Corresponde a continuación tratar de los vicios opuestos a la esperanza. En primer lugar, la desesperación, y, en segundo, la presunción.
Sobre el primero se plantean cuatro preguntas:
Objeciones por las que parece que la desesperación no es pecado:
1. Todo pecado, según San Agustín en 1 De lib. arb., implica conversión al bien perecedero con aversión del bien inmutable. La desesperación no implica conversión al bien conmutable. Luego no es pecado.
2. No parece pecado lo que procede de buena raíz, pues, como leemos en Mateo (7, 18), no puede dar frutos malos un árbol bueno. Pues bien, la desesperación parece proceder de buena raíz, es decir, del temor de Dios o del horror de la enormidad de los propios pecados. En consecuencia, no es pecado.
3. Si fuera pecado la desesperación, lo sería en los condenados, porque desesperan. Pero esto no se les imputa a culpa, sino más bien a condenación. En consecuencia, tampoco se les imputa a culpa a los viadores. Por lo tanto, la desesperación no es pecado.
Contra esto: está el hecho de que, según parece, lo que induce a los hombres al pecado es no sólo el pecado, sino también el principio de los mismos. Pues bien, esto es precisamente la desesperación, a tenor del testimonio del Apóstol: Insensibilizados se entregan a la lascivia para obrar ávidamente con todo género de impurezas (Ef 4, 10). En consecuencia, la desesperación no sólo es pecado, sino también principio de otros.
Respondo: Según el Filósofo, en VI Ethic., lo que en el entendimiento es afirmación o negación, es en el apetito prosecución y fuga; y lo que en aquél es verdad o falsedad, es en éste bien y mal. Por eso, todo movimiento apetitivo, conforme con el entendimiento verdadero, es de suyo bueno; en cambio, todo movimiento apetitivo acorde con el entendimiento falso, es de suyo malo y pecado. En relación a Dios, el juicio verdadero del entendimiento es el de que de El proviene la salvación de los hombres y el perdón de los pecadores, según las palabras de Ezequiel (12, 23): No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva. La falsa apreciación de Dios, en cambio, es pensar que niega el perdón a quien se arrepiente, o que no convierta a sí a los pecadores por la gracia santificante. Por eso, de la misma manera que es laudable y virtuoso el movimiento de la esperanza conforme con la verdadera apreciación de Dios, es vicioso y pecado el movimiento opuesto de desesperación y acorde con la estimación falsa de El.
1. En todo pecado mortal se da cierta aversión respecto al bien inmutable y conversión al bien transitorio, aunque de distintos modos. Efectivamente, respecto al bien inmutable se consideran principalmente como aversión hacia el mismo los pecados opuestos a las virtudes teologales, como el odio a Dios, la desesperación y la infidelidad, ya que las virtudes teologales tienen por objeto a Dios. De manera consecuente, conllevan una conversión al bien transitorio en cuanto que el alma, abandonando a Dios, por necesidad se ha de convertir a otras cosas. Los demás pecados, en cambio, consisten principalmente en la conversión al bien transitorio, y, consiguientemente, en la aversión del bien inmutable; así, quien comete fornicación no tiene intención de apartarse de Dios, sino de gozar del placer carnal, y de ello se sigue la separación de Dios.
2. Hay dos formas de expresar que una cosa radica en la virtud y procede de ella. De una manera directa, es decir, de la virtud misma, como el acto procede del hábito. Pues bien, de la raíz virtuosa no puede proceder ningún pecado en este sentido, pues, como afirma San Agustín en el libro De lib. arb., nadie usa mal de la virtud. La otra es una forma indirecta u ocasional. De este modo, efectivamente, es posible que de una raíz virtuosa se origine algún pecado, como es el caso de quien se ensoberbece de sus virtudes, a tenor de las palabras de San Agustín: La soberbia pone asechanzas a las buenas obras para destruirlas . Según eso, del temor de Dios, o del horror de los propios pecados, proviene la desesperación cuando alguien hace mal uso de esos bienes, tomándolos como ocasión para desesperar.
3. Los condenados no se encuentran en estado de esperar por la imposibilidad de volver a la bienaventuranza. Por eso mismo no se les imputa a culpa el hecho de no esperar, sino que más bien constituye parte de su condenación. Tampoco es pecado en el estado actual que alguien desespere de aquello a lo que no está llamado o que no tiene derecho a obtener, como, por ejemplo, que el médico desespere de la curación de un enfermo o que alguien desespere de conseguir riquezas.
¿Puede darse la desesperación sin la infidelidad?
Objeciones por las que parece que no puede darse la desesperación sin la infidelidad:
1. La certeza de la esperanza se deriva de la fe. Ahora bien, si permanece la causa, no desaparece el efecto. No se puede, pues, perder la certeza de la esperanza por desesperación, a no ser perdiendo la fe.
2. Preferir la culpa propia a la bondad o a la misericordia divina es negar la infinitud de ellas, lo que es propio de la infidelidad. Ahora bien, quien desespera prefiere su culpa a la misericordia y bondad divinas, según la Escritura: Muy grande es mi iniquidad para que merezca perdón (Gén4, 13). Luego quien desespera es infiel.
3. Quien incurre en herejía condenada es infiel. Mas quien desespera parece incurrir en herejía condenada, es decir, la de los novacianos, quienes sostienen que los pecados no son perdonados después del bautismo. En consecuencia, parece que quien desespera es infiel.
Contra esto: está el hecho de que la desaparición de una realidad posterior no conlleva la desaparición de la anterior. La esperanza es posterior a la fe, como hemos dicho (q.17 a.7). Luego, desaparecida la esperanza, puede permanecer la fe. Por lo tanto, quien desespera no es infiel.
Respondo: La infidelidad pertenece al entendimiento; la desesperación, en cambio, a la parte apetitiva. Pero el entendimiento versa sobre las cosas universales, y la parte apetitiva se mueve en el plano de lo particular, ya que es movimiento apetitivo del alma hacia las cosas concretas. Hay, sin embargo, quien tiene una valoración justa en el plano universal, y no tiene rectificado el movimiento apetitivo, como consecuencia de una falsa estimación en el juicio sobre la realidad concreta individual. Es, efectivamente, necesario, como se enseña en III De An., pasar del juicio universal al deseo de la realidad individual a través de un juicio particular, del mismo modo que de la proposición universal no se deduce la conclusión particular sino asumiendo otra particular. De ahí que alguien, teniendo fe recta en el plano universal, incurra en falta en el movimiento del apetito frente a lo particular, por tener viciada por hábito o por pasión la apreciación de la realidad concreta; como quien peca eligiendo la fornicación como un bien para sí en aquel momento, tiene falseado el juicio frente a la realidad particular, aunque conserve un juicio universal verdadero según la fe, es decir, que es pecado mortal. De la misma manera, puede uno conservar verdadera estimación de un dato de fe en universal, por ejemplo, la remisión de los pecados en la Iglesia, y, a pesar de ello, ser víctima de un movimiento de desesperación de que para él, en su situación actual, no hay lugar para el perdón, y esto como consecuencia del juicio viciado frente a un caso particular. De este modo puede darse la desesperación sin la infidelidad, lo mismo que otros pecados mortales.
1. El efecto desaparece cuando desaparece no sólo la causa primera, sino también la segunda. Por eso, el movimiento de la esperanza puede perderse no solamente al desaparecer la estimación universal de la fe como la causa primera de la certeza de su esperanza, sino también si pierde el juicio particular, que es para ella como la causa segunda.
2. Si alguien creyera, en el orden teórico, que la misericordia de Dios no es infinita, sería infiel. No cree eso el desesperado, sino que en su situación concreta, por alguna disposición particular, no puede esperar de la misericordia divina.
3. Vale la respuesta anterior: los novacianos negaban en absoluto que en la Iglesia se pueda dar la remisión de los pecados.
¿Es la desesperación el mayor de los pecados?
Objeciones por las que parece que la desesperación no es el mayor de los pecados:
1. Puede darse la desesperación sin infidelidad, como hemos dicho (a.2). Ahora bien, la infidelidad es el mayor de los pecados, por socavar los cimientos del edificio espiritual. En consecuencia, la desesperación no es el mayor de los pecados.
2. Al mayor bien se opone el mayor mal, como demuestra el Filósofo en VIII Ethic. . Pues bien, la caridad es mayor bien que la esperanza, según vemos en la Escritura (1Co 13, 13). Es, por lo tanto, mayor pecado el odio que la desesperación.
3. En el pecado de desesperación solamente hay desordenada aversión de Dios. En los otros pecados, en cambio, hay no sólo desordenada aversión, sino también desordenada conversión. Así, pues, el pecado de desesperación no es mayor, sino menor que otros.
Contra esto: está el hecho de que parece pecado gravísimo el incurable, a tenor de las palabras del profeta: Es incurable tu herida; tu llaga, sin remedio (Jr 30, 12). Ahora bien, el de la desesperación es pecado incurable, según expresa el mismo profeta: Mi herida, desesperada, resistió a curarse (Jr 15, 18). La desesperación, pues, es pecado gravísimo.
Respondo: Los pecados opuestos a las virtudes teologales son, por su género, más graves que los demás. Efectivamente, dado que las virtudes teologales tienen por objeto a Dios, los pecados a ellas opuestos entrañan directa y principal aversión a El. En cualquier otro pecado mortal, en cambio, la razón de mal y su gravedad le viene de la aversión de Dios, pues si fuera posible la conversión al bien transitorio sin aversión de Dios, aunque fuera desordenada, no sería pecado mortal. Por lo tanto, el pecado que, en primer lugar y por sí, implica aversión de Dios, es el más grave entre los pecados mortales.
Ahora bien, a las virtudes teologales se oponen la infidelidad, la desesperación y el odio a Dios. Y entre ellos, si se comparan el odio y la infidelidad con la desesperación, aquéllos se manifiestan más graves en sí mismos, es decir, por su propia especie. La infidelidad, ciertamente, proviene de que el hombre no cree la verdad misma de Dios; el odio, en cambio, de contrariar a la misma bondad divina; la desesperación, de no esperar la participación de la bondad infinita. De ahí que, considerados en sí mismos, es mayor pecado no creer la verdad de Dios u odiarle, que no esperar de El su gloria. Pero considerada desde nosotros, y comparada con los otros dos pecados, entraña mayor peligro la desesperación. Efectivamente, la esperanza nos aparta del mal y nos introduce en la senda del bien. Por eso mismo, perdida la esperanza, los hombres se lanzan sin freno en el vicio y abandonan todas las buenas obras. Por eso, exponiendo la Glosa las palabras si, caído, desesperas en el día de la angustia, se amenguará tu fortaleza (Pr 24, 10), escribe: No hay cosa más execrable que la desesperación; quien la padece pierde la constancia no sólo en los trabajos corrientes de esta vida, sino también, mucho peor, en el certamen de la fe . Y San Isidoro, por su parte en el libro De summa bono, escribe: Perpetrar pecado es muerte para el alma; mas desesperar es descender al infierno.
A las objeciones: Con lo expuesto queda dada la respuesta a las objeciones.
¿Nace de la acidia la desesperación?
Objeciones por las que parece que la desesperación no nace de la acidia:
1. Una misma cosa no procede de causas diversas. Según San Gregorio, en XXXI Moral, la desesperación del siglo futuro procede de la lujuria. Luego no procede de la acidia.
2. La acidia se opone al gozo espiritual como la desesperación a la esperanza. Pues bien, el gozo espiritual proviene de la esperanza, según las palabras alegres con la esperanza (Rm 12, 12). En consecuencia, la acidia procede de la desesperación, y no a la inversa.
3. Las causas de los contrarios son contrarias. La esperanza, a la cual se opone la desesperación, parece brotar de la consideración de los beneficios divinos, sobre todo de la encarnación, pues, como dice San Agustín en XIII De Trin., nada fue tan necesario para levantar nuestra esperanza como mostrarnos cuánto nos amaba Dios. ¿Qué más claro, a este propósito, que esta señal de dignarse el Hijo de Dios ser semejante en nuestra naturaleza? Por lo tanto, la desesperación, más que de la acidia, nace de la negligencia de esta consideración.
Contra esto: está el testimonio de San Gregorio en XXXI Moral., que enumera la desesperación entre los vicios que proceden de la acidia.
Respondo: Como hemos expuesto (q.17 a.1; 1-2 q.40 a.1), el objeto de la esperanza es el bien arduo asequible por uno mismo o por otro. Por lo mismo, hay dos maneras de quedar frustrada la esperanza de lograr la bienaventuranza: o por considerarla como bien arduo o por no considerarla como asequible ni por uno mismo ni por otro. Pues bien, el que alguien pierda el sabor de los bienes espirituales o no le parezcan grandes, acontece principalmente porque tiene inficionado el afecto por el aprecio de los placeres corporales, entre los que sobresalen los venéreos. En efecto, la afición a estos placeres induce al hombre a sentir hastío hacia los bienes espirituales y ni siquiera los espera como bienes arduos. Desde esta perspectiva, la desesperación tiene como causa la lujuria.
Por otra parte, el hombre llega a no considerar como posible de alcanzar por sí mismo o por otro el bien arduo cuando llega a gran abatimiento, ya que cuando éste establece su dominio en el afecto del hombre, le hace creer que nunca podrá aspirar a ningún bien. Y como la acidia es un tipo de tristeza que abate al espíritu, engendra, por lo mismo, la desesperación, dado que lo específico de la esperanza radica en que su objeto sea algo posible; lo bueno y lo arduo pertenecen también a otras pasiones. Por eso, la desesperación nace sobre todo de la acidia, si bien puede nacer igualmente de la lujuria, como hemos dicho.
1. La respuesta a esta objeción queda dada en lo que se acaba de exponer.
2. Según el Filósofo en II Rhet., dado que la esperanza causa placer, quienes están rodeados de placeres se abren más a la esperanza, de la misma manera que quienes viven en tristeza caen con mayor facilidad en la desesperación, a tenor de las palabras del Apóstol: No sea consumido por mayor tristeza quien está de esta suerte (2Co 2, 7). Ahora bien, el objeto de la esperanza es el bien al cual tiende naturalmente el apetito; mas no huye necesariamente de él, sino sólo cuando sobreviene algún impedimento extraño. Por eso, de la esperanza nace directamente el gozo; la desesperación, en cambio, de la tristeza.
3. La negligencia en considerar los beneficios divinos tiene también su origen en la acidia. En realidad, el hombre afectado por una pasión piensa sobre todo en las cosas relacionadas con esa pasión. Por eso, el hombre entristecido no piensa fácilmente en cosas grandes y agradables, sino sólo en cosas tristes, a no ser que con mucho esfuerzo se aleje de lo que es triste.
Suma Teológica - II-IIae (Secunda secundae)
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