Para mí, vivir es Cristo

Caminos de contemplación

Juan Francisco Pozo - Rodolfo Valdés


Una de las actitudes que los Evangelios resaltan más de Jesús mientras cumple su misión es la frecuencia con la que acude a la oración. El ritmo de su ministerio está, en cierto sentido, marcado por los momentos en que se dirige al Padre: se recoge en oración antes de su Bautismo (cfr. Lc 3, 21), la noche previa a la elección de los Doce (cfr. Lc 6, 12), en el monte antes de la Transfiguración (cfr. Lc 9, 28), en el Huerto de los Olivos mientras se prepara para afrontar la Pasión (cfr. Lc 22, 41-44). El Señor dedicaba mucho tiempo a la oración: al anochecer, o la noche entera, o muy de madrugada, o en medio de jornadas de intensa predicación; en realidad oraba constantemente, y recordó repetidamente a los discípulos «la necesidad de orar siempre y no desfallecer» (Lc 18, 1).

¿Por qué ese ejemplo y esa insistencia? ¿Por qué es necesaria la oración? En realidad, responde a los deseos más íntimos del hombre, que ha sido creado para entrar en diálogo con Dios y contemplarle. Pero la oración es, sobre todo, un don de Dios, un regalo que Él nos ofrece: «El Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración. Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración, el caminar del hombre es siempre una respuesta» 1.

Para imitar a Cristo y participar de su Vida, es imprescindible ser almas de oración. A través de la contemplación del Misterio de Dios, revelado en Jesucristo, nuestra vida se va transformando en la suya. Se hace realidad aquello que san Pablo comentaba a los corintios: «Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor» (1Co 3, 18). Todos los cristianos estamos llamados a reflejar en nuestro rostro la faz de Cristo: en esto consiste ser apóstoles, en ser mensajeros del amor de Dios, que se experimenta en primera persona durante los ratos de oración. Se entiende, por tanto, la actualidad de la invitación que nos dirigía el Prelado del Opus Dei a «adentrarse más en la oración contemplativa en medio del mundo, y ayudar a los demás a ir por "caminos de contemplación"» 2.

Acoger el don de Dios

El apóstol crece al ritmo de la oración. «La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez» 3. Por eso, es fundamental desarrollar «un espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás» 4.

Los Evangelios nos presentan a distintos personajes cuya vida cambió al encontrar a Cristo. Se convirtieron en portadores de su mensaje de salvación. Uno de ellos es la mujer samaritana que, como relata san Juan, fue simplemente a buscar agua al pozo junto al que Jesús estaba sentado, descansando. Es Él quien comienza el diálogo: «Dame de beber» (Jn 4, 10). A primera vista, la samaritana no se muestra muy dispuesta a continuar la conversación: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» (Jn 4, 9). Pero el Señor le hace ver que, en realidad, Él es esa agua que ella busca: «Si conocieras el don de Dios… (…), el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed nunca más, sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna» (Jn 4, 10.14).

Una vez traspasado el corazón de la samaritana, le revela con claridad y sencillez que conoce su pasado, pero lo hace con tal amor que ella no se siente desanimada ni rechazada. Todo lo contrario: Jesús la invita a participar de un universo nuevo, le hace entrar en un mundo que vive con esperanza, pues ha llegado el momento de la reconciliación, el momento en que se abren las puertas de la oración para todos los hombres: «Créeme, mujer, llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. (…) Llega la hora, y es esta, en la que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4, 21.23).

En el diálogo con Jesús, la samaritana descubre la verdad sobre Dios y sobre su propia vida. Acoge el don de Dios y se convierte radicalmente. Por eso, la Iglesia ha visto en este pasaje evangélico una de las imágenes más sugerentes sobre la oración: «Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él» 5. Así pues, la oración es una manifestación de la iniciativa de Dios, que sale en búsqueda del hombre y espera su respuesta para transformarlo en su amigo. En ocasiones, puede parece que somos nosotros quienes tomamos la iniciativa de dedicar un tiempo a Dios, pero, en realidad, esto es ya una respuesta a su llamada. La oración se vive como un llamamiento recíproco: Dios me busca y me espera, y yo necesito de Dios y le busco.

Tiempo para Dios

La historia de la samaritana se repite en muchas almas: Jesús pide un poco de atención, intenta suscitar un diálogo dentro del corazón, en un momento que quizá parece inoportuno. ¡Da la impresión de que esos minutos diarios son demasiados, que no hay espacio en una agenda tan apretada! Sin embargo, dedicar tiempo al Señor no es una tarea entre otras, una carga más en un horario muchas veces exigente. Es, más bien, un regalo infinitamente valioso, una perla preciosa o un tesoro escondido en la normalidad de la vida ordinaria, que necesitamos cuidar con delicadeza.

La elección del momento de la oración depende de una voluntad que quiere dejarse conquistar por el Amor: no se hace oración cuando se tiene tiempo, sino que se toma el tiempo para hacer oración. Cuando uno supedita la oración a los huecos que aparezcan en su horario, posiblemente no conseguirá hacerla con regularidad. Al mismo tiempo, la elección del momento revela los secretos del corazón, pues manifiesta el lugar que ocupa el amor a Dios en la jerarquía de nuestros intereses diarios 6. «Se presentan como prioritarios mil trabajos y cuidados que se consideran más urgentes; una vez más, es el momento de la verdad del corazón y de clarificar preferencias» 7. El Señor es lo primero. Por este motivo, es muy conveniente determinar el horario adecuado para la oración, quizá aconsejándose en la dirección espiritual, para adaptar ese plan a las circunstancias personales.

Por otra parte, no hay que perder de vista que orar es siempre posible: el tiempo del cristiano es el de Cristo resucitado, que está con nosotros todos los días (cfr. Mt 28, 20). San Josemaría hizo muchos ratos de oración en el coche, durante los viajes que realizaba por motivos apostólicos; en el tranvía, o caminando por las calles de Madrid, cuando no tenía otra posibilidad. Quienes están llamados a santificarse en medio de la vida ordinaria pueden encontrarse en situaciones parecidas: un padre o una madre de familia, algunas veces quizá no tendrán otra opción que orar al Señor mientras atienden a los hijos pequeños: será muy grato a Dios. En todo caso, nos ayudará a elegir el tiempo y el lugar más oportunos no perder de vista que el Señor nos espera, y tiene preparadas las gracias que necesitamos para ofrecérnoslas en la oración.

El combate de la oración

Considerar que la oración es un arte implica reconocer que siempre se puede crecer en ella, dejando actuar cada vez más a la gracia de Dios. En este sentido, como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, la oración es también combate 8. Es lucha, en primer lugar, contra nosotros mismos. Las distracciones invaden la mente cuando intentamos crear el silencio interior. Al mismo tiempo, podemos utilizarlas a nuestro favor, pues nos descubren aquello a lo que el corazón está apegado, y pueden convertirse en una luz para pedir ayuda a Dios 9.

Por otra parte, el mundo actual está marcado por la multiplicación de las posibilidades tecnológicas, que facilitan la comunicación en muchos sentidos, pero que también aumentan las ocasiones de distracción. Sin duda nos encontramos ante un nuevo reto para el crecimiento de la vida contemplativa: aprender a vivir el silencio interior, mientras estamos rodeados de mucho ruido exterior. En muchos ámbitos se percibe la primacía de la gestión sobre la reflexión o el estudio; nos hemos habituado a trabajar en multi-tasking, prestando atención simultánea a muchas tareas, lo que fácilmente puede llevar a vivir en el inmediatismo de la acción-reacción. Sin embargo, ante este panorama, se han revalorizado algunas actitudes como la atención o la concentración, que se presentan como un modo de proteger la capacidad de detenerse y profundizar en lo que realmente vale la pena.

En todo caso, el silencio interior se presenta como una condición necesaria para la vida contemplativa. Nos libera del apego a lo inmediato, a lo fácil, a lo que distrae pero no llena, de modo que nos podamos centrar en nuestro verdadero bien: Jesucristo, que nos sale al encuentro en la oración. El recogimiento implica un movimiento que va, de la dispersión en muchas actividades, hacia la interioridad. Ahí es más sencillo encontrar a Dios y reconocer su presencia en lo que Él hace cotidianamente en nuestras vidas –detalles de la vida ordinaria, luces recibidas, actitudes de otras personas–, y así poder manifestarle nuestra adoración, arrepentimiento, petición, etc. Por eso, el recogimiento es fundamental para un alma contemplativa en medio del mundo: «La verdadera oración, la que absorbe a todo el individuo, no la favorece tanto la soledad del desierto, como el recogimiento interior»10.

A la búsqueda de luces nuevas

Al ser también búsqueda del hombre, la oración implica el deseo de no conformarse con un modo rutinario de dirigirse al Señor. Si todas las relaciones duraderas implican el afán continuo de renovar el amor, la relación con Dios que se fragua especialmente en los momentos dedicados exclusivamente a Él, también debería caracterizarse por este deseo.

«En tu vida, si te lo propones, todo puede ser objeto de ofrecimiento al Señor, ocasión de coloquio con tu Padre del Cielo, que siempre guarda y concede luces nuevas»11. Ciertamente, Dios concede esas luces contando con la búsqueda apasionada de sus hijos, con la disposición de escuchar con sencillez la palabra que nos dirige, dejando de lado la idea de que ya no hay nada nuevo por descubrir. En esto es un ejemplo la actitud de la samaritana junto al pozo: aunque su vida de fe estaba fría, guardaba dentro de su corazón el deseo de la llegada del Mesías.

Esta aspiración se traducirá en volver a llevar los sucesos diarios al diálogo con el Señor, pero sin pretender conseguir una solución inmediata y a nuestra medida. Es más importante pensar qué quiere el Señor. Tantas veces, lo único que espera es que nos pongamos con sencillez frente a Él, y que hagamos una memoria agradecida de todo aquello que el Espíritu Santo está obrando silenciosamente en nosotros. Otras veces nos llevará a tomar los Evangelios y contemplar con calma alguna escena, participando en ella «como un personaje más»12, para dejarse interpelar por Cristo. Alimentar la oración es también partir, en nuestro diálogo con el Señor, de los textos que la Iglesia pone en nuestros labios en la liturgia que hemos celebrado ese día. Las fuentes de la oración son inagotables: si sabemos acudir a ellas con ilusión nueva, el Espíritu Santo hará el resto.

Cuando no se encuentran las palabras

En algunas ocasiones ocurrirá que, a pesar del esfuerzo, no consigamos entablar un diálogo con Dios. Cómo consuela, entonces, recordar aquella indicación del Señor: «Al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que piensan que por su locuacidad van a ser escuchados» (Mt 6, 7). Es el momento de volver a confiar en la acción del Espíritu Santo en el alma, que «acude en ayuda de nuestra flaqueza: porque no sabemos lo que debemos pedir como conviene; pero el mismo Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8, 26).

Al hilo de las palabras de san Pablo a los romanos, Benedicto XVI describía cuál es la actitud de abandono que impregna la oración: «Queremos orar, pero Dios está lejos, no tenemos las palabras, el lenguaje, para hablar con Dios, ni siquiera el pensamiento. Solo podemos abrirnos, poner nuestro tiempo a disposición de Dios, esperar que él nos ayude a entrar en el verdadero diálogo. El Apóstol dice: precisamente esta falta de palabras, esta ausencia de palabras, incluso este deseo de entrar en contacto con Dios, es oración que el Espíritu Santo no solo comprende, sino que lleva, interpreta ante Dios. Precisamente esta debilidad nuestra se transforma, a través del Espíritu Santo, en verdadera oración, en verdadero contacto con Dios»13.

No hay motivos, por tanto, para desanimarse si sentimos la dificultad de mantener un diálogo con el Señor. Cuando el corazón parece que está a disgusto con las realidades espirituales, el tiempo de meditación se hace largo, el pensamiento divaga en otras cosas, o la voluntad se resiste y el corazón está seco, quizá nos sirvan las siguientes consideraciones:

«La oración –recuérdalo– no consiste en hacer discursos bonitos, frases grandilocuentes o que consuelen…

Oración es a veces una mirada a una imagen del Señor o de su Madre; otras, una petición, con palabras; otras, el ofrecimiento de las buenas obras, de los resultados de la fidelidad…

Como el soldado que está de guardia, así hemos de estar nosotros a la puerta de Dios Nuestro Señor: y eso es oración. O como se echa el perrillo, a los pies de su amo.

–No te importe decírselo: Señor, aquí me tienes como un perro fiel; o mejor, como un borriquillo, que no dará coces a quien le quiere»14.

La fuente que cambia el mundo

La vida de oración nos abre las puertas al trato con Dios, relativiza los problemas a los que a veces damos una importancia desmesurada, nos recuerda que estamos siempre en manos de nuestro Padre del Cielo. Sin embargo, no nos aísla del mundo, ni es una escapatoria para los problemas diarios. La verdadera oración es significativa, es decir, incide en nuestra vida, la ilumina, y nos abre a nuestro entorno con una perspectiva sobrenatural. «Una oración intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el corazón al amor de Dios, lo abre también al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia según el designio de Dios»15.

En la oración, el Señor no quiere apagar únicamente nuestra sed, sino que desea que esa experiencia nos lleve a compartir con muchas otras personas la alegría del trato con Él. Es lo que sucedió en el corazón de la samaritana: después del encuentro con Jesús, se apresuró a darlo a conocer a la gente de su entorno: «Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer que atestiguaba: "Me ha dicho todo lo que he hecho"» (Jn 4, 39). Señal de la oración auténtica es el deseo de compartir la experiencia de Cristo con los demás, porque «¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo conocer?»16.

Santa María es Maestra de oración. Ella, que supo guardar las cosas de su Hijo, meditándolas en su corazón (cfr. Lc 2, 51), acompañó a los discípulos de Jesús en la oración (cfr. Hch 1, 14), mostrándoles el camino para recibir con plenitud el don del Espíritu Santo, que los haría lanzarse a la aventura divina de la evangelización.

Notas

1 Catecismo de la Iglesia Católica, 2567.
2 F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-2017, n. 8 (cfr. san Josemaría, Amigos de Dios, 67).
3 Francisco, Ex. ap. Evangelii gaudium, 264.
4 Ibidem.
5 Catecismo de la Iglesia Católica, 2560. Cfr. san Agustín, De diversis quaestionibus octoginta tribus, 64, 4.
6 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 2710.
7 Catecismo de la Iglesia Católica, 2732.
8 Cfr. Ibidem, nn. 2725 y ss.
9 Cfr. Ibidem, n. 2729.
10 San Josemaría, Surco, 460.
11 San Josemaría, Forja, 743.
12 San Josemaría, Amigos de Dios, 222.
13 Benedicto XVI, Audiencia general, 16.V.12.
14 Forja, 73.
15 San Juan Pablo II, Carta ap. Novo Millennio Ineunte, 33.
16 Francisco, Evangelii gaudium, 264.