¿En qué consiste ser cristiano? Hay muchos modos de responder a esta pregunta. Tal vez uno de los más sintéticos sea el que se repite en las cartas de san Pablo: ser cristiano es vivir en Cristo, vivir nuestra vida con Él, vivir su vida en la nuestra. En Él nos eligió Dios «antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos» (Ef 1, 4); en Él somos bautizados para tomar parte en su muerte y su resurrección (cfr. Rm 6, 1-14); en Él llegamos a ser una «nueva criatura» (2Co 5, 17).
La vida en Cristo nos lleva a superar los límites de una existencia encerrada en uno mismo. Nos abre al horizonte de la comunión con Dios y con la gente que nos rodea, dejando atrás la insatisfacción que traen los afanes exclusivamente mundanos. Nos otorga una nueva esperanza, que actúa en nuestra vida diaria y, al mismo tiempo, se proyecta más allá de la muerte: «Ninguno de nosotros vive para sí mismo y ninguno muere para sí mismo. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; así que ya vivamos ya muramos, somos del Señor» (Rm 14, 7-8). La vida en Cristo es un don que recibimos de modo particular al participar de los sacramentos, y que se traduce en una existencia guiada por el Espíritu Santo, marcada por el Amor (cfr. Rm 8).
La centralidad de la Persona de Jesucristo debe ser, entonces, el punto de partida y el hilo conductor de toda nuestra existencia. En una de sus primeras cartas pastorales, el prelado del Opus Dei, Mons. Fernando Ocáriz, ha recordado este principio básico de la vida cristiana, y ha indicado algunas de sus numerosas consecuencias:
Poner a Jesús en el centro de nuestra vida significa adentrarse más en la oración contemplativa en medio del mundo, y ayudar a los demás a ir por «caminos de contemplación»; redescubrir con luces nuevas el valor antropológico y cristiano de los diferentes medios ascéticos; llegar a la persona en su integridad: inteligencia, voluntad, corazón, relaciones con los demás; fomentar la libertad interior, que lleva a hacer las cosas por amor; ayudar a pensar, para que cada uno descubra lo que Dios le pide y asuma sus decisiones con plena responsabilidad personal; alimentar la confianza en la gracia de Dios, para salir al paso del voluntarismo y del sentimentalismo; exponer el ideal de la vida cristiana sin confundirlo con el perfeccionismo, enseñando a convivir con la debilidad propia y la de los demás; asumir, con todas sus consecuencias, una actitud cotidiana de abandono esperanzado, basada en la filiación divina.
Así se fortalece el sentido de misión de nuestra vocación, con una entrega plena y alegre: porque estamos llamados a contribuir, con iniciativa y espontaneidad, a mejorar el mundo y la cultura de nuestro tiempo, de modo que se abran a los planes de Dios para la humanidad: cogitationes cordis eius, los proyectos de su corazón, que se mantienen de generación en generación (Sal 33, 11) 1.
Los párrafos siguientes de la misma carta añaden otros aspectos que se derivan de la centralidad de Jesucristo en nuestra vida, como la necesidad de tener el corazón desprendido de los bienes materiales, de modo que seamos verdaderamente «libres para amar», y el amor a la Iglesia, que «nos moverá a procurar recursos para el desarrollo de las labores apostólicas, y a promover en todos una gran ilusión profesional» 2. También se considera el sentido de misión de quien se sabe llamado por un «Dios que es amor y que pone en nosotros el amor para amarle y amar a los demás» 3. Porque, para compartir el don que hemos recibido, el mundo parece pequeño, y el tiempo, demasiado poco.
La oración contemplativa en el mundo, que Mons. Ocáriz enuncia como primera de las consecuencias de esta centralidad de Cristo en la vida de los creyentes, encontró un primer desarrollo en una serie de artículos publicados en la web del Opus Dei y recogidos más tarde en el libro Nuevos Mediterráneos. A lo largo de los últimos meses, también al hilo de estas palabras del prelado del Opus Dei, distintos autores han escrito otros artículos que profundizan en los demás aspectos. Estos textos, publicados también en la web del Opus Dei, se ofrecen ahora en este libro, para facilitar su lectura y apreciar su conexión temática. Comenzando por la centralidad de la Persona de Jesús como fuente de una alegría llena de esperanza, se tratan después: la vida de oración en medio del mundo, desde una perspectiva más sintética; la formación cristiana como un proceso que alcanza a la persona en todas sus dimensiones; la libertad interior de los hijos de Dios; la lucha espiritual como una respuesta agradecida al don que Dios nos hace en Cristo; el sentido de misión característico de quienes han acogido una llamada divina, y la conciencia del amor incondicional del Señor como fundamento de nuestro esfuerzo por agradarle.
Ciertamente, quedan muchos temas por tratar, e incluso los que aquí se abordan podrían ser objeto de mayor profundización. No hemos querido, sin embargo, intentar agotar un argumento que, en sí mismo, es inabarcable. En cambio, tenemos la ilusión de que los textos aquí recogidos sean una invitación para que los lectores deseen adentrarse cada vez más en el misterio de un Dios que nos sale al encuentro, de modo que todos podamos decir con san Pablo: «para mí, el vivir es Cristo» (Flp 1, 21).
Rodolfo Valdés (ed.)