Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del Miércoles 31 de enero de 2001
Hacia cielos nuevos y una tierra nueva
1. La segunda carta de san Pedro, recurriendo a los símbolos característicos del lenguaje apocalíptico que se utilizaban en la literatura judía, señala la nueva creación casi como una flor que brota de las cenizas de la historia y del mundo (cf. 2 P 3, 11-13). Es una imagen que sella el libro del Apocalipsis, cuando san Juan proclama: "Luego vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar no existe ya" (Ap 21, 1). El apóstol san Pablo, en la carta a los Romanos, presenta a la creación gimiendo bajo el peso del mal, pero destinada a "ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios" (Rm 8, 21).
Así la sagrada Escritura inserta un hilo de oro en medio de las debilidades, miserias, violencias e injusticias de la historia humana y lleva hacia una meta mesiánica de liberación y paz. Sobre esta sólida base bíblica, el Catecismo de la Iglesia católica enseña que "el universo visible también está destinado a ser transformado, "a fin de que el mundo mismo, restaurado a su primitivo estado, ya sin ningún obstáculo, esté al servicio de los justos", participando en su glorificación en Jesucristo resucitado". (n. 1047; cf. san Ireneo, Adv. haer V, 32, 1). Entonces, finalmente, en un mundo pacificado, "el conocimiento del Señor llenará la tierra, como cubren las aguas el mar" (Is 11, 9).
2. Esta nueva creación, humana y cósmica, se inaugura con la resurrección de Cristo, primicia de la transfiguración a la que todos estamos destinados. Lo afirma san Pablo en la primera carta a los Corintios: "Cristo, como primicias; luego los de Cristo, cuando él venga. Después será el fin, cuando entregue a Dios Padre el reino. (...) El último enemigo en ser destruido será la muerte (...). para que Dios sea todo en todos" (1Co 15, 23-24. 26. 28).
Ciertamente, es una perspectiva de fe que a veces puede sufrir la tentación de la duda, en el hombre que vive en la historia bajo el peso del mal, de las contradicciones y de la muerte. Ya la citada segunda carta de san Pedro lo refiere, reflejando la objeción de los suspicaces o los escépticos, incluso "los llenos de sarcasmo", que se preguntan: "¿Dónde queda la promesa de su venida? Pues desde que murieron nuestros padres, todo sigue como al principio de la creación" (2 P 3, 3-4).
3. Esta es la actitud de desaliento de quienes renuncian a cualquier compromiso con respecto a la historia y su transformación. Están convencidos de que nada puede cambiar, de que cualquier esfuerzo será inútil, de que Dios está ausente y no se interesa para nada de este minúsculo punto del universo que es la tierra. Ya en el mundo griego algunos pensadores enseñaban esta perspectiva y la segunda carta de san Pedro tal vez reacciona también ante esa visión fatalista que tiene evidentes consecuencias prácticas. En efecto, si nada puede cambiar, ¿qué sentido tiene esperar? Lo único que queda por hacer es ponerse al margen de la vida, dejando que el movimiento repetitivo de las vicisitudes humanas cumpla su ciclo perenne. En esta línea muchos hombres y mujeres ya están desalentados al borde de la historia, sin confianza, indiferentes a todo, incapaces de luchar y esperar. En cambio, la visión cristiana es ilustrada de forma nítida por Jesús en aquella ocasión en que, "habiéndole preguntado los fariseos cuándo llegaría el reino de Dios", respondió: "El reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: "vedlo aquí o allá", porque el reino de Dios ya está entre vosotros" (Lc 17, 20-21).
4. A la tentación de los que imaginan escenarios apocalípticos de irrupción del reino de Dios y de los que cierran los ojos bajo el peso del sueño de la indiferencia, Cristo opone la venida sin clamor de los nuevos cielos y de la nueva tierra. Esta venida es semejante al oculto pero activo crecimiento de la semilla en la tierra (cf. Mc 4, 26-29).
Por consiguiente, Dios ha entrado en la historia humana y en el mundo, y avanza silenciosamente, esperando con paciencia a la humanidad con sus retrasos y condicionamientos. Respeta su libertad, la sostiene cuando es presa de la desesperación, la lleva de etapa en etapa y la invita a colaborar en el proyecto de verdad, justicia y paz del Reino. Así pues, la acción divina y el compromiso humano deben entrelazarse. "El mensaje cristiano no aparta a los hombres de la construcción del mundo ni les impulsa a despreocuparse del bien de sus semejantes, sino que les obliga más a llevar a cabo esto como un deber" (Gaudium et spes, 34).
5. Así se abre ante nosotros un tema de gran importancia, que siempre ha interesado a la reflexión y la acción de la Iglesia. El cristiano, sin caer en los extremos opuestos del aislamiento sagrado y el secularismo, debe manifestar su esperanza también dentro de las estructuras de la vida secular. Aunque el Reino es divino y eterno, está sembrado en el tiempo y en el espacio: está "en medio de nosotros", como dice Jesús.
El concilio Vaticano II subrayó con fuerza este íntimo y profundo vínculo: "La misión de la Iglesia no consiste sólo en ofrecer a los hombres el mensaje y la gracia de Cristo, sino también en impregnar y perfeccionar con el espíritu evangélico el orden de las realidades temporales" (Apostolicam actuositatem, 5). Los órdenes espiritual y temporal, "aunque distintos, están de tal manera unidos en el plan divino, que Dios mismo busca, en Cristo, reasumir el mundo entero en una nueva creación, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el último día" (ib.).
El cristiano, animado por esta certeza, camina con valentía por las sendas del mundo tratando de seguir los pasos de Dios y colaborando con él para suscitar un horizonte en el que "la misericordia y la fidelidad se encuentren, la justicia y la paz se besen" (Sal 85, 11).
(L'Osservatore Romano - 2 de febrero de 2001)