Padres de la Iglesia
CIRILO DE JERUSALÉN
Índice de las Catequesis
Catequesis XXIII (mistagógica V). La celebración de la Eucaristía
De la Primera carta de Pedro: Rechazad, por tanto, toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias», etc. (1P 2, 1 ss.).
Transición1
1. En las asambleas anteriores oísteis hablar abundantemente, por don de Dios, tanto del bautismo como de la crismación y de la toma del cuerpo y de la sangre de Cristo. Pero debemos pasar ahora a lo que sigue, con lo cual pondremos fin al edificio de vuestra enseñanza espiritual.
El lavatorio de las manos, signo de la inmunidad del pecado
2. Habéis visto cómo el diácono alcanzaba el agua, para lavarse las manos, al sacerdote y a los presbíteros que estaban alrededor del altar. Pero en modo alguno lo hacía para limpiar la suciedad corporal. Digo que no era ése el motivo, pues al comienzo tampoco vinimos a la Iglesia porque llevásemos manchas en el cuerpo. Sin embargo, esta ablución de las manos es símbolo de que debéis estar limpios de todos los pecados y prevaricaciones. Y al ser las manos símbolo de la acción, al lavarlas, significamos la pureza de las obras y el hecho de que estén libres de toda reprensión. ¿No has oído al bienaventurado David aclarándonos este misterio y diciendo: «Mis manos lavo en la inocencia y ando en torno a tu altar, Señor» (Sal 26, 6)? Por consiguiente, lavarse las manos es un signo de la inmunidad del pecado.
El beso de la paz2
3. Después, el diácono exclama: «Hablaos, y besémonos mutuamente». Y no pienses que este ósculo es de la misma clase que los que se dan los amigos mutuos en la plaza pública. Este beso no es de esa clase. Pues reconcilia y une unas almas con otras, y les garantiza el total olvido de las injurias. Es signo, por consiguiente, de que las almas se funden unas con otras y de que deponen cualquier recuerdo de las ofensas. Por eso decía Cristo: «Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda» (Mt 5, 23-24). Por tanto, el ósculo es reconciliación y, por ello, es santo, como dice en alguna parte el bienaventurado Pablo: «Saludaos los unos a los otros con el beso santo» ( 1Co 16, 20); y Pedro: «Saludaos unos a otros con el beso de amor» (1P 5, 14).
Invocaciones iniciales al comienzo de la anáfora
4. Después exclama el sacerdote: «Arriba los corazones». Pues verdaderamente, en este momento trascendental, conviene elevar los corazones hacia Dios y no dirigirlos hacia la tierra y los negocios terrenos. Es, por tanto, lo mismo que si el sacerdote mandara que todos dejasen en ese momento a un lado las preocupaciones de esta vida y los cuidados de este mundo, y que elevasen el corazón al cielo hacia el Dios misericordioso. Luego respondéis: «Lo tenemos (levantado) hacia el Señor», con lo que asentís a la indicación por la confesión que pronunciáis. Que ninguno que esté allí, cuando dice: «Lo tenemos hacia el Señor», tenga en su interior su mente llena de las preocupaciones de esta vida. Pues debemos hacer memoria de Dios en todo tiempo. Pero si, por la debilidad humana, se hiciere imposible, al menos en aquel momento hay que esforzarse lo más que se pueda.
Es justo, por nuestra parte, dar gracias al Señor
5. Después de esto dice el sacerdote: «Demos gracias al Señor». Pues debemos estar verdaderamente agradecidos de que cuando éramos indignos, nos llamó a tan inmensa gracia, y de que, cuando éramos enemigos, nos reconcilió (cf. Rm 5, 10) y nos concedió el Espíritu de adopción (Rm 8, 15). Vuestra respuesta es: «Es digno y justo»3 Pues, cuando damos gracias, hacemos algo digno y justo, aunque él, sin seguir estrictamente lo justo, sino yendo más allá de ello, nos hizo bien y nos hizo dignos de tan grandes bienes.
El comienzo de la anáfora y el «Santo»
6. Hacemos mención, después, del cielo, de la tierra y del mar; del sol y de la luna, de los astros y de toda creatura, dotada de razón o sin ella, visible o invisible; de los ángeles, de los arcángeles, de las virtudes, dominaciones, principados, potestades y tronos; de los querubines dotados de muchos rostros4; todos diciendo aquello de David: «Cantad conmigo al Señor» (Sal 34, 4). Hacemos también mención de los serafines que, en el Espíritu Santo, vio Isaías alrededor del trono de Dios y que cubrían con dos alas su rostro, con dos alas los pies, y con dos volaban diciendo: «Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos» (Is 6, 2-3). Recitemos, por tanto, esta teología5, para que, en la entonación comunitaria de las alabanzas, nos unamos a los ejércitos que están por encima del universo.
La epíclesis o invocación del descenso del Espíritu Santo sobre los dones del altar
7. A continuación, después de santificarnos a nosotros mismos mediante estas alabanzas espirituales6, suplicamos al Dios misericordioso que envíe al Espíritu Santo sobre los dones presentados7, para que convierta el pan en cuerpo de Cristo y el vino en la sangre de Cristo. Pues habrá quedado santificado y cambiado lo que haya sido alcanzado por el Espíritu Santo.
Oramos por todos los que lo necesitan
8. Pero después que ha sido realizado el sacrificio espiritual, culto incruento sobre aquella hostia de propiciación, rogamos a Dios por la paz de todas las Iglesias, por el buen gobierno del mundo, por las autoridades, por los soldados, por los amigos, por aquellos que están sujetos a enfermedades, por los que son presa de la aflicción y, en general, oramos y ofrecemos esta víctima por todos los que tienen alguna necesidad.
También por los difuntos
9. Recordamos también a todos los que ya durmieron: en primer lugar, los patriarcas, los profetas, los apóstoles, los mártires, para que, por sus preces y su intercesión, Dios acoja nuestra oración. Después, también por los santos padres y obispos difuntos y, en general, por todos cuya vida transcurrió entre nosotros, creyendo que ello será de la mayor ayuda para aquellos por quienes se reza.
Utilidad de la oración por los difuntos
10. Quiero aclararos esto con un ejemplo, puesto que a muchos les he oído decir: ¿de qué le sirve a un alma salir de este mundo con o sin pecados si después se hace mención de ella en la oración? Supongamos, por ejemplo, que un rey envía al destierro a quienes le han ofendido, pero después sus parientes, afligidos por la pena, le ofrecen una corona: ¿Acaso no se lo agradecerá con una rebaja de los castigos? Del mismo modo, también nosotros presentamos súplicas a Dios por los difuntos, aunque sean pecadores. Y no ofrecemos una corona, sino que ofrecemos a Cristo muerto por nuestros pecados, pretendiendo que el Dios misericordioso se compadezca y sea propicio tanto con ellos como con nosotros.
El Padre nuestro, entre la plegaria eucarística y la comunión
11. Y, después de todo esto, recitamos aquella oración que el Salvador entregó a sus mismos discípulos, llamando con conciencia pura Padre a Dios y diciendo: «Padre nuestro que estás en los cielos» (Mt 6, 9)8 ¡Oh gran misericordia de Dios para con los hombres!, juntamente con su amor. Hasta tal punto se compadeció de quienes se apartaron de él y se afirmaron en los mayores males que les concedió el olvido de las injurias y la participación en la gracia de modo que le llamasen Padre: «Padre nuestro que estás en los cielos». Pues del cielo habían de ser quienes llevaran la imagen del cielo9, en quienes Dios habita y con quienes él camina10
12. «Santificado sea tu nombre». Por su naturaleza el nombre de Dios es santo, digámoslo nosotros o no lo digamos. Pero ya que, por medio de quienes pecan, se le profana en ocasiones, según aquello de que «el nombre de Dios, por vuestra causa, es blasfemado entre las naciones» (Is 52, 5, tal como aparece citado en Rm 2, 24), oramos para que en nosotros sea santificado el nombre de Dios. Y no es que comience a ser santo porque anteriormente no lo fuese, sino que en nosotros se hace santo cuando nos santificamos nosotros mismos y hacemos cosas dignas de la santidad.
13. «Venga tu Reino» (Mt 6, 10). Es propio del alma pura decir con confianza: «Venga tu Reino». Pues quien haya oído a Pablo, que dice: «No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal» (Rm 6, 12), y sea consciente de su pureza en obras, pensamientos y palabras, clamará a Dios: «Venga tu Reino».
14. «Hágase tu Voluntad en la tierra como en el cielo». Los bienaventurados ángeles de Dios hacen la voluntad de éste, como decía David en los Salmos: «Bendecid a Yahvé, ángeles suyos, héroes potentes, ejecutores de sus órdenes, en cuanto oís la voz de su palabra» (Sal 103, 20)11 Tu oración, por consiguiente, tiene esta fuerza y esta significación, como si dijeras: «Como se hace tu voluntad en los ángeles, así se haga, Señor, en la tierra sobre mí».
15. «Danos hoy nuestro pan necesario» (Mt 6, 11 )12, El pan ordinario no es sustancial. Pero este pan, que es santo, es sustancial, como si dijeras que está dirigido a la sustancia del alma. Este pan no va a parar al vientre ni entra en la defecación, sino que se reparte entre todo tu ser para utilidad del cuerpo y del alma. El «hoy» se dice por «todos los días». Como también Pablo decía: «Cada día mientras dure este hoy» (Hb 3, 13)13
16. «Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6, 12). Tenemos realmente muchos pecados, puesto que causamos ofensas con la palabra y el pensamiento y realizamos muchas cosas, merecedoras de condenación. Y «si decimos: "No tenemos pecado", nos engañamos y la verdad no está en nosotros», como dice Juan (1Jn 1, 8). Hacemos, pues, un pacto con Dios, orando para que nos perdone los pecados, como también nosotros perdonamos sus deudas a nuestros prójimos. Sopesando, por tanto, lo que recibimos a cambio, no titubeemos ni dudemos en perdonar las mutuas ofensas. Las ofensas que se nos hacen son pequeñas, ligeras y fáciles de olvidar. Pero las que cometemos contra Dios son grandes y sólo pueden borrarse con la ayuda de su sola benignidad. Guárdate, pues, de que, por cosas pequeñas y por naderías dirigidas a ti, te excluyas a ti mismo del perdón de los pecados ante Dios.
17. «Y no nos dejes caer en la tentación (Mt 6, 13), Señor». ¿Acaso el Señor nos enseña a pedir que no seamos tentados en absoluto? ¿Y cómo es que en otro lugar se dice: «Quien no ha pasado pruebas poco sabe» (Si 34, 10)14, y también: «Considerad como un gran gozo, hermanos míos, el estar rodeados por toda clase de pruebas». Pero entrar en tentación, ¿acaso no significa hundirse en ella? Pues la tentación es algo semejante a un torrente difícil de atravesar. Pero, aquellos a quienes no se los traga la tentación, la atraviesan como hábiles nadadores sin ser arrastrados por nada. Pero los que no son así, se hunden nada más entrar. Así fue, por poner un ejemplo, Judas. Al entrar en la tentación de la avaricia, no nadó sino que se hundió, y se ahogó en cuerpo y en espíritu. Pedro entró en la tentación de la negación, pero, a pesar de haber entrado, no se hundió, sino que, llorando intensamente, fue liberado de la tentación. Oye también, por su parte, al coro de los santos incólumes, que prorrumpe en acción de gracias al ser liberado de la tentación:
«Tú nos probaste, oh Dios,
nos purgaste, cual se purga la plata;
nos prendiste en la red,
pusiste una correa a nuestros lomos,
dejaste que un cualquiera a nuestra cabeza cabalgara,
por el fuego y el agua atravesamos;
mas luego nos sacaste para cobrar aliento» (Sal 66, 10-12).
¿No ves la alegría confiada de quienes han pasado sin haberse hundido? «Mas luego, se añade, nos sacaste para cobrar aliento». Que ellos llegaran a cobrar aliento significa que fueron liberados de la tentación15
18. «Mas líbranos del maligno». Si el «no nos dejes caer en la tentación» quisiese decir no ser tentado en modo alguno, no habría añadido «mas líbranos del maligno16 El maligno es el diablo como adversario del que pedimos ser liberados. Y después, acabada la oración, dices: «Amén». Por este «Amén», que significa «así sea», refrendas y confirmas lo que se contiene en esta oración que Dios nos ha entregado.
«Las cosas santas a los santos». Invitación a la comunión
19. Después de todo esto dice el sacerdote: «Las cosas santas a los santos»17 Santas son las cosas que están sobre el altar, puesto que sobre ellas ha venido el Espíritu Santo. Santos sois también vosotros, enriquecidos por el don del Espíritu Santo. Y las cosas santas son buenas para los santos. Vosotros, además, añadís: «Sólo hay un santo y un solo Señor Jesucristo». Pues realmente sólo uno es santo, santo por naturaleza; pero también nosotros somos santos, pero no por naturaleza, sino por participación y por la práctica de las obras y el deseo.
La comunión del cuerpo y la sangre del Señor
20. Oíste después la voz del salmista que os invitaba, por medio de cierta divina melodía, a la comunión de los santos misterios y decía: «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 34, 9)18 Pero no juzguéis ni apreciéis esto como una comida humana: quiero decir, no así, sino desde la fe y libres de toda duda. Pues a los que los saborean no se les manda degustar pan y vino, sino lo que éstos representan en imagen, pero de modo real: el cuerpo y la sangre del Señor.
La comunión del cuerpo de Cristo
21. No te acerques, pues, con las palmas de las manos extendidas ni con los dedos separados, sino que, poniendo la mano izquierda bajo la derecha a modo de trono que ha de recibir al Rey, recibe en la concavidad de la mano el cuerpo de Cristo diciendo: «Amén». Súmelo a continuación con ojos de santidad cuidando de que nada se te pierda de él. Pues todo lo que se te caiga considéralo como quitado a tus propios miembros. Pues, dime, si alguien te hubiese dado limaduras de oro, ¿no las cogerías con sumo cuidado y diligencia, con cuidado de que nada se te perdiese y resultases perjudicado? ¿No procurarás con mucho más cuidado y vigilancia que no se te caiga ni siquiera una miga, que es mucho más valiosa que el oro y que las piedras preciosas?
La comunión de la sangre de Cristo
22. Y después de la comunión del cuerpo de Cristo, acércate también al cáliz de la sangre: sin extender las manos, sino inclinándote hacia adelante, expresando así adoración y veneración, mientras dices «Amén», serás santificado al tomar también de la sangre de Cristo. Y cuando todavía tienes húmedos los labios, tocándolos con las manos, santifica tus ojos y tu frente y los demás sentidos. Por último, en oración expectante, da gracias a Dios, que te ha concedido hacerte partícipe de tan grandes misterios.
23. Guardad íntegras estas tradiciones, y guardaos a vosotros mismos sin mancha. No os apartéis de la comunión ni mancilléis con vuestros pecados estos sagrados y espirituales misterios. «Que él, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu, el alma y el cuerpo, se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo» (1Ts 5, 23), a quien sea la gloria, el honor y el imperio con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y siempre y por los siglos de los siglos. Amén.
Notas
1 La catequesis expone los diferentes ritos de la celebración de la Eucaristía, después de terminada la liturgia de la Palabra. Se observa la continuidad ininterrumpida en lo esencial y en bastantes detalles de los ritos si se compara este texto de Cirilo con tradiciones más antiguas, empezando por la misma relación de 1Co 11, 17 ss., espec. 23 ss, y continuando por los testimonios, entre otros muchos, de la Didaché, Justino, Hipólito de Roma, las Constituciones Apostólicas, además de los numerosísimos formularios de las diversas Iglesias.
2 En la liturgia de la Eucaristía aquí descrita, el abrazo de paz se tiene antes de entrar en la proclamación de la anáfora. La oportuna mención expresa de Mt 5, 23-24 confirma el sentido de esta colocación del abrazo de paz: el mutuo beso de paz expresa la reconciliación entre los presentes en la celebración de la Eucaristía antes de la común acción de gracias que es la plegaria eucarística.
3 Es el sentido directo de las expresiones del texto original.
4 Cf Ez 10, 21.
5 «Teología» está aquí empleada, no en el sentido actualmente corriente de «conocimiento de Dios», sino en el sentido cultual de alabanza o celebración de Dios. La frase podría traducirse: «Recitemos, por tanto, esta liturgia divina».
6 Vid. la insistencia de esta idea infra., núm. 19.
7 «Suplicamos al Dios misericordioso...», etc. (en el original, philanthropon) es fórmula griega muy corriente para la epíclesis Cf. en la edición mencionada de MIGNE PG 33, 1.115, nota 1.
8 El Padre nuestro, completo en Mt 6, 9-13. Como en casi toda esta versión, también aquí se utilizará la de la Biblia de Jerusalén, no la versión litúrgica oficial española actual. Con respecto a la versión «cotidiano», O «de cada día», aplicado al pan según Mt 6, 11, véase más abajo el núm. 15.
9 Cf. 1Co 15, 49: «Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste», lo cual queda expuesto en I Cor al hablar del modo de la resurrección.
10 Cf. 2Co 6, 16, que cita a Ez 37, 27: «Porque nosotros somos santuario de Dios vivo, como dijo Dios: "Habitaré en medio de ellos y andaré entre ellos; yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo"».
11 El texto original de la catequesis señala, de modo más expreso «haciendo sus voluntades» o «sus deseos», pero la traducción ofrecida responde mejor al sentido bíblico original y a la versión de los LXX.
12 Esta traducción es discutible, pero Mt 6, 11, cuya traducción siempre causó problemas, admite diversas interpretaciones. El texto griego de Mt llama a este pan epiousios, que puede traducirse por «cotidiano», pero también por «sustancial» (en cuanto derivado de ousía y de épeinai). Es sobre este sentido sobre el que Cirilo basa su explicación. La traducían «necesario» puede mediar entre los sentidos de cotidianeidad y de necesidad sustancial.
13 El «hoy» de cada día en que Dios constantemente está llamando al hombre. En otro orden de cosas, la catequesis participa de la opinión extendida comúnmente entonces, de que Pablo es el autor de la carta a los Hebreos.
14 Cf. también Rm 5, 3-4.
15 La idea que subyace a todo el párrafo es la, a pesar de todo, fragilidad del discípulo, que siempre puede decir no a su Señor. El ejemplo de Pedro es aducido por Cirilo para expresar que la caída en el pecado siempre puede encontrar solución en la misericordia de Dios.
16 La expresión ponerou puede referirse al mal en general o al «maligno», refiriéndose en este caso al diablo. Cirilo se inclina por esta segunda interpretación.
17 Según recuerda PG 33, 1.123, nota 1, esta expresión, como invitación a la comunión, se encuentra en todas las liturgias griegas, en la liturgia mozárabe y en diversas liturgias latinas.
18 El Sal 34 es empleado frecuentemente en diversas liturgias antiguas como canto de comunión, a la que se aplica especialmente el mencionado versículo 9.