Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II

LA UNIVERSALIDAD DEL PECADO
(17.IX.86)

1. Podemos resumir el contenido de la catequesis precedente con las siguientes palabras del Conc. Vaticano II: "Constituido por Dios en estado de santidad, el hombre, tentado por el maligno, abusó de su libertad desde los comienzos de la historia, erigiéndose contra Dios y pretendiendo conseguir su fin al margen de Dios" (Gaudium et spes 13). Queda así resumido a lo esencial el análisis del primer pecado en la historia de la humanidad, análisis que hemos realizado sobre la base del libro del Génesis (Gen 3). Se trata del pecado de los primeros padres. Pero a él se une una condición de pecado que alcanza a toda la humanidad y que se llama pecado original. ¿Qué significa esta denominación?. En realidad el término no aparece ninguna vez en la Sagrada Escritura. La Biblia, por el contrario, sobre el trasfondo de Gen 3, describe en los siguientes capítulos del Génesis y en otros libros una auténtica "invasión" del pecado, que inhunda el mundo, como consecuencia del pecado de Adán, contagiando con una especie de infección universal a la humanidad entera.

2. Ya en Gen 4 leemos lo que ocurrió entre los dos primeros hijos de Adán y Eva: el fratricidio realizado por Caín en Abel, su hermano menor (Cfr. Gn 4, 3-15). Y en el capítulo 6 se habla ya de la corrupción universal a causa del pecado: "Vio Yahvéh cuanto había crecido la maldad del hombre sobre la tierra y que su corazón no tramaba sino aviesos designios todo el día"(Gn 2, 5). Y más adelante: "Vio, pues, Dios, que todo en la tierra era corrupción, pues toda carne había corrompido su camino sobre la tierra" (Gn 6, 12). El libro del Génesis no duda en afirmar en este contexto: "Yahvéh se arrepintió de haber hecho al hombre sobre la tierra, doliéndose grandemente en su corazón" (Gn 6, 6). También según este mismo libro, la consecuencia de aquella corrupción universal a causa del pecado fue el diluvio en tiempos de Noé (Gen 7-9). En el Génesis se alude también a la construcción de la torre de Babel (Gn 11, 1-9), que se convirtió contra las intenciones de los constructores en ocasión de la dispersión para los hombres y la confusión de las lenguas. Lo cual significa que ningún signo externo y, de forma análoga, ninguna convención puramente terrena es capaz de realizar la unión entre los hombres si falta el enraizamiento en Dios. En este sentido debemos observar que, en el transcurso de la historia, el pecado se manifiesta no sólo como una acción que se dirige claramente "contra" Dios; a veces es incluso un actuar "sin Dios", como si Dios no existiese: es pretender ignorarlo, prescindir de El, para exaltar en su lugar el poder del hombre, que se considera así ilimitado. En este sentido la "torre de Babel" puede constituir una admonición también para los hombres de hoy. Por esta misma razón la recordé en la Ex. Apost. Reconciliatio et pænitentia (13-15).

3. El testimonio sobre la pecaminosidad general de los hombres, tan claro ya en el libro del Génesis, vuelve a aparecer de diversas formas en otros textos de la Biblia. En cada uno de los casos esta condición universal de pecado es relacionada con el hecho de que el hombre vuelve la espalda a Dios. San Pablo, en la Carta a los Romanos, habla con elocuencia singular de este tema: "Y como no procuraron conocer a Dios, Dios los entregó a su réprobo sentir, que los lleva a cometer torpezas, y a llenarse de toda injusticia, malicia, avaricia, maldad; llenos de envidia, dados al homicidio, a contiendas, a engaños, a malignidad; chismosos o calumniadores, abominadores de Dios, ultrajadores, orgullosos, fanfarrones, inventores de maldades, rebeldes a los padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados; troncaron la verdad de Dios por la mentira y adoraron y sirvieron a la criatura en lugar de al Creador, que es bendito por los siglos. Amén. Por lo cual los entregó Dios a las pasiones vergonzosas, pues las mujeres mudaron el uso natural en uso contra naturaleza; igualmente los varones, dejando el uso natural de la mujer, se abrasaron en la concupiscencia de unos por otros, los varones de los varones, cometiendo torpezas y recibieron en sí mismos el pago debido a su extravío. Y, conociendo la sentencia de Dios, que quienes tales cosas hacen son dignos de muerte, no sólo las hacen, sino que aplauden a quienes las hacen" (Rm 1, 28-31, 25-27, 32). Se puede decir que es esta una descripción lapidaria de la "situación de pecado" en la época en que nació la Iglesia, en la época en que San Pablo escribía y actuaba con los demás Apóstoles. No faltaban, cierto, valores apreciables en aquel mundo, pero éstos se hallaban ampliamente contagiados por las múltiples infiltraciones del pecado. El cristianismo afrontó aquella situación con valentía y firmeza, logrando obtener de sus seguidores un cambio radical de costumbres, fruto de la conversión del corazón, la cual dio luego una impronta característica a las culturas y civilizaciones que se formaron y desarrollaron bajo su influencia. En amplios estratos de la población, especialmente en determinadas naciones, se sienten aún los beneficios de aquella herencia.

4. Pero en los tiempos en que vivimos, es sintomático que una descripción parecida a la de San Pablo en la Carta a los Romanos se halle en la Cons. Gaudium et spes del Conc. Vaticano II: ". cuanto atenta contra la vida homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo suicidio deliberado; cuanto viola la integridad de la persona humana, como p.e., las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos sistemáticos por dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana, como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al obrero al rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y otras parecidas son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al Creador" (Gaudium et spes 27). No es este el momento de hacer un análisis histórico o un cálculo estadístico para establecer en qué medida representa este texto conciliar entre otras muchas denuncias de los Pastores de la Iglesia e incluso de estudiosos y maestros católicos y no católicos una descripción de la "situación de pecado" en el mundo actual. Es cierto, sin embargo, que más allá de su dimensión cuantitativa, la presencia de estos hechos es una dolorosa y tremenda prueba más de aquella "infección" de la naturaleza humana, cual se deduce de la Biblia y enseña el Magisterio de la Iglesia, como veremos en la próxima catequesis.

5. Aquí nos contentaremos con hacer dos constataciones. La primera es que la Revelación Divina y el Magisterio de la Iglesia, que es el intérprete auténtico de aquélla, hablan inmutable y sistemáticamente de la presencia y de la universalidad del pecado en la historia del hombre. La segunda es que esta situación de pecado que se repite generación tras generación, es percibida "desde fuera" en la historia por los graves fenómenos de patología ética que pueden observarse en la vida personal y social; pero tal vez se puede reconocer mejor y resulta más impresionante aún si miramos al "interior" del hombre. De hecho el mismo documento del Conc. Vaticano II afirma en otro lugar: "Lo que la Revelación nos dice coincide con la experiencia: el hombre, en efecto, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchas miserias, que no pueden tener su origen en su Santo Creador. Al negarse con frecuencia a reconocer a Dios como su principio, el hombre rompe la debida subordinación a su fin último, y también toda su ordenación, tanto en lo que toca a su propia persona como a las relaciones con los demás y con el resto del mundo" (Gaudium et spes 13).

6. Estas afirmaciones del Magisterio de la Iglesia de nuestros días contienen en sí no sólo los datos de la experiencia histórica y espiritual, sino además y sobre todo un reflejo fiel de la enseñanza que se repite en muchos libros de la Biblia, comenzando con aquella descripción de Gen 3, que hemos analizado precedentemente, como testimonio del primer pecado en la historia del hombre en la tierra. Aquí recordaremos sólo las dolorosas preguntas de Job: "¿Podrá el hombre presentarse como justo ante Dios? ¿Será puro el varón ante su Hacedor?" (Jb 4, 17). "¿Quién podrá sacar pureza de lo impuro?" (Jb 14, 4). "¿Qué es el hombre para creerse puro, para decirse justo el nacido de mujer?" (Jb 15, 14). Y la otra pregunta, semejante a ésta, del libro de los Proverbios: "¿Quién podrá decir: ¿He limpiado mi corazón, estoy limpio de pecado?" (Pr 20, 9). El mismo grito resuena en los Salmos: "No llames (Señor) a juicio a tu siervo, pues ningún hombre vivo es inocente frente a Ti" (Sal 142, 2). "Los impíos se han desviado desde el seno (materno); los mentirosos se han extraviado desde el vientre (de su madre)" (Sal 57, 4). "Mira, en culpa nací, pecador me concibió mi madre" (Sal 50, 7). Todos estos textos indican una continuidad de sentimientos y de ideas en el Antiguo Testamento y, como mínimo, plantean el difícil problema del origen de la condición universal de pecado.

7. La Sagrada Escritura nos impulsa a buscar la raíz del pecado en el interior del hombre, en su conciencia, en su corazón. Pero al mismo tiempo presenta el pecado como un mal hereditario. Esta idea parece expresada en el Salmo 50, de acuerdo con el cual el hombre "concebido" en el pecado grita a Dios: "Oh Dios, crea en mí un corazón puro" (Sal 50, 12). Tanto la universalidad del pecado como su carácter hereditario, por lo cual es en cierto sentido "congénito" a la naturaleza humana, son afirmaciones que se repiten frecuentemente en el libro sagrado. Por ejemplo. en el Sal. 13: "Se han corrompido cometiendo execraciones, no hay quien obre bien" (Sal 14, 3).

8. Desde el contexto bíblico, se puede entender las palabras de Jesús sobre la "dureza de corazón" (Cfr. Mt 19, 8). San Pablo concibe esta "dureza de corazón" principalmente como debilidad moral, es más, como una especie de incapacidad para hacer el bien. Estas son sus palabras: " pero yo soy carnal, vendido por esclavo al pecado. Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago" (Rm 7, 14-15). "Porque el querer el bien está en mí, pero hacerlo no" (Rm 7, 18). "Queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega" (Rm 7, 21). Palabras que, como se ha señalado muchas veces, presentan una interesante analogía con aquellas del poeta pagano: "Video meliora proboque, deteriora sequor" (Cfr. Ovidio, Metamorph. 7, 20). En ambos textos (pero también en otros de espiritualidad y de la literatura universal) se reconoce el surgir de uno de los aspectos más desconcertantes de la experiencia humana, en torno al cual sólo la revelación del pecado original ofrece algo de luz.

9. La enseñanza de la Iglesia de nuestros días, expresada de forma especial en el Conc. Vaticano II, reflexiona puntualmente sobre la verdad revelada cuando habla del "mundo fundado y conservado por el amor del Creado, esclavizado bajo la servidumbre del pecado" (Gaudium et spes 2). En la misma Constitución pastoral se lee lo siguiente: "A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo" (Gaudium et spes 37).