Padres de la Iglesia

GREGORIO MAGNO

Ángeles

(Homilías sobre los Evangelios 34, 7-10).

Son nueve los coros de los ángeles. Por testimonio de la Escritura sabemos que hay ciertamente ángeles, arcángeles, virtudes, potestades, principados, dominaciones, tronos, querubines y serafines. La existencia de ángeles y arcángeles está atestiguada en casi todas las páginas de la Sagrada Escritura. De los querubines y serafines hablan con frecuencia los libros de los Profetas. Y San Pablo menciona otros cuatro coros cuando, escribiendo a los de Éfeso, dice: sobre todos los principados, y potestades, y virtudes, y dominaciones (Ef 1, 21). Y otra vez, escribiendo a los Colosenses, afirma: ora sean tronos, dominaciones principados o potestades (Col 1, 16) (...). Así pues, juntos los tronos a aquellos otros cuatro de que habló a los Efesios -esto es, a los principados, potestades, virtudes y dominaciones-, son cinco los coros de que el Apóstol hace particular mención. Si a éstos se añaden los ángeles, arcángeles, querubines y serafines, se comprueba que son nueve los coros de los ángeles (...). La voz ángel es nombre del oficio, no de la naturaleza, pues, aunque los santos espíritus de la patria celeste sean todos espirituales, sin embargo no a todos se les puede llamar ángeles. Solamente son ángeles (que significa mensajero) cuando por ellos se anuncian algunas cosas. De ahí que afirme el salmista: hace ángeles suyos a los espíritus (Sal 104, 4); como si claramente dijera que Dios, cuando quiere, hace también ángeles, mensajeros, a los espíritus celestiales que siempre tiene consigo. Los que anuncian cosas de menor monta se llaman simplemente ángeles, y los que manifiestan las más importantes, arcángeles. De ahí que a María no se le manda un ángel cualquiera, sino el arcángel San Gabriel pues era justo que para esto viniese un ángel de los más encumbrados, a anunciar la mejor de las nuevas. Por esta razón, los arcángeles gozan de nombres particulares, a fin de que-por medio de los hombres-se dé a conocer su gran poderío (...). Miguel significa ¿quién como Dios?; Gabriel, la fortaleza de Dios; y Rafael, la medicina de Dios. Cuantas veces se realiza algo que exige un poder maravilloso, es enviado San Miguel, para que por la obra y por el nombre se muestre que nadie puede hacer lo que hace Dios. Por eso, a aquel antiguo enemigo que aspiró, en su soberbia, a ser semejante a Dios, diciendo: escalaré el cielo; sobre las estrellas de Dios levantaré mi trono; me sentaré sobre el monte del testamento, al lado del septentrión; sobrepujaré la altura de las nubes y seré semejante al Altísimo (Is 14, 13-14); al fin del mundo, para que perezca en el definitivo suplicio, será dejado en su propio poder y habrá de pelear con el Arcángel San Miguel, como afirma San Juan: se trabó una batalla con el arcángel San Miguel (Ap 12, 7). De este modo, aquél que se erigió, soberbio, e intentó ser semejante a Dios, aprenderá-derrotado por San Miguel-que nadie debe alzarse altaneramente con la pretensión de asemejarse a Dios. A María es enviado San Gabriel, que se llama la fortaleza de Dios, porque venía a anunciar a Aquél que se dignó aparecer humilde para pelear contra las potestades infernales. De Él dice el salmista: levantad, ¡oh príncipes!, vuestras puertas, y elevaos vosotras, ¡oh puertas de la eternidad!, y entrará el Rey de la gloria... (Sal 24, 7). Y también: el Señor de los ejércitos, ése es el Rey de la gloria (ibid. 10). Luego el Señor de los ejércitos y fuerte en las batallas, que venía a guerrear contra los poderes espirituales, debía ser anunciado por la fortaleza de Dios. Asimismo Rafael significa, como hemos dicho, la medicina de Dios; porque cuando, haciendo oficio de médico, tocó los ojos de Tobías, hizo desaparecer las tinieblas de su ceguera. Luego es justo que se llamara medicina de Dios. Y ya que nos hemos entretenido interpretando los nombres de los ángeles, resta que expongamos brevemente el significado de los ministerios angélicos. Llámanse virtudes aquellos espíritus por medio de quienes se obran más frecuentemente los prodigios y milagros, y potestades los que, entre los de su orden, han recibido mayor poder para tener sometidos los poderes adversos [los demonios], a quienes reprimen para que no tienten cuanto pueden a las almas de los hombres. Reciben el nombre de principados los que dirigen a los demás espíritus buenos, ordenándoles cuanto deben hacer; éstos son los que presiden en el cumplimiento de las divinas disposiciones. Se llaman dominaciones los que superan en poder incluso a los principados, porque presidir es estar al frente, pero dominar es tener sujetos a los demás. De manera que las milicias angélicas que sobresalen por su extraordinario poder, en cuanto tienen sujetos a su obediencia a los demás, se llaman dominaciones. Se denominan tronos aquellos ángeles en los que Dios omnipotente preside el cumplimiento de sus decretos. Como en nuestra lengua llamamos tronos a los asientos, reciben el nombre de tronos de Dios los que están tan llenos de la gracia divina, que en ellos se asienta Dios y por medio de ellos decreta sus disposiciones. Los querubines son llamados también plenitud de ciencia; y estos excelsos ejércitos de ángeles son denominados querubines porque, cuanto más de cerca contemplan la claridad de Dios, tanto más repletos están de una ciencia más perfecta; y así, en cuanto es posible a unas criaturas, saben más perfectamente todas las cosas en cuanto que, por su dignidad, ven de modo más claro al Creador. En fin, se denominan serafines aquellos ejércitos de ángeles que, por su particular proximidad al Creador, arden en un amor incomparable. Serafines son los ardientes e inflamados, quienes-estando tan cerca de Dios, que entre ellos y Dios no hay ningún otro espíritu-arden tanto más cuanto más próximo le ven. Ciertamente su amor es llama, pues cuanto más sutilmente ven la claridad de Dios, tanto más se inflaman en su amor

En la Resurrección del Señor

(Homilías sobre los Evangelios, 26).

La primera cuestión que viene a nuestro pensamiento durante la lectura del Evangelio de este día es: ¿cómo era real y verdadero el cuerpo de Jesucristo después de su resurrección, que pudo penetrar en el lugar donde estaban sus discípulos con las puertas cerradas? Debemos tener presente que las operaciones divinas, si llegan a ser comprensibles por la razón, dejan de ser maravillosas; tampoco tiene mérito la fe cuando la razón humana la comprueba con la experiencia. Estas mismas obras de nuestro Redentor, que de suyo no pueden comprenderse deben ser medidas con alguna otra obra suya, para que los hechos más admirables confirmen a los que lo son menos. Así, aquel mismo cuerpo que, al nacer, salió del seno virginal de María, entró en aquella habitación cerrada donde se encontraban los discípulos. ¿Qué tiene, pues, de extraño, que el que había de vivir para siempre, el que al venir a morir salió del seno de la Virgen, penetrase en ese lugar con las puertas cerradas? Enseguida, como vacilaba la fe de los que veían aquel cuerpo visible, les enseña las manos y el costado, y dio a tocar la misma carne que introdujo en aquella estancia cerrada. Con este gesto, al mostrar su cuerpo palpable e incorruptible a la vez, manifestó dos hechos maravillosos que, según la razón humana, son totalmente opuestos entre sí, pues es de necesidad que se corrompa lo palpable y que lo incorruptible no pueda tocarse. No obstante, de modo admirable e incomprensible, nuestro Redentor, después de la resurrección, manifestó su cuerpo incorruptible para invitarnos al premio, y palpable, para confirmarnos en la fe. Nos lo mostró así para manifestar que su cuerpo resucitado era de la misma naturaleza que antes, pero con distinta gloria. Y les dijo: la paz sea con vosotros. Como el Padre me envió así os envío Yo (Jn 20, 21); esto es: así como mi Padre, Dios, me envió a mí, Yo también, Dios-Hombre, os envío a vosotros, hombres. El Padre envió al Hijo cuando, por determinación suya, debía encarnarse para la redención del género humano. Dios quiso que su Hijo viniera a este mundo a padecer, pero no dejó por eso de amarle en todo momento. El Señor también envió a los Apóstoles que había elegido, no para que gozasen de este mundo, sino para padecer. Del mismo modo que el Hijo fue amado del Padre, y no obstante lo envía al Calvario, así también el Señor amó a los discípulos, y sin embargo los envía a padecer: así como me envió el Padre, también os envío a vosotros, es decir: cuando Yo os mando ir entre las asechanzas de los perseguidores, os amo con el mismo amor con que el Padre me ama al hacerme venir a sufrir tormentos (...). Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo (Jn 20, 22-29). Debemos preguntarnos qué significa el que Nuestro Señor enviara una sola vez el Espíritu Santo cuando vivía en la tierra y otra cuando ya reinaba en el Cielo, pues en ningún otro lugar se dice claramente que fue dado el Espíritu Santo sino ahora, y después, cuando desde lo alto descendió sobre los Apóstoles en forma de lenguas de fuego. ¿Por qué motivo lo hizo, sino porque es doble el precepto de la caridad: el amor a Dios y al prójimo? Así como la caridad es una sola y sus preceptos dos, el Espíritu Santo es uno y se da dos veces: la primera, por el Señor cuando vive en la tierra; la segunda, desde el Cielo, porque en el amor del prójimo se aprende el modo de llegar al amor de Dios. De ahí que diga el mismo San Juan: el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve (1Jn 4, 20). Cierto que ya estaba el mismo Espíritu Santo en las almas de los discípulos por la fe, pero hasta después de la Resurrección del Señor no les fue dado de una manera manifiesta (...). Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando vino Jesús (Jn 20, 24). Sólo este discípulo no se hallaba presente, y cuando vino oyó lo que había sucedido y no quiso creer lo que oía. Volvió de nuevo el Señor y descubrió al discípulo incrédulo su costado para que lo tocase y le mostró las manos, y presentándole las cicatrices de sus llagas curó las de su incredulidad. ¿Qué pensáis de todo esto, hermanos carísimos? ¿Acaso creéis que fue una casualidad todo lo que sucedió en aquella ocasión: que no se hallase presente aquel discípulo elegido y que, cuando vino, oyera, y oyendo dudara, y dudando palpara, y palpando creyera? No, no sucedió esto casualmente, sino por disposición de la divina Providencia. La divina Misericordia obró de una manera tan maravillosa para que, al tocar aquel discípulo las heridas de su Maestro, sanase en nosotros las llagas de nuestra incredulidad. De manera que la duda de Tomás fue más provechosa para nuestra fe, que la de los discípulos creyentes, pues, decidiéndose él a palpar para creer, nuestra alma se afirma en la fe, desechando toda duda (...). Respondió Tomás y le dijo: ¡Señor mío y Dios mío! Jesús contestó: porque me has visto has creído (Ibid. 28-29). Dice el Apóstol San Pablo: la fe es certeza en las cosas que se esperan; y prueba de las que no se ven (Hb 11, 1 ). Resulta claro que la fe es la prueba decisiva de las cosas que no se ven, pues las que se ven, ya no son objeto de la fe, sino del conocimiento. Ahora bien, ¿por qué, cuando Tomás vio y palpó, el Señor le dice: porque me has visto has creado? Porque él vio una cosa y creyó otra: el hombre mortal no puede ver la divinidad; por tanto, Tomás vio al hombre y confesó a Dios, diciendo: ¡Señor mío y Dios mío!: viendo al que conocía como verdadero hombre, creyó y aclamó a Dios, aunque como tal no podía verle. Causa mucha alegría lo que sigue a continuación: bienaventurados los que sin haber visto han creído (Jn 20, 29). En esta sentencia estamos especialmente comprendidos nosotros, que confesamos con el alma al que no hemos visto en la carne. Sí, en ella se nos designa a nosotros, pero con tal que nuestras obras se conformen a nuestra fe, pues quien cumple en la práctica lo que cree, ése es el que cree de verdad. Por el contrario, de aquéllos que sólo creen con palabras, dice San Pablo: hacen profesión de conocer a Dios, pero lo niegan con sus obras (1Tm 1, 16). Y, por eso, dice Santiago: la fe sin obras está muerta (St 2, 26). (...). Estamos celebrando la solemnidad de la Pascua; pero debemos vivir de modo que merezcamos llegar a las fiestas de la eternidad. Todas las festividades que se celebran en el tiempo pasan; procurad, cuantos asistís a esta solemnidad no ser excluidos de la eterna (...). Meditad, hermanos, en vuestro interior las promesas que son perdurables, y tened en menos las que pasan con el tiempo como si ya hubieran pasado. Apresuraos a poner toda vuestra voluntad en llegar a la gloria de la resurrección, que en sí ha puesto de manifiesto la Verdad. Huid de los deseos terrenales que apartan del Creador, pues tanto más alto llegaréis en la presencia de Dios Omnipotente, cuanto más os distingáis en el amor al Mediador entre Dios y los hombres, el cual vive y reina con el Padre, en unidad del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén

Los bienes de la enfermedad

(Regla pastoral, 33, 12).

A los enfermos se les debe exhortar a que se tengan por hijos de Dios, precisamente porque los flagela con el azote de la corrección. Si no determinara dar la herencia a los corregidos, no cuidaría de enseñarlos con las molestias; por eso el Señor dice a San Juan por el ángel (Ap 3, 19): Yo, a los que amo, los reprendo y castigo; y por eso está también escrito: no rehúses, hijo mío, la corrección del Señor ni desmayes cuando Él te castigue, porque el Señor castiga a los que ama, y azota a todo el que recibe por hijo (Pr 3, 11). Y el Salmista dice: muchas son las tribulaciones de los justos, pero de todas los librará el Señor (Sal 34, 20) (...). Hay, pues, que enseñar a los enfermos que, si verdaderamente creen que su patria es el Cielo, es necesario que en la patria de aquí abajo, como en lugar extraño, padezcan algunos trabajos. Se nos enseña que en la construcción del templo del Señor [el templo de Jerusalén], las piedras que se labraban se colocaban fuera, para que no se oyera ruido de martillazos. Así ahora nosotros sufrimos con los azotes, para ser luego colocados en el templo del Señor sin golpes de corrección. Quienes eviten los golpes ahora, tendrán luego que quitar todo lo que haya de superfluo, para poder ser acoplados en el edificio de la concordia y la caridad (...) Se debe aconsejar a los enfermos que consideren cuán saludable para el alma es la molestia del cuerpo, ya que los sufrimientos son como una llamada insistente al alma para que se conozca a sí misma. El aviso de la enfermedad, en efecto, reforma al alma, que por lo común vive con descuido en el tiempo de salud. De este modo el espíritu, que por el olvido de sí era llevado al engreimiento, por el tormento que sufre en la carne, se acuerda de la condición a que está sujeto (...). Debe aconsejarse a los enfermos que consideren cuán grande don es la molestia del cuerpo, con la que pueden lavar los pecados cometidos y reprimir los que podrían cometerse. Mediante las llagas exteriores, en efecto, el dolor causa en el alma las llagas de la penitencia, conforme a lo que está escrito: los males se purgan por las llagas y con incisiones que penetran hasta las entrañas (Pr 20, 30). Se purgan los males por las llagas, esto es, el dolor de los castigos purifica las maldades, tanto las de pensamiento como las de obra, ya que con el nombre de entrañas suele entenderse generalmente el alma, y así como el vientre consume las viandas, así el alma considerando las molestias, las purifica (...). Para que los enfermos conserven la virtud de la paciencia, se les debe exhortar a que continuamente consideren cuántos males soportó Nuestro Redentor por sus criaturas; cómo aguantó las injurias que le inferían sus acusadores; cómo Él, que continuamente arrebata de las manos del antiguo enemigo a las almas cautivas, recibió las bofetadas de los que le insultaban; cómo Él, que nos lava con el agua de la salvación, no hurtó su rostro a las salivas de los pérfidos; cómo Él, que con su palabra nos libra de los suplicios eternos, toleró en silencio los azotes; cómo Él, que nos concede honores permanentes entre los coros de los ángeles, aguantó los bofetones; cómo Él, que nos libra de las punzadas de los pecados, no hurtó su cabeza a la corona de espinas; cómo Él, que nos embriaga de eterna dulcedumbre, aceptó en su sed la amargura de la hiel; cómo Él, que adoró por nosotros al Padre, aún siendo igual al Padre en la eternidad, calló cuando fue burlonamente adorado; cómo Él, que dispensa la vida a los muertos, llegó a morir siendo Él mismo la Vida

A la gloria por el esfuerzo

La transfiguración nos enseña el cielo, pero en los Evangelios va seguida y precedida de los anuncios de la pasión. Los Santos Padres toman pie de ello para demostrar que no hay sufrimiento que valga la pena comparado con la gloria (cf. Hom. 37 in Evang.: PL 76, 1278 ss.).

A) Grandeza de la gloria.

"Si consideramos, carísimos hermanos, cuál y cuán grande es el cielo que se nos promete, despreciaría nuestra alma cuanto hay en el mundo, pues todas las riquezas de esta vida, comparadas con la eterna, no son un placer, sino una carga, y deben llamarse muerte y no vida. Porque el mismo defecto diario de nuestra corrupción ¿qué es sino cierta muerte continuada? Pues ¿qué lengua puede explicar ni qué entendimiento concebir la grandeza de los goces celestiales, el mezclarse con los coros angélicos, el asistir con los espíritus bienaventurados a la gloria del Creador, mirar presente la faz de Dios, ver la luz que no reconoce límites, no ser atormentados por el temor de la muerte y gozar el don de la incorruptibilidad eterna? Ante toda esta felicidad el alma se entusiasma y desea ya encontrarse allí donde espera gozar sin fin".

B) Necesidad del esfuerzo.

"Mas no se pueden obtener los grandes premios sino mediante grandes trabajos. De aquí que nos diga el gran predicador San Pablo: Quienquiera que compite en el estadio, no es coronado si no compite legítimamente (2Tm 2, 5). Así, pues, deléitese el alma con la grandeza del premio, pero no se amedrente por los sufrimientos y trabajos".

a) Renuncia a la propia familia.

"Por lo que la suma Verdad dice a los que se le acercan: Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas aún a su propia vida, no puede ser mi discípulo" (Lc 14, 26). Extraño dilema. Cristo nos manda odiar a nuestras esposas, y San Pablo amarlas (Ef 5, 25). "¿Acaso podemos amar y aborrecer a un tiempo? Mas si examinamos detenidamente el sentido de ambos preceptos podremos cumplirlos discretamente, amando a aquellos que están ligados con nosotros por el parentesco de la carne cuando los encontramos amigos, y desconociéndolos odiándolos y apartándonos de ellos cuando los tengamos por adversarios en el camino del Señor. Es como amado por medio del odio el que por su ciencia exclusivamente carnal no es escuchado cuando nos induce al pecado".

b) Renuncia a la propia vida.

"Mas para demostrar el Señor que este odio para con el prójimo no debe proceder de mala voluntad del corazón, sino de caridad, dice: Y aún hasta a su propia vida (en la Vulgata, alma). Se nos manda, pues, que odiemos al prójimo, que odiemos a nuestra alma. Luego consta que debe aborrecer al prójimo amándole el que le aborrece como a sí mismo. Porque entonces aborrecemos bien nuestra alma cuando no asentimos a sus deseos carnales, cuando nos oponemos a sus apetitos y rechazamos sus concupiscencias. Y en cuanto que despreciándola y contrariándola la guiamos al bien, podremos decir que la amamos por medio del odio. Así es como debemos tener para el prójimo un odio discreto de manera que le amemos por lo que es y le odiemos en cuanto es un obstáculo en el camino que nos conduce a Dios". San Pablo, al oír profetizadas sus prisiones, como quiera que "había odiado perfectamente a su alma, decía: Pronto estoy, no sólo a ser atado, sino a morir en Jerusalén por el nombre del Señor Jesús (Hch 21, 22, ). No hago ninguna estima de mi vida con tal de acabar mi carrera (Hch 20, 24). Ves, pues, cómo odiaba a su alma, amándola al mismo tiempo, o mejor la amaba odiándola, puesto que deseaba entregarla a la muerte por Jesucristo, para resucitarla a la vida, de la muerte del pecado. Sírvanos este odio discreto que nos tenemos a nosotros mismos de norma y medida del odio que debemos profesar a nuestros prójimos. Sean amados todos en este mundo, aún los mismos enemigos; pero el adversario en el camino de Dios no sea amado, ni aunque fuere pariente. Porque todo el que anhela ya lo eterno, debe considerarse en el camino de Dios, como si no tuviera padre, ni madre, ni mujer, ni hijos, ni parientes, y aún como si él mismo no existiera; y así conozca a Dios tanto mejor, cuanto que en su causa no reconoce a nadie. Pues es mucho lo que los afectos carnales impiden los deseos del alma y oscurecen su luz; mas en manera alguna los sentiremos dañosos si los sujetamos y oprimimos. En resumen, debemos amar a nuestros prójimos, debemos tener caridad con todos, tanto parientes como extraños; pero jamás por ella nos hemos de apartar del amor de Dios".

c) Ayuno y limosna.

"Y cuál sea el odio que hemos de profesar a nuestra alma, nos lo manifiesta la Verdad, cuando añade: El que no toma su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo (Lc 14, 27). Porque la palabra cruz viene de cruciatus, tormento; y de dos modos podemos llevar la cruz del Señor, o afligiendo nuestro cuerpo con la abstinencia, o compadeciendo al prójimo, al considerar como nuestras sus necesidades. El que se conduele de las necesidades ajenas, lleva la cruz en su corazón". Se puede ayunar y compadecer al prójimo por motivos humanos, lo cual no basta. "De aquí que con sobrada razón nos diga Jesucristo: El que no toma su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo (ibid.). Es, pues, necesario cargar con la cruz y, además de ello, seguir al Señor, lo cual se lleva a cabo afligiendo el cuerpo con abstinencias o socorriendo al prójimo por el deseo de agradar a Dios. Porque el que hace esto por una mira puramente mundana, carga, es verdad, con la cruz, pero no quiere ir en pos del Señor".

C) Plan para conseguir la gloria.

Para indicarnos la salvación por medio del cumplimiento de estos preceptos, se nos proponen los siguientes ejemplos y normas:.

a) Meditar nuestro plan.

"¿Quién de vosotros, si quiere edificar una torre... no calcula los gastos, a ver si tiene para terminarla, no sea que, echados los cimientos y no pudiendo acabarla, todos cuantos lo vean comiencen a burlarse de él diciendo: Este hombre comenzó a edificar y no pudo concluir la obra? (Lc 14, 28). Todo lo que hagamos, debe considerarse bien de antemano".

Meditemos, pues, lo que debemos presupuestar para poder construir el edificio de nuestra salvación, "porque los edificios terrenos se diferencian de los celestiales en que para construir aquellos es necesario ahorrar y para levantar éstos es menester repartir... No lo entendió el joven que, invitado a seguir al Señor y "gustando como gustaba los gustos de la grandeza, no se decidió a los de la humildad... Consideremos también lo que se dice en el mismo pasaje: Todos cuantos lo vean comiencen a burlarse de él (ibid.), porque, según San Pablo, hemos venido a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y los hombres (1Co 4, 9). En todas nuestras obras consideremos que las están mirando nuestros enemigos, quienes siempre tienen algo que decir de ellas, y se congratulan de nuestros defectos. De aquí que el profeta, refiriéndose a esto mismo, dice: Dios mío, en ti confío; no me avergonzaré, ni mis enemigos se reirán de mí (Sal 25, 2-3 Vulgata). Pues si, al emprender las buenas obras, no vigilamos a los espíritus malignos, tendremos que sufrir la mofa de aquellos mismos que nos incitan al mal".

b) Pedir perdón a Dios.

"Pero si antes se nos ha presentado una comparación basada en la construcción de un edificio, ahora se nos propone otra de menor a mayor, para que por la consideración de las cosas pequeñas pensemos en las grandes. Dice el Evangelio: ¿Qué rey, saliendo a campaña para guerrear con otro rey, no considera primero y delibera si puede hacer frente con diez mil hombres al que viene contra él con veinte mil? Si no, hallándose aún lejos aquél, le envía una embajada haciéndole proposiciones de paz (Lc 14, 31-32). El rey, pues, antes de emprender la campaña, examina si puede hacer frente al que le declaró la guerra, y si considera que no tiene fuerzas bastantes para resistir, le manda una legación y pide la paz. Pues ¿con qué lágrimas debemos suplicar el perdón los que en aquel tremendo examen nos presentamos con fuerzas desiguales ante nuestro Rey, ya que nos hacen inferiores nuestra condición, nuestras flaquezas y nuestra causa?...

c) La limosna y la oración.

Quizás estemos ya libres de las culpas de las malas obras y exteriormente huyamos de todo mal. Pero ¿somos por ello suficientes para dar cuenta de nuestros pensamientos?... Nosotros, aunque aprovechemos mucho, apenas conservamos rectas nuestras obras exteriores. Porque aunque la lujuria haya sido arrancada de la carne, no lo ha sido sin embargo, de lo interior del corazón, y aquel que viene para juzgarnos examina al propio tiempo el interior y el exterior y posa de la misma manera las obras y los pensamientos. Por lo tanto, viene con un doble ejército contra una mitad el que ha de juzgar al mismo tiempo nuestras obras y nuestros pensamientos, siendo así que apenas estamos preparados en lo que atañe a las obras. ¿Qué hemos de hacer, pues, carísimos hermanos, cuando vemos que con un ejército como el nuestro no podemos oponernos al del Señor, que es doble, sino, mientras esté distante aún, enviarle una embajada y suplicarle la paz? Se dice que está distante, porque aún no se ve presente para el juicio. Enviémosle nuestras lágrimas en embajada, enviémosle obras de misericordia, sacrifiquemos en su ara hostias de expiación, reconozcamos que no podemos competir con él en el día del juicio; consideremos la fuerza de su poder y supliquémosle aquellos dones que son necesarios para obtener la paz. Esta ha de ser la embajada que aplaque al rey que viene. Pensad cuánta es la benignidad que nos muestra Aquel que viniendo puede confundirnos, y, sin embargo, retrasa su venida. Enviémosle nuestra embajada, llorando, dando limosnas y ofreciéndole sacrificios... El principal para obtener el perdón es el del altar, ofrendado con llanto y fervor, puesto que aquel que resucitó de entre los muertos para nunca más morir, vuelve a padecer por nosotros, por el misterio de este sacrificio. Pues cuantas veces se lo ofrecemos, otras tantas reproducimos su pasión para nuestra indulgencia"... "De este hecho, carísimos hermanos, colegid con certeza cuánto valdrá para desatar las ligaduras de nuestro corazón el sacrificio de la misa ofrecido por nosotros mismos cuando ofrecido por otro pudo desatar los vínculos del cuerpo.

d) Exhortación.

Por lo tanto, abandone el que pueda todo lo que posea. Mas el que no pueda abandonar todas sus cosas, envíe una embajada mientras el Rey está distante aún, y ofrezca lágrimas, limosnas y sacrificios. Pues Dios, que se sabe irresistible en su ira, quiere ser aplacado con preces. Espera la embajada de la paz, puesto que retarda aún su venida, porque, si quisiera, hubiera venido ya y hubiera aniquilado a sus enemigos. Anuncia que ha de venir muy terrible, y, con todo, se retrasa, porque no quiere castigar... Lavad, pues, carísimos hermanos, con lágrimas las manchas de los pecados, limpiadlas con limosnas y expiadlas con sacrificios. No queráis poseer por el deseo lo que no habéis dejado de usar. Tened esperanza en el Redentor y elevad vuestro pensamiento a la patria eterna... Concédanos los gozos deseados el que nos dio el remedio de la eterna paz, Jesucristo nuestro Señor, que vive y reina con el Padre en unión del Espíritu Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén".