(Sermón 229, 1-3)
Queridísimos hermanos: con la ayuda de Cristo, hoy celebramos con júbilo y alegría el día del nacimiento de este templo; pero nosotros mismos hemos de ser templo vivo y verdadero de Dios. Con toda justicia el pueblo cristiano celebra fielmente la solemnidad de la madre Iglesia, ya que por medio de ella se sabe renacido espiritualmente. Pues quienes por el primer nacimiento fuimos vasos de la ira de Dios, por el segundo merecimos ser constituidos en vasos de misericordia (cfr. Rm 9, 22). En efecto, la primera natividad nos engendró para la muerte, mientras que la segunda nos devolvió a la vida. Todos nosotros, queridísimos, antes del bautismo fuimos templos del diablo; después del Bautismo merecimos ser templos de Cristo. Y si pensamos atentamente sobre la salvación de nuestra alma, conoceremos que somos un templo vivo y verdadero de Dios. No habita Dios en casas hechas por mano de hombre (Hch 7, 48), ni en casa construida de maderas y piedras; sino principalmente en el alma hecha a imagen de Dios, y edificada por la mano del mismo artífice. Pues así dijo el bienaventurado Apóstol: santo es el templo de Dios, que sois vosotros (1Co 3, 17). Los templos se levantan con maderas y sillares, para que allí se congreguen los templos vivos de Dios, y así acudan al templo de Dios: un cristiano es un templo de Dios, y muchos cristianos constituyen muchos templos de Dios. Así pues, hermanos, ved cuán hermoso es el templo que se edifica de los templos. Y del mismo modo que muchos miembros forman un solo cuerpo, muchos templos forman un solo templo. Pero estos templos de Cristo, es decir, las almas santas de los cristianos, están dispersos por todo el mundo: cuando llegue el día del juicio se congregarán todos, y en la vida eterna harán un solo templo. Al igual que muchos miembros de Cristo forman un solo cuerpo y tienen una sola cabeza, que es Cristo, así también aquellos templos tendrán el mismo habitante, Cristo; porque somos miembros de Aquel mismo que es nuestra cabeza. Por eso dice el Apóstol: que en el interior del hombre, por la fe, habite Cristo en vuestros corazones (Ef 3, 16-17). Alegrémonos, porque merecimos ser templos de Dios; pero temamos, no sea que profanemos el templo de Dios con malas obras. Temamos lo que dice el Apóstol: si alguien profanare el templo de Dios, Dios le perderá a él (1Co 3, 17). Pues Dios, que pudo crear sin ningún trabajo el cielo y la tierra con la palabra de su poder, se digna habitar en ti; y por ello debes obrar de tal manera que no puedas ofender a tal habitante. Nada sucio encuentre Dios en ti-esto es, en su templo-, nada sombrío, nada soberbio: porque, si conociera allí alguna afrenta, al punto se alejaría; y si el Redentor se alejase, en ese mismo momento se acercaría el mentiroso. ¿Y qué le sucede a aquella alma infeliz que es abandonada por Dios y ocupada por el diablo?: se vacía de la luz y se llena de tinieblas; merma de dulzor y se embriaga de amargura; pierde la vida y encuentra la muerte; adquiere el suplicio y disipa el paraíso. Por tanto, hermanos, si Dios quiso hacer de nosotros su templo y se digno habitar sin interrupción, afanémonos con su ayuda cuanto podamos en arrojar lo superfluo y reunir lo útil; en repudiar la lujuria y conservar la castidad en desdeñar la avaricia y buscar la misericordia; en despreciar el odio y amar la caridad. Si con la ayuda de Dios hacemos esto, hermanos, atraemos inmediatamente a Dios al templo de nuestro corazón y de nuestro cuerpo. Por lo cual, queridísimos, si deseamos celebrar el nacimiento de este templo con alegría, no destruyamos en nosotros los templos vivos de Dios con nuestras malas obras. Y añadiré algo que todos pueden comprender: cuando venimos a la iglesia, preparemos nuestras almas para que estén como queremos encontrarla. ¿Quieres hallar resplandeciente la basílica?: no manches tu alma con sombríos pecados. Si deseas que la basílica sea luminosa, también Dios quiere que tu alma no permanezca en tinieblas sino que haga lo que el Señor dice, para que luzca en nosotros la luz de las buenas obras, y será glorificado Aquél que está en los cielos. Del mismo modo que tú entras en esta iglesia, Dios quiere entrar en tu alma, como Él mismo prometió: y habitaré en ellos y en medio de ellos andaré (2Co 6, 16). De igual manera que no queremos encontrar en la iglesia ni puercos, ni perros, que nos darían horror, así Dios en su templo-esto es, nuestra alma-no quiere encontrar ningún pecado que ofenda los ojos de su majestad.
(Sermón 25, 1-3)
Bienaventurados los misericordiosos porque alcanzarán misericordia (Mt 5, 7). Dulce es el nombre de la misericordia, hermanos; y si lo es el nombre, ¡cuánto más lo será la realidad! Aunque todos los hombres quieren tenerla, por desgracia no todos obran de manera que merezcan recibirla: todos quieren recibir misericordia, pero pocos son los que quieren darla. ¿Cómo te atreves tú a pedir lo que no das? Debe dar misericordia en este mundo quien desea recibirla en el Cielo. Por eso, hermanos, ya que todos queremos misericordia, adoptémosla como protectora en esta vida, para que nos libre del mal en el futuro. En efecto, la misericordia está en el Cielo y a ella se llega ejerciendo la misericordia en la tierra. Así lo dice la Escritura: tu misericordia, Señor, está en el Cielo (Sal 37, 6). Por tanto, la misericordia es terrena y celestial, es decir, humana y divina. ¿Cuál es la misericordia humana? Aquella por la que atiendes a la miseria de los pobres. ¿Y cuál es la misericordia divina? Sin duda, la que otorga el perdón de los pecados. Todo lo que la misericordia humana da en el camino, la misericordia divina lo devuelve en la definitiva Patria. Dios tiene frío y hambre en todos los pobres de este mundo, como Él mismo afirma: cuantas veces lo hicisteis con el más pequeño de mis hermanos, conmigo lo hicisteis (Mt 25, 40). Dios, que se digna dar desde el Cielo, quiere recibir en la tierra. ¿Qué clase de hombres somos que, cuando Dios da, queremos recibir y, cuando pide, no queremos dar? Cuando un pobre tiene hambre, Cristo padece necesidad. Él lo dice: tuve hambre y no me disteis de comer (Ibid. 42). No desprecies, pues, la miseria de los pobres, si quieres tener la firme esperanza de que tus pecados te serán perdonados; Cristo, en todos los pobres, se digna tener hambre y sed, y lo que recibe en la tierra lo devuelve en el Cielo. Os pregunto, hermanos, ¿qué queréis o qué buscáis cuando venís a la iglesia? ¿Qué otra cosa sino la misericordia? Dad por lo tanto la terrena y recibiréis la celestial. A ti te pide el pobre, y tú pides a Dios; aquél pide un bocado, tú la vida eterna. Da al mendigo lo que esperas recibir de Cristo; óyele cuando te dice: dad y se os dará (Lc 6, 38). No sé cómo te atreves a recibir lo que no quieres dar. Por eso, cuando venís a la iglesia, dad limosna a los pobres según vuestras posibilidades. El que pueda, déles dinero; el que no, ofrézcales un poco de vino. Y si ni esto tuviere, siempre podrá darles un bocado de pan: si no entero, al menos un trozo, para que se cumpla lo que el Señor nos amonesta por boca del profeta: parte tu pan con el que tiene hambre (Is 58, 7). No dijo que dieras todo, no sea que tú mismo seas pobre y te quedes sin nada. Si actuamos con generosidad, hermanos, Cristo nos dará aquello de lo que carece en los pobres. Por esto Dios permite que haya pobres en el mundo, para que todo hombre tenga un modo de pagar por sus pecados. Si no hubiese pobres no podríamos dar limosna y, por tanto, no recibiríamos el perdón. Pudo Dios hacer ricos a todos los hombres, pero quiso acercarse a nosotros en la miseria de los pobres: así el pobre con la paciencia, y el rico por la limosna, pueden recibir la gracia de Dios. Por nuestro bien existe la carencia de los pobres.
Atiende y contempla: el dinero y el reino. ¿Pueden compararse? Tú das dinero a los pobres y recibes el reino de Cristo; das alimento, y recibes de Cristo la vida eterna; das vestidos y de Cristo recibes el perdón de los pecados. No despreciemos, pues, a los pobres, hermanos, sino que cuidemos de ellos, y alegrémonos de su bien; porque la miseria de los pobres es medicamento para las riquezas, según lo que dijo el Señor: dad limosna, y quedaréis limpios (Lc 11, 41); y también: vended lo que poseéis y dad limosna (Lc 12, 33). Y por el profeta clama el Espíritu Santo: como el agua extingue el fuego, igualmente la limosna extingue el pecado (Si 3, 30). También, en otra ocasión, repite: da limosna al pobre y éste rogará para que no te suceda ningún mal (Si 29, 15). Practiquemos, pues, la misericordia, hermanos, y la ayuda de Cristo no nos faltará para que vivamos con la atadura de su prudencia (...). Como muchas veces os he amonestado, hay dos tipos de limosna: una buena y otra mejor. Una es proporcionar alimento a los pobres; la otra que perdones pronto a tu hermano cuando te ofenda. Las dos limosnas hemos de darnos prisa en practicar, con la ayuda de Dios, para que podamos alcanzar de Cristo la eterna indulgencia y la verdadera misericordia. Así dice: si perdonareis, también vuestro Padre os perdonará vuestros pecados; si no perdonareis, tampoco vuestro Padre perdonará vuestros pecados (Mt 6, 14-15). Y el Espíritu Santo clama en otro lugar: el hombre se comporta con ira con el otro hombre, ¿pide comprensión por parte de Dios? ¿No tiene misericordia con su semejante y pide misericordia a Dios? (Si 28, 1-5). Añade San Juan: quien odia a su hermano es homicida (1Jn 3, 15), y también: quien odia a su hermano está en tinieblas, y en ellas anda, y no sabe a dónde va: porque las tinieblas cegaron sus ojos (1Jn 2, 11). Así pues, hermanos, para evitar los males eternos, y alcanzar los bienes imperecederos, hemos de vivir los dos tipos de limosna de los que he hablado, todo lo que podamos y mientras vivamos. De esta forma, podremos decir el día del juicio: da, Señor, porque nosotros dimos; nosotros hicimos lo que mandaste, cumple lo que prometiste. Y Él lo hará, que vive y reina con el Padre y con el Espíritu Santo por los siglos de los siglos. Amén.