1P

1P 1, 1-2. Encabezamiento

En este prólogo, el autor sagrado indica su nombre, su categoría dentro de la Iglesia y los destinatarios. Entre todas las epístolas católicas es aquí el único lugar donde el autor hace uso de su título apostólico. Pedro = Pétros es la forma griega del arameo Kefas-(= roca), nombre impuesto por Jesucristo a Simón.
Y puesto que sus lectores probablemente no le conocían personalmente, hace mención de su categoría de apóstol de Jesucristo, a fin de que le obedezcan y acepten sus enseñanzas.
Los destinatarios de la epístola son los elegidos extranjeros de la dispersión (v.1). Todos los cristianos son elegidos a la fe y a la gracia, porque han sido objeto de una elección especial y gratuita por parte de Dios. Pero esta elección no es una predestinación definitiva, sino inicial, pues ha de ser consumada en el cielo. Por este motivo, los destinatarios son considerados por el apóstol como peregrinos, como extranjeros en este mundo. El término griego pa?ep?d?µ?? se dice propiamente de los que habitan en un país extranjero temporalmente, sin convertirlo en su residencia continua, fija. Pero aquí tiene un sentido místico y espiritual. El autor sagrado ve en la vida terrena una morada provisoria, una especie de peregrinación hacia la vida eterna. Los cristianos, a los cuales se dirige el apóstol, son considerados como ciudadanos de la Jerusalén celestial. La idea de que la vida del hombre en este mundo es como un continuo peregrinar se encuentra ya en el Antiguo Testamento.
El término dispersión o diáspora designa ordinariamente todas las regiones en que vivían los judíos fuera de Palestina. En este sentido emplea diáspora Santiago en su epístola. Sin embargo, San Pedro aplica este término a los cristianos que, como desterrados en medio de un mundo hostil, vivían dispersos entre los paganos. Las cinco provincias romanas enumeradas: Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, representan toda el Asia Menor, excepto la Cilicia. Todas ellas estaban situadas en la zona central y septentrional de la Anatolia actual. Algunas de las regiones que nombra San Pedro fueron evangelizadas por San Pablo y por sus discípulos. En otras, el cristianismo debió de ser predicado por los judíos y prosélitos convertidos por San Pedro el día de Pentecostés. Por una carta de Plinio el Joven al emperador Trajano, sabemos que el cristianismo estaba muy floreciente en Bitinia hacia el año 111. El procónsul se muestra preocupado "propter periclitantium numerum. Multi enim omnis aetatis, omnis ordinis. vocantur in periculum. Neque civitates tantum, sed vicos etiam atque agros superstitionis istius contagio pervagata est."
Los cristianos han sido elegidos y llamados a la fe según la presciencia de Dios Padre (v.2). La vocación o elección de los cristianos tiene por principio la previsión de Dios Padre, el cual, en virtud de un decreto eterno, providencial y misericordioso, nos eligió gratuitamente ab aeterno. San Pablo insiste sobre esta misma idea en la epístola a los Romanos y a los Efesios. Dios Padre es, pues, la causa eficiente de nuestra elección. La ejecución en el tiempo de la elección hecha ab aeterno por el Padre se cumple por medio de la santificación (causa formal), que obra en nosotros el Espíritu Santo infundiendo en nuestra alma la gracia santificante. San Pedro atribuye, por apropiación, la santificación a la tercera persona de la Santísima Trinidad. Esta santificación se opera inicialmente en el bautismo, se va desarrollando en la vida cristiana y terminará en la gloria del cielo.
El efecto o el fin inmediato de la elección del cristiano es doble: los cristianos son elegidos para que obedezcan a la fe en Jesucristo, es decir, para que le estén sometidos y practiquen sus preceptos. El cristiano muestra su obediencia a Dios al abrazar el Evangelio. Al mismo tiempo, los cristianos son elegidos para recibir la aspersión de la sangre de Jesucristo, o sea para obtener la remisión de los pecados, participando de los frutos de la muerte salvadora de Cristo. La aspersión de la sangre de Jesucristo, que constituyó la sanción oficial de la Nueva Alianza, recuerda la aspersión de la sangre de las víctimas hecha por Moisés para renovar la alianza en el Sinaí. La idea de muerte expiatoria de Cristo y de la alianza son familiares a la 1P. Por eso parece natural ver aquí una alusión esa muerte expiatoria, y no una simple alusión -como creen bastantes autores- a las abluciones del templo de Jerusalén y al agua de la aspersión.
Es digno de notarse que en este v.2 son mencionadas las tres divinas personas. Al Padre se atribuye la predestinación, al Espíritu Santo, la santificación, y al Hijo, la redención. Una fórmula trinitaria análoga la encontramos en la 1Co 13, 13.
San Pedro termina el saludo deseando a sus lectores que la gracia y la paz les sean multiplicadas. Gracia incluye todo favor y todo don divino que nos puede ayudar a conseguir la salvación. La paz es un efecto del amor de Dios por las criaturas. San Pedro desea que estos bienes y dones divinos se acrecienten cada día más en los fieles.

1P 1, 3-9. Acción de Gracias por la Regeneración, Bautismal

Después de saludar a los cristianos, San Pedro comienza dando gracias a Dios por el beneficio de la salvación concedido a los cristianos. Y lo hace con una especie de doxología rica en conceptos dogmáticos, que recuerda el exordio de la epístola a los Efesios.
Gracias a la inmensa misericordia de Dios, los cristianos han sido hechos participantes de los méritos de la pasión y de los frutos de la resurrección de Cristo. Han sido reengendrados por medio del bautismo, que les ha comunicado una nueva vida, constituyéndolos hijos adoptivos suyos. Esta nueva vida ha infundido en el corazón de los cristianos una viva esperanza de la vida eterna. El fundamento de esta esperanza es la resurrección de Jesucristo, la cual es el modelo y causa de nuestra resurrección, porque del mismo modo que Jesús resucitó, así resucitaremos nosotros. La nueva vida conseguida en el bautismo obtendrá a los fieles la salvación definitiva, que todavía es considerada como futura. Pero la esperanza de conseguirla es una esperanza viva, que no engaña, sino que sostiene y conduce a la vida eterna.
La regeneración divina, que ha producido en los cristianos una nueva vida, confirió a éstos una esperanza viva de conseguir una herencia imperecedera y segura. He aquí el objeto principal de nuestra esperanza. Por el hecho de ser hijos de Dios tenemos derecho a la herencia, que consiste en el reino de los cielos; pues, como dice San Pablo, "si somos hijos, también seremos herederos, herederos de Dios, coherederos de Cristo." Pedro describe con tres epítetos la excelencia de esta herencia: es incorruptible, incontaminada e inmarcesible, en cuanto que está libre de toda corrupción, de toda mancha, de toda marchitez. Siempre está llena de suavidad inefable y como reservada en los cielos, esperando el tiempo oportuno para ser revelada. Este tiempo es el día de la manifestación de Jesucristo, es decir, el día del juicio.
La herencia que está reservada a los cristianos difiere totalmente de la herencia terrena, que se puede perder y fácilmente se mancha con pecados cometidos en su adquisición o en su uso. Por eso, no es raro que produzca tedio y aborrecimiento por parte de los que la poseen. Dios ha preparado para los cristianos esa herencia desde el principio del mundo, y, además, la ha preparado en el cielo, es decir, en un lugar seguro, en "donde ni la polilla ni el orín la corroen y donde los ladrones no horadan ni roban."
Dios tiene gran cuidado de los cristianos, y los defiende, como en una fortaleza, de todo peligro mediante la fe (?.5), por la cual el fiel puede superar las insidias del diablo. Gracias a la fe, los cristianos escapan a los peligros que amenazan su salvación y logran llegar a las realidades invisibles de la esperanza cristiana. Por el hecho de que Dios defiende poderosamente a los cristianos, éstos deben tener una esperanza ciertísima y viva de que llegarán a poseer la herencia que les tiene reservada en el cielo, pues nadie podrá arrebatar de la mano de Dios lo que él tiene.
La fe y la esperanza de la gloria futura animan y alegra, al presente, a los cristianos (v.6) en medio de las dificultades y tentaciones de la vida terrena. Porque saben que Dios se sirve de las aflicciones para instruir a sus verdaderos hijos y se dan cuenta que la tribulación será breve; en cambio, el fruto será abundantísimo y terno. Jesucristo, en el sermón de la Montaña, también habla de la alegría de aquellos que son insultados y perseguidos, porque saben que su recompensa será grande en los cielos. Santiago también tiene expresiones parecidas sobre la alegría en el dolor. El sentirse alegre en medio del dolor y de las persecuciones ha de ser una de las características del verdadero cristiano. La 1P habla con frecuencia del tema del dolor, sin que parezca aludir a una persecución, sino a las pruebas comunes a todos los cristianos.
Las pruebas y tentaciones de la vida presente servirán para perfeccionar nuestra fe; porque, saliendo victoriosa de la lucha, será purificada y aparecerá incomparablemente más preciosa que el oro perecedero que ha pasado por el crisol (v.7). Una tal fe purificada y perfeccionada por el sufrimiento será nuestro título de gloria en el día de la manifestación del Señor.
El triunfo de los fieles sobre las pruebas de esta vida supone un gran mérito, porque aman al Señor sin haberle visto nunca y creen en El sin haberle contemplado. Esta fe les hace sentir un gusto anticipado del gozo inenarrable que experimentan los bienaventurados en el cielo. Y, al mismo tiempo, les hace saber que conquistan, mediante su fidelidad, el fin mismo de la fe, que es su propia salvación (v.8-9). La fe se ordena a la salvación del alma, que ya es iniciada en este mundo por la gracia y será consumada en la gloria. Por eso, los cristianos pueden alegrarse ya al presente, porque poseen en germen lo que esperan alcanzar en el cielo.

1P 1, 10-12. La esperanza de los profetas

En estos versículos muestra el apóstol la excelencia del misterio de nuestra redención, que llevó a cabo Cristo, por el hecho de que ya en el Antiguo Testamento fue el objeto principal de todos los oráculos y profecías. Y hasta los mismos ángeles lo deseaban contemplar. Los profetas se mostraban particularmente ansiosos por conocer el tiempo y las diversas circunstancias en que tendría lugar la pasión y glorificación del Mesías. Este celo por penetrar el misterio de Cristo pone de relieve la ventaja de los cristianos, que son los beneficiarios inmediatos. A éstos ha sido revelado de una manera especial el misterio de Jesucristo, que permaneció, en cierto sentido, oculto a los justos del Antiguo Testamento.
Los profetas no veían claro la sucesión de los tiempos -sus visiones suelen ser cuadros sin perspectiva- ni conocían las circunstancias en que habían de suceder aquellas cosas que les revelaba el Espíritu de Cristo (v.10-11). Este Espíritu divino, que guiará e iluminará a los apóstoles en el Nuevo Testamento, moraba ya en los antiguos profetas y los dirigía hacia el conocimiento de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, que les era revelada de un modo misterioso. Los sufrimientos y triunfos del Mesías habían sido predichos en el Antiguo Testamento; pero sólo se comprendieron plenamente cuando Jesús cumplió en su persona aquellos oráculos. El Espíritu de Cristo testificaba a los profetas los padecimientos de Cristo y la gloria que les seguiría (v.11). Con esto quiere San Pedro consolar a los cristianos que se encontraban en la tribulación: lo mismo que Cristo, serán ahora atribulados, pero después serán, como El, glorificados.
El recurso al Antiguo Testamento para probar que Jesús debía sufrir, morir y resucitar es frecuente en los primeros discursos de San Pedro y manifiesta la preocupación por evitar el escándalo de la cruz. Para los apóstoles, ambos Testamentos están en perfecta continuidad y Jesucristo es su más auténtica explicación.
A los profetas les fue revelado que ellos no serían los testigos de las maravillas que anunciaban. La teología judía enseñaba que la venida del Mesías era el secreto de Dios y que sería cosa vana el querer computar rigurosamente el tiempo. La misión de los profetas era preparar la obra de Cristo y trabajar en beneficio de los cristianos. Los destinatarios de la epístola son los beneficiarios del don que deseaban los profetas.
La revelación que recibieron los profetas había de servir principalmente a los cristianos, que fueron evangelizados por hombres movidos por el Espíritu Santo (v.12). La evangelización del mundo fue obra del Espíritu Santo, que se derramó abundantemente sobre los apóstoles y sobre toda la Iglesia primitiva. Los apóstoles, impulsados por el Espíritu Santo, predicaron la buena nueva y revelaron al mundo las maravillas del misterio cristiano, cuya contemplación extasía a los mismos ángeles. San Pablo dice que la contemplación de los misterios de la redención manifiesta a los ángeles "la multiforme sabiduría de Dios" y constituye una gracia que acrecienta la bienaventuranza angélica. Lo mismo que los profetas deseaban saber el tiempo en que debía empezar la obra mesiánica, así los ángeles desean conocer el tiempo de su consumación.
La inspiración profética es atribuida (v.11) a Cristo preexistente, que ya en la antigua economía, antes incluso de la encarnación, desempeñó un papel de suma importancia. Esta idea se encuentra ya en los apologistas cristianos, que se esfuerzan por dar realce a la perfecta armonía y continuidad de ambos Testamentos con el fin de oponerse a los primeros ataques de la "gnosis."

1P 1, 13-1P 2, 10. Exhortación a la Santidad

Después de una introducción de carácter más bien dogmático, el autor sagrado pasa a exhortar y a inculcar la práctica de las virtudes cristianas.

1P 1, 13-21. Exhortación a la vigilancia

Por el hecho de ser tan grande la excelencia de la herencia, qué está reservada a los cristianos, San Pedro les exhorta a hacerse dignos de ella. Para progresar en la vida cristiana es necesario trabajar en la perfección, disciplinando nuestros pensamientos y sentimientos para que no nos impidan servir a Dios libremente. El autor sagrado se sirve de una metáfora tomada de las costumbres orientales: cuando un oriental se dispone a un viaje o a un trabajo fatigoso, se levanta un tanto la amplia túnica y la ciñe a la cintura con el fin de que los movimientos sean más fáciles.
San Pedro aplica la imagen al cristiano: la santificación es una labor ardua que exige que el espíritu esté libre de las preocupaciones terrenas y preparado para emprender el largo camino hacia el cielo. Con este mismo fin no han de preocuparse de los intereses y placeres de este mundo, sino poner toda su esperanza en la gracia que ha traído la revelación de Jesucristo (?.13). La gracia (????ß) de que habla aquí la epístola es la gloria, la entrada definitiva en la herencia celestial. En esta primera epístola de San Pedro, ????ß significa todo favor divino o el título que se tiene a los beneficios divinos. San Pablo y San Juan, en cambio, emplean ????? para designar "la gracia santificante."
Un motivo que debe impulsar a los cristianos a la santidad es el hecho de ser Dios santo (v. 15-16). Como hijos que en todo se muestran obedientes a la voluntad del Padre, los fieles se han de mostrar ajenos a las concupiscencias y malos deseos que habían tenido antes de convertirse, cuando se encontraban en las tinieblas del paganismo y desconocían a Dios, para tributarle el honor debido (v.14). Esto presupone que los destinatarios de la 1P procedían del paganismo al menos en su mayoría. San Pablo también recuerda la ignorancia y las pasiones desenfrenadas de los paganos.
Los cristianos han de imitar la santidad de Dios porque tal es su voluntad. El ideal supremo de la vida cristiana es la santidad misma de Dios, el cual es, por esencia, toda bondad y justicia. A los cristianos se impone, más todavía que a los israelitas, la máxima del Levítico: "Sed santos, porque santo soy yo, Yahvé, vuestro Dios". San Pedro había insistido ya en varias ocasiones en proclamar a Jesús "el Santo de Dios", "el santo y justo Siervo del Señor," del que nos habla Isaías. La santidad implica la separación de las pasiones y de todo elemento profano e impuro. Esta separación se inicia por la vocación a la fe y por la incorporación a Cristo mediante el bautismo. Pero la santidad exige un esfuerzo continuado durante toda la vida del cristiano. Por eso, los cristianos han de esforzarse por imitar la santidad de Cristo, ya que es su más perfecto modelo. Si la imitación de Cristo ha de ser la norma suprema de la moral cristiana, es porque la vida de Jesús es la manifestación humana más perfecta de la santidad de Dios.
También el santo temor del Dios-Juez (v.17) ha de ser un estímulo eficaz para trabajar por adquirir la santidad. Aunque los cristianos invoquen a Dios como a su Padre, según la enseñanza del mismo Cristo, han de mantenerse siempre en una actitud de temor reverencial. Al mismo tiempo, no han de olvidar que es un Dios justo, que dará a cada uno según sus obras, sin hacer distinción de personas. Por eso hay que vivir cristianamente, según el ideal de la santidad divina, manteniéndose ajenos a todo lo que pudiera desagradar al Padre celestial. Hay que tener confianza en la providencia paternal de Dios; pero, al mismo tiempo, hay que temer al Juez que puede precipitar el alma en la gehenna, como decía el mismo Jesús. Entre los antiguos la idea de paternidad evocaba no sólo el amor, sino también el temor reverencial que se debía tributar a los padres.
La verdadera patria del cristiano está en el cielo. Por eso, ha de trabajar por librarse de todo lo que le pudiera apartar de la meta durante su peregrinación por este mundo.
El apóstol recuerda un tercer motivo que ha de incitar a los fieles a la santidad: han sido rescatados con un altísimo precio, con la sangre preciosa de Cristo (v. 18-19). "La sangre de Cristo es llamada justamente preciosa -dice San Ambrosio- porque es sangre de un cuerpo inmaculado, porque es sangre del Hijo de Dios, que nos ha rescatado no sólo de la maldición de la Ley, sino también de la muerte perpetua". Por eso, los cristianos han de recordar que fueron rescatados del vano vivir que les habían transmitido sus padres. El autor sagrado se refiere evidentemente al culto de los ídolos, supremas vanidades de los paganos. Durante siglos y siglos sus padres fueron esclavos de la idolatría y de los vicios que llevaba consigo. Pero ahora Dios los ha rescatado no con plata y oro, sino con la sangre del cordero sin mancha. Es un precio infinito, divino. San Pedro tal vez aluda al cordero pascual, que debía ser sin defecto, y cuya perfección física era figura de la perfección moral de Cristo y de la inmunidad de todo pecado. La representación de Cristo como cordero pascual era cosa conocida y corriente entre los primeros cristianos. De igual modo, el valor expiatorio de la sangre de Cristo formaba parte de la tradición primitiva cristiana.
El plan de la redención del mundo había sido decretado antes de la creación del mundo, desde la eternidad. Pero el cumplimiento estaba reservado al fin de los tiempos, es decir, a los tiempos mesiánicos (v.20), que eran considerados como la última etapa de la historia, como "la plenitud de los tiempos". Semejante manifestación y redención de Cristo ha de excitar a los cristianos a la confianza y moverlos a la santidad, ya que Dios llevó a cabo la obra de la redención por amor de ellos. Los primeros cristianos tenían conciencia de esta predilección y se sentían objeto y centro de toda la historia de la redención.
La fe que poseen los fieles es obra también del Cordero inmaculado. Dios Padre, después de aceptar el sacrificio de su Hijo, inmolado por los cristianos, le resucitó de entre los muertos y le dio la gloria (v.21) para sostener la fe y la esperanza de esos fieles. Porque creyendo que Dios resucitó y glorificó a Jesús, también esperarán resucitar y ser glorificados, pues por su conversión han venido a ser miembros del Cuerpo de Cristo. Pedro presenta la resurrección de Cristo como fundamento de nuestra fe. La resurrección es el objeto principal de la fe cristiana en la primitiva Iglesia, porque mostraba a Cristo en su gloria más plena.

1P 1, 22-25. Exhortación a la caridad

Después de hablar de los motivos de nuestra santificación, el autor sagrado pasa a tratar de la caridad fraterna. Supone que la fe ha obrado tan eficazmente sobre sus lectores, que ha purificado sus almas de motivos egoístas por la obediencia a la verdad y ha dado origen en ellos a un sincero amor para con sus hermanos. La santidad del cristiano presupone como postulado fundamental el amor fraterno. El amor fraterno debe constituir el distintivo del cristiano. Por eso, San Pablo afirma que la caridad fraterna ha de ser preferida a todos los carismas. San Juan también habla de la unión en la caridad como señal de la santidad cristiana.
Por la obediencia a la verdad, es decir, al Evangelio, han purificado sus almas. Esta purificación tiene aquí sentido moral y ritual: por el bautismo han sido limpiados de sus pecados y han iniciado, de este modo, la vida de la santidad. Esta santificación se ordena no solamente a una perfección meramente personal, sino que también se ordena al amor fraterno. "La idea de santidad -como dice el P Spicq- es, pues, fundamentalmente comunitaria, eclesiástica"
La razón por la cual han de amarse tan íntimamente es la de haber sido engendrados sobrenaturalmente a una nueva vida (v.23). Son hermanos en Cristo; y como hermanos, engendrados por un mismo Padre, han de quererse sinceramente. La vida sobrenatural la han recibido no de un padre terreno, sino del mismo Dios, mediante un semen incorruptible e inmortal, que es su palabra divina, es decir, el Evangelio. Esta palabra de Dios es viva, en cuanto comunica la vida sobrenatural, y permanente, porque es eternamente eficaz. Tiene un poder divino, creador y eterno. Sólo esta virtud divina es capaz de fecundar el alma humana y hacer florecer el germen divino de la vida de la gracia. Algunos autores prefieren ver en el semen de que habla la epístola una alusión al Espíritu Santo, considerado como fuente inmediata de nuestra divinización.
San Pedro pone de relieve en los v.24-25 el valor eterno y la eficacia inexhaurible de la palabra de Dios, contraponiéndola a la caducidad e inestabilidad de las cosas de este mundo. La cita con la que ilustra este pensamiento está tomada de Is 40, 6-8, según los LXX. Santiago en su epístola aduce también este texto de Isaías.

1P 2, 1-3. Exhortación a la simplicidad

Nacidos los cristianos a una nueva vida, son ahora invitados a vivir en conformidad con ese nuevo estado, despojándose de toda malicia, engaño, hipocresía, envidia y detracción (v.1). Los vicios enumerados son los que se oponen directamente a la caridad fraterna. El alma que no se despoje de ellos no podrá recibir el verdadero alimento espiritual. La Palabra de Dios, es decir, el Evangelio, que ha sido la causa de la regeneración del cristiano, ha de asegurar de igual modo su crecimiento espiritual.
Los fieles a los que se dirige San Pedro, tardíamente renacidos a la fe, han de apetecer la leche espiritual, que no proviene de la materia, sino del espíritu; una leche pura, no adulterada con mezcla de falsedad, libre de todo veneno de falsas doctrinas. Y han de alimentarse continuamente con ella para poder llegar a la madurez en la fe. Como el niño, una vez que ha gustado la leche materna, siente avidez de ella, así también el cristiano, una vez que ha gustado cuan suave es el Señor (?.3), mediante las consolaciones que el Señor otorga cuando toma posesión de un alma, ha de apetecer los dones de Dios. El autor sagrado alude a todas las gracias concedidas por nuestro Señor a los fieles después del bautismo. Entre éstas ocupa el primer lugar la eucaristía.
Parece que este texto de San Pedro dio origen al rito, bastante difundido en la Iglesia antigua, de ofrecer a los neobautizados leche con miel.

1P 2, 4-10. El nuevo sacerdocio

En esta nueva sección el apóstol exhorta a sus lectores a acercarse a Cristo para unirse más íntimamente a Él, como a piedra viva y angular del edificio místico de la Iglesia. La Iglesia, o comunidad cristiana, se edifica, en sentido realmente arquitectónico, por la unión de los convertidos a la piedra angular, que es el mismo Cristo. La alegoría de la piedra angular había sido aplicada por Cristo a sí mismo, inspirándose en Sal 118, 22. También fue empleada por San Pedro en su discurso ante el sanedrín. Aquí aparece unida a otras dos citas de Isaías, en las que se habla de piedra angular. La piedra viva es Cristo resucitado y glorioso, rechazado por los jefes del pueblo judío, pero escogido por Dios. La metáfora de la piedra rechazada por los constructores se encuentra ya en la catequesis sinóptica, en los Hechos de los Apóstoles y en San Pablo.
Cristo es una piedra viviente, capaz de crecimiento y expansión, y que puede dar vida a los demás. Los cristianos han de ser también piedras vivas (?.5) edificadas sobre Cristo como piedra angular. Han de formar con El un edificio espiritual, es decir, un organismo vivo, animado por el Espíritu Santo, y en íntima unión con Cristo, porque el desarrollo espiritual de los cristianos no puede tener lugar si no es en la comunidad, en la Iglesia. Pero los cristianos no sólo componen el edificio espiritual, que es la Iglesia, sino que son también ministros de él, puesto que constituyen un nuevo sacerdocio santo, es decir, están consagrados al servicio de Dios, para ofrecerle sacrificios espirituales, como la oración, la alabanza de los labios, la santidad de vida, la labor apostólica, la mortificación y hasta el martirio. Estos sacrificios espirituales son agradables a Dios si son ofrecidos a Dios por medio de Jesucristo, nuestro Sumo Pontífice y único Mediador al lado de Dios.
Los cristianos son al mismo tiempo templo y sacerdocio. Del mismo modo que los sacerdotes son los intermediarios entre Dios y el pueblo, así los cristianos, formando colectivamente la Iglesia, tienen que ser los intermediarios entre Dios y los hombres, continuando la misión del pueblo judío, cuyo sucesor y heredero es el pueblo cristiano.
Se debe tener presente que el lenguaje de este pasaje es metafórico. La expresión sacerdocio santo está tomada en sentido amplio, como se ve por la frase que sigue: para ofrecer sacrificios espirituales. Por aquí se ve claramente que no se trata de víctimas materiales ofrecidas públicamente por ministros consagrados de modo especial para esto, sino de víctimas inmateriales, consistentes en actos virtuosos, que pueden ser ofrecidas por cualquier cristiano. Los cristianos, por el hecho de haber sido incorporados por el bautismo a Cristo, Pontífice de la Nueva Alianza, participan en cierto modo de su sacerdocio. Pero en la Iglesia existe, al mismo tiempo, otro sacerdocio propiamente dicho, distinto del común de los fieles, consagrado especialmente para la misión sacerdotal y que es el único que tiene potestad para ofrecer el sacrificio externo de la Nueva Ley. San Pedro no quiere decir que todos los fieles sean sacerdotes en sentido propio, como piensan los protestantes. Por el contexto y el término pasivo empleado (?e??te?µa) se deduce que el apóstol considera los fieles como un sacerdocio pasivo, o sea una sociedad gobernada por el sacerdocio propiamente dicho. En efecto, el capítulo 1P 5, 1-4 supone la existencia de un clero bien distinto de la masa de los fieles. Los fieles, de frente al sacerdocio activo, al sacerdocio propiamente dicho, son, pues, simplemente un sacerdocio pasivo, súbditos de la autoridad sacerdotal y gobernados por ella; pero íntimamente unidos al sacerdocio activo de Cristo y al de los sacerdotes propiamente dichos.
Jesucristo es la piedra angular, principio de salud para los que creen en Él; pero, al mismo tiempo, es tropiezo para los incrédulos, que se escandalizan de la cruz (v.6-8). San Pedro cita un texto de Isaías para probar esto. Del mismo modo que el profeta expresaba, bajo la metáfora de la piedra angular, la protección divina sobre Jerusalén, así también el apóstol ve en dicha piedra una imagen del mesías, el garante supremo de la salud de Israel. Ya la teología judía veía en esta piedra, puesta por Yahvé en Sión, una imagen del Mesías.
Isaías, en el Libro del Emmanuel, anuncia que Yahvé "será piedra de escándalo y piedra de tropiezo para las dos casas de Israel", es decir, que será ocasión de la ruina de las dinastías de Israel y de Judá. San Pedro aplica a Cristo este texto que miraba directamente a Yahvé. También Jesucristo, a pesar de haber venido a salvar a todos los hombres, será ocasión de ruina espiritual para los que vengan a tropezar en la palabra, o sea en el Evangelio.
Los fieles se apoyan, mediante la fe, en esa piedra angular, que es Cristo. Y por esta misma fe se preparan para tomar parte el día de mañana en el honor y en la gloria de Jesucristo al lado del Padre. Los incrédulos, por el contrario, serán confundidos, porque rehusaron creer. Dios, en castigo por su incredulidad, permite que vayan a tropezar y a destrozarse contra la piedra, que había sido puesta para su salvación.
Al final del v.8 la Vulgata dice: "Nec credunt in quo et positi sunt," afirmación difícil de entender, porque la edificación sobre Cristo es obra de la misma fe. El texto griego dice simplemente: "a eso fueron destinados," es decir, los incrédulos fueron destinados a ese funesto tropiezo. Este pensamiento está muy en conformidad con la manera de hablar de la Biblia, que atribuye todo lo que sucede directamente a Dios. San Pedro cita dos textos, tomados del Antiguo Testamento. El primero pertenece a Sal 118, 22, que también es citado por Mc 12, 10 como profecía de la ruina del pueblo judío, y por San Pedro en Hch 4, 11. El segundo es de Is 8, 14: Cristo ya no es presentado como la piedra angular, sino como la piedra de tropiezo y roca de escándalo. El pueblo judío tropieza en Jesucristo y se destroza, dejando así paso libre al cristianismo, que hereda los privilegios de Israel y los eleva a su grado supremo. Los judíos, al rechazar el Evangelio, han perdido sus prerrogativas, que son traspasadas a los cristianos. Por eso, San Pedro aplica ahora a sus lectores todos los títulos gloriosos de los israelitas (v.9). La Iglesia es el verdadero Israel. Y, en consecuencia, se puede aplicar a los cristianos, en un sentido más pleno y verdadero, lo que el Antiguo Testamento había dicho de los hebreos. Los cristianos son un linaje escogido., un pueblo adquirido para pregonar el poder del que os llamó. Estas expresiones están tomadas de Is 43, 20-21, en donde designan al pueblo judío salvado de la cautividad babilónica. Israel era un "pueblo adquirido" por Dios, porque Yahvé había hecho de él su Porción especialmente escogida, su parte reservada entre todas las naciones de la tierra. También los cristianos fueron comprados, adquiridos por Dios con la sangre de Jesucristo. Son, por consiguiente, propiedad de Dios.
San Pedro sigue aplicando a los cristianos otros títulos: son un sacerdocio real, una nación santa (v.8). Dos expresiones equivalentes o complementarias, tomadas del Éxodo (Ex 19, 6), según los LXX. El texto hebreo dice: "Un reino de sacerdotes." El sentido de este texto en el Éxodo es el siguiente: los israelitas son reino de Dios, son su reino teocrático, porque Yahvé es un rey. Israel es un "reino de sacerdotes" en cuanto que en él todos sus súbditos están dedicados a Dios, separados de los paganos. Los israelitas están destinados a ofrecer a Dios un culto que no pueden ofrecer los demás pueblos. Se trata, por lo tanto, de una metáfora para significar que los israelitas son personas consagradas al servicio de Dios en modo análogo, pero diverso, de los sacerdotes propiamente dichos. De la misma manera que el individuo es segregado de la masa humana y consagrado al servicio de Dios por el sacerdocio, así también el pueblo de Israel fue escogido entre los demás pueblos para tributar a Dios un culto religioso. Los israelitas no eran todos sacerdotes, como tampoco eran todos reyes, sino que eran súbditos de la autoridad sacerdotal. Eran miembros pasivos del sacerdocio y gobernados por éste. Esto se ve claramente por el hecho de que el sacerdocio activo propiamente tal estaba reservado a los descendientes de Aarón. Y las usurpaciones de la función sacerdotal eran castigadas severamente. Los israelitas en general son llamados sacerdotes en sentido amplio, metafórico, en cuanto que eran miembros de la nación santa, de la nación consagrada al culto del verdadero Dios.
Dios había escogido entre todos los pueblos a Israel, y lo había amado como a su hijo primogénito, confiriéndole la dignidad sacerdotal, propia del primogénito. Como el sacerdote es el intermediario entre Dios y el pueblo, así Israel, como primogénito entre todos los pueblos, es el sacerdote intermediario entre Dios y la misma humanidad.
San Pedro aplica de un modo análogo a los cristianos el título de sacerdocio real. Pero no quiere decir que todos los cristianos posean el verdadero sacerdocio, sino solamente que son miembros de la nueva nación, de la Iglesia cristiana, consagrada al culto del verdadero Dios en dependencia de los verdaderos sacerdotes. O sea, que, como dice el P. Mersch, "los cristianos poseen una eminente dignidad cultual". El mismo San Pedro supone la existencia en la comunidad cristiana de una jerarquía, bien distinta de la que puede poseer cada fiel en particular. En el v.5 hablaba ya del sacerdocio santo de los cristianos, en cuanto que habían de ofrecer sacrificios espirituales. Esta función no ha de ser confundida con el sacerdocio propiamente dicho, cuya esencia es el sacrificio, el acto exterior y público de la religión. Por eso, el texto del v.9 ha de ser explicado con la ayuda del v.5. El cristiano, por el bautismo, quedó incorporado a Cristo y participa en cierto sentido del sacerdocio de Cristo. De ahí que todo cristiano, cuando obra como tal, actualiza su participación en el sacerdocio de Jesucristo y realiza un acto de verdadero culto cristiano.
En la epístola de San Pedro, el sacerdocio de los cristianos se presenta como un sacerdocio de orden exclusivamente espiritual o moral. No hay, por lo tanto, motivo para atribuir a San Pedro la idea luterana según la cual todos los fieles serían sacerdotes del mismo modo. En el Apocalipsis se habla únicamente del sacerdocio de la Iglesia triunfante con términos bastante imprecisos.
El pensamiento central de los v.9-10 es la vocación del pueblo cristiano, como heredero del Israel espiritual, del Israel de las promesas. Dios ha sacado a los cristianos de las tinieblas del paganismo para introducirlos en su nuevo reino. San Pedro, deseando darles a entender lo que su conversión significaba, les manda que comparen su estado anterior con el actual (v.10). Hace esto parafraseando un texto de Oseas, en el cual Dios mandaba al profeta imponer el nombre de Lo-ammi = "No-pueblo-mío," a uno de sus hijos, y de Lo'ruhamah = "No-misericordia," a una de sus hijas, para significar que la nación elegida era repudiada por su esposo Yahvé. También San Pablo aplica esta profecía de Oseas a la conversión de los gentiles. Dios, sin embargo, había prometido al profeta Oseas volver a reconciliarse con su pueblo rebelde. San Pedro ve esto cumplido en la Iglesia cristiana.

1P 2, 11-1P 3, 17. Diversas Obligaciones de los Cristianos

En esta parte, San Pedro habla de la conducta práctica que los cristianos han de observar en las diversas circunstancias de la vida presente.

1P 2, 11-12. El buen ejemplo de los cristianos

El buen ejemplo y la vida santa constituyen la mejor apología del cristianismo. Por eso, el apóstol la recomienda con insistencia a los fieles. Se dirige a ellos llamándoles carísimos. Expresión afectuosa que subraya la importancia de la advertencia que va a hacer. Los cristianos habitan como extranjeros y peregrinos en este mundo; por eso, no han de desear los bienes terrenos para satisfacer los bajos apetitos carnales (v.11), que surgen de la parte inferior de nuestra naturaleza y combaten nuestra alma. La brevedad de la vida presente y la esperanza de poseer la vida eterna han de llevar al cristiano a abstenerse de las tendencias pecaminosas del ser humano, cuyos frutos nos describe San Pablo.
Los cristianos no han de dejarse llevar por esas malas tendencias, sino, por el contrario, han de observar una conducta ejemplar e irreprensible en medio de los paganos, para no escandalizarlos. El hecho de ser cristianos exponía ya en aquel tiempo a graves calumnias por parte de los paganos. Se les acusaba de impiedad, de rebelión contra las autoridades del Estado, de fomentar la insubordinación en la familia y en la sociedad, de obstruccionismo comercial, y hasta de canibalismo. Contra todas estas calumnias paganas, la mejor defensa ha de ser la buena conducta y la vida inocente de los cristianos, que terminará por imponerse. Y los que hoy les calumnian terminarán por reconocer su vida santa y glorificarán a Dios cuando les visite con la gracia de la conversión (v.1a). El pensamiento de San Pedro es, sin duda, un eco de lo que enseña Jesús en San Mateo (Mt 5, 16).

1P 2, 13-17. Sumisión a las autoridades

En estos versículos, el apóstol trata de los deberes de los cristianos respecto del poder civil. Este pasaje tiene diversos puntos de contacto con lo que dice San Pablo sobre el mismo tema.
El apostolado del buen ejemplo debe llevar a los cristianos a aceptar las formas de gobierno establecidas y a someterse a los que ejercen la autoridad por amor del Señor (?.13). Porque toda autoridad procede de Dios y porque el Señor así lo quiere, como dirá después (v.15); o también porque Jesús ha dado ejemplo, sometiéndose a la autoridad del gobernador Poncio Pilatos, y lo ha ordenado así a sus discípulos. Han de obedecer, en primer lugar, al emperador romano, llamado por los griegos ßas??e?? = "rey"; y despu?s a los gobernadores (??eµ?s??) que eran los delegados de la autoridad suprema para administrar la justicia y aplicar las justas sanciones (v.14). La sumisión a las autoridades es querida por Dios como el medio más eficaz para cerrar la boca a los calumniadores del cristianismo (?.15). La sumisión al poder civil establecido tendrá un gran valor apologético en favor del cristianismo. Mediante ella demostrarán que las acusaciones de insubordinación contra las autoridades son falsas. Al obedecer las leyes, los cristianos demostrarán que no se sirven de la libertad que Cristo les dio para encubrir el libertinaje, sino que toman la voluntad de Dios por modelo de su conducta (v.16). También San Judas habla de ciertos hipócritas que abusaban de la libertad cristiana; y San Pablo enseña que la libertad de los cristianos no ha de transformarse en licenciosa hipocresía para seguir los instintos de la carne y para convertirla en pretexto para la rebeldía. La doctrina de San Pedro es la misma que la de San Pablo: el equilibrio entre la libertad cristiana y la sumisión a la autoridad civil legítimamente constituida.
Los apologistas cristianos no olvidarán esta recomendación de San Pedro en favor de la obediencia de los fieles a las autoridades civiles.
El apóstol termina la exhortación a obedecer a las autoridades civiles] resumiendo en pocas palabras las diversas obligaciones de un cristiano (v.17): tratar a todos con el respeto debido a su dignidad; amar de una manera especial a nuestros hermanos en la fe; temer a Dios, porque esto es el principio de la verdadera sabiduría, y honrar a la autoridad suprema.

1P 2, 18-25. Deberes de los siervos respecto de sus señores

En esta sección, San Pedro trata de los deberes de los esclavos respecto de sus amos. Después, en el capítulo 3, tratará de los deberes de los cónyuges. Estos esquemas presuponen una organización familiar propia de la antigüedad y tal vez provengan de tradiciones catequísticas de la Iglesia primitiva. Semejantes recomendaciones se encuentran en otros pasajes del Nuevo Testamento, San Pedro, lo mismo que San Pablo, insiste en la obediencia de los siervos a sus señores, porque es cosa agradable a Dios y porque Cristo también fue obediente y sufrió por nosotros sin lamentarse. Estas exhortaciones eran muy necesarias en una sociedad en la que los esclavos eran más numerosos que los hombres libres, y el trato que recibían era muchas veces inhumano. Los sufrimientos que tenían que soportar los pobres esclavos llevan al autor sagrado a extenderse en la explicación del sentido de la pasión y muerte de Jesucristo.
San Pedro exhorta a los esclavos a que presten respetuosa obediencia a sus amos, cualquiera que sea su disposición: tanto si son buenos y comprensivos con ellos como si son rigurosos y tratan injustamente a los esclavos de buena voluntad (v.18). La obediencia es para el cristiano una consigna proveniente del mismo Dios, que no admite distinción entre las personas que ejercen la autoridad. Si son tratados injustamente, es cosa agradable a Dios que por amor suyo soporten pacientemente él trato duro que se les da. Los cristianos deben someterse por la conciencia que tienen de estar obligados delante de Dios, cuyos representantes son los patronos.
Nadie puede gloriarse de soportar un castigo merecido por una falta cometida. Pero sí es digno de alabanza delante de Dios el que, habiendo hecho el bien, es, sin embargo, maltratado por su señor y lo sufre con paciencia (v.20). El apóstol amonesta de este modo a los esclavos, porque quiere impedir que éstos, exasperados por los malos tratos y sintiéndose interiormente libres con la libertad evangélica, abusaran de ella para rebelarse y emanciparse de sus patronos; o bien se gloriaran de padecer con estoicismo, despreciando filosóficamente el sufrimiento. El sufrimiento inmerecido es el elemento de la imitación de Cristo. Por eso, San Pedro apoya sus exhortaciones en el ejemplo de Cristo paciente, que sufrió por nosotros, sin haber cometido culpa alguna (v.22), para darnos ejemplo (v.21). Jesucristo nos ha precedido en el camino del dolor, y nosotros debemos seguir sus pisadas. El verdadero discípulo de Cristo ha de imitarle llevando también su cruz. Por esto mismo, los esclavos, los despreciados del mundo, han de someterse a su triste suerte, porque de este modo imitarán más de cerca a Jesucristo.
San Pedro, al igual que San Pablo, no quiere alterar las estructuras sociales del Imperio romano, si bien la doctrina de la libertad en Cristo, del amor fraterno y de la hermandad de todos los hombres en Cristo llevarían con el tiempo a la supresión de la esclavitud.
La perfecta inocencia de Jesucristo ha de inducir con mayor fuerza a los cristianos a imitarle fielmente incluso en medio de los sufrimientos inmerecidos. El cordero de Dios, no teniendo ningún defecto ni pecado, se entregó mansamente en manos de sus enemigos, como ya había predicho Isaías, para sufrir por los hombres. Por eso, los cristianos perseguidos y maltratados injustamente han de imitar la paciencia de esta víctima inocente y su total abandono en el Padre celestial (v.23). Jesús durante su Pasión no replicó a los que le maltrataban, y, cuando estaba clavado en la cruz, imploró el perdón para sus verdugos y se remitió al que juzga con justicia, es decir, a Dios. San Pedro alude a las palabras con las que Jesucristo, antes de morir, recomendó su alma a Dios: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu."
Todo lo que Cristo sufrió lo hizo mirándonos a nosotros. Cargó con nuestros pecados y se sometió al sacrificio de la cruz para que por sus heridas fuéramos curados (v.24). El apóstol pasa de la ejemplaridad de los sufrimientos de Jesucristo a un sentido más profundo de su muerte, a la idea de satisfacción vicaria de Cristo. Es éste un tema que se encuentra con frecuencia en los escritos neotestamentarios. San Pedro parece inspirarse en la profecía del Siervo de Yahvé. Para él la muerte de Cristo sobre la cruz es un verdadero sacrificio. El altar es el leño (?????) de la cruz en donde Cristo se ofreció a sí mismo, como víctima expiatoria, por nuestros pecados. Una idea semejante se encuentra muy probablemente en la epístola a los Hebreos (Hb 13, 10). También en dicha epístola se expresa la relación entre pecado y sacrificio: "ofrecer cada día víctimas por sus propios pecados." Jesús se sacrificó por nosotros sobre el altar de la cruz para que, muertos al pecado, viviéramos para la justicia. Los hombres tenían gran necesidad de que Cristo los curase con sus llagas, porque antes eran como ovejas descarriadas (v.25), sin guía, sin defensa, sin pastor. Más al presente, por la gracia de la fe, han venido a formar parte del rebaño de Cristo, buen pastor y guardián de las almas. La designación de Jesucristo como pastor es implícita ya en los sinópticos y explícita en San Juan, 1P y en la epístola a los Hebreos.

1P 3, 1-7. Deberes Mutuos de los Esposos

El apóstol se preocupa también de la moral familiar. Quiere que la conducta de los esposos sea irreprensible. De este modo la buena conducta de la esposa podrá ganar al esposo que se muestra rebelde a la predicación evangélica. San Pedro supone que un cierto número de mujeres convertidas tenían maridos que eran todavía paganos y conservaban los prejuicios de los ambientes gentílicos contra el cristianismo. El apóstol quiere que traten de ganarlos a la fe mediante una vida santa y ejemplar. El ejemplo arrastra más que las palabras y las exhortaciones. Recuérdese si no el ejemplo de Santa Mónica, de la cual dice su hijo San Agustín: "Sategit eum (maritum) lucrar i tibí loquens te illi moribus suis"; y de tantas otras esposas cristianas que mediante una vida intachable lograron ganar sus esposos para Dios. La mujer ocupa ya en el cristianismo primitivo un puesto realmente preeminente, como no se conocía hasta entonces.
San Pedro recomienda a las esposas cristianas la sujeción amorosa, el espíritu de apostolado, la conducta casta y timorata, trazando de este modo las líneas fundamentales de la moral familiar.
También San Pablo inculca, en varias de sus epístolas, los deberes de los esposos cristianos. Sin embargo, San Pedro no se plantea el problema de la separación de los esposos en el caso de que constituyan un peligro para la fe del otro cónyuge, sino que se fija únicamente en los métodos suaves. Tal vez su propia experiencia le había enseñado el peligro de los medios violentos.
Pedro subraya la necesidad de la modestia en los adornos de la mujer cristiana. Con este motivo, el autor sagrado recuerda que las mujeres cristianas no han de complacerse en los refinamientos de la moda de entonces: no han de preocuparse por el rizado de los cabellos, ni por los adornos de oro puestos en la cabeza, en el cuello, en los brazos, en los dedos y hasta en las piernas; ni tampoco por los vestidos elegantes y bien ajustados (v.3). Ya Isaías flagelaba la poca modestia de las mujeres israelitas en la exhibición de sus adornos. El adorno que conviene sobre todo a la esposa cristiana es la belleza interior del carácter, que se manifiesta en una disposición no presuntuosa, sino serena (v.4), que agrada a Dios y a los hombres. Al adorno exterior y aparente opone San Pedro la hermosura interior, la realidad misma. La dulzura y la modestia son el más bello adorno de la mujer cristiana y contribuyen a la paz y al buen orden de la familia. Dios, que ve los corazones y no juzga según las apariencias, considera de gran valor la vida abnegada y callada de la mujer cristiana.
El adorno interior es algo incorruptible y de inestimable precio delante de Dios. Con él fueron adornadas muchas mujeres del Antiguo Testamento, que son propuestas por Pedro como ejemplo a las esposas cristianas. Antiguamente, las mujeres santas practicaron la sumisión y la obediencia a sus maridos ayudadas y sostenidas por el pensamiento de agradar a Dios. Así lo hizo Sara, la cual llamaba a Abraham señor. Este título con el que la esposa hebrea se dirigía ordinariamente a su marido, en un matrimonio modelo, como el de Abraham y Sara, no era una pura fórmula, sino la expresión de la sumisión al marido, que ha de ser la virtud fundamental de la esposa cristiana.
La verdadera descendencia de Abraham y de Sara son los cristianos. Pero éstos no merecerán ser considerados hijos de Sara si no imitan sus virtudes, obrando el bien sin intimidación alguna (v.6). El autor sagrado debe de pensar, sin duda, en las amenazas con las que un marido pagano podía intimidar a su mujer. En la prueba, la mujer cristiana no ha de inquietarse por nada, antes bien ha de conservar la serenidad, preocupándose únicamente por hacer el bien y agradar a Dios.
Por lo que se refiere a los mandos, San Pedro les aconseja que cohabiten con sus esposas sabiamente (?at? ???s??), ? sea según las reglas de la sabiduría, de la prudencia y de la honestidad cristianas. Han de condescender con la natural debilidad física de las mujeres, tratándolas con respeto, con el honor debido a la compañera de la vida, y no como a simple objeto de placer (v.7). Porque también las mujeres son coherederas de la gracia de vida, es decir, del don gratuito de la fe y de la vida de la gracia. Cristo, al llamar a todos los hombres a la vida de la gracia y de la gloria, no ha hecho distinción alguna entre ambos sexos. Por eso, en el orden de la gracia, la mujer es igual, e incluso puede ser superior, al hombre, porque participa de la misma fe, de los mismos sacramentos y tiene derecho a la misma herencia. De este modo, la mujer es ennoblecida, preparando así su justa emancipación en el cuadro respetado de la autoridad marital. Es necesario respetar la paz y la moral familiar para que Dios escuche las oraciones de los esposos. Si falta la cohabitación comprensiva de los casados, faltará la moral familiar; y sin ésta, las oraciones perderán su eficacia.
La situación que el autor sagrado tiene ante la vista no es ya la de los maridos paganos (v.1-3), sino la de los esposos cristianos. La exhortación dirigida a éstos parece indicar que normalmente tenían esposas cristianas.
De los deberes de los cónyuges también trata San Pablo en varias de sus cartas.

1P 3, 8-12. Deberes de caridad fraterna

Estas instrucciones van dirigidas a todos los cristianos. Todos deben inspirar su conducta en el Evangelio. Han de tener todos un mismo sentir (Vulgata: "unánimes"), es decir, un solo corazón y una sola alma, como hacían los primeros cristianos. Han de ser compasivos, estando dispuestos a participar de las penas y de las alegrías ajenas; fraternales con los miembros de la Iglesia, misericordiosos y humildes en sus relaciones con los demás.
San Pablo también habla de las características de la caridad en la 1Co 13, 4-7. Los cristianos han de practicar la caridad con todos los hombres, incluso con los enemigos y calumniadores. Por eso, en lugar de volver mal por mal, hay que desear el bien a nuestros enemigos. Tal fue la consigna que Jesús dio a sus seguidores: "Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen." Para ejercitar esta caridad heroica fueron llamados los cristianos, a fin que, perdonando y bendiciendo, obtengan como herencia la bendición del Padre celestial. El que ha sido llamado misericordiosamente a recibir una bendición, no debe maldecir, sino hacer bien a los que le maldigan.
En los v.10-12 el autor sagrado aduce el motivo por el cual los cristianos han de llevar a la práctica las recomendaciones de los versículos precedentes. Una cita del salmo (Sal 34, 13-17) (según los LXX) recuerda a los fieles que una vida santa es el mejor título para que el Señor les escuche y los bendiga. Dios no se olvida del hombre que gobierna su lengua y obra el bien, sino que le concederá una vida pacífica y dichosa, y escuchará sus plegarias. En el salmo 34 se habla de la vida terrena; pero San Pedro aplica las palabras del salmista a la vida eterna, sublimándolas a la esfera de lo celeste.

1P 3, 13-17. Comportamiento del cristiano en el sufrimiento

Los que obran el bien pueden contar con la protección divina y todo lo que sufran por la fe les será recompensado con creces. De ahí que los promotores del bien no deben temer a nadie: ni a Dios ni a los hombres. Porque "para quien ama a Dios todo coopera al bien." ? si los cristianos tienen que sufrir persecución por la virtud o por la religión que han abrazado, han de considerarse dichosos, porque entonces entran a formar parte de aquellos a los cuales "pertenece el reino de los cielos." Así lo ha prometido Jesús en el sermón de la Montaña y lo han repetido los apóstoles.
Aunque los destinatarios de la 1P viven en medio de un mundo pagano y están expuestos a las calumnias, nada hay en la epístola que indique que ya nos encontramos en la época de las persecuciones.
San Pedro exhorta a los fieles a no temer a los perseguidores con los mismos términos que Yahvé dirigiera al profeta Isaías para animarlo a no temer las amenazas del rey Ajaz y del pueblo israelita. También Jesucristo recomendaba a sus discípulos: "No se turbe vuestro corazón ni se intimide". El cristiano no ha de temer, sino más bien santificar y glorificar en su corazón a Cristo Señor (v.15), tributándole un culto interno y sincero. Esto nos recuerda la primera petición del Padrenuestro: "santificado sea tu nombre." En la cita que hace San Pedro de Is 8, 7-13 se atribuye a Cristo el título de Señor (?????? en los LXX), que es dado en el texto del profeta a Yahvé. De este modo, el apóstol sitúa en el mismo plano de la divinidad a Yahvé y a Jesucristo, reconociendo claramente la divinidad de este último.
A continuación, Pedro exhorta a los fieles al estudio de la doctrina cristiana para que puedan defenderla tanto ante oyentes benévolos como ante adversarios. La mejor manera de estar prontos para justificar su fe es viviendo esa fe. Porque los fieles que viven su fe están siempre dispuestos a defenderla en todas partes, incluso ante los tribunales, y, si es necesario, con su propia sangre. San Pedro gusta hablar de la esperanza cristiana, caracterizando la fe o la religión como esperanza. Jesucristo había prometido a sus discípulos una asistencia especial del Espíritu Santo para que pudieran responder como convenía ante los tribunales. Sostenidos por la gracia del Espíritu Santo, los cristianos han de estar siempre prontos a comparecer ante los jueces e incluso a dar razón de su fe ante cualquiera que les pida razón de ella. Pero a condición de que se comporten en su defensa con mansedumbre y respeto, sin altanería y autosuficiencia. Sin embargo, han de hacerlo con plena conciencia de que dicen la verdad. De este modo, su conducta recta y su perfecta inocencia constituirán la respuesta victoriosa a las calumnias formuladas contra los cristianos (v.16). Llegarán a convencerse de que eran mentiras las calumnias lanzadas contra los fieles.
Las Actas de los mártires están llenas de respuestas sencillas y conmovedoras, pero francas y categóricas, hechas por personas sin ninguna instrucción pero firmemente persuadidas de su fe.
El sufrimiento tiene en el cristiano un valor y un sentido que no tiene en el impío. La justicia divina y humana exigen que el delito sea expiado. Pero los cristianos deben estar dispuestos a sufrir incluso sin culpa (v.17), imitando a Jesús, nuestro modelo (v. 18-22). Porque la resignación a la voluntad divina hacen fácil y meritorio el sufrimiento soportado, incluso injustamente, por amor de Dios.

1P 3, 18-1P 4, 6. La Resurrección de Cristo y su Descenso a los Infiernos

San Pedro continúa exponiendo la idea del sufrimiento y de su sentido salvador en Jesucristo. La mención que hace de la muerte y resurrección de Cristo le lleva a una digresión dogmática sobre el descenso de Jesús a los infiernos (v.18), sobre el sentido típico del diluvio (v.20), sobre la ascensión de Cristo y la subordinación a El de todos los espíritus, tanto buenos como malos (v.22). Esta digresión dogmática dará motivo al apóstol para una nueva exhortación a la imitación de Jesucristo (1P 4, 1).
En los ?.18-22 aduce el autor sagrado el ejemplo de Cristo, el cual, siendo inocente, ha padecido y ha muerto para expiar por nuestros pecados. La pasión y muerte de Cristo han de servir de estímulo a los cristianos cuando sean perseguidos injustamente. Jesucristo murió una vez por los pecados (v.18) de los hombres, para dar a Dios, ofendido, la satisfacción conveniente. El sacrificio de Jesucristo es único, porque es perfecto y de valor infinito, a diferencia de los sacrificios antiguos, que por su imperfección debían ser repetidos. El Nuevo Testamento insiste en esta unicidad de la muerte y de la resurrección de Cristo. La razón de esta insistencia se ha de buscar en la idea de que el sacrificio de Cristo era absolutamente suficiente, en oposición a la insuficiencia de los sacrificios del Antiguo Testamento, que necesitaban repetirse continuamente.
San Pedro llama a Jesús el justo. Es una apelación que los cristianos adoptaron -probablemente bajo la influencia de Is 53, 11- ya desde los primeros años de la Iglesia.
El efecto de la muerte redentora del Señor fue el llevarnos a Dios (Vulgata: "ut nos offerret Deo"), es decir, acercarnos a Dios, del cual nos habíamos alejado por el pecado. Cristo murió en su carne mortal sobre el madero de la cruz, pero resucitó glorioso cuando su alma glorificada se unió a su cuerpo, al cual comunicó la gloria de que ella estaba inundada. En esa misma alma humana, ya gloriosa, unida a la divinidad, pero separada del cuerpo muerto, que todavía seguía en el sepulcro, Cristo descendió a los infiernos a predicar la buena nueva de su resurrección.
El texto griego, en lugar de infierno, tiene f??a?? = "cárcel." Esta cárcel era llamada seol por los hebreos, es decir, un lugar tenebroso adónde iban las almas de todos, buenos y malos, después de la muerte. Posteriormente, la teología rabínica distinguió en el seol dos partes: una estaba reservada a los condenados, para los cuales no había esperanza de redención; la otra estaba destinada a los justos que esperaban la venida del Redentor, y era llamada limbo o seno de Abraham. Sería a esta segunda parte a la que descendió Cristo inmediatamente después de su muerte y antes de su resurrección para anunciar a los justos la liberación (v.19).
El sentido del verbo griego ????sse? ? = predicar, es indicado por el contexto general, que trata de la misericordia de Dios y de los efectos de la redención. La predicación tuvo que ser, por lo tanto, el anuncio de una buena nueva. La hipótesis de una predicación condenatoria estaría en contra del espíritu del pasaje. Además, ????sse?v, en el Nuevo Testamento, se emplea siempre para designar la predicación de una buena nueva. Es aquí, por consiguiente, el equivalente de e?a??e???es3a?.
Los espíritus que estaban en la prisión son las almas de los justos, muertos antes de la venida de Cristo al mundo. Hay bastantes autores, sobre todo de tendencia racionalista, que ven en esos espíritus a los ángeles caídos, que el Libro de Henoc identifica con los hijos de Dios de que nos habla el libro del Génesis. Sin embargo, parece mucho más probable que aquí se trata de las almas separadas de los difuntos y no de los ángeles caídos, pues en el v.20 se dice que esos espíritus son los incrédulos cuando se fabricaba el arca en tiempo de Noé. Ahora bien, a los ángeles caídos no se predicó, pues su caída es anterior a la fabricación del arca.
Entre los habitantes del seno de Abraham, a los cuales también Cristo predicó la buena nueva, el apóstol distingue especialmente a los contemporáneos de Noé (v.20), no para excluir a los demás, sino para mejor hacer resaltar la eficacia de la muerte redentora de Jesús, que alcanzó incluso a aquellos que en otro tiempo fueron considerados como grandes pecadores y provocaron la mayor catástrofe, o sea el mayor castigo de Dios sobre el mundo. Se trata de los contemporáneos de Noé, que primeramente, es decir, cuando Noé fabricaba el arca, habían sido incrédulos a sus exhortaciones al arrepentimiento y a la penitencia -cuando la paciencia de Dios esperaba su conversión (v.20)- Pero después, cuando se desencadenó el diluvio que confirmaba las palabras de Noé, al ver que no tenían ninguna posibilidad de librarse, se arrepintieron, y antes de morir pidieron a Dios perdón, y lo obtuvieron, aceptando la muerte como expiación por sus pecados.
La imagen del arca transportada por las aguas, en la cual se salvó Noé y su familia, sugiere a San Pedro un paralelismo con el bautismo cristiano, que salva al neófito pasando por el agua. El agua que fue motivo de ruina para muchos, fue al mismo tiempo el medio que Dios empleó para salvar a Noé y a los suyos. En el agua del diluvio ve el apóstol un tipo del agua del bautismo, que salva a los que la reciben. El pensamiento del autor sagrado se precisará más en el v.21.

1P 3, 18-22. Descenso de Cristo a los Infiernos

El hecho del descenso de Cristo a los infiernos es un dogma de fe que se encuentra en los símbolos y es enseñado por la Iglesia Ortodoxa.
La tradición eclesiástica ha visto siempre en el texto de la 1P 3, 19-20 la enseñanza de este dogma. Cristo habría descendido al infierno en el triduo posterior a su muerte y antes de resucitar. Los intérpretes cristianos más antiguos entienden por infierno (f??a?? = cárcel) aquella parte del seol en donde se encontraban las almas de los justos del Antiguo Testamento, llamada en el Nuevo Testamento seno de Abraham y, posteriormente, limbo de los santos padres. San Agustín, sin embargo, dio una explicación más bien espiritual del descenso de Cristo a los infiernos. Según este Padre, Cristo preexistente in spiritu habría intervenido por intermedio de Noé para predicar a los contemporáneos del diluvio la verdad que los había de librar de la prisión, o sea de las tinieblas de la ignorancia y del pecado. Esta opinión de San Agustín influyó de manera decisiva sobre los escritores de la Iglesia latina. La Iglesia oriental, por el contrario, continuó viendo en el texto de la 1P la enseñanza del descenso de Cristo al infierno. El cardenal Cayetano fue el primero en oponerse a la opinión de San Agustín, enseñando que Cristo, con su alma separada del cuerpo, descendió a los infiernos, en el triduo anterior a su resurrección, para anunciar a las almas de los contemporáneos de Noé, arrepentidos antes de morir, el mensaje de su liberación. Esta explicación fue adoptada y divulgada por San Roberto Belarmino, convirtiéndose en la sentencia común entre los teólogos católicos modernos. Por eso, dice G. Philips: "De todas las disertaciones de la teología católica, se deduce claramente que el alma de Cristo, separada de su cuerpo, pero siempre unida a su persona divina, descendió a los infiernos como verdadero triunfador, no para predicar una salud tardía y suprema, sino para abrir a los justos reunidos en el seno de Abraham el acceso a la felicidad del cielo. De este modo, el descenso al reino de los muertos constituye un complemento real de la redención. Es la aplicación de los méritos del sacrificio expiatorio a todos aquellos que ya se encontraban preparados para gozar de ellos inmediatamente, es decir, todos los elegidos del Antiguo Testamento."
Toda la tradición cristiana pone de relieve, de un modo muy especial, el carácter salvífico y misericordioso del descenso de Cristo a los infiernos. No descendió para intimar a los malvados la condenación eterna, sino más bien para anunciar a los justos del Antiguo Testamento la buena nueva de la liberación. No fue a llevarles, como piensan algunos (Petavio, Tobac), los dones del Espíritu Santo, que dan acceso al cielo y que no poseían los justos del Antiguo Testamento. Porque, según la opinión más común entre los teólogos, los justos del Antiguo Testamento eran ya hijos adoptivos de Dios y poseían la gracia santificante, aunque en modo menos abundante que en el Nuevo Testamento. Tampoco es admisible la opinión de algunos autores, que ven en la expresión e? f ?a? el nombre de ???? (J. Cramer, Rendel-Harris); y atribuyen a Henoc el descenso a los infiernos. Por todo el contexto se ve claramente que el sujeto es Cristo y no Henoc. Para otros autores, Cristo habría ido al infierno a predicar la conversión a los condenados. Con este motivo, Jesucristo habría cumplido la apocatastasis, o sea la restauración de todo, llevando consigo al cielo a todos, buenos y malos. En el infierno sólo habrían quedado los demonios. Esta teoría antigua está condenada.
En el v.21 de la 1P el autor sagrado precisa más su pensamiento. Las ocho personas que fueron salvadas por medio del agua del diluvio son una figura de los que son salvados por medio del agua del bautismo. Como en tiempo de Noé no hubo salvación fuera del arca, así fuera de la Iglesia tampoco hay salvación. Pero en el caso del diluvio se trata de la salvación de la vida física; en el bautismo se trata de la vida sobrenatural de la gracia. El agua del diluvio, que permitió a algunas personas salvarse, simboliza la economía de la Antigua Ley, cuyas prescripciones rituales sólo conferían una purificación puramente exterior y carnal. El bautismo cristiano, en cambio, obtiene la regeneración del alma. El rito mismo del bautismo es una petición -el mismo neófito la formulaba en el momento de bautizarse- hecha a Dios para obtener una buena conciencia, libre de todo pecado. Su eficacia proviene de la resurrección de Jesucristo, con quien los cristianos fueron sepultados en el bautismo y han resucitado a una nueva vida. "Cristo resucitó -dice San Pablo- para nuestra justificación." Además, la vida que recibe el cristiano en el bautismo es una participación de aquella vida que tuvo Cristo después de su resurrección.
El bautismo cristiano es el anticipo del agua del diluvio, que era el túttos imperfecto en el Antiguo Testamento de la nueva realidad del bautismo de Cristo. El agua del diluvio prefiguraba de una manera imperfecta el bautismo en la economía actual de la salvación.
El apóstol, después de haber hablado de los diversos aspectos de la redención de Cristo (v. 18.19.21), termina describiendo su glorificación definitiva, que comprende la ascensión, la sesión a la diestra de Dios y la sujeción de los espíritus celestes. San Pablo, en su epístola a los Efesios, tiene un texto paralelo, que algunos autores consideran como la fuente del pasaje de San Pedro. Sin embargo, la dependencia es muy dudosa. Es mejor pensar que ambos apóstoles se inspiran en la catequesis primitiva y en el símbolo de la fe cristiana, en donde se encuentran frecuentemente las mismas alusiones. San Pedro enseña que Cristo glorificado es superior a todas las jerarquías angélicas, comprendidas incluso las de los ángeles caídos. El es Señor universal de todas las criaturas.

1P 4, 1-6

En los v.1-6 del capítulo 4 San Pedro vuelve a exhortar a los fieles a la consecución de la santidad. Apoyándose en lo ya dicho, les hace ver que, si los sufrimientos de Cristo fueron benéficos, también los nuestros lo pueden ser, a condición de que nosotros los soportemos con el mismo espíritu que lo hizo Cristo. Por eso, del mismo modo que Cristo, sufriendo en la carne, rompió las relaciones con el pecado para vivir según la voluntad divina, de igual modo los cristianos han de romper todo ligamen con los vicios de los paganos. El sufrimiento tiene la propiedad de hacer mejores a los que sufren. El cristiano renovado por el bautismo ha muerto con Cristo al pecado. Posee, en consecuencia, una gracia que puede dominar eficazmente las tendencias pecaminosas, viviendo de este modo no en codicias humanas, sino según la voluntad de Dios (v.2). Por consiguiente, los cristianos no deben dejarse arrastrar de nuevo a los vicios de los paganos. La expresión quien padeció en la carne ha roto con el pecado (v.2) parece referirse a la muerte mística del cristiano con Cristo por el bautismo, a la cual debe seguir una vida de renuncia al pecado.
El autor sagrado recalca con ironía, en el v.3, que ya es suficiente el tiempo que han consagrado a practicar la voluntad de los gentiles. Esta vida de los paganos estaba caracterizada por grandes vicios: desenfrenos contra las buenas costumbres, liviandades, crápulas, comilonas, que iban unidas, con frecuencia, al culto de Baco, embriagueces y abominables idolatrías. Todos los términos griegos para expresar los vicios de los paganos están en plural, como para mejor insinuar la variedad y multiplicidad de dichos desórdenes. De todo el contexto resulta evidente que los destinatarios provenían de la gentilidad, pues los judíos, de ordinario, no se entregaban a tales vicios. El catálogo de vicios aducido por San Pedro difiere bastante de otros que se encuentran en las cartas de San Pablo. Nuestro autor habla principalmente de los pecados propios de la sociedad en la que habían vivido los destinatarios de la epístola antes de su conversión.
Los destinatarios de la carta, lejos ya de los abusos que en otro tiempo habían cometido, llevaban una vida cristiana digna. Por eso, los paganos se extrañaban, o mejor, encontraban sospechosa una tal conducta. De ahí que los calumniasen, tratándolos de hipócritas (v.4). Pero el apóstol dice a los cristianos que no deben preocuparse por tales injurias, pues saben que quienes les critican ahora tendrán que dar cuenta de sus calumnias delante de Cristo cuando venga a juzgar a los vivos y a los muertos (?.4). En otros lugares, San Pedro atribuía el juicio al Padre; sin embargo, dicho juicio había de coincidir con la manifestación de Cristo, y el Padre lo ejercerá por medio de Cristo, pues es el mismo Padre el que ha designado a Jesucristo como Juez de vivos y muertos. San Pedro ya había anunciado, en el discurso pronunciado delante del centurión Cornelio, que "Cristo ha sido constituido por Dios juez de vivos y muertos." También San Pablo emplea esta expresión, que será recogida en el Símbolo de los Apóstoles.
Para que Cristo pudiera juzgar, como Señor, no sólo a los vivos, sino también a los muertos, descendió al seno de Abraham para anunciar la liberación a los muertos que allí se encontraban. Estos, después de haber sufrido la condena común a la muerte temporal -considerada por los hombres como un castigo divino por haber muerto en el diluvio-, recibieron la salud y pudieron vivir en el espíritu según Dios (v.6). San Agustín, en cambio, ve en los muertos los pecadores, que en nuestro texto serían los paganos. Y, según esto, explica: el Evangelio es predicado a los infieles para que se conviertan. Pero, como no lo han de aceptar, no se librarán del severo juicio de Jesucristo.
Otros autores ven en los muertos de nuestro versículo a los cristianos ya fallecidos antes de la segunda venida de Jesucristo. Estos, que no han llegado a ver a Cristo venir triunfante como juez, para restablecer la justicia ahora conculcada, vivirán ante Dios una vida inmortal. A éstos mismos se les ha predicado el Evangelio, no inútilmente, sino con el fin de que, condenados según el modo de ver de los hombres durante su vida mortal, puedan vivir delante de Dios en espíritu.

1P 4, 7-11. Proximidad de la Parusía

En estos versículos (7-11), el apóstol enseña que el pensamiento del fin próximo del mundo ha de excitar a los cristianos a la práctica de la virtud. Este pensamiento debería estar siempre presente en la mente de un cristiano, ya que un tal pensamiento ayudaría a los fieles a ser discretos y los dispondría para la oración (v.7).
Parece que San Pedro hace referencia a la proximidad de la parusía del Señor. Este tema ha ejercido una influencia extraordinaria sobre toda la predicación moral de la Iglesia primitiva. Nuestro Señor había ya anunciado el juicio y el fin del mundo como sucesos correlativos, exhortando a sus discípulos a la vigilancia. La vigilancia protegerá a los cristianos contra las tentaciones y los hará más aptos para la oración. También San Pedro deduce de la esperanza de la parusía consecuencias de orden moral para la vida ordinaria de los cristianos. Ante todo recomienda la discreción y la sobriedad, con las cuales alcanzarán la paz necesaria para entregarse a la oración.
Al mismo tiempo, el cristiano ha de procurar observar de un modo especial el mandamiento de la caridad fraterna (v.8), que tanto recomendó Cristo en el Evangelio. Porque la caridad cubre la muchedumbre de los pecados. Esta máxima está tomada de los Proverbios y es citada también por Santiago. ¿Se refiere a los propios pecados o a los de los demás? Si examinamos el contexto del libro de los Proverbios, de donde está tomada la expresión, se verá que se refiere a los pecados del prójimo, que son cubiertos en el sentido de que son disimulados por el que realmente ama al prójimo. También en nuestro pasaje es probable que se refiera San Pedro a los pecados del prójimo: el cristiano que tiene amor verdadero al prójimo está siempre pronto a disimular sus pecados en silencio, no hablando de ellos y procurando olvidarlos. Otros autores (Camerlynck, Felten, Sales, Holzmeister, etc.) creen, por el contrario, que el apóstol enseña que la caridad para con los demás moverá a Dios a perdonar los pecados personales. Y la razón sería que San Pedro habla aquí de la caridad como de causa que cubre los pecados. En cambio, el que la caridad disimule los pecados de los demás sería no causa, sino efecto de la ferviente caridad. En cuyo caso, la idea de San Pedro significaría que el perdonar a los demás traería consigo el perdón de los propios pecados.
Un ejemplo tradicional de amor al prójimo es la práctica de la hospitalidad. Por eso, San Pedro recomienda a sus lectores la hospitalidad sin murmuración, es decir, sin lamentarse de las incomodidades y gastos que presuponía para el que hacía esta obra de caridad. Es muy probable que el apóstol se refiera a la hospitalidad que se debía dar a los misioneros itinerantes del Evangelio. La hospitalidad era muy apreciada entre los judíos y entre los primeros cristianos. Jesucristo coloca la hospitalidad entre las obras de misericordia corporales por las cuales seremos juzgados. San Pablo la recomendaba de una manera especial a los obispos.
La misma caridad ha de manifestarse en el uso de los varios dones recibidos de Dios. Es necesario que el cristiano ponga al servicio de los demás las gracias recibidas (v.10). El apóstol no emplea el término ????sµa en el sentido técnico de "gratia gratis data," como San Pablo, sino en un sentido más genérico. Indica no sólo los dones extraordinarios y miraculosos, muy frecuentes en la Iglesia primitiva, sino todos los favores, incluso naturales, que cada uno haya recibido, con los cuales pudiera hacerse útil a su prójimo.
En nuestro caso, el carisma es la mayor o menor posibilidad de dar hospitalidad a los demás. Todos los dones, incluso los de fortuna, han de tener una función social, querida por Dios, y que el hombre ha de respetar. Los cristianos han de administrarlos como buenos ecónomos o servidores, a los cuales Dios ha confiado la administración de sus bienes. Pero no han de disponer de ellos como dueños absolutos de la multiforme gracia de Dios, sino como administradores, a los cuales se pedirá cuenta de su administración. También aquí la expresión ????ß tiene sentido general, e indica todos los favores naturales y sobrenaturales recibidos de Dios. San Pedro debía de tener en la mente las parábolas del siervo fiel y de los talentos. San Pablo también habla de la obligación de distribuir "los misterios de Dios", y la recomienda a Tito. San Pedro menciona dos clases de carismas (v.11), con el fin de indicar el buen uso que se ha de hacer de los dones de Dios. El primero es el carisma de la palabra, ordenado a la enseñanza en las asambleas. Este carisma podía manifestarse de modo extraordinario con la profecía, la glosolalia o la interpretación, y también podía ejercerse de modo ordinario en la predicación evangélica. El segundo es el carisma de servicio, que tiene por finalidad las obras de misericordia, como la hospitalidad, el cuidado de los enfermos, de los huérfanos, viudas. El apóstol exhorta a ejercitarlo de modo que se vea que es Dios quien le comunica la fuerza necesaria, y a no mostrarse arrogante como si no hubiera recibido de Dios un tal don.
Es cosa digna de tenerse en cuenta que haya sido el mismo San Pedro el que tomó la iniciativa de separar el "ministerio de la palabra," reservado a los apóstoles, del "servicio de las mesas," encomendado a los diáconos, que posteriormente serán ayudados por las diaconisas.
La finalidad de todos estos actos de caridad, así como la de todas las acciones del cristiano, ha de ser la gloria de Dios. Una tal gloria es tributada a Dios por medio de Jesucristo. Semejantes doxologías comenzaron a dirigirse muy pronto en la Iglesia a Dios y a Jesucristo; pero también a Dios por Jesucristo y a Jesucristo solo. Aquí parece que va dirigida a Cristo. La fórmula del Padre glorificado por la gloria del Hijo en sus discípulos es propia del cuarto evangelio.

1P 4, 12-19. Síntesis de la epístola

Concluida la doxología, que, según algunos autores, reproduciría una fórmula litúrgica, San Pedro vuelve a hablar por cuarta vez de su argumento preferido: la paciencia en las pruebas. El apóstol exhorta a los cristianos a sufrir con gozo por amor de Jesucristo, porque de este modo se asemejarán a El (v. 12-16) y se asegurarán mejor la vida eterna (v.17-19).
Los cristianos no han de extrañarse de los sufrimientos que los cercan por todas partes. Porque el sufrimiento para el seguidor de Cristo no es algo extraño, sino una cosa normal, natural y necesaria, que Dios permite para probarlos en sentido bueno. El incendio, tt???s?? (?.12), está tomado en sentido figurado de una tribulación que purifica, y se refiere a las aflicciones y persecuciones de todo género a que estaban expuestos los cristianos por parte de los paganos. Al mismo tiempo, la imagen del horno sugiere la idea de purificación. En el Apocalipsis, ?t???s?? se dice del fuego de la gehenna. Nada hay que autorice la opinión de los que ven aquí una alusión a la persecución de Nerón.
Las alegrías del cristiano han de estar en proporción con la participación en los dolores de Cristo (?.13). Cuanto más sufran, más han de alegrarse. Por eso, los apóstoles se sentían felices por haber sido "dignos de padecer ultrajes por el nombre de Jesús". San Pablo expresa también un pensamiento semejante en 2Co 1, 5. El hecho mismo de que los cristianos sufran es una prueba de que Dios los considera dignos de padecer por Cristo. De ahí que la medida de la alegría ha de ser la medida de la participación en los sufrimientos de Jesucristo. Y esta participación de los cristianos en los padecimientos de Cristo, será motivo para que, en el día del juicio final, cuando tenga lugar la revelación de la gloria de Cristo, el Señor premie a los buenos por las pruebas soportadas y castigue a los malos.
Los ultrajes sufridos con paciencia por el nombre de Jesús manifiestan la presencia activa en ellos del Espíritu Santo (v.14). San Pedro aplica a los cristianos lo que Isaías anunciaba del Emmanuel. El Espíritu Santo que habita en los cristianos es el Espíritu de la gloría, que nos ha de procurar la gloria eterna después de un breve período de sufrimiento en este mundo. Este pensamiento ha de alegrar a los cristianos en medio de las pruebas.
La doctrina de San Pedro sobre el Espíritu Santo se parece más a la de los sinópticos que a la de San Pablo o San Juan.
Es evidente que sufrir castigos por los crímenes cometidos es algo muy vergonzoso -el Evangelio no beatifica a los criminales por el solo hecho de haber expiado sus faltas-. Pero sufrir como cristiano no implica ninguna infamia; antes, al contrario, el que padece por el nombre de Cristo glorifica a Dios (v. 15-16). En el v.15 se encuentra el término griego ????t??ep?s??p??, que no se encuentra en ningún otro lugar antes del Pseudo-Dionisio. Por eso su significación es un tanto incierta. La traducción de la Vulgata: "alienorum appetitor," que es apoyada por las antiguas versiones, por Tertuliano y por San Cipriano, tal vez se refiera a aquellos cristianos indiscretos e imprudentes que se entrometían en los asuntos de otros, con peligro de comprometer a la Iglesia. Boatti traduce por intrigante, que parece corresponder mejor al sentido etimológico de la palabra.
Otro motivo que debe mover al cristiano a soportar con paciencia los sufrimientos es el juicio de Dios, que ya ha comenzado a ejecutarse a partir de la muerte del Salvador. Si el juicio ha comenzado primeramente por la casa de Dios (v.17), es decir, por la Iglesia, o por los miembros de la Iglesia, que sufren únicamente por el hecho de ser cristianos, y son, por lo tanto, justos, ¿cuál será el fin de los que rehúsan obedecer al Evangelio? Del mismo modo argumentaba Jesús dirigiéndose a las piadosas mujeres de Jerusalén. San Pedro vuelve a ratificar la dureza del juicio sobre los justos y lo implacable que será sobre los impíos con una cita tomada del libro de los Proverbios: si el justo se salva con dificultad y a fuerza de dolorosos sacrificios, ¿qué será del impío y del pecador? (v.18). Lo que el libro de los Proverbios dice de la salud terrena lo aplica San Pedro a la salvación escatológica.
El apóstol termina esta sección sacando una conclusión general (v.19) ¿e todo lo dicho acerca de las pruebas (v.12ss): los cristianos, aun cuando padezcan, deben aceptar la prueba con paciencia, abandonándose confiadamente en manos del Creador, que es fiel a sus criaturas y está dispuesto a socorrerlas en sus necesidades. Este abandono en Dios no ha de ser, sin embargo, un abandono quietista y ocioso, sino que ha de ir acompañado de la práctica constante de las obras buenas. Lo dicho se refiere a los que padecen según la voluntad de Dios y no a los que con sus crímenes se merecen el castigo

1P 5, 1-11. Advertencias a los Diversos Miembros de la Comunidad

San Pedro, después de haber exhortado a todos los fieles que sufren por el hecho de ser cristianos, se dirige especialmente a los pastores de la comunidad cristiana. Inculca a los pastores el deber de apacentar el rebaño con celo y buen ejemplo (v.1-4), y a continuación habla de los deberes comunes a los jóvenes y a todos los cristianos, recomendando la humildad, la sobriedad, la vigilancia y la confianza en Dios (v.5-11).

1P 5, 1-4. Advertencias dirigidas a los presbíteros

El apóstol, tomando pie de lo que acaba de enseñar en la sección anterior, recuerda a los presbíteros cómo el pensamiento del juicio ha de incitarlos a cumplir con la mayor exactitud sus deberes pastorales. En cuanto al término p?esß?te??? podemos observar que no designa la edad en oposición a los jóvenes, sino el oficio. Aquí, además, parece tener el mismo sentido que ep?s??p??. Ambos términos pueden considerarse en muchos lugares del Nuevo Testamento como sinónimos. La razón de esto debe de ser que ambos términos están tomados en el sentido etimológico de inspectores, vigilantes, y no según el significado jerárquico de obispos. La terminología de la jerarquía eclesiástica es todavía imprecisa. Pero la organización eclesiástica que presupone aquí San Pedro es semejante a la de los Hechos de los Apóstoles y de las epístolas pastorales. En estas epístolas los presbíteros son identificados con los obispos. Por los Hechos de los Apóstoles sabemos que San Pablo y San Bernabé habían constituido en las Iglesias del Asia Menor jefes jerárquicos llamados p?esß?te???. Durante el tercer viaje apostólico de San Pablo, éste reunió en Mileto a los presbíteros de Éfeso, y en su exhortación les decía: "Mirad por vosotros y por todo el rebaño, sobre el cual el Espíritu Santo os ha constituido obispos (ep?s??p???), para apacentar la Iglesia de Dios." Tanto en este discurso de San Pablo como en nuestra epístola, los presbíteros y obispos son identificados. En los tiempos apostólicos parece que todavía no existía distinción entre obispo y presbítero, aunque había jerarcas de orden superior, que correspondían a nuestros obispos -como Tito, Timoteo-, y jerarcas de orden inferior, que debían de asemejarse a nuestros simples sacerdotes.
San Pedro quiere exhortar a esos presbíteros, y con afectuosa delicadeza les recuerda los títulos que le dan derecho a intervenir para amonestarles (v.1). En primer lugar, les dice con gran humildad que es su copresbítero; es decir, su compañero y hermano en el sacerdocio. En segundo lugar, que ha sido testigo de los sufrimientos de Cristo desde Getsemaní hasta que murió en la cruz. Y, finalmente, que ha sido llamado a participar de la gloria de Jesucristo, que se manifestará en el día de la parusía; pero que ya se refleja, desde este mundo, sobre los que sufren por el nombre de Cristo. Tal vez San Pedro aluda al hecho de haber participado como testigo en la transfiguración de Jesucristo en el Tabor.
Pedro recuerda a los presbíteros que su misión es, ante todo, pastoral y está ordenada al bien del rebaño que les ha sido confiado (v.2). La imagen de pastor es aplicada frecuentemente a Yahvé en el Antiguo Testamento: Yahvé va delante del rebaño, lo conduce a los buenos pastos, lo defiende con el cayado, reúne a las ovejas extraviadas y lleva en su seno a las débiles. También es aplicada dicha imagen a los jefes del pueblo israelita, y especialmente al Mesías. En el Evangelio es el mismo Cristo el que se da a sí mismo el título de Buen Pastor. Y San Pedro les exhorta a ser buenos pastores y no mercenarios. Han de apacentar el rebaño de Dios que les ha sido confiado, vigilándolo no por fuerza, como mercenarios que esperan recibir un salario, sino de buen grado por amor de Dios. Ni tampoco con fines lucrativos, sino con amorosa abnegación y con intención sobrenatural. No con el fin de ejercer dominio sobre los demás, sino para darles ejemplo de caridad y abnegación (?.3). Por eso, Jesús enseñó a sus discípulos a no imitar a los príncipes de la tierra que tiranizan a los súbditos. La exhortación que hace San Pedro a no tiranizar parece suponer que los presbíteros ejercían autoridad sobre la comunidad y que podían abusar de ella.
San Pablo también recomienda con frecuencia el buen ejemplo como el mejor medio de exhortar a los fieles a la virtud y al bien. El término ?????? - "heredad" (Vulgata: "dominantes in cleris") no designa al clero propiamente dicho, como afirman algunos autores antiguos, sino que significa suerte, porción que le cae en suerte a uno, heredad. En nuestro texto designa la porción de fieles que había sido confiada al cuidado de cada pastor, es decir, lo equivalente hoy a parroquias.
El premio que aguarda a los pastores fieles en el día de la parusía, cuando aparezca el Pastor soberano para juzgar a los vivos y a los muertos, será la corona inmarcesible de la gloria (v.4), es decir, la vida eterna en la gloria del cielo. La corona simboliza aquí el premio eterno por los méritos adquiridos en este mundo. Como el griego lleva el artículo, indica que la promesa de una tal corona era conocida de los destinatarios de la epístola. El título de Pastor soberano tal vez haya sido sugerido por Jn 10, 14.

1P 5, 5-11. Advertencias dirigidas a los fieles

La perspectiva del juicio divino motiva (?µ???? = "igualmente") las advertencias que siguen. Los jóvenes, a los que el apóstol recomienda estar sometidos a los presbíteros, serían, según varios autores (De Ambroggi, Felten, etc.), los ministros de grado inferior en la jerarquía de la Iglesia. Sin embargo, a nuestro parecer, indicarían más bien los simples oficios, por oposición a los pastores, llamados ancianos (presbíteros); o también la gente joven, por oposición a los cristianos adultos. Sabido es que los jóvenes siempre han sido más inclinados a la independencia, y por eso necesitan que se les exhorte a la sumisión. Sin embargo, es preciso reconocer que aquí no se trata de adolescentes contrapuestos a adultos, como en Tt 2, 6.
Todos los cristianos, tanto los pastores como el rebaño, han de practicar la humildad en el ejercicio de la mutua caridad, porque, como dice el libro de los Proverbios, "Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da su gracia". Este texto es citado también por Santiago en un contexto que tiene interesantes paralelos con el nuestro. La idea de la exaltación del humilde y de la humillación del soberbio es muy frecuente en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. Han de revestirse, de ceñirse con la humildad. El verbo ????µß??s3?a significa "envolverse" en el ????µß?µa, que era un vestido corto propio de los esclavos, el cual se ceñía a los costados mediante un nudo (??µß??). Es posible que San Pedro aluda aquí al gesto de Jesús en la última cena, que, ciñéndose una toalla, se puso a lavar los pies de los discípulos.
El apóstol, apoyándose en el texto citado de los Proverbios, concluye de esta manera: Humillaos bajo la poderosa mano de Dios, aceptando con resignación y paciencia las tribulaciones que os quiera mandar, para que a su tiempo os ensalce (v.6). Humillarse, en nuestro texto, es aceptar humildemente los padecimientos inmerecidos, viendo en ellos la voluntad de Dios que así lo dispone. Todo está controlado por la poderosa mano de Dios, el cual hará cesar a su tiempo los sufrimientos que afligen a los cristianos. La verdadera exaltación de los humildes tendrá lugar en el día del juicio final, cuando el Señor dará a cada uno según los méritos adquiridos. Mientras tanto, San Pedro recomienda a los fieles que pongan toda su esperanza en Dios, abandonándose en sus manos (v.7). Este versículo está formado por una cita tomada del Sal 55, 23, el cual dice: "Echa sobre Yahvé el cuidado de ti," porque El se preocupa de los hombres. Los salmos invitan con frecuencia a confiar en Dios en medio de las tribulaciones. La doctrina del abandono en la Providencia divina es inculcada con fuerza por Jesús en el sermón de la Montaña.
Pero esta confianza constituiría una falsa seguridad si el cristiano no se mantiene vigilante. La vida austera y sobria contribuirá a que el fiel no pierda el control sobre sí mismo. Para el cristiano no hay un solo momento que no sea de peligro, pues el adversario no duerme. Y si el centinela no está alerta, podrá ser sorprendido fácilmente por el enemigo, que se lanzará sobre él como león rugiente. También Jesucristo recomienda con insistencia la vigilancia, y otro tanto hace San Pablo. El enemigo del cristiano es el diablo, que, como león, anda rondando, buscando a quién devorar (v.8). En el Apocalipsis, el demonio es presentado como "el grande dragón, la antigua serpiente, llamada diablo y Satanás, que extravía a toda la redondez de la tierra, el acusador de nuestros hermanos, el que los acusaba delante de nuestro Dios de día y de noche." En la parábola de la cizaña, el demonio se identifica con el enemigo, que de noche siembra la mala hierba entre el trigo bueno. Ante estos peligros, el cristiano ha de resistir al demonio armado con la fortaleza de la fe, que, como escudo invencible, le defenderá contra los más violentos asaltos. La virtud de la fe activada por la caridad, o sea la plena adhesión a Cristo por la fe viva, echará por tierra todos los planes del demonio.
La comparación del enemigo con un león es una imagen que ya se encuentra en el Antiguo Testamento.
La mejor defensa contra este león rugiente, o diablo, es el resistirle permaneciendo firmes en la fe (v.9). San Pedro sabía por propia experiencia la debilidad del hombre ante los asaltos del enemigo. Por eso, recordando la exhortación que Cristo le dirigió de confirmar en la fe a sus hermanos, y, al mismo tiempo, para infundir ánimo y confortar a los cristianos, les recuerda que los mismos padecimientos que ellos soportan los tienen que soportar sus hermanos (lit.: su fraternidad = la Iglesia) esparcidos por el mundo. El saber que todos los miembros de la Iglesia deben sufrir, lejos de ser un motivo de desaliento, constituía un motivo más para afianzarse en la fe. Las tribulaciones constituyen la suerte inseparable y común de todos los cristianos. Así lo han enseñado Jesús y los apóstoles en diversas ocasiones.
San Pedro añade todavía un motivo más para confortar a los fieles que sufren: Dios, que los llamó en Cristo a la gloria eterna, después de un breve padecer, los perfeccionara y afirmará, los fortalecerá y consolidará (v.10). Aunque en esta vida tengamos que sufrir siempre algo, hemos de tener confianza en que la fuerza de la gracia suplirá nuestra debilidad. Y a través de los breves padecimientos de la vida presente, llegaremos a la vida eterna. Además, los padecimientos de este mundo, por graves y prolongados que sean, serán bien poca cosa ante la gloria que nos espera.
El apóstol termina la epístola con una breve doxología (v.11), como en el capítulo 1P 4, 11, de entonación litúrgica, colocada antes de los saludos finales. Esta doxología va dirigida a Dios Padre, al cual pertenece la gloria y el imperio por los siglos.

1P 5, 12-14. Últimos avisos y saludos

Terminada la carta, San Pedro dirige los saludos finales a sus lectores, deseándoles la paz en la caridad. Silvano, probablemente, es el mismo que Silas, compañero de San Pablo en su segundo viaje apostólico, cuando fueron fundadas varias Iglesias del Asia Menor. Colaboró de una manera especial con San Pablo en la evangelización de Corinto. Es recordado también en las epístolas a los Tesalonicenses, escritas desde Corinto en el segundo viaje misionero. Después ya no vuelve a ser mencionado en la historia de San Pablo. Pudo entonces unirse a San Pedro. Probablemente Silvano no sólo fue el portador de la epístola, sino el amanuense de ella. Así lo han entendido los mejores comentaristas.
Silvano es presentado como el hermano fiel, al cual conocen perfectamente los lectores. Es el hermano de confianza, por ser bien conocido y estimado en las comunidades cristianas del Asia Menor, a cuya fundación había contribuido. El autor sagrado afirma que su carta es breve. Y lo es, en efecto, si se considera la importancia de los temas tratados. Sin embargo, esta frase tal vez sea pura fórmula, sin referencia alguna a la extensión verdadera de la carta.
Les ha escrito para exhortarlos y recordarles la gracia de Dios, es decir, la fe cristiana, que nos obtendrá la gloria del cielo y la esperanza, que ya nos da en este mundo un gozo anticipado del cielo por medio de la fe. El contenido de la epístola de San Pedro se puede resumir en dos ideas: exhortación a permanecer en la fe y consolación en medio de las tribulaciones de la vida presente.
La misión principal del apóstol es la de ser testigo de Jesucristo. Y aquí San Pedro les asegura y garantiza que la fe cristiana, en la cual permanecen firmes y que han recibido en el bautismo, es la que les asegurará el cielo.
El saludo final es dado en nombre de la Iglesia de Babilonia, elegida con vosotros (?.13). La elegida es la Iglesia particular desde la cual escribe Pedro, y que, según la costumbre, saluda a las otras Iglesias. Algunos autores, sobre todo protestantes, ven en esta elegida a la mujer de San Pedro. Si bien San Pedro estaba casado, no es probable que aquí aluda a su esposa. La verdadera interpretación de la epístola se opone a este modo de ver. Al comienzo de la epístola, San Pedro llamaba a los cristianos elegidos. Aquí, siguiendo la misma idea, llama elegida a la "fraternidad," es decir, al conjunto de los cristianos, a la Iglesia. San Juan también llama elegida a la Iglesia a la cual se dirige. Además, casi todos los autores antiguos y la mayor parte de los modernos ven designada en esta expresión a la Iglesia de Roma, elegida como las Iglesias de los destinatarios. El nombre de Babilonia era de uso corriente entre los judíos cristianos para designar la Roma pagana. Así es llamada en el Apocalipsis, en los libros apócrifos y en la literatura rabínica. La Babilonia del Éufrates, que en tiempo de San Pedro era un montón de ruinas. La Babilonia de Egipto es otra posibilidad.
También San Pedro envía los saludos a su hijo Marcos. Nadie hoy sostiene que se trate de un hijo físico de San Pedro, sino de un hijo espiritual, por haber sido regenerado por el apóstol a la vida sobrenatural mediante el bautismo. Parece que se trata de Marcos el evangelista. La casa de su madre en Jerusalén fue donde se refugió San Pedro al ser liberado por un ángel de la cárcel.
Acompañó a San Pablo y a San Bernabé, del cual era primo; pero los abandonó pronto. Alrededor del año 6o se encontraba en Roma con San Pablo. Papías nos dice que acompañó a San Pedro y que fue su intérprete.
El beso de caridad (v.14) era el símbolo del amor sobrenatural que debía unir a los cristianos. Es mencionado por San Pablo en cuatro de sus epístolas. Este beso de caridad es puesto en conexión con las oraciones de la liturgia cristiana por los autores antiguos. Por eso, este final de las epístolas de San Pablo y de San Pedro insinúa que las cartas de los apóstoles eran leídas durante una función litúrgica.
Y, finalmente, el apóstol les desea la paz, siguiendo el ejemplo y las enseñanzas de Cristo. La paz que desea San Pedro es el complejo de todos los bienes mesiánicos. Los judíos también solían saludar deseando la paz = salom.