1. Con siempre nuevo frescor de alegría y de piedad, amados hijos de todo el mundo, cada año, al retornar la santa Navidad, resuena desde el pesebre de Belén hasta el oído de los cristianos, reproduciéndose dulcemente en sus corazones, el mensaje de Jesús, luz en medio de las tinieblas; un mensaje que ilumina con el esplendor de verdades celestiales un mundo obscurecido por trágicos errores, infunde alegría exuberante y confiada a una humanidad angustiada por profunda y amarga tristeza, proclama la libertad de los hijos de Adán, aherrojados con las cadenas del pecado y de la culpa; promete misericordia, amor y paz a la infinita muchedumbre de los que sufren y de los atribulados, que ven desaparecida su felicidad y rotas sus energías por el huracán de la lucha y de odios en estos nuestros días borrascosos.
2. Y las sagradas campanas que anuncian este mensaje por todos los continentes, no sólo recuerdan el don divino otorgado a la humanidad en el alba de la edad cristiana, sino que anuncian y proclaman también una consoladora realidad presente, realidad tan eternamente joven como siempre viva y vivificante: la realidad de la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1, 9), y que no conoce ocaso. El Verbo eterno, camino, verdad y vida, al nacer en la estrechez de una cueva y al realzar de esta manera y santificar la pobreza, daba así principio a su misión docente, salvadora y redentora del género humano, y pronunciaba y consagraba una palabra que aun hoy día es palabra de vida eterna, capaz de resolver los problemas más atormentadores, no resueltos e insolubles para quien pretenda resol-verlos con criterios o medios efímeros y puramente humanos; problemas que se presentan sangrantes, exigiendo imperiosamente una respuesta, al pensamiento y al sentimiento de una humanidad amargada y exacerbada.
3. El lema misereor super turbam (Mc 8, 2) es para Nos una consigna sagrada, inviolable, válida y apremiante en todos los tiempos y en todas las vicisitudes humanas, como era la divisa de Jesús; y la Iglesia se negaría a sí misma, dejando de ser madre, si se hiciera sorda ante el grito angustioso y filial que todas las clases de la humanidad hacen llegar a sus oídos. La Iglesia no pretende tomar partido por una u otra de las formas particulares y concretas con que los varios pueblos y Estados tienden a resolver los gigantescos problemas de orden interior y de colaboración internacional, siempre que respeten la ley divina; pero, por otra parte, la Iglesia, columna y fundamento de la verdad (1Tm 3, 15) y guardiana, por voluntad de Dios y por misión de Cristo, del orden natural y sobrenatural, no puede renunciar a proclamar ante sus hijos y ante el mundo entero las normas fundamentales e inquebrantables, salvándolas de toda tergiversación, oscuridad, impureza, falsa interpretación y error; tanto más cuanto que de su observancia, y no simplemente del esfuerzo de una voluntad noble e intrépida, depende la estabilidad definitiva de todo orden nuevo, nacional e internacional, invocado con tan ardiente anhelo por todos los pueblos. Pueblos cuyas dotes de valor y de sacrificio conocemos, así como también sus angustias y dolores, y a todos los cuales, sin excepción alguna, en esta hora de indecibles pruebas y luchas, nos sentimos unidos por un amor profundo, imparcial e imperturbable y por el ansia inmensa de hacerles llegar todo el alivio y el socorro que de alguna manera esté a nuestro alcance.
4. Nuestro último mensaje navideño exponía los principios, inspirados en el pensamiento cristiano, para establecer un orden de convivencia y colaboración internacional conforme a las normas divinas. Hoy Nos queremos ocuparnos, seguros del asentimiento y del interés de todos los hombres honrados, con particular cuidado y con igual imparcialidad, de las normas fundamentales del orden interior de los Estados y de los pueblos. Las relaciones internacionales y el orden interno están íntimamente unidos, porque el equilibrio y la armonía entre las naciones dependen del equilibrio interno y de la madurez interior de cada uno de los Estados en el campo material, social e intelectual. Ni es posibles realizar un sólido e imperturbado frente de paz en el exterior sin un frente de paz en el interior que inspire confianza. Por consiguiente, únicamente la aspiración hacia una paz integral en los dos campos será capaz de liberar a los pueblos de la cruel amenaza de la guerra, de disminuir o superar gradualmente las causas materiales y psicológicas de nuevos desequilibrios y convulsiones.
5. Toda convivencia social digna de este nombre, así como tiene su origen en la voluntad de paz, así tiende también a la paz; a aquella tranquila convivencia en el orden en la que Santo Tomás, repitiendo la conocida frase de San Agustín (S.Th. II-II, q. 29, a. 1 ad I; San Agustín, De civitate Dei XIX 13, 1), ve la esencia de la paz. Dos elementos primordiales rigen, pues, la vida social: la convivencia en el orden, la convivencia en la tranquilidad.
6. El orden, base de la vida social de los hombres, es decir, de seres intelectuales y morales, que tienden a realizar un fin conforme a su naturaleza, no es una mera yuxtaposición extrínseca de partes numéricamente distintas; es más bien, y debe ser, la tendencia y la realización cada vez más perfecta de una unidad interior, que no excluye las diferencias, fundadas en la realidad y sancionadas por la voluntad del Creador o por normas sobrenaturales.
7. Una clara inteligencia de los fundamentos genuinos de toda vida social tiene una importancia capital hoy más que nunca, cuando la humanidad, intoxicada por la virulencia de errores y extravíos sociales, atormentada por la fiebre de la discordia de ambiciones, doctrinas e ideales, se debate angustiosamente en el desorden por ella misma creado y se resiente de los efectos de la fuerza destructora de ideas sociales erróneas, que olvidan las normas de Dios o son contrarias a éstas. Y como el desorden no puede ser vencido sino por un orden que no sea meramente forzado y ficticio (lo mismo que la obscuridad, con sus pavorosos y deprimentes efectos, no puede ser disipada sino por la luz, y no por fuegos fatuos), la salvación, la renovación y una progresiva mejora no pueden esperarse y originarse si no es a través del retorno de numerosos e influyentes grupos humanos a la recta ordenación social; retorno que requiere una extraordinaria gracia de Dios y una voluntad inquebrantable, pronta y presta al sacrificio, de las almas buenas y previsoras. Desde estos grupos más influyentes y más dispuestos para comprender y considerar la atractiva belleza de las justas normas sociales, pasará y entrará después en las multitudes la convicción del origen verdadero, divino y espiritual, de la vida social, allanando de esta suerte el camino al resurgimiento, al incremento y a la consolidación de aquellos principios morales sin los cuales aun las realidades más altas serán como una nueva Babel, cuyos habitantes, aunque convivan juntos, hablan lenguas diversas y contradictorias.
8. De la vida individual y social hay que ascender hasta Dios, causa primera y fundamento último, como Creador de la primera sociedad conyugal, fuente de la sociedad familiar, de la sociedad de los pueblos y de las naciones. Reflejando, aunque imperfectamente, a su Ejemplar, Dios uno y trino, que con el misterio de la encarnación redimió y ensalzó a la naturaleza humana, la vida social en su ideal y en su fin posee, a la luz de la razón y de la revelación, una autoridad moral y un carácter absoluto, que se hallan por encima del cambiar de los tiempos, y una fuerza de atracción que, lejos de quedar aniquilada o mermada por desilusiones, errores, fracasos, mueve irresistiblemente a los espíritus más nobles y fieles al Señor para comenzar de nuevo, con renovada energía, con nuevos conocimientos, con nuevos estudios, medios y métodos, lo que en vano se había intentado en otros tiempos y en otras circunstancias.
9. Origen y fin esencial de la vida social ha de ser la conservación, el desarrollo y el perfeccionamiento de la persona humana, ayudándola a poner en práctica rectamente las normas y valores de la religión y de la cultura, señaladas por el Creador a cada hombre y a toda la humanidad, ya en su conjunto, ya en sus naturales ramificaciones.
10. Una doctrina o construcción social que niegue esa interna y esencial conexión con Dios de todo cuanto se refiere al hombre, o prescinda de ella, sigue un falso camino, y, mientras construye con una mano, prepara con la otra los medios que tarde o temprano pondrán en peligro y destruirán su obra. Y cuando, desconociendo el respeto debido a la persona y a su propia vida, no le concede puesto alguno en sus ordenamientos, en la actividad legislativa y ejecutiva, en vez de servir a la sociedad, le daña; lejos de promover y fomentar el pensamiento social y de realizar sus ideales y esperanzas, le quita todo valor intrínseco, sirviéndose de él como de una frase utilitaria, que encuentra resuelta y franca oposición en grupos cada vez más numerosos.
11. Si la vida social exige de por sí unidad interior, no excluye, sin embargo, las diferencias causadas por la realidad y la naturaleza. Pero, cuando se mantiene fiel a Dios, supremo regulador de todo cuanto al hombre se refiere, tanto las semejanzas como las diferencias de los hombres encuentran su lugar adecuado en el orden absoluto del ser, de los valores y, por consiguiente, también de la moralidad. Si, por el contrario, se sacude aquel fundamento, ábrese entre los diversos campos de la cultura una peligrosa discontinuidad, aparece una incertidumbre y variabilidad en los contornos, límites y valores tan grande que sólo meros factores externos, y con frecuencia ciegos instintos, vienen a determinar más tarde, según la tendencia dominante del momento, a quién habrá de pertenecer el predominio de una de las dos orientaciones.
12. A la dañosa economía de los pasados decenios, durante los cuales toda vida social quedó subordinada al estímulo del interés, sucede ahora una concepción no menos perjudicial, que, al mismo tiempo que lo considera todo y a todos en el aspecto político, excluye toda consideración ética y religiosa. Confusión y extravío fatales, saturados de consecuencias imprevisibles para la vida social, la cual nunca está más próxima a la pérdida de sus más nobles prerrogativas que cuando se hace la ilusión de poder re-negar u olvidar impunemente la eterna fuente de su dignidad: Dios.
13. La razón, iluminada por la fe, asigna a cada persona y a cada sociedad particular en la organización social un puesto determinado y digno, y sabe, para hablar sólo del más importante, que toda actividad del Estado, política y económica, está sometida a la realización permanente del bien común; es decir, de aquellas condiciones externas que son necesarias al conjunto de los ciudadanos para el desarrollo de sus cualidades y de sus oficios, de su vida material, intelectual y religiosa, en cuanto, por una parte, las fuerzas y las energías de la familia y de otros organismos a los cuales corresponde una natural precedencia no bastan, y, por otra, la voluntad salvífica de Dios no haya determinado en la Iglesia otra sociedad universal al servicio de la persona humana y de la realización de sus fines religiosos.
14. En una concepción social impregnada y sancionada por el pensamiento religioso, la laboriosidad de la economía y de todos los demás campos de la cultura representa una universal y nobilísima fragua de actividad, riquísima en su variedad, coherente en su armonía, en la que la igualdad intelectual y la diferencia funcional de los hombres consiguen su derecho y tienen adecuada expresión; en caso contrario, se deprime el trabajo y se rebaja al obrero.
15. Para que la vida social, según Dios la quiere, obtenga su fin, es esencial un ordenamiento jurídico que le sirva de apoyo externo, de defensa y de protección; ordenamiento cuya misión no es dominar, sino servir, tender al desarrollo y crecimiento de la vitalidad de la sociedad en la rica multiplicidad de sus fines, conduciendo hacia su perfeccionamiento a todas y cada una de las energías en pacífica cooperación y defendiéndolas, con medios apropiados y honestos, contra todo lo que es dañoso a su pleno desarrollo. Este ordenamiento, para garantizar el equilibrio, la seguridad y la armonía de la sociedad, posee también el poder de coacción contra aquellos que sólo por esta vía pueden ser mantenidos dentro de la noble disciplina de la vida social; pero precisamente en el justo cumplimiento de este derecho, una autoridad verdaderamente digna de tal nombre jamás dejará de sentir su angustiosa responsabilidad ante el eterno Juez, en cuyo tribunal toda falsa sentencia, y muy singularmente toda trasgresión de las normas dictadas por Dios, recibirá su indefectible castigo y condenación.
16. Las últimas, profundas, lapidarias, fundamentales normas de la sociedad no pueden ser violadas por obra del ingenio humano; se podrán negar, ignorar, despreciar, quebrantar, pero nunca se podrán abrogar con eficacia jurídica. Es cierto que, con el correr del tiempo, cambian las condiciones de vida; pero nunca se da un vacío absoluto ni una perfecta discontinuidad entre el derecho de ayer y el de hoy, entre la desaparición de antiguos poderes y constituciones y el surgir de nuevos ordenamientos. De todas maneras, en cualquier cambio o transformación, el fin de toda vida social permanece idéntico, sagrado y obligatorio: el desarrollo de los valores personales del hombre como imagen de Dios; y permanece la obligación de todo miembro de la familia humana de realizar sus inmutables fines, sea el que sea el legislador y la autoridad a quien obedece. Subsiste, pues, siempre y no cesa por oposición alguna su inalienable derecho, que ha de ser reconocido por amigos y enemigos, a un ordenamiento y a una práctica jurídica que sientan y comprendan su esencial deber de servir al bien común.
17. El ordenamiento jurídico tiene, además, el alto y difícil fin de asegurar las armónicas relaciones ya entre los individuos, ya entre las sociedades, ya también dentro de éstas. A lo cual se llegará si los legisladores se abstienen de seguir aquellas peligrosas teorías y prácticas, dañosas para la comunidad y para su cohesión, que tienen su origen y difusión en una serie de postulados erróneos. Entre éstos hay que contar el positivismo jurídico, que atribuye una engañosa majestad a la promulgación de leyes puramente humanas y abre el camino hacia una funesta separación entre la ley y la moralidad; igualmente, la concepción que reivindica para determinadas naciones, estirpes o clases el instinto jurídico, como último imperativo e inapelable norma; por último, aquellas diversas teorías que, diferentes en sí mismas y procedentes de criterios ideológicamente opuestos, concuerdan, sin embargo, en considerar al Estado o a la clase que lo representa como una entidad absoluta y suprema, exenta de control y de crítica, incluso cuando sus postulados teóricos y prácticos desembocan y tropiezan en la abierta negación de valores esenciales de la conciencia humana y cristiana.
18. Quien considere con mirada limpia y penetrante la vital conexión entre un genuino orden social y un genuino ordenamiento jurídico y tenga presente que la unidad interna, en su multiformidad, depende del predominio de las fuerzas espirituales, del respeto a la dignidad humana en sí y en los demás, del amor a la sociedad y a los fines que Dios le ha señalado, no puede maravillarse ante los tristes efectos de ciertas ideologías jurídicas, que, alejadas del camino real de la verdad, avanzan por el terreno resbaladizo de postulados materialistas, sino que comprenderá inmediatamente la improrrogable necesidad de un retorno a una concepción espiritual y ética seria y profunda, templada por el calor de una verdadera humanidad e iluminada por el esplendor de la fe cristiana, la cual hace admirar en el ordenamiento una refracción externa del orden social querido por Dios, luminoso fruto del espíritu humano, que es también imagen del espíritu de Dios.
19. Sobre esta concepción orgánica, la única vital en la que florecen armónicamente la más noble humanidad y el mas genuino espíritu cristiano, se encuentra esculpida la sentencia de la Escritura comentada por el gran Aquinate: «Opus justitiae pax» (S.Th. II-II, q. 29, a. 3), que se aplica tanto al aspecto interno como al aspecto externo de la vida social.
20. Esta concepción no admite ni oposición ni alternativa: amor o derecho, sino la síntesis fecunda: amor y derecho.
21. En el uno y en el otro, irradiación ambos del mismo espíritu de Dios, se funda el programa y el carácter de la dignidad del espíritu humano; uno y otro se completan mutuamente, cooperan, se dan vida, se apoyan, se dan la mano en el camino de la concordia y de la pacificación, mientras el derecho allana el camino al amor, el amor suaviza el derecho y lo sublima. Ambos elevan la vida humana a aquella atmósfera social en la que, aun entre las deficiencias, dificultades y durezas de esta vida, se hace posible una fraterna convivencia. Pero haced que domine el malvado espíritu de ideas materialistas; que el ansia del poder y del predominio concentre en sus rudas manos las riendas de los acontecimientos; veréis entonces aumentar a diario sus efectos disgregadores, desaparecer el amor y la justicia, triste presagio de amenazadoras catástrofes sobre una sociedad apóstata de Dios.
22. El segundo elemento fundamental de la paz, hacia el cual tiende casi instintivamente toda sociedad humana, es la tranquilidad ¡Oh feliz tranquilidad, tú no tienes nada de común con el aferrarse duro y obstinado, tenaz e infantilmente terco con lo que ya no existe; ni con la repugnancia, hija de la pereza y del egoísmo, a aplicar la mente a los problemas y a las cuestiones que el variar de los tiempos y el curso de las generaciones, con sus exigencias y con el progreso, hacen madurar y traen consigo como improrrogable necesidad del presente! Mas para un cristiano consciente de su responsabilidad aun para con el más pequeño de sus hermanos, no existen ni la tranquilidad indolente ni la huida, sino la lucha, el trabajo frente a toda inacción y deserción en la gran contienda espiritual en la que está puesta en peligro la construcción, aun el alma misma, de la sociedad futura.
23. La tranquilidad en el sentido del Aquinate y la ardorosa actividad no se contraponen, sino que más bien se acoplan armoniosamente para quien está penetrado de la belleza y necesidad del fondo espiritual de la sociedad y de la nobleza de su ideal. Y precisamente a vosotros, jóvenes, inclinados a volver la espalda al pasado y dirigir al futuro la mirada de las aspiraciones y esperanzas, os decimos, movidos por vivo amor y por paterna solicitud: el entusiasmo y la audacia no bastan por sí solos si no se hallan puestos, como es necesario, al servicio del bien y de una bandera inmaculada. Vano es agitarse, fatigarse y afanarse sin apoyarse en Dios y en su ley eterna. Debéis estar animados del convencimiento de combatir por la verdad y de hacerle entrega de las propias simpatías y energías, de los anhelos y de los sacrificios; de combatir por las leyes eternas de Dios, por la dignidad de la persona humana y por la consecución de los fines. Cuando los hombres maduros y los jóvenes, anclados siempre en el mar de la eternamente viva tranquilidad de Dios, coordinan la diversidad de temperamentos y de actividad con un espíritu genuinamente cristiano, entonces, si el elemento propulsor se armoniza con el elemento moderador, la diferencia natural entre las generaciones nunca llegará a ser peligrosa, sino que, por el contrario, conducirá felizmente a la realización de las leyes eternas de Dios en el mudable curso de los tiempos y de las condiciones de vida.
24. En un campo particular de la vida social, en el que durante un siglo surgieron movimientos y ásperos conflictos, se observa hoy calma, al menos aparente; esto es, en el vasto y siempre creciente mundo del trabajo, en el ejército inmenso de los obreros, de los asalariados y de los empleados. Si se considera el presente, con sus necesidades bélicas, como un hecho real, esta tranquilidad se podrá llamar exigencia necesaria y fundada; pero, si se mira la situación actual desde el punto de vista de la justicia, de un legítimo y regulado movimiento obrero, la tranquilidad no será más que aparente mientras no se obtenga tal fin.
25. Movida siempre por motivos religiosos, la Iglesia ha condenado los varios sistemas del socialismo marxista, y los condena también hoy, porque es su deber y derecho permanente preservar a los hombres de corrientes e influencias que ponen en peligro su eterna salvación. Pero la Iglesia no puede ignorar o dejar de ver que el obrero, en su esfuerzo por mejorar de situación, tropieza con un ambiente que, lejos de ser conforme a la naturaleza, contrasta con el orden de Dios y con el fin que El ha señalado a los bienes terrenos. Por falsos, condenables y peligrosos que hayan sido y sean los caminos que se han seguido, ¿quién, sobre todo siendo sacerdote o cristiano, podría permanecer sordo al grito que se alza de lo profundo, y que en el mundo de un Dios justo invoca justicia y espíritu de fraternidad? Sería un silencio culpable e injustificable ante Dios y contrario al iluminado sentir del apóstol, quien, si inculca que es necesario ser animosos contra el error, sabe también que es menester estar llenos de consideración hacia los que yerran y con ánimo abierto para escuchar sus aspiraciones, sus esperanzas y sus razones.
26. Dios, al bendecir a nuestros progenitores, les dijo: «Creced y multiplicaos y henchid la tierra y dominadla» (Gn 1, 28). Y dijo después al primer jefe de familia: «Mediante el sudor de tu rostro comerás el pan» (Gn 3, 19). La dignidad de la persona humana exige, pues, normalmente, como fundamento natural para vivir, el derecho al uso de los bienes de la tierra, al cual corresponde la obligación fundamental de otorgar a todos, en cuanto sea posible, una propiedad privada. Las normas jurídicas positivas, reguladoras de la propiedad privada, pueden modificar y conceder un uso más o menos limitado; pero, si quieren contribuir a la pacificación de la comunidad, deberán impedir que el obrero que es o será padre de familia se vea condenado a una dependencia y esclavitud económica inconciliable con sus derechos de persona.
27. Que esta esclavitud se derive del predominio del capital privado o del poder del Estado, el efecto no cambia; más aún, bajo la presión del Estado, que lo domina todo y regula toda la vida pública y privada, invadiendo hasta el terreno de las ideas y convicciones y de la conciencia, esta falta de libertad puede tener consecuencias aún más graves, como lo manifiesta y atestigua la experiencia.
28. Quien pondera a la luz de la razón y de la fe los fundamentos y los fines de la vida social, que hemos trazado en breves líneas, y los contempla en su pureza y altura moral y en sus benéficos frutos en todos los campos, se convencerá necesariamente de los poderosos principios de orden y pacificación que las energías encauzadas hacia grandes ideales y resueltas a afrontar los obstáculos podrían comunicar, o, digamos mejor, restituir a un mundo interiormente desquiciado, una vez que hubieran abatido las barreras intelectuales y jurídicas creadas por prejuicios, errores e indiferencias y por un largo retroceso de secularización del pensamiento, del sentimiento, de la acción, cuyo resultado fue arrancar y apartar la ciudad terrena de la luz y fuerza de la ciudad de Dios.
29. Hoy más que nunca suena la hora de reparar, de sacudir la conciencia del mundo del grave letargo en que le han hecho caer los tóxicos de falsas ideas ampliamente difundidas; tanto más cuanto que, en esta hora de convulsión material y moral, el conocimiento de la fragilidad y de la inconsistencia de todo ordenamiento meramente humano está ya para desengañar incluso a aquellos que, en días aparentemente felices, no sentían en sí y en la sociedad la falta de contacto con lo eterno y no la consideraban como un defecto esencial de sus sistemas.
30. Lo que aparecía claro al cristiano que, profundamente creyente, sufría por la ignorancia de los demás, nos lo presenta clarísimo el fragor de la espantosa catástrofe del presente desquiciamiento, que reviste la terrible solemnidad de un juicio universal aun a los oídos de los tibios, de los indiferentes, de los despreocupados: una verdad antigua que se manifiesta trágicamente en formas siempre nuevas y que con fragor de trueno resuena de siglo en siglo, de pueblo en pueblo, por boca del profeta: «Todos los que te abandonan serán confundidos. Los que te dejan se cubrirán de vergüenza, porque dejaron a la fuente de aguas vivas, a Yavé» (Jr 17, 13).
31. No lamentos, acción es la consigna de la hora; no lamentos de lo que es o de lo que fue, sino reconstrucción de lo que surgirá y debe surgir para bien de la sociedad. Animados por un entusiasmo de cruzados, a los mejores y más selectos miembros de la cristiandad toca reunirse en el espíritu de verdad, de justicia y de amor al grito de "¡Dios lo quiere!", dispuestos a servir, a sacrificarse, como los antiguos cruzados. Si entonces se trataba de liberar la tierra santificada por la vida del Verbo de Dios encarnado, se trata hoy, si podemos expresarnos así, de una nueva expedición para liberar, superando el mar de los errores del día y de la época, la tierra santa espiritual, destinada a ser la base y el fundamento de normas y leyes inmutables para construcciones sociales de sólida consistencia interior.
32. Para tan alto fin, desde el pesebre del Príncipe de la Paz, confiados en que su gracia se difundirá en todos los corazones, Nos nos dirigimos a vosotros, amados hijos, que reconocéis y adoráis en Cristo a vuestro Salvador; a todos cuantos nos están unidos al menos con el vínculo espiritual de la fe en Dios, a todos, finalmente, cuantos, ansiosos de luz y guía, suspiran por liberarse de las dudas y de los errores; y os exhortamos y os conjuramos con paterna insistencia, no sólo a comprender íntimamente la angustiosa seriedad de la hora actual, sino también a meditar sus posibles auroras benéficas y sobrenaturales y a uniros y trabajar juntos por la renovación de la sociedad en espíritu y en verdad.
33. Fin esencial de esta cruzada necesaria y santa es que la estrella de la paz, la estrella de Belén, brille de nuevo sobre toda la humanidad con su fulgor rutilante, con su consuelo pacificador, cual promesa y augurio de un porvenir mejor, más feliz y más fecundo.
34. Es verdad que el camino, desde la noche hasta una luminosa mañana, será largo; pero son decisivos los primeros pasos en el sendero, que lleva sobre las primeras cinco piedras miliarias, esculpidas con cincel de bronce, las siguientes máximas:
1º Dignidad y derechos de la persona humana
1) Quien desea que la estrella de la paz aparezca y se detenga sobre la sociedad» contribuya por su parte a devolver a la persona humana la dignidad que Dios le concedió desde el principio; opóngase a la excesiva aglomeración de los hombres, casi a manera de masas sin alma; a su inconsistencia económica, social, política, intelectual y moral; a su falta de sólidos principios y de fuertes convicciones; a su sobreabundancia de excitaciones instintivas y sensibles y a su volubilidad;
favorezca, con todos los medios lícitos» en todos los campos de la vida» formas sociales que posibiliten y garanticen una plena responsabilidad personal tanto en el orden terreno como en el eterno;
apoye el respeto y la práctica realización de los siguientes derechos fundamentales de la persona: el derecho a mantener y desarrollar la vida corporal, intelectual y moral, y particularmente el derecho a una formación y educación religiosa; el derecho al culto de Dios privado y público, incluida la acción caritativa religiosa; el derecho, en principio, al matrimonio y a la consecución de su propio fin, el derecho a la sociedad conyugal y doméstica; el derecho de trabajar como medio indispensable para el mantenimiento de la vida familiar; el derecho a la libre elección de estado; por consiguiente, también del estado sacerdotal y religioso; el derecho a un uso de los bienes materiales consciente de sus deberes y de las limitaciones sociales.
2º Defensa de la unidad social y particularmente de la familia
2) Quien desea que la estrella de la paz aparezca y se detenga sobre la sociedad, rechace toda forma de materialismo, que no ve en el pueblo más que un rebaño de individuos que, divididos y sin interna consistencia, son considerados como un objeto de dominio y de sumisión;
procure concebir la sociedad como una unidad interna crecida y madurada bajo el gobierno de la Providencia; unidad que» en el espacio a ella asignado y según sus peculiares condiciones, tiende, mediante la colaboración de las diferentes clases y profesiones, a los eternos y siempre nuevos fines de la civilización y de la religión;
defienda la indisolubilidad del matrimonio; dé a la familia, célula insustituible del pueblo, espacio, luz, tranquilidad, para que pueda cumplir la misión de perpetuar la nueva vida y de educar a los hijos en un espíritu conforme a sus propias y verdaderas convicciones religiosas; conserve, fortifique o reconstituya, según sus fuerzas, la propia unidad económica, espiritual, moral y jurídica; procure que también los criados participen de las ventajas materiales y espirituales de la familia; cuide de procurar a cada familia un hogar en donde una vida doméstica sana material y moralmente llegue a desarrollarse con toda su fuerza y valor; procure que los locales de trabajo y los domicilios no estén tan separados que hagan del jefe de familia y del educador de los hijos casi un extraño en su propia casa; procure, sobre todo, que entre las escuelas públicas y la familia renazca aquel vínculo de confianza y de mutua ayuda que en otro tiempo produjo frutos tan benéficos, y que hoy ha sido sustituido por la desconfianza allí donde la escuela, bajo el influjo o el dominio del espíritu materialista, envenena y destruye todo cuanto los padres habían sembrado en las almas de los hijos.
3º Dignidad y prerrogativas del trabajo
3) Quien desea que la estrella de la paz aparezca y se detenga sobre la sociedad, dé al trabajo el puesto que Dios le señaló desde el principio. Como medio indispensable para el dominio del mundo, querido por Dios para su gloria, todo trabajo posee una dignidad inalienable y, al mismo tiempo, un íntimo lazo con el perfeccionamiento de la persona; noble dignidad y prerrogativa del trabajo, en ningún modo envilecidas por el peso y la fatiga, que se han de soportar, como efecto del pecado original, en obediencia y sumisión a la voluntad de Dios.
El que conoce las grandes encíclicas de nuestros predecesores y nuestros anteriores mensajes, no ignora que la Iglesia no duda en deducir las consecuencias prácticas que se derivan de la nobleza moral del trabajo y en apoyarlas con toda la fuerza de su autoridad. Estas exigencias comprenden, además de un salario justo, suficiente para las necesidades del obrero y de la familia, la conservación y el perfeccionamiento de un orden social que haga posible una segura, aunque modesta propiedad privada a todas las clases del pueblo; favorezca una formación superior para los hijos de las clases obreras particular-mente dotados de inteligencia y buena voluntad; promueva en las aldeas, en los pueblos, en la provincia, en el pueblo y en la nación el cuidado y la realización práctica del espíritu social que, suavizando las diferencias de intereses y de clases, quita a los obreros el sentimiento del aislamiento con la experiencia confortadora de solidaridad genuinamente humana y cristianamente fraterna
El progreso y el grado de las reformas sociales improrrogables depende de la potencia económica de cada nación. Sólo con un intercambio de fuerzas, inteligente y generoso, entre los fuertes y los débiles, será posible llevar a cabo una pacificación universal de forma que no queden focos de incendio y de infección, de los que podrían originarse nuevas catástrofes.
Señales evidentes inducen a pensar que, en medio del torbellino de todos los prejuicios y sentimientos de odio, inevitable, pero triste parto de esta aguda psicosis bélica, no se ha apagado en los pueblos la conciencia de su íntima recíproca dependencia en el bien y en el mal, sino que incluso se ha hecho más viva y activa. ¿Acaso no es verdad que profundos pensadores ven, cada vez con mayor claridad, en la renuncia al egoísmo y al aislamiento nacional, el camino de la salvación general, hallándose dispuestos a solicitar de sus pueblos una parte gravosa de sacrificios, necesarios para la pacificación social de otros pueblos? ¡Ojalá que este nuestro mensaje navideño, dirigido a todos los dotados de buena voluntad y generoso corazón, anime y aumente los escuadrones de la cruzada, social en todas las naciones! ¡Y quiera Dios conceder a su pacífica bandera la victoria de la que es merecedora su noble empresa!
4º Reintegración del ordenamiento jurídico
4) Quien desea que la estrella de la paz aparezca y se detenga sobre la vida social, coopere a una profunda reintegración, del ordenamiento jurídico.
El sentimiento jurídico de hoy ha sido frecuentemente alterado y sacudido por la proclamación y por la práctica de un positivismo y de un utilitarismo sumisos y vinculados al servicio determinados grupos, clases y movimientos, cuyos programas señalan y determinan el camino a la legislación y a la práctica judicial.
El saneamiento de esta situación puede obtenerse, cuando se despierte la conciencia de un ordenamiento jurídico, fundada en el supremo dominio de Dios y defendida de toda arbitrariedad humana; conciencia de un ordenamiento que extienda su mano protectora y vindicativa también sobre los inviolables derechos del hombre y los proteja contra los ataques de todo poder humano.
Del ordenamiento jurídico querido por Dios deriva el inalienable derecho del hombre a la seguridad jurídica, y con ello a una esfera concreta de derecho, protegida contra todo ataque arbitrario.
La relación entre hombre y hombre, del individuo con la sociedad, con la autoridad, con los deberes sociales; la relación de la sociedad y de la autoridad con cada uno de los individuos, deben cimentarse sobre un claro fundamento jurídico y estar protegidas, si hay necesidad, por la autoridad judicial. Esto supone:
a) Un tribunal y un juez que reciban sus normas directivas de un derecho claramente formulado y circunscrito.
b) Normas jurídicas claras, que no puedan ser tergiversadas con abusivas apelaciones a un supuesto sentimiento popular y con meras razones de utilidad.
c) El reconocimiento del principio que afirma que también el Estado y sus funcionarios y las organizaciones de él dependientes están obligados a la reparación y a la revocación de las medidas lesivas de la libertad, de la propiedad, del honor, del mejoramiento y de la vida de los individuos.
5º Concepción del Estado según el espíritu cristiano
5) Quien desea que la estrella de la paz aparezca y se detenga sobre la sociedad humana, coopere a formar una concepción y una práctica estatales fundadas sobre una disciplina razonable, una noble humanidad y un responsable espíritu cristiano;
ayude a conducir de nuevo al Estado y su poder al servicio de la sociedad, al pleno respeto de la persona humana y de la actividad de ésta para la consecución de sus fines eternos;
esfuércese y trabaje por disipar los errores que tienden a desviar del sendero moral al Estado y su poder y a desatarlos del vinculo eminentemente ético que los une a la vida individual y social, y a hacerles rechazar o ignorar en la práctica la esencial dependencia que los subordina a la voluntad del Creador;
promueva el reconocimiento y la difusión de la verdad, que enseña, aun en la esfera terrena, cómo el sentido profundo y la última legitimidad moral y universal del «reinar» es el «servir».
35. ¡Amados hijos! Quiera Dios que, mientras nuestra voz llega a vuestro oído, vuestro corazón se sienta hondamente impresionado y conmovido por la profunda seriedad, por la ardiente solicitud, por el conjuro insistente con que Nos os inculcamos estas ideas, que quieren ser un llamamiento a la conciencia universal y un grito de alarma para todos cuantos se hallan dispuestos a pesar y medir la grandeza de su misión y responsabilidad ante la amplitud de la tragedia universal.
36. Gran parte de la humanidad, y, no rehusamos decirlo, aun no pocos de los que se llaman cristianos, están de algún modo dentro de la responsabilidad colectiva del desarrollo erróneo, de los daños y de la falta de altura moral de la sociedad actual.
37. Esta guerra mundial y todo cuanto a ella se refiere ya sean remotos o próximos, ya sus procedimientos y efectos materiales, jurídicos y morales, ¿qué otra cosa representa sino el derrumbamiento, inesperado tal vez para los despreocupados, pero previsto y temido por quienes con su mirada penetraban hasta el fondo de un orden social que, bajo el engañoso rostro o la máscara de fórmulas convencionales, ocultaba su debilidad fatal y su desenfrenado instinto de ganancia y de poder?
38. Lo que en tiempos de paz estaba reprimido, al estallar la guerra ha explotado en una triste serie de actos contrarios al espíritu humano y cristiano. Los acuerdos internacionales para hacer menos inhumana la guerra, limitándola a los combatientes, para regular las normas de la ocupación y de la prisión de los vencidos, han sido letra muerta en distintos países; y ¿quién es capaz de ver el fin de este progresivo empeoramiento?
39. ¿Quieren tal vez los pueblos asistir impasibles a un avance tan desastroso? ¿No deben más bien, sobre las ruinas de un ordenamiento social que ha dado prueba tan trágica de su ineptitud para el bien del pueblo, reunirse los corazones de todos los hombres magnánimos y honrados en el voto solemne de no darse descanso hasta que en todos los pueblos y naciones de la tierra sea legión el número de los que, decididos a llevar de nuevo la sociedad al indefectible centro de gravedad de la ley divina, suspiran por servir a la persona y a su comunidad ennoblecida por Dios?
40. Este voto la humanidad lo debe a los innumerables muertos que yacen sepultados en los campos de batalla; el sacrificio de su vida en el cumplimiento de su deber es holocausto para un nuevo y mejor orden social.
41. Este voto la humanidad lo debe al interminable y doloroso cortejo de madres, de viudas y de huérfanos que se han visto despojados de la luz y el consuelo y el apoyo de su vida.
42. Este voto la humanidad lo debe a los innumerables desterrados que el huracán de la guerra ha arrancado de su patria y ha dispersado por tierras extrañas; ellos podrían lamentarse con el profeta: «Nuestra heredad ha pasado a manos extrañas; nuestras casas, a poder de desconocidos» (JerLam. 5, 2).
43. Este voto la humanidad lo debe a los cientos de millares de personas que, sin culpa propia alguna, a veces sólo por razones de nacionalidad o de raza, se ven destinados a la muerte o a un progresivo aniquilamiento.
44. Este voto la humanidad lo debe a los muchos millares de no combatientes, mujeres, niños, enfermos y ancianos, a quienes la guerra aérea –cuyos horrores Nos ya desde el principio repetidas veces denunciamos–, sin discriminación o con insuficiente examen, ha quitado vida, bienes, salud, casa, asilos de caridad y de oración.
45. Este voto la humanidad lo debe al torrente de lágrimas y amarguras, al cúmulo de dolores y sufrimientos que proceden de la ruina mortífera del descomunal conflicto y claman al cielo, invocando la venida del Espíritu, que liberte al mundo del desbordamiento de la violencia y del terror.
46. Y ¿dónde podréis depositar este voto por la renovación de la sociedad con más tranquila seguridad, confianza y fe más eficaz que a los pies del «desideratus cunctis gentibus», que yace ante nosotros en el pesebre con todo el encanto de su dulce humanidad de niño, pero también con el atractivo conmovedor de su incipiente misión redentora? ¿En qué lugar podría esta noble y santa cruzada para la purificación y renovación de la sociedad tener consagración más expresiva y hallar estímulo más eficaz que en Belén, donde en el adorable misterio de la encarnación apareció el nuevo Adán, en cuyas fuentes de verdad y de gracia tiene la humanidad que buscar el agua salvadora si no quiere perecer en el desierto de esta vida? «De su plenitud hemos recibido todos» (Jn 1, 6). Su plenitud de verdad y de gracia, como hace veinte siglos, se derrama también hoy sobre el mundo con fuerza no disminuida; más poderosa que las tinieblas es su luz; el rayo de su amor es más vigoroso que el gélido egoísmo que a tantos hombres retrae de perfeccionarse y sobresalir en lo que tienen de mejor. Vosotros, cruzados voluntarios de una nueva y noble sociedad, alzad el nuevo lábaro de la regeneración moral y cristiana, declarad la lucha a las tinieblas de la apostasía de Dios, a la frialdad de la discordia fraterna; una lucha en nombre de una humanidad gravemente enferma y que hay que sanar en nombre de la conciencia cristianamente levantada.
47. Nuestra bendición y nuestro paterno auspicio y aliento acompañe a vuestra generosa empresa y permanezca con todos cuantos no rehúyen los duros sacrificios, armas mucho más poderosas que el hierro para combatir el mal que sufre la sociedad. Sobre vuestra cruzada por un ideal social, humano y cristiano, resplandezca consoladora e incitante la estrella que brilla sobre la cueva de Belén, lucero anunciador y perenne de la era cristiana. De su vista ha sacado, saca y sacará fuerzas todo corazón fiel: «Aunque acampe contra mí un ejército…, estoy tranquilo» (Sal 27, 3). Donde esta estrella resplandezca, allí está Cristo: «Ipso ducente, non errabimus; per ipsum ad ipsum eamus ut cum nato hodie puero in perpetuum gaudeamus» («Bajo su dirección no nos extraviaremos: por medio de él vayamos a él, para regocijarnos eternamente con el niño nacido hoy» (San Agustín, Serm. 189, 4: PL 38, 1007). ).