LXX ASAMBLEA PLENARIA DE LA CONFERENCIA EPISCOPAL ESPAÑOLA
Dios es Amor
Instrucción Pastoral
en los umbrales del Tercer Milenio
"Cuando se cumplió el tiempo envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que estaban bajo la ley, para que recibiéramos el ser hijos por adopción. Como sois hijos, Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba! (Padre). Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios" (Ga 4, 4-7).
INTRODUCCIÓN:
EL GOZO Y LA DIFICULTAD DE HABLAR CON DIOS
1. Al acercarnos al final del Siglo XX, viendo ya despuntar la aurora del Tercer Milenio del cristianismo, resuenan con honda emoción en nosotros las palabras de San Pablo a los Gálatas. En efecto, Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, de Aquél que nació hace dos mil años de María. En esta hora notable de la historia queremos hablar de Dios a nuestros hermanos y hermanas: en especial a los católicos, para alentarlos en tiempos de incertidumbre; pero también a todos, sin excluir a quienes habiéndose alejado de la fe o no habiéndola profesado nunca, deseen escuchar nuestra palabra. Ofrecemos con profunda alegría lo mejor que tenemos, el tesoro recibido gratis: la fe en el Dios vivo que el Espíritu Santo alimenta en nosotros. Esperamos contribuir así a que la celebración del Gran Jubileo del año 2000, ya tan próxima, alcance en todos su objetivo último: "la glorificación de la Trinidad, de la que todo procede y a la que todo se dirige en el mundo y en la historia."1
2. Pero ¿cómo hablar bien de Dios? ¿Qué palabras podrán decir algo de la Realidad de las realidades sin que resulten vacías? Diremos con San Agustín: "Inefable es, pues, Aquél de quien no puedes hablar. Pero si no puedes hablar de Él y tampoco debes callar ¿qué te queda sino el júbilo? Que se alegre sin palabras el corazón y que la inmensidad del gozo no sea limitado por las sílabas"2. Las palabras que os dirigimos quieren ser sobre todo palabras de gozo por la inmensa grandeza de la humildad de nuestro Dios. Así deseamos hablaros de Él: con el lenguaje sencillo y gozoso de la alabanza. Habla bien de Dios quien lo bendice. El Cántico de María, el Magníficat, es modelo del lenguaje sobre Dios propio de la Iglesia.
3. Siempre ha sido necesario hablar de Dios con humildad y confianza. Siempre se han encontrado los hombres al intentarlo con sus propios límites y, a la vez, con su propia grandeza, es decir, con la profundidad insondable del ser humano, que es como el reverso del misterio de Dios. Pero la eterna exigencia de no tomar el nombre de Dios en vano resulta, si cabe, más urgente todavía al finalizar este siglo y este milenio. El nombre de Dios ha llegado a nosotros con frecuencia maltratado y maltrecho. Tanto, que para algunos de nuestros contemporáneos la palabra "Dios" resulta amenazadora y aborrecible o simplemente una palabra sin sentido e indiferente para la vida. ¿Cómo ha sucedido esto? ¿No habremos abusado a veces los creyentes del nombre santo de Dios? ¿No lo habrán empleado de un modo equivocado también quienes lo rechazan o lo ignoran?
4. Además, el siglo que termina ha traído sufrimientos inauditos a la Humanidad. Es verdad que ha sido el siglo del progreso y del reconocimiento de los derechos humanos. Pero ha sido también el siglo de las guerras más devastadoras, del exterminio sistemático de razas y de grupos sociales, del empobrecimiento y del hambre de pueblos enteros, frente a la opulencia y el despilfarro de otros. La fe en Dios se ha visto muchas veces acechada por el sufrimiento. En nuestro tiempo, el sufrimiento indecible de tantas víctimas inocentes ha sido motivo para que algunos no pudieran seguir confiando en un Dios todopoderoso y bueno.
5. Es necesario tomar de nuevo en los labios la palabra "Dios" para besarla, antes que para proferirla. Es necesario pronunciarla con el íntimo estremecimiento y con la suprema reverencia que surgen de la entrega total de la propia vida al Misterio sublime que se significa con ella. No es ésta una palabra para ser usada en el juego de las posesiones y de los poderes. "Dios" tampoco es un argumento más en el ágora de las controversias morales o religiosas. Dios es el Señor. No está a disposición de nadie. En cambio, Él se ha puesto a disposición de todos con un señorío que nos hace libres.
6. Queremos, pues, hablar de Dios en su presencia soberana. Empezaremos por escuchar ante Él la pregunta retadora que nos dirigen algunos de nuestros contemporáneos: "¿dónde está su Dios?" (I). Recordaremos luego que no está lejos de ninguno de sus hijos, sino muy cerca, pues "en Él vivimos, nos movemos y existimos" (II). Y, por fin, nos dejaremos decir por Él -pues nadie habla mejor de Dios que Dios mismo- que no hay más Dios que el "Dios con nosotros", que es Amor (III).
I. "¿DÓNDE ESTÁ SU DIOS?"
"No a nosotros, Señor, no a nosotros,
sino a tu nombre da la gloria,
por tu bondad, por tu lealtad.
¿Por qué han de decir las naciones:
'Dónde está su Dios'?" (Sal 113, B)
a) La pregunta de una cultura que prescinde de Dios
7. De acuerdo con las encuestas, el número de nuestros conciudadanos que manifiestan no creer en Dios es minoritario y además ha bajado en los últimos años. La disminución del número de ateos ha ido acompañada de un cierto aumento de la religiosidad y también de la indiferencia. Entre los científicos el número de los creyentes es más alto de lo que podría parecer. Los pronósticos del siglo pasado y de comienzos de éste que termina sobre la desapar ición de la religión en el mundo moderno son desmentidos por los hechos. El fracaso manifiesto de ciertas ideologías ateas que prometían un paraíso en la tierra es, sin duda, uno de los factores principales del mayor realismo de nuestros días. Pero el hundimiento de algunas utopías que habían atrapado la esperanza de los hombres ha dado paso también a fenómenos preocupantes, como son, por un lado, el escepticismo y la desesperanza y, por otro, una recuperación más o menos adaptada de supersticiones y creencias antiguas.3
8. También es verdad que la fe viva en el Dios vivo se encuentra seriamente combatida no sólo por las faltas de coherencia interna de la vida cristiana, 4 sino muy especialmente por una cultura pública despojada de la fe que da lugar a una atmósfera asfixiante para los creyentes. Constituimos una mayoría social innegable, las manifestaciones religiosas impregnan en buena medida los usos de la vida personal y familiar, pero continuamente nos vemos confrontados con aquella pregunta desafiante de la que el salmista pedía ser librado por Dios: "¿dónde está su Dios?" (Sal 113, B). El desafío le venía al creyente de entonces de los adoradores de otros dioses, que trataban de hacerle desconfiar del poder de Yahvé. Hoy nos viene sobre todo de lo que hemos llamado la cultura pública despojada de la fe, es decir, de esa mentalidad dominante en muchos centros de creación de las ideas, de las noticias y en diversos ámbitos de poder, que da por sentado que la palabra "Dios" es un vocablo vacío, sin ningún contenido verdadero, que cada cual puede llenar, en todo caso, en su vida privada con el contenido que juzgue conveniente. El desafío de este "secularismo"5 a la fe en Dios no se presenta sólo bajo la forma de pregunta abierta y retadora, sino que con mucha frecuencia toma hoy la forma del gesto de desdén o del silencio sistemático.
9. Queremos escuchar esa pregunta abierta o callada: "¿dónde está su Dios?". Lo hacemos con gran respeto a quienes nos la formulan, para tratar de entenderles y, si es posible, también para avanzar en la mutua comprensión. Lo hacemos sobre todo, como el salmista, con una inmensa confianza en Dios, en su bondad y en su lealtad. Es esta confianza la que libera de posibles resentimientos o de móviles espúrios, de modo que no queramos más que la gloria de Dios: "da a tu nombre la gloria" ¿Por qué, pues, esa dolorosa pregunta por el paradero de nuestro Dios? ¿Por qué se nos plantea con tanta insistencia el reto del ateísmo o del indiferentismo?
b) Una de las causas del ateísmo está en la infidelidad de los cristianos
10. Con los Padres del Concilio Vaticano II, pensamos que el ateísmo o el indiferentismo no puede ser "un fenómeno originario". Es "más bien un fenómeno surgido de diferentes causas, entre las que se encuentra también una reacción crítica frente a las religiones y, ciertamente, en algunas regiones, sobre todo contra la religión cristiana"6. Como diremos más adelante, lo normal, lo "originario" es que el ser humano sea religioso. Las religiones, por lo general, le ayudan a cultivar la semilla de fe que el Creador ha puesto en él. Cuando esa semilla no fructifica, habrá que pensar que en algo no habrá estado la religión a la altura de su misión. El Concilio no duda en reconocer que los cristianos, en ocasiones, hemos "velado el verdadero rostro de Dios y de la religión, más que revelarlo."7 En nuestra propia infidelidad al Dios fiel hemos de buscar una de las causas del llamado eclipse de Dios en nuestra cultura.
11. Precisando algo más, la Asamblea Extraordinaria para Europa del Sínodo de los Obispos, de 1991, declaraba lo siguiente: "A partir de las guerras de religión subsiguientes a la ruptura de la unidad de la Iglesia en los siglos XVI y XVII, la vida, sobre todo la vida pública y social, se ha entendido de otro modo y como regulada por la sola facultad racional."8 Europa, al alborear el tiempo de la cultura moderna, se encontró con una Iglesia rota en diversas confesiones que ventilaban sus diferencias no sólo con dureza verbal y con la mutua exclusión, sino incluso en los campos de batalla. Aquellos cristianos que se combatían hasta la aniquilación dificultaron la manifestación al mundo del rostro del Dios vivo. "Pudieron creer de buena fe que un auténtico testimonio de la verdad comportaba la extinción de otras opiniones o al menos su marginación (...) Pero la consideración de las circunstancias atenuantes no dispensa a la Iglesia del deber de lamentar profundamente las debilidades de tantos hijos suyos, que han desfigurado su rostro, impidiéndole reflejar plenamente la imagen de su Señor crucificado, testigo insuperable de amor paciente y de humilde mansedumbre."9 Sobre el rostro de la Iglesia resplandece siempre la luz de Cristo 10, pero "los métodos de intolerancia e incluso de violencia en el servicio de la verdad"11 oscurecieron para algunos esa luz, que nos revela al Dios vivo.
c) Cuando el hombre moderno se idolatra a sí mismo
12. "¿Dónde está su Dios?"- se preguntaron ciertos espíritus críticos en particular ante el espectáculo de la intolerancia y de la violencia de los cristianos. Trataron de buscar caminos de paz y entendimiento, exigencia básica de la razón humana; pero lo hicieron, por desgracia, apartándose del Dios vivo, del Dios de Jesucristo y volviendo en buena parte a esquemas naturalistas de la Antigüedad, por los que ya el humanismo renacentista se había sentido fascinado. La razón comenzó entonces por establecer las condiciones de un conocimiento "natural" de Dios, acorde con la naturaleza racional del ser humano (algo de por sí nada desdeñable, como veremos más adelante) para terminar más tarde colocándose a sí misma sobre el altar como "la diosa" Razón.
En efecto, el Dios imaginado por la razón fue un Dios débil y efímero. Construido por el hombre por encima de todo lo humano, resultó ser un Dios ajeno al hombre y al mundo. Era un Dios lejano, concebido, según ciertos patrones del paganismo antiguo, como mera causa del mundo o, según modelos de la mentalidad técnica, como relojero de un mecanismo tan perfecto, su creación, que lo puede abandonar a su suerte para que funcione por sí mismo. Este Dios no interviene en la marcha del mundo, ni en la historia de los hombres; no interfiere en la vida cotidiana, pero tampoco es posible entregarle el corazón. Será, a lo sumo, un juez más allá del mundo, al que se mantiene alejado de las razones y decisiones vitales del ser humano.
13. "¿Dónde está su Dios?" La pregunta siguió resonando en la Europa del siglo XIX, ahora dirigida no sólo a los cristianos, sino también a los filósofos teístas. La razón, convertida ya en diosa, no iba a tolerar junto a sí ninguna otra divinidad. Se negará toda idea de Dios acudiendo a diversas teorías para tratar de explicar por qué hasta ahora la Humanidad había tomado a Dios por algo real: porque se proyectaba en la idea de Dios lo que en realidad sería propio del hombre, como la infinitud de la libertad y del amor; porque era una idea útil para amenazar o tranquilizar a los oprimidos, etc. Estas y otras supuestas explicaciones de la irrealidad de cualquier idea de Dios compartían un mismo supuesto: la razón es en conjunto infalible en cuanto que ella misma va descubriendo sus propios errores. Entre ellos, uno de los más importantes, habría sido el de haber construido aquella fantasmagoría de la idea de Dios. Pero por fin, la razón adulta estaría ya a punto de superar para siempre ese error del pasado.
14. El pretendido desenmascaramiento de Dios como una construcción fallida de la razón humana es una de las caras de la cultura pública despojada de la fe. Su otra cara es la absolutización del hombre. Dios ha sido puesto al descubierto por su propio creador, el ser humano, que, pretendiéndolo o no, se convierte de este modo en dios. O, a la inversa, el ser humano, convertido en centro de referencia absoluto, en creador de sí mismo y de su mundo, ha caído por fin en la cuenta de la irrealidad de Dios. Así, la Humanidad, totalmente liberada, habría alcanzado la mayoría de edad, asumiendo las riendas de su propia historia. La mentalidad científico-técnica se convierte entonces en definitoria de la vida y de su sentido, viniendo a ser uno de los modos fundamentales en los que se expresa la idolatría de sí mismo propia del hombre de la moderna cultura secularista.
En efecto, este hombre piensa encontrar la razón de su existencia en el sometimiento del mundo, puesto cada vez más a su servicio por un "progreso" mensurable y cuantificable. Para él hablar de Dios, como no es mensurable en términos de progreso científico-técnico, es algo tenido por irrelevante y sin sentido. Hasta tal punto, que el consumidor de las llamadas "sociedades del bienestar" se siente más atraído por la compra de los servicios o los productos del último modelo que por el ejercicio de las facultades humanas más hondas y espirituales. En este contexto se acaba perdiendo el gusto por Dios y la misma pregunta por Él queda oscurecida y olvidada.
d) La desesperanza y el escándalo del mal y el sufrimiento
15. En realidad, la cuestión del sentido de la palabra "Dios" en relación con el sentido de la existencia humana no ha dejado de planterse públicamente de diversas maneras a lo largo de este siglo. La conciencia creciente de que una actividad guiada sólo por las posibilidades ofrecidas por la técnica pone en peligro la misma subsistencia del género humano ha conducido a replantear la cuestión de "una nueva alianza" entre las ciencias y la sabiduría propia de la metafísica y la religión.12 La amenaza de una posible hecatombe nuclear o de un desastre ecológico global ha puesto fin a la ingenua fe ilustrada en el ser humano como garante incuestionable de un progreso histórico cierto y permanente. Pero la decepción y la desesperanza que esta situación va produciendo en bastantes personas alimenta en algunos una nueva actitud cínica y radicalmente escéptica frente a la verdad de Dios y del hombre. También aquí resuena, más sordamente y de modo menos agresivo, pero igualmente erosiva, la pregunta lanzada a los creyentes: "¿Dónde está su Dios?".
16. Sin embargo, el ámbito en el que la cuestión de Dios y del sentido de la existencia humana se ha planteado de modo más agudo en este siglo tal vez sea el de la muerte y el sufrimiento de miles de víctimas inocentes. El progreso y el desarrollo humano no han venido solos. Con ellos han hecho acto de presencia en el escenario de la historia guerras crueles, que han causado millones y millones de víctimas, no sólo en los frentes de combate, sino también entre mujeres, ancianos y niños de la población civil. Han hecho acto de presencia los gulags y los campos de concentración en los que se ha tratado de eliminar sistemáticamente a grupos completos de personas a causa de su posición social, raza, nacionalidad, ideología o religión. Por otro lado, la miseria, el hambre y las enfermedades epidémicas no sólo no han sido eliminadas de la tierra, sino que pueblos enteros se han visto flagelados con virulencia inusitada por estos azotes a causa de su empobrecimiento y desarticulación social inducidos de algún modo por un progreso desequilibrado e injusto. "¿Dónde está el Dios bueno y poderoso?" -se han preguntado y se preguntan ante tanto mal y tanto sufrimiento los mismos que confían en Él. Para otros la pregunta toma de nuevo el sentido de la acusación, del resentimiento y hasta del odio frente a Dios y a sus fieles: "¿Dónde está su Dios?"
II. "EN ÉL VIVIMOS, NOS MOVEMOS Y EXISITIMOS"
"Quería que lo buscasen a Él, a ver si, al menos a tientas lo encontraban; aunque no está lejos de ninguno de nosotros, pues en Él vivimos, nos movemos y existimos" (Hch 17, 27-28).
17. La cultura secularista moderna hizo circular la falsa noticia de "la muerte de Dios" como respuesta a la pregunta por su paradero en un mundo del que parecía tan ausente: "Dios no está en ningún sitio" - se nos ha repetido hasta la saciedad. Cuando la razón se declaró a sí misma emancipada y adulta, pareció llegado el momento de anunciar con una frase chocante que Dios había muerto. Sin embargo, Dios no desaparece del horizonte de la Humanidad. Por el contrario, la pregunta por Él ha seguido y sigue en los labios de creyentes y de ateos, aunque sea con diversos sentidos. Incluso quienes no parecen ya preguntar por Dios de ningún modo no dejan de encontrarse con esa palabra que acompaña a la Humanidad desde sus orígenes y que se resiste a abandonarla. ¿Qué significado elemental encierra esa sílaba misteriosa? ¿Por qué va tan unida a la existencia humana?
a) El ser humano es religioso por naturaleza
18. El ser humano ha sido definido como el animal religioso. Los antropólogos y prehistoriadores detectan la presencia del hombre allí donde aparecen indicios de rituales funerarios. Los animales no entierran a sus muertos. El hombre lo hace además con simbolismos especiales que suelen hacer referencia a algún sentido de la vida más allá de este mundo o que denota, al menos, un modo de preguntarse por ese fenómeno misterioso de su muerte.13 En efecto, aunque prescindiéramos del hecho histórico de las religiones, tendríamos aún que decir que el ser humano es religioso por naturaleza. No es posible separar de un modo absoluto la naturaleza religiosa del hombre de las religiones concretas en cuyo seno se desarrolla su vida. Pero, sin perder de vista la conexión inevitable de la religiosidad con las formas concretas de religión, es posible observar en el ser humano algunos rasgos esenciales que, aun sin llegar todavía a serlo de un modo explícito, podemos calificar como religiosos, porque apuntan ya a lo mismo que las religiones llamarán expresamente "Dios", a eso "que todos llaman Dios".14 Nos parece importante hacer una breve referencia a esas hondas raíces de la cuestión de Dios en el ser humano. Evidentemente, no pretendemos "demostrar" la existencia de Dios como las ciencias experimentales o las matemáticas demuestran sus objetos, pues Dios no es un mero objeto ni de la experiencia ni de la razón. Se trata de mostrar con algunas pinceladas que el ser humano se encuentra abierto desde el fondo de él mismo hacia Dios.
19. La realidad nos supera infinitamente y tenemos conciencia más o menos refleja de ello. En efecto, en el orden del conocimiento nos hallamos delante de objetos finitos, a los que, sin embargo sólo conocemos como finitos porque tenemos una intuición de lo infinito que acompaña constantemente nuestra acción de conocer. Además, sólo conocemos cuando relacionamos entre sí la pluralidad de los objetos finitos; pero, de nuevo, sólo podemos hacer la experiencia de la pluralidad desde una intuición de la unidad dada al mismo tiempo que aquella experiencia. En el orden de la vida práctica nos movemos con el sentido de lo otro como otro y, en particular, del otro como otro; en este último caso sabemos de la presencia de otros seres respecto de los cuales nos sentimos obligados con un tipo de vínculo semejante al que experimentamos respecto de nosotros mismos. Este vínculo nos habla de lo incondicional, de lo absoluto: sabemos del respeto absoluto que la otra persona nos merece. Pero este saber supone que hay en nosotros una vinculación originaria con lo absoluto. Rasgos de lo absoluto se dan no sólo en la experiencia ética del amor, de la libertad, del perdón, sino también en las experiencias estéticas de lo bello, de lo gratuito y del ser en cuanto tal.
20. El ser humano es un buscador insaciable de paz y de felicidad. Ninguna adquisición de bienes materiales, ninguna situación vital, por satisfactoria que parezca, consigue detener esa búsqueda. Somos peregrinos hacia un destino de plenitud que no encontramos nunca del todo en este mundo. San Agustín interpretaba esta sed infinita de sentido como consecuencia de la vocación divina del hombre: "Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti".15 La búsqueda de la felicidad es, en efecto, una huella indeleble de Dios en el hombre. No es concebible el dinamismo del espíritu humano sino como un caminar incesante hacia el Absoluto, en el que se encuentra la razón y el sentido último de una existencia tan indigente como abierta a la plenitud verdadera y deseosa de ella.
21. No sólo encontramos huellas de Dios en el espíritu humano, la criatura que refleja más de cerca el ser de Dios. La creación entera habla de Él, del Creador. La inmensidad del cielo y del mar, la belleza de las montañas y de los astros, el orden dinámico de la materia y de la vida... remiten al verdadero Infinito, a la Belleza suma, a la Inteligencia creadora. Contemplando el mundo, el ser humano se eleva también desde allí al mismo Absoluto con el que se encuentra en su propio interior, "pues por la magnitud y belleza de las criaturas, se percibe por analogía al que les dio el ser" (Sab 13, 5). La ordenación del mundo como cosmos y los "misterios" que suscitan nuestro asombro, tanto en el orden de lo incalculablemente pequeño como de lo incalculablemente grande, dirigen la mirada de quienes buscan con sencillez y apertura carente de prejuicios hacia el Misterio, que es el origen, fundamento y meta de todo. A la luz de las huellas de Dios, rastreadas con su inteligencia en la búsqueda del sentido del mundo y de la historia, el ser humano puede llegar con fundamento a la conclusión de que es razonable creer.
22. La experiencia de lo absoluto, uno e infinito no es sólo conocimiento de una idea, sino sobre todo percepción de una presencia real, viva y personal. Esta experiencia puede estar más o menos oscurecida por una vida superficial, distraída con las cosas y no educada en la sensibilidad religiosa; puede incluso embotarse casi por completo a causa del pecado, es decir, de la soberbia y la autocomplacencia que encorvan al hombre sobre sí mismo y lo encierran en su pequeño yo y en sus miserias. Sin embargo, el ser humano no pierde nunca su "capacidad" de Dios; el Absoluto nunca se aparta de él, su presencia le interpela siempre desde lo más hondo de su ser.16 En muchos testimonios de personas que han abierto los ojos a la fe en Dios después de haber estado apartadas de Él, se expresa con fuerza la irrupción de esa presencia, todavía sin nombre, a la que abre paso alguna circunstancia especial de la vida: unas veces el gozo agradecido, otras muchas el sufrimiento inesperado.
b) Las religiones, lugares históricos del encuentro con Dios
23. La pregunta por el nombre de esa presencia poderosa que determina y da sentido último a la existencia y a la realidad encuentra diversas respuestas en las diferentes religiones. Éstas no son sin más un producto aberrante de la razón subdesarrollada, como ha pensado un tanto ilusamente una determinada crítica de la religión de estos dos últimos siglos. Al contrario, en las religiones se expresa algo del ser del hombre que no puede ser ignorado ni eliminado sin daño para el mismo hombre: su apertura natural a Dios. La cultura pública de nuestros días, despojada de la fe, no comprende la seriedad de la cuestión. Trata con frecuencia a las religiones como fenómenos marginales, más o menos irrelevantes o pintorescos, a los que el ancho mercado de la tolerancia reserva un lugar para su consumo a la carta según el gusto privado de los ciudadanos. Las discrepantes pretensiones de verdad de las religiones suelen ser presentadas superficialmente como prueba de la falsedad de todas ellas.
24. La Iglesia aprecia las religiones de la Humanidad no sólo porque ve en ellas manifestaciones del sentido religioso del ser humano, sino también porque pueden ser entendidas como instrumentos de la Providencia de Dios para conducir a los hombres hacia Él. En efecto, si el ser humano busca a Dios, "todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres (cf. Hch 17, 27)".17 Pero además, Dios mismo "no deja de hacerse presente de muchas maneras (...) a los pueblos mediante sus riquezas espirituales, de las que las religiones son expresión principal y esencial, aunque contengan 'lagunas, insuficiencias y errores'".18 "Las tradiciones religiosas han sido marcadas por 'muchas personas sinceras, inspiradas por el Espíritu de Dios'. La acción del Espíritu no deja de ser percibida de algún modo por el ser humano. Si, según la enseñanza de la Iglesia, en las religiones se encuentran 'semillas del Verbo' y 'rayos de la verdad', no pueden excluirse en ellas elementos de un verdadero conocimiento de Dios."19 Las diferencias entre las religiones, a veces fundamentales, no deberían ser obstáculo para reconocer en ellas un gran acervo espiritual común, que permite a la conciencia humana articular el nombre divino y que la ayuda a responder a sus imperativos con una vida honesta.20
25. Entre las religiones de la Humanidad "la fe cristiana tiene su propia estructura de verdad: las religiones hablan del Santo, de Dios, sobre él, en su lugar o en su nombre. Sólo en la religión cristiana es Dios mismo el que habla al hombre en su Palabra. Sólo este modo de hablar posibilita al hombre su ser personal en un sentido propio, a la vez que la comunión con Dios y con todos los hombres. El Dios tripersonal es el corazón de esta fe. Sólo la fe cristiana vive del Dios uno y trino."21
c) Necesidad de la revelación y de la fe para conocer a Dios
26. "Dios habla bien de Dios".22 Los hombres, que tenemos un cierto conocimiento natural de Él, por ser criaturas racionales suyas, podemos sin duda hablar de Él. Así lo muestra el lenguaje religioso de todos los tiempos y también el pensamiento filosófico más genuino. Pero no podríamos hacerlo bien del todo si Dios mismo no se hubiera comunicado con nosotros para desvelarnos su misterio. Dios, el verdadero Absoluto e Infinito, no es, por supuesto, una cosa que tengamos a nuestra disposición para examinarla y escrutarla; no es ni siquiera lo ilimitado o ese cosmos sin fronteras del que hablan hoy de nuevo algunos científicos. Él no es simplemente ilimitado, sino el verdaderamente Infinito, de un orden absolutamente superior incluso a un posible mundo ilimitado. Por eso, es natural que no le podamos "ver" ni "comprender". San Agustín decía muy bien que lo que abarcamos completamente con nuestro entendimiento no puede ser Dios.23 Esto, como ya hemos dicho, no quiere decir que no podamos entender nada de Dios, sino que lo que Dios es supera infinitamente lo que conocemos de Él. Además, si consideramos que Dios no es tampoco una cosa infinita, sino el Espíritu, el Amor, el Ser personal infinito, entenderemos todavía mejor por qué no lo podemos tener simplemente a nuestro alcance. Si el fondo de una persona humana no está nunca del todo al alcance de nuestro entendimiento, sobre todo si ella no se comunica con nosotros, cuánto menos Dios, que es el origen y el sentido de todo ser personal, de toda libertad y de todo amor.
27. Pero Dios se ha comunicado con los hombres para darnos parte en su mismo ser. Y lo ha hecho de un modo tan increíblemente cercano a nosotros, que la revelación de Dios en su Palabra ha resultado y resulta escandalosa para unos y necia para otros (cf. 1Co 1, 23). Gracias a su revelación podemos conocer bien a Dios, todo lo bien que nos hace falta para lograr de verdad y definitivamente nuestra vida, ya que "ésta es la vida eterna: que te conozcan a ti, único Dios verdadero y a tu enviado Jesucristo" (Jn 17, 3). Con todo, la revelación del misterio de Dios en Jesucristo tampoco elimina el misterio: nos abre sus entrañas para que tengamos Vida, pero no nos permite adueñarnos de él. Por eso, a la revelación de Dios respondemos con la obediencia de la fe. Ésta no se define por contraposición a las evidencias de la razón, sino por su pertenencia a otro orden de saber: el que se abre a quien otorga su confianza a Dios cuando Él mismo se acerca a nosotros en su Palabra. Es la fe teologal, indeducible de la razón, pero acorde con el elemental fenómeno antropológico de la creencia: el ser humano no es sólo "aquél que busca la verdad", sino también "aquél que vive de creencias".24 De ahí que la fe en el Dios que se revela, no careciendo de cierta oscuridad, esté dotada de una insuperable certeza, pues "la perfección del hombre no está en la mera adquisición del conocimiento abstracto de la verdad, sino que consiste también en una relación viva de entrega y fidelidad hacia el otro. En esta fidelidad que sabe darse, el hombre encuentra plena certeza y seguridad."25
28. La revelación de Dios en Jesucristo es de por sí luminosa para el espíritu religioso del ser humano. La Palabra eterna de Dios, hecha carne, viene "a los suyos" (Jn 1, 11), a quienes estaban ya esperándola. Si no la reciben, es porque están alienados de sí mismos, bajo el poder de las tinieblas del pecado. La Palabra ha mostrado cómo, al venir a este mundo, "alumbra a todo hombre" (Jn 1, 9). Y lo muestra incesantemente en la vida de tantos hombres y mujeres que se dejan iluminar por su luz, aun después de haberse cerrado frente a ella por algún tiempo. Es el caso de aquel profesor que, después de largos años de agnosticismo en los que había llegado a olvidar el Padrenuestro, en uno de esos momentos que llamamos "la hora de la verdad" supo reconocer en Jesucristo el misterio del Origen cercano y humano, vagamente presentido de nuevo, pero todavía sin nombre para él. El nombre divino que estaba buscando era el mismo que se le había impuesto a él en el Bautismo: Manuel, es decir, el del "Dios con nosotros". He aquí su relato:
"Ese es Dios, ése es el verdadero Dios, Dios vivo; ésa es la Providencia viva -me dije a mí mismo-. Ése es Dios que entiende a los hombres, que vive con los hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho carne de hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios y el hombre habría siempre una distancia infinita que jamás podría el hombre franquear. Yo lo había experimentado por mí mismo hacía pocas horas. Yo había querido con toda sinceridad y devoción abrazarme a Dios, a la Providencia de Dios; yo había querido entregarme a esa Providencia que hace y deshace la vida de los hombres. ¿Y qué había sucedido? Pues que la distancia entre mi pobre humanidad y ese Dios teórico de la filosofía, me había resultado infranqueable. Demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado geométrico e inhumano. Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, muchísimo más que yo, a ése sí que lo entiendo y ése sí que me entiende. A ése sí que puedo entregarle filialmente mi voluntad entera, tras de la vida. A ése sí que puedo pedirle, porque sé de cierto que sabe lo que es pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas empecé a balbucir el Padrenuestro. Y ¡horror!, ... ¡se me había olvidado!"26
29. Hablemos pues "de una manera sencilla y directa de Dios, revelado por Jesucristo, mediante el Espíritu Santo".27 Esta es la Buena Noticia que nos ha sido entregada por la Iglesia, el mensaje más esperado por el corazón de todo hombre. Hablemos entonces del único Dios y Padre, del único Señor Jesucristo y del Espíritu Santo que nos da la Vida; del Dios que ha venido a nosotros para hablarnos en nuestro lenguaje, por medio de su Hijo, y que envía hoy a nuestros corazones su Espíritu para clamar desde allí: "Abba", Padre. Él es el Dios con nosotros, que se ha revelado en Jesucristo como el Amor.
III. EL "DIOS CON NOSOTROS"
"Mirad: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrán por nombre Emmanuel (que significa 'Dios-con-nosotros')" (Mt 1, 22-23)
a) Creemos en un solo Dios, Padre todopoderoso
30. Llamar Padre a Dios es una sorprendente novedad cristiana y, en realidad, un verdadero atrevimiento, como nos recuerda la invitación litúrgica al rezo del Padrenuestro: "nos atrevemos" a hacerlo por fidelidad a "la recomendación del Salvador".28 Los hijos piadosos de Israel invocaban muy raramente a Dios de esta manera. Algunas veces es llamado padre del pueblo, pero porque le ha elegido soberana y gratuitamente como pueblo suyo, no porque le hiciera partícipe de su misma naturaleza. Dios es misericordioso y ama a su pueblo, pero se mantiene absolutamente por encima del hombre. Los filósofos, que llaman a Dios mucho más fríamente la causa no causada del ser o el verdaderamente infinito, tampoco pueden dirigirse a Él como padre. A quienes sufren el mal y el dolor también les es difícil en ocasiones llamar padre al Dios todopoderoso. Sin embargo, nosotros nos atrevemos a hacerlo. Porque ésa es la primera y la última palabra que oímos del Señor Jesús: "¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?" (Lc 2, 49); "Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu" (Lc 23, 46). Y porque nos confió también a nosotros la palabra entrañable que nunca dejaron sus labios: "Cuando oréis, decid: 'Padre'" (Lc 11, 2).
31. El Padre es, para Jesús, el Dios absolutamente bondadoso: el Creador que cuida de sus criaturas y hace salir el sol para todos, buenos y malos (cf. Mt 5, 45 y Mt 6, 26); el que se alegra del amor de los suyos y sale cada día al camino para ver si vuelve el hijo que se ha ido de casa; el que acoge sin resentimiento alguno a quien regresa a Él, pues aborrece el pecado, pero ama a los pecadores (cf. Lc 15). Es el Padre cuyas "manos son cariñosas como las de una madre".29 La paternidad de Dios es normativa para la paternidad humana, y no a la inversa: es del Padre Dios "de quien toma nombre toda familia en el cielo y en la tierra" (Ef 3, 15). Jesús, temiendo que se ensombreciera el nombre del Padre con las miserias de nuestros modos humanos de relacionarnos, llega a decirnos: "no llaméis a nadie padre vuestro en la tierra, pues uno sólo es vuestro Padre, el del cielo" (Mt 23, 9). Sólo hay un Padre, como sólo hay un Dios. "No hay nadie bueno más que Dios" (Mc 10, 18), el origen de todo bien.
Las profesiones de fe de la Iglesia, siguiendo la enseñanza de Jesús, atribuyen al Padre la obra de la creación. Siendo el Padre bueno el origen único de todo lo que existe, el mundo es, en su raíz, bueno, luminoso, tiene un sentido divino. Si el principio del ser fuera el azar ciego o la materia bruta ¿por qué ibamos a poder confiar en la inteligencia y en la bondad? Pero no, nada es absurdo ni malo de por sí. No hay poderes maléficos inscritos en la realidad y legibles en las estrellas. Todo procede da la suma inteligencia y bondad del Creador y está puesto por su providencia al servicio del ser humano. La fe en Dios Padre, el Creador del cielo y de la tierra, liberó a los hombres del miedo y del sometimiento a supuestos principios del mal que compitieran en poder con la bondad del único poder real sobre todas las cosas, el de Dios.
Es triste que el alejamiento de la fe en el Creador y Padre haga caer de nuevo a algunos en el temor a poderes cósmicos o satánicos supuestamente dueños del destino de los hombres. Sólo Dios es todopoderoso. Nada ha de temer quien se acoge a Él. La astrología, la quiromancia, la magia, el satanismo son supersticiones grotescas que hacen mucho daño espiritual y psíquico a quienes se confían a ellas.
32. Creer que Dios es el único Creador y Padre todopoderoso significa también reconocer que el mundo es sólo mundo, es decir, dependiente totalmente de Dios y en modo alguno divino. Todo ha sido puesto a disposición del hombre, que no ha de vincularse a nada como a Dios. Sólo el Dios bueno es digno de la reverencia más profunda, del deseo más ardiente, del amor más incondicional del ser humano: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser" (Mt 22, 37; Dt 6, 5). La fe en el Creador libera de los ídolos, de los falsos dioses que nos prometen libertad y vida a cambio de nuestro servicio y acaban devolviéndonos esclavitud y muerte.
Los nombres de los ídolos son tantos como los de las criaturas, cuando éstas dejan de ser vistas a la luz de Dios: la Humanidad, una persona, el éxito, el poder, la nación, el dinero, el progreso, la técnica. Todo se convierte en ídolo cuando le concedemos la atención, el valor y el amor del que sólo Dios es digno.
Los santos, esos hombres y mujeres de honda experiencia de Dios, sabían muy bien que, en realidad, "sólo Dios basta", según la célebre palabra de Santa Teresa de Jesús.30 Sólo Dios llena el corazón del hombre. Y al llenarlo y pacificarlo, lo ensancha para el mundo y para los hermanos. La fe en el Creador bueno nos da ojos y corazón para ver y sentir en qué medida "todo es nuestro" (1Co 3, 21).
La cultura moderna, despojada de la fe, ha puesto en peligro la supervivencia del hombre en el mundo porque ha caído en el error de idolatrar a la Humanidad. El hombre, convertido en ídolo, como constructor de sí mismo y de su mundo, acaba por destruir o poner en peligro a la naturaleza y a la Humanidad. Muy distinta es la actitud del creyente hacia las criaturas, a las que no ve como meros objetos de posesión, sino como reflejos de la gloria de Dios y "hermanas" del ser humano. El Cántico de San Francisco de Asís sigue proclamándolo con toda verdad e inspiración:
"Loado seas por toda criatura, mi Señor,
y en especial loado por el hermano sol (...)
Y por la hermana luna, de blanca luz menor,
y las estrellas claras que tu poder creó (...)
Y por la hermana agua, preciosa en su candor (...)
Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol (...)
Y por la hermana tierra, que es toda bendición (...)
Y por la hermana muerte, ¡loado, mi Señor!"31
33. Los hombres compartimos la condición de criaturas con todas las cosas, que, en este sentido, son hermanas nuestras. La "fraternidad" que el creyente es capaz de descubrir en la creación nos dice también que todo lo que existe se ordena al bien del ser humano. El mundo no está ahí simplemente por mera casualidad. El mundo es creación libre de un Dios que sabe lo que quiere. Quiere compartir su mismo ser: hasta eso llega su voluntad de "Alianza" con los hombres. La creación está, pues, al servicio de la Alianza que Dios desea sellar con su Pueblo y con la Humanidad. Ésa es su íntima razón de ser. Ése es su sentido. La creación tiene un sentido propio. Y el ser humano está capacitado para captarlo. El hombre, de la misma manera que no crea el mundo, sino que se encuentra en él con las demás criaturas, tampoco le da al mundo su sentido. Sin embargo, es la única criatura capaz de conocerlo y de realizarlo libremente.
Para describir la percepción que tenemos del sentido de la creación como sentido de nuestra propia vida la tradición católica emplea el término "ley natural": "La criatura racional, entre todas las demás -afirma Santo Tomás- está sometida a la divina Providencia de una manera especial, ya que se hace partícipe de esa providencia, siendo providente sobre sí y para los demás. Participa, pues de la razón eterna; ésta le inclina naturalmente a la acción y al bien debidos. Y semejante participación de la ley eterna en la criatura racional se llama ley natural."32
b) Creemos en un solo Señor, Jesucristo
34. Los creyentes del Judaísmo y del Islam comparten con nosotros algunas cosas de las que acabamos de decir sobre el Dios Creador. Pero nuestra fe nos dice que Jesucristo es el Señor, que también él es Dios, igual al Padre en la divinidad. Jesús de Nazaret no es un profeta más entre los que han hablado de Dios y en nombre de Dios a los hombres. Ni siquiera es sólo quien mejor lo ha hecho. Nosotros creemos que en él, en su adorable persona, es Dios mismo, el Hijo eterno del Padre quien nos habla en el lenguaje de nuestra carne. En la persona de Jesucristo la Alianza de Dios con el hombre llega a una intimidad insospechada: Dios y hombre se hallan unidos en él, sin confundirse, de un modo inseparable. Esto nos da un conocimiento específico tanto de Dios como del hombre, pues el Señor es a un tiempo"imagen de Dios invisible" (Col 1, 15) y "también el hombre perfecto".33
35. La profecía de Isaías sobre el Dios con nosotros, el Emmanuel, llega a su pleno cumplimiento en Jesucristo. Dios ha estado siempre con los hombres y, de una manera especial, con su Pueblo. Pero su proyecto eterno de creación y salvación, su "economía salvífica", incluye un modo único de estar con los hombres: compartiendo su humanidad en Jesucristo. Nosotros podemos hablar así de los proyectos y del ser de Dios precisamente porque Él mismo se nos ha manifestado en su Hijo. Escuchando la palabra del Señor y contemplando su vida, la Iglesia es conducida por el Espíritu a "la verdad completa" (Jn 16, 13) sobre Dios y el hombre. Las Escrituras se iluminan con la presencia de Jesucristo y Dios mismo perfila de este modo su verdadero rostro ante los hombres.
Dios es definitivamente Padre: el Padre de nuestro Señor Jesucristo. Jesús nos pidió que también nosotros le llamáramos Padre y por eso nos atrevemos a hacerlo. Pero Dios, antes que nada, es "su" Padre. Jesús distinguía siempre entre "mi Padre y vuestro Padre" (Jn 20, 17). Tenía conciencia de que su relación con él era distinta que la de sus hermanos. Su vida y su destino hablan, efectivamente, de una relación única de Jesús con Dios. Él enseña y actúa con una autoridad suprema, como la de ningún profeta: la autoridad de quien "era" ya antes de la creación y la de quien juzgará la historia. El Reino de Dios que él anuncia, es decir, el poder mismo de Dios, llega con su propia persona al mundo. En cierto modo no es extraño que sus enemigos le acusaran de blasfemo, de haberse puesto en el lugar de Dios. Sin embargo, Jesús habló siempre del Padre como de alguien distinto de él. Nunca usurpó su lugar. Al contrario, toda su vida y su mensaje fueron dirigidos a cumplir su voluntad y darle gloria. La resurrección confirma a los ojos de sus discípulos que aquella pretensión de Jesús era verdadera: al salir victorioso del sepulcro, Jesús recibe del Padre, por el Espíritu que da la vida, la misma gloria que él le había dado con toda su existencia en la tierra. Era la gloria del Hijo único de Dios, del único que verdaderamente conocía al Padre y que nos lo ha revelado para siempre.
36. El Crucificado era el Hijo de Dios. Quien en la cruz experimentaba con dolor la ausencia del Padre era también Dios, "de la misma naturaleza del Padre".34 El Dios en quien creemos no es un Dios capaz sólo de estar "más allá del mundo": ha estado también en el patíbulo de un condenado a muerte injustamente. A la pregunta de "¿dónde está su Dios?" los cristianos pueden responder: en todos los lugares en los que están y por los que pasan los hombres. El es verdaderamente un Dios con nosotros que nos maravilla por su amor en la cruz más aún que por su grandiosa creación.35 No aciertan a pensar bien la realidad de Dios quienes se lo imaginan como un soberano caprichoso no ligado más que a su propio arbitrio. Es verdad que Dios, el que "llama a la existencia a lo que no existe" (Rm 4, 17), es absolutamente libre, pero su omnipotente libertad no tiene nada que ver con la de un tirano veleidoso. Dios es fiel a sí mismo y a sus criaturas. La "entrega" del Hijo por nosotros es la prueba suprema de su fidelidad. La Iglesia no cesa de admirarse de esa fidelidad, que nos habla de un eterno amor divino: "¡Qué incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo, entregaste al Hijo!".36 La cruz de Cristo revela hasta el final la compasión de Dios. Ya los profetas habían hablado de un Dios de entrañas de misericordia.37 Pero la riqueza del amor de Dios manifiesta todo su esplendor con el "'sufrimiento' de Dios"38 en la humanidad del Hijo. Juan Pablo II ha dedicado a esta increíble "filantropía" de Dios su carta encíclica Dives in misericordia (Rico en misericordia). Dios está con nosotros hasta el punto de cargar Él mismo con nuestros pecados en el Hijo. En su muerte "se expresa la justicia absoluta, porque Cristo sufre la pasión y la cruz a causa de los pecados de la humanidad"; pero una justicia "a la medida de Dios", 39 es decir, procedente del amor y conducente a él.
37. "Este gran Dios nuestro, humillado y crucificado"40 es más amigo del hombre que el hombre mismo. Cuando se le preguntó por el primer Mandamiento de la Ley, Jesús respondió: "Amarás al Señor tu Dios...". Y añadió enseguida, sin que le hubiera sido preguntado: "El segundo es semejante a él: amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mt 22, 39). El Dios crucificado nos habla de que el amor a Dios es inseparable del amor al hombre. No es lo mismo el amor a Dios que el amor al hombre, pero son inseparables porque Dios y el hombre están inseparablemente unidos en Jesucristo hasta la muerte. Estando con nosotros hasta la sangre, Dios dice ya con claridad suprema hasta qué punto es valioso el ser humano ante sus ojos, esa "única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma".41 Todo hombre, también el condenado, el marginado, el que sufre de cualquier manera en el cuerpo o en el espíritu, tiene un motivo supremo para amarse a sí mismo: Dios está con él en su dolor. Ahí radica la fuente inagotable del amor al prójimo "como a uno mismo". Si existe cierta fraternidad entre todas las criaturas, si todos los hombres somos hermanos por ser hijos del mismo Padre, la muerte de Cristo por nosotros nos hace verdaderamente hermanos en aquella sangre, la de Hijo, que "habla mejor que la de Abel" (Hb 12, 24). Nadie debe dejar de amar por ningún motivo: hay una sangre que nos ha capacitado a todos para amar; la misma que, derramada por todos, ha hecho a todos los hombres dignos del amor, en particular, a los más débiles y necesitados. Lo que hagamos con los más pequeños de estos hermanos nuestros, lo hacemos con el mismo Jesucristo (cf. Mt 25, 40).
Quien entiende la vida de un modo unilateral, marcado solamente por la acción, la técnica y el consumo, no encuentra razón para amarse de verdad a sí mismo cuando deja de ser actor y productor. Entonces tampoco puede amar sin reservas a los demás, ni siquiera respetar la dignidad humana de quienes no son grandes actores ni productores: los débiles, los ancianos, los niños.
c) Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida
38. "Es fuerte el amor como la muerte".42 Dios no es todopoderoso por mantenerse en un lejano cielo desde el que gobernara a su arbitrio el mundo. No existe tal Dios. Dios está también en el mundo, incluso en la cruz, en la que precisamente muestra su verdadero poder: el poder del Amor. La muerte del Hijo no es aquella "muerte de Dios" proclamada por los falsos profetas del Siglo XX, cuyos engaños han conducido a muerte ignominiosa a tantos hombres y que, en cierto sentido, han propiciado incluso "la muerte del hombre", profundamente herido en su dignidad y en su esperanza. La muerte del Hijo significa, por el contrario, la derrota y el fin de la muerte, pues lleva consigo "la victoria de nuestro Dios" (Sal 97). Dios vence sobre la muerte, aliada del pecado, desde lo más hondo de estos abismos de la lejanía de Dios. Hasta allí llega la presencia del Espíritu Santo, a quien confesamos como "Señor y dador de vida".43 Allí aparecerá, por fin, en todo su esplendor y gloria lo que Dios es desde siempre en sí mismo: Espíritu y Amor.
39. El Espíritu era ya para los creyentes del Pueblo de la Antigua Alianza el Soplo poderoso de Dios que alienta "en el origen del ser y de la vida de toda creatura".44 Pero "cuando se cumplió el tiempo" culminante de la manifestación de la gracia de Dios, el tiempo de la Encarnación del Hijo en las entrañas de María, cuya memoria especial nos disponemos a celebrar con toda la Iglesia en el Gran Jubileo del año 2000, el Espíritu Santo se manifestó también a la Humanidad como la presencia activa y permanente de Dios en el mundo que conduce a los hombres a la comunión de vida con Dios. "La Virgen concibe y da a luz al Hijo de Dios con y por medio del Espíritu Santo. Su virginidad se convierte en fecundidad única por medio del poder del Espíritu y de la fe."45 Ya desde entonces el Espíritu alienta en la vida y la misión de Jesús, el verdadero "Mesías", es decir, el "ungido" (Lc 4, 18) por Dios con su Espíritu para hacer presente en el mundo su Reino de misericordia. Y ese mismo Espíritu de Vida será el que glorifique al Crucificado resucitándolo de entre los muertos.46 La muerte no tiene poder sobre Aquél que es uno con el Espíritu de la Vida. Al contrario, con su muerte Jesús glorifica al Padre, quien, por la obediencia y la petición del Hijo, envía el Espíritu también a los corazones de los creyentes. De este modo los hombres somos incorporados a la vida de Dios por su Espíritu, el Espíritu de Jesús, que nos enseña desde nuestro interior lo que es ser hijos de modo semejante a como lo es el Hijo eterno: "Dios envió a vuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abba! (Padre). Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios" (Ga 4, 6-7).
40. El Dios con nosotros nos quiere con Él. Somos sus hijos, partícipes y herederos de su misma vida divina y eterna. Los caminos por los que Dios ha mostrado a la Humanidad su condición sublime y por los que nos ha dado la salvación son los mismos caminos por los que Él nos ha abierto el misterio insondable de su propio ser divino. Porque si la "gloria de Dios es que el hombre viva", "la vida del hombre es la visión de Dios".47
No podemos comprender el misterio de Dios, pero sí podemos entenderlo como él mismo se nos ha revelado. No podemos comprender cómo Dios es Padre, es Hijo y es Espíritu Santo, siendo el mismo y único Dios; cómo es uno y lo mismo, es decir, la una y única divinidad eterna y omnipotente, pero no el mismo, sino tres: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, la comunión del Amor.48 Pero la Iglesia guarda este tesoro del conocimiento del Dios vivo y verdadero, el Dios con nosotros, y nos lo comunica de modo que podamos entenderlo, con la sabiduría de la fe, como la verdad que nos salva.
La comprensión de la fe es obra del Espíritu Santo en nosotros, que lleva a su cumplimiento en la intimidad de nuestras conciencias la gran obra pedagógica por la que Dios nos revela su mismo ser al tiempo que nos salva. La Iglesia es el instrumento privilegiado de esta pedagogía de Dios con la Humanidad. El Espíritu de Cristo "la construye y la dirige" de modo que aparezca ante el mundo "como el pueblo unido 'por la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo'".49 La fe en el Dios vivo y verdadero tiene en la Iglesia su hogar y su suelo nutricio: de ella recibimos la Profesión de fe en su verdad y desarrollo completos. San Gregorio, "el Teólogo", habla como sigue de la pedagogía de Dios que culmina con la obra del Espíritu en el tiempo de la Iglesia:
"El Antiguo Testamento proclamaba muy claramente al Padre, y más oscuramente al Hijo. El Nuevo Testamento revela al Hijo y hace entrever la divinidad del Espíritu. "hora el Espíritu tiene derecho de ciudadanía entre nosotros y nos da una visión más clara de sí mismo. En efecto, no era prudente, cuando todavía no se confesaba la divinidad del Padre, proclamar abiertamente la del Hijo y, cuando la divinidad del Hijo no era aún admitida, añadir el Espíritu Santo como un fardo suplementario si empleamos una expresión un poco atrevida... Así por avances y progresos, "de gloria en gloria", es como la luz de la Trinidad estalla en resplandores cada vez más espléndidos."50
d) El Amor es creíble
41. "El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana (...) Es la enseñanza más fundamental y esencial en la jerarquía de verdades de la fe".51 Al hablar del Dios trino no nos referimos, como parecen pensar algunos que se dicen católicos, a una especie de enigma curioso que en nada afectara a nuestra vida y a la comprensión del hombre y del mundo. Nuestra fe en el Dios trino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, revela y respeta a la vez el misterio sublime e indecible de Dios. Nos abre así a la intelección más profunda posible de nosotros mismos, del sentido de nuestra vida en el mundo y de nuestro destino y, sobre todo, nos hace capaces de vivir de acuerdo con la verdad conocida. La glorificación de la Trinidad que, según decíamos al comenzar, es el objetivo central del Gran Jubileo del año 2000, es también el contenido fundamental de la vida cristiana. Glorificar a Dios es vivir ante Él en toda la plenitud y dignidad de nuestro ser de hijos y de hermanos. Quienes, en la comunión de fe en la Trinidad Santa, dan gloria a Dios con su vida, se convierten por el testimonio de su palabra y de sus obras en signo de la credibilidad de aquel Amor que Dios es.
42. Creer que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son el único Dios, que no existe sino en las tres divinas personas, lleva consigo el reconocimiento de nosotros mismos como personas. De hecho, la concepción del ser humano como persona, en el sentido de fin en sí mismo, nunca intercambiable ni instrumentalizable, adquirió su pleno desarrollo a la luz de la concepción de Dios como el Uno tripersonal. El ser humano es persona, en un primer acercamiento, por ser un individuo constituido por la relación al mundo y a sus semejantes en cuanto tales, es decir, por su capacidad de distanciarse ante las cosas y de acercarse a sus prójimos. Ahora bien, en el fondo de esta capacidad, en la que se expresa la dignidad cuasi absoluta de ser humano, se encuentra la relación fundamental al misterio divino que constituye la trama última de la existencia humana. La relación a Dios que abre al hombre a las cosas como mundo y a los otros como prójimos es lo que la antropología cristiana llama iconalidad divina del hombre: la criatura humana es tal por ser la única creada "a imagen de Dios". Pero no a imagen de un Dios omnipotente en su lejanía solitaria. Este Dios sería más bien una triste imagen del hombre ensimismado y alejado de Dios y de los hermanos.52 El ser humano lleva en sí la huella del Dios cercano, del Hijo, que se ha unido a todo hombre y que está siempre con nosotros por su Espíritu Santo. El ser humano, en definitiva, es persona porque es una criatura destinada por Dios, antes de la creación del mundo, a estar para siempre con Él de modo semejante a como lo está el Hijo eterno, gracias al don de la vida divina que se le otorga por el Espíritu Santo. Ahí está la fuente verdadera de su ser y de su dignidad.
43. El ser personal no se agota en la individualidad. En cuanto persona el ser humano es un ser radicalmente solidario, que se recibe y que se dona. El Hijo lo recibe todo del Padre y todo se lo devuelve a Él y así es glorificado por el Padre y el Espíritu. Cada ser humano está llamado a vivir según el modelo de Cristo. De este modo, a diferencia de Adán, que no supo agradecer los dones recibidos de Dios, sino que trató de usurpar para sí el lugar de Dios, el cristiano, siguiendo a Cristo, el Adán definitivo, aprende a agradecer los dones de Dios y a abandonar su egoísmo y su pecado. Se reconoce entonces a sí mismo como don de Dios para sí y para los demás y se capacita para la construcción de una verdadera "civilización del amor". "Entonces la conciencia de la paternidad común de Dios, de la hermandad de todos los hombres en Cristo, 'hijos en el Hijo', de la presencia y acción vivificadora del Espíritu Santo, conferirá a nuestra mirada (...) un nuevo modelo de unidad del género humano en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, Uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra 'comunión'".53
44. La vida íntima de Dios, que se nos ha revelado en Jesucristo como Trinidad Santa de Padre, Hijo y Espíritu Santo, es la vida del Amor. Si lo miramos bien, es poco decir que Dios nos tiene amor, como si pudiera también no tenérnoslo. Dios no sólo nos tiene amor, sino que es Amor (cf. 1Jn 4, 8). Esa inefable comunión del Ser divino, en la que el Padre engendra al Hijo, en la que el Hijo glorifica al Padre y en la que el Espíritu vincula a los dos eternamente, es el Amor mismo. El Amor eterno y creador, por el que Dios es perfectamente feliz y absolutamente generoso en sí mismo, es el origen del ser de todas las cosas y, en particular, de las personas, que, dotadas de inteligencia y libertad, estamos también llamadas a vivir en comunión con Dios y los prójimos. La comunión en el Amor que Dios es nos habla de que la pluralidad y diversidad existente en la creación es buena, ya que tiene su origen en la misma alteridad que se da en Dios.54 La unidad del Dios vivo, lejos de estar reñida con la riqueza plural de la vida, es su fuente más profunda. Del Dios uno y trino aprendemos cómo la alteridad se fortalece precisamente en la comunión, en la entrega mutua, criterio de autenticidad de la verdadera tolerancia.
CONCLUSIÓN: "SÍ, PADRE"
45. Hablamos de Dios con honda alegría, como cuando Jesús exclamaba "lleno de la alegría del Espíritu Santo: te doy gracias, Padre... Sí, Padre" (Lc 10, 21). No acabaríamos nunca de hablar de Él; pero tenemos que terminar y nos parece que una buena manera de hacerlo es animando a la oración. Invitamos a todos a escuchar en lo hondo del alma la llamada de Dios a conocerle mejor para amarle más y responderle con un gozoso Así, Padre". Si perdemos el gusto por Dios, si la misma palabra "Dios" significa poco para algunos, si la pregunta "¿dónde está su Dios?", que nos dirige una cultura despojada de la fe, llega a inquietarnos demasiado ¿no será porque hablamos poco con Dios? ¿Buscas "pruebas" de Dios? Reza con perseverancia. ¿Buscas fortaleza para una vida esperanzada y justa? Ora en lo escondido al Padre. No debemos orar con un sentido utilitarista, sólo para conseguir cosas. La oración cristiana es antes que nada alabanza de la inmensa bondad de Dios, es descubrimiento de su infinita misericordia y es, por eso, conversión a Él. La oración verdaderamente útil es la que nos pone por entero en manos de Dios, la que nos libera para abandonar nuestros pequeños intereses y para que nuestro vivir sea por completo un vivir en Cristo. De este modo la oración nos cura, nos consuela y nos fortalece. Quien se encuentra de verdad con el Dios vivo, se pone enseguida en sus manos por la oración, que surge del fondo del alma como un impulso incontenible.
46. Gracias a Dios, hoy son muchos los que buscan el sosiego y el silencio para encontrarse consigo mismos. El ruido y el atropellado ritmo de vida que a veces se nos impone o nos imponemos nos cansan y nos hastían. Los monasterios y las casas de oración son lugares aptos para algunos tiempos fuertes de oración y de conversión a Dios. Pero también en nuestra vida ordinaria hemos de tener algún tiempo para el encuentro silencioso con el Padre. Ciertas técnicas de concentración mental y de disposición de nuestro cuerpo pueden también ayudarnos a orar. Pero con tal de que no perdamos nunca de vista el meollo de la oración cristiana, que es "diálogo personal, íntimo y profundo, entre el hombre y Dios";55 o como decía Santa Teresa de Jesús: "tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos nos ama."56 La oración es un encuentro personal, es un trato amoroso con Dios. No se puede orar a un Dios impersonal y lejano; no se ora cuando se hace mera introspección; no se ora cuando se pretende abandonar el peso de la existencia personal perdiéndose en la naturaleza o en un supuesto nirvana.
Se ora cuando, gracias al Espíritu Santo que se nos ha dado, nos volvemos al Padre como Jesús lo hace. La oración es encuentro con Jesucristo vivo, que nos devuelve de verdad a nosotros mismos y nos permite conocer a Dios no sólo de oídas, sino por experiencia propia. El encuentro acontece ante todo en la Iglesia, donde Cristo vive hoy. La Sagrada Escritura, la liturgia y los sacramentos son el principio y el fundamento de la oración del cristiano, que aunque se haga en soledad nunca será solitaria. El encuentro acontece en los hermanos, donde el Señor también quiere ser hallado. Como la caridad es criterio de la autenticidad de la oración, animando a la oración estamos llamando también a una vida de verdadera solidaridad, de comunión en la Iglesia y de comunión con todos, en particular, con los excluídos y necesitados. Porque, según acabamos de decir, la oración auténtica nos convierte al Dios de la misericordia. Jesucristo ora por el testimonio de la unidad entre los suyos, vital para suscitar la fe: "que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea" (Jn 17, 21) y nos pide que brillen nuestras buenas obras para que el Padre sea glorificado (cf. Mt 5, 16).
47. Hacemos nuestras, para concluir, las palabras de alabanza y adoración de la liturgia de San Basilio:
"Padre todopoderoso y digno de adoración, es verdaderamente digno y justo y conforme a la grandeza de tu santidad, alabarte, cantarte, bendecirte, adorarte, darte gracias, glorificarte, ofrecerte un corazón contrito y, en espíritu de humildad, un corazón humilde; a ti que eres tú solo realmente Dios.
¿Quién es capaz de alabarte como conviene, Señor del cielo y de la tierra..., Padre de nuestro Señor Jesucristo, Dios grande y Salvador, objeto de nuestra esperanza?
Cristo es la imagen de tu bondad, el sello que te reproduce perfectamente, que te manifiesta en él mismo a ti, Padre suyo. El es el Verbo viviente, el Dios verdadero, la sabiduría anterior a los siglos, la vida, la santificación, el poder, la luz verdadera.
Por él se ha manifestado el Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad, carisma de la adopción, arras de la herencia venidera, primicia de los bienes eternos, fuerza vivificante, fuente de santificación. Fortificada por él toda criatura racional y espiritual te rinde esta doxología eterna:
Santo, Santo, Santo, Señor Dios del universo."57
¡Gloria a ti por los siglos, Dios con nosotros!
Madrid, 27 de noviembre de 1998
NOTAS FINALES
1. Juan Pablo II, Carta Apost. Tertio millennio adveniente, 55.
2. En. In Ps. 32, 1, 8 (CCL 38, 254)
3. Cf. Comisión Episcopal para la Doctrina de la Fe, Esperamos la resurrección y la vida eterna (26.IX.1995) BOCEE 44 (1996) 49-58 y Ecclesia 55 (9.XII.1995) 1846-1855. En este documento sobre la esperanza cristiana y su respuesta a los desafíos a los que ella da hoy cumplida respuesta se habla también de que "junto a estas nuevas formas de falsa religiosidad, y a veces en estrecha convivencia con ella, se encuentra el fenómeno del culto más o menos cínico al propio provecho, como única meta de la vida" (n 1 6).
4. Una de estas incoherencias, que nos preocupa, y a la que trata de responder el documento que acabamos de citar -Esperamos la resurrección y la vida eterna- es la falta de fe en la Vida eterna en los mismos que dicen creer en Dios.
5. Juan Pablo II, Carta Apost. Tertio millennio adveniente, 52. "La confrontación con el secularismo y el diálogo con las grandes religiones" son "los dos compromisos que serán ineludibles especialmente" en este último año preparatorio del Jubileo. Dado el objetivo de la celebración jubilar, que es la glorificación de la Trinidad santa, dichos compromisos marcarán sin duda también los próximos años de la vida de la Iglesia.
6. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 19.
7. Ibid.
8. Declaración Final, n 1 2.
9. Juan Pablo II, Carta Apost. Tertio millennio adveniente, 35.
10. Cf. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium 1.
11. Juan Pablo II, Carta Apost. Tertio millennio adveniente, 35.
12. En este contexto se está perfilando una "nueva y más matizada relación entre la ciencia y la religión". Pues, entre otras cosas, se está viendo mejor que "la ciencia puede purificar a la religión del error y de la superstición; y la religión puede purificar a la ciencia de la idolatría y los falsos absolutos". Son citas de Juan Pablo II, As you prepare: carta del 1 de junio de 1988 al director del Observatorio Astronómico del Vaticano con motivo del tercer centenario de los Principia de Newton, trad. española: Ecclesia 2.422 (6.V.1989) 641-656. Esta esclarecedora carta se inscribe en el amplio magisterio de Juan Pablo II sobre el modo renovado de abordar la "urgente cuestión" de la relación entre fe y ciencia, entre conocimiento teológico y conocimiento científico.
13. "La constante que subyace a todos los demás problemas de la condición humana común no es más que la muerte. Sufrimiento, pecado, fracaso, decepción, incomunicación, conflictos, injusticias... la muerte está presente en todas partes y en cada momento como la trama opaca de la condición humana. Cierto, el hombre, incapaz de exorcizar la muerte, hace todo lo posible para no pensar en ella. Y no obstante es en ella donde resuena con más intensidad la llamada del Dios viviente": Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones (1997), n 1 113.
14. Sto. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 2, a. 3.
15. Confesiones, I, 1.
16. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 27-49.
17. Catecismo de la Iglesia Católica, 2566.
18 Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, 55.
19. Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones (1997), n 1 90. El primer texto entrecomillado es de Pontificio Consejo para el Dialogo Interreligioso y Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Instr. Diálogo y anuncio, n 1 30. Cf. Concilio Vaticano II, Decl. Nostra aetate, 2.
20. Cf. Juan Pablo II, Cruzando el umbral de la esperanza, 96s.: después de hablar de "una especie de raíz soteriológica común a todas las religiones" añade que "en vez de sorprenderse de que la Providencia permita tal variedad de religiones, deberíamos más bien maravillarnos de los numerosos elementos comunes que se encuentran en ellas." Más adelante aporta, entre otros, el siguiente testimonio personal: "Inolvidable fue el encuentro con la juventud en el estadio de Casablanca (1985). Impresionaba la apertura de los jóvenes (musulmanes) a la palabra del Papa cuando ilustraba la fe en el Dios único" (107).
21. Comisión Teológica Internacional, El cristianismo y las religiones, n 1 103.
22. B. Pascal, Pensées et opuscules, Pens. n 1 799.
23. "Si lo comprendieras, no sería Dios": Serm. 52, 6, 16.
24. Juan Pablo II, Enc. Fides et ratio, 28 y 31.
25. Ibid. 32.
26. Manuel García Morente, El "hecho extraordinario" (1940), en Id., Obras Completas, (Ed. de J.M. Palacios y R. Rovira), tomo II, volumen 2, Madrid 1996, 415-441, 431.
27. Pablo VI, Exhort. Apost. Evangelii nuntiandi, 26.
28. Misal Romano, Ordinario de la Misa.
29. Juan Pablo II, Enc. Evangelium vitae, 39.
30. Nada te turbe, en Obras Completas, B.A.C., Madrid 1982, 514.
31. Liturgia de las Horas, Himno de Laudes de la Memoria de San Francisco de Asís, 4 de Octubre.
32. Juan Pablo II, Enc. Veritatis splendor, 43. Citamos el texto aducido por el Papa de Summa Theologiae, I-II, q. 91, a. 2.
33. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 22.
34. Misal Romano, Profesión de fe (Símbolo Niceno-constantinopolitano: DS 125)
35. Una vez proclamada la lectura del libro del Génesis que narra la obra creadora de Dios, la Iglesia, llena de asombro, ora como sigue en la noche de Pascua: "Dios todopoderoso y eterno, admirable siempre en todas tus obras; que tus redimidos comprendan cómo la creación del mundo, en el comienzo de los siglos, no fue obra de mayor grandeza que el sacrificio pascual de Cristo en la plenitud de los tiempos": Misal Romano, Domingo de Pascua de resurrección. Vigilia pascual. Oración colecta después de la Primera Lectura.
36. Misal Romano, Domingo de Pascua de resurrección. Pregón Pascual.
37. Cf. Oseas 11, 7-9; Jeremías 31, 20.
38. Juan Pablo II, Enc. Dominum et vivificantem, 39.
39. Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 46.
40. San Juan de la Cruz, Carta a la M. Ana de Jesús, en Obras Completas, B.A.C, Madrid 1982, 898.
41. Concilio Vaticano II, Const. Gaudium et spes, 24.
42. Cantar de los Cantares 8, 6.
43. Misal Romano, Ordinario de la Misa. Profesión de fe.
44. Catecismo de la Iglesia Católica, 703, con citas de Sal 33, 6; 104, 30; Gn 1, 2; 2, 7; Qo 3, 20-21; Ez 37, 10.
45. Catecismo de la Iglesia Católica, 723, con citas de Lc 1, 26-38; Rm 4, 18-21; Ga 4, 26-28.
46. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 648, con citas de Rm 6, 4; 2Co 13, 4; Flp 3, 10; Ef 1, 19-22; Hb 7, 16.
47. San Ireneo de Lion, Adv. haer. IV, 20, 7.
48. "De modo que, al proclamar nuestra fe en la verdadera y eterna Divinidad, adoramos tres Personas distintas, de única naturaleza e iguales en su dignidad": Misal Romano, Solemnidad de la Santísima Trinidad. Prefacio.
49. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium 4.
50. San Gregorio Nacianceno, Or. theol. 5, 26.
51. Catecismo de la Iglesia Católica, 234.
52. Cf. LXV Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Española, Instr. past. Moral y sociedad democrática, n 1 21, BOCEE 50 (19.IV.1996) 88-97.
53. Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 40.
54. "El Hijo es desde la eternidad 'otro' respecto del Padre y, sin embargo, en el Espíritu Santo, es "de la misma naturaleza": por consiguiente, el hecho de que haya una alteridad no es un mal, sino más bien, el máximo de los bienes. Hay alteridad en Dios mismo, que es una sola naturaleza en Tres Personas, y hay alteridad entre Dios y la criatura, que son por naturaleza diferentes": Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Orationis formas, 14.
55. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Orationis formas, 3.
56. Vida, 8, 5.
57. Cit. según E. Mercier - F. Paris, La prière des Églises de rite byzantine I, Chevetogne 1937, 270s.