Catequesis sobre el Credo
Juan Pablo II (14-XII-88)
Fecundidad de la muerte redentora de Cristo
El Evangelista Marcos escribe que, cuando Jesús murió, el centurión que estaba al lado viéndolo expirar de aquella forma, dijo: "Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios" (Mc 15, 39). Esto significa que en aquel momento el centurión romano tuvo una intuición lúcida de la realidad de Cristo, una percepción inicial de la verdad fundamental de la fe. El centurión había escuchado los improperios e insultos que habían dirigido a Jesús sus adversarios, y, en particular, las mofas sobre el título de Hijo de Dios reivindicado por aquel que ahora no podía descender de la cruz ni hacer nada para salvarse a sí mismo. Mirando al Crucificado, quizá ya durante a agonía pero de modo más intenso y penetrante en el momento de su muerte, y quizá, quién sabe, encontrándose con su mirada, siente que Jesús tiene razón. Si, Jesús es un hombre, y muere de hecho; pero en Él hay más que un hombre, es un hombre que verdaderamente, como el mismo dijo, es Hijo de Dios.
Ese modo de sufrir y morir, ese poner el espíritu en manos del Padre, esa inmolación evidente por una causa suprema a la que ha dedicado toda su vida, ejercen un poder misterioso sobre aquel soldado, que quizá ha llegado al calvario tras una larga aventura militar y espiritual, como ha insinuado algún escritor, y que en ese sentido puede representar a cualquier pagano que busca algún testimonio revelador de Dios.
2. El hecho es notable también porque en aquella hora los discípulos de Jesús están desconcertados y turbados en su fe (Cfr. Mc 14, 50; Jn 16, 32). El centurión, por el contrario, precisamente en esa hora inaugura la serie de paganos que, muy pronto, pedirán ser admitidos entre los discípulos de aquel Hombre en el que, especialmente después de su resurrección, reconocerán al Hijo de Dios, como lo testificar los Hechos de los Apóstoles. El centurión del Calvario no espera la resurrección: le bastan aquella muerte, aquellas palabras y aquella mirada del moribundo, para llegar a pronunciar su acto de fe. ¿Cómo no ver en esto el fruto de un impulso de la gracia divina, obtenido con su Sacrificio por Cristo Salvador a aquel centurión? El centurión, por su parte, no he dejado de poner la condición indispensable para recibir la gracia de la fe: la objetividad, que es la primera forma de lealtad. Él ha mirado, ha visto, ha cedido ante la realidad de los hechos y por eso se le ha concedido creer. No ha hecho cálculos sobre las ventajas de estar de parte del sanedrín, ni se ha dejado intimidar por él, como Pilato (Cfr. Jn 19, 8); ha mirado a las personas y a las cosas y ha asistido como testigo imparcial a la muerte de Jesús. Su alma en esto estaba limpia y bien dispuesta. Por eso le ha impresionado la fuerza de la verdad y ha creído. No dudó en proclamar que aquel hombre era Hijo de Dios. Era el primer signo de la redención ya acaecida.
3. San Juan registra otro signo cuando describe que "uno de los soldados con una lanza le abrió el costado y al punto salió sangre y agua" (Jn 19, 34). Nótese que Jesús ya está muerto. Ha muerto antes que los dos malhechores crucificados con Él. Esto prueba la intensidad de sus sufrimientos. La lanzada no es, por tanto, un nuevo sufrimiento infligido a Jesús. Más bien sirve como signo del don total que Él ha hecho de sí mismo, signo inscrito en su misma carne con la transfixión del costado, y puede decirse que con a apertura de su corazón, manifiesta simbólicamente aquel amor por el que Jesús dio y continuará dando todo a la humanidad.
4. De aquella abertura del corazón corren el agua y la sangre. Es un hecho que puede explicarse fisiológicamente. Pero el Evangelio lo cita por su valor simbólico: es un signo y anuncio de la fecundidad del sacrificio. Es tan grande la importancia que le atribuye el Evangelista que, apenas narrado el episodio, añade: "El que lo vio lo atestigua y su testimonio es válido, y el sabe que dice verdad, para que también vosotros creáis" (Jn 19, 35). Se apela, por tanto, a una constatación directa, realizada por el mismo, para subrayar que se trata de un acontecimiento cargado de un valor significativo respecto a los motivos y efectos del sacrificio de Cristo.
5. De hecho el Evangelista reconoce en el suceso el cumplimiento de lo que había sido predicho en dos textos proféticos. El primero, respecto al cordero pascual de los hebreos, al cual, "no se le quebrará hueso alguno" (Ex 12, 46; Nm 9, 12; cfr. Sal 55, 21). Para el Evangelista Cristo crucificado es pues, el Cordero pascual y el "Cordero desangrado", como dice Santa Catalina de Siena, el Cordero de la Nueva Alianza prefigurado en la pascua de la ley antigua y "signo eficaz" de la nueva liberación de la esclavitud del pecado no sólo de Israel sino de toda la humanidad.
6. La otra cita bíblica que hace Juan es un texto oscuro atribuido al Profeta Zacarías que dice: "Mirarán al que traspasaron" (Za 12, 10). La profecía se refiere a la liberación de Jerusalén y Judá por manos de un Rey, por cuya venida la nación reconoce su culpa y se lamenta sobre aquel que ella ha traspasado de la misma manera que se llora por un hijo único que se ha perdido. El Evangelista aplica el texto a Jesús traspasado y crucificado, ahora contemplado con amor. A las miradas hostiles del enemigo suceden las miradas contemplativas y amorosas de los que se convierten. Esta posible interpretación sirve para comprender la perspectiva teológico-profética en la que el Evangelista considera la historia que ve desarrollarse desde el corazón abierto de Jesús.
7. La sangre y el agua han sido interpretados de diversa forma en su valor simbólico. En el Evangelio de Juan es posible observar una relación entre el agua que brota del corazón traspasado y la invitación de Jesús en la fiesta de los Tabernáculos: "Si alguno tiene sed, venga a mí y beba el que cree en mí. De su seno correrán ríos de agua viva" (Jn 7, 37-38; cfr. 4 1, 10-14; Ap 22, 1). El Evangelista precisa después que Jesús se refería al Espíritu que iban a recibirlos que creyeran en Él (Jn 7, 39). Algunos han interpretado la sangre como símbolo de la remisión de los pecados por el sacrificio expiatorio y el agua como símbolo de purificación. Otros han puesto en relación el agua y la sangre con el bautismo y la Eucaristía. El Evangelista no ha ofrecido los elementos suficientes para interpretaciones precisas. Pero parece que se haya dado una indicación en el texto sobre el corazón traspasado del que manan sangre y agua; la efusión de gracia que proviene del sacrificio, como él mismo dice del Verbo encarnado desde el comienzo de su Evangelio: "De su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia" (Jn 1, 16).
8. Queremos concluir observando que el testimonio del discípulo predilecto asume todo su sentido si pensamos que este discípulo había reclinado su cabeza sobre el pecho de Jesús durante la ultima Cena. Ahora él veía ese pecho desgarrado. Por esto sentía la necesidad de subrayar el símbolo de la caridad infinita que había descubierto en aquel corazón e invitaba a los lectores de su Evangelio y a todos los cristianos a que contemplaran ese corazón "que tanto había amado a los hombres" que se habían entregado en sacrificio por ellos.