Julio Diéguez
Jesucristo es, sin duda, el amor de nuestra vida. No el mayor entre otros, sino aquel que da sentido a todos los demás amores y a los intereses, ilusiones, ambiciones, trabajos, iniciativas que llenan nuestros días y nuestro corazón. De aquí que sea fundamental mantener en nuestra vida espiritual la centralidad de la persona de Jesucristo 1: Él es el camino para entrar en comunión con el Padre en el Espíritu Santo. En Él, se devela el misterio de quién es el hombre 2, a qué está llamado. Caminar con Cristo implica crecer en conocimiento propio, ahondar también en el propio misterio personal. Por eso, dejar que Jesús sea el centro de nuestra vida lleva, entre otras cosas, a «redescubrir con luces nuevas el valor antropológico y cristiano de los diferentes medios ascéticos; llegar a la persona en su integridad: inteligencia, voluntad, corazón, relaciones con los demás» 3.
Esa persona a la que hay que llegar somos nosotros mismos, son todos aquellos a los que alcanzamos con nuestra amistad, con nuestro apostolado. La formación que recibimos e impartimos ha de alcanzar a la inteligencia, a la voluntad y a los afectos, sin que ninguno de estos elementos quede descuidado o simplemente sometido a los otros. En estas páginas nos centraremos sobre todo en la formación de la afectividad, dando por supuesta la enorme relevancia de que se apoye en una buena formación intelectual. Considerar la importancia de la formación integral nos permitirá redescubrir la gran verdad que encierra la identificación que san Josemaría establecía entre fidelidad y felicidad 4.
Algunas personas tienden a considerar la formación como un saber. Así, tendría buena formación quien a lo largo de su vida ha recibido buenos contenidos doctrinales, ascéticos, profesionales, etc. Sin embargo, llegar a la integridad de la persona requiere pensar en la formación, más bien, como un ser. Un buen profesional conoce la ciencia y la técnica que requiere su profesión, pero tiene algo más. Ha desarrollado hábitos –modos de ser– que le disponen a aplicar bien esa ciencia y esa técnica que posee: hábitos de atención a los demás, de concentración en el trabajo, de puntualidad, de digerir éxitos y fracasos, de perseverancia, etc.
Del mismo modo, ser un buen cristiano no consiste simplemente en conocer –al nivel adecuado a la propia situación en la Iglesia y en la sociedad– la doctrina sobre los sacramentos, o sobre la oración, o sobre las normas morales generales y profesionales. Se trata de un objetivo mucho más alto: sumergirse en el misterio de Cristo para conocer su anchura, su profundidad (cfr. Ef 3, 18), dejar que su Vida entre en la nuestra, y poder repetir con san Pablo que «ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí» (Ga 2, 20). Es decir, consiste en ser alter Christus, ipse Christus 5, otro Cristo, el mismo Cristo, dejar que la gracia nos vaya transformando progresivamente para configurarnos con Él. Ese dejar actuar a la gracia no es algo meramente pasivo; no consiste solo en evitar poner obstáculos, ya que el Espíritu Santo no nos transforma en Cristo sin nuestra cooperación libre, voluntaria. Pero tampoco esto último basta: entregarnos al Señor, darle nuestra vida, no es solamente darle nuestras decisiones, nuestros actos; es también darle nuestro corazón, nuestros afectos, incluso nuestra espontaneidad. Para eso es imprescindible una buena formación intelectual y doctrinal que configure la cabeza, que incida en nuestras decisiones, pero es también necesario que esa doctrina cale y llegue a nuestro corazón. Y esto requiere lucha… y requiere tiempo. Dicho de otro modo, es necesario adquirir virtudes, y precisamente en eso consiste la formación.
No es raro encontrarse con personas que temen que la insistencia en las virtudes acabe conduciendo al voluntarismo. Nada más lejos de la realidad. Quizá, en la raíz de esta confusión se encuentre una visión errada de la virtud. Esta se considera un simple suplemento de fuerza en la voluntad, que hace a quien la posee capaz de cumplir la norma moral, incluso cuando se opone a la propia inclinación. Se trata de una idea bastante difundida y, efectivamente, de origen voluntarista. La virtud consistiría entonces en la capacidad de ir contra la corriente de las propias inclinaciones cuando la norma moral así lo requiere. Naturalmente, hay algo de verdad en esto. Sin embargo, se trata de una visión incompleta, que transforma las virtudes en cualidades frías, que llevarían a la negación práctica de las propias inclinaciones, intereses y afectos y que, sin querer, acabarían convirtiendo la indiferencia en un ideal. Como si la vida interior y la entrega a Dios consistieran en llegar a no sentirse atraído por nada que pudiera obstaculizar las propias decisiones futuras.
Plantear la formación de este modo impediría llegar a la persona en su integridad: inteligencia, voluntad y afectos no estarían creciendo juntos, llevándose de la mano, ayudándose mutuamente, sino que alguna de esas facultades estaría aplastando a alguna de las otras. El desarrollo de la vida interior, en cambio, requiere esa integración y, desde luego, no lleva a empequeñecerse, a perder intereses y afectos; no tiene como objetivo que no nos afecten las cosas, que no nos importe lo importante, que no nos duela lo doloroso, que no nos preocupe lo preocupante o que no nos atraiga lo atractivo. Al contrario, conduce a expandir el corazón, a llenarlo de un amor grande, desde el que mira a todos esos sentimientos y consigue, por eso, verlos en un contexto más amplio que da recursos para afrontar aquellos que plantean una dificultad, y ayuda a captar el sentido positivo y trascendente de los que resultan agradables.
El Evangelio nos muestra el interés sincero del Señor por el descanso de los suyos: «Venid vosotros solos a un lugar apartado y descansad un poco» (Mc 6, 31), o también la reacción de su corazón ante el sufrimiento de sus amigos, como Marta y María (cfr. Jn 11, 1-44). No podemos imaginar que en esos momentos Jesucristo estuviera actuando, como si, en el fondo, por su unión con su Padre, lo que sucedía a su alrededor le resultara indiferente. San Josemaría hablaba de amar al mundo y de hacerlo apasionadamente 6, impulsaba a poner el corazón en Dios y, por Él, en los demás, en el trabajo que nos ocupa, en la labor apostólica, porque «el Señor no nos quiere secos, tiesos, como una materia inerte» 7. La disponibilidad, por ejemplo, no es la disposición de aquel a quien le da igual una cosa que otra, porque ha conseguido perder todo interés, quizá para evitar sufrir cuando se le pida algo que le contraría; sino la disposición grandiosa de quien sabe prescindir en un momento de algo bueno y atractivo para concentrarse en otra cosa en la que Dios le espera, porque vivir para Dios es lo que profundamente desea. Se trata de alguien, en definitiva, con un corazón grande, con intereses, con ambiciones buenas, que sabe superar cuando conviene, no porque las niegue o porque intente que no le afecten, sino porque su interés en amar y servir a Dios es mucho más grande aún. Y no solo es que sea más grande: es que se ha ido convirtiendo en lo que da sentido y contiene en sí todos los otros intereses.
La formación de las virtudes requiere lucha, vencer la propia inclinación cuando se opone a los actos buenos. Esta es la parte de verdad que contiene el concepto reductivo –voluntarista– de virtud, al que nos referíamos antes. Pero la virtud no consiste en esa capacidad de oponerse a la inclinación, sino más bien en la formación de la inclinación. El objetivo no es, pues, ser capaces de dejar habitualmente a un lado la afectividad para poder guiarse por una regla externa, sino más bien formar la afectividad de modo que seamos capaces de gozar en el bien que realizamos. La virtud consiste precisamente en ese gozo en el bien, en la formación –digámoslo así– del buen gusto: «[Dichoso el hombre] que se complace en la Ley del Señor, y noche y día medita su Ley» (Sal 1, 2). En definitiva, la virtud es la formación de la afectividad, y no el hábito de oponerse sistemáticamente a ella.
Mientras la virtud no está formada, la afectividad puede plantear una resistencia al acto bueno, que habrá que vencer. Con todo, el objetivo no es simplemente conseguir vencerla, sino más bien desarrollar el gusto por ese comportamiento. Cuando se posee la virtud, el acto bueno puede seguir costando, pero se hace con alegría. Pongamos algún ejemplo. Levantarnos puntualmente por la mañana –«el minuto heroico» 8– es algo que probablemente nos costará siempre: quizá no llegue el día en que al sonar el despertador no nos apetezca permanecer un rato más en la cama. Sin embargo, si nos esforzamos habitualmente en vencer la pereza por amor a Dios, llega el momento en que hacerlo nos alegra, mientras que ceder a la comodidad nos desagrada, nos deja un mal sabor de boca. Paralelamente, a una persona justa, llevarse un producto del supermercado sin pagar no solo le resulta prohibido, sino también feo, desagradable, discordante con sus disposiciones, con su corazón. Esta configuración de la afectividad, que genera la alegría ante el bien y el disgusto ante el mal, no es una consecuencia colateral de la virtud, sino un componente esencial de ella. Por eso la virtud nos hace capaces de disfrutar del bien.
No es esta una idea meramente teórica. Al contrario, tiene una gran incidencia práctica saber que cuando luchamos no estamos acostumbrándonos a fastidiarnos, sino aprendiendo a disfrutar del bien, aunque de momento eso exija ir contra corriente. De este modo, la formación de las virtudes hace que las facultades y los afectos aprendan a centrarse en lo que verdaderamente puede satisfacer las aspiraciones más profundas, y otorguen lugares secundarios –siempre subordinados a los principales– a lo que simplemente está en el orden de los medios. En última instancia, formarse en las virtudes es aprender a ser feliz, a gozar de y con lo grandioso; es, en definitiva, prepararse para el Cielo.
Si formarse es crecer en virtudes y las virtudes consisten en un cierto orden en los afectos, se puede concluir que toda formación es formación de la afectividad. Quizá, al leer esto, alguien podría objetar que, en el esfuerzo por adquirir virtudes, su intento era más operativo que afectivo, e incluso añadir que llamamos virtudes a unos hábitos operativos. Es verdad. Pero si las virtudes nos ayudan a hacer el bien es porque nos ayudan a sentir correctamente. El ser humano siempre se mueve hacia el bien. El problema moral es, en última instancia, por qué lo que no es bueno se nos aparece –se presenta a nuestros ojos– como bueno en una situación concreta. Que esto suceda se debe a que el desorden de las tendencias lleva a exagerar el valor del bien al que se dirige alguna de ellas. Así, en cierta situación, este bien se considera más deseable que otro con el que ha entrado en conflicto y que, sin embargo, posee mayor valor objetivo, porque responde al bien global de la persona.
Tal vez esto se comprenda mejor con un ejemplo. En una situación determinada, podemos encontrarnos ante la tesitura de decir o no la verdad. La tendencia natural que tenemos a la verdad nos la presentará como un bien. Sin embargo, tenemos también una tendencia natural al aprecio de los demás que, en este caso concreto, si nos parece que la verdad nos haría quedar mal, nos presentará la mentira como conveniente. Esas dos tendencias entran en conflicto. ¿Cuál de ellas prevalecerá? Depende de cuál de los dos bienes sea más importante para nosotros, y, en esta valoración, la afectividad juega un papel decisivo. Si está bien ordenada, ayudará a la razón a percibir que la verdad es muy valiosa y que el aprecio de los demás no es deseable si exige renunciar a ella. Este amor a la verdad, por encima de otros bienes que también nos atraen, es precisamente lo que denominamos sinceridad. En cambio, si el afán por quedar bien es más fuerte que la atracción de la verdad, es fácil que la razón se engañe, y, aun sabiendo que eso no es bueno, juzgue conveniente mentir. Así, aunque sepamos perfectamente que no se debe mentir, consideramos que en este caso nos conviene hacerlo.
La afectividad ordenada ayuda a hacer el bien porque ayuda antes a percibirlo. Por eso interesa mucho formarla. Ahora bien, ¿cómo es posible conseguirlo? Antes de intentar dar respuesta a esta pregunta, nos interesa señalar algo que conviene saber para afrontar adecuadamente este tema.
Acabamos de afirmar que una afectividad ordenada ayuda a actuar bien. Lo mismo se puede decir en el sentido contrario: actuar bien nos ayuda a ordenar la afectividad. Sabemos por experiencia –y conviene no olvidarlo, si no queremos caer fácilmente en frustraciones y desánimos– que no podemos controlar directamente nuestros sentimientos: si nos envuelve el desánimo, no podemos resolver el problema decidiendo sin más sentirnos alegres. Lo mismo sucede si queremos en un cierto momento sentirnos más audaces, o menos tímidos, o si deseamos no tener miedo o vergüenza, o no sentir la atracción sensible hacia algo que juzgamos desordenado. Otras veces, quizá desearíamos tratar con soltura a una persona ante la que sentimos un cierto rechazo involuntario por razones que reconocemos nimias, pero no conseguimos superarlo, y nos damos cuenta de que proponerse sin más tratarla con sencillez no resuelve la dificultad. En definitiva, no basta una decisión voluntaria para que los sentimientos se ajusten a nuestros deseos. Sin embargo, que la voluntad no controle directamente los sentimientos no significa que no tenga ningún influjo sobre ellos.
En ética, denominamos político al control que la voluntad puede ejercer sobre los sentimientos, porque es semejante al que un gobernante tiene sobre las decisiones de sus súbditos. No puede controlarlas directamente, ya que ellos son libres; pero puede tomar ciertas medidas –por ejemplo, disminuir los impuestos– esperando que produzcan ciertos resultados –por ejemplo, un aumento del consumo o de la inversión– a través de la voluntad libre de los ciudadanos. También nosotros podemos realizar ciertos actos que esperamos que susciten unos sentimientos concretos. Por ejemplo, podemos detenernos a considerar el bien que hará una labor apostólica para la que buscamos ayuda, como medio para sentirnos más audaces al solicitar un donativo para su puesta en marcha. O podemos considerar nuestra filiación divina esperando que nos afecte menos, a nivel sensible, un revés profesional. También sabemos que ingerir una cierta dosis de alcohol puede provocar un estado transitorio de euforia; y que si voluntariamente damos vueltas en nuestra cabeza a un mal trato recibido, provocaremos reacciones de ira. Estos serían algunos ejemplos del influjo, siempre indirecto, que la voluntad puede ejercer a corto plazo sobre los sentimientos.
Mucho más importante, sin embargo, es el influjo que la voluntad ejerce a largo plazo sobre la afectividad, porque es precisamente lo que le permite darle forma, formarla. Se trata de un influjo que se produce incluso sin que el sujeto se lo proponga. Esto sucede porque los actos voluntarios no solo pueden causar algo en el mundo externo a nosotros, sino que sobre todo producen un efecto interior: contribuyen a crear una connaturalidad afectiva con el bien hacia el que se mueve la voluntad. Explicar cómo esto se produce excede el planteamiento de estas páginas, pero en todo caso, nos interesa resaltar dos puntos.
El primero es que el bien hacia el que la voluntad se mueve –y con el que se crea la connaturalidad– puede ser muy distinto del que se percibe desde fuera. Dos personas que realizan un mismo encargo pueden estar haciendo dos cosas muy distintas: una puede estar sencillamente intentando no quedar mal ante quien se lo ha encomendado, mientras la otra tiene la intención de servir. La segunda está formando una virtud y la primera no, porque el bien que persigue y con el que se configura es el de evitar quedar mal ante la autoridad. Es cierto, sin embargo, que esa actuación puede suponer un paso adelante respecto a una actitud precedente (negarse a hacerlo), pero mientras no sea seguida de pasos ulteriores, no estará formando la virtud, por numerosas que sean las repeticiones del acto. Por eso es tan importante rectificar, purificar constantemente la intención para ir progresivamente apuntando a los motivos por los que realmente vale la pena hacer algo, y así configurarnos afectivamente con ellos.
Todos tenemos experiencia, propia o ajena, de cómo limitarse a respetar unas reglas acaba fácilmente convirtiéndose en un peso. El ejemplo del hijo mayor de la parábola nos previene de ese peligro (cfr. Lc 15, 29-30). Al mismo tiempo, buscar sinceramente el bien que las reglas tratan de promover nos alegra y nos libera. En definitiva, podríamos decir que no forma el hacer, sino el querer: no solo importa lo que hago, sino también lo que quiero cuando lo hago 9. La libertad es, pues, decisiva: no basta hacer algo, hay que querer hacerlo, hay que hacerlo «porque nos da la gana, que es la razón más sobrenatural»10, porque solo así formamos la virtud, es decir, aprendemos a disfrutar del bien. Un mero cumplimiento, que se traduzca en «cumplo y miento»11, no promueve la libertad, ni el amor, ni la alegría. En cambio, sí los promueve entender por qué una actuación determinada es grandiosa y vale la pena, y dejarse guiar por esas razones al actuar.
El segundo punto que conviene considerar es que el proceso de connaturalización afectiva con el bien es ordinariamente lento. Si la virtud consistiera solo en la capacidad de superar la resistencia afectiva para hacer el bien, podríamos alcanzarla en un tiempo mucho más corto. Sin embargo, ya sabemos que la virtud no está formada mientras el bien no tenga un reflejo positivo en la afectividad12. Consecuencia de esto es la necesidad de ser paciente en la lucha, porque alcanzar algunos de los objetivos que vale la pena proponerse puede requerir un tiempo largo, quizás años. La resistencia al acto bueno que seguiremos experimentando durante ese tiempo no hemos de interpretarla como un fracaso, o como señal de que nuestra lucha no es sincera o es poco decidida. Se trata de un camino progresivo, en el que cada paso es ordinariamente pequeño y casi imperceptible. Solo después de un cierto tiempo, mirando hacia atrás, advertiremos que hemos recorrido más camino del que nos parecía.
Si, por ejemplo, tenemos reacciones de ira que querríamos superar, comenzaremos esforzándonos por reprimir sus manifestaciones externas. Quizás al principio nos parecerá que no conseguimos nada, pero si somos constantes, las ocasiones en que vencemos –inicialmente escasas– irán haciéndose más y más frecuentes y, al cabo de un tiempo –quizá largo–, llegaremos a conseguirlo de modo habitual. Con todo, eso no basta, pues nuestra meta no era reprimir unas manifestaciones externas, sino modelar una reacción interna, es decir, ser más mansos y pacíficos, de modo que esa reacción más serena sea la propia de nuestro modo de ser. La lucha es, por tanto, mucho más larga, pero ¿quién podría negar que es mucho más bonita, liberadora e ilusionante? Es una lucha que apunta a alcanzar una paz interior en la búsqueda y puesta en práctica de la voluntad de Dios, y no al mero sometimiento violento de los sentimientos.
Al explicar el principio de que el tiempo es superior al espacio13, el Papa Francisco señala que «darle prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesosmás que de poseer espacios»14. En la vida interior, vale la pena poner en marcha procesos realistas y generosos, y es preciso esperar a que produzcan sus frutos. «Este principio permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos. Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios de planes que impone el dinamismo de la realidad. Es una invitación a asumir la tensión entre plenitud y límite»15. Nos interesa mucho, efectivamente, que la conciencia de nuestra limitación no paralice la aspiración a la plenitud que Dios nos ofrece. Como nos importa también que esta noble ambición no ignore ingenuamente que somos limitados.
Apuntar alto en la formación, proponerse no solo realizar actos buenos, sino ser buenos, tener un buen corazón, nos permitirá distinguir el acto virtuoso de lo que podríamos denominar el acto conforme a una virtud. Este último sería el acto que corresponde a una virtud y contribuye paso a paso a formarla, pero que, al no proceder todavía de un hábito ya maduro, requiere frecuentemente sobreponerse a una afectividad que empuja en dirección contraria. El acto virtuoso sería, en cambio, el de quien goza en la realización de ese bien, incluso cuando le supone un esfuerzo. Este es el objetivo.
Una formación integral, que alcanza a modelar la afectividad, es lenta. Quien quiere formarse así no ha de caer en la ingenuidad de pretender que los sentimientos se sometan a la propia voluntad, pisoteando los que no le gustan o tratando de provocar los que desearía tener. Entiende que su lucha debe centrarse más bien en las decisiones libres con las que, al intentar seguir la voluntad de Dios, da respuesta a esos sentimientos, acogiendo o rechazando la sugerencia de comportamiento que conllevan. Porque son esas decisiones las que –indirectamente y a largo plazo– acaban modelando la interioridad de la que proceden esos afectos.
A medida que la virtud se va formando, no solo se realiza el acto bueno con más naturalidad y gozo, sino que también se posee mayor facilidad para identificar cuál es ese acto. «Para poder "distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto" (Rm 12, 2), sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero esta no es suficiente: es indispensable una especie de "connaturalidad" entre el hombre y el verdadero bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo»16.
Este dinamismo se debe en buena parte a que la afectividad es la primera voz que oímos a la hora de valorar la oportunidad de un comportamiento: antes de que la razón examine si es o no conveniente realizar algo placentero, ya hemos experimentado su atracción. La virtud, en cuanto hace afectivamente atractivo el bien, consigue que la voz de la afectividad incluya ya una cierta valoración moral –esto es, en referencia al bien global de la persona– del acto en cuestión. Hace que, por volver al ejemplo que hemos visto antes, aunque nos atraiga la posibilidad de quedar bien, la mentira se nos presente como una acción desagradable.
De modo implícito, pero claro, encontramos expresado esto en un brevísimo punto de Camino: «¿Para qué has de mirar, si "tu mundo" lo llevas dentro de ti?»17. San Josemaría está poniendo una mirada exterior en relación con el mundo interior. Y es esa relación la que le permitirá valorar la mirada, que aparecerá como conveniente o inconveniente según esté constituido el mundo interior. Cuando la virtud está formada, no es preciso reprimir una mirada inadecuada, porque aparece ya desde el principio como innecesaria: el mundo interior –mi mundo– la rechaza. Si se tiene una interioridad rica, lo que hace daño no solo se evita de hecho, sino que no presenta mayor peligro, porque repugna: no se percibe solo como malo, sino también –y antes– como feo, desagradable, desentonado, descolocado… Por supuesto que puede atraer de algún modo, pero es fácil rechazar esa atracción, porque rompe la armonía y la belleza del clima interior. En cambio, si no llevas un mundo dentro de ti, evitar esa mirada te supondrá un esfuerzo notable.
Lo que venimos diciendo muestra cómo el crecimiento en las virtudes nos va haciendo más y más realistas. Algunas personas tienen la idea –normalmente no formulada– de que vivir según las virtudes supone cerrar un ojo a la realidad; eso sí, por un motivo muy alto y porque de ese comportamiento, que implica cerrarse en parte a este mundo, esperamos un premio en el otro. Se trata de una idea reductiva. En realidad, vivir como Cristo, imitar sus virtudes, es lo que verdaderamente nos abre a la realidad, y no permite que nuestra afectividad nos engañe en el momento de valorarla y de decidir cómo responder a ella.
La pobreza, por ejemplo, no supone renunciar a considerar el valor de los bienes materiales en vista de la vida eterna. Es más, solo la persona que vive desprendida valora los bienes materiales en su justa medida: ni piensa que son malos, ni les concede una importancia que no tienen. Quien, en cambio, no se esfuerza en vivir así, acabará otorgándoles un valor mayor del que poseen y eso incidirá en sus decisiones: será poco realista, aunque aparezca ante otros como un auténtico hombre de mundo, que sabe moverse en ciertos ambientes. La persona sobria sabe disfrutar de una buena comida; la que no lo es, en cambio, otorga a ese placer una importancia de la que objetivamente carece. Algo similar se podría decir de cualquier otra virtud. Como Jesús dijo a Nicodemo: «El que obra según la verdad viene a la luz» (Jn 3, 21).
En definitiva, orientar nuestra afectividad desarrollando las virtudes es aclarar nuestra mirada; es como limpiar las gafas de las manchas que el pecado original y los pecados personales han dejado en ellas y que nos dificultan ver el mundo como realmente es. «Digámoslo tranquilamente: la irredención del mundo consiste precisamente en la ilegibilidad de la creación, en la irreconocibilidad de la verdad; una situación que lleva necesariamente al dominio del pragmatismo y, de este modo, hace que el poder de los fuertes se convierta en el dios de este mundo»18.
Una afectividad ordenada ayuda a la razón a leer la creación, a reconocer la verdad, a identificar lo que verdaderamente nos conviene. Ese juicio correcto de la razón facilita la decisión voluntaria. El acto bueno que sigue a esa decisión contribuye a connaturalizarnos con el bien perseguido y, por tanto, a ordenar la afectividad. Es un auténtico círculo virtuoso que nos conduce a sentirnos progresivamente más libres, señores de los propios actos y, en consecuencia, nos capacita para entregarnos realmente al Señor, porque solo quien se posee puede entregarse.
La formación es integral solo cuando alcanza todos estos niveles. Dicho de otro modo, solo hay verdadera formación cuando las diversas facultades que intervienen en el actuar humano –la razón, la voluntad, la afectividad– están integradas: no pelean, sino que colaboran. Si no se alcanzara a modelar los afectos, es decir, si las virtudes se entendieran solo como una fuerza adicional en la voluntad, que la hace capaz de ignorar el nivel afectivo, las normas morales y la lucha con que tratamos de vivirlas serían represivas y no se alcanzaría una auténtica unidad de vida. Siempre experimentaríamos dentro de nosotros fuerzas que tiran poderosamente en sentidos contrarios y que generan inestabilidad. Una inestabilidad que conocemos bien, porque es nuestro punto de partida, pero que vamos superando paso a paso, a medida que conducimos esas fuerzas hacia la armonía, de modo que llegue el momento en que esa «razón más sobrenatural» que es «porque me da la gana», signifique: porque me gusta, porque me atrae, porque cuadra con mi modo de ser, porque encaja con el mundo interior que me he formado; en definitiva, porque he ido aprendiendo a hacer míos los sentimientos de Jesucristo.
Caminamos así hacia la meta, a la vez altísima y atractiva, que san Pablo nos señala: «Tened entre vosotros los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús» (Flp 2, 5), y nos damos cuenta de que así nos revestimos del Señor Jesucristo (cfr. Rm 13, 14). «La vida de Cristo es vida nuestra (…). El cristiano debe –por tanto– vivir según la vida de Cristo, haciendo suyos los sentimientos de Cristo, de manera que pueda exclamar con San Pablo, non vivo ego, vivit vero in me Christus (Ga 2, 10), no soy yo el que vive, sino que Cristo vive en mí»19. Y ya que la fidelidad consiste precisamente en esto, en vivir, en querer, en sentir como Cristo, no porque nos disfracemos de Cristo, sino porque sea ese nuestro modo de ser, entonces, al seguir la voluntad de Dios, al ser fieles, somos hondamente libres, porque hacemos lo que nos va, lo que nos gusta, lo que nos da la gana. Profundamente libres y profundamente fieles. Profundamente fieles y profundamente felices.