Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 7 de junio de 2000
1. En este Año jubilar nuestra catequesis trata de buen grado sobre el tema de la glorificación de la Trinidad. Después de haber contemplado la gloria de las tres divinas personas en la creación, en la historia, en el misterio de Cristo, nuestra mirada se dirige ahora al hombre, para descubrir en él los rayos luminosos de la acción de Dios.
"Él tiene en su mano el alma de todo ser viviente y el soplo de toda carne de hombre" (Jb 12, 10). Esta sugestiva declaración de Job revela el vínculo radical que une a los seres humanos con "el Señor que ama la vida" (Sb 11, 26). La criatura racional lleva inscrita en su ser una íntima relación con el Creador, un vínculo profundo, constituido ante todo por el don de la vida. Don que es concedido por la Trinidad misma e implica dos dimensiones principales, como trataremos ahora de ilustrar a la luz de la palabra de Dios.
2. La primera dimensión fundamental de la vida que se nos concede es la física e histórica, el "alma" (nefesh) y el "espíritu" (ruah), a los que se refería Job. El Padre entra en escena como fuente de este don en los mismos inicios de la creación, cuando proclama solemnemente: "Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza (...). Creó Dios al ser humano a imagen suya; a imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó" (Gn 1, 26-27). Con el Catecismo de la Iglesia católica podemos sacar esta consecuencia: "La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas, a semejanza de la unión de las personas divinas entre sí" (n. 1702). En la misma comunión de amor y en la capacidad generadora de las parejas humanas brilla un reflejo del Creador. El hombre y la mujer en el matrimonio prosiguen la obra creadora de Dios, participan en su paternidad suprema, en el misterio que san Pablo nos invita a contemplar cuando exclama: "Un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por todos y está presente en todos" (Ef 4, 6).
La presencia eficaz de Dios, al que el cristiano invoca como Padre, se manifiesta ya en los inicios de la vida de todo hombre, y se extiende luego sobre todos sus días. Lo atestigua una estrofa muy hermosa del Salmo 139: "Tú has creado mis entrañas; me has tejido en el seno materno. (...) Conocías hasta el fondo de mi alma, no desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando y entretejiendo en lo profundo de la tierra. Mi embrión (golmi) tus ojos lo veían; en tu libro estaban inscritos todos mis días, antes que llegase el primero" (Sal 139, 13. 15-16).
3. En el momento en que llegamos a la existencia, además del Padre, también está presente el Hijo, que asumió nuestra misma carne (cf. Jn 1, 14) hasta el punto de que pudo ser tocado por nuestras manos, ser escuchado con nuestros oídos, ser visto y contemplado por nuestros ojos (cf. 1Jn 1, 1). En efecto, san Pablo nos recuerda que "no hay más que un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual somos nosotros; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y por el cual existimos nosotros" (1Co 8, 6). Asimismo, toda criatura viva está encomendada también al soplo del Espíritu de Dios, como canta el Salmista: "Envías tu Espíritu y los creas" (Sal 104, 30). A la luz del Nuevo Testamento es posible leer en estas palabras un anuncio de la tercera Persona de la santísima Trinidad. Así pues, en el origen de nuestra vida se halla una intervención trinitaria de amor y bendición.
4. Como he insinuado, existe otra dimensión en la vida que Dios da a la criatura humana. La podemos expresar mediante tres categorías teológicas neotestamentarias. Ante todo, tenemos la zoÖ aænioV, es decir, la "vida eterna", celebrada por san Juan (cf. Jn 3, 15-16; 17, 2-3) y que se debe entender como participación en la "vida divina". Luego, está la paulina kainÕ kt|siV, la "nueva criatura" (cf. 2Co 5, 17; Ga 6, 15), producida por el Espíritu, que irrumpe en la criatura humana transfigurándola y comunicándole una "vida nueva" (cf. Rm 6, 4; Co 3, 9-10; Ef 4, 22-24). Es la vida pascual: "Del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo" (1Co 15, 22). Y tenemos, por último, la vida de los hijos de Dios, la uªoqes|a (cf. Rm 8, 15; Ga 4, 5), que expresa nuestra comunión de amor con el Padre, siguiendo a Cristo, con la fuerza del Espíritu Santo: "La prueba de que sois hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero" (Ga 4, 6-7).
5. Esta vida trascendente, infundida en nosotros por gracia, nos abre al futuro, más allá del límite de nuestra caducidad propia de criaturas. Es lo que san Pablo afirma en la carta a los Romanos, recordando una vez más que la Trinidad es fuente de esta vida pascual: "Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos (es decir, el Padre) habita en vosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros" (Rm 8, 11).
"Por tanto, la vida eterna es la vida misma de Dios y a la vez la vida de los hijos de Dios. Un nuevo estupor y una gratitud sin límites se apoderan necesariamente del creyente ante esta inesperada e inefable verdad que nos viene de Dios en Cristo (...) (cf. 1Jn 3, 1-2). Así alcanza su culmen la verdad cristiana sobre la vida. Su dignidad no sólo está ligada a sus orígenes, a su procedencia divina, sino también a su fin, a su destino de comunión con Dios en su conocimiento y amor. A la luz de esta verdad, san Ireneo precisa y completa su exaltación del hombre: "el hombre que vive" es "gloria de Dios", pero "la vida del hombre consiste en la visión de Dios" (cf. san Ireneo, Adversus haereses IV, 20, 7)" (Evangelium Vitae, 38).
Concluyamos nuestra reflexión con la oración que eleva un sabio del Antiguo Testamento al Dios vivo y amante de la vida: "Amas a todos los seres y nada de lo que hiciste aborreces, pues, si algo odiases, no lo habrías hecho. Y ¿cómo habría permanecido algo si no hubieses querido? ¿Cómo se habría conservado lo que no hubieses llamado? Mas tú con todas las cosas eres indulgente, porque son tuyas, Señor que amas la vida, pues tu espíritu incorruptible está en todas ellas" (Sb 11, 24 12, 1).
(L'Osservatore Romano - 9 de junio de 2000)