Catequesis
del Papa Juan Pablo II
durante la Audiencia General
del miércoles 18 de agosto de 1999
El camino de conversión como liberación del mal
1. Entre los temas propuestos de modo especial a la consideración del pueblo de Dios durante este tercer año de preparación para el gran jubileo del año 2000, encontramos la conversión, que incluye la liberación del mal (cf. Tertio Millennio Adveniente, 50). Se trata de un tema profundamente vinculado a nuestra experiencia. En efecto, toda la historia personal y comunitaria se presenta en gran parte como una lucha contra el mal. La invocación "líbranos del mal" o del "maligno", contenida en el Padre nuestro, enmarca nuestra oración para que nos alejemos del pecado y seamos liberados de toda connivencia con el mal. Nos recuerda la lucha diaria, pero, sobre todo, nos recuerda el secreto para vencerla: la fuerza de Dios, que se ha manifestado y se nos ofrece en Jesús (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2853).
2. El mal moral es causa de sufrimiento, que viene presentado, sobre todo en el Antiguo Testamento, como castigo debido a comportamientos en contraste con la ley de Dios. Por otra parte, la sagrada Escritura pone de manifiesto que, después del pecado, se puede implorar la misericordia de Dios, es decir, el perdón de la culpa y el fin de las penas que derivan de ella. La vuelta sincera a Dios y la liberación del mal son dos aspectos de un único camino. Así, por ejemplo, Jeremías exhorta al pueblo: "Volved, hijos apóstatas; yo remediaré vuestras apostasías" (Jr 3, 22). En el libro de las Lamentaciones se subraya la perspectiva de la vuelta al Señor (cf. Lm 5, 21) y la experiencia de su misericordia: "Que el amor de Dios no se ha acabado, ni se ha agotado su ternura; cada mañana se renuevan: ¡grande es tu lealtad!" (Lm 3, 22-23).
Toda la historia de Israel se relee a la luz de la dialéctica "pecado-castigo, arrepentimiento-misericordia" (cf por ejemplo, Jc 3, 7-10): éste es el núcleo central de la tradición deuteronomista. La misma destrucción histórica del reino y de la ciudad de Jerusalén se interpreta como un castigo divino por la falta de fidelidad a la alianza.
3. En la Biblia, la lamentación que el hombre dirige a Dios cuando se encuentra sumido en el dolor, va acompañada por el reconocimiento del pecado cometido y por la confianza en su intervención liberadora. La confesión de la culpa es uno de los elementos que manifiestan esta confianza. A este propósito, son muy indicativos algunos Salmos que expresan con fuerza la confesión de la culpa y el dolor por el propio pecado (cf. Sal 38, 19; 41, 5). Esta admisión de la culpa, descrita eficazmente en el Salmo 50, es imprescindible para empezar una vida nueva. La confesión del propio pecado pone de relieve, indirectamente, la justicia de Dios: "Contra ti, contra ti solo pequé, cometí la maldad que aborreces; en la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás inocente" (Sal 50, 6). En los Salmos se repite continuamente la invocación de ayuda y la espera confiada de la liberación de Israel (cf. Sal 88 y 130). Jesús mismo en la cruz oró con el Salmo 22 para obtener la intervención amorosa del Padre en la hora suprema.
4. Jesús, dirigiéndose con esas palabras al Padre manifiesta la espera de la liberación del mal que, según la visión bíblica, se realiza a través de una persona que acepta el sufrimiento con su valor expiatorio: es el caso de la figura misteriosa del Siervo del Señor en Isaías (cf. Is 42, 1-9; 49, 1-6; 50, 4-9; 52, 13-53, 12). También otros personajes cumplen la misma función, como el profeta que carga con la culpa y expía las injusticias de Israel (cf. Ez 4, 4-5), el traspasado, al que mirarán (cf. Za 12, 10-11 y Jn 19, 37; cf. también Ap 1, 7), y los mártires, que aceptan su sufrimiento como expiación por los pecados de su pueblo (cf. 2M 7, 37-38).
Jesús asume todas estas figuras y las reinterpreta. Sólo en él y por él tomamos conciencia del mal, e invocamos al Padre para que nos libere.
En la oración del Padre nuestro se hace referencia explícita al mal; el término ponerós (cf.Mt 6, 13), que en sí mismo es un adjetivo, aquí puede indicar una personificación del mal. Éste es causado en el mundo por el ser espiritual al que la revelación bíblica llama diablo o Satanás, que se opone libremente a Dios (cf. Catecismo de la Iglesia católica, n. 2851 s). La "malignidad" humana, constituida por el poder demoníaco o suscitada por su influencia, se presenta también en nuestros días de forma atrayente, seduciendo las mentes y los corazones, para hacer perder el sentido mismo del mal y del pecado. Se trata del "misterio de iniquidad", del que habla san Pablo (cf. 2Ts 2, 7). Desde luego, está relacionado con la libertad del hombre, !mas dentro de su mismo peso humano obran factores por razón de los cuales el pecado se sitúa más allá de lo humano, en aquella zona límite donde la conciencia, la voluntad y la sensibilidad del hombre están en contacto con las oscuras fuerzas que, según san Pablo, obran en el mundo hasta enseñorearse de él" (Reconciliatio et Paenitentia, 14).
Por desgracia, los seres humanos pueden llegar a ser protagonistas de maldad, es decir, "generación malvada y adúltera" (Mt 12, 39).
5. Creemos que Jesús ha vencido definitivamente a Satanás, y que, de este modo, ha logrado que ya no le temamos. A cada generación la Iglesia vuelve a presentarle, como el apóstol Pedro en su conversación con Cornelio, la imagen liberadora de Jesús de Nazaret, que "pasó haciendo el bien y curando a todos los oprimidos por el diablo, porque Dios estaba con él" (Hch 10, 38).
Aunque en Jesús tuvo lugar la derrota del maligno, cada uno de nosotros debe aceptar libremente esta victoria, hasta que el mal sea eliminado completamente. Por tanto, la lucha contra el mal requiere esfuerzo y vigilancia continua. La liberación definitiva se vislumbra sólo desde una perspectiva escatológica (cf. Ap 21, 4).
Más allá de nuestras fatigas y de nuestros mismos fracasos, perduran estas consoladoras palabras de Cristo: "En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo" (Jn 16, 33).
(O. R. , e. e 20-VIII-1999)