naturalium, quas vocant, virtutum complexio et instructus ad supernaturalem vitae dignitatem provehuntur, maxime cum eas ideo aliquis exercet et colit, ut bonus christianus aut sit idoneus Christi praeco et administer extet 16.
El sacerdote secular ha sido enviado por Dios al mundo para vivir en él entre los hombres, y así corredimirlos con Cristo.
La vida de relación con los demás no es una licencia que se pueda permitir; es casi siempre un deber indeclinable, sin cuyo cumplimiento no podrá llevar a cabo la misión divina que ha recibido.
Los hombres, para su trato con sus semejantes en la vida social, si son buenos e inteligentes cultivan –ordinariamente sólo por razones humanas– una virtud que suele llamarse sociabilidad.
También el sacerdote ha de hacer suya esta virtud, si no quiere encontrarse en situación de inferioridad al tratar a los demás hombres.
Lo que otros practican por motivos humanos, llévelo él a su conducta por una razón sobrenatural, es decir, por caridad. Pero no se perdone ninguna de las exigencias –a veces harto gravosas– que la vida social pide, si en ello puede encontrar ocasión propicia para hacer bien a las almas.
Y no se diga que la vida social es fingimiento, adulación, hipócrita cortesía; o que en ella ejercen su imperio el convencionalismo y el respeto humano. Recuérdese que, al hablar de virtudes humanas, no queremos detenernos en la simple exterioridad, sino que exigimos auténticas virtudes. Para el sacerdote, las reglas de la cortesía –que practicará siempre sin afectación, y como parte de la virtud de la justicia– deben ser la manifestación exterior de todas las demás virtudes humanas, vivificadas por la caridad.
En resumen, bastará recordar cuanto preceptúa a los rectores y superiores de los Seminarios el Código de Derecho Canónico, al referirse a la formación de los futuros sacerdotes: Saepius eis verae et christianae urbanitatis leges tradant, eosque exemplo suo ad illas colendas excitent; hortentur praeterea ut praecepta hygienica, vestium et corporis munditiam et quamdam in conversando comitatem cum modestia et gravitate coniunctam, iugiter servent 17.
La brevedad de esta nota no permite detenerse a hacer algunos comentarios sobre cada una de las principales virtudes humanas que debe poseer el sacerdote. Pero conviene, en todo caso, insistir en que la formación humana se integra con la oportuna preparación cultural, que permita al sacerdote exponer la doctrina y ejercer el apostolado hablando a las diferentes categorías de personas con un lenguaje adecuado al auditorio. Preparación cultural que contribuya a que el sacerdote sea, también por este motivo, buscado y apreciado por todos.
Hemos recordado algunas facetas que permiten delinear la figura humana ideal del sacerdote; y ahora queríamos extraer algunos corolarios, a modo de criterios que deben ordenarse a esa formación humana.
Ante todo, que si bien un trabajo asiduo de los formadores podrá lograr maravillas en el desarrollo de las virtudes humanas de los seminaristas, no se olvide lo que la ciencia enseña, es decir, que, sobre una base psíquica tarada, todos los esfuerzos de formación humana se verían limitados o aun fracasados. Por eso es de recomendar, al servicio de una imprescindible selección previa, la consideración de la biotipología de los candidatos, dando la importancia que merece al estudio de los antecedentes familiares o personales que, de una forma u otra, sean indicadores de psicosis o sencillamente de personalidades psicopáticas, que, aunque a veces no aparezcan a simple vista, más tarde podrían salir de su latencia para exteriorizarse con rebeldía irreducible a toda formación que no fuese la sencillamente psiquiátrica, lo que lógicamente está al margen de la misión del Seminario.
Todas las personalidades normales son susceptibles de alcanzar esa formación humana que brevemente hemos expuesto antes, pero no debe olvidarse que nos encontraremos con una gran diversidad de caracteres, cada uno de los cuales precisará para su perfecta formación de una solícita y cuidada dedicación personal. No se forma a la masa, sino al individuo, hasta lograr en él la madurez de su desarrollo personal.
Esto supone –por parte del que esté dedicado a formarlos–, junto a la ciencia debida, un cariño y preocupación especial; podríamos decir que el superior tiene el deber de saber armonizar perfectamente la entereza que en el seno de la familia descubrimos en el padre con la amorosa intuición de la madre, que trata a sus hijos desiguales de desigual manera.
Otro elemento importante de la formación humana es la educación física: porque el cuerpo y el alma forman un único compuesto sustancial, y no debe desglosarse el desarrollo fisiológico del psicológico, que han de complementarse para evitar multitud de deformaciones por falta del debido equilibrio.
Por eso se necesita un lugar adecuado para esa formación humana: una casa bien situada, que ofrezca las condiciones elementales de luz conveniente y aire puro. Y con la casa, la alimentación que corresponde a este interesante período de desarrollo y esfuerzo.
También, con las debidas cautelas, un buen instrumento para la formación humana del futuro sacerdote será el contacto directo con la realidad de la vida, en la que no puede encontrarse de improviso al salir del Seminario. Y así muchos entienden –y de esta manera se practica de hecho en algunas instituciones– que es conveniente cierta interruptio studiorum, tanto para llegar a un conocimiento más perfecto y real del modo de pensar y sentir del pueblo, como para acrisolar la misma virtud.
Bueno será recordar, al terminar esta nota, que la formación humana del sacerdote no es más que una faceta –y no ciertamente la más importante– de su completa educación, pero que de ninguna manera debe ser relegada tan a un último plano que, de hecho, sea olvidada por quienes tienen la gravísima misión de formar a los ministros del Señor.
Cuando, en el mes de octubre de 1962, pocos días después de haberse inaugurado solemnemente el Concilio Ecuménico Vaticano II, la Comisión Conciliar De disciplina cleri et populi christiani se hizo cargo de los proyectos de su competencia elaborados en la fase preparatoria del Concilio, recibió, entre otros, los esquemas De clericorum vitae sanctitate, De officiis et beneficiis ecclesiasticis deque bonorum ecclesiasticorum administratione y De distributione cleri. Después de estudiar todo el material recibido, la Comisión Conciliar, en diciembre de ese mismo año, fundió esos tres proyectos en un solo esquema, llamado De clericis, que, a través de ocho redacciones sucesivas y de una serie de vicisitudes que sería largo enumerar aquí, fue la base del texto definitivo del Decreto Presbyterorum Ordinis, promulgado por el Santo Padre Pablo VI en la sesión solemne del día 7 de diciembre de 1965.
A lo largo del trabajo de la Comisión Conciliar fue adquiriendo fisonomía el Decreto sobre los presbíteros, hasta llegar a sus rasgos definitivos: era necesario, en primer término, elaborar un texto donde se pusiera claramente de manifiesto cuál es la naturaleza del sacerdocio de los presbíteros. Además, si el ministerio de los presbíteros ha de entenderse dentro de la misión de toda la Iglesia –Pueblo de Dios en continua peregrinación hasta el fin de los tiempos y en contacto vital con los hombres de todas las épocas y lugares– es preciso que el ejercicio de ese ministerio, conservando intacto lo que por su naturaleza es inmutable, busque renovarse continuamente, respondiendo a las exigencias de los hombres –sean o no miembros de la Iglesia– para quienes ese ministerio debe ejercerse. Por tanto, juntamente con la cuestión general del lugar que el sacerdote ocupa en la Iglesia y en el mundo, era necesario plantear en el Decreto aquellos aspectos pastorales y disciplinares que se refieren al ejercicio del ministerio sacerdotal en nuestro tiempo con los hombres de la época en que vivimos.
Todo esto no podía menos de comportar una reflexión sobre las exigencias que el sacerdocio y el ejercicio del ministerio llevan consigo para el presbítero: en el texto, por tanto, a la descripción doctrinal del sacerdocio debía acompañar la visión de sus aspectos pastorales, ascéticos y disciplinares, en una síntesis donde todo ese conjunto quedase reducido a una unidad, teniendo como punto de convergencia la naturaleza y las exigencias del ministerio y de la vida de los presbíteros.
Las palabras con que comienza la Constitución dogmática sobre la Iglesia –Lumen gentium cum sit Christus…– constituyen el punto de partida y, a la vez, el centro de la reflexión que, a lo largo del Concilio, ha ido haciendo la Iglesia sobre su naturaleza y su misión 1.
Naturaleza y misión señalan dos aspectos complementarios e inseparables en la visión total de la Iglesia. Sin querer adentrarnos en este terreno –que nos llevaría lejos del objeto de nuestro trabajo–, parece necesario mencionar, siquiera brevemente, algunas consideraciones en torno a la misión de la Iglesia, que nos ayudarán a colocar en su justa perspectiva la exposición que se hace en el Decreto Presbyterorum Ordinis sobre el ministerio y la vida de los presbíteros.
1. La misión de la Iglesia, recibida de Jesucristo, es única, y su cumplimiento se encomienda a todos los miembros del Pueblo de Dios que, por los Sacramentos de iniciación, se hacen partícipes del sacerdocio de Cristo para ofrecer a Dios un sacrificio espiritual y dar testimonio de Jesucristo ante los hombres. Cada uno ha de realizar la parte que le compete dentro de esa misión total, en servicio y edificación de la comunidad.
2. Esta misión de la Iglesia no se limita al cuidado pastoral de sus fieles: se extiende a todos los hombres y a todos los tiempos. A este respecto, es significativo que el esquema conciliar originariamente llamado De missionibus tenga por título definitivo De activitate missionali Ecclesiae, y que comience con las palabras Ad gentes, como para significar, ya desde el principio, que la extensión de la Iglesia –su anuncio del mensaje de Dios a todos los hombres– ha de considerarse como una exigencia intrínseca de la misión que ha de cumplir en el mundo hasta el fin de los tiempos.
3. Una sola misión, de contenido universal, y, para cumplirla, un solo sacerdocio, el de Cristo, del que participan, aunque de modo diverso, todos los miembros del Pueblo de Dios: la Iglesia, dotada de una estructura sacramental, es partícipe y depositaria de la misión que Cristo ha recibido del Padre, y es santificada por el Espíritu Santo para dar gloria a Dios anunciando y estableciendo su Reino entre todos los hombres.
4. Junto al sacerdocio común de todos los fieles existe también, por voluntad de Dios, el sacerdocio ministerial, que presupone el sacerdocio común, pero se diferencia de él esencialmente y no sólo por el grado de participación del único sacerdocio de Cristo. El sacerdocio ministerial confiere una sacra potestas 2 que hace que quienes lo reciben participen de la autoridad con que Cristo, Cabeza de la Iglesia, edifica, santifica y gobierna su Cuerpo. Hay, por tanto, una ordenación mutua entre sacerdocio común y ministerial, pero a éste compete ofrecer el Sacrificio de Cristo, perdonar los pecados y, en nombre de Cristo, desempeñar públicamente el oficio sacerdotal en favor de los hombres, por lo que también requiere un Sacramento peculiar, en virtud del cual el sacerdote, por la unción del Espíritu Santo, recibe un carácter especial que le configura a Cristo Sacerdote y le capacita para obrar en nombre de Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico 3. Para realizar este designio, Cristo, consagrado y enviado por el Padre 4, hace partícipes de esta consagración y misión a los Apóstoles y, a través de ellos, a sus sucesores, los obispos. Esta misma consagración y misión, en grado subordinado, se transmite a los presbíteros 5, para que cumplan la misión encomendada por Jesucristo, como cooperadores del Orden Episcopal.
Las consideraciones que venimos haciendo nos permiten situar el presbiterado y sus funciones dentro de la misión de la Iglesia. A lo largo de los debates conciliares en torno al Decreto sobre los presbíteros se habían manifestado dos posiciones que, consideradas separadamente, podían parecer opuestas y aun contradictorias entre sí: se insistía, por una parte, en el aspecto de la evangelización, en el anuncio del Mensaje de Cristo a todos los hombres; por otra, se ponía el acento sobre el culto y adoración de Dios como fin al que todo debe tender en el ministerio y en la vida de los presbíteros. Se hacía necesario un esfuerzo de síntesis, de conciliación, y la Comisión puso todo su empeño en armonizar esas dos concepciones, que no eran opuestas ni, por tanto, se excluían mutuamente.
Estas dos diversas posiciones doctrinales sobre el sacerdocio alcanzan, en efecto, pleno relieve y significado cuando se integran dentro de una síntesis total, que haga ver cómo esos dos aspectos son facetas absolutamente inseparables entre sí, que se complementan y se dan mutuo resalte: el ministerio en favor de los hombres sólo se entiende como servicio prestado a Dios 6 y, a su vez, la gloria de Dios exige que el presbítero sienta ansia de unir a su alabanza la de todos los hombres. Por eso, en el número 2 del Decreto Presbyterorum Ordinis, recogiendo las palabras de San Pablo a los romanos (Rm 15, 16), se dice: Presbyteris gratia datur a Deo ut sint ministri Christi Iesu in gentibus, sacro Evangelii munere fungentes, ut fiat oblatio gentium accepta, sanctificata in Spiritu Sancto. El anuncio del Evangelio ha de entenderse desde el primer momento en una perspectiva estrechamente relacionada con el culto, como medio a través del cual se congrega el Pueblo, para que todos sus miembros se puedan ofrecer a Dios como hostia viva, santa, agradable a Dios 7. A través del ministerio de los presbíteros, el sacrificio espiritual de los fieles queda consumado en unión con el Sacrificio de Cristo, único Mediador, Sacrificio que ofrecen los presbíteros, de manera incruenta y sacramental, hasta el tiempo de la nueva venida del Señor. Se presenta, por tanto, una perspectiva dinámica del ministerio sacerdotal que, anunciando el Evangelio, engendra la fe en los que aún no creen 8 para que, perteneciendo al Pueblo de Dios, unan su sacrificio al de Cristo, formando un solo Cuerpo con Él.
Lo que venimos exponiendo nos hace ver cómo todo en la vida y en el ministerio del sacerdote tiende en un plano ontológico –y debe también tender en la vida personal de cada sacerdote– hacia la gloria de Dios, gloria que consiste en que los hombres reciban con consciencia, libertad y agradecimiento la obra de Dios realizada en Cristo y la manifiesten en todos los actos de su vida 9.
A la luz de estas consideraciones, llega el momento de preguntarnos: ¿cuál es la figura del sacerdote en el mundo y entre los hombres? La respuesta a esta pregunta tiene que basarse en las dos componentes que integran la visión total del sacerdote: consagración y misión; el sacerdote es un ser segregado del Pueblo de Dios, escogido y dotado de una especial consagración, pero, por la misión que ha recibido, ha de vivir entre y con los demás hombres, comprendiéndoles, acompañándoles, guiándoles en su camino en nombre de Aquel que le ha consagrado y enviado, de la misma manera que Jesucristo, Hijo de Dios, quiso hacerse en todo semejante a los hombres, excepto en el pecado 10.
También al describir estas funciones –munera– se manifestaron dos opiniones diversas entre los padres conciliares: algunos deseaban que en la exposición se siguiera un orden de importancia objetiva de esas funciones: ministro de la Eucaristía y de los demás Sacramentos (munus sanctificandi), ministro de la palabra (munus docendi) y pastor de los fieles (munus regendi); otros, en cambio, preferían un orden que podríamos llamar lógico o de realización: anuncio de la palabra que engendra la fe (ministro de la palabra de Dios), para que las almas se incorporen a la Iglesia por medio de los Sacramentos (ministro de los Sacramentos) y para educar en la fe a los que de ese modo se han incorporado al Pueblo de Dios (rector de los fieles).
De estas dos soluciones pareció preferible adoptar la segunda, porque respondía mejor al orden seguido en otros documentos conciliares al exponer estas mismas funciones 11 y, sobre todo, porque el Sacrificio Eucarístico, primera función sacerdotal bajo todos los aspectos, cobra su debido realce cuando se coloca en una perspectiva dinámica que lo sitúa como culminación del ministerio sacerdotal y como fuente, raíz y centro de toda la vida de la comunidad eclesiástica.
El sacerdote se debe a todas las almas y, por eso, en el ministerio de la palabra, encuadrada dentro de la misión jerárquica, ha de aplicar la verdad perenne del Evangelio a las diversas circunstancias concretas en que se encuentran los hombres. Surgen así los distintos modos de manifestar esa verdad: el buen ejemplo que anima y arrastra, el kerygma o anuncio de la salvación, la catequesis, la respuesta llena de doctrina viva a los problemas que en cada circunstancia histórica o social se plantean los hombres, etc.
Las almas, alimentadas en la fe por la palabra, se incorporan a la Iglesia por el Bautismo y crecen en esa vida por los demás Sacramentos –entre los cuales la Penitencia ocupa un lugar destacado en el ministerio de los presbíteros– para alcanzar su cima en la Eucaristía, signo y sacramento de la unidad de la Iglesia, donde totum bonum spirituale Ecclesiae continetur, es decir, el mismo Jesucristo, y donde la Iglesia entera ofrece al Padre su sacrificio en unión con el de Cristo. En el cumplimiento de esta función, el sacerdote ha de enseñar a todos los fieles a participar de tal manera en la liturgia que, a través de ella, alcancen un espíritu de oración que se manifieste a lo largo de toda su vida, experimenten –con un sentido vocacional– las exigencias de la llamada universal a la santidad, cada uno dentro de su estado y condición, y sepan vivir según el Evangelio de Jesucristo.
El presbítero es también educador de la fe, y esta función se manifiesta al formar a todos los fieles para que lleguen a alcanzar la plena madurez cristiana, que redunde en una caridad viva y operativa y en una búsqueda continua de la voluntad de Dios a través de los acontecimientos –a veces grandes, pero generalmente pequeños– de su vida diaria. Pero esta misión de educar en la fe no se limita al cuidado personal de cada uno de los fieles, sino que debe también extenderse a la formación de la comunidad cristiana: de una comunidad que sepa conjugar lo local con lo universal, amando la parroquia y la diócesis y sintiendo a la vez su pertenencia a la Iglesia universal, experimentando el celo católico por la salvación de todas las almas.
En el cumplimiento de esta misión, el presbítero ha de sentirse ministro del Evangelio y pastor de la Iglesia, evitando cuidadosamente aun la apariencia de mezclar su misión sagrada con los intereses de cualquier ideología o facción meramente humana.
La unidad de misión y de sacerdocio exigen que el presbítero no se sienta una pieza suelta, sino que experimente vitalmente una peculiar comunión con todos los demás miembros del Pueblo de Dios llamados a participar de esa misma tarea.
El presbítero es, en unión con los demás miembros del Ordo Presbyterorum, cooperador del Ordo Episcoporum y partícipe solidario de la universalidad de su misión. Sin embargo, la incardinación y la misión canónica concretan en una determinada comunidad eclesial el ámbito de ejercicio de su ministerio y establecen un cauce a la comunión con todo el Orden Episcopal a través del Ordinario de la diócesis o de la prelatura –territorial o no– a la que pertenece cada sacerdote.
De aquí que las relaciones del presbítero con su Ordinario no puedan plantearse en términos de estricta obediencia pasiva e instrumental, pues hacerlo así sería quitar perspectiva a la misión que, para realizarse, exige unión viva con la Cabeza a través de su representante visible, con una obediencia que no se limita a ejecutar, sino que busca en todo momento la identificación y, llena de espíritu pastoral, de celo por las almas, sabe plantear oportunamente todas las iniciativas que conduzcan al mejor cumplimiento de esa misión.
Comunión también con los demás presbíteros, sintiendo hondamente la fraternidad que deriva del vínculo sacramental común y sabiendo que la misión única –que se encomienda a todos por igual– exige que cada uno, en unión y colaboración con los demás, desempeñe la parte de tarea que se le confía: fraternidad que es fecunda en sus consecuencias prácticas, desde la ayuda mutua en el ministerio hasta la solicitud –discreta y eficaz– por todos los hermanos en el sacerdocio, especialmente por aquellos que, en un momento determinado, pueden experimentar alguna dificultad, sabiendo advertir a los demás, con una caridad noble y llena de delicadeza, que dice la verdad a la cara –corrección fraterna de honda raigambre evangélica–, todo aquello que pueda ayudarles a mejorar su vida y cumplir más eficazmente su misión. Como un modo práctico de encauzar esta unión de los sacerdotes, se señala en el Decreto (número 8), entre otros medios, la constitución de asociaciones entre los presbíteros para ayudarse mutuamente a alcanzar la santidad y a ejercer con mayor eficacia el ministerio.
Comunión, finalmente, con los demás fieles, hermanos por ser miembros de un mismo Cuerpo y partícipes de la única y común misión de la Iglesia. Comunión que se traduce en ayuda sacerdotal a los laicos para que –formados doctrinalmente y con solícita atención espiritual– puedan cumplir responsablemente su propia tarea en la Iglesia y en el mundo.
La misión universal del presbítero –partícipe del sacerdocio de Cristo, que alcanza a todos los hombres y a todos los tiempos– crea en su alma la sollicitudo omnium ecclesiarum, que le lleva a sentir como propias las necesidades de la Iglesia entera y a buscar incansablemente vocaciones que dediquen su vida entera al servicio ministerial de Dios y de las almas. Esta razón, de contenido profundamente pastoral, ha motivado la necesidad de modificar las normas actualmente vigentes sobre la incardinación –reforma cuyo contenido concreto habrá de formularse en la nueva redacción, actualmente en curso, del Código de Derecho Canónico– y ha planteado la conveniencia de crear algunas iniciativas pastorales de carácter local o universal, cuya necesidad se experimenta vivamente para la atención de determinados grupos sociales.
En esta perspectiva pastoral se entronca también la necesidad de todo sacerdote –signo inequívoco de amor a su misión– de promover vocaciones al sacerdocio. Esta exigencia, que afecta a todo el Pueblo de Dios, recae especialmente sobre el sacerdote, que ha de sentir el anhelo de dar un testimonio constante de servicio y de la alegría de su vida de entrega, y de emplear todos los medios, en primer lugar los sobrenaturales, para que sean muchos quienes, sintiendo las necesidades de la Iglesia y la grandeza de la vocación sacerdotal, sepan hacer de su vida un servicio ministerial a Dios y a los hombres. El sacerdote ha de tener el corazón puesto en el seminario, sabiendo que los nuevos presbíteros serán continuadores de su misión y corona de su vida de entrega.
Hemos descrito hasta ahora algunos rasgos que hacen entrever la grandeza de la misión sacerdotal en su doble e inseparable proyección hacia la gloria de Dios y al servicio de los hombres.
La consideración de este panorama grandioso nos lleva a preguntarnos: ¿Cuál es el reflejo de esa consagración y misión en la vida del presbítero?
La respuesta a esta pregunta brota espontánea: el sacerdocio y la eficacia de la misión encierran una peculiar exigencia de santidad personal. La renovación de la Iglesia y la difusión del Evangelio no pueden basarse en un proceso de reforma –más o menos radical– de algunas estructuras externas, sino que ha de tener su raíz y comienzo en algo interior, en una renovación de las almas, en una búsqueda incesante de Jesucristo, que dará contenido y eficacia a las reformas de estructura que sean convenientes.
Es preciso que todos los sacerdotes consideremos frecuentemente –en un coloquio fecundo con Dios, en la intimidad de la oración personal– el contenido de lo que se afirma en el nº 12 del Decreto Presbyterorum Ordinis: quamvis enim gratia Dei etiam per indignos ministros opus salutis explere possit, tamen per illos ordinaria lege praeoptat Deus sua mirabilia ostendere, qui, dociliores impulsui et ductui Spiritus Sancti facti, ob suam intimam cum Christo unionem et vitae sanctimoniam, cum Apostolo dicere valeant: ‘Vivo autem, iam non ego, vivit vero in me Christus’ (Ga 2, 20).
El anuncio del mensaje de Jesucristo hace que el sacerdote experimente la necesidad de llenarse de la Palabra, de remansarla en su mente y en su corazón; el ministerio de los Sacramentos pide no una realización externa y oficial –suficiente para la validez–, sino sincero deseo de identificación con Jesucristo; finalmente, la misión de educar en la fe al Pueblo de Dios exige que la vida del sacerdote –hecha sacrificio gustoso, ofrenda gozosa– esté plenamente informada por la caridad pastoral, de la que derivan todas las virtudes humanas y sobrenaturales necesarias para el cumplimiento de su misión: caridad sin límites, hasta el olvido de sí mismo; fe que ilumina y anima a perseverar, sin dejarse vencer por el cansancio; obediencia total y delicada, pero a la vez inteligente, operativa y responsable; humildad y mansedumbre, que saben conjugar la comprensión con la firmeza; continencia perfecta, que llena de libertad el corazón para ofrecerlo a Dios en la adoración y entregarlo plenamente en el servicio de las almas; paciencia, que sabe sufrir en silencio y perdonar siempre; pobreza, que es lección de bienaventuranza y testimonio de esperanza.
Es conveniente hacer notar aquí que en el texto del Decreto no se han querido encuadrar las virtudes necesarias al sacerdote dentro de los llamados tres consejos evangélicos –eso habría podido inducir a una falsa identificación de la vida sacerdotal con la vida religiosa–, sino que se han enmarcado esas y otras virtudes, descritas con las características peculiares de la consagración y misión del sacerdote secular, dentro del ámbito de la caridad pastoral, en su doble proyección de adoración a Dios y servicio a los hombres.
Podemos decir en pocas palabras que el presbítero, a la vez homo Dei y homo ad homines missus; o, para expresarlo con mayor precisión, es homo Dei en virtud de una consagración especial que ha recibido para poder ser enviado a los hombres, y es enviado a los hombres por haber recibido la consagración, que le hace pertenencia de Dios. Por ello, el sacerdote ha de sentirse íntimamente unido a Dios, que le ha elegido y consagrado de una manera maravillosa e impensable, haciendo que, por el Sacramento del Orden, quede configurado a Cristo Sacerdote. Los sacerdotes hemos de pensar con agradecimiento –empleo palabras de monseñor Escrivá de Balaguer– en esa divinización hasta de nuestro cuerpo; en esa lengua que trae a Dios; en esas manos que le tocan; en ese poder de hacer milagros, al administrar la gracia. Nada valen las grandezas de este mundo en comparación con lo que Dios ha confiado al sacerdote 12. Esta identificación ha de llevar al sacerdote a vivir la misma vida de Jesucristo, insertándose vitalmente en la corriente de amor, de adoración y de entrega que, desde Jesucristo, fluye continuamente hacia el Padre.
A la vez, sin embargo, el presbítero –entresacado de entre los hombres– pro hominibus constituitur (Hb 5, 1), recibe la misión que ha de cumplir en favor de los hombres: no se pertenece a sí mismo, es todo de Dios y todo de los hombres, se debe a los demás, para iluminar, alimentar y guiar a las almas hacia la gloria de Dios mientras recorren el camino de la peregrinación terrena.
En un proyecto de mensaje de los Padres del Concilio a todos los sacerdotes se decía que el sacerdote debe hacerse hostia que se ofrece a Dios Padre y, a la vez, hostia quae traditur in cibum hominibus pro amore Dei. Este mensaje –que se había preparado para suplir algunas lagunas cuando, por decisión del Consejo de Presidencia del Concilio el esquema sobre los presbíteros quedó reducido a unas breves proposiciones– se hizo innecesario al ser autorizada la Comisión a preparar un Decreto de suficiente amplitud; sin embargo, la frase que hemos transcrito se incorporó al nuevo texto del Decreto, aunque hubo de modificarse ante la petición de algunos Padres conciliares que –refiero sus palabras– consideraban esta metáfora nimis audax, pero acertada. Por eso en el texto definitivo del Decreto se lee: dum Presbyteri cum actu Christi Sacerdotis se coniungunt, cotidie se totos Deo offerunt, et, dum Corpore Christi nutriuntur, ex corde participant Eius caritatem qui se in cibum dat fidelibus 13.
De las consideraciones que venimos haciendo se desprende que la existencia sacerdotal ha de plantearse como un servicio que lleva continuamente al presbítero, en las mil circunstancias de la vida diaria, a un olvido de sí mismo, para entregarse generosamente a las almas: el sacerdote –se ha dicho– debe poner el corazón en el suelo, para que sus hermanos pisen blando 14.
Para satisfacer esta exigencia de unión con Dios y de entrega a los hombres, el sacerdote encuentra el centro y raíz de toda su vida en el Sacrificio Eucarístico, donde en unión con Jesucristo, se ofrece enteramente a Dios en sacrificio de adoración, para llenarse a su vez de la caridad de Cristo pro mundi vita (Jn 6, 52). Es ésta la razón por la que en el Decreto (nº 13) se aconseja vivamente a los sacerdotes la celebración diaria de la Misa, que es siempre un acto de Cristo y de la Iglesia, aun en el caso de que el pueblo –la comunidad– no pueda estar materialmente presente. Esta misma exigencia lleva al sacerdote a ser hombre de oración, a fomentar su piedad personal –utilizando los medios que la Iglesia aconseja y a veces prescribe, y también los que libremente elija, porque responden mejor a sus peculiares circunstancias 15–, a llenarse de Dios y a sentir vivamente en sí mismo esa necesidad de adoración y de entrega, a las que quiere guiar a todas las almas.
Habría resultado incompleto el deseo de conocer mejor la Iglesia –de profundización teológica– y de darla a conocer mejor al mundo –de renovación pastoral y misionera–, si en el Concilio Ecuménico Vaticano II hubiera faltado el Decreto Presbyterorum Ordinis, que coloca el ministerio y la vida sacerdotal dentro del afortunado desarrollo eclesiológico que la Constitución Dogmática Lumen gentium ha sancionado y, al mismo tiempo, los coloca frente a las peculiares características culturales y sociales de nuestra época, que han encontrado su eco en la Constitución Pastoral Gaudium et spes.
Pero también habría fallado este deseo de profundización y de renovación, si el documento conciliar sobre el Presbiterado hubiese omitido en su proyecto alguno de los cuatro aspectos –teológico, pastoral, ascético y disciplinar– que era necesario integrar armónicamente en la estructura total del Decreto. Porque teología y derecho, jerarquía y ministerio, carisma y norma, Evangelio y ley no son solamente aspectos complementarios de la única y admirable realidad divina y humana de la Iglesia, sino que son también campos o terrenos diversos de una problemática común: naturalmente con problemas diversos, pero todos reales y nunca ajenos los unos a los otros. Por estas razones la estructura global del Decreto presenta un primer Capítulo doctrinal Presbyteratus in missione Ecclesiae; y a continuación, esta misma teología del Presbiterado introduce el discurso eminentemente pastoral del segundo Capítulo Presbyterorum ministerium y también el del tercer Capítulo Presbyterorum vita, prevalentemente ascético y disciplinar. Y todo el conjunto empapado, profundamente penetrado, por la misma idea fundamental ya expuesta en la Constitución Lumen gentium a propósito del Episcopado, es decir, el íntimo y profundo ligamen que existe entre consagración y misión. Esta unión, esta interdependencia, es lo que se ha procurado que sea el hilo conductor de todo el Decreto Presbyterorum Ordinis.
En el Capítulo primero, sobre la naturaleza del Presbiterado y sobre la condición de los Presbíteros en el mundo, el Concilio ha tenido ciertamente presente la necesidad de ofrecer una adecuada respuesta a dos interrogantes que han dado lugar a una abundante literatura, no siempre teológicamente seria, ni serena en la forma. El primer interrogante se plantea ante el notable desarrollo de la doctrina sobre el Episcopado y sobre el sacerdocio común de los fieles: ¿cuál es exactamente el papel de los Presbíteros en la única misión de la Iglesia, cuál es el valor y el significado de su sacerdocio? El segundo, en cambio, se plantea en relación con una civilización como la nuestra, que incesantemente se transforma en sus estructuras y en la que los valores religiosos corren el riesgo de ser oprimidos o arrinconados: ¿en qué forma es posible que los sacerdotes estén presentes, vital y operativamente, en la vida concreta de los hombres?
En la respuesta que el Decreto da al primer interrogante, el acento se pone en la especial consagración sacramental: que hace a los Presbíteros partícipes del mismo sacerdocio ministerial de Cristo in cuius persona agunt; religa su sacerdocio a la plenitud sacerdotal y a la misión pastoral de los Obispos quorum sunt cooperatores; y, por último, distingue netamente el sacerdocio ministerial de los Presbíteros del sacerdocio común de los simples fieles.
Para contestar al segundo interrogante –que se orienta a precisar no ya el lugar del Presbítero en la Iglesia, sino su lugar en el mundo, in gentibus– el acento se pone en la missio, es decir, en el segundo componente ontológico del Presbiterado al que antes aludíamos. Lógicamente se recuerda y se confirma la noción cultual del sacerdocio, sobre la cual se centra preferentemente la enseñanza del Concilio Tridentino; pero, al mismo tiempo, se llama la atención fuertemente sobre la clara exigencia misional del sacerdocio evangélico. El Decreto da este paso adelante –un gran paso que podrá tener sin duda notables consecuencias pastorales, y también ecuménicas– sobre todo cuando reproduce casi íntegramente el texto de Rm 15, 16: los Presbíteros, se dice, reciben una especial gracia de Dios para ser ministri Christi in gentibus, sacro Evangelii munere fungentes, ut fiat oblatio gentium accepta sanctificata in Spiritu Sancto.
No se trata de contraponer –como algunos comentan con ligereza– dos concepciones diversas o divergentes del sacerdocio (la ritual y la misional, la del Concilio de Trento y la del Concilio Vaticano II), se trata de exponer dos aspectos, dos momentos, incluso dos exigencias de un mismo culto sacerdotal. Y es muy lógico que sea así, ya que no sería posible celebrar con el Pueblo de Dios la Eucaristía –excelsa función sacerdotal– si antes este Pueblo no se forma, no se reúne, no se congrega. Los Apóstoles, dice San Agustín: Praedicaverunt Verbum veritatis et genuerunt Ecclesias (In Ps, 44, 23; PL 36, 508). Y Santo Tomás recuerda: Salvator noster discipulos ad praedicandum mittens tria eis iniunxit. Primo quidem ut docerent fidem; secundo, ut credentes imbuerent sacramentis (…) (In primam Decretalem).
Con palabras sencillas, sería como decir que el sacerdote no daría a Dios el culto debido si se quedase encerrado en el templo, si su actividad se limitara a las solas funciones rituales, si esperase que el pueblo viniera a buscarlo en la soledad progresiva de su aislamiento. Y esto es cierto hoy de modo particular, porque hoy es más que nunca necesario, en la edificación de la Iglesia, la presencia misional del sacerdote entre los hombres. Hombres que pertenecen a una sociedad empapada de materialismo –y por eso, con frecuencia insatisfechos, descorazonados, tristes–, a quienes es necesario acercarse como Jesús se acercó en el camino de Emaús –como compañero de viaje– para hacerse escuchar fácilmente, para hacerse comprender, para traducir a su lenguaje la Palabra de siempre, tantas veces repetida; para reavivar, finalmente, su fe y su alegría con la fracción del pan. Una presencia de los sacerdotes entre los hombres que estará siempre dominada por la instancia dialéctica insita en la misma naturaleza de la misión sacerdotal. Porque tal misión sólo podrá llevarse a cabo si el sacerdote –consagrado por el Espíritu– sabe estar entre los hombres (pro hominibus constitutus) y, al mismo tiempo, separado de ellos (ex hominibus assumptus): cfr. Hb 5, 1; si vive con los hombres, si comprende sus problemas, apreciará sus valores, pero al mismo tiempo en nombre de otra cosa, dará testimonio y enseñará otros valores, otros horizontes del alma, otra esperanza.
El Capítulo segundo se abre con una exhaustiva exposición de los munera sacerdotalia. Los Presbíteros, efectivamente, han recibido de Dios, a través de los Obispos, la potestad de evangelizar, de santificar y de gobernar a su Pueblo, en comunión jerárquica con los Obispos. Todas las formas del ministerio de la palabra están aquí consideradas: el kerigma, la catequesis, la predicación, la elaboración de la doctrina idónea para responder a los problemas que plantea en todo momento histórico y social la vida de los hombres. A continuación se explica cómo todos los Sacramentos, todas las funciones eclesiásticas, todas las obras de apostolado, están ordenadas a la Eucaristía: en la cual totum bonum spirituale Ecclesiae continetur, es decir, el mismo Cristo. Finalmente, al considerar la función del Presbítero como rector del pueblo cristiano, se desarrollan principalmente dos puntos: la necesaria educación de la personalidad cristiana de cada uno de los fieles –para que sean y se comporten como hombres de fe, como cristianos responsables, ante los deberes, grandes y pequeños, de cada día– y la formación de la comunidad cristiana hasta hacerla capaz de irradiar ella misma la fe y el amor en la sociedad civil.
El segundo artículo de este Capítulo considera ampliamente la figura del Presbítero en sus relaciones con el Orden Episcopal –y en particular con su Obispo–, con los otros Presbíteros y con los laicos, creyentes, y no creyentes. Se insiste en el lazo de comunión jerárquica, de caridad, de corresponsabilidad pastoral, de confianza y de amistad, que unen mutuamente Obispo y Presbítero.
Se habla también de un particular coetus Presbyterorum, representante del Presbiterio, que –mediante el perfeccionamiento de la actual figura jurídica del Cabildo catedral y de los Consultores diocesanos–, pueda aconsejar y ayudar al Obispo en el gobierno de la diócesis. La cooperación pastoral interparroquial e interdiocesana, la mutua colaboración y unión entre sacerdotes ocupados en tareas ministeriales diversas, los problemas de comprensión que a veces plantea la diferencia de edad y de mentalidad; asimismo las asociaciones sacerdotales y temas similares han sido ampliamente considerados, y se han trazado –cuando pareció necesario– las líneas directrices para oportunas soluciones jurídicas y prácticas. Por último, al exponer las relaciones entre Presbíteros y laicos se tuvo en cuenta, cuidadosamente, la misma doctrina conciliar acerca del laicado y sobre la participación de los fieles laicos en la misión apostólica de la Iglesia.
Un principio fundamental de la teología y de la pastoral de las vocaciones es que la responsabilidad de atender las vocaciones sacerdotales recae sobre todo el Pueblo de Dios. Constituye, sin embargo, un deber especial para los mismos sacerdotes, los cuales –con la oración, el testimonio de sus vidas, la predicación, la dirección espiritual, etc.–, pueden y deben fomentar el incremento de las vocaciones que la gracia de Dios no deja de suscitar en su Pueblo. Tal aspecto del ministerio sacerdotal es recordado en el Decreto que brevemente presentamos, junto con otros principios y normas doctrinales y prácticas para facilitar una adecuada distribución de los Presbíteros en el mundo, teniendo también en cuenta las necesarias adaptaciones de la institución jurídica de la incardinación y excardinación. Revisten un particular interés las recomendaciones que se hacen para estimular la formación de cuerpos móviles de sacerdotes seculares, incardinados en diócesis o prelaturas personales, los cuales, dotados de una formación doctrinal y pastoral especializada, pueden desarrollar peculiares actividades apostólicas con determinados grupos de personas, tanto en el ámbito nacional como a nivel internacional, en cualquier parte del mundo, donde las circunstancias pastorales aconsejen el desarrollo de tal trabajo especializado.
En el Capítulo tercero del Decreto, al trazar las líneas de una sólida espiritualidad sacerdotal, el Concilio ha querido, por una parte, evitar que tal espiritualidad pudiera confundirse con la que es propia del estado religioso; y, por otra parte, evitar pronunciarse acerca de determinadas cuestiones –por ejemplo, si el Presbiterado constituye a la persona en estado de perfección–, que han sido objeto de opiniones diferentes entre los estudiosos de la teología ascética y espiritual. Por este motivo, se prefirió exponer el contenido fundamental de una espiritualidad evangélica, sencilla y fuerte, capaz de guiar a todos los sacerdotes con cura de almas a la perfecta caritas pastoralis, es decir, a alcanzar la perfección cristiana a través del ejercicio del propio ministerio sacerdotal.
Efectivamente, el ejercicio solícito y recto de las tres grandes funciones ministeriales requiere y, al mismo tiempo, estimula y facilita la santidad personal del sacerdote, el cual encuentra en esta firme verdad el fundamento de la unidad y de la armonía de todos los aspectos de su vida. La evangelización, la predicación, son inseparables de la serena meditación de la Palabra divina. La devota y sincera celebración de la Santa Misa –que se recomienda vivamente sea cotidiana– lleva el alma del sacerdote a penetrar vitalmente en el sentido profundo de su existencia: que es sacrificio y comunión, vida plenamente consagrada al Padre y plenamente enviada, donada, comunicada al mundo y a los hombres. La guía de la comunidad cristiana que el Obispo le ha confiado evoca y solicita en la conciencia sacerdotal las virtudes propias del buen pastor: la caridad sin límites, hasta el olvido de sí mismo; la fe que ilumina, que estimula a perseverar, a esperar, a no cansarse nunca; la obediencia total y delicada, pero también inteligente, operativa, responsable; la humildad y la mansedumbre, que saben armonizar la comprensión con la firmeza; la perfecta continencia, que hace al corazón libre, enteramente disponible, para mejor ofrecerlo en la adoración y entregado más cumplidamente en el servicio; la paciencia, que sabe sufrir en silencio y perdonarlo todo; la pobreza que es lección de bienaventuranza y testimonio de esperanza. Espiritualidad, pues, evangélica y profundamente sacerdotal, en la que se integran, al lado del conjunto de los consejos del Evangelio, también los conocidos tres consejos evangélicos, que la ascética propia del estado religioso ha ido tipificando con peculiaridades doctrinales y prácticas, no siempre aplicables al ejercicio del ministerio sacerdotal, que está siempre en contacto inmediato y directo con la vida cotidiana de los hombres. También aquí (como al tratar las cuestiones disciplinares y prácticas conexas con la vida intelectual y material de los Presbíteros) se refleja la preocupación constante del Decreto –destinado especialmente a los sacerdotes seculares– por manifestar el profundo ligamen que existe entre consagración y misión, entre dedicación al servicio de Dios e inserción en la comunidad humana, de la cual el mismo Cristo-Sacerdote forma parte. Esta íntima armonía y correspondencia entre las dos componentes ontológicas del Presbiterado, nos parece que es el modo en el que el Decreto Presbyterorum Ordinis aporta su dinamismo al total dinamismo del Concilio Ecuménico, que tiende a presentar la Iglesia, habitaculum Dei in Spiritu (Ef 2, 22), en la plenitud de su misión en el mundo, para llevarle a Cristo.
La carta del Sumo Pontífice Paulo VI al consejo de Presidencia del Concilio Ecuménico Vaticano II (11-X-1965) 1, donde se indicaba que no era conveniente tratar del celibato sacerdotal en las discusiones públicas del Aula Conciliar, fue equivocadamente interpretada por algunos como una imposición mediante la cual este tema quedaba excluido de la competencia del Concilio Vaticano II: se habría debido soslayar este problema en el Decreto Presbyterorum Ordinis –que entonces se discutía–, o bien limitarse a presentarlo de un modo genérico, sin adentrarse en un estudio suficientemente profundo.
Los hechos, sin embargo, desmintieron esa interpretación: la carta del Papa evitó ciertamente que, sobre tema tan delicado, trascendiesen al dominio público discusiones que, expuestas quizá sin la necesaria prudencia en algunos medios de comunicación social –con insistencia sobre los aspectos más llamativos y sensacionalistas–, hubieran creado confusión en muchos sectores de la opinión pública. Se trató, pues, de una medida encaminada a evitar posibles inconvenientes –que, por otra parte, no habrían aportado ninguna clarificación al estudio sereno de esta materia–, pero de ninguna manera supuso un límite a la libertad de los Padres Conciliares, que siguieron presentando por escrito sus observaciones al texto sobre el celibato contenido en el Decreto Presbyterorum Ordinis, como ya lo habían hecho anteriormente, en repetidas ocasiones. Por eso, considerando los documentos del Concilio Vaticano II donde se trata de esta cuestión, y el largo iter que se siguió en el estudio del problema, puede justamente decirse que nunca hasta ahora un Concilio Ecuménico ha afrontado el tema del celibato sacerdotal de modo tan directo, en una asamblea tan numerosa y representativa y con tanta abundancia y variedad de datos.
En efecto, las referencias al celibato en textos de los Concilios precedentes contenían únicamente disposiciones disciplinares, a las que raramente y como de pasada se añadía alguna explicación de carácter doctrinal 2. Bastará recordar que el Concilio de Elvira (entre los años 300 y 306) sanciona en su canon 33 no el celibato sacerdotal propiamente dicho, sino sólo un aspecto parcial: la prohibición de usar del matrimonio ya contraído impuesta a aquellos que, viviendo en el estado matrimonial, hubieran sido llamados al sacerdocio 3. El mismo Concilio Tridentino, en la sesión XXIV, trata del celibato sólo indirectamente, ya que se limita a sancionar la nulidad del matrimonio contraído por quienes están ordenados in sacris, y esta prescripción se encuentra no entre las disposiciones referentes al sacerdocio, sino entre los cánones acerca del matrimonio 4.
El Concilio Vaticano II, sin embargo, ha afrontado ampliamente el tema del celibato sacerdotal, principalmente en el Decreto Presbyterorum ordinis, 16, y en el Decreto Optatam totius, 10. No parece necesario hacer constar aquí que el contenido de estos textos ha sido fruto no de una imposición autoritaria de ningún tipo, sino de un estudio largo y documentado, realizado colegialmente por las respectivas Comisiones Conciliares, atendiendo siempre a los deseos y peticiones de los Padres. Por lo que se refiere concretamente a la Comisión Conciliar De disciplina cleri, debemos decir que se planteó espontáneamente ella misma, ya comenzado el Concilio 5, la conveniencia de tratar este tema, sin que mediara siquiera una indicación por parte de la comisión Coordinadora y menos aún una directiva personal del Santo Padre.
En el primer esbozo –realizado por la Comisión preparatoria en 1961– del Esquema que, en nueve sucesivas redacciones, habría de dar lugar al Decreto Presbyterorum Ordinis, se hacía referencia solamente a la castidad que han de vivir los sacerdotes 6. Se dio un paso adelante con el Esquema De clericis, del 22 de abril de 1963, donde se continuaba tratando genéricamente de la castidad, pero introduciendo un nuevo elemento: su observancia según las tradiciones y prescripciones de los diversos ritos, con lo que se hacía referencia explícita a la disciplina vigente en las Iglesias orientales 7.
El texto siguió perfilándose en el nº 6 del Esquema De sacerdotibus, del 27-lV-1964, ya que –antes de hablar de la castidad y de otras virtudes en concreto– se expone el principio general de la imitación de Jesucristo y de la vida según el Evangelio, de tal manera, sin embargo, que no pudiera entenderse como reducida a los llamados consejos evangélicos, lo que hubiera llevado a una identificación ascética del estado clerical con el estado religioso 8. En la siguiente redacción, la Comisión creyó necesario ampliar más el contenido del párrafo dedicado a la castidad sacerdotal: se hace ya mención expresa no sólo de esta virtud, sino también –y explícitamente– del celibato sacerdotal 9, exponiendo las razones doctrinales que lo avalan. La Comisión se sintió movida a hacerlo así porque, como se decía en la relación general introductoria del Esquema, hoy se oyen muchas voces confusas que impugnan el celibato; por eso, ha parecido muy oportuno confirmarlo expresamente, y exponer su altísima significación en la vida y en el ministerio del sacerdote 10.
Cuando este Esquema de proposiciones se discutió por primera vez en la Congregación General, en el mes de octubre de 1964, los Padres Conciliares –que ya desde la primera redacción del texto habían enviado abundantes observaciones escritas– expresaron su deseo de que el texto de aquellas doce breves proposiciones se ampliase suficientemente, para poder tratar con la profundidad necesaria la problemática del presbiterado. De esta manera, se pudo entregar a los Padres, antes de finalizar la tercera sesión conciliar, el Esquema de Decreto De ministerio et vita Presbyterorum 11, en el que ya fue posible desarrollar adecuadamente el tema del celibato sacerdotal, haciendo a la vez las necesarias distinciones y referencias a la condición de los sacerdotes orientales que viven legítimamente en matrimonio 12.
Teniendo en cuenta las observaciones escritas que los Padres hicieron a este texto, la Comisión lo retocó de nuevo otras dos veces –en marzo de 1965 13 y en octubre del mismo año 14–, para matizar y corregir todas las expresiones que pudieran dar lugar a alguna interpretación menos recta o a alguna ambigüedad. A pesar de todas estas múltiples enmiendas sucesivas del texto, estudiadas y discutidas por la Comisión sobre la base de las propuestas enviadas por los Padres, en la votación previa a la aprobación del Esquema por parte de la Congregación General, se presentaron propuestas de enmienda al texto sobre el celibato firmadas por un total de 1.150 Padres Conciliares 15: señal clara del interés y de la profundidad con que este problema fue seguido y tratado por el Concilio.
Intencionalmente hemos hecho esta somera exposición histórica, para mostrar cómo los Padres del Vaticano II expresaron en todo momento su opinión sobre este tema con entera libertad, aunque en la última sesión el celibato quedase excluido –y aun así, sólo en parte– de las discusiones orales en la Congregación General. Fueron, en efecto, 1.691 los Padres que, a lo largo de las nueve sucesivas redacciones del Esquema, propusieron enmiendas, ideas o sugerencias para mejorar el texto dedicado al celibato sacerdotal 16. Finalmente, el número dedicado al celibato, junto con el resto del Decreto Presbyterorum Ordinis, fue aprobado por 2.390 de los 2.394 Padres que tomaron parte en la IX Sesión Pública del Concilio, el día 7 de diciembre de 1965 17.
Al reflexionar sobre sí misma –con el rigor con que ha sabido hacerlo–, la Iglesia del Vaticano II se ha interrogado sobre lo que significa para ella exactamente el celibato sacerdotal –¿cuál es su valor?–, y sobre la conveniencia –¿es sabiduría del Espíritu o es sólo prudencia humana?– de mantener o no la secular disciplina eclesiástica que lo prescribe en la Iglesia latina. Éstas fueron las dos grandes cuestiones a las que, durante la elaboración del Decreto Presbyterorum Ordinis, juzgaron los Padres que podían reducirse todos los múltiples interrogantes de orden teológico, pastoral, ascético, antropológico, ecuménico y disciplinar que el tema proponía.
Que el celibato no pertenece a la estructura constitucional del sacerdocio, y por tanto no es exigido por él suapte natura 18, es una verdad teológica evidente que, al margen de la diversidad de suposiciones históricas sobre la forma concreta –en el matrimonio o fuera de él–, según la cual los Apóstoles vivieron la perfecta castidad 19, se apoya en el testimonio de la Iglesia primitiva (cfr. 1Tm 3, 2-5; Tt 1, 6) y en la praxis y tradiciones de las Iglesias orientales. Es lógico, por eso, que una primera aproximación al tema llevase a hacer esta afirmación. Pero inmediatamente se imponen otras preguntas: ¿cuál es entonces la razón de ser del vínculo celibato-sacerdocio? ¿Corresponde este vínculo, como otras instituciones eclesiásticas que no son de derecho divino, a una mera configuración histórica y transitoria de una realidad social o doctrinal en la vida de la Iglesia, que quizá tuvo su razón de ser en otras circunstancias, pero ya no la tiene?
Algunas de las hipótesis históricas que se han hecho sobre el origen del celibato sacerdotal han creído ver una decisiva influencia de las doctrinas gnósticas, encratitas o montanistas, de inspiración platónica, en la progresiva maduración, a principios del siglo III, de una conciencia dualista en el interior de la Iglesia, una de cuyas consecuencias sería precisamente la identificación indiscriminada de lo sexual con lo material e impuro (los representantes principales de esta tendencia serían Orígenes y Tertuliano, que, como se sabe, pasó al montanismo después del año 308). Consiguientemente –y junto a un cierto menosprecio del estado matrimonial– el ideal espiritual cristiano habría ido encarnándose de modo cada vez más absoluto en la virginidad, la continencia matrimonial y la viudez, exaltadas obsesivamente por una abundante literatura ascética. Este ideal radical de pureza, que al principio nació como una inspiración general de los fieles y sin ninguna relación concreta al ministerio pastoral, habría ido ligándose a él progresivamente, sobre todo a partir del momento en que el ministerium del obispo, del presbítero o del diácono, desprendido de su primitiva forma y ámbito familiar de ejercicio en la domus ecclesiae, se fue configurando progresivamente como un ministerio público y sagrado. Es evidente –concluyen esas mismas hipótesis– que, considerándose cualquier ejercicio de la sexualidad como impuro, habría de terminarse separando del servicio directo de los sacramentos –que requiere en el ministro el mayor grado posible de pureza– primero el uso del matrimonio y, finalmente, la misma posibilidad de contraer nupcias.
No es éste el lugar adecuado para detenernos a valorar lo que puede haber de cierto y lo que hay de menos conforme a la realidad histórica, en esta apreciación global de toda la espiritualidad cristiana, a partir del siglo III, como tendencialmente dualista y, por tanto, condenadora o despreciadora de toda sexualidad. Es un hecho evidente, sin embargo, que el Magisterio de la Iglesia ha tenido siempre una alta consideración del matrimonio cristiano, sacramentum magnum (cfr. Ef 5, 32), si bien no ha dejado de enseñar al mismo tiempo –dentro del deber que los fieles tienen de seguir vocacionalmente el don del Espíritu recibido por cada uno (cfr. 1Co 7, 7)– la peculiar excelencia teológica y eclesiológica de la virginidad dedicada a Dios 20, según el ejemplo y la doctrina del Señor (cfr. Mt 19, 11-12). No parece, pues, que pueda afirmarse con suficiente fundamento que haya sido una valoración doctrinal del matrimonio como quid impurum la razón verdadera y principal de los vínculos de conveniencia que a lo largo de la historia se han ido descubriendo progresivamente y valorando –primero en la vida carismática del Pueblo de Dios y después en sus instituciones– entre el Sacramento del Orden y el celibato.
De cualquier manera, no podría pensarse razonablemente que en el Concilio Vaticano II, momento de la historia de la salvación en que más hondamente ha expuesto el Magisterio la doctrina sobre la llamada universal a la santidad y, concretamente, la valoración del matrimonio como vocación y camino de santidad 21, haya podido ser al mismo tiempo una mentalidad platonizante o maniquea la que inspirase a los mismos Padres la exposición de razones que avalan la multimoda convenientia 22 del celibato con el sacerdocio. Ni tampoco podría pensarse que esa mentalidad –perpetuadora inerte de la radical oposición entre carne y espíritu– hubiera viciado el juicio de valor doctrinal e histórico hecho por el Concilio Vaticano II al afirmar: La continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos recomendada por Jesucristo Señor Nuestro, gozosamente abrazada y laudablemente observada por no pocos cristianos a través de los tiempos y también en nuestros días, siempre ha sido tenida en mucho por la Iglesia, especialmente para la vida sacerdotal 23.
Pero, ¿cuáles son esas razones de conveniencia? Por lo que se refiere en concreto al texto del Decreto Presbyterorum Ordinis que comentamos, pienso que las razones expuestas quedaron encuadradas dentro de las dos grandes líneas directivas –consagración y misión–, que guiaron la profundización hecha por el Concilio en la misma teología del sacerdocio, entendida dentro del misterio de Cristo y de su Iglesia.
El sacerdote es fundamentalmente un hombre consagrado, un hombre de Dios (1Tm 6, 11). En la vida peregrinante del Pueblo del Señor a través de la historia de la humanidad, el sacerdote ha sido siempre un elegido, un ungido, un homo ex hominibus assumptus (cfr. Hb 5, 1). La figura y la vida del llamado a ser ministro del culto al único Dios verdadero queda traspasada por un halo y un destino de segregación, que lo pone en cierto modo fuera y por encima de la común historia de los demás hombres: sine patre, sine matre, sine genealogia, dice San Pablo de la figura a la vez arcana y profética de Melchisedech (cfr. Hb 7, 3).
Pero esta llamada y elección adquirieron una particular hondura y una peculiarísima dimensión teológica cuando, al llegar la plenitud del tiempo (cfr. Ga 4, 4), fue Dios mismo quien se hizo Sacerdote en la Humanidad perfectísima y santísima del Unigénito del Padre, Cristo Jesús, Pontifex futurorum bonorum (cfr. Hb 9, 11), que inauguró un nuevo sacerdocio en el templo de su cuerpo (cfr. Jn 2, 21) ofreciéndose a sí mismo inmaculado a Dios (cfr. Hb 9, 14), y quiso perpetuar a lo largo del tiempo su sacrificio (cfr. Lc 22, 19; 1Co 11, 24) por la acción de otros hombres a los que hizo y hace partícipes de su supremo y eterno sacerdocio (cfr. Hb 5, 1-10; Hb 7, 24; Hb 9, 11-28).
A partir de este momento de desarrollo del propósito divino de salvación, el sacerdocio ministerial en el Pueblo de Dios es algo más que un oficio público y sacro ejercido en servicio de la comunidad de los fieles: es, fundamentalmente y antes que cualquier otra cosa, una configuración, una transformación sacramental y misteriosa de la persona del hombre-sacerdote en la persona del mismo Cristo, único Mediador (cfr. 1Tm 2, 5). En efecto, el sacerdocio de la Nueva Alianza se confiere por un Sacramento peculiar, mediante el cual los Presbíteros quedan marcados con un carácter especial por la unción del Espíritu Santo y así se configuran con Cristo Sacerdote 24.
De tal manera se configura la misión y la vida del sacerdote del Nuevo Testamento a la misión y la vida del Unigénito del Padre, que el Sacramento obra el prodigio de lograr que un hombre, aun con la debilidad inherente a la condición humana, pueda actuar en nombre del mismo Cristo Cabeza de la Iglesia 25 y participe de la autoridad con la que el mismo Cristo edifica, santifica y gobierna a su Cuerpo 26: para dar gloria a Dios Padre y comunicar continuamente la vida divina a los hombres, hasta que, al final de los tiempos (cfr. Mt 24, 3), Ipse tradiderit Regnum Deo et Patri 27.
Hay, pues, en la vocación sacerdotal una asunción tal de la persona por Dios que, quedando a salvo la integridad de la naturaleza humana, ésta se vincula y consagra íntegramente al servicio y amor total de Cristo sacerdote. Es tan grande esta riqueza de vínculos íntimos de unión con Cristo, que el sacerdote fiel a la gracia de su vocación puede con más razón que nadie hacer suyas las palabras del Apóstol: mihi vivere Christus est (Flp 1, 21), vivo autem iam non ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 20).
Siendo esto así, se comprende que el mismo contenido y significado de su vocación –meditada y acogida con profundidad teológica cada vez más rica y honda– haya llevado al sacerdote cristiano a valorar la suma conveniencia de abrazar en su vida esa perfecta continencia de la que es prototipo y ejemplo la virginidad de Cristo sacerdote, y por la cual tanto se confirma y refuerza la unión mística del ministro de Cristo con Aquel por quien sacramentalmente ha sido asimilado. El sacerdote, en efecto, por la perfecta continencia nova et eximia ratione Christo consecratur 28.
Si se considera que Cristo, de cuya acción el sacerdote es instrumento vivo, dedicó la integridad de su naturaleza humana –alma y cuerpo, y a lo largo de toda su vida– al cumplimiento amoroso del ministerio de reconciliación (cfr. Rm 5, 11) para el que había sido enviado, se comprende bien que el sacerdote vea tan ligada a su consagración ministerial la conveniencia, por Amor de Dios y de los hombres, de configurar su vida a la virginidad de Jesucristo, plenamente dedicada a Dios y a los hombres: para unirse así cada vez más íntimamente a Aquel que le eligió, y transformarse más plenamente en Él.
Si Jesucristo, Sumo Sacerdote, quiso someter la plenitud de su perfecta Humanidad 29 al cumplimiento exclusivo de la voluntad del Padre (cfr. Jn 4, 34; Jn 5, 30; Jn 6, 38) para buscar únicamente su gloria, bien se entiende también la gran conveniencia de que, por la virginidad dedicada a Dios, el sacerdote reproduzca en la totalidad de su ser y en la totalidad de su vida –cuyo centro y raíz es el mismo Sacrificio Eucarístico 30– esa amorosa inmolación y perfecta donación filial de Cristo Víctima.
Si se considera que el Amor encarnado entre los hombres evitó cualquier atadura humana –por justa y noble que fuese– que pudiera en algún momento dificultar o restar plenitud a su total dedicación ministerial, se comprende bien la conveniencia de que el sacerdote haga lo mismo, renunciando libremente –por el celibato– a algo en sí bueno y santo, para unirse más fácilmente a Cristo con todo el corazón (cfr. Mt 19, 12; 1Co 7, 32-34), y por Él y en Él dedicarse con más libertad al entero servicio de Dios y de los hombres. Aparece así la íntima conexión que existe entre la llamada de Cristo a ser ministro suyo y la invitación que Él hace a sus discípulos para que renuncien a tener familia, mujer e hijos propter me et propter regnum caelorum (Mc 10, 23-30; Mt 20, 23- 29; Lc 18, 24-30).
Si se considera que Cristo, mortificatus quidem carne, vivificatus spiritu (1P 3, 18), no quiso para sí más vínculo nupcial que el que contrajo con todo el linaje humano en la Iglesia, se ve claramente en qué gran medida la virginidad sacerdotal significa y facilita esa participación del ministro de Cristo en el amor universal del Maestro: y en su misión, íntegramente dedicada al servicio de la nueva humanidad, que tiene su origen no en la sangre, ni en la voluntad de la carne, ni en voluntad de varón, sino en Dios (cfr. Jn 1, 13).
Pero esta última consideración nos introduce ya directamente en el otro aspecto de la vocación y del ministerio sacerdotal al que antes aludimos: la particular relación que el sacerdocio ministerial tiene con el Pueblo de Dios.
También como el sacerdocio del Antiguo Testamento, el sacerdocio de la Nueva Alianza pro hominibus constituitur in iis quae sunt ad Deum (Hb 5, 1). Pero esta entrega y dedicación del sacerdote a los hombres, al servicio del Pueblo de Dios, adquirió una nueva y profunda dimensión teológica cuando vino al mundo Jesucristo, Buen Pastor (cfr. Jn 10, 11; 1P 5, 4), a quien el Padre santificó y envió (cfr. Jn 10, 36), ut nos redimeret ab omni iniquitate et mundaret sibi populum. acceptabilem, sectatorem bonorum operum (Tt 2, 14): obra que realiza a través del tiempo, mediante el ministerio de sus sacerdotes, a los cuales consagra y envía por el Espíritu, para que sean en la Iglesia dispensadores de los misterios de Dios (cfr. 1Co 4, 1). Cristo, por tanto, habitando entre nosotros tanquam filius in domo sua (Hb 3, 6), llama mediante sus ministros a los hijos de Dios, los congrega en su Iglesia, les comunica la vida divina y, de este modo, los conduce en el Espíritu al Padre 31.
El sacerdocio cristiano está, pues, íntimamente unido al misterio, a la vida, al crecimiento y al destino de la Iglesia, Esposa virginal de Cristo (cfr. Ap 19, 7; Ap 21, 2 y 9; Ap 22, 17; 2Co 11, 2). El sacerdote es el padre, el hermano, el siervo universal; su persona y su vida toda pertenecen a los demás, son posesión de la Iglesia, que lo ama con amor nupcial y tiene con él y sobre él –que hace las veces de Cristo, su Esposo– relaciones y derechos de los que ningún otro hombre puede ser destinatario. Ciertamente, el matrimonio es también signo (cfr. Ef 5, 25) del amor nupcial de Cristo y sus ministros para con la Iglesia: por eso precisamente se comprende bien la conveniencia del celibato –que custodia mejor la unidad del corazón humano (cfr. 1Co 7, 33)– para defender, llenar de plenitud y enriquecer de intimidad los lazos de amor nupcial que unen el sacerdocio cristiano con la Esposa de Cristo. Y se comprende también de qué modo excelente esa virginidad sacerdotal estimula, representa y testifica ante los fieles y ante el mundo la caridad pastoral del Buen Pastor, que paternamente, fraternamente, amigablemente se entrega sin reservas al servicio del rebaño que le ha sido confiado (cfr. Jn 10, 11; 1Jn 3, 16): caridad pastoral que constituye, para el sacerdote, el vínculo de la perfección a que ha sido llamado 32.
Elegido, consagrado y enviado para formar y alimentar a la Iglesia con la Palabra y la gracia de Dios, el sacerdote comprende existencialmente, en su vida pastoral, la grandeza a la vez divina y humana de su vocación, descubriendo la necesidad que los demás hombres tienen de él. Siente que su corazón se dilata, y que su afectividad y capacidad de amar se realizan plenamente en la tarea pastoral y paterna (cfr. Ga 4, 19) de engendrar gozosamente al Pueblo de Dios en la fe, de formarlo y llevarlo como virgen casta (cfr. 2Co 11, 2) a la plenitud de vida en Cristo. Bien se ve, por eso, en qué medida la virginidad, a cuya fecundidad ninguna fecundidad de la carne puede compararse 33, es especialmente para los sacerdotes fons sipiritualis fecunditatis in mundo 34, cómo dispone al sacerdote para recibir y ejercer con peculiar amplitud la paternidad en Cristo 35 y cuánto eleva y dilata en su vida –para el mejor cumplimiento de su ministerio de regeneración– la necesidad que el sacerdote tiene, como todo hombre, de ejercer su capacidad generadora y de conducir a la madurez los hijos que son fruto de su amor.
Pero la Esposa virginal y fecunda de Cristo se encuentra en esta tierra como peregrina (cfr. 2Co 5, 6), busca las cosas de más arriba y, teniendo las primicias del Espíritu, gime (cfr. Rm 8, 23) y ansía estar con Cristo (cfr. Flp 1, 23) en la gloria del siglo futuro (cfr. Col 3, 4), en el cual los hijos de la resurrección, configurados a la claridad de Cristo (cfr. Flp 3, 21), neque nubent neque ducent uxores (Lc 20, 35).
Bien se comprende, por tanto, de qué modo excelente el celibato, que convierte al sacerdote en signo particularmente representativo de la virginidad y del amor fecundo de la Esposa de Cristo, le haga a la vez testigo profético, en el tiempo, de ese mundo futuro donde habita la justicia (cfr. 2P 3, 13) y en el cual los redimidos serán semejantes a Dios, pues le verán tal cual es (cfr. 1Jn 3, 2). De la misma manera, a nadie se oculta cómo la perfecta y perpetua continencia por el Reino de los cielos refuerza y evidencia ante los hombres –particularmente de frente a las crisis de fe que las diversas formas de materialismo provocan en el mundo– esa llamada escatológica que es inherente a la misión de la Iglesia y, de modo particular, al ministerio evangelizador del sacerdote, testigo inquietante de la eternidad.
Todas estas razones sobre la altísima congruencia del celibato con el sacerdocio, fundadas en el misterio de Cristo y en su misión 36, son, por tanto, razones que la Iglesia descubre profundizando en la misma teología del sacerdocio. La Esposa de Cristo vislumbra que unas tensiones muy íntimas unen entre sí el misterio del amor indiviso y el misterio del sacerdocio de la Nueva Alianza; y enseña por tanto que esas razones –no de necesidad absoluta, pero sí de suma conveniencia– se integran dentro de una espiritualidad netamente sacerdotal, que tiende a la íntima configuración moral, a la transformación mística del ministro de Cristo en el mismo Sumo Sacerdote, a quien representa por el carácter recibido en el Sacramento del Orden. Nos parece importante que esta realidad se tenga cuidadosamente en cuenta, porque fue siempre mente de los Padres del Concilio 37 evitar que se pueda confundir el celibato sacerdotal –como algunos han llegado a hacer, animados incluso de las mejores intenciones apologéticas– como una asimilación de la espiritualidad sacerdotal a la propia del estado religioso. En efecto, las razones que aduce el Decreto Presbyterorum Ordinis no se refieren al valor que tiene en sí misma la continencia perfecta –valor que queda ya claramente de manifiesto en la Sagrada Escritura–, ni basan la conveniencia del celibato en el hecho de que facilita la perfección personal haciendo más santo al sacerdote, ni tampoco en que quiera hacerse una distinción entre un tipo de perfección común –a la que estarían llamados todos los fieles– y otra perfección más alta, reservada exclusivamente a sacerdotes y religiosos 38. En modo alguno se afirma ni podía afirmarse esto en el Decreto Presbyterorum Ordinis, porque la santidad es única y todos los fieles en la Iglesia están llamados a la perfección de la santidad con la que el Padre es perfecto 39. Lo que enseña el Concilio es que el celibato es sumamente conveniente al sacerdocio porque, al reforzar la íntima vinculación sacramental del instrumento al Amor que lo maneja, expresa muy bien y manifiesta la misión sacerdotal, y ayuda eficazmente a los sacerdotes para el perfecto cumplimiento de su tarea 40.
Pensamos que la fidelidad a esta doctrina es importante también para una recta dirección espiritual de los sacerdotes seculares y para la misma formación de los alumnos en los seminarios. Porque es necesario que unos y otros comprendan y estimen siempre el celibato no como un elemento extrínseco e inútil –una superestructura– sobreañadido a su sacerdocio por influencia de la ascética monacal o religiosa, sino como una conveniencia íntima de la participación del sacerdocio en la capitalidad de Cristo y en el servicio de la nueva humanidad que en Él y por Él engendra y conduce a la plenitud 41. Así, la meditación de los misterios que su vocación entraña y significa, llevará por sí misma al sacerdote a amar el celibato y a abrazar con generosidad y alegría el sacrificio fecundo que representa.
Esta comprensión y valoración de los íntimos vínculos teológicos y pastorales que unen el celibato con el sacerdocio responde además a una exigencia profunda del alma, que quizá en nuestros días los hombres sienten con particular sensibilidad: nos referimos al deseo de autenticidad, de vivir de acuerdo con el ser propio de cada uno, evitando toda posible incongruencia entre ser y acción. Es ésta, en el plano puramente psicológico, una exigencia del necesario equilibrio interior de la persona y, en el plano ético, una manifestación de amor y de fidelidad a la propia vocación.
No es, pues, el vínculo que une el celibato con el sacerdocio un vínculo artificial y efímero. Aunque no pertenezca a la constitución fundamental de la Iglesia, el celibato sacerdotal no es una superestructura sin fundamento, ni una adherencia histórica pasajera. Es fruto de la acción del Espíritu en la Iglesia: por tanto, una manifestación vital del desarrollo de la semilla que tiende a convertirse en árbol frondoso (cfr. Mt 13, 31-32). Antes de que la reflexión de los teólogos dedujese las razones cristológicas y eclesiológicas y escatológicas de conveniencia, el sensus fidei del Pueblo de Dios comenzó a intuir la honda dimensión espiritual y pastoral del vínculo celibato-sacerdocio. El instinto sobrenatural de la comunidad profética ungida por el Santo (cfr. 1Jn 2, 20) precedió así a los sucesivos actos del Magisterio jerárquico, que primero recomendó a todos los clérigos el celibato y, finalmente, estableció en la Iglesia latina la obligación jurídica de este vínculo para todos los que habrían de ser promovidos al Orden sagrado.
La Jerarquía reguló así un movimiento que se había abierto paso en la entraña carismática de la Iglesia, y encauzó socialmente esta manifestación de la vida misma del Espíritu. Nuevamente ahora la Iglesia reunida en Concilio –sociológicamente el más universal de los Concilios celebrados hasta ahora 42– comprobat et confirmat esta legislación 43 para todos los clérigos destinados al Presbiterado 44, sin que esto suponga detrimento alguno a la disciplina peculiar de las Iglesias orientales y sin prejuzgar lo más mínimo –puesto que, como se ha dicho, se trata de algo que no pertenece a la constitución fundamental de la Iglesia– la disciplina propia de las comunidades separadas, con las que se ha entablado un sincero diálogo ecuménico.
Evidentemente los Padres del Vaticano II, al reafirmar la ley del celibato, no dejaron de tener presente una objeción que no es nueva en la historia: ¿puede imponerse por ley humana el celibato? Ciertamente, no. Por eso, ya al comienzo del texto del 16 del Decreto se recuerda que la continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos es un don divino, que Dios otorga a quien quiere. Un don gratuitamente dado y libremente recibido y ejercido, que pertenece al patrimonio del Pueblo de Dios 45 y no admite en su recepción y en su ejercicio violencias humanas de ningún tipo. La autoridad eclesiástica no puede dar ni imponer aquello sobre lo que no tiene capacidad de disponer. Lo que sí puede, en cambio, es establecer la condición de haber recibido este don para tener acceso a las Sagradas Órdenes. y esto es lo que hace la ley del celibato. Con ella la Jerarquía, que custodia y administra los sacramentos instituidos por Jesucristo, decide no conferir el Sacramento del Orden sino a aquellos sobre los que se tenga la certeza moral de que han recibido el carisma de la perfecta continencia y, libre y responsablemente, se comprometan a custodiarlo y cultivarlo. Conteniendo el sacerdocio ministerial el ejercicio de un oficio y poder público en el Pueblo de Dios y en su servicio 46, es aún más comprensible la perfecta legitimidad con que la autoridad –atendiendo al bien común de la Iglesia y teniendo presentes las razones teológicas y pastorales que indican la gran conveniencia del sacerdocio celibatario– puede poner la condición que representa la ley del celibato.
Al obrar así, la Iglesia no atenta contra la dignidad de la persona humana, impidiendo el ejercicio de un derecho natural –el ius connubii– que es parte integrante de esa dignidad. En efecto, la renuncia a ese derecho la hace libremente quien recibió el don divino de la perfecta continencia. La Jerarquía es la primera interesada, por respeto a la dignidad humana y cristiana de los fieles y por el mismo bien pastoral del Pueblo de Dios, de que la asunción por el futuro sacerdote de esa responsabilidad sea verdaderamente consciente y se haga con la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 21) 47.
Todas estas razones que justifican el vínculo también jurídico del celibato con el sacerdocio en la Iglesia latina, quedaron evidentemente supeditadas en la mente de los Padres del Vaticano II a un último y definitivo interrogante, a cuya formulación contribuían también motivos importantes de teología pastoral, de sociología y de estadística: ¿es prudente confiar así el futuro del sacerdocio ministerial a la existencia y abundancia del don de la perfecta y perpetua continencia? La respuesta a esa pregunta ha sido un acto de fe impresionante y conmovedor de la Esposa de Cristo, porque el Colegio Episcopal, reunido en Concilio, confirma la actual legislación confidens in Spiritu donum coelibatus, sacerdocio Novi Testamenti tam congruum, liberaliter a Patre dari 48. Confiando en la misericordia divina, la Iglesia se abandona al amor y al poder de Aquel en quien cree, con la misma fe firme que siempre conmovió a su Esposo (cfr. Mt 8, 10), y en la cual siempre se encuentra el camino necesario para la salvación (cfr. Mt 9, 2; Mc 16, 16; Lc 8, 12; etcétera).
A los sacerdotes que han de custodiar este don divino, y a toda la comunidad de los fieles, para cuya vida los sacerdotes dan su propia vida y la entregan en sacrificio, corresponde el deber de pedir humildemente y sin descanso al Padre, en el nombre de Cristo (cfr. Jn 14, 13), que no niegue a su pueblo la abundancia de esta gracia. Por eso el Concilio ruega no sólo a los sacerdotes, sino también a todos los fieles, que tengan en gran estima este don precioso del celibato sacerdotal y pidan todos a Dios que conceda siempre con abundancia este don a su Iglesia 49.
Las reflexiones hechas en el Decreto Presbyterorum Ordinis sobre el valor y significado del celibato sacerdotal y sobre la naturaleza y razón de ser de la ley que lo exige en la Iglesia latina a todos los sacerdotes, ha llevado al Concilio Vaticano II a señalar y exponer en sus líneas generales una serie de motivos generales de conveniencia que son ahora objeto de meditación y desarrollo por parte de los teólogos. Dadas las profundas implicaciones personales y existenciales que el tema del celibato sacerdotal lleva consigo, estas razones conciliares, expuestas de modo general –no podía ser de otra manera–, podrán quizá parecer abstractas e insuficientes a quien las valore desde una perspectiva puramente racionalista o desde una situación subjetiva poco serena. Conviene, sin embargo, tener en cuenta que el texto conciliar, precisamente por su mismo carácter de doctrina general, no ha pretendido ni podía pretender exponer detalladamente las múltiples perspectivas existenciales concretas desde las que los sacerdotes –cada sacerdote en particular– pueden y deben ahondar personalmente en la compresión cada vez mayor (cfr. Mt 19, 12) del don recibido y en su custodia fiel.
Precisamente, para que se haga esa tarea personal de profundización y meditación el Concilio exhorta a todos los sacerdotes que, confiando en la gracia de Dios, han abrazado libremente el celibato sagrado según el ejemplo de Cristo, para que, observándolo animosamente y con todo corazón y perseverando fielmente en este estado, cobren conocimiento de ese don preclaro que les ha sido otorgado por el Padre y que tantas alabanzas ha recibido del Señor 50.
Es solamente en la oración, en la intimidad del diálogo inmediato y personal con Dios, que abre los corazones y las inteligencias (cfr. Hch 16, 14), donde el hombre de fe puede ahondar en la comprensión de la voluntad divina respecto a su propia vida. Si los sacerdotes, como educadores en la fe 51, enseñan esto mismo a los demás fieles, se comprende bien que el Concilio haya querido recordar la necesidad que tienen ellos mismos de meditar y orar, para poder ser fieles a su propia vocación y a los dones que con ella recibieron. Porque solamente con una lógica iluminada por el escándalo, la locura y la fecundidad de la Cruz (cfr. 1Co 1, 23; Jn 12, 32), puede comprenderse la plena razón de amor que entraña el celibato. Solamente con una lógica que no sea intelectualista ni abstracta –que no eluda la sinceridad de la respuesta personal al Dios que llama a cada uno por su nombre (cfr. Is 43, 1)– puede el sacerdote adentrar su alma en los grandes misterios que se representan y se cumplen en el celibato sacerdotal 52.
En ese espíritu de oración y de adoración, con el cual los Presbíteros pedirán en unión con toda la Iglesia la gracia de la fidelidad, que nunca se niega a quienes la piden 53, se abrirá la existencia sacerdotal a la exacta comprensión de las dificultades que la guarda del don de la perfecta continencia lleva consigo para un hombre fisiológicamente y psicológicamente normal, y a valorar delicadamente los medios necesarios, naturales y sobrenaturales, y las normas ascéticas recomendadas por la experiencia de la Iglesia, y que no son menos necesarias en nuestros días 54.
El celibato sacerdotal de ningún modo excluye, tampoco en esta tierra, la alegría y felicidad humanas (cfr. 1Co 7, 40). Sin embargo, como todas las decisiones radicales y definitivas que abrazan la existencia total del hombre, el celibato es un vínculo de amor arduo y difícil. Por eso, lo mismo que en el amor humano, la plenitud de amor que lleva consigo el celibato exige una renovación realizada cada día en una renuncia alegre de sí mismo. Sólo así pueden vencerse las dificultades que nacen con el correr del tiempo o como consecuencia de la rutina y las resistencias –ciertamente comprensibles en una virilidad normal– que opone la carne sacrificada. El celibato es una posibilidad normal para una naturaleza bien constituida, pero no puede observarse con la sola ayuda de las fuerzas naturales: Expertus non eram, et propriarum virium credebam esse continentiam, quarum mihi eram conscius. Cum tam stultus essem, ut nescirem, sicut scriptum est: Neminem esse posse continentem, nisi tu dederis (Sb 8, 21). Utique dares, si gemitu interno pulsarem aures tuas, et fide solida in te iactarem curam meam 55.
La presencia de Cristo en los cristianos. Tal significativo título que, según se me ha comunicado, será también incluido en este libro *, pienso que me exime felizmente de deber detenerme en una consideración previa que no hubiera podido ser eludida: me refiero a la naturaleza sacerdotal del entero Pueblo de Dios. Digo consideración previa, porque –a semejanza de lo que ha dicho el Vaticano II, en los textos de su Magisterio, especialmente en la Constitución Lumen gentium y en el Decreto Presbyterorum Ordinis– cualquier descripción total o parcial que se desee hacer de la figura del sacerdote, tanto desde el punto de vista esencial u ontológico –¿cuál es el contenido del sacerdocio ministerial cristiano?– como desde la perspectiva existencial o sociológica de su lugar en la Iglesia y su inserción en la ciudad terrestre, me parece que no debería prescindir de afirmar antes o de suponer claramente que a cada cristiano, a cada hombre incorporado al Cuerpo místico de Cristo por el bautismo, se le pueden aplicar también con toda razón aquellas palabras con que San Pablo describía la prodigiosa divinización de su persona: Vivo pero no soy yo quien vive, es Cristo quien vive en mí 1.
La figura del sacerdote, en efecto, no monopoliza la presencia ejemplar y operativa de Cristo entre los hombres. Cualquier bautizado es objetivamente –por su participación sacramental en el sacerdocio común de Cristo– alter Christus, y como otro Cristo puede, si subjetivamente pone los medios necesarios para corresponder a la gracia bautismal, rendir ante el mundo testimonio de la santidad del Padre y llevar al corazón de los hombres el mensaje de salvación de quien vino a pacificar en sí mismo, por la Cruz, todas las cosas 2.
Dicho esto –para prevenir los posibles equívocos o malentendidos de sabor más o menos clerical a que, no obstante la teología del Vaticano II, pudiera todavía dar lugar el título que encabeza estas líneas–, nos parece que lo que se nos pide puede ya precisarse en la respuesta a las dos siguientes preguntas, explícita o implícitamente presentes en una buena parte de la abundante literatura actual sobre la figura del sacerdote: además de esa presencia de Jesucristo en todos los cristianos, ¿puede decirse que Cristo está presente de un modo nuevo y distinto en el sacerdote? Y, en el caso de que la respuesta sea afirmativa, ¿cómo y con qué consecuencias concretas se refleja esta nueva presencia de Cristo en la existencia sacerdotal?
La respuesta a estos interrogantes entraña necesariamente una reflexión sobre la naturaleza del sacerdocio ministerial del Nuevo Testamento y obliga a remontar el pensamiento hasta las características mismas de la fe que Jesucristo predicó y de la Iglesia que vino a fundar. Forzosamente, por tanto, nuestro análisis habrá de ser muy esquemático, sin ninguna pretensión de exhaustividad. Se trata sólo de apuntar aquellos elementos que, en nuestra opinión, contribuyen de modo principal a perfilar los rasgos más salientes del sacerdocio ministerial cristiano y, como consecuencia, permiten definir la particular presencia de Dios que se da en la figura del hombre-ministro de Cristo.
Punto de partida ha de ser el designio divino con respecto a los hombres. Dios, que ha creado al hombre, se le ha ido manifestando de diversos modos hasta que, una vez llegada la plenitud de los tiempos, sobrevino la encarnación de Jesucristo, el Verbo Divino, enviado por el Padre para darnos a conocer todo aquello que Dios ha querido comunicarnos y hacernos participar de la misma vida divina. Este rasgo –este progresivo acercamiento de Dios al hombre, esta gratuita apertura al hombre de la intimidad divina– caracteriza de modo propio y singular la religión proclamada por Jesucristo, y la distingue radicalmente de cualquier otra: el cristianismo, efectivamente, no es una búsqueda de Dios por el hombre, sino un descenso de la vida divina hasta el nivel del hombre. Es Dios quien se manifiesta, se descubre, se revela, quien busca a los hombres, para infundir en ellos su misma vida. Punto de partida de la fe cristiana es, por tanto, la aceptación, la recepción llena de fe (obediencia de la fe) de aquello que Dios ha dado: sólo después, una vez recibido y aceptado libremente el don de Dios, surge la necesidad de una respuesta por parte de la criatura. La religión cristiana, es, pues, una irrupción de Dios en la vida del hombre: olvidar este hecho supondría reducir la vida del cristiano a una especie de humanismo religioso –a la búsqueda puramente racional de un Dios lejano, para que se nos muestre propicio– o, en el plano de las relaciones con los demás hombres, a un mero sociologismo o a un moralismo antropológico, sin más horizonte que la ética de los valores.
Pero el designio salvífico de Dios incluye también el que la vida divina se nos comunique dentro de la Iglesia fundada por Jesucristo –en la cuál opera, además, incesantemente el Espíritu Santo, distribuyendo entre los fieles sus dones y carismas–, a través de cauces específicamente instituidos: la proclamación de la Palabra, los Sacramentos y el régimen pastoral, que son actos sacerdotales de Jesucristo, Cabeza de la Iglesia. Cristo, pues, está presente en su Iglesia no sólo en cuanto que atrae a sí a todos los fieles, para que en Él y con Él formen un solo Cuerpo, sino que está presente, y de un modo eminente, como Cabeza y Pastor que instruye, santifica y gobierna constantemente a su Pueblo. Y es esta presencia de Jesucristo-Cabeza, la que se realiza a través del sacerdocio ministerial que Él quiso instituir en el seno de su Iglesia: de manera que el sacerdote, además de ser un cristiano –un hombre incorporado por el bautismo–, por la consagración recibida en el Sacramento del Orden se hace representante –la expresión más adecuada en este caso sería, con los debidos matices, alter ego– de Jesucristo Cabeza de la Iglesia, para cumplir en su nombre y en su misma potestad 3 la función de enseñar, santificar y dirigir pastoralmente a los demás miembros de su Cuerpo, hasta el fin de los tiempos. Yo mismo –había profetizado Ezequiel– apacentaré a mis ovejas y yo mismo las llevaré a la majada, dice el Señor. Buscaré la oveja perdida, traeré la extraviada, vendaré la herida y curaré la enferma 4.
El sacerdote cristiano, pues, forma parte de una estructura institucional querida por Dios, para que la vida divina llegue a los hombres a través de ministerios específicos por Él igualmente establecidos. Como ha recordado Paulo VI con palabras del Apóstol, el sacerdote queda constituido en dispensador de los misterios de Dios 5, con la misión de hacer llegar a todo el Cuerpo la vida divina, a través de la palabra, los sacramentos y el régimen pastoral; por eso, el sacerdocio ministerial cristiano no es un oficio o un servicio cualquiera que se ejercita en favor de la comunidad eclesial, sino un servicio que participa de un modo absolutamente especial y con carácter indeleble en la potestad del sacerdocio de Cristo, mediante el Sacramento del Orden 6.
He aquí una distinción y una precisión que nos parecen fundamentales, particularmente hoy cuando no son pocos los interrogantes que se ponen –a veces desde una franca situación de angustia–, respecto a la naturaleza del sacerdocio ministerial cristiano y al llamado problema de las formas de inserción del sacerdote en el mundo. Cuestión ésta que nos parece fundamental, también en relación al tema concreto que nos ocupa. Porque si se desvirtuase la naturaleza del sacerdocio ministerial –si los sacerdotes no llegasen a una acabada comprensión de lo que son y del para qué son– o si, como consecuencia, se buscasen formas de inserción en la sociedad moderna que fueran poco congruentes con la naturaleza del sacerdocio ministerial, o no ahondasen suficientemente en él sus raíces, entonces quiere decir que se estaría comenzando a privar a la comunidad cristiana y al mundo de esa particular presencia de Cristo, Cabeza y Pastor de su Iglesia, que se da a través de la figura del sacerdote cristiano. Hipótesis absurda, lo sabemos, porque eso significaría la desaparición también del sacerdocio común de los fieles y el regreso, no ciertamente a los tiempos de la Iglesia primitiva, sino a las fases más primitivas de la humanidad, cuando el Pueblo de Dios, protagonista ya de la historia, pero informe y errante como ovejas sin pastor 7, ni siquiera era Pueblo 8. Pero volvamos a la distinción antes apuntada.
El sacerdocio ministerial cristiano, a diferencia de cualquier otro sacerdocio –ya aludimos antes a la radical distinción entre el cristianismo y las demás religiones– no es una función a la que un hombre es destinado por otros hombres para que interceda por ellos ante la divinidad: es una misión, para la que un hombre es asumido por Dios 9 para que sea ante los demás signo vivo de la presencia de Cristo, único Mediador 10, Cabeza y Pastor de su Pueblo. El sacerdocio cristiano no está, pues, en la línea de las relaciones éticas de los hombres entre sí, y tampoco en el plano del solo esfuerzo humano por acercarse a Dios: el sacerdocio cristiano es un don de Dios y queda situado irreversiblemente en la línea vertical de la búsqueda del hombre por parte de su Creador y Santificador, en la línea sacramental de la gratuita apertura de la intimidad divina al hombre. En otras palabras, el sacerdocio cristiano es esencialmente –tocamos así la única comprensión posible de su naturaleza– una misión eminentemente sagrada: tanto por su origen (es Cristo quien la otorga) como por su contenido (los divinos misterios) y por la misma forma en que se confiere: un sacramento.
Por eso el sacerdote cristiano no es ante Dios un árbitro o un delegado del pueblo ni es ante los hombres un funcionario o un empleado de Dios: es –no por una vocación cualquiera, sino por la gracia transfigurante de un sacramento –el alter ego del Unigénito del Padre, de Jesucristo Cabeza y Pastor de la nueva humanidad que Él mismo ha creado.
Cristo está presente en el sacerdote para significar al mundo que la reconciliación por Él operada no es un acto circunscrito a un tiempo y a un lugar determinados, sino que ese único acto de reconciliación, universalmente eficaz –nótese la dimensión ecuménica y misionera del sacerdocio cristiano: a todas las gentes, de todos los lugares– trasciende las categorías del devenir humano y se prolonga continuamente en el tiempo hasta que, cumplida la última hora de la historia, de nuevo Cristo venga 11.
A través de la figura y de la acción del sacerdote –que actúa, repetimos, no sólo en nombre, sino en la misma persona de Cristo Cabeza 12– el único y eterno Sacerdote recuerda a los hombres que su encarnación, su pasión y su muerte y su resurrección no son un acontecimiento que pueda ser relegado al archivo de la humanidad, al baúl de los recuerdos, sino una punzante realidad siempre actual, continuamente actualizada en la Eucaristía, Sacrificio de Cristo, punto focal de la vida de la Iglesia 13.
En el sacerdote, doctor de la fe 14, está presente Cristo para convocar y reunir a su Pueblo mediante la proclamación auténtica de su palabra, para engendrar y educar ese Pueblo en la fe, para discernir los auténticos carismas de los fieles y conducir a cada cristiano a la madurez de la edad perfecta 15, es decir, a seguir su propia vocación según el Evangelio, a una caridad sincera y práctica y a la libertad con que Cristo nos hizo libres 16.
De la misma manera, Cristo Pastor está presente en el sacerdote para actualizar continuamente la llamada universal a la conversión y a la penitencia, que prepara la llegada del Reino de los Cielos 17. Está presente, para hacer comprender a los hombres que el perdón de sus faltas, la reconciliación del alma en Dios, no podría ser el fruto de un monólogo –por aguda que sea la capacidad personal de reflexión y de crítica–, que nadie puede autopacificarse la conciencia, que el corazón contrito ha de someter sus pecados a la Iglesia-institución, al hombre-sacerdote, permanente testigo histórico en el Sacramento de la Penitencia, de la radical necesidad que la humanidad caída ha tenido del Hombre-Dios, único Justo y Justificador.
Cristo, además, primogénito de toda criatura 18, está presente en el sacerdote para hacer que el entero Pueblo sacerdotal de Dios pueda ofrecer al Padre su culto y oblación espiritual. Está presente para hacer que la vida, el trabajo, los afanes, las luchas y esperanzas del cristiano, puestas y ofrecidas como pan sobre el Altar del Sacrificio, puedan ser gratamente recibidas por el Padre in odorem suavitatis, por su unión al Cuerpo y a la Sangre del Hijo, única Víctima propiciatoria. Al mismo tiempo el ministerio sacerdotal testimonia así ante el mundo, que ninguna civilización, ningún proceso humano de desarrollo y crecimiento podrá alcanzar su perfección –podrá llegar a ser materia divinamente transfigurada para el Reino de los Cielos 19–, si ese proceso se colocase al margen o contra el orden de la nueva creación inaugurada con el Sacrificio de Cristo. Y esto, además, sin que el sacerdote –testigo el más cualificado de la trascendencia del Evangelio– caiga en la tentación de ponerse al servicio de una ideología o facción humanas 20.
Bastantes otras consideraciones más podrían hacerse sobre la acción que Cristo Cabeza y Pastor de la Iglesia realiza a través del sacerdocio ministerial, pero las que hemos ya apuntado, evocando los aspectos principales del ministerio del sacerdote, nos parecen suficientes para responder brevemente a la segunda pregunta que nos hacíamos al principio: ¿con qué consecuencias concretas se refleja en la existencia sacerdotal esta nueva y específica presencia de Cristo entre su Pueblo?
En primer lugar, nos parece necesario destacar que la existencia sacerdotal, creada por el Sacramento del Orden, aparece como una existencia nueva, distinta de la que se realiza en la vida de los demás fieles. Porque a la consagración bautismal del cristiano se sobrepone en el sacerdote una consagración, es decir, una nueva configuración ontológica de su persona, que es ahora totalmente e irrevocablemente asumida por Cristo, Pastor de su Pueblo, y destinada al cumplimiento de una misión propia y específica. El ministerio sacerdotal, pues, se configura a su vez como absorbente de la entera vida y actividad del sacerdote: no es una mera ocupación que empeñe parcialmente la inteligencia y la efectividad de la persona, o que exija solamente la dedicación de un número mayor o menor de horas al día. El sacerdote, cualquiera que sea la situación concreta en que se encuentre, lleva siempre consigo la responsabilidad vocacional de ser representante de Jesucristo Cabeza de la Iglesia, y no hay esfera de su vida o de su actividad que pueda escapar a esta radical exigencia de totalidad.
Se comprende bien –si se considera la peculiar naturaleza del sacerdocio ministerial del Nuevo Testamento y esta radicalidad de entrega que comporta– por qué a lo largo de los siglos el mismo Pueblo sacerdotal de Dios, la comunidad profética ungida por el Santo 21 ha ido intuyendo y descubriendo (entre otros aspectos teológicos y ascéticos de la existencia sacerdotal) las muchas razones de conveniencia 22 que fueron entrelazando progresivamente entre sí el binomio sacerdocio ministerial-celibato apostólico: y ha sido así incluso en las Iglesias orientales, donde la misma tradición lo ha exigido al menos en el caso de los obispos, en cuanto detentadores de la plenitud del sacerdocio ministerial.
En segundo lugar, parece oportuno notar que en la vida y el ministerio del sacerdote, ministro a la vez de la Palabra y del Sacramento, ninguna oposición o ruptura podría legítimamente concebirse entre lo que, usando una terminología dialéctica quizá ya superada, se ha llamado sacerdocio cultual y sacerdocio misionero. El sacerdote, en efecto, siente en lo más profundo de su ser, configurado a la imagen del Buen Pastor, el impulso fuerte y constante de acercar almas a Dios –y, en este sentido, el anuncio de la Palabra, la predicación a los no creyentes, ocupa un lugar primario, porque es preparación para la fe–, pero el sacerdote no puede dar por terminada su tarea en ningún momento, puesto que ha de educar en la fe y hacer crecer en gracia mediante los sacramentos a los que ya se han acercado con el propósito de ser ayudados a responder personalmente al don de Dios.
Hay algunos autores que, por una insuficiente comprensión de la específica naturaleza del sacerdocio ministerial –que reducen a tareas generalmente predicables del sacerdocio común de los fieles: profetismo evangélico, testimonio de caridad cristiana, etc.– han hablado de una necesidad de desacralizar el sacerdocio, para poder facilitar así la inserción del hombre-sacerdote en la civilización secular en que vivimos. A nuestro juicio, late en el fondo de esta afirmación, de cuya sinceridad, sin embargo, no dudamos, una doble confusión. De una parte, la insuficiencia teológica de su postura –no somos nosotros ciertamente los primeros en denunciarla–, que atribuye erróneamente a adherencias históricas y culturales ajenas al Evangelio lo que de sacro hay en el sacerdocio ministerial cristiano (Cuanto sobre la naturaleza de este sacerdocio hemos ya recordado brevemente, siguiendo la doctrina del Concilio Vaticano II, nos parece que nos exime de detenernos a razonar más la superficialidad de tal afirmación). De otra parte, late en esa postura una actitud indefinida de pesimismo, de inseguridad personal y de angustia ante el medio ambiente –no nos atrevemos a definirla falta de espíritu sacerdotal, o simplemente de fortaleza cristiana–, que quizá raya con el llamado complejo del hombre desvinculado, del hombre falto de articulación vital con la sociedad; lo que Rof Carballo ha denominado complejo de Segismundo 23, por asimilación al famoso príncipe segregado del mundo, y después enfrentado con él, cuya tragedia interior describió Calderón de la Barca en La vida es sueño.
Quizá, sin embargo, se trate solamente de una simple manifestación más de la mentalidad clerical –deformación patológica del sacerdocio ministerial de Cristo 24–, que no se resigna todavía a ser superada, y busca afanosamente nuevas formas de supervivencia: es bien sabido, en efecto, cómo en algunos sacerdotes la mentalidad clerical, que primero les llevaba a menospreciar el significado del sacerdocio común de los fieles, después les está llevando a la franca adulación e imitación indiscriminada del laico y de las formas laicales de participación en la misión de la Iglesia.
En cualquier caso, es cierto que un hombre –cualquier hombre– se encontrará psicológicamente desadaptado si tiene motivos para pensar que está desarraigado del ambiente social en que se mueve, o que en ese ambiente no tiene misión ninguna que cumplir. Nos parece, sin embargo, que un sacerdote católico –que entienda hondamente su sacerdocio ministerial, a la luz de la fe– no podrá nunca pensar sinceramente eso, cualesquiera que sean las circunstancias sociológicas –o, si se quiere, el grado de paganismo o de descristianización– de la sociedad en que se mueva.
Es la fe, efectivamente, lo único que puede hacer comprender –sin sobreestimaciones o depreciaciones clericales– toda la riqueza del contenido del sacerdocio ministerial cristiano. Y sólo la fe puede dar razón de la condición dialéctica inherente a la existencia, a la vida y al ministerio del sacerdote: entresacado de los hombres, segregado en cierto modo en el seno del Pueblo de Dios y de la ciudad, puesto que queda constituido en dispensador de una vida distinta de la terrena, pero de ningún modo ajeno a la vida y condición de los demás hombres, para cuyo servicio Cristo, autor de la nueva humanidad, lo consagra y lo envía 25.
Visto el problema, no desde el punto de vista de la existencia sacerdotal, sino desde la perspectiva de quienes son destinatarios de ese servicio divino, podríamos, finalmente, preguntarnos: ¿qué quieren, qué esperan los hombres del sacerdote, ministro de Cristo, signo viviente de la presencia del Buen Pastor? Nos atrevemos a afirmar que necesitan, que desean y esperan, aunque muchas veces no razonen conscientemente esa necesidad y esa esperanza, un sacerdote-sacerdote, un hombre que se desviva por ellos, por abrirles los horizontes del alma, que ejerza sin cesar su ministerio, que tenga un corazón grande, capaz de comprender y de querer a todos, aunque pueda a veces no verse correspondido; un hombre que dé con sencillez y alegría, oportunamente y aun inoportunamente 26, aquello que él sólo puede dar: la riqueza de gracia, de intimidad divina, que a través de él Dios quiere distribuir a los hombres. En una palabra, un sacerdote que encuentre en su sagrado ministerio –apoyado en una fe firme– la razón de toda su existencia, y no tenga necesidad de buscar fuera de él una artificial inserción en la comunidad de los demás hombres.
Por el Sacramento del Orden, los Presbíteros se configuran con Cristo Sacerdote, como ministros de la Cabeza, para construir y edificar todo su Cuerpo, que es la Iglesia, como colaboradores del Orden episcopal. Ya en la consagración del Bautismo –como los demás fieles– recibieron el signo y el don de una vocación y gracia tan altas que, aun en medio de la flaqueza humana, pueden y deben tender a la perfección conforme a las palabras del Señor: Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto (Mt 5, 48) 1. La llamada a la santidad y la consiguiente exigencia de santificación personal, es universal: todos, sacerdotes y laicos, estamos llamados a la santidad; y todos hemos recibido, con el Bautismo, las primicias de esa vida espiritual que, por su misma naturaleza, tiende a la plenitud. Por exigencia de su común vocación cristiana –como algo que exige el único bautismo que han recibido– el sacerdote y el seglar deben aspirar, por igual, a la santidad, que es una participación en la vida divina (cfr. S. Cirilo de Jerusalén, Catecheses 21, 2). Esa santidad, a la que son llamados, no es mayor en el sacerdote que en el seglar: porque el laico no es un cristiano de segunda categoría. La santidad, tanto en el sacerdote como en el laico, no es otra cosa que la perfección de la vida cristiana, que la plenitud de la filiación divina 2.
En este sentido, hay que decir que, lo mismo que la llamada a la santidad y la santificación misma es una y universal, lo es también la espiritualidad: la esencia y el dinamismo de esa vida espiritual divina, que comienza en el Bautismo y tendrá su plenitud en la Gloria. Espiritualidad que es la vida de Cristo, la acción santificadora del Espíritu Santo, de virtualidad infinita, que abarca cualquier situación personal, cualquier estado, todo ministerio. Así, al hablar de espiritualidad del sacerdocio, como al hablar de la santificación del sacerdote, no se quiere decir más que desarrollo de la vida espiritual cristiana, efectiva tendencia a la santidad, con los medios oportunos. Y a propósito del sacerdocio, lo que cabe añadir es que los sacerdotes están obligados a adquirir esa perfección con especial motivo, puesto que, consagrados a Dios de un nuevo modo por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo Eterno Sacerdote, para proseguir a través del tiempo Su admirable obra, que restauró con divina eficacia toda la comunidad humana 3.
Es evidente, sin embargo, que esa unidad fontal y radical de la santificación y, en consecuencia, de la espiritualidad cristiana, se puede ir diversificando –manteniéndose idéntica en lo esencial– según la variedad de situaciones humanas y eclesiales, la pluralidad de los carismas y de los ministerios, la multiforme riqueza del don de Dios. La espiritualidad no puede ser nunca entendida como un conjunto de prácticas piadosas y ascéticas yuxtapuestas de cualquier modo al conjunto de derechos y deberes determinados por la propia condición; por el contrario, las propias circunstancias, en cuanto respondan al querer de Dios, han de ser asumidas y vitalizadas sobrenaturalmente por un determinado modo de desarrollar la vida espiritual, desarrollo que ha de alcanzarse precisamente en y a través de aquellas circunstancias. Así, el ideal de la santidad, único y común a todos los cristianos, es accesible a través de los distintos estados o géneros de vida, sin salirse de ellos, porque son otros tantos caminos que nos llevan al Señor: basta cumplir, en cada estado y oficio, los deberes que el propio estado y el propio trabajo imponen 4.
En el caso concreto del sacerdote secular –en tanto siga siendo secular–, la espiritualidad no puede ser algo sobreañadido y heterogéneo respecto de su función eclesial: no se tratará, por tanto, de una adaptación más o menos artificiosa y extrínseca de los llamados consejos evangélicos, característicos del estado religioso con sus peculiares exigencias ascéticas; por el contrario, su espiritualidad ha de asumir y estimular las líneas de fuerza de su consagración sacerdotal y de las obligaciones que el ministerio comporta, haciendo de esa consagración y del ejercicio de ese ministerio también el modo de acceder a la santidad, a la que, como todos los cristianos, el sacerdote está llamado por Dios.
Parece aquí muy conveniente hacer una breve exposición de las características esenciales del sacerdocio, para poder señalar después las líneas esenciales de una espiritualidad que sea conforme al carácter y a la misión sacerdotales.
El sacerdocio es fundamentalmente una configuración, una transformación sacramental y misteriosa del cristiano en Cristo Sumo y Eterno Sacerdote, único Mediador. El sacerdote no es más cristiano que los demás fieles, pero es más sacerdote, e incluso lo es de un modo esencialmente distinto. El sacerdocio de los Presbíteros, si bien presupone los Sacramentos de la iniciación cristiana, se confiere mediante un Sacramento particular, por el que los Presbíteros, por la unción del Espíritu Santo, son sellados con un carácter especial, y se configuran con Cristo Sacerdote de tal modo que pueden actuar en la persona de Cristo Cabeza 5, ejerciendo aquellas funciones que le son propias precisamente en cuanto Cabeza de su Cuerpo Místico: ofrecer el Sacrificio eucarístico, perdonar los pecados, predicar con autoridad la Palabra de Dios… El sacerdocio –esa consagración definitiva y característica a Dios– hace a los sacerdotes ocupar un puesto peculiar y prestar un servicio específico e imprescindible en el desarrollo histórico de la Redención, tal como Dios mismo lo ha querido, en el crecimiento ad extra y ad intra de la Iglesia de Cristo: Él constituyó a los unos apóstoles, a los otros profetas, a éstos evangelistas, a aquéllos pastores y doctores, para la perfección consumada de los santos, para la obra del ministerio, para la edificación del Cuerpo de Cristo hasta que todos alcancemos la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, cual varones perfectos, a la medida de la plenitud de Cristo 6.
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es el sacerdote único, el sacerdote por esencia, el Mediador de la Nueva y definitiva Alianza 7. Ya el sacerdocio del Antiguo Testamento se ordenaba a Cristo: aquella porción que Dios entresacaba de su Pueblo, confiriéndole esa misión específica 8, preparaba y prefiguraba la mediación de Cristo 9. Y a partir de la Encarnación, establecida la Nueva Alianza, todo sacerdocio hubo ya de realizarse per Ipsum, et cum Ipso, et in Ipso, lo que tiene lugar por el ministerio visible de la Iglesia, instituido por el mismo Cristo 10.
Es verdad que todo el Pueblo de Dios es un pueblo sacerdotal 11, pero sólo algunos en ese Pueblo tendrán una participación en el sacerdocio de Cristo de tal naturaleza que les capacite para obrar in persona Christi y en nombre de toda la Iglesia: el mismo Señor, para que se formase un solo cuerpo, en el que todos los miembros no tienen la misma función (Rm 12, 4), a algunos entre los fieles los instituyó como ministros que, en la sociedad de los fieles, gozasen de la sagrada potestad del Orden, para ofrecer el Sacrificio y perdonar los pecados, y ejerciesen públicamente el oficio sacerdotal en nombre de Cristo a favor de los hombres 12. En efecto, sólo el sacerdote potest gerere personam totius Ecclesiae, qui consacrat Eucharistiam, quae est sacramentum universalis Ecclesiae 13. Sólo Cristo es todo en todos: sólo Él y quien Él elige puede actuar por todos y para todos, en representación del Cuerpo entero, en la persona de Cristo Cabeza.
La elección que Dios hace del fiel llamado al sacerdocio, incorporándolo a la estructura institucional del presbiterado, mediante la unción del Espíritu Santo y el carácter especial que lo sella y lo configura con Cristo Sacerdote, lo constituye en ministro, le confiere la capacidad de una función instrumental que hará de él alter Christus 14. Esta mediación participada del presbítero inserta la acción sacerdotal de todos los fieles en la mediación esencial de Cristo Sumo y Eterno Sacerdote. A través del ministerio de los Presbíteros el sacrificio espiritual de los fieles se consuma en unión con el sacrificio de Cristo, único Mediador; sacrificio que, por las manos de los Presbíteros, en nombre de toda la Iglesia, es ofrecido incruenta y sacramentalmente en la Eucaristía, hasta que venga el Señor 15.
Cualquiera que sea la modalidad concreta del ministerio que el presbítero ejerce, en virtud de esa mediación participada, único es el fin al que tiende. El fin que los Presbíteros persiguen con su ministerio y su vida es rendir gloria a Dios Padre en Cristo. Gloria que consiste en que los hombres reciban conscientemente con libertad y gratitud la obra de Dios realizada en Cristo y la manifiesten en toda su vida. De aquí que los Presbíteros, cuando se entregan a la oración y adoración, cuando predican la palabra, cuando ofrecen el Sacrificio Eucarístico y administran los demás Sacramentos, o cuando ejercen otros ministerios en bien de los hombres, contribuyen tanto al engrandecimiento de la gloria de Dios como al progreso de los hombres en la vida divina 16. De ahí también que esa finalidad determine plenamente la vida del presbítero. Cristo, a quien el Padre santificó o consagró y envió al mundo, se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar al pueblo propiedad suya, de forma que le fuese agradable y practicase buenas obras (Tt 2, 14), y así mediante la pasión entró en su gloria. De modo semejante los Presbíteros, consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, mortifican en sí mismos las obras de la carne y se entregan por completo al servicio de los hombres, y de esta manera pueden ir acercándose hacia el hombre perfecto en la santidad con que han sido enriquecidos en Cristo 17.
Es importante hacer notar la relación que se establece entre la santificación personal del sacerdote y la plenitud de su entrega a la misión que le ha sido encomendada. Los sacerdotes han sido elegidos por Dios y entresacados del Pueblo para que se entreguen por completo (totaliter) a la obra para la cual el Señor los tomó 18. A partir de su ordenación, toda recuperación de aquellas realidades o funciones a las que, elegido y movido por Dios, renunció para entregarse a su misión, sería ya una pérdida: para la Iglesia, en donde el sacerdote es punto focal de irradiación salvífica, y para el mismo sacerdote que, hecho vaso de elección, configurado ontológica y definitivamente (in aeternum) por el carácter sacerdotal, se encuentra ante la alternativa de llenar su existencia de vida sacerdotal o tenerla vacía.
Por consiguiente, ejerciendo el ministerio del Espíritu y de la justicia, se fortalecen en la vida espiritual siempre que sean dóciles al Espíritu de Cristo, que los vivifica y conduce. Tienden a la perfección de su vida a través de las acciones sagradas de cada día y de todo su ministerio, ejercido en comunión con el Obispo y los Presbíteros. La santidad de los Presbíteros contribuye grandemente al cumplimiento eficaz del propio ministerio. En efecto, aunque la gracia de Dios pueda cumplir la obra de salvación incluso por medio de ministros indignos, sin embargo, Dios, por regla general, prefiere manifestar sus maravillas a través de quienes, más dóciles al impulso y a la dirección del Espíritu Santo, por su íntima unión con Cristo y por la santidad de su vida, pueden decir con el Apóstol: Vivo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2, 20) 19. De ahí la perfecta unión que debe darse –y el Decreto Presbyterorum Ordinis lo recuerda repetidas veces– entre consagración y misión del sacerdote: o lo que es lo mismo, entre vida personal de piedad y ejercicio del sacerdocio ministerial, entre las relaciones filiales del sacerdote con Dios y sus relaciones pastorales y fraternas con los hombres. No creo en la eficacia ministerial del sacerdote que no sea hombre de oración 20.
Hay unas palabras de la oración sacerdotal de Jesucristo que resumen admirablemente la exigencia y la naturaleza de la espiritualidad del sacerdote: Pro eis ego sanctifico meipsum, ut sint et ipsi sanctificati in veritate 21. El modelo –y más: porque se trata de una imitación-incorporación– de esa espiritualidad no puede estar más que en Cristo, y en particular en aquella acción suprema del sacerdocio de Cristo, que es el Sacrificio de la Cruz, perpetuado en la Eucaristía 22.
Una contraposición entre el ministerio sacerdotal y la vida espiritual del sacerdote es falsa, y sólo puede proceder de no haber entendido rectamente una de las dos cosas, o las dos. Esa contraposición no se ha dado jamás en los sacerdotes santos, que han encontrado en el ejercicio del ministerio una exigencia de propia vida espiritual, y en esa vida espiritual un estímulo para el ministerio cultual y pastoral.
La vida espiritual personal del sacerdote –como señala el Decreto Presbyterorum Ordinis, ya en su mismo planteamiento de base– ha de tender a hacerla idónea, sobrenaturalmente proporcionada al ministerio 23: y eso requiere, por lo menos, la misma atención ascética y el mismo empeño de piedad que necesita cualquier otro cristiano para el buen cumplimiento de su propia misión. El ministerio rectamente ejercido –por ejemplo, la Misa bien celebrada, los Sacramentos bien administrados, la Palabra de Dios bien predicada, la caridad pastoral delicadamente vivida, etc.– fomenta la vida interior; y la vida interior bien encauzada dispone para el mejor ejercicio del ministerio; pero ni una ni otra cosa salen solas, las dos requieren atención, correspondencia a la gracia. Por eso la Iglesia ha aconsejado siempre a los sacerdotes determinadas prácticas de piedad y determinados medios ascéticos 24.
Precisamente el hecho de estar destinados –y consagrados– al ministerio sacerdotal, hace necesario tener también una sólida vida de piedad personal: algunas de esas prácticas están mandadas, otras aconsejadas, y muchas otras dejadas a la libre iniciativa de cada uno. El sacerdote secular, dentro de los límites generales de la moral y de los deberes propios de su estado, puede disponer y decidir libremente –en forma individual o asociada– en todo lo que se refiere a su vida personal, espiritual, cultural, económica, etc. Cada uno es libre de formarse culturalmente con arreglo a sus propias preferencias o capacidades. Cada uno es libre de mantener las relaciones sociales que desee y puede ordenar su vida como mejor le parezca, siempre que cumpla debidamente las obligaciones de su ministerio. Cada uno es libre de disponer de sus bienes personales como estime más oportuno en conciencia. Con mayor razón, cada uno es libre de seguir en su vida espiritual y ascética y en sus actos de piedad aquellas mociones que el Espíritu Santo le sugiera, y elegir –entre los muchos medios que la Iglesia aconseja o permite– aquéllos que le parezcan más oportunos según sus particulares circunstancias personales 25. Pero en tanto siga siendo sacerdote secular, todo este ámbito amplísimo de libertad ha de estar orientado a hacerle vivir esa vocación con plenitud, ha de ayudarle a buscar la perfección precisamente en el mismo ejercicio de sus obligaciones sacerdotales, como sacerdote diocesano 26.
En general, hay que decir que no es creíble que una intensa vida espiritual personal sea refractaria al culto, a la oración pública, a la administración de los sacramentos, a la atención pastoral. Cualquier espiritualidad que impidiese u obstaculizase a un fiel cristiano el cumplimiento de sus propios deberes de estado sería, para ese fiel cristiano, y en tanto siguiese teniendo esos deberes, una espiritualidad desordenada, inconveniente, contraria a la voluntad de Dios.
Por otra parte, y es algo que una experiencia de siglos ha probado y sigue probando con dolorosa continuidad, precisamente cuando la vida espiritual del sacerdote es deficiente, cuando falta la piedad personal, cuando no hay lucha ascética, lo primero que sufre –a veces de modo radical, y con consecuencias que trascienden con mucho la vida personal del sacerdote– es el ministerio mismo, el verdadero ministerio sacerdotal, su servicio al Pueblo de Dios como sacerdote, como ministro del Sacerdocio único de Cristo 27.
Se trata de conseguir una íntima unión de los dos aspectos. Esa unidad de vida no se puede conseguir sólo con la organización externa de las labores ministeriales, ni sólo con la práctica de ejercicios piadosos, aun cuando contribuyan a fomentarla; pero los Presbíteros pueden realizarla si en el cumplimiento de su tarea imitan a Cristo Señor, cuyo alimento era hacer la voluntad de Aquel que le envió para llevar a cabo su obra 28.
Si el Hijo de Dios se hizo hombre y murió en una cruz, fue para que todos los hombres seamos una sola cosa con Él y con el Padre (cfr. Jn 17, 22). Todos, por tanto, estamos llamados a formar parte de esta divina unidad. Con alma sacerdotal, haciendo de la Santa Misa el centro de nuestra vida interior, buscamos nosotros estar con Jesús, entre Dios y los hombres 29. Si todos los cristianos, en virtud de la participación común en el sacerdocio de Cristo, pueden encontrar en la Misa la raíz y el centro 30 de su vida espiritual, por ser la Misa la renovación del Sacrificio del Calvario, momento supremo de la acción sacerdotal de Cristo, donde nuestra Redención se consuma, se comprende bien que la celebración del Sacrificio eucarístico haya de ser el centro y la raíz de toda la vida del Presbítero, de forma que el alma sacerdotal se esfuerza en reproducir en sí rnisma lo que se realiza en el ara del sacrificio 31.
Es de notar la insistencia que el Decreto sobre el ministerio y la vida de los presbíteros ha puesto en este punto, afirmando que la obra de nuestra Redención se cumple de continuo en el misterio del Sacrificio eucarístico, en el que los sacerdotes realizan su principal ministerio; y por eso se recomienda encarecidamente su celebración diaria, la cual, aunque los fieles no puedan estar presentes en ella, es un acto de Cristo y de la Iglesia 32. Conviene insistir en que no se trata propiamente de una devoción particular yuxtapuesta a las obligaciones del ministerio sacerdotal, sino de vivir intensamente, con plenitud de participación personal, el servicio principal que el sacerdote presta a la Iglesia entera. A esto se dirige y en esto culmina el ministerio de los Presbíteros. En efecto, su servicio, que empieza con la predicación evangélica, extrae su fuerza y su poder del Sacrificio de Cristo y se encamina a que la ciudad entera redimida, es decir, la congregación y sociedad de los santos, ofrezca a Dios un sacrificio universal por medio del Gran Sacerdote, que se ofreció a sí mismo por nosotros en la Pasión para que fuésemos el cuerpo de una tal Cabeza 33.
Además del rezo del Oficio divino, oración pública de la Iglesia, otros dos momentos en que la vida espiritual del sacerdote, plenamente entregada a su ministerio, ha de alcanzar una particular intensidad, con sobrenatural conciencia de lo que hace, son la predicación de la Palabra de Dios –pues no nos predicamos a nosotros mismos 34– y el perdón de los pecados en el Sacramento de la Penitencia. Transcribo a continuación unas palabras de Monseñor Escrivá de Balaguer que son particularmente significativas de esa vida espiritual del sacerdote que se traduce en ministerio pastoral: Los sacerdotes no tenemos derechos: a mí me gusta sentirme servidor de todos, y me enorgullece ese título. Tenemos deberes exclusivamente, y en esto está nuestro gozo: el deber de enseñar el catecismo a los niños y a los adultos, el deber de administrar los sacramentos, el de visitar a los enfermos y a los sanos; el deber de llevar a Cristo a los ricos y a los pobres, el de no dejar abandonado el Santísimo Sacramento, a Cristo realmente presente bajo la apariencia de pan; el deber de buen pastor de las almas, que cura a la oveja enferma y busca a la que se descarría, sin echar en cuenta las horas que se tenga que pasar en el confesonario.
Unos rasgos más de la espiritualidad del sacerdote. El ministerio sacerdotal, por ser un ministerio de la misma Iglesia, no puede cumplirse sino en la comunión jerárquica de todo el cuerpo. La caridad pastoral urge a los Presbíteros a que, actuando en esta comunión, pongan su voluntad al servicio de Dios y de sus hermanos mediante la obediencia, y reciban y ejecuten con fe lo que el Sumo Pontífice, su Obispo u otros superiores ordenen o aconsejen; gastándose y desgastándose a sí mismos en cualquier función que se les confíe, por humilde y pequeña que sea 35. Como cimiento de esa caridad que une y de esa obediencia viva que pone en comunión con Cristo, está la humildad profunda y sincera: consecuencia, por otra parte, de ver con espíritu de fe su propia misión y advertir que la obra divina para cuyo cumplimiento han sido elegidos por el Espíritu Santo trasciende todas las fuerzas humanas y la humana sabiduría 36.
Unión también –fraternidad en la común participación del único Sacerdocio de Jesucristo– con los demás sacerdotes, y sobre todo, con aquellos que forman parte de un mismo Presbyterium diocesano. Esta fraternidad se traducirá en una mutua ayuda para que cada uno pueda cumplir más eficazmente la tarea que le ha sido encomendada, y nadie se sienta solo en su ministerio y en la lucha por alcanzar la santidad.
Unión, finalmente, con todos los demás fieles, buscando servirles en todo momento, y servirles como sacerdote, que es lo que los demás fieles necesitan y esperan de él. Evitará, pues, el sacerdote, con extrema delicadeza, cualquier apariencia de clericalismo, de dominio material o espiritual. Orientará a cada uno al cumplimiento de lo que Dios le pide, sabiendo a la vez respetar sinceramente el ámbito legítimo de la libertad de todo laico en el desempeño de su misión en la Iglesia y en el mundo 37.
La continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos aconsejada por Cristo Señor, aceptada con gusto y practicada laudablemente por muchos fieles a lo largo de los tiempos y también en nuestros días, ha sido siempre muy estimada por la Iglesia, sobre todo para la vida sacerdotal. Es signo y al mismo tiempo estímulo de la caridad pastoral y fuente de fecundidad espiritual en el mundo 38.
Una vez más se pone aquí de manifiesto la íntima unión y mutua necesidad de la vida espiritual del sacerdote con las exigencias del mejor cumplimiento de su ministerio.
El corazón del sacerdote ha de ser universal, abierto a todos, generoso, en una oblatividad continua –el sacerdote ha de estar en un servicio permanente– sin acepción de personas: Si eres de Cristo –¡todo de Cristo!–, para todos tendrás –también de Cristo– fuego, luz y calor 39. La fortaleza, la constancia, la sinceridad, la lealtad, el amor a la libertad de todos con la consiguiente responsabilidad personal, un sentido profundo de la justicia en todos los órdenes –sin olvidar el control en el uso de la palabra: aborreciendo la murmuración en todas sus formas–, la prudencia, el optimismo, la laboriosidad… son otras tantas virtudes que el sacerdote ha de ejercitar continuamente para dar cumplimiento a su misión.
Aún se podrían seguir enumerando otras virtudes necesarias para la labor pastoral del sacerdote, mostrando siempre que no son un elemento añadido al trabajo propiamente sacerdotal, sino que brotan de él como exigencias propias, y quedan matizadas en su ejercicio por el carácter recibido en la ordenación y por la misión que la Iglesia le encomienda. Baste, sin embargo, referirnos a un aspecto en el que el Decreto Presbyterorum Ordinis se ha detenido también: el desprendimiento de los bienes terrenos, la templanza en su uso, el espíritu de pobreza 40. Despégate de los bienes del mundo. Ama y practica la pobreza de espíritu: conténtate con lo que basta para pasar la vida sobria y templadamente. Si no, nunca serás apóstol 41.
Pero todo este ejercicio necesita un alimento continuo, que el sacerdote encontrará buscando la unión con Jesucristo en la Eucaristía y en la meditación de la Palabra de Dios, siendo alma eucarística y alma de oración; recibiendo él mismo con frecuencia el sacramento de la Penitencia; amando tierna y filialmente a la Virgen Santísima, Madre de Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote; practicando generosamente la mortificación; viviendo con gusto los tiempos dedicados a retiro espiritual y apreciando la dirección espiritual personal 42.
También alimentará su predicación con el estudio, teniendo en cuenta que la ciencia del ministro sagrado debe ser sagrada, porque sagrada es la fuente de donde nace y sagrado el fin al que tiende 43; de modo que también su indispensable cultura humana se haga medio para su servicio pastoral.
Parece conveniente terminar estas líneas mencionando un tema de no poca trascendencia para la espiritualidad del sacerdote: las asociaciones sacerdotales, que tanto fruto han dado hasta ahora y que parecen llamadas a desempeñar en el futuro una función de gran importancia en la vida y en el ministerio de los sacerdotes seculares. De ellas dice el Concilio Vaticano II: Han de ser tenidas en mucho y se deben promover diligentemente las asociaciones que, con estatutos reconocidos por la autoridad eclesiástica competente, fomentan la santidad de los sacerdotes en el ejercicio de su ministerio, a través de una ordenación de vida conveniente y de la mutua ayuda fraterna 44.
Bastaba asomarse a los medios del Vaticano II para saber que una de las personalidades que dedicaban lo mejor de su esfuerzo a redactar los documentos de la Magna Asamblea era don Álvaro del Portillo, secretario de la Comisión Conciliar encargada de preparar el Decreto De Presbyteris.
Juan XXIII había nombrado al doctor del Portillo presidente de la Comisión Antepreparatoria sobre el Laicado y, después, secretario de la Comisión Conciliar sobre la Disciplina del Clero, encargada, como dije antes, del esquema De Presbyterorum ministerio et vita. Ambos cargos son como un símbolo de la vida de este ilustre sacerdote español. Don Álvaro del Portillo es doctor en Filosofía y Letras y doctor Ingeniero de Caminos. Socio del Opus Dei desde los comienzos de esta Asociación, ejerció intensamente su trabajo profesional de ingeniero. Ordenado sacerdote el año 1944, doctor en Derecho Canónico, siempre en servicio responsable a la Iglesia –con esfuerzo y fidelidad ejemplares–, reside en Roma y es el secretario general del Opus Dei.
Éste es a grandes rasgos el hombre que yo buscaba para que explicara a los lectores de PALABRA la figura del sacerdote que estaba delineando el Concilio. Pocos puntos de mayor interés –y por una persona tan autorizada– podían, en efecto, plantearse en una revista sacerdotal. La enorme tarea que pesaba sobre la Comisión De Presbyteris –se trabajaba día y noche– hizo prácticamente imposible abordar a don Álvaro. Le hice llegar un cuestionario. Acabó el Concilio. Tres días después tenía en mi poder las respuestas.
Como usted bien sabe, la votación definitiva del Decreto Presbyterorum Ordinis y su promulgación por el Santo Padre tuvieron lugar el siete de diciembre, víspera de la clausura solemne del Concilio Ecuménico. Si antes de esas fechas no he querido aceptar la entrevista, ha sido por razones fáciles de comprender, que se reducen fundamentalmente a una sola: siendo el secretario de la misma Comisión Conciliar que preparaba el Decreto, no me parecía delicado dar públicamente mi parecer sobre problemas que eran aún objeto de estudio. Y menos aún tratándose de una problemática –el ministerio y la vida de los sacerdotes–, sobre la que una reciente literatura ha puesto tanto apasionado acento polémico…
L’Osservatore Romano, haciéndose eco de la opinión de los padres conciliares, ha calificado el Decreto Presbyterorum Ordinis como uno de los mejores y más completos documentos del Vaticano segundo. ¿Piensa que esta enseñanza del Concilio compondrá los extremos de esa polémica a la que usted antes aludía?
Pienso que sí. Y no sólo por la fuerza moral de su autoridad, tratándose de un documento del Magisterio solemne, sino también por la misma estructura doctrinal de su contenido. Las diversas concepciones y opiniones particulares sobre las formas en que han de manifestarse hoy día la vida y la tarea apostólica de los presbíteros sólo pueden conciliarse fácilmente poniendo el problema en un plano, que no sea exclusivamente disciplinar, ni sólo pastoral, ni sólo moral o ascético. Fue precisamente la unilateralidad de puntos de vista lo que llevó a la diversidad de conclusiones, a veces fuertemente y polémicamente contrapuestas. El Concilio Ecuménico, en cambio, ha considerado y estudiado el problema de un modo global, partiendo de la teología del presbiterado y descendiendo luego progresivamente a las comunes consecuencias pastorales, ascéticas y disciplinares, que tienen en el ministerio y en la vida de los presbíteros la peculiar consagración y la específica misión que han recibido.
Ésta es la primera vez en la historia de la Iglesia que un documento conciliar ha tratado específicamente del presbiterado. ¿Cuáles han sido las razones que aconsejaron esa conveniencia?
Ante el considerable desarrollo alcanzado por la doctrina sobre el episcopado y sobre el sacerdocio común de los fieles, muchos presbíteros se preguntaban justamente por el exacto valor y significado de su sacerdocio, de su propia tarea apostólica dentro de la misión única de la Iglesia. De otra parte, en un mundo en continua evolución social y cultural, era necesario precisar los términos fundamentales de la necesaria acomodación del ministerio y de la vida sacerdotal. Pero sobre todo, ¿cómo podría pensarse en una renovación misionera de la Iglesia que no tuviera como principal fundamento la santidad de vida y la solicitud pastoral de sus sacerdotes?
¿Cuáles considera que son las notas principales que delinean la figura teológica del presbítero?
Consagración y misión. La doble realidad significada en el conocido pasaje de la Epístola a los Hebreos, capítulo quinto, versículo primero, donde se dice que el sacerdote ex hominibus assumptus, pro hominibus constituitur. Elegido entre los miembros del Pueblo Sacerdotal de Dios, el presbítero participa, por una nueva y peculiar consagración, del sacerdocio ministerial del mismo Cristo. No es concebible una mayor elevación de la criatura, una mayor intimidad con Dios en su obra redentora. La debilidad humana es tomada, asumida, no sólo para que coopere con Cristo, sino para que lo represente ante los hombres, para que actúe en su mismo nombre y persona. Porque, como consecuencia de esa participación en el sacerdocio ministerial de Cristo, el presbítero es destinado a la misión de evangelizar, santificar y gobernar, en comunión jerárquica con los obispos, al Pueblo de Dios. Ahí está contenida toda la misteriosa grandeza de la vida sacerdotal: una peculiar consagración (añadida a la bautismal) que asume al hombre de los demás hombres y una misión que destina a ese mismo hombre al servicio pastoral de sus hermanos. Dos dimensiones –una vertical, de adoración; y otra horizontal, de servicio– de una misma vida, a la vez consagrada y enviada; una vida dialogada al mismo tiempo con Dios y con los hombres.
En el mundo actual, ante las nuevas circunstancias sociales y culturales a que usted antes aludía, ¿cómo han de orientar los sacerdotes ese diálogo con el mundo y con los hombres? ¿Qué características fundamentales ha de tener la tarea misionera y pastoral de los sacerdotes –obispos y presbíteros– para que sea verdaderamente ministerio, servicio?
Pienso que las formas concretas variarán con los distintos ambientes y niveles culturales. Pero en cualquier caso, es evidente que el hombre de la calle –de la universidad, de la oficina, del campo– sólo está dispuesto a escuchar al sacerdote, al cura, que sepa dirigirse a él con sencillez de trato humano (como un hombre, diría al alcance de la mano) y a la vez con sincero y profundo sentido sobrenatural (como un hombre de Dios). Sencillez de trato humano –la eximia humanitas necesaria para la conversatio cum hominibus, como se dice en el Decreto– significa, en primer lugar, ejercicio de una serie de cualidades o virtudes naturales básicas (sinceridad, lealtad, amor a la justicia, reciedumbre, capacidad de comprensión, respeto a la justa libertad y autonomía de los laicos en las cuestiones temporales, etcétera). Después, significa también capacidad de estimar y de valorar debidamente todas las nobles realidades humanas: el trabajo profesional (como Cristo en Nazareth), el amor humano (como Cristo en Caná o en Naím), la amistad (como Cristo en Betania), etcétera. Es así como los hombres descubren en el sacerdote la disponibilidad y la comprensión que facilita el diálogo, y con el diálogo la enseñanza. Así es como se acostumbran a considerar al sacerdote como una figura próxima, familiar, amiga, y no como un ser lejano, singular y extraño.
¿Es decir, que se requiere de nosotros, de los eclesiásticos, una forma de ser –permítame la expresión– menos clerical que en otras épocas, una manera menos clerical de comportarnos en la sociedad civil y en el trato con los laicos?
Si usted al escribir su artículo pone clerical en cursiva, le respondo que sí. Menos clerical y más sacerdotal. Porque esos modales y esa mentalidad clerical a la que usted se refiere –frecuente en no pocos clérigos de épocas pasadas– fueron fruto de un falso concepto de la potestad (que ponía el acento más sobre la coacción que sobre la autoridad moral) y de un falso sobrenaturalismo, poco sobrenatural. Pienso que muchas de las personas que se declararon o se declaran anticlericales, como suele decirse, lo hicieron por reacción ante esos modales y ante esa mentalidad, que por cierto nada tiene que ver –como no ha dejado nunca de testimoniarlo el ejemplo de otros muchos magníficos sacerdotes– con un alma sinceramente sacerdotal, ni con las verdaderas exigencias del ministerio pastoral. Pero ya ve usted que se trata de un problema de mentalidad, de contextura interior y, por tanto, de formación intelectual, de profundización doctrinal y ascética. Es decir, se trata de algo que no puede abordarse con soluciones superficiales y externas, que, además de simplistas, serían lamentablemente contraproducentes. Por ejemplo, la abolición del traje sacerdotal (sotana, clergyman o hábito), la admiración indiscriminada y bobalicona de todo lo laico, la temporalización del ministerio sacerdotal, reduciéndolo a las solas tareas de asistencia social o económica, etcétera. Por eso precisamente, el Decreto Presbyterorum Ordinis insiste en que esa eximia humanitas del sacerdote ha de ir siempre estrechamente acompañada de un hondo sentido sobrenatural de las realidades terrenas, de la propia condición sacerdotal y del propio deber de estado. Nada, efectivamente, dificultaría más el diálogo con los hombres de nuestro tiempo que una especie de actitud naturalista por parte del presbítero.
¿Por qué motivos exactamente?
Pues porque –y es éste uno de los grandes valores morales y culturales de nuestro tiempo– hoy los hombres aman apasionadamente la autenticidad de las actitudes, la sinceridad de las personas, y se rechaza automáticamente todo lo que sepa a falso, a fingido, a postizo o a falta de responsabilidad: y una actitud naturalista en el sacerdote sería todo eso al mismo tiempo. Pero, sobre todo, porque lo que los hombres quieren, lo que esperan –aunque muchas veces no sepan o no se den cuenta de que lo quieren y esperan– es que el sacerdote, con su testimonio de vida y con su palabra, les hable de Dios. Y si el sacerdote no lo hace así, si no les busca para eso, si no les ayuda a escuchar, a descubrir o a comprender rectamente la dimensión religiosa de su vida, entonces el sacerdote les defrauda, como les defraudaría un bombero sin agua, un tabernero –perdone usted el símil– que despachase leche, o un médico que no se atreviese a diagnosticar y a recetar. Hoy, los hombres exigen ciertamente que se les hable de una manera bien determinada –positiva, vital, adherente a sus problemas espirituales y humanos concretos, alentadora y llena de ese optimismo cristiano que se llama espíritu pascual–, pero quieren y esperan que se les hable de Dios, y que se les hable abiertamente, porque ya hay demasiadas cosas en su vida social que lo ocultan. Se dan cuenta de que Dios les hace falta. Hasta el más solicitado por la prisa de sus mil ocupaciones diarias, hasta el más alejado o el que aparenta mayor indiferencia: todos, de una manera o de otra, con mayor o menor conciencia o lucidez, llevan a cuestas ese problema existencial de Dios. Y el sacerdote –homo fidei, Evangelii minister, educator in fide– tiene ése como primer deber de su ministerio: despertar esa luz o avivarla, traerla al plano de la conciencia personal.
En resumen, sincera humanidad en la forma y profundo espíritu sobrenatural en su contenido. El mismo Decreto Conciliar enseña que la Eucaristía es fuente y cumbre del ministerio sacerdotal. Y en la Eucaristía Cristo manifiesta egregiamente al mismo tiempo la inefable proximidad a los hombres del Hijo del Hombre y el infinito amor salvífico del Hijo de Dios.
Nos damos cuenta –pensando en el Presbiterio, en la reafirmación del celibato eclesiástico, en la reforma de la incardinación y de los beneficios, etcétera– de que apenas hemos tenido tiempo de esbozar algunas de las muchas preguntas que queríamos hacer a don Álvaro del Portillo, uno de los peritos que más han contribuido al fatigoso trabajo del Concilio.
–En el Sínodo se ha hablado de la confusión que hay en parte del clero acerca de la naturaleza y misión del propio sacerdocio. ¿Hasta qué punto esa realidad hace conveniente la reelaboración de la imagen del sacerdote, para que sea mejor comprendida y aceptada?
–En primer lugar, hay que decir que esa crisis no es tan universal como parece. Sé por experiencia que hay un gran número de sacerdotes que no consideran problema lo que en realidad no lo es. Por otra parte, aun entre quienes de un modo u otro pueden considerarse en crisis, no son muchos los que padecen una verdadera falta de fe o de comprensión del propio sacerdocio; más bien, en la inmensa mayoría de los casos, se trata de sacerdotes que necesitan sólo ser corroborados y fortalecidos en esa fe.
Partiendo de esta realidad, se comprende que una reelaboración de la imagen del sacerdote, como nueva formulación del contenido de la fe, no sólo no sea necesaria, sino que además parece poco conveniente, y aun imposible.
No es necesaria, puesto que todos los puntos doctrinales acerca del sacerdocio ministerial en los que actualmente hay desorientación han sido –algunos desde hace muchos siglos– auténtica e infaliblemente proclamados por el Magisterio solemne, cuya enseñanza es definitiva y vinculante para toda la Iglesia, también, por tanto, para los Pastores. Doctrina, además, muy recientemente reafirmada por el Concilio Ecuménico Vaticano II y en diversos documentos del Magisterio ordinario.
No es conveniente, porque fácilmente podría dar ocasión a que algunos la entendiesen como una legitimación del problematizar, poner en crisis, dudar, etcétera, puntos doctrinales ya definidos, y someter todo el dogma católico a una revisión crítica. Es evidente el daño que esa interpretación causaría a las almas, empezando por los mismos sacerdotes. Admitir, aunque sea en forma indirecta, que el dogma puede ser sometido a una revisión radical y cambiar su contenido (recuérdese el eodem sensu eademque sententia), implica ya una grave lesión a la fe: las consecuencias son incalculables.
En fin, no es posible, por cuanto no hay que inventar o descubrir o elaborar el sacerdocio ministerial, sino aceptarlo por la fe. En su esencia no depende de contingencias históricas. Lo único que cabe es ahondar en sus implicaciones, precisar más su contenido, explicitarlo en algún aspecto, etc.: es eso lo que ha ido haciendo por veinte siglos el Magisterio unitario y homogéneo de la Iglesia, con la asistencia del Espíritu Santo: exponiendo, aclarando, precisando –jamás modificando– el contenido de la Revelación divina.
–¿Considera, a pesar de esto, que hay algunos puntos de esa doctrina, aunque ya suficientemente expresada y declarada, que convendría actualmente recordar con autoridad y claridad?
–Sí. En momentos de confusión como los actuales, el ambiente puede hacer dudar a los más débiles aun de las fórmulas dogmáticas firmemente establecidas si, ante las negaciones heréticas de algunos, no se reafirma la doctrina, confirmando en la fe a todos los creyentes.
Concretamente, conviene reafirmar de nuevo la necesidad del sacerdocio ministerial en su función específica e insustituible. Si ahora y una vez más no quedase perfectamente claro, es patente el efecto negativo que se produciría en relación con el número de nuevas vocaciones al sacerdocio, e incluso con la perseverancia y la tarea de quienes son ya in aeternum sacerdotes de Jesucristo.
Para mostrar con nitidez esa necesidad no basta afirmarla: es preciso ponerla en evidencia de modo práctico, de manera que no se incluyan en la imagen del presbítero elementos que son comunes a todos los fieles y que en consecuencia no clarifican la distinción.
Es también de importancia capital destacar el carácter sobrenatural y sagrado del sacerdocio: su naturaleza y su misión no pueden ser entendidas sin la fe. Una imagen del sacerdote que fuese inteligible y aceptable para quienes no tienen fe o no viven de ella, no sería su verdadera imagen: habría perdido u ocultado lo esencial: su carácter sobrenatural.
El Concilio Vaticano II ha recordado solemnemente que el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles difieren entre sí essentia et non gradu tantum (LG, 10). Se trata por tanto de dos modos esencialmente diversos de participar del único sacerdocio de Jesucristo. Esta verdad de fe ya había sido enseñada anteriormente por el Magisterio de la Iglesia, con la misma expresión: essentia et non gradu tantum (cfr. Pío XII, Alloc. Magnificate Dominum, 2-9-1954: AAS 46 (1954), p. 669; vid. también Enc. Mediator Dei, 20-11-1947: AAS 39 (1947), página 555). El Concilio de Trento afirma: Porque en el sacramento del Orden, como también en el bautismo y la confirmación, se imprime carácter (Can. 4), que no puede ni borrarse ni quitarse, con razón el santo Concilio condena la sentencia de aquellos que afirman que los sacerdotes del Nuevo Testamento solamente tienen potestad temporal y que, una vez debidamente ordenados, nuevamente pueden convertirse en laicos, si no ejercen el ministerio de la palabra de Dios (Can. 1). Y si alguno afirma que todos los cristianos indistintamente son sacerdotes del Nuevo Testamento o que todos están dotados de potestad espiritual igual entre sí, ninguna otra cosa parece hacer sino confundir la jerarquía eclesiástica (Can. 6) (Ses. XXIII, cap. 4: Dz 960).
Por otra parte, el Concilio Vaticano II destacó dos notas propias del sacerdocio ministerial que conviene recordar ahora. Una, que los presbíteros, por el carácter conferido por el sacramento del Orden, se configuran con Cristo Sacerdote para actuar in persona Christi Capitis (Decr. PO, 2) y participan de la autoridad con que Cristo rige a su Iglesia (ib.). La otra nota es el carácter público del oficio sacerdotal. Según explicó la Comisión Conciliar De disciplina cleri et populi christiani, el término públicamente es expresión apta y formal para distinguir al sacerdocio personal y privado de todos los fieles del sacerdocio ministerial o jerárquico (cfr. Schema Decr. De Presbyterorum ministerio et vita. Textus recognitus et modi, Typis Polygl. Vatic. 1965, resp. ad modum 19, cap. I, p. 19). Lo enseñó también el Concilio de Trento, al definir la existencia del sacerdocio propio del sacramento del Orden: Si alguno dijere que en el Nuevo Testamento no existe un sacerdocio visible y externo, o que no se da potestad alguna de consagrar y ofrecer el verdadero Cuerpo y Sangre del Señor y de perdonar los pecados, sino sólo el deber y mero ministerio de predicar el Evangelio, y que aquellos que no lo predican no son en manera alguna sacerdotes, sea anatema (Sess. XXIII, can 1). Así volvió a confirmarlo el Concilio Vaticano II: El mismo Señor, para que se formase un solo cuerpo, en el que todos los miembros no tienen la misma función (Rm 12, 4), a algunos de entre los fieles los instituyó ministros que, en la sociedad de los fieles, gozasen de la sagrada potestad del Orden, para ofrecer el Sacrificio y perdonar los pecados, y ejerciesen públicamente el oficio sacerdotal en nombre de Cristo a favor de los hombres (PO, 2).
Los elementos propios y específicos del ministerio sacerdotal, que acabamos de subrayar con términos del Magisterio solemne de la Iglesia, resultan además especialmente claros por contraste con lo que es propio de los demás fieles cristianos, que no desempeñan funciones sacerdotales públicas, en nombre de Cristo Cabeza. Por el hecho de estar bautizados ni representan a la Iglesia ni actúan con la autoridad de Cristo Cabeza. No implica esa afirmación que sean menos eficaces cuando cooperan en la misión de Jesucristo, sino que en su condición y mediante su situación en el mundo, son llamados por Dios ahí, para que, al ejercer su propia función con espíritu evangélico, sean a modo de fermento que contribuye como desde dentro a la santificación del mundo (Conc. Vat. II, LG, 31). Es más, esa afirmación subraya que el necesario ámbito de autonomía que el laico católico precisa para no quedar capitidisminuido frente a los demás laicos y poder realizar con eficacia su peculiar tarea apostólica en medio de las realidades temporales, debe ser cuidadosamente respetado por todos los que en la Iglesia ejercemos el sacerdocio ministerial. De no ser así –si se tratase de instrumentalizar al laico para fines que rebasan los propios del ministerio jerárquico– se incurriría en un anacrónico y lamentable clericalismo. Se limitarían enormemente las posibilidades apostólicas del laicado –condenándolo a perpetua inmadurez–, pero sobre todo se pondría en peligro –hoy, especialmente– el mismo concepto de autoridad y de unidad en la Iglesia. No podemos olvidar que la existencia, también entre los católicos, de un auténtico pluralismo de criterio y de opinión en las cosas dejadas por Dios a la libre discusión de los hombres, no sólo no se opone a la ordenación jerárquica y a la necesaria unidad del Pueblo de Dios, sino que las robustece y las defiende contra posibles impurezas (J. Escrivá de Balaguer, Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 3.ª ed., Madrid, 12).
–Si esa doctrina era clara y patente, ¿cómo explicar entonces la confusión que existe?
–Puede explicarse porque esa crisis no tiene su raíz sólo en una causa de índole especulativa, sino también –y en algunos casos principalmente– de orden práctico: la imagen de hecho que el sacerdote –con su comportamiento– ofrece a veces de sí mismo y de su misión al resto del Pueblo de Dios.
Hay que tener en cuenta, además, que ese ir vaciando de contenido la doctrina por medio de una praxis determinada, no constituye una novedad: desde hace un siglo especialmente, se ha repetido el fenómeno de hombres de la Iglesia, con una fe endeble o hasta, al parecer, sin fe, que afirman aceptar la doctrina mientras en la práctica la contradicen.
Por eso, en las circunstancias actuales no parece suficiente limitarse a reafirmar la doctrina de la Iglesia sobre la diferencia esencial entre el sacerdocio jerárquico y el sacerdocio común de los fieles, frente a quienes sostiene la letra de esa doctrina con una interpretación práctica que la vacía de contenido. En consecuencia, parece muy conveniente afirmar clara y expresamente, por ejemplo, los siguientes puntos:
–La potestad sacerdotal no sólo consiste en que se represente a Cristo Cabeza de la Iglesia, sino en el poder de actuar en nombre de Cristo, participando de la autoridad qua Ipse Corpus suum extruit, sanctificat el regit (Con. Vatic. II, Decr. Presbyterorum ordinis, 2). Se cortaría así el intento de presentar al sacerdote como un mero signo que recuerda a la comunidad el paso de Jesucristo en la tierra como el siervo de Dios que da su vida por sus hermanos: para quienes hacen eso, el presbítero no sería más que un miembro cualificado de la comunidad, con la función de hacer presente a Cristo en ella moviendo su fe en la salvación que Dios nos ofrece en Cristo. Pero no es así: hay que afirmar que Jesucristo, Dios y hombre, a través de los actos sacerdotales propios del ministerio presbiteral, se hace presente en la Iglesia para derramar y difundir su gracia sobre todos los fieles, a fin de que todos y cada uno puedan corresponder a su propia y peculiar vocación (cfr. SC, 7).
–En el sacrificio eucarístico, el sacerdote actúa en persona de Cristo en cuanto Cabeza de la Iglesia, y en el altar está como ministro de Cristo, inferior a Cristo, pero superior al pueblo (cfr. Pío XII, Enc. Mediator Dei, 20-11-1947: Dz 2300). Es sacerdote sólo en cuanto actúa in persona Christi, Sumo y Eterno Sacerdote: no, por tanto, en mérito a ninguna delegación de los fieles: la afirmación de que de la comunidad de los fieles se deriva a los pastores la potestad del ministerio y régimen eclesiástico, es herética (Pío VI, Const. Auctorem fidei, 28-8-1974: Dz 1502).
Por eso, el Sacrificio eucarístico pone de manifiesto con especial fuerza y claridad qué significa la afirmación de que el sacerdote obra en persona de Cristo. Aunque todos los fieles cristianos no ordenados presbíteros se reunieran y dijeran a la vez las palabras de la consagración, no se realizaría en modo alguno el Sacrificio eucarístico, no tendría lugar la transubstanciación.
Esto me trae a la memoria otro punto, que el Sínodo ha recordado también, y que constituye el rasgo que más nítidamente define la autenticidad de una existencia sacerdotal. Lo ha expresado así Monseñor Escrivá de Balaguer: La perfecta unión que debe darse –y el Decreto Presbyterorum Ordinis lo recuerda repetidas veces– entre consagración y misión del sacerdote: o lo que es lo mismo, entre vida personal de piedad y ejercicio del sacerdocio ministerial, entre las relaciones filiales del sacerdote con Dios y sus relaciones pastorales y fraternas con los hombres. No creo en la eficacia ministerial del sacerdote que no sea hombre de oración (J. Escrivá de Balaguer, o. c., 3).
–Antes se refirió usted al carácter que confiere la ordenación; ¿podría hablarse entonces de un sacerdocio ad tempus en lo que se refiere al ejercicio de las funciones sacerdotales, aun cuando el carácter, la configuración personal con Jesucristo, sea in aeternum?
–El sacerdote es homo Dei (cfr. 1Tm 6, 11). Por el carácter que imprime el sacramento del Orden queda consagrado para Dios, a quien le pertenece de modo muy particular. Los presbíteros, por su vocación y la ordenación sacerdotal, son en realidad segregados, en cierto modo, en el seno del Pueblo de Dios, para consagrarse totalmente a la obra sacerdotal para la que Dios mismo los asume (PO, 3).
El carácter sacerdotal –especial configuración con Cristo para obrar en su nombre– es indeleble: Si alguno dijere que por la sagrada ordenación no se da el Espíritu Santo, y que por lo tanto en vano dicen los obispos: Recibe el Espíritu Santo; o que por ella no se imprime carácter; o que aquel que una vez fue sacerdote puede nuevamente convertirse en laico, sea anatema (Conc. de Trento, sess. XXIII, can., 4). Pero no basta afirmar que el carácter es indeleble y que el sacerdote no es reordenable. Parece también necesario decir que la consagración del sacerdote exige una dedicación plena y de por vida a esa misión para la que fue consagrado. Es decir, el sacerdocio ad tempus se ha reprobado no sólo en el orden ontológico, sino también en el ejercicio de las funciones sacerdotales. Sería muy conveniente que se declarara como gravemente ilícito que alguien sea ordenado con el propósito de limitar el ejercicio del sacerdocio a un período de tiempo, para luego dejar de dedicarse a las funciones sacerdotales y volver a llevar vida de seglar, aunque se considerase que internamente –ontológicamente, pero estáticamente– seguiría siendo sacerdos in aeternum: sería enterrar el talento recibido (cfr. Mt 25, 25).
–El sacerdote es, como usted ha recordado, homo Dei, y su misión es de orden espiritual y salvífica. Sin embargo, en la práctica, ¿piensa usted que sería de desear una mayor intervención del sacerdote en lo temporal, para que se manifieste más claramente como hombre entre los hombres, y facilitar así el cumplimiento de su misión específica?
–Como ya dije antes, la doctrina y la praxis no pueden considerarse como realidades o planos independientes: por ejemplo, haciendo declaraciones doctrinales que luego no se intenta llevar a la práctica; o bien, haciendo concesiones prácticas (con pretextos pastorales) que contradigan la doctrina o al menos la desplacen al terreno de lo utópico e irrealizable. La doctrina de la fe es doctrina de salvación, es doctrina de virtualidad salvadora y no mero juego intelectual. La praxis cristiana debe derivarse de esa doctrina: con fe en que si Dios ha dispuesto las cosas de esta manera, no dejará de dar su gracia para que nosotros las realicemos según su voluntad. Por otra parte, es importante hacer notar que no pocas veces hay quienes pretenden concesiones prácticas, con motivaciones pastorales (que pueden conmover y desorientar a algún incauto), para así poner en crisis después la doctrina definida, para abrir una brecha en el dogma católico y acabar disolviendo el objeto de nuestra fe.
En consecuencia, si se quiere clarificar la doctrina sobre la naturaleza y misión del sacerdote, además de asentar de modo claro e inequívoco la doctrina dogmática correspondiente, es necesario que las directrices prácticas estén en plena y directa coherencia con esa doctrina: de modo que la vida y las obras del sacerdote manifiesten de modo sensible a todos los fieles aquella naturaleza y aquella misión del sacerdote según la fe de la Iglesia.
Decía que el sacerdote es hombre de Dios, ex hominibus assumptus, pro hominibus constituitur in iis quae sunt ad Deum (Hb 5, 1). Esto supone en la práctica la conveniencia máxima de evitar dispersiones en la actividad de los sacerdotes (trabajos extra-sacerdotales, por ejemplo), que pueden ocultar y en cualquier caso oscurecen a los ojos de los demás fieles la centralidad de su misión sacerdotal. Además, si el sacerdote cumple bien su misión, no tiene tiempo ni inclinación para otras actividades (que además los laicos cumplen mejor, con más competencia humana y con la gracia específica que deriva de su estado).
El sacerdote contribuye como sacerdote a que el espíritu de Cristo impregne las estructuras temporales y las santifique, proporcionando a los demás fieles los medios de la gracia –administración de los sacramentos– y predicando la Palabra de Dios, enseñando la doctrina de la fe y sus necesarias consecuencias morales.
Paralelamente hay que tener en cuenta que atribuir a los seglares funciones eclesiásticas (naturalmente, las que no requieren de por sí el sacramento del Orden, porque en caso contrario harían actos inválidos), contribuye de hecho a oscurecer ante los ojos de los demás fieles la necesidad y la función específica del sacerdocio ministerial. Y no raramente acaba produciendo ese oscurecimiento a los ojos del mismo sacerdote, que puede terminar preguntándose para qué hace él falta en la Iglesia.
Aunque con esa participación de los laicos en tareas eclesiásticas pudieran resolverse algunos problemas inmediatos de orden temporal, a la larga eso se traduce siempre en un daño para toda la Iglesia: impide que esos seglares cumplan su propia y específica función en la Iglesia y en la sociedad civil, y por tanto que tengan su legítima corresponsabilidad (que no puede ser una participación en la responsabilidad clerical, sino en la responsabilidad orgánica de toda la Iglesia); y además porque eso tampoco facilita que se promuevan nuevas vocaciones para el sacerdocio ni la perseverancia en el ministerio de los que ya están ordenados. Dios no negará nunca su gracia y no dejará nunca de llamar, pero la Iglesia tiene el deber de crear las condiciones humanas que faciliten la correspondencia de los hombres.
–¿Puede considerarse un cambio la fórmula aprobada por el Sínodo en relación al tema de la ordenación de hombres casados?
–No. La fórmula aprobada por la mayoría indica de modo inequívoco que no se admite ninguna variación sobre el tema. La salvedad inicial salvo el derecho del Romano Pontífice no supone una apertura, ya que desde siempre el Papa tiene poder jurídico, por derecho propio, de dispensar de toda ley eclesiástica: la fórmula aprobada nada, absolutamente nada, añade a esto. Al Sínodo se consultó sobre la opinión acerca de la conveniencia de ordenar –excepcionalmente– hombres casados: su parecer ha sido negativo. Lo prueba con claridad el hecho de que la segunda fórmula que, significando sustancialmente lo mismo, podía interpretarse como la admisión de esa posible conveniencia en casos pastorales excepcionales, fue rechazada por la mayoría de los Padres, para evitar tal equívoco, y en las conclusiones de los circuli minores, preguntados más claramente sobre la conveniencia de ordenar hombres casados en casos excepcionales, la respuesta de la mayoría absoluta fue decididamente negativa.
–¿Cuáles son, a su juicio, los motivos que especialmente han movido a los Padres sinodales a rechazar la posibilidad de ordenar a hombres casados?
–En primer lugar, creo que la misma prudencia humana habrá hecho ver a muchos que casi nadie ha estudiado con la suficiente extensión y profundidad todas las consecuencias que se derivarían de aquella posibilidad, y las incontables dificultades y problemas que suscitaría: por ejemplo, de formación espiritual y doctrinal y de verificación de la idoneidad, de ejemplaridad, de disponibilidad real para el ministerio, etc., sin contar con las dificultades y riesgos de diverso tipo que la vida matrimonial comporta, incluso para aquellos que dedican a la familia lo mejor de su atención y todo el tiempo que les permite una necesaria ocupación profesional.
Por otra parte, un motivo importante ha sido sin duda la inconsistencia de las razones propuestas por quienes abogaban por esa posibilidad. Y, más en concreto, la cuestión de la escasez de vocaciones sacerdotales. La ordenación de hombres casados nunca será la solución al problema del número de sacerdotes. La misma experiencia de las iglesias católicas orientales lo demuestra. Pero, además, abrir esa posibilidad sería en realidad un fuerte obstáculo: ¿puede alguien creer seriamente que el testimonio de unos sacerdotes casados, ejerciendo su ministerio a ratos libres, ayudará a que surjan en el futuro abundantes respuestas a la llamada del Señor para un sacerdocio célibe en plenitud de dedicación?
Pienso que también muchos Padres sinodales han tenido clara conciencia de las presiones de grupos, poco numerosos pero muy ruidosos, encaminadas a conseguir la abolición de la ley del celibato sacerdotal o dejarla en perenne estado de discusión.
Dudo mucho que estos grupos tengan como objetivo satisfacer las necesidades pastorales provocadas por la escasez de sacerdotes. El doloroso fenómeno de la utilización publicitaria de las defecciones, de la ausencia de vocaciones, de la crisis de seminarios, etc., expresa algo más profundo.
Durante el Sínodo varios Padres han puesto de relieve acertadamente que esas presiones podían tener el objetivo, a veces mal disimulado, de llegar al celibato opcional: lograr de momento que el pueblo fiel se acostumbre a ver a ese buen padre de familia, vecino y uno cualquiera de ellos, celebrando la Misa. Una vez logrado esto, el siguiente paso sería, sin duda, readmitir al ministerio los sacerdotes que abandonaron el ministerio y contrajeron matrimonio: ¿quién mejor preparado que ellos para encarnar la figura del sacerdote-casado?, dirán algunos. Sobre todo si, efectivamente, apenas se encuentran hombres casados que deseen ser sacerdotes. El siguiente paso sería ya inevitable: ¿por qué esperar a que sean infieles al celibato, si pueden ser a la vez casados y sacerdotes? Por otra parte, los mismos que eligieron o podrían elegir –con la generosidad propia de las almas jóvenes y limpias– el sacerdocio celibatario, difícilmente querrán seguir venciéndose para ser fieles a ese carisma, cuando se les presente tan fácil y honrosamente una solución práctica a su primer desfallecimiento. Y habremos llegado así, prácticamente, a la supresión del celibato.
Ante esas presiones, y también ante la escasez de vocaciones –que no es universal– los Pastores, al menos muchos de ellos, habrán sin duda recordado aquel Bonus Pastor animam suam dat por ovibus suis (Jn 10, 11), decidiéndoles a no adoptar soluciones fáciles y cómodas para ellos en detrimento del bien general de la Iglesia.
Siguiendo con motivaciones espirituales personales, pienso que al rechazar la ordenación de casados, los obispos se han guiado por una visión realista pero optimista de la vida: por la confianza en Dios y en los hombres. Efectivamente, aceptar aquella posibilidad como solución al problema de la escasez de vocaciones, hubiera sido fruto de un radical pesimismo, muy lejano de la esperanza cristiana y del espíritu de fe: como si Dios no estuviera dispuesto a conceder ya en abundancia el carisma del celibato, o como si los hombres ya no fuesen capaces de responder con generosidad al don de Dios.
También ha quedado patente la inconsistencia de otras motivaciones aducidas en favor de la ordenación de casados. Por ejemplo, el pensar que así se podría dar un auténtico testimonio cristiano en el ámbito familiar, lo que supone una mentalidad clerical que no reconoce que ese testimonio pueden y deben darlo los laicos cristianos.
Tampoco es cierto que el sacerdote casado pueda vivir en una mayor comunión con los demás fieles al participar de la condición de vida familiar de la mayoría de ellos. Si eso fuese así, el celibato mismo sería menos conveniente al sacerdocio que el matrimonio, en contra de la experiencia de siglos solemnemente recordada y reafirmada por el Vaticano II y por el Papa Pablo VI.
–Es decir, que…
–En resumen, pienso que los Padres sinodales han razonado siguiendo la línea del Decreto Presbyterorum Ordinis, del Vaticano II, es decir, confiando en el Espíritu que el don del celibato, tan en armonía con el sacerdocio del Nuevo Testamento, será liberalmente dado por el Padre, con tal de que quienes participan, por el Sacramento del Orden, del sacerdocio de Cristo, y hasta la Iglesia entera, lo pidan humilde e incesantemente (Decreto Presbyterorum ordinis, 16). Yo diría que en este Sínodo, como en el Concilio, ha prevalecido esta confianza en la bondad de Dios sobre otras motivaciones o razones que, al fin y al cabo, eran las mismas que ya se adujeron en el siglo XVI por los reformadores protestantes.
Esta actitud de fe confiada es plenamente coherente con lo que también el Concilio Vaticano II indicaba para conseguir la renovación interna de la Iglesia: este Sacrosanto Concilio –se lee en el Decreto Presbyterorum ordinis, 12– exhorta vehementemente a todos los sacerdotes a que, empleando los medios recomendados por la Iglesia, se esfuercen por alcanzar una santidad cada vez mayor, para convertirse, día a día, en más aptos instrumentos en servicio de todo el Pueblo de Dios.
Añado, para terminar, que al sacerdote que reza y se esfuerza por ser fiel al don recibido, Dios le ayuda siempre. El sacerdote que reza y ama sabe, aun en medio de sus miserias personales, que no tiene que buscar ninguna nueva imagen de su sacerdocio. Sabe que, por el contrario, debe perder su vida –el que halla su vida, la perderá y el que la perdiere por Mí, la hallará (Mt 10, 39)– porque, muriendo a sí mismo, encontrará en Jesucristo su propia identidad sobrenatural: ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí (Ga 2, 20).
Con todo cariño y con todo respeto saludo a los que están aquí presentes. Me perdonaréis que no haga la enumeración habitual de excelentísimos e ilustrísimos señores, etc. Os llevo a todos en el corazón y esto es mucho más.
Pocos días antes de dejar la Ciudad Eterna, la sede de Pedro, he tenido el gozo sumo de asistir a la Audiencia en la que Su Santidad Juan Pablo II ha mandado, a petición de la Congregación para las Causas de los Santos, extender el Decreto de heroicidad de las virtudes del Siervo de Dios Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer. Comprenderéis que, como hijo de tan fiel servidor de la Iglesia, de las almas, mis palabras tomen un sesgo particular, que me lleva a referirme a este sacerdote que se hizo romano hasta lo más íntimo de su ser, porque estaba persuadido de que romano, en la Iglesia, es sinónimo de universal, válido, por tanto, para todos los ambientes y para todas las personas del mundo entero.
Concluimos hoy este Simposio Internacional de Teología, en el que se han abordado cuestiones centrales sobre la naturaleza del ministerio sacerdotal, sobre la espiritualidad del sacerdote, su formación, su acción pastoral y evangelizadora. El caudal y la calidad de las aportaciones al Simposio, constituirá –especialmente, con la publicación de las Actas– un material muy útil para enriquecer las actuales reflexiones, en las que toda la Iglesia está empeñada con vistas a la próxima Asamblea del Sínodo de los Obispos.
En este contexto deseo también situar las presentes consideraciones que, bajo el título Sacerdotes para una nueva evangelización, hacen directa referencia a la nueva empresa evangelizadora –nueva y a la vez vieja, porque comenzó en Cristo hace veinte siglos– que los tiempos reclaman y a la que el Santo Padre Juan Pablo II nos impulsa 1. Tenemos todos bien patente que el Concilio Vaticano II asoció a la causa de la renovación de la Iglesia toda su enseñanza, y en particular los Decretos sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, y sobre la formación sacerdotal 2.
Yo tenía previsto para este Simposio otra Conferencia, pero ha llegado ese momento tan importante para el Opus Dei que es el Decreto con la declaración de virtudes heroicas de nuestro Fundador, y me ha parecido lógico –dejando de lado lo que había preparado, que sería más o menos repetir las cosas que tan doctamente han sido dichas por unos y por otros– presentar un testimonio de las virtudes sacerdotales vividas por Mons. Escrivá. Me complace ofrecerlo además precisamente bajo el título Sacerdotes para una nueva evangelización.
Esta nueva evangelización, sobre todo en Occidente, no se dirige a un mundo que nunca había oído la predicación cristiana, sino, por el contrario, a un mundo en el que ha sido anunciado, creído y amado el mensaje de Jesucristo, aunque ahora se muestre como desarraigado de sus orígenes 3. Es más, la sociedad occidental evoluciona, en gran medida, paradójicamente enfrentada a sus propias raíces espirituales y culturales, y junto a su progreso material es patente un proceso de grave regresión moral 4.
Suele hablarse en nuestros días de esta sociedad calificándola de "postcristiana". Quizá sea oportuno ese apelativo en algunos casos, para reflejar una situación de hecho y unas tomas de posición que pueden explicarse a partir de una deformación intelectual y práctica de la conciencia creyente 5 ; pero sería del todo inadecuado ese apelativo –"postcristiana"–, si de ese modo se pretendiese insinuar que la doctrina de Cristo ha perdido la capacidad de informar el mundo contemporáneo: nada más lejano a la realidad, a una realidad que la gracia de Dios nos hace tocar en tantos ambientes y, sobre todo, en el mundo preciosísimo del alma de multitudes de personas.
Por eso, la actual urgencia de una nueva evangelización no puede hacernos olvidar la perenne misión de llevar el Evangelio a cuantos –y son millones y millones de hombres y mujeres– no conocen todavía a Cristo Redentor del hombre. Esta es la responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y diariamente vuelve a confiar a su Iglesia 6. Precisamente esta misión evangelizadora universal exige una Iglesia renovada, revitalizada con el perenne mensaje de Cristo, tan rebosante de imperecedera actualidad; en otras palabras, requiere un nuevo despertar de las conciencias cristianas que atraiga al mundo hacia la luz de Cristo, ese Cristo nuestro que, como gustaba repetir con fuerza a Mons. Escrivá de Balaguer, no es una figura que pasó. No es un recuerdo que se pierde en la historia. ¡Vive!: Jesus Christus heri et hodie: ipse et in saecula! –dice San Pablo– ¡Jesucristo ayer y hoy y siempre! 7.Estamos asistiendo en los últimos meses a grandes transformaciones en amplias zonas del mundo, sobre todo en el Viejo Continente, que parecen anunciar una nueva era de libertad, de responsabilidad, de solidaridad, de espiritualidad, para millones de personas. No podemos olvidar, sin embargo, y hay que decirlo con dolor, que existen también en nuestra sociedad occidental, amplios ámbitos cerrados y hostiles a la Cruz salvadora 12 , ojos que rehúsan admirar la belleza de Dios reflejada en la faz de Cristo 13.
Ante este mundo nuestro, está claro que –insisto– la evangelización será nueva no por el contenido esencial de la doctrina que se anuncie, ni por el modelo de vida que se proponga a nuestros contemporáneos. La novedad habrá de residir en las nuevas energías espirituales y apostólicas puestas en juego por todos los fieles, pues todos somos partícipes y responsables de la misión de la Iglesia 14. Particular importancia tendrá el testimonio coherente de los fieles laicos, a quienes –en palabras de Juan Pablo II– corresponde testificar cómo la fe cristiana (…) constituye la única respuesta plenamente válida a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada sociedad. Esto será posible –continúa el Papa– si los fieles laicos saben superar en ellos mismos la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar cotidiana, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud 15.
Con gran fuerza y singular eficacia, anunció insistentemente esta doctrina Mons. Escrivá de Balaguer, siempre con acentos más atractivos y con renovado vigor, desde la tercera década de este siglo: Todos, por el Bautismo –son palabras suyas, del año 1960–, hemos sido constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (1P 2, 5), para realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre 16. El amplio progreso doctrinal, por el que la vocación bautismal ha sido comprendida y presentada con el relieve eclesiológico que le corresponde, es sin duda uno de los pilares en los que la Iglesia se apoya para afrontar su futuro evangelizador.
La necesaria insistencia en que los fieles laicos asuman sus responsabilidades, para hacer posible una presencia más viva de la luz cristiana en la sociedad, debe ir a la par con la insistencia en la esencial necesidad de un ejercicio abundante, generoso, humilde y audaz al mismo tiempo, del ministerio público de los sacerdotes: en la medida en que las familias cristianas y los laicos cristianos asumen en un más amplio nivel (…) sus múltiples compromisos apostólicos, mayor necesidad tienen de sacerdotes que sean plenamente sacerdotes, precisamente para la vitalidad de su vida cristiana. Y, en otro sentido, cuanto más descristianizado está el mundo o carece de madurez en la fe, mayor necesidad tiene de sacerdotes que estén totalmente consagrados a dar testimonio de la plenitud del misterio de Cristo 17.
La Iglesia, que queremos ver reflorecer y dar frutos nuevos, la Iglesia del nuevo Adviento –como leemos en la Encíclica Redemptor Hominis–, la Iglesia que se prepara continuamente a la nueva venida del Señor, debe ser la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia. Sólo bajo este aspecto espiritual de su vitalidad y de su actividad, es ésta la Iglesia de la misión divina, la Iglesia in statu missionis, tal como nos la ha mostrado el Concilio Vaticano II 18. Y la Iglesia de la Eucaristía y de la Penitencia necesariamente es la Iglesia del ejercicio infatigable del sacerdocio ministerial, es la Iglesia del sacerdote santo, del sacerdote que ama en la raíz de su alma, de todo su ser, por tanto, la llamada que ha recibido del Maestro, para conducirse a toda hora como alter Christus, como ipse Christus 19.
No es ahora necesario detenernos más sobre la necesidad del ministerio sacerdotal para la nueva evangelización, ni sobre la mutua ordenación entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de todos los fieles: a éstas y a otras cuestiones conexas habéis dedicado ya vuestra atención en estos días. Para todos es, en efecto, bien claro que, sin una abundante dispensación de esos grandes misterios de Dios 20 , que son la Eucaristía y la Penitencia, y con ellos del alimento de la palabra divina, languidecería la vida sobrenatural de los fieles. La nueva evangelización depende, de manera esencial, de que haya ministros que dispensen generosamente –con hambre de santidad propia y ajena– la palabra de Dios y los sacramentos, hombres formados por la Iglesia, que sienten siempre con la Iglesia, para ser, al ciento por ciento, sacerdotes a la medida de la donación de Cristo, siempre bien unidos a su respectivo Ordinario, con veneración a toda la Jerarquía de la Iglesia, y de modo peculiar al Romano Pontífice.
Contra la nueva evangelización, se yerguen dificultades numerosas y, en su conjunto, imponentes. Ante esa ola que pretende ser arrolladora, el cristiano –y quizá de modo especial el sacerdote– experimenta, en ocasiones de modo particularmente agudo, la radical insuficiencia de las propias fuerzas humanas.
Esta realidad evoca en mí, con gran viveza, la eximia figura sacerdotal del Fundador del Opus Dei, de quien –alzo mi corazón en acción de gracias a la Trinidad Santísima, por intercesión de Santa María, muy unido a millones de almas que hacen lo mismo en los cinco continentes– el Santo Padre ha querido dar el Decreto de las virtudes heroicas, el pasado día 9 de este mes. A los veintiséis años, recibió de Dios una misión evangelizadora de imponentes proporciones: la misión de difundir por todo el mundo, entre las personas de todos los ambientes sociales, una toma de conciencia, teórica y práctica, hecha vida, de la llamada universal a la santidad. Así escribía en 1930: Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa –homo peccator sum (Lc 5, 8), decimos con Pedro–, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: (…) todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo 21. Las dificultades que nuestro Fundador encontró a lo largo de toda su vida también fueron gigantescas; sin embargo, la eficacia de la gracia de Dios en esa vida suya, una vida gastada gustosamente –a veces con grande dolor– en correspondencia heroica al don de Dios, fue asombrosa.
Recuerdo un episodio sucedido en agosto de 1958. El Fundador del Opus Dei caminaba un día por la City de Londres y, al pasar ante las sedes centrales de famosos bancos y grandes empresas comerciales e industriales, ante el panorama de un mundo humanamente poderoso pero indiferente e incluso hostil hacia las cosas de Dios, sintió con especial viveza toda su debilidad, su incapacidad para realizar aquella misión que había recibido, treinta años antes, de informar con el espíritu del Evangelio todas las realidades humanas, de poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades de los hombres. Pero, inmediatamente, sintió claramente en su interior una locución divina: Tú no puedes, pero Yo sí.
Era una nueva confirmación de lo que siempre había sido en su alma, en su conducta, una plena certeza sobrenatural: la fe segura, cierta, en que es el mismo Jesucristo –verdadero y eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, establecida definitivamente en su Sangre– el único que realiza la amorosa comunión de Dios con los hombres, de la que nace la comunión de los hombres entre sí; la fe, por tanto, en que su trabajo sacerdotal, como toda acción sacerdotal en la Iglesia, es eficaz precisamente porque se realiza per Christum et cum Christo et in Christo 22.
Si la nueva evangelización, como la primera, como la de toda la historia, y como toda labor verdaderamente sobrenatural, es imposible para nuestras fuerzas humanas –las de cada uno y las de todos juntos en la Iglesia–, es sin embargo posible para Dios, es posible para Cristo: resulta, por eso mismo, posible para nosotros, para todos y para cada uno, en la medida en que todos y cada uno seamos –pienso que es necesaria esta insistencia, que siempre será actual– no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo! 23. Aquí está la honda razón teológica de la necesidad de la santidad personal, para toda obra apostólica concreta y para la recristianización del mundo en su totalidad. En efecto, la identificación con Cristo es don, pero es también tarea. Todo cristiano y, de modo peculiar y propio, el sacerdote es ipse Christus inmediatamente, de forma sacramental 24. No podemos –¡no debemos!– olvidar que esta identificación constituye también la meta definitiva, el objeto de una tarea, una responsabilidad personal por hacer realidad en cada uno de nosotros aquello de San Pablo: Para mí, vivir es Cristo 25 ; no soy yo el que vive, sino que es Cristo quien vive en mí 26 ; de modo que levantemos bien alto este programa para el hombre y para la mujer del mundo de hoy y de todos los tiempos, con el fin de que también ellos lo asuman en plenitud.
En consecuencia, hoy como ayer y como siempre, ante los desafíos de cada época, la pregunta ¿qué clase de sacerdotes necesitan hoy la Iglesia y el mundo? , tiene una respuesta que comienza necesariamente así: la Iglesia y el mundo necesitan sacerdotes santos, es decir, sacerdotes que, conocedores de su propia limitación y miseria, se esfuerzan decididamente por recorrer los caminos de la santidad, de la perfección de la caridad, de la identificación con Jesucristo, en correspondencia fiel a la gracia divina. No es una respuesta nueva, pero es una respuesta siempre actual, siempre necesaria, siempre decisiva. El Concilio Vaticano II lo afirmó con palabras claras: Los sacerdotes están obligados a adquirir esa perfección con especial motivo, puesto que, consagrados a Dios de un nuevo modo por la recepción del Orden, se convierten en instrumentos vivos de Cristo Eterno Sacerdote, para proseguir a través del tiempo su admirable obra 27.
La identificación con Jesucristo exige una vida de oración y de penitencia; y esto, no como "asunto privado" del sacerdote, sino como condición de su eficacia pastoral, precisamente porque el sacerdote, por sí mismo, no puede, pero precisamente también porque en la medida en que es Cristo, sí puede.
En este contexto, viene también a mi memoria una anotación que Mons. Escrivá de Balaguer escribió en 1932. Pienso que son de justicia estas referencias, si consideramos que el Venerable Siervo de Dios, impulsado por la acción divina, ha llevado al altar millares de sacerdotes, incardinados en tantas diócesis y en la Prelatura del Opus Dei. Al contemplar una vez más en su oración la magnitud de la misión que Dios le había confiado, escribía: siento que aunque me quedara solo en la empresa, por permisión de Dios, aunque me encuentre deshonrado y pobre –más que lo soy ahora– y enfermo... ¡no dudaré ni de la divinidad de la Obra, ni de su realización! Y ratifico mi convencimiento de que los medios seguros de llevar a cabo la Voluntad de Jesús, antes que actuar y moverse, son: orar, orar y orar: expiar, expiar y expiar 28.
Mirad, mire cada uno de nosotros que entre la santidad y la oración existe necesariamente una relación tal, que no es posible la una sin la otra. Es verdad esta frase del Crisóstomo: "Pienso que resulta patente para todos que es sencillamente imposible vivir virtuosamente sin el auxilio de la oración" (De praecatione, orat. I) 29.
Tal vez en estos años –escribía Juan Pablo II a todos los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo de 1979– (…) se ha discutido demasiado sobre el sacerdocio, sobre la 'identidad' del sacerdote, sobre el valor de su presencia en el mundo contemporáneo, etc., y, por el contrario, se ha orado demasiado poco. No ha habido bastante valor para realizar el mismo sacerdocio a través de la oración, para hacer eficaz su auténtico dinamismo evangélico, para confirmar la identidad sacerdotal. Es la oración la que señala el estilo del sacerdocio 30.
La necesidad de ser hombres de oración, trae de nuevo a mi pensamiento la figura de nuestro Fundador y su extraordinaria fecundidad apostólica. No es posible, en los límites de estas palabras mías, trazar siquiera un breve esbozo de lo que fue su vida de oración continua, de la que he sido testigo directo –en la medida en que esto es posible– por cuarenta años. No dudo en afirmar que Dios le concedió abundantemente el don de la contemplación infusa. Recuerdo, entre tantos otros detalles, cómo durante el desayuno, mientras leíamos los dos la prensa, apenas nuestro Padre comenzaba a leer, se quedaba abstraído, metido en Dios; apoyaba la frente sobre la palma de una mano y dejaba de leer el periódico, para hacer oración. Mi emoción fue grande cuando, después de su muerte, leí en sus Apuntes íntimos, esta anotación suya de 1934, en la que plasma con extrema sencillez su diálogo con el Señor: Oración: aunque yo no te la doy (…), me la haces sentir a deshora y, a veces, leyendo el periódico, he debido decirte: ¡déjame leer! – ¡Qué bueno es mi Jesús! Y, en cambio, yo... 31.
Sería muy largo comentar adecuadamente la riqueza de la vida de oración de este sacerdote, ¡siempre sacerdote!, en la que el Espíritu Santo le llevó indudablemente a altísimas cumbres de unión mística en medio de la vida corriente, atravesando también durísimas purificaciones pasivas de los sentidos y del espíritu. Permitidme, sin embargo, subrayar que si éstos y otros numerosísimos hechos, de los que tenemos constancia, evidencian una específica acción del Espíritu Santo en su alma, la profundidad con que se radicó en su vida, en su jornada –día y noche– el hábito de la oración continua revela, a la vez, la fidelidad y generosidad de su dedicación a los tiempos diarios de meditación y oración mental y al rezo del Breviario y de otras oraciones vocales. Es más, la irrupción extraordinaria de Dios en su alma fue con frecuencia como la respuesta divina a esa fidelidad a la oración mental en momentos en que ésta le resultaba particularmente costosa o difícil. Por ejemplo, en una anotación suya –entre otras muchas de 1931– escribía: Ayer, por la tarde, a las tres, salí al presbiterio de la Iglesia del Patronato a hacer un poco de oración delante del Ssmo. Sacramento. No tenía gana. Pero, me estuve allí hecho un fantoche. A veces, volviendo en mí, pensaba: Tú ya ves, buen Jesús, que, si estoy aquí, es por Ti, por darte gusto. Nada. Mi imaginación andaba suelta, lejos del cuerpo y de la voluntad, lo mismo que el perro fiel, echado a los pies de su amo, dormita soñando con carreras y caza y amigotes (perros como él) y se agita y ladra bajito... pero sin apartarse de su dueño. Así yo, perro completamente estaba, cuando me di cuenta de que, sin querer, repetía unas palabras latinas, en las que nunca me fijé y que no tenía por qué guardar en la memoria: Aún ahora, para recordarlas, necesitaré leerlas en la cuartilla, que siempre llevo en mi bolsillo para apuntar lo que Dios quiere (En esta cuartilla, de que hablo, instintivamente, llevado de la costumbre, anoté, allí mismo en el presbiterio, la frase, sin darle importancia): + dicen así las palabras de la Escritura, que encontré en mis labios: "et fui tecum in omnibus ubicumque ambulasti, firmans regnum tuum in aeternum": apliqué mi inteligencia al sentido de la frase, repitiéndola despacio. Y después, ayer tarde, hoy mismo, cuando he vuelto a leer estas palabras (pues, –repito– como si Dios tuviera empeño en ratificarme que fueron suyas, no las recuerdo de una vez a otra) he comprendido bien que Cristo-Jesús me dio a entender, para consuelo nuestro, que la Obra de Dios estará con El en todas las partes, afirmando el reinado de Jesucristo para siempre 32.Es en la oración perseverante de cada día, con facilidad o con aridez, donde el sacerdote, como todo cristiano, recibe de Dios –incluso en forma extraordinaria si fuese preciso– luces nuevas, firmeza en la fe, segura esperanza en la eficacia sobrenatural de su trabajo pastoral, amor renovado: en una palabra, el impulso para perseverar en ese trabajo y la raíz de la efectiva eficacia del trabajo mismo. Sin oración, y sin oración que se esfuerza por ser continua, en medio de todos los quehaceres, no hay identificación con Cristo, en lo que ésta tiene de tarea, fundamentada en lo que tiene de don. Más aún, me atrevo a decir que un sacerdote sin oración, si no falsea la imagen que da de Cristo –Modelo para todos–, la presenta como una nebulosa que ni atrae ni orienta, que no sirve de norte al pueblo que nos ve o que nos oye. Muchas veces he escuchado a Mons. Escrivá de Balaguer afirmar que la Obra de Dios se ha hecho con oración: con éstas palabras no aplicaba teóricamente, al fruto de su trabajo, un tópico de la vida espiritual, sino que expresaba una realidad profundamente asimilada y sentida, del todo equivalente a la afirmación, también frecuente en sus labios, de que la Obra la ha hecho y la hace Dios. Así rezaba en voz alta, el 27 de marzo de 1975: ¿cómo se ha hecho el Opus Dei? Lo has hecho Tú, Señor, con cuatro chisgarabís... Stulta mundi, infirma mundi, et ea quae non sunt (cfr. 1Co 1, 26-27). Toda la doctrina de San Pablo se ha cumplido: has buscado medios completamente ilógicos, nada aptos, y has extendido la labor por el mundo entero 33.
El seguimiento y la identificación con Jesucristo requieren, junto a la oración, aquel tomar sobre sí la Cruz cada día 34 , la voluntaria participación en el misterio de la Cruz redentora. Concretamente, El sacerdote –con palabras de Pío XII– debe tratar de reproducir en su alma todo lo que ocurre sobre el altar. Así como Jesucristo se inmola a sí mismo, su ministro debe inmolarse con El; así como Jesús expía los pecados de los hombres, también él, siguiendo el arduo camino de la ascética cristiana, debe trabajar por la propia y por la ajena purificación 35. El sacerdote ha de ser hombre penitente, y perseverantemente penitente, no sólo mortificado; ha de expiar, en unión con la Cruz de Cristo, los propios pecados y los de todo el mundo; ha de poder decir con San Pablo sufro en mi carne lo que falta a la Cruz de Cristo, por su Cuerpo, que es la Iglesia 36.
El Fundador del Opus Dei no sólo aceptó con alegría la Cruz, en la enfermedad, en la persecución, en todo género de dificultades externas y en las purificaciones interiores que Dios le hizo atravesar, sino que además la buscó, con el profundo convencimiento de que encontrar la Cruz es encontrar a Cristo. Así se expresaba, con palabras de singular altura teológica y mística, en una meditación, el 28 de abril de 1963, rememorando momentos especialmente duros de hacía más de treinta años: Cuando el Señor me daba aquellos golpes, allá por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú eres mi hijo (Sal 2, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir: Abba, Pater!; Abba, Pater!, Abba!, Abba!, Abba! Y ahora lo veo con una luz nueva, como un nuevo descubrimiento: como se ve, al pasar los años, la mano del Señor, de la Sabiduría divina, del Todopoderoso. Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios 37.
La vida penitente de Mons. Escrivá de Balaguer estuvo constituida, sobre todo, por un constante negarse a sí mismo en las mil incidencias de la vida ordinaria, pero también con una fuerte penitencia corporal. Entre tantas otras manifestaciones de esa unión suya con la Cruz de Jesucristo, podría detenerme, por ejemplo, en los años en que, a causa de la guerra civil española, las incomodidades y carencias de todo tipo eran tales que cualquier persona, incluso muy mortificada, habría considerado suficiente soportarlas ofreciéndolas a Dios. Mons. Escrivá de Balaguer, en cambio, respondiendo a los requerimientos amorosos del Señor, vio que todo eso no era suficiente para seguir su llamada y que debía hacer más. Lo pude comprobar personalmente, sobre todo en los meses que pasé con él en la Legación de Honduras en Madrid: todos los que allí estábamos refugiados padecíamos verdadera hambre, pero él sabía prescindir, con naturalidad, incluso de lo poco que había, practicando un ayuno muy riguroso, como hizo durante otras muchas épocas de su vida. Por ejemplo, después de su muerte he podido leer una anotación suya del 22 de junio de 1933, dirigida a su confesor, en la que le manifestaba los propósitos de penitencia que había formulado durante unos recientes días de retiro espiritual. Estas son sus palabras exactas: Me pide el Señor indudablemente, Padre, que arrecie en la penitencia. Cuando le soy fiel en este punto, parece que la Obra toma nuevos impulsos. Y detalla, a continuación, los propósitos concretos: Disciplinas: lunes, miércoles y viernes: más otra extraordinaria en las vísperas de fiesta del Señor o de la Ssma. Virgen: otra semanal extraordinaria, en petición o en acción de gracias.
Cilicios: dos cada día, hasta la hora de comer: hasta la cena, uno: Martes, el de cintura, y viernes el del hombro, como hasta ahora.
Sueño: en el suelo, si es de tarima, o sin colchón en la cama, martes, jueves, sábados.
Ayuno: los sábados, tomando solamente lo que me den para desayunar 38
No se trata necesariamente de seguir un determinado camino de penitencia, pero es necesario afirmar que la identificación con Cristo y, por tanto, la eficacia en el ministerio sacerdotal, requieren una fuerte experiencia de la Cruz en la propia carne y en el propio espíritu. Y esto, más aún en nuestros días, más aún para la nueva evangelización de un mundo en gran parte sumergido en el hedonismo. Sólo a la luz de la fe, tiene todo esto sentido: a la luz de la fe en el misterio de la Redención, en el misterio del Hijo de Dios, hecho obediente hasta la muerte y muerte de Cruz 39.
Sería superfluo detenerme a considerar que el ministerio exige que el sacerdote sea también un hombre de acción, pues su evidencia salta a los ojos con fuerza de claridad meridiana. Desde el punto de vista de la fe, podemos considerar igualmente evidente que el motor de la actividad pastoral del sacerdote radica exclusivamente en la caridad de Cristo: caritas Christi urget nos 40 , afirma San Pablo. Un amor sobrenatural que brota como fruto de la Cruz, por ser –con palabras de Santo Tomás de Aquino– una cierta participación de la Caridad infinita, que es el Espíritu Santo 41. En efecto, sólo la caridad, que sabe mostrarse paciente y benigna, que todo lo excusa, todo lo cree y todo lo soporta 42 , puede dar razón no ya del cumplimiento más o menos preciso de unos determinados deberes pastorales, sino de una entrega total al ministerio que se concrete en una incesante actividad por el bien de las almas, más allá de lo que la estricta justicia pudiera exigir del sacerdote con los fieles confiados a su atención pastoral.
También en este aspecto, no puedo menos que evocar la figura entrañable de nuestro Fundador. Para su dedicación incansable al ministerio, nunca fueron excusa la fatiga, la enfermedad o las circunstancias adversas. Esta caridad pastoral, que conduce a una entrega sin condiciones al servicio de las almas 43 , informa necesariamente, con especiales matices, la fraternidad sacerdotal, que es elemento integrante de la comunión, entendida como la unidad afectiva y efectiva procedente de la común participación en los mismos bienes. Una fraternidad sacerdotal que no confunde la unidad con la uniformidad, que respeta la legítima libertad de todos, también en el amplio ámbito de la espiritualidad sacerdotal.
Mucho podría hablar del amor y del servicio, verdaderamente heroicos, del Fundador del Opus Dei hacia sus hermanos los sacerdotes. Recuerdo, por ejemplo, que entre los numerosísmos cursos de retiro que, por encargo de muchos Obispos, predicó a sacerdotes por toda España hasta que marchó a Roma, fue también a dirigir en octubre de 1944 los ejercicios espirituales a la comunidad de Agustinos de El Escorial. El día anterior se puso enfermo: la fiebre le subió a treinta y nueve grados, pero no se detuvo ante ese obstáculo. Yo le acompañé. A pesar de esa fuerte calentura, que al día siguiente había subido a cuarenta grados, predicó completos esos ejercicios, procurando –y consiguiendo– que quienes le escuchaban no advirtiesen su enfermedad.
Dirijamos ya nuestras reflexiones a otro aspecto importante, al aspecto más radical y central de la vida del sacerdote, que es garantía de su eficacia evangelizadora.
Oración, penitencia, acción guiada por una incansable caridad pastoral. Son como coordenadas en las que hemos contemplado la identificación del sacerdote con Jesucristo, en lo que esta identificación tiene de tarea personal en correspondencia al don de Dios. Pero caería en una gravísima omisión si dejara de considerar que la vida cristiana y, especialmente, esos aspectos de la existencia sacerdotal, han de estar radicados, centrados y, por tanto, unificados en el Sacrificio de Cristo, en la Santa Misa, en la Eucaristía.
La Santa Misa es, en efecto, el centro y la raíz de toda la vida del Presbítero 44 , como recordó el Concilio Vaticano II, con palabras que habían sido ya muchas veces repetidas por Mons. Escrivá de Balaguer 45.
No cabe duda de que esta centralidad del Sacrificio Eucarístico es una realidad en la vida de todo cristiano, pero en el sacerdote este hecho adquiere matices especiales. Como afirma Juan Pablo II, Mediante nuestra ordenación –cuya celebración está vinculada a la Santa Misa desde el primer testimonio litúrgico– nosotros estamos unidos de manera singular y excepcional a la Eucaristía. Somos, en cierto sentido, por ella' y para ella. Somos, de modo particular, responsables de ella 46.
Necesito volver de nuevo a la eximia figura sacerdotal del Fundador de esta Universidad: para mí es algo inevitable y sé que, como para mí, es también para vosotros motivo de alegría. Durante cuarenta años, día tras día, he sido testigo de su empeño por transformar cada jornada en un holocausto, en una prolongación del Sacrificio del Altar. La Santa Misa era el centro de su heroica dedicacion al trabajo y la raíz que vivificaba su lucha interior, su vida de oración y de penitencia. Gracias a esa unión con el Sacrificio de Cristo, su actividad pastoral adquirió un valor santificador impresionante: verdaderamente, en cada una de sus jornadas, todo era operatio Dei, Opus Dei, un auténtico camino de oración, de intimidad con Dios, de identificación con Cristo en su entrega total para la salvación del mundo.
Externamente nunca hubo nada extraordinario o singular en la Misa de Mons. Escrivá de Balaguer, aunque era imposible no apreciar su profunda devoción. Desde el principio de su ministerio sacerdotal, se esforzó por no dar cabida ni a la rutina ni a la precipitación al celebrar el Santo Sacrificio, a pesar de la habitual escasez de tiempo para realizar sus múltiples actividades pastorales. Al contrario, tendía espontáneamente a decir la Misa con mucho sosiego, penetrando en cada texto y en el sentido de cada gesto litúrgico, hasta el punto que, por muchos años, tuvo que esforzarse positivamente –de acuerdo con cuanto le corfirmaban en la dirección espiritual– por ir más deprisa, para no llamar la atención y por saberse al servicio de los fieles que contaban, para la Misa, con un tiempo mucho menor. En este contexto, se entiende lo que escribió en 1932, como un suspiro que se escapó de su alma: Al decir la Santa Misa, deberían pararse los relojes 47.
Esa intensidad, con la que se unía personalmente al Sacrificio del Señor en la Eucaristía, culminó en algo que no dudo en considerar un peculiar don místico, y que el mismo Padre contó, con gran sencillez, el día 24 de octubre de 1966: A mis sesenta y cinco años, he hecho un descubrimiento maravilloso. Me encanta celebrar la Santa Misa, pero ayer me costó un trabajo tremendo. ¡Qué esfuerzo! Vi que la Misa es verdaderamente Opus Dei, trabajo, como fue un trabajo para Jesucristo su primera Misa: la Cruz. Vi que el oficio del sacerdote, la celebración de la Santa Misa, es un trabajo para confeccionar la Eucaristía; que se experimenta dolor, y alegría, y cansancio. Sentí en mi carne el agotamiento de un trabajo divino. No dudo de que este descubrimiento respondía a un ruego que constantemente nos dirigía a quienes estábamos a su alrededor: pedid al Señor que sepa ser más piadoso en la Santa Misa, que tenga cada día más hambre de renovar el Santo Sacrificio.
Al pie de la Cruz de Cristo, en el Calvario, estaba María, su Madre, y junto a Ella el discípulo a quien amaba 48. La Tradición de la Iglesia ha visto siempre representados, en la figura del Apóstol San Juan, a todos los cristianos, a todos los hombres y mujeres que han recibido en el sacramento del Bautismo, como carácter indeleble, una participación en el sacerdocio de Cristo. Las palabras del Señor agonizante en la Cruz nos descubren una dimensión esencial de la vida cristiana: ahí tienes a tu Madre 49. Es, con expresión de Juan Pablo II, la dimensión mariana de la vida de los discípulos de Cristo; no sólo de Juan, que en aquel instante se encontraba a los pies de la Cruz en compañía de la Madre de su Maestro, sino de todo discípulo de Cristo, de todo cristiano 50.
La identificación con Cristo tiene esta dimensión fundamental. Ser alter Christus, ipse Christus lleva consigo necesariamente ser hijos de Santa María. Y, del mismo modo que esa identificación con el Señor es, a la vez, don y tarea, también la filiación a la Santísima Virgen es un don: un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre 51 ; y es también una tarea, que el evangelista condensa en pocas palabras: Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa 52. Entregándose filialmente a María –comenta el Romano Pontífice–, el cristiano, como el Apóstol Juan 'acoge entre sus propias cosas' a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior 53.
Si esto es así para todo cristiano, lo es por un nuevo título para el sacerdote, que ha sido llamado a participar de un modo nuevo en el sacerdocio de Cristo y a vivir centrado de modo particular en el sacrificio de la Cruz. Como discípulo del Señor debe entregarse filialmente a María, tratarla como Madre y aprender de Ella qué significa tener "alma sacerdotal": el afán de corredimir con Cristo, la sed de almas, el espíritu de reparación; en definitiva, el deseo de adquirir los mismos sentimientos de Cristo Jesús 54. Como ministro del Señor, no puede olvidar, cuando renueva el Sacrificio del Calvario y dispensa los tesoros de la gracia de Cristo, que, al pie de la Cruz, la Virgen María se entregó totalmente al misterio de la Redención de los hombres 55 , y que el Cuerpo y la Sangre de Cristo que se hacen presentes sobre el altar son los mismos que recibió de su Santísima Madre.
El último Concilio ha exhortado a los presbíteros para que veneren y amen con filial devoción a esta Madre del Sumo y Eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles y auxilio de su ministerio 56 ¡Cómo experimentó el Fundador del Opus Dei esta realidad maravillosa del auxilio materno de la Santísima Virgen, en su ministerio sacerdotal! Así lo recordaba, en la fiesta de San José de 1975, pocos meses antes de fallecer, volviendo la mirada a su labor pastoral en torno a los años treinta: ¡cuántas horas de caminar por aquel Madrid mío, cada semana, de una parte a otra, envuelto en mi manteo! (…) aquellos Rosarios completos, rezados por la calle –como podía, pero sin abandonarlos–, diariamente (…) Nunca pensé que sacar la Obra adelante llevaría consigo tanta pena, tanto dolor físico y moral: sobre todo moral (…) Iter para tutum! ¡Madre mía! ¡Madre!; ¡no te tenía más que a Ti! Madre, ¡gracias! (…) Madre, Cor Mariae Dulcissimum! ¡Oh, cuánto he acudido a Ti!
Y otras veces, hablando y predicando, dándome cuenta de que no valía nada, de que no era nada, pero con una certeza... ¡Madre!, ¡Madre mía! ¡no me abandones!, ¡Madre!, ¡Madre mía!.
Eran exclamaciones profundamente sinceras, de hijo, que brotaban de su alma sacerdotal, precisamente en la última fiesta de San José que celebró en esta tierra, porque en su corazón –y también en su nombre– María y José se hallaban indisolublemente unidos, y eran el camino para tratar íntimamente a Jesús, y por El, con El y en El, al Padre y al Espíritu Santo.
Alcanzar una honda devoción y un tierno amor a la Santísima Virgen ha de ser uno de los objetivos primarios de la formación sacerdotal. Existen profundas razones teológicas para afirmar que no puede considerarse como un añadido piadoso al conjunto de la formación, sino como algo que encuentra sus raíces en el "don" recibido por el sacerdote en la ordenación, y que está destinado a crecer y a desarrollarse en su vida. El Señor quiso asociar a su Madre de modo especialísimo a la tarea de la Redención; así también el sacerdote que ha recibido el poder de actuar in persona Christi Capitis "necesita" el auxilio maternal de la Virgen en su ministerio. Sin María no puede alcanzarse una existencia verdaderamente sacerdotal.
Las actuales circunstancias de la sociedad, y la nueva empresa evangelizadora en la que todos estamos comprometidos, exigen plantearse a fondo una personal mejora cualitativa de nuestro sacerdocio y, en consecuencia, de la formación sacerdotal. En la reciente Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo, Juan Pablo II ha escrito: Hoy, cercanos ya al tercer Milenio de la venida de Cristo, quizás experimentamos de manera más profunda la magnitud y las dificultades de la mies: La mies es mucha; pero vemos también la escasez de obreros: Los obreros son pocos (Mt 9, 37). Pocos: y esto atañe no sólo a la cantidad, sino también a la calidad. De ahí pues la necesidad de la formación 57.
Como habéis estudiado con profundidad en estos tres días de Simposio, se impone lograr que los sacerdotes adquieran en sus años de preparación, y en la sucesiva formación permanente, una clara conciencia de la identidad que existe entre la realización de su vocación personal –ser sacerdote en la Iglesia–, y el ejercicio del ministerio in persona Christi Capitis. Su servicio a la Iglesia consiste, esencialmente (otros modos de servir un sacerdote pueden ser legítimos, pero secundarios), en personificar activa y humildemente entre sus hermanos a Cristo Sacerdote que da vida y purifica a la Iglesia, a Cristo Buen Pastor que la conduce en unidad hacia el Padre, y a Cristo Maestro que la conforta y la estimula con su Palabra, y con el ejemplo de su Vida.
Esta formación del sacerdote es algo que dura toda la vida, porque, en sus diversos aspectos, tiende –debe tender– a formar a Cristo en él 58 , realizando esa identificación como tarea, en respuesta a lo que esa identificación tiene ya como don sacramental recibido. Una tarea, que postula antes aún que una incesante actividad pastoral, y como condición de la eficacia de ésta, una intensa vida de oración y de penitencia, una sincera dirección espiritual de la propia alma, un recurso al sacramento de la Penitencia vivido con periodicidad y con extremada delicadeza, y toda esta existencia enraizada, centrada y unificada en el Sacrificio Eucarístico.
Una nueva evangelización, sí, pero con la conciencia clara de que –con palabras de Mons. Escrivá de Balaguer– en la vida espiritual no hay nada que inventar; sólo cabe luchar por identificarse con Cristo, ser otros Cristos –ipse Christus–, enamorarse y vivir de Cristo, que es el mismo ayer, que hoy y será el mismo siempre: Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula (Hb 13, 8) 59
De Cristo Sumo y Eterno Sacerdote canta la Iglesia: Ave verum corpus natum de Maria Virgine. Yo pido al Señor que en la formación sacerdotal esté siempre presente el camino mariano por el que el Hijo de Dios vino a los hombres.