Andrés Irarrázaval Universidad de los Andes (Chile)
La reciente y paulatina publicación de la edición crítica de las cartas de Josemaría Escrivá ha posibilitado a sus lectores profundizar en las enseñanzas de este santo sobre diversas materias relacionadas con la santificación del quehacer cotidiano 1. Estos documentos permiten adentrarse en su pensamiento íntimo y complementar con antecedentes de primera mano la información dada por sus biógrafos y por los historiadores del Opus Dei 2.
El aporte de las cartas es muy valioso, ya que su tono reflexivo lleva a conocer los principios culturales y doctrinales que inspiraron a san Josemaría para resolver diferentes situaciones que le tocó enfrentar en vida. Por otra parte, la cercana conmemoración de los cincuenta años de su fallecimiento, acaecido en Roma el 26 de junio de 1975, es una clara manifestación de que su época ya no es la actual: el ambiente social e intelectual en el que se formó y vivió es diferente de la realidad del siglo XXI. Aunque pueda parecer una obviedad, es necesario contar con este dato cronológico para comprender que su realidad vital no es analizable desde el presente sin más contexto 3.
Un aspecto específico de las enseñanzas de san Josemaría fue su profundo respeto por la libertad de las personas, que le llevaba a defender un amplio pluralismo en todos los ámbitos del quehacer humano, que en el caso de los católicos se ejerce dentro de los amplios márgenes doctrinales y morales definidos por el Magisterio de la Iglesia. Pero sus enseñanzas al respecto pueden verse desdibujadas por el paso del tiempo y el continuo cambio de circunstancias sociales, lo que subraya la necesidad de volver a los principios en que sustentaba sus posiciones más que a valorar con criterios actuales las decisiones concretas que pudo tomar en el pasado.
En esta línea, el presente estudio busca –sin una pretensión de exhaustividad– recoger el pensamiento de san Josemaría Escrivá sobre el pluralismo y la libertad en los ámbitos político y social, analizar su fundamento y las circunstancias en que fue elaborado, y valorar la vigencia de esas enseñanzas en la actualidad. El autor agradece los comentarios y aportes realizados al borrador por los profesores de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de los Andes Cecilia McIntyre, Daniel Mansuy y Juan Eduardo Carreño.
Antes de analizar las enseñanzas de san Josemaría sobre la libertad en temas políticos y sociales, es preciso hacer algunas breves consideraciones sobre lo que se entiende por pluralismo y otros conceptos que se utilizarán en el presente estudio.
El ser humano requiere manifestarse a los demás a través de la comunicación, especialmente del lenguaje verbal y escrito: «Por ser persona, el hombre necesita el encuentro con el tú. El lenguaje no tiene sentido si no es para esta apertura a los demás» 4. Este carácter dialogante exige como contrapartida la capacidad de escucha de los demás, el saberse acogido por el prójimo: sólo en este ambiente se podrá formar la personalidad humana, conocer la propia identidad y valorar la ajena. Pero esa realidad supone una complementariedad que no es uniforme, ya que cada persona es única e irrepetible 5.
El concepto pluralismo es definido por el diccionario de la Real Academia como el «sistema por el cual se acepta o reconoce la pluralidad de doctrinas o posiciones»; y se señalan como sinónimos de pluralidad los términos variedad, diversidad y heterogeneidad 6. El pluralismo exige el respeto de las posturas ajenas, pero la diversidad no es sinónimo de bondad ni toda diferencia debe ser acogida solo por su carácter distinto 7. Por lo mismo, el pluralismo no puede identificarse con permisivismo: la diversidad no es un valor absoluto y el respeto al pluralismo trasciende la simple tolerancia 8. La libertad de opinión tampoco permite definir lo bueno y lo malo: si bien la conciencia moral «atestigua la autoridad de la verdad con referencia al Bien supremo por el cual la persona humana se siente atraída» 9, no es una instancia suprema ni puede desconocer una verdad universal sobre el bien10.
Por esto, aunque se debe un respeto intrínseco a la persona que emite otros pareceres por la dignidad inalienable de todo ser humano, el contenido de sus afirmaciones se podrá compartir en mayor o menor medida. Y, por el contrario, si en el plano social o familiar la autoridad se muestra paternalista para asegurar el buen uso de la libertad de los demás, puede derivar en autoritarismo; esto último porque el exceso de control conlleva una minusvaloración arbitraria de las capacidades de las personas, que no son consideradas maduras o competentes para asumir su propia responsabilidad11.
En el ámbito doctrinal, se pide a los católicos aceptar la revelación sobrenatural y las verdades sobre la fe y la moral derivadas de ella, propuestas por la enseñanza de la Iglesia a través de una concreta definición o mediante el magisterio ordinario universal. La adhesión a estos contenidos doctrinales no es una imposición arbitraria, ya que ellos proceden de la palabra de Dios y de las enseñanzas de Jesucristo, que iluminan la razón herida por el pecado original12. Para los católicos, en consecuencia, hay un ámbito específico de fe que es vinculante y todo un amplio y mayoritario resto de materias –sean de carácter espiritual o no–, en los que se vive un sano y necesario pluralismo.
Por tanto, los fieles católicos aceptan el magisterio eclesiástico en materias de fe y moral, al que deberán adherirse para formar sus juicios y emitir sus opiniones. Aunque la fe requiere siempre un camino de madurez interior, la decisión de apartarse del magisterio no sería una manifestación de pluralismo, sino de desunión respecto de la legítima autoridad eclesiástica y probablemente de falta de visión sobrenatural. Esta responsabilidad por el cuidado de la doctrina católica es común a todos los bautizados, pero recae especialmente en quienes ejercen la potestad de enseñar en la Iglesia; ellos tienen una especial misión en la conservación de la pureza de la fe y de las costumbres en los demás fieles13.
Por su parte, los laicos juegan un papel prioritario en el desarrollo de las diversas soluciones sociales y culturales que van más allá de las enseñanzas magisteriales, dada su llamada a configurar el mundo desde dentro14. Naturalmente, este desafío requiere una buena formación doctrinal, ya que el magisterio eclesiástico influye con mayor o menor profundidad en variados aspectos de la vida cotidiana de las personas.
San Josemaría, cuyo mensaje espiritual se dirigía especialmente a los fieles laicos, mujeres y hombres que viven en medio del mundo, desarrolló en varios de sus escritos temas relacionados con la convivencia social, el pluralismo y el respeto al prójimo. En su visión de estas materias tenía presente el magisterio de la Iglesia, las luces aportadas por el mensaje que estaba llamado a difundir y, también, su amplia experiencia pastoral y personal15.
A mediados del siglo pasado, san Josemaría se dirigía a un público que compartía una misma visión antropológica del hombre y de la sociedad. Esto explica que sus enseñanzas sobre el pluralismo se centren en el modo de enfrentar cristianamente la discusión en torno a las diversas posturas existentes en materias temporales o espirituales de carácter opinable, y que aconseje la unidad respecto a los temas en los que había en juego una definición magisterial.
En la actualidad este escenario ha evolucionado hacia la existencia de diferentes enfoques antropológicos dentro de la sociedad –miradas que tocan el núcleo de lo que se entiende por ser humano, persona, hombre y mujer, familia, etc.–, que requieren una comprensión más amplia del pluralismo. Este punto y las luces que pueden aportar las enseñanzas de san Josemaría en este nuevo contexto, se tratarán en el apartado 4.
El 16 de mayo de 1966 el periodista galo Jacques Guillemé-Brulon preguntó a san Josemaría: «El hecho de que algunos miembros de la Obra estén presentes en la vida pública del país, ¿no ha politizado, en algún modo, el Opus Dei en España? ¿No comprometen así a la Obra y a la Iglesia misma?» La respuesta del fundador fue rotunda: «Ni en España ni en ningún otro sitio»16. La consulta tenía su razón de ser, ya que en esos momentos cuatro miembros del Opus Dei eran ministros de gobierno de Francisco Franco, solo un mes antes había entrado en vigencia una nueva ley de prensa e imprenta y se preparaba el borrador de la nueva ley orgánica del Estado español que se plebiscitaría en noviembre17. San Josemaría continuó desarrollando la respuesta con fuerza: «Insisto en que cada uno de los socios del Opus Dei trabaja con plena libertad y con responsabilidad personal, sin comprometer a la Iglesia ni a la Obra, porque ni en la Iglesia ni en la Obra se apoyan para realizar sus actividades personales»18.
Para comprender del todo este aserto se debe tener presente el carácter laical del mensaje que enseñaba san Josemaría desde hacía años, difundiendo la llamada a la santidad de todos los hombres y mujeres, sin distinciones de edad, estado civil, raza o recursos económicos. Como escribió en una de sus cartas, «la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión, u oficio»19. Esta mirada amplia la complementaba con una llamada a la propia responsabilidad, también en lo que respecta a la fe y a la relación con la Iglesia, como ya apuntó en los números 755 y 519 de Camino: «De que tú y yo nos portemos como Dios quiere –no lo olvides– dependen muchas cosas grandes» y «Ese grito –“serviam!”– es voluntad de “servir” fidelísimamente, aun a costa de la hacienda, de la honra y de la vida, a la Iglesia de Dios»20.
San Josemaría expuso estas ideas con más detención en la carta Legitima hominum, fechada el 31 de mayo de 1943 y publicada para los fieles de la Obra en febrero de 1967. En ella señaló: «Lo primero que deseo haceros notar –aunque me lo habéis oído muchas veces– es que nuestra tarea, hijas e hijos queridísimos, es una labor secular, laical, de ciudadanos corrientes –iguales a los otros ciudadanos, yno como los otros ciudadanos– que buscan su santidad y hacen apostoladoen y desde los quehaceres profesionales, en los que están empeñados en medio del mundo»21. Y, pocos párrafos más adelante, se refirió de modo más específico a las repercusiones de esta doctrina en el ámbito público, al expresar su preocupación respecto a los laicos «que se llaman ostentosamente católicos» y que no son capaces de asumir su personal responsabilidad de ciudadanos, que «se pegan a la Iglesia como la hiedra al muro, haciéndolo desaparecer primero con su follaje, y destruyéndolo después con las raíces que buscan la savia en las grietas de los nobles sillares»22.
Lo que esperaba de un católico es que actuara en su actividad política con rectitud de intención y responsabilidad personal, asumiendo las consecuencias de sus decisiones con plenitud. Así lo concluye él mismo: «Habéis de servir a las almas, en una palabra, sabiéndoos mayores de edad; y estando dispuestos a dar razón de vuestros actos, sin involucrar en vuestra actividad de ciudadanos ni a la Esposa de Jesucristo ni a la Obra»23.
Estas ideas, aunque pueden parecer obvias a algunos, no lo son para muchas personas, tanto eclesiásticos como laicos. Para los primeros puede parecer lógico, como ha ocurrido en tantas ocasiones a lo largo de la historia de la Iglesia, que la jerarquía intervenga con sugerencias o peticiones aprovechando la condición de católico de un hombre o mujer que detente cargos en la vida pública, a las que naturalmente esa persona debiese atender por una razón de unidad. Un ejemplo que afectó a Mons. Escrivá fue cuando desde Roma se promovió que las autoridades eclesiásticas españolas se distanciaran del régimen franquista a fines de la década de 1960. En este contexto el sustituto de la secretaría de Estado, Mons. Giovanni Benelli, le solicitó que diese consignas a los socios del Opus Dei que ocupaban cargos políticos en España para promover la formación de un partido político similar a la Democrazia Cristiana de Italia; pero san Josemaría se negó a hacerlo por respeto a la libertad de sus hijos en un tema temporal y opinable24.
Para los fieles laicos puede ser más sencillo comprender esta libertad personal en las materias temporales, pero les puede suponer una mayor dificultad respetar a las opiniones diversas de otras personas, católicas o no. Por ejemplo, puede ocurrir que por existir una afinidad espiritual, a una persona le llame la atención que otra llegue a conclusiones diversas en el modo de enfrentar situaciones específicas, en temas que son legítimamente opinables: podrá disentir dentro del marco de esa relación –política, votando por otro candidato, o laboral, cambiándose de trabajo–; podrá también criticar el contenido de esa decisión, salvaguardando el respeto a la persona y dentro de los cauces legales; pero no podrá escudarse en la fe católica para cuestionar a la otra persona o para evitar el debido cumplimiento de las indicaciones recibidas.
San Josemaría también se refirió a este aspecto específico con mucha claridad: «los que tengáis vocación política, actuad libremente en ese terreno, sin abdicar de los derechos que como ciudadanos os competen; y buscad vuestra santificación ahí, mientras servís a la Iglesia y a la patria, procurando el bien común para todos en el modo que os parezca más adecuado, porque en lo temporal no hay dogmas»25. Y para los que no se dedicaban a esta actividad, señalaba que debían cumplir con fidelidad sus deberes y exigir sus derechos. Es un tema antiguo en él, que ya tocó en Camino: «Esa falsa humildad es comodidad: así, tan humildico, vas haciendo dejación de derechos... que son deberes»26. Es destacable el tono sobrenatural de sus orientaciones, alejadas de todo sesgo partidista o humano, con referencias explícitas a la búsqueda de la santidad, al servicio por amor a Dios y al prójimo, e indirectamente a virtudes como la humildad y la fortaleza.
San Josemaría señaló en otra de sus cartas –la número 6, denominada Sincerus est–, desde una perspectiva más general: «somos amigos de trabajar pacíficamente con todos, precisamente porque estimamos, respetamos y defendemos en todo su enorme valor, la dignidad y la libertad que Dios ha dado a la criatura racional, desde el mismo momento de la Creación»27. La razón dada para justificar esta actitud no fue simplemente de eficacia humana o de promover una sana empatía, sino que apuntó a algo más de fondo, la igual dignidad de todas las personas querida por Dios. Volvió por tanto a remitir a un ámbito sobrenatural y a una perspectiva amplia, laical, que es capaz de valorar con responsabilidad las opiniones ajenas en su justa medida. En el mismo documento, continuó un poco más adelante con la siguiente reflexión: «Me he hecho siempre este razonamiento, que debéis también haceros vosotros y enseñarlo a los demás: si el Señor ha dejado tantas cosas a la libre disputa de los hombres, ¿por qué ha de ser enemigo mío un hombre que piense de distinta manera que yo?»28.
Y, por si fuera poco, desarrolló en el mismo escrito varias manifestaciones prácticas, como evitar las discusiones, estudiar con calma las razones de los demás, comprender su postura, vivir la amistad con quienes piensan distinto, generar climas de confianza, etc. Explicó que «de la disputa violenta, no sale la luz: la pasión lo impide», y que por esto «hay que escuchar al interlocutor y hablar serenamente, aunque esto suponga un esfuerzo de dominio, de mortificación meritoria»29.
A continuación, san Josemaría hizo un alcance más espiritual: «viviendo en amistad con Dios –la primera que hemos de cultivar y acrecentar–, sabréis lograr muchos y verdaderos amigos» y puso como modelo de amistad «la labor que ha hecho y hace continuamente el Señor con nosotros, para mantenernos en esa amistad suya», labor que quiere replicar en muchas almas a través de los creyentes. Por esto explicaba que él se sentía «amigo de todo el mundo» y que «el amigo verdadero no puede tener, para su amigo, dos caras: la amistad, si ha de ser leal y sincera, exige renuncias, rectitud, intercambio de favores, de servicios nobles y lícitos»30.
San Josemaría también aplicó estos criterios de sana pluralidad en el ámbito apostólico. Ya en los años 30 lo señaló expresamente: «Te pasmaba que aprobara la falta de “uniformidad” en ese apostolado donde tú trabajas. Y te dije: Unidad y variedad. –Habéis de ser tan varios, como variados son los santos del cielo, que cada uno tiene sus notas personales especialísimas. –Y, también, tan conformes unos con otros como los santos, que no serían santos si cada uno de ellos no se hubiera identificado con Cristo»31. A los miembros de la Obra y cooperadores los animaba a participar en las instituciones públicas y privadas en las que pudieran servir con su trabajo a la sociedad, sin necesidad de hacerlo en conjunto: «Individualmente, sin formar grupo –es imposible que lo forméis pues todos y cada uno gozáis de una libertad ilimitada en todo lo temporal–, tomad parte activa y eficaz en las asociaciones oficiales o privadas, porque nunca son indiferentes para el bien temporal y eterno de los hombres»32.
La enseñanza de san Josemaría estaba en concordancia con el magisterio de la Iglesia en estas materias, de la época y actual. Sus palabras sobre la responsabilidad en el propio actuar, el respeto a las opiniones diferentes y la convivencia en paz coinciden con el contenido de diversos documentos emanados de la Santa Sede los últimos años. Por ejemplo, la constitución apostólica Gaudium et Spes señaló que se debe respetar y amar a quienes tienen diferentes posturas en materias sociales, políticas e incluso religiosas33, y el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia indica que cada ser humano debe valorarcon pasión su propia libertad y asumir con responsabilidad sus decisiones personales y sociales34.
Por otra parte, el Papa Francisco ha relacionado la apertura al prójimo con la vida virtuosa: para buscar la santidad no basta con desarrollar virtudes morales en el ámbito individual, los actos personales deben estar orientados hacia los demás35. San Josemaría también veía así la llamada a vivir con plenitud la fe, y animaba a los miembros del Opus Dei a «un servicio sin reservas, como ciudadanos católicos responsables, a la Iglesia Santa, al Romano Pontífice y a todas las almas»36. Es decir, no limita la llamada vocacional a una búsqueda personal de la santidad, sino que la considera íntimamente asociada al bien de los demás.
El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia recuerda, en esta línea, que «la naturaleza del hombre se manifiesta, en efecto, como naturaleza de un ser que responde a sus propias necesidades sobre la base de unasubjetividad relacional, es decir, como un ser libre y responsable, que reconoce la necesidad de integrarse y de colaborar con sus semejantes y que es capaz de comunión con ellos en el orden del conocimiento y del amor»37. San Josemaría entendía de la misma manera la vocación bautismal y la llamada a la santidad de los laicos, también de los miembros y de cercanos al Opus Dei. Nunca vio la labor de la Obra como una defensa grupal, una suerte de rincón idealizado en que sus miembros se cuidarían unos a otros alejándose de las dificultades propias del mundo38. Nada sería más lejano a su comprensión de la secularidad39.
Naturalmente en estas enseñanzas hay aspectos ascéticos de por medio. En un cristiano, llamado desde su bautismo a santificar todo su quehacer y a vivir con plenitud la caridad, el respeto a la diversidad de opiniones exige muchas veces ejercitar varias virtudes, en algunos casos en grado heroico. Un aspecto que san Josemaría desarrolló con especial énfasis fue lo que llamó «santa intransigencia» y «santa transigencia». En la carta nº 4, denominada Vos autem, fechada el 16 de julio de 1933 y publicada el 21 de enero de 1966, luego de referirse a que la actitud de un hijo de Dios debe ser ahogar el mal en abundancia de bien, explicó que «la regla, para llevar a la práctica este espíritu, también la conocéis: la santa intransigencia con los errores, y la santa transigencia con las personas, que estén en el error»40. Con los «errores» se refiere a las opiniones contrarias al magisterio eclesiástico: «la verdad es una sola, hijos míos, y aunque en cosas humanas sea difícil saber de qué parte está lo cierto, en las cosas de fe no sucede así». Este magisterio debe defenderse «con el ejemplo, con la palabra, con vuestros escritos, con todos los medios nobles que estén a vuestro alcance»41.
San Josemaría describió las virtudes que deben acompañar a la santa intransigencia para evitar que se deforme o sea malentendida: «No queremos la destrucción de nadie; la santa intransigencia no es intransigencia a secas, cerril y desabrida; ni es santa, si no va acompañada de la santa transigencia. Os diré más: ninguna de las dos son santas, si no suponen –junto a las virtudes teologales– la práctica de las cuatro virtudes cardinales»42. Y después de detenerse en la importancia de la prudencia, justicia, fortaleza y templanza en esta materia, concluye: «Como veis, hijas e hijos queridísimos, la práctica armónica de la santa transigencia y de la santa intransigencia es fácil y es difícil: fácil, porque nos empuja la caridad de Cristo y nos ayuda su gracia; difícil, porque están en contra las malas inclinaciones de nuestra miseria personal, y es necesario tener en cuenta muchos factores, para no resolver los problemas falsa y apresuradamente»43.
San Josemaría no reducía la santa intransigencia a la práctica de las virtudes, sino que la enlazaba con la realidad íntima del cristiano, su filiación divina en Cristo. Siguiendo las enseñanzas de san Pablo44, destacaba además la íntima conexión entre la condición de hijos de Dios y la libertad: para referirse a ella hablaba de «la libertad de la gloria de los hijos de Dios»45. Esta expresión no solo implica una referencia espiritual en torno a la libertad, sino que la integra como una parte esencial de la persona humana y un valor prioritario para el cristiano46.
Esta comprensión de la libertad de las personas, que va más allá de la libertad de movimientos o de una simple visión reductiva en torno a la autonomía de decisiones, mantiene una especial vigencia porque asocia libertad e identidad. El don de la filiación divina configura al cristiano y lo define en su realidad más íntima: no es un agregado externo que fortalece la personalidad, sino la base constitutiva de su identidad y de su vinculación con el prójimo47. La misma identidad personal –nuestra libertad de hijos de Dios– es la que nos permite relacionarnos con las demás personas respetando sus posturas y decisiones, aunque no las compartamos. En este sentido, la claridad sobre la propia posición no debe ser un factor de confrontación, sino un punto de apoyo para valorar que los demás acepten nuestras opiniones y nosotros las ajenas. Así lo explicó el Papa Francisco en la encíclica Fratelli tutti: «No me encuentro con el otro si no poseo un sustrato donde estoy firme y arraigado, porque desde allí puedo acoger el don del otro y ofrecerle algo verdadero»48.
Por ello, la firme conciencia de la filiación divina del cristiano lleva a respetar al prójimo y sus opiniones, también en materias doctrinales. Como explicaba san Josemaría desde su experiencia, «no me siento ni me he sentido nunca contrario a nadie; rechazo las ideas que van contra la fe o contra la moral de Jesucristo, pero al mismo tiempo tengo el deber de acoger, con caridad de Cristo, a todos los que las profesen»49. En este sentido, la identidad cristiana no se presenta como una realidad identitaria que pueda atentar contra el pluralismo o que lo reduce a un mero abstenerse de juzgar, sino que por el contrario lo refuerza al integrar la caridad y el respeto a la libertad de los demás.
La caridad cristiana es manifestación de la filiación divina. Esta aspiración y esfuerzo no es algo exclusivo de un grupo de personas, ni nadie puede considerarse en un estatus superior por intentar vivirlo, como si fuera una luz especial y no parte esencial del mensaje cristiano al que todos los hombres están llamados. Las mismas situaciones de confrontación o las críticas que se puedan recibir no deben ser vistas como una excusa para menospreciar al prójimo que las emite o justificar pensamientos negativos o rencorosos. Muchas veces, tras estos desencuentros hay más falta de comunicación, formación y comprensión que una real animadversión, por lo que la actitud cristiana es el perdón y la escucha atenta. La caridad nos debe llevar siempre a ensanchar el corazón: «Las acciones brotan de una unión que inclina más y más hacia el otro considerándolo valioso, digno, grato y bello, más allá de las apariencias físicas o morales. El amor al otro por ser quien es, nos mueve a buscar lo mejor para su vida. Sólo en el cultivo de esta forma de relacionarnos haremos posibles la amistad social que no excluye a nadie y la fraternidad abierta a todos»50.
Tras este breve repaso de algunas enseñanzas de san Josemaría es posible comprender con más claridad su pensamiento en la materia: la vocación laical a la santidad propia de quien se sabe llamado a ser hijo de Dios implica involucrarse en las cuestiones del mundo, respetando las diversas opiniones en lo temporal y defendiendo la libertad personal y ajena. Esta postura no busca arrinconarse de un modo tranquilo –«balconear» como diría el Papa Francisco51, mirando desde una cierta altura el avatar de la calle–, sino potenciar el actuar de los fieles laicos, que sumarán a la luz de la fe la riqueza de diversas posturas consensuadas con otros en tantos temas opinables. Naturalmente, esta comprensión no es algo externo a un cristiano, un modo de actuar en ciertas ocasiones y menos una estrategia para acercar adherentes: es parte esencial de la llamada universal a la santidad común a todo bautizado, parte de su identidad católica como hijo de Dios. El fundamento de esta doctrina está, por tanto, en la secularidad que es propia de los fieles laicos y en la filiación divina a la que están llamados todos los cristianos.
Las circunstancias políticas y culturales del mundo han evolucionado en el casi medio siglo que ha transcurrido desde el fallecimiento de san Josemaría. El final del segundo milenio se caracterizó por varios fenómenos políticos y tecnológicos –el término de la llamada Guerra Fría, el fortalecimiento de la Unión Europea y la creación del euro, la irrupción de internet y el mundo digital, etc.– que hacían vislumbrar un futuro más globalizado y, en cierto sentido, unido y fraternal52. Pero esta mayor globalización y comunicación internacional también podrían repercutir negativamente en la sociedad, como lo advertía san Juan Pablo II en los inicios del nuevo milenio: «Lo que está sucediendo es que los cambios en la tecnología y en las relaciones laborales se están produciendo demasiado rápidamente para que las culturas puedan responder»53.
En términos generales, este panorama se resquebrajó en Occidente tras el atentado de las Torres Gemelas el 2001 y los nuevos enfrentamientos a que dio lugar. En los años posteriores resurgieron diversos movimientos nacionalistas y populistas en diferentes países europeos y americanos, que en varios casos han implicado crisis sociales, amplios traslados migratorios y una creciente crispación política. En varios países la sociedad ha evolucionado desde una relativa homogeneidad cultural a una convivencia –no exenta de tensiones– de diferentes visiones antropológicas y defensas identitarias. A este ya complejo escenario, se sumó la pandemia del año 2020 –que repercutió y remeció a buena parte del planeta–, la guerra entre Rusia y Ucrania, y recientemente el conflicto en Tierra Santa. La Iglesia no ha dejado de estar presente en estas dificultades, con especial empeño el Papa Francisco, quien a través de numerosas intervenciones ha solicitado dirigir los esfuerzos hacia el cuidado de los más necesitados, primeros afectados por estas tensiones internacionales o interiores de cada país, y del mismo planeta54.
La disgregación social ha avanzado a la par que algunas ideologías que han discutido las bases de la cultura contemporánea. No se trata solo de un movimiento reaccionario puntual, sino de un cuestionamiento a las bases doctrinales que permitieron la construcción de los estados nacionales durante el siglo XIX y de la democracia representativa en el marco del modelo liberal55. Como ha sugerido Patrick Deneen, el liberalismo, «que aspiraba a promover una mayor igualdad, defender un plural tapiz de diferentes culturas y creencias, proteger la dignidad humana, y, por supuesto, expandir la libertad» ha fracasado en su intención, ya que su implantación «en la práctica genera una desigualdad titánica, promueve la uniformidad y la homogeneidad, impulsa la degradación material y espiritual, y socava la libertad»56. Efectivamente, a pesar del desarrollo científico y tecnológico alcanzado, los avances de la democracia representativa en muchos países no han dado como fruto una mayor cohesión ciudadana.
La libertad de opinión y el pluralismo a secas no aseguran el respeto mutuo en la sociedad. Manfred Svensson advierte de una armonización apresurada, cuando identificamos una comunidad democrática con una comunidad pluralista, y concluye que «la tarea de la política no es, pues, una simple afirmación de la diversidad, sino su conducción y articulación con otros bienes»57. Entre estos bienes se puede también considerar la valorización de aquellos aspectos que marcan la propia identidad comunitaria, que no se pueden desligar de sus orígenes e historia58. Una persona o una sociedad que no sepa rescatar todo lo positivo de su propio pasado y presente, queda vulnerable frente a los movimientos ideológicos y modas pasajeras, perdiendo o al menos debilitando su propia capacidad de libertad59.
Este relativismo, que a primera vista podría parecer anodino, ha terminado por dominar buena parte del pensamiento occidental e implantar la exigencia de no defender posturas propias, en último término de no tener identidad o al menos de esconderla en el ámbito de la privacidad por un malentendido respeto a la libertad de los demás60. El cardenal Ratzinger, en su última homilía antes de ser elegido sumo pontífice, denunció con fuerza las consecuencias de esta nueva doctrina: «Se va constituyendo una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida sólo el propio yo y sus antojos»61. Y la falta de convicciones influye negativamente en la sociedad: «La moderna pérdida de creencias, que afecta no sólo a Dios o al más allá, sino también a la realidad misma, hace que la vida humana se convierta en algo totalmente efímero»62.
Por eso, aunque se podría concluir que el relativismo imperante debería facilitar el diálogo humano, al defender las diferentes identidades culturales y evitar las posiciones tajantes, y por tanto las ocasiones de confrontación, la realidad ha sido la contraria. En un mundo que algunos intelectuales han calificado de líquido63, el sentido de pertenencia a una comunidad se diluye en aras del individualismo, afectando a la defensa de las propias percepciones y conocimientos. Por ello, «el pluralismo requiere no solo distinguir tipos de diversidad, sino también coordinar la pluralidad con otros bienes de la vida en común. La sociedad pluralista no solo tiene que ser pluralista, sino también, y antes que todo, una sociedad»64.
En este mundo contemporáneo, resquebrajado y frágil, las enseñanzas que refuerzan el entendimiento social son valiosas. Aunque las ideas manifestadas por san Josemaría hay que ponderarlas sin desconocer el transcurso del tiempo y el cambio de circunstancias, pueden dar importantes luces en la actualidad, ya que también le tocó vivir una época de cambios y cuestionamientos. La vocación común a los fieles laicos y la filiación divina como fundamento de su identidad conllevan al respeto al prójimo y a su diversidad, sin renunciar a las propias ideas y creencias. El fomento del diálogo, de la amistad, del conocimiento mutuo y del servicio son la base de un sano pluralismo, tan necesario hoy. En esta comunicación mutua y libre hay una fuerza que repercute en la sociedad y la activa positivamente.
Las enseñanzas de san Josemaría sobre el pluralismo social se mantienen vigentes a la luz de la realidad presente. Es posible profundizar en ellas para encontrar aplicaciones concretas en nuestro mundo actual, para renovar los modos de entenderse y dialogar, para fomentar la esperanza de que es posible una mayor comprensión social. Todos los cristianos –también desde las luces que aportan la fe y la caridad– pueden ayudar con protagonismo y creatividad en las comunidades sociales donde les toca vivir y participar.
El hecho de que el ambiente cultural en el que difundió san Josemaría su enseñanza en torno al pluralismo y la libertad estuviera configurado por un marco antropológico más unitario no resta interés a su contenido. Al contrario, esas mismas ideas iluminan nuestro presente y rescatan la importancia de fortalecer la propia identidad cristiana –en sus aspectos de fondo como la filiación divina y prácticos como el ejercicio de las virtudes que facilitan la sana convivencia social– para impulsar el diálogo y la amistad cívica.
En línea con san Josemaría, y mostrando su actualidad, Mons. Fernando Ocáriz ha recordado la importancia del respeto por las diferentes posturas de los demás en los últimos años. Ya en su primera carta como prelado del Opus Dei dedicó unas líneas a este punto: «es necesario hacerse cargo de los aciertos de las distintas posturas, dialogar con otras personas, aprendiendo de todos»65. Y en una misiva posterior, dedicada a la amistad, señaló: «ciertas maneras de expresarse pueden enturbiar o dificultar la creación de un ambiente de amistad. Por ejemplo, ser demasiado categórico al expresar la propia opinión, dar la apariencia de que pensamos que los propios planteamientos son los definitivos, o no interesarse activamente por lo que dicen los demás, son modos de actuar que encierran en uno mismo. En ocasiones, estos comportamientos manifiestan una incapacidad para distinguir lo opinable de lo que no lo es, o la dificultad para relativizar temas en los que las soluciones no son necesariamente únicas»66.
Como se señaló al inicio, este estudio no pretende agotar el tema del pluralismo en las enseñanzas de san Josemaría. Estas conservan actualidad y son un estímulo para mirar con optimismo el futuro. Por lo mismo, puede ser conveniente continuar profundizando en sus escritos y locuciones, y en las consecuencias concretas que se pueden extraer de ellos. Aspectos como la relación entre identidad cristiana y libertad, la secularidad y el protagonismo de los laicos en la construcción de la sociedad, el respeto al prójimo en un ambiente cultural sin una visión antropológica unitaria, la comprensión de las diversas dificultades que marcan cada generación, las virtudes humanas y sobrenaturales que influyen en la convivencia social, y tantos otros temas esbozados se pueden desarrollar con más detención.