– Hb 10, 19-25: Llenos de fe, mantengámonos en la esperanza que profesamos. Ayudémonos los unos en los otros, para estimularnos a la caridad. Siguiendo la ruta trazada por Cristo, Sumo y Eterno Sacerdote, acerquémonos a Dios por el camino de la sinceridad y de la fe. San Clemente Romano nos invita a no apartarnos nunca de esa esperanza en las promesas del Señor:" Tomemos ejemplo de los frutos: ¿Cómo y en qué forma se hace la sementera? Sale el sembrador y lanza a la tierra cada una de las semillas, las cuales, cayendo sobre la tierra seca y desnuda, empiezan a descomponerse; y una vez descompuestas, la magnanimidad del Señor las hace resucitar, de suerte que cada una se multiplica en muchas, dando así fruto..." Si así obra Dios en la naturaleza, ¿vamos a tener por cosa extraordinaria y maravillosa que el Artífice del universo resucite a los que le sirvieron santamente, apoyando su esperanza en una fe auténtica?... Apoyados, pues, en esa esperanza, únanse nuestras almas a Aquel que es fiel en sus promesas y justo en su juicios. El que nos mandó no mentir, mucho menos será Él mismo mentiroso, ya que nada hay imposible para Dios excepto la mentira. Reavivemos en nosotros la fe en Él, y pensemos que todo está cerca de Él... Todo lo hará cuando quiera y como quiera, y no hay peligro de que deje de cumplirse nada de lo que Él ha decretado... " (1 Carta a los Corintios 24-27).-El Sacerdocio de Cristo es en favor de nosotros, y nos posibilita la entrada en el Santuario. La senda se inicia en el bautismo. La gracia del Salvador nos va comunicando las cualidades requeridas para entrar en el Templo y servir en su culto. Así lo cantamos en el Salmo 23: " Éstos son los que buscan al Señor. Del Señor es la tierra y cuantos la llenan, el orbe y todos sus habitantes. Él la fundó sobre los mares, Él la afianzó sobre los ríos. ¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos. Ese recibirá la bendición del Señor, le hará justicia el Dios de salvación. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia, Dios de Jacob ".
– 2S 7, 18-19.24-29: ¿Quién soy yo, mi Señor, y qué es mi familia? Ciertamente es un altísimo honor el que Dios hace a David al prometerle que su Casa permanecerá para siempre y que el Mesías nacerá de su linaje. Estas promesas grandiosas suscitan en David un acto de profunda humildad y acción de gracias. Los santos Padres tratan muchas veces de la humildad. Así lo hace en una exposición San Agustín:" Son "pobres de espíritu" los humildes y temerosos de Dios, es decir, los que no tienen el espíritu inflado. No podían empezar de otro modo las bienaventuranzas, porque ellas deben hacernos llegar a la suma sabiduría, pues "el principio de la sabiduría es el temor de Dios" (Si 21, 16), mientras que, por el contrario, el primer origen del pecado es la soberbia (Si 10, 13ss). Apetezcan, pues, y amen los soberbios el reino de la tierra; mas "bienaventurados son los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos" (Mt 5, 3) " (Sermón de la Montaña 1, 1, 3).-La elección de David, no obstante sus muchas miserias, fue una predilección por parte de Dios. También tuvo grandes virtudes, entre ellas la humildad, como lo hemos visto, y una profunda devoción religiosa. Con el Salmo 131 decimos: " Señor, tenle en cuenta a David todos sus afanes, como juró el Señor e hizo voto al Fuerte de Jacob. "No entraré bajo el techo de mi casa, no subiré al lecho de mi descanso, no daré sueño a mis ojos, ni reposo a mis párpados, hasta que encuentre un lugar para el Señor, una morada para el Fuerte de Jacob". El Señor ha jurado a David una promesa que no retractará: "a uno de tu linaje pondré sobre tu trono. Si tus hijos guardan mi alianza y los mandatos que les enseño, también sus hijos por siempre se sentarán sobre su trono. Porque el Señor ha elegido a Sión, ha deseado vivir en ella. Ésta es mi mansión por siempre; aquí viviré porque lo deseo" ".En realidad, algunos de los descendientes de David se apartaron del Señor. A pesar de eso, Dios fue fiel a su promesa, y Cristo nació en Belén de Judá, del linaje de David.
–Mc 4, 21-25: La luz sobre el candelero. La medida que usáreis la usarán con vosotros. Dos ideas principales: el cristianismo ha de ser proclamado. Y no hemos de hacer a los demás lo que no queremos que se haga con nosotros. Las dos cosas vienen impulsadas por la caridad. Sobre ella dice San Agustín:" Vino el Señor mismo, como doctor de la caridad, rebosante de ella, llevando a plenitud la palabra divina sobre la tierra, y puso de manifiesto que tanto la ley como los profetas radican en los dos preceptos de la caridad. Así pues, hermanos, recordad conmigo aquellos dos preceptos. En efecto, tienen que sernos en extremo familiares, y no han de venirnos a la memoria solamente cuando ahora los recordamos, sino que deben permanecer siempre grabados en nuestros corazones. Nunca olvidéis que hay que amar a Dios y al prójimo: a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser; y al prójimo como a uno mismo." He aquí lo que hay que pensar y meditar, lo que hay que mantener vivo en el pensamiento y en la acción, lo que hay que llevar hasta el fin. El amor a Dios es el primero en la jerarquía del precepto, el primero en el rango de la acción. Pues el que te puso ese amor en dos preceptos no había de proponerte primero al prójimo y luego a Dios, sino al revés, a Dios primero y al prójimo después. Pero tú, que todavía no ves a Dios, amando al prójimo haces mérito para verlo. Con el amor al prójimo aclaras tu pupila para mirar a Dios, como claramente dice San Juan: "quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve" (1Jn 4, 20). Al amar al prójimo y cuidarte de él vas haciéndote capaz de amar a quién tenemos que amar con todo el corazón, con toda el alma, con todo el ser." Es verdad que no hemos llegado todavía hasta nuestro Señor, pero sí que tenemos con nosotros al prójimo. Ayuda, por tanto, a aquel con quien caminas, para que llegues hasta a Aquel con quien deseas quedarte para siempre " (Tratado sobre el Evangelio de San Juan 17, 7-9).