Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II
LA SANTIDAD DE DIOS
(18.XII.85)
1. En la catequesis pasada reflexionamos sobre la santidad de Dios y sobre las dos características la inaccesibilidad y la condescendencia que la distinguen. Ahora queremos ponernos a la escucha de la exhortación que Dios dirige a la comunidad de los hijos de Israel a través de las varias fases de la Antigua Alianza: "Sed santos, porque santo soy yo, el Señor, / vuestro Dios" (Lv 19, 2). "Yo soy el Señor que os santifica" (Lv 20, 8), etc. El Nuevo Testamento, en el que Dios revela hasta el fondo el significado de su santidad, acoge de lleno esta exhortación, confiriéndole características propias, en sintonía con el "hecho nuevo" de la cruz de Cristo. Efectivamente, Dios, que "es Amor", se ha revelado plenamente a Sí mismo en la donación sin reservas del Calvario. Sin embargo, también en el nuevo contexto, la enseñanza apostólica propone de nuevo con fuerza la exhortación heredada de la Antigua Alianza. Por ejemplo, escribía San Pedro: " conforme a la santidad del que os llamó, sed santos en todo vuestro proceder, pues está escrito: Sed santos, porque yo soy santo" (1P 1, 15).
2. ¿Qué es la santidad de Dios?. Es absoluta "separación" de todo mal moral, exclusión y rechazo radical del pecado y, al mismo tiempo, bondad absoluta. En virtud de ella, Dios, infinitamente bueno en Sí mismo, lo es también con relación a las criaturas (bonum diffusivum sui), naturalmente según la medida de su "capacidad" óntica. En este sentido hay que entender la respuesta que da Cristo al joven del Evangelio: "¿Por qué me llamas bueno?. Nadie es bueno sino sólo Dios" (Mc 10, 18). Ya hemos recordado en las catequesis precedentes la palabra del Evangelio: "Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto" (Mt 5, 48). La exhortación que se refiere a la perfección de Dios en sentido moral, es decir, a su santidad, expresa pues, el mismo concepto contenido en las palabras del Antiguo Testamento antes citadas, y que toma de nuevo la primera Carta de San Pedro. La perfección moral consiste en la exclusión de todo pecado y en la absoluta afirmación del bien moral. Para los hombres, para las criaturas racionales, esta afirmación se traduce en la conformidad de la voluntad con la ley moral. Dios es santo en Sí mismo, es la santidad sustancial, porque su voluntad se identifica con la ley moral. Esta ley existe en Dios mismo como en su eterna Fuente y, por eso, se llama ley Eterna (Lex "terna) (Cfr. S.Th. III q.93, a 1).
3. Dios se da a conocer al hombre como Fuente de la ley moral y, en este sentido, como la Santidad misma, antes del pecado original a los progenitores (Gn 2, 16), y más tarde al Pueblo elegido, sobre todo en la Alianza del Sinaí (Cfr. Ex 20, 1-20). La ley moral revelada por Dios en la Antigua Alianza y, sobre todo, en la enseñanza evangélica de Cristo, tiende a demostrar gradual, pero claramente, la sustancial superioridad e importancia del amor. El mandamiento; "amarás" (Dt 6, 5; Lv 19, 18; Mc 12, 30-31, y paral.), hace descubrir que también la santidad de Dios consiste en el amor. Todo lo que dijimos en la catequesis titulada "Dios es Amor", se refiere a la santidad del Dios de la Revelación.
4. Dios es la santidad porque es amor (1Jn 4, 16). Mediante el amor está separado absolutamente del mal moral, del pecado, y está esencial, absoluta y transcendentalmente identificado con el bien moral en su fuente, que es el mismo. En efecto, amor significa precisamente esto: querer el bien, adherirse al bien. De esta eterna voluntad de Bien brota la infinita bondad de Dios respecto a las criaturas y, en particular, respecto al hombre. Del amor nace su clemencia, su disponibilidad a dar y a perdonar, la cual ha encontrado, entre otras cosas, una expresión magnífica en la parábola de Jesús sobre el hijo pródigo, que refiere Lucas (Lc 15, 11-32). El amor se expresa en la providencia, con la cual Dios continúa y sostiene la obra de la creación. De modo particular el amor se manifiesta en la obra de la redención y de la justificación del hombre, a quien Dios ofrece la propia justicia en el misterio de la cruz de Cristo, como dice con claridad San Pablo (Cfr. la Carta a los Romanos y la Carta a los Gálatas). Así, pues, el amor que es el elemento esencial y decisivo de la santidad de Dios, por medio de la redención y la justificación, guía al hombre a su santificación con la fuerza del Espíritu Santo. De este modo, en la economía de la salvación, Dios mismo, como trinitaria Santidad (=tres veces Santo), toma, en cierto modo, la iniciativa de realizar por nosotros y en nosotros lo que ha expresado con las palabras: "Sed santos, porque santo soy yo el Señor, vuestro Dios" (Lv 19, 2).
5. A este Dios, que es Santidad porque es amor, se dirige el hombre con la más profunda confianza. Le confía el misterio íntimo de su humanidad, todo el misterio de su "corazón" humano: "Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza, / Señor, mi roca, mi alcázar, mi liberador; / Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, / mi fuerza salvadora, mi baluarte " (Sal 17, 2-3). La salvación del hombre está estrechísimamente vinculada a la santidad de Dios, porque depende de su eterno, infinito Amor.