Padres de la Iglesia

PEDRO CRISÓLOGO

La oración dominical

(Sermón 67)

Hermanos queridísimos, habéis oído el objeto de la fe; escuchad ahora la oración dominical. Cristo nos enseñó a rezar brevemente, porque desea concedernos enseguida lo que pedimos. ¿Qué no dará a quien le ruega, si se nos ha dado Él mismo sin ser pedido? ¿Cómo vacilará en responder, si se ha adelantado a nuestros deseos al enseñarnos esta plegaria?.

Lo que hoy vais a oír causa estupor a los ángeles, admiración al cielo y turbación a la tierra. Supera tanto las fuerzas humanas, que no me atrevo a decirlo. Y, sin embargo, no puedo callarme. Que Dios os conceda escucharlo y a mí exponerlo.

¿Qué es más asombroso, que Dios se dé a la tierra o que nos dé el cielo?, ¿Que se una a nuestra carne o que nos introduzca en la comunión de su divinidad?, ¿Que asuma Él la muerte o que a nosotros nos llame de la muerte?, ¿Que nazca en forma de siervo o que nos engendre en calidad de hijos suyos?, ¿Que adopte nuestra pobreza o que nos haga herederos suyos, coherederos de su único Hijo? Sí, lo que causa más maravilla es ver la tierra convertida en cielo, el hombre transformado por la divinidad, el siervo con derecho a la herencia de su señor. Y, sin embargo, esto es precisamente lo que sucede. Mas como el tema de hoy no se refiere al que enseña sino a quien manda, pasemos al argumento que debemos tratar.

Sienta el corazón que Dios es Padre, lo confiese la lengua, proclámelo el espíritu y todo nuestro ser responda a la gracia sin ningún temor, porque quien se ha mudado de Juez en Padre desea ser amado y no temido.

Padre nuestro, que estás en los cielos. Cuando digas esto no pienses que Dios no se encuentra en la tierra ni en algún lugar determinado; medita más bien que eres de estirpe celeste, que tienes un Padre en el cielo y, viviendo santamente, corresponde a un Padre tan santo. Demuestra que eres hijo de Dios, que no se mancha de vicios humanos, sino que resplandece con las virtudes divinas.

Sea santificado tu nombre. Si somos de tal estirpe, llevamos también su nombre. Por tanto, este nombre que en sí mismo y por sí mismo ya es santo, debe ser santificado en nosotros. El nombre de Dios es honrado o blasfemado según sean nuestras acciones, pues escribe el Apóstol: es blasfemado el nombre de Dios por vuestra causa entre las naciones (Rm 2, 24).

Venga tu reino. ¿Es que acaso no reina? Aquí pedimos que, reinando siempre de su parte, reine en nosotros de modo que podamos reinar en Él. Hasta ahora ha imperado el diablo, el pecado, la muerte, y la mortalidad fue esclava durante largo tiempo. Pidamos, pues, que reinando Dios, perezca el demonio, desaparezca el pecado, muera la muerte, sea hecha prisionera la cautividad, y nosotros podamos reinar libres en la vida eterna.

Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo. Éste es el reinado de Dios: cuando en el cielo y en la tierra impere la Voluntad divina, cuando sólo el Señor esté en todos los hombres, entonces Dios vive, Dios obra, Dios reina, Dios es todo, para que, como dice el Apóstol, Dios sea todo en todas las cosas (1Co 15, 28).

El pan nuestro de cada día, dánosle hoy. Quien se dio a nosotros como Padre, quien nos adoptó por hijos, quien nos hizo herederos, quien nos transmitió su nombre, su dignidad y su reino, nos manda pedir el alimento cotidiano. ¿Qué busca la humana pobreza en el reino de Dios, entre los dones divinos? Un padre tan bueno, tan piadoso, tan generoso, ¿no dará el pan a los hijos si no se lo pedimos? Si así fuera, ¿por qué dice: no os preocupéis por la comida, la bebida o el vestido? Manda pedir lo que no nos debe preocupar, porque como Padre celestial quiere que sus hijos celestiales busquen el pan del cielo. Yo soy el pan vivo, que ha bajado del cielo (Jn 6, 41). Él es el pan nacido de la Virgen, fermentado en la carne, confeccionado en la pasión y puesto en los altares para suministrar cada día a los fieles el alimento celestial.

Y perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores. Si tú, hombre, no puedes vivir sin pecado y por eso buscas el perdón, perdona tú siempre; perdona en la medida y cuantas veces quieras ser perdonado. Ya que deseas serlo totalmente, perdona todo y piensa que, perdonando a los demás, a ti mismo te perdonas.

Y no nos dejes caer en la tentación. En el mundo la vida misma es una prueba, pues asegura el Señor: es una tentación la vida del hombre (Jb 7, 1). Pidamos, pues, que no nos abandone a nuestro arbitrio, sino que en todo momento nos guie con piedad paterna y nos confirme en el sendero de la vida con moderación celestial.

Mas líbranos del mal. ¿De qué mal? Del diablo, de quien procede todo mal. Pidamos que nos guarde del mal, porque si no, no podremos gozar del bien.

El sacrificio espiritual

(Sermón 108)

¡Oh admirable piedad que, para conceder, ruega que se le pida! Pues hoy el bienaventurado Apóstol, sin pedir cosas humanas sino dispensando las divinas, pide así: os ruego por la misericordia de Dios (Rm 12, 1). El médico, cuando persuade a los enfermos de que tomen austeros remedios, lo hace con ruegos, no con mandatos, sabiendo que es la debilidad y no la voluntad la que rechaza los remedios saludables, siempre que el enfermo los rehúye. Y el padre, no con fuerza sino con amor, induce al hijo al rigor de la disciplina, sabiendo cuán áspera es la disciplina para los sentidos inmaduros. Pues si la enfermedad corporal es guiada con ruegos a la curación, y si el ánimo infantil es conducido a la prudencia con algunas caricias, ¡cuán admirable es que el Apóstol, que en todo momento es médico y padre, suplique de esta manera para levantar las mentes humanas, heridas por las enfermedades carnales, hasta los remedios divinos!.

Os ruego por la misericordia de Dios. Introduce un nuevo tipo de petición. ¿Por qué no por la virtud?, ¿por qué no por la majestad ni por la gloria de Dios, sino por su misericordia? Porque sólo por ella Pablo se alejó del crimen de perseguidor y alcanzó la dignidad de tan gran apostolado, como él mismo confiesa diciendo: Yo, que antes fui blasfemo, perseguidor y opresor, sin embargo alcancé misericordia de Dios (1Tm 1, 13). Y de nuevo: verdad es cierta y digna de todo acatamiento que Jesucristo vino a este mundo para salvar a los pecadores, de los cuales el primero soy yo. Mas por eso conseguí misericordia, a fin de que Jesucristo mostrase en mí el primero su extremada paciencia, para ejemplo y confianza de los que han de creer en Él, para alcanzar la vida eterna (1Tm 1, 15-16).

Os ruego por la misericordia de Dios. Ruega Pablo, mejor dicho, por medio de Pablo ruega Dios, que prefiere ser amado a ser temido. Ruega Dios, porque no quiere tanto ser señor cuanto padre. Ruega Dios con su misericordia para no castigar con rigor. Escucha al Señor mientras ruega: todo el día extendí mis manos (Is 65, 2). Y quien extiende sus manos, ¿acaso no muestra que está rogando? Extendí mis manos. ¿A quién? Al pueblo. ¿A qué pueblo? No sólo al que no cree, sino al que se le opone. Extendí mis manos. Distiende los miembros, dilata sus vísceras, saca el pecho, ofrece el seno, abre su regazo, para mostrarse como padre con el afecto de tan gran petición.

Escucha también a Dios que ruega en otro lugar: pueblo mío, ¿qué te he hecho o en qué te he contristado? (Mi 6, 3). ¿Acaso no dice: si la divinidad es desconocida, sea al menos conocida la humanidad? Ved, ved en mí vuestro cuerpo, vuestros miembros, vuestras entrañas, vuestros huesos, vuestra sangre. Y si teméis lo divino, ¿por qué no amáis al menos lo humano? Si huis del Señor, ¿por qué no acudís corriendo al padre? Pero quizá os confunde la grandeza de la Pasión que me hicisteis. No temáis. Esta cruz no es mi patíbulo, sino patíbulo de la muerte. Esos clavos no me infunden dolor, sino más bien me infunden vuestra caridad. Estas heridas no producen mis llantos, sino más bien os introducen en mis entrañas. La dislocación de mi cuerpo dilata más mi regazo para acogeros a vosotros, y no acrecienta mi dolor. Mi sangre no se malogra, sino que sirve para vuestro rescate. Venid, pues, regresad y probad al menos al padre, viendo que devuelve bondad a cambio de maldad, amor a cambio de ofensas, tan gran caridad a cambio de tan grandes heridas.

Pero oigamos ya qué pide el Apóstol: os ruego que ofrezcáis vuestros cuerpos. El Apóstol, rogando de este modo, arrastró a todos los hombres hasta la cumbre sacerdotal: que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva. Ah inaudito oficio del pontificado cristiano, en el que el hombre es a la vez hostia y sacerdote, porque el hombre no busca fuera de sí lo que va a inmolar a Dios; porque el hombre, cuando está dispuesto a ofrecer sacrificios a Dios, aporta como ofrenda lo que es por sí mismo, en sí mismo y consigo mismo; porque permanece la misma hostia y permanece el mismo sacerdote; porque la víctima se inmola y continúa viviendo, el sacerdote que sacrifica no es capaz de matar! Admirable sacrificio, donde se ofrece un cuerpo sin cuerpo y sangre sin sangre.

Os ruego por la misericordia de Dios que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva. Hermanos, este sacrificio proviene del ejemplo de Cristo, que inmoló vitalmente su cuerpo para la vida del mundo, y lo hizo en verdad hostia viva, ya que habiendo muerto vive. Por tanto, en tal víctima la muerte es aplastada, la hostia permanece, vive la hostia, la muerte es castigada. De aquí que los mártires por la muerte nacen, con el fin comienzan, por la matanza viven, y brillan en los cielos, mientras que en la tierra se consideraban extinguidos.

Os ruego por la misericordia de Dios que ofrezcáis vuestros cuerpos como hostia viva y santa. Esto es lo que cantó el profeta: no quisiste sacrificio ni oblación, y por eso me diste un cuerpo (Sal 40, 7). Hombre, sé sacrificio y sacerdote de Dios; no pierdas lo que te dio y concedió la autoridad divina; vístete con la estola de la santidad; cíñete el cíngulo de la castidad; esté Cristo en el velo de tu cabeza; continúe la cruz como protección de tu frente; pon sobre tu pecho el sello de la ciencia divina; enciende el incensario en aroma de oración; toma la espada del Espíritu; haz de tu corazón un altar; y así, con seguridad, mueve tu cuerpo como víctima de Dios. El Señor busca la fe, no la muerte; está sediento de deseos, no de sangre; se aplaca con la voluntad, no con la muerte. Lo demostró, cuando pidió a Abraham que le ofreciera a su hijo como víctima. Pues, ¿qué otra cosa sino su propio cuerpo inmolaba Abraham en el hijo?, ¿qué otra cosa pedía Dios sino la fe al padre cuando ordenó que ofreciera al hijo, pero no le permitió matarlo? Confirmado, por tanto, con tal ejemplo, ofrece tu cuerpo y no sólo lo sacrifiques, sino hazlo también instrumento de virtud.

Porque cuantas veces mueren las artimañas de tus vicios, tantas otras has inmolado a Dios vísceras de virtud. Ofrece la fe para castigar la perfidia; inmola el ayuno para que cese la voracidad; sacrifica la castidad para que muera la impureza; impón la piedad para que se deponga la impiedad; excita la misericordia para que se destruya la avaricia; y, para que desaparezca la insensatez, conviene inmolar siempre la santidad: así tu cuerpo se convertirá en hostia, si no ha sido manchado con ningún dardo de pecado.

Tu cuerpo vive, hombre, vive cada vez que con la muerte de los vicios inmolas a Dios una vida virtuosa. No puede morir quien merece ser atravesado por la espada de vida. Nuestro mismo Dios, que es el Camino, la Verdad y la Vida, nos libre de la muerte y nos conduzca a la Vida.

Tocar a Cristo con fe

(Sermón 34)

Todas las lecturas evangélicas nos ofrecen grandes beneficios tanto para la vida presente como para la futura. La lectura de hoy recoge, por un lado, lo que es propio de la esperanza y excluye, por otro, cualquier cosa que se refiera a la desesperación.

Tenemos una condición dura y digna de ser llorada: la innata fragilidad nos incita a pecar y la vergüenza, pariente del pecado, nos prohíbe confesarlo. No nos avergüenza obrar lo que es malo, pero sí confesarlo. Tememos decir lo que no tenemos miedo de hacer.

Pero hoy una mujer, al buscar un tácito remedio a un mal vergonzoso, encuentra el silencio, mediante el cual el pecador puede alcanzar el perdón.

La primera felicidad consiste en no avergonzarnos de los pecados; la segunda, en obtener el perdón de los pecados, dejándolos escondidos. Así lo entendió el profeta, cuando dijo: Bienaventurados aquellos cuyos pecados han sido perdonados y cuyas culpas han sido sepultadas (Sal 32, 1 ).

En esto-narra el evangelista-, una mujer, que padecía un flujo de sangre hacía doce años, acercándose por detrás, le tocó el borde de su manto (Mt 9, 20). La mujer recurre instintivamente a la fe, después de una larga e inútil cura. Se avergüenza de pedir una medicina: desea recobrar la salud, pero prefiere permanecer desconocida ante Aquél de quien cree que ha de alcanzar la salvación.

De modo semejante a como el aire es agitado por un torbellino de vientos, esta mujer era turbada por una tempestad de pensamientos. Luchaban fe contra razón, esperanza contra temor, necesidad contra pudor. El hielo del miedo apagaba el ardor de la fe y la constricción del pudor oscurecía su luz; el inevitable recato debilitaba la confianza de la esperanza. De ahí que aquella mujer se encontrase agitada como por las olas tempestuosas de un océano.

Estudiaba la forma de actuar a escondidas de la gente, apartada de la muchedumbre. Se abría paso de manera que le fuera posible recobrar la salud sin forzar, a la vez, el propio pudor. Se preocupaba de que su curación no redundara en ofensa del médico. Se esforzaba porque la salvase, salvando la reverencia debida al Salvador.

Con un estado de ánimo semejante, aquella mujer mereció tocar, desde un extremo de la orla, la plenitud de la divinidad. Se acercó-cuenta- por detrás (Ibid.). Pero ¿detrás de dónde? Y tocó el borde de su manto (Ibid.). Se aproximó por detrás, porque la timidez no le permitía hacerlo por delante, cara a cara. Se acercó por detrás, y, aunque detrás no hubiese nada, encontró allí la presencia que intentaba esquivar. En Cristo había un cuerpo compuesto, pero la divinidad era simple: era todo ojos, cuando veía tras de sí una mujer que suplicaba de este modo.

Acercándose por detrás, le tocó el borde de su manto (Ibid.). ¡Qué debió de ver escondido en la intimidad de Cristo, la que en el borde de su manto descubrió todo el poder de la divinidad! ¡Cómo enseñó lo que vale el cuerpo de Cristo, la que mostró que en el borde de su manto hay algo de tanta grandeza!.

Ponderen los cristianos, que cada día tocan el Cuerpo de Cristo, qué medicina pueden recibir de ese mismo cuerpo, si una mujer recobró completamente la salud con sólo tocar la orla del manto de Cristo. Pero lo que debemos llorar es que, mientras la mujer se curó de esa llaga, para nosotros la misma curación se torna en llaga. Por eso, el Apóstol amonesta y deplora a los que tocan indignamente el cuerpo de Cristo: pues el que toca indignamente el cuerpo de Cristo, recibe su propia condenación (1Co 11, 29) (...).

Pedro y Pablo, Príncipes de la fe cristiana, difundieron por el mundo el conocimiento del nombre de Cristo; pero fue primeramente una mujer la que enseñó el modo de acercarnos a Cristo. Por primera vez una mujer demostró cómo el pecador, con una confesión tácita, borra sin vergüenza el pecado; cómo el culpable, conocido sólo por Dios en relación a su culpa, no está obligado a revelar a los hombres las vergüenzas de la conciencia, y cómo el hombre puede, con el perdón, prevenir el juicio.

Pero Jesús, volviéndose y mirándola, dijo: ten confianza, hija, tu fe te ha salvado (Mt 9, 22). Pero Jesús volviéndose: no con el movimiento del cuerpo, sino con la mirada de la divinidad. Cristo se dirige a la mujer para que ella se dirija a Cristo, para que reciba la curación del mismo de quien ha recibido la vida y sepa que para ella la causa de la actual enfermedad es ocasión de perpetua salvación.

Volviéndose y mirándola (Ibid.). La ve con ojos divinos, no humanos para devolverle la salud, no para reconocerla, pues ya sabía quien era. La ve: es recompensado con bienes, liberado de males, quien es visto por Dios. Es lo que reconocemos todos habitualmente cuando, refiriéndonos a las personas afortunadas, decimos: la ha visto Dios. A esa mujer también la vio Dios y la hizo feliz curándola.