Romana
« Nº 65 • Julio - Diciembre 2017 »
Mundo y condición humana en san Josemaría Escrivá. Claves cristianas para una filosofía de las ciencias sociales
Ana Marta González. Universidad de Navarra
- Introducción
- Una tensión constitutiva
- La unidad radical de culto y cultura
- Lo extraordinario en lo ordinario
- Una teoría vital de las instituciones y del cambio social
Abstract
En esta exposición se exploran algunos aspectos de las enseñanzas de San Josemaría que, a juicio de la autora, iluminan desde una perspectiva teológica temas tratados principalmente por el pensamiento social moderno: esperanza, mundaneidad, liberación, culto y cultura, trabajo, responsabilidad por la creación, ciudadanía, libertad, temporalidad, formación… son claves de su predicación que permiten articular una visión de la existencia cristiana en el mundo, así como una teoría vital de las instituciones y el cambio social, capaces de entrar en diálogo con el pensamiento contemporáneo. Para ello, sin embargo, se precisa una reflexión previa sobre la posibilidad misma de poner en diálogo el registro teológico y pastoral en el que se mueve San Josemaría y el registro académico, filosófico y sociológico, en el que se mueven los autores que han pensado sobre la existencia humana en nuestro tiempo.
1. Introducción
¿En qué sentido pueden ser útiles las enseñanzas de san Josemaría Escrivá a la reflexión de un filósofo, sea o no cristiano?
Es posible que para contextualizar correctamente los términos y lugares teológicos de los que se sirve san Josemaría para difundir por todos los ambientes el mensaje de la vocación universal a la santidad, hayamos de estar familiarizados con la tradición del pensamiento cristiano en la que él mismo se formó. No obstante, aunque el hecho de que personas muy distintas, con muy diversa formación, no encuentren particulares dificultades para sentirse interpeladas por su mensaje sugiere que la clase de familiaridad que se precisa no se consigue necesariamente con erudición abundante.
Sin embargo, es patente que su predicación se abre a temas nuevos, específicamente modernos, tratados de manera especial por la filosofía de los dos últimos siglos: mundo, trabajo, tiempo, historia, vocación, cultura, libertad, ciudadanía, unidad de vida… Cuestiones todas que perfilan los contornos de lo que, recordando a Heidegger 1 y a Hannah Arendt 2, podríamos denominar una «teoría de la mundaneidad», y que, en la predicación y la vida de san Josemaría, aparecen articuladas con una sencillez y profundidad inusuales, de un modo que invita a poner en relación su mensaje con la reflexión filosófica y sociológica sobre estas cuestiones; una invitación que resulta especialmente oportuna en nuestro tiempo cuando, también desde un punto de vista filosófico y sociológico, la religión vuelve a estar en primer plano 3.
No se me oculta que, a primera vista, las restricciones metodológicas con las que se presenta la filosofía social contemporánea –principalmente no incorporar presupuestos antropológicos fuertes (sospechosos siempre de expresar posiciones particulares), ni, por supuesto, una filosofía de la historia que se sustraiga a toda posibilidad de falsación– podrían operar como un factor disuasorio, a la hora de reconocer en la vida y obra de un sacerdote católico algo relevante para el discurso filosófico.
No obstante, en la medida en que las convicciones religiosas, sin perder su especificidad 4, incorporan contenidos cognitivos, esta limitación de la filosofía social contemporánea constituye un obstáculo superable, sobre todo cuando el mismo discurso filosófico-social actual evoluciona en la línea de diagnosticar las patologías sociales atendiendo principalmente a las experiencias de opresión e injusticia, tal vez débilmente articuladas, pero no por ello menos reales, de personas corrientes, ajenas a las exigencias de coherencia y erudición de discursos teóricos que a menudo se presentan vinculados a posiciones elitistas 5. Precisamente esta evolución, que pretende devolver legitimidad ética a discursos con frecuencia muy abstractos, podría conducir a reconocer, también, la relevancia de un mensaje que es acogido por gentes de muy diversa extracción social y cultural, y que para todos ellos se convierte en un modo, eminentemente positivo, de afrontar opresiones de muy diverso tipo. Que se trate de un mensaje fundamentalmente religioso no debería constituir un problema, desde el momento en que dicho mensaje se presta a una exposición articulada y comprensible de sus contenidos, que no comporta confusión alguna entre lo sabido y lo creído.
Ahora bien: ¿es legítimo acercarse a los textos y la vida de Josemaría Escrivá, tratando de identificar los temas filosóficos en ellos implícitos, obviando las cuestiones teológicas que plantean? Más aún: ¿es siquiera posible? ¿Y qué interés podría tener esta tarea? En lo que sigue no afrontaré directamente las dos primeras cuestiones. Pienso que el mejor modo de mostrar el alcance y los límites de un empeño semejante es poniéndolo por obra. Sin duda, como apuntaba anteriormente, desentrañar los temas filosóficos implícitos en un autor que de ningún modo pretendió escribir una filosofía requiere cierta familiaridad con las fuentes y la perspectiva desde las que escribe, que en este caso son fuentes teológicas. Ahora bien, ¿qué sentido podría tener ilustrarse sobre la teología con objeto de hacer explícitas las dimensiones filosóficas de un pensamiento? ¿No es esto un despropósito?, ¿no significa invertir por completo el dictum medieval, para hacer de la teología una ancilla philosophiae? Peor aún: ¿no significa degradar un mensaje espiritual, de forma y contenido marcadamente existencial, al estatuto de una teoría más, exponiéndola a correr el destino de cualquier otra teoría?
No en mi opinión. Pues si, como lo pienso, la predicación y la vida de san Josemaría Escrivá configura una manera peculiar de estar en el mundo, que hace justicia armónicamente a las distintas dimensiones humanas, profundizar en ese mensaje, explicitar las categorías y la articulación temática que en él se contienen y ponerlas en relación con las que ha acuñado el pensamiento filosófico y sociológico contemporáneo, puede resultar de interés para estas últimas ciencias, y, más en general, para todos aquellos que, con objeto de ganar una perspectiva sapiencial sobre la propia tarea, persiguen comprender la estructura y el dinamismo de la existencia humana en el mundo. Por lo demás: ¿no es lógico esperar que una predicación dirigida a resaltar el valor santificador de las realidades seculares tenga algo que decir a las ciencias humanas que se ocupan de esas realidades seculares?
2. Una tensión constitutiva
Por de pronto, en el núcleo del mensaje de san Josemaría sobre la santificación de las realidades ordinarias, se encuentra la exhortación a «ser del mundo sin ser mundanos» 6. Ahora bien, en esta expresión se anuncia una tensión a la que también, de un modo u otro, cualquier filósofo que reflexione sobre la condición humana ha de rendir cuentas, si no quiere simplificar indebidamente el contenido de la experiencia. A lo largo de la historia, los filósofos han expresado, consciente o inconscientemente, la tensión constitutiva de lo humano de maneras muy diferentes: como compromiso entre contemplación y acción (Aristóteles), como conflicto entre moralidad y felicidad (Kant), como discrepancia actual entre el interés a largo plazo e interés a corto plazo (Hume 7) existencia propia o impropia (Heidegger)…; estas u otras tensiones no hacen otra cosa que expresar un rasgo derivado de nuestra finitud, a la que me gustaría llamar, metafóricamente, nuestra «herida constitutiva», que nada tiene que ver con la culpa original, sino que se relaciona con la apertura al infinito posible por nuestra racionalidad. Gracias a ello, el ser humano es «horizonte y confín» –en la expresión de Tomás de Aquino 8–, un ser fronterizo, al decir de Simmel 9, irreductible a una función única (Jaspers), capaz, sin embargo, de trascendencia.
Es precisamente en esa «tensión constitutiva», que define nuestra condición de criaturas racionales, donde toma cuerpo la esperanza10; una esperanza que, nuevamente, puede adquirir formas distintas, dependiendo de cómo de profunda se conciba esa herida. Así, la esperanza alimentada por el pensamiento utópico es sin duda muy diversa de la alimentada por la fe cristiana, tanto al menos como lo es su visión del hombre11. Para san Josemaría, la identidad humana queda definida por nuestra condición de hijos de Dios12, y la esperanza que surge de la conciencia de tal filiación13es una esperanza que, en tanto el hombre experimenta la realidad del pecado, no ya como transgresión actual de la ley, sino como olvido práctico de Dios14, es una esperanza de redención consumada, que abraza también al mundo15. Pues, como dice san Juan, ya somos hijos de Dios, pero todavía no se ha manifestado lo que seremos (cfr. 1Jn 3, 2), y mientras tanto –como diría san Pablo– el mundo sigue sujeto a vanidad (cfr. Rm 8, 20).
En este punto tiene importancia resaltar el plural: el mundo espera la manifestación de los hijos de Dios (Rm 8, 19)16, en plural. Porque la vanidad a la que está sujeto no es el producto de la acción de un solo hombre, sino de muchos17. En efecto: ¿en qué consiste esta vanidad? En último término, en el hecho de que los seres humanos viven replegados sobre sí mismos, lo cual, colectivamente, se plasma en estructuras auto-referenciales, opacas a la trascendencia18. Qué pertinentes resultan, en este sentido, las palabras del Papa Francisco, cuando alerta sobre la necesidad de superar rutinas y pensar en otros modelos de desarrollo19. Pues la redención del mundo pasa por la transformación de esas estructuras auto-referenciales, impulsando un modo de vida, individual y colectivo, animado, en su raíz, por un principio diferente:
«Hemos de trabajar mucho en la tierra; y hemos de trabajar bien, porque esa tarea ordinaria es lo que debemos santificar. Pero no nos olvidemos nunca de realizarla por Dios. Si la hiciéramos por nosotros mismos, por orgullo, produciríamos solo hojarasca: ni Dios ni los hombres lograrían, en árbol tan frondoso, un poco de dulzura»20.
Ciertamente, ya para san Agustín el amor de sí hasta el desprecio de Dios era principio fundador de una ciudad terrena, a la que habría de oponer otra ciudad diferente, fundada sobre el amor de Dios hasta el desprecio de sí. Ahora bien, al proponer su mensaje, san Josemaría no incide tanto en el desprecio de sí, ni del mundo, como en la posibilidad de cultivar un aprecio diferente de sí mismo y del mundo, un aprecio que remite a la mirada aprobatoria con la que Dios contempló su creación21, y que resulta de nuevo posible para el hombre tras la redención obrada por Cristo. Lo que san Josemaría ofrece es una visión positiva del mundo y de las realidades humanas22, que en último término deriva de la conciencia de la filiación divina. Ésta constituye, para san Josemaría, la clave de lectura desde la que afrontar la tensión constitutiva de la existencia humana.
En efecto: todas las realidades humanas, desde las más espirituales hasta las más materiales, quedan libres de la vanidad allí donde, liberado de rutinas23, el hombre vive pendiente de Dios, como hijo suyo, y no para el mundo, como su esclavo: entonces el hombre arrastra consigo todas esas realidades –su mundo– a un destino más alto: las libera, con la libertad de los hijos de Dios:
«Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios (1Co 3, 22-23). Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que –en ese movimiento– se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios (1Co 10, 31)»24.
Este movimiento ascendente, que a través del hombre recapitula todas las cosas en Cristo, queda recogido de forma condensada y terminante en un texto que aparece en varios lugares de los escritos de san Josemaría: «Sólo hay dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural o se vive vida animal»25.
Se trata de una expresión radical, que, a primera vista, parece pasar por alto la posibilidad teórica de una vida humana intermedia entre la animal y la sobrenatural. Sin embargo, esto es indicativo de que san Josemaría se dirige al hombre realmente existente, que nunca es solo un hombre natural, instalado en lo ya conseguido, sino en tensión constitutiva hacia algo más. Y el mensaje que le dirige es precisamente que la consistencia de lo humano y la belleza del mundo se preserva únicamente cuando el hombre vive por encima de sí mismo, según el don de Dios.
Formulada en estos términos, la idea tampoco es del todo extraña a la tradición filosófica. Ya Aristóteles exhortaba a «no tener pensamientos humanos puesto que somos hombres, ni mortales puesto que somos mortales, sino, en la medida en que no es dado, inmortalizarnos y vivir según lo más divino que hay en nosotros» (EN, X, 7). Y el propio Kant, después de haber trazado límites a la posibilidad del conocimiento metafísico, no puede dejar de referirse a los ideales de la razón, siquiera como ideales regulativos de nuestra experiencia, sin los cuales toda ella, la ciencia incluida, quedaría privada de sentido26. Frente a esto, el pretender vivir exclusivamente conforme a criterios humanos, extraídos de nuestra pobre experiencia cotidiana, no solo resulta humano, sino «demasiado humano» (no en el sentido de Nietzsche, sino en el de Aristóteles)27.
En efecto: a la experiencia humana, como apunta Pascal, pertenece alguna forma de auto-trascendencia, lo cual significa que existe una auto-limitación contraria al dinamismo propio de la vida humana, pues ésta reclama concebirse a sí misma como expresión y posibilidad de algo más grande de lo que nos es dado realizar aquí y ahora. Aristóteles concebía este «más» como una vida contemplativa que, en su expresión perfecta, siempre quedaba fuera del alcance humano, pues era privilegio de los dioses. En todo caso, para él, este modo contemplativo y divino de vivir parecería separar al hombre de los avatares humanos. La filosofía moderna no ha continuado por lo general en esa dirección; en su lugar ha aceptado, a lo sumo, formas de trascendencia intra-mundanas, como las accesibles en el arte, o, de otro modo, en la moral.
Por contraste, en un mensaje radicalmente religioso, como el de san Josemaría, el mundo corre el destino del hombre, de los hombres, y la exhortación a llevar vida contemplativa y, en este sentido, vivir «por encima de lo humano», incluyendo esas formas intra-mundanas de trascendencia, alcanza una radicalidad inusitada: no como una forma cualquiera de «auto-trascendencia» natural, ni tampoco según un ideal cualquiera, simplemente humano, de «contemplación», sino como invitación a recibir el don de Dios. Así, «ser cristiano es actuar sin pensar en las pequeñas metas del prestigio o de la ambición, ni en finalidades que pueden parecer más nobles, como la filantropía o la compasión ante las desgracias ajenas: es discurrir hacia el término último y radical del amor que Jesucristo ha manifestado al morir por nosotros»28.
En ello va implícita, también, una manera peculiar, estrictamente cristiana, de concebir la dimensión temporal de la existencia. San Josemaría remite con frecuencia al texto de san Pablo: «Caritas Christi urget nos» (2Co 5, 14) para iluminar el sentido profundo que tiene, para el cristiano, el «aprovechamiento del tiempo»: «Todo el espacio de una existencia es poco, para ensanchar las fronteras de tu caridad»29.
Esta concepción de la temporalidad, penetrada por la urgencia de la caridad, está repleta de consecuencias estructurantes de la existencia y del vivir cotidiano, que en san Josemaría adquieren concreciones muy específicas30. En todo caso, es viviendo con esa radicalidad, concibiendo su vida ordinaria ante todo como correspondencia al amor de Dios manifestado en Cristo y, por tanto, procurando un activo desprendimiento de sí mismo, como el hombre, la mujer cristiana, sea cual sea su condición, contribuyen a liberar la creación entera de la vanidad a la que ha sido sujeta por el pecado; «ser contemplativos» y «santificar las realidades terrenas» son actividades propias de los hijos de Dios, inseparables entre sí, y que están al alcance de todos los hombres, sin excepción, porque no descansan simplemente en las posibilidades de la naturaleza humana, sino en el don sobrenatural de Dios31.
En efecto: la exhortación a vivir vida sobrenatural no equivale a propugnar una contemplación filosófica al alcance de unos pocos privilegiados; ni es tampoco expresión de una virtud heroica producto del puro esfuerzo humano; sino que apunta sencillamente a vivir en el mundo como hijos de Dios, en Cristo, con la convicción esperanzada de que viviendo así, aceptando humildemente el don de Dios, y correspondiendo a él con todas las fuerzas, se lleva a término la redención, la liberación del mundo.
3. La unidad radical de culto y cultura
Conviene advertir que en lo anterior va implícita una manera específicamente cristiana de entender la cultura, o, mejor dicho, la conexión original –hoy día frecuentemente olvidada– entre culto y cultura. Es verdad que el uso explícito que hace san Josemaría del término cultura está más próximo a la acepción clásica y moderna –cultura como cultivo, como civilización32– que a la más contemporánea –cultura como expresión de la subjetividad, como modo de vida de un pueblo, que se expresa en normas y símbolos compartidos33–. Sin embargo, en su mensaje se encuentran profundamente fusionados ambos sentidos, como lo requiere la acepción original. Pues en el núcleo de toda cultura hay un culto. Sin embargo, mientras que en las religiones no cristianas ese culto giraba en torno a ritos sacrificiales, mediante los cuales los hombres mostraban su dependencia de la divinidad, en el cristianismo es Dios mismo quien se ofrece en sacrificio por los hombres, para rescatarlos del mal y hacerles partícipes de la misma vida de Dios. Y es precisamente este sacrificio el que está llamado a constituirse en el centro y la raíz de una nueva cultura, en la que ya no hay lugar para más víctimas, y en la que por consiguiente puede, entre otras cosas, crearse un espacio propiamente político, no secuestrado por discursos victimistas34.
Más radicalmente, ese acto sacrificial, revelador al mismo tiempo del amor de Dios por el hombre y del valor del hombre a los ojos de Dios, hace de los cristianos un único pueblo, con una misión específica en el mundo, pues constituye la fuente de ese otro culto «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23), que tiene por protagonistas a todos los cristianos, los cuales, conmovidos por el sacrificio de Dios en Cristo, aspiran a proyectar el mismo espíritu de Cristo en todas las actividades humanas, según la verdad que les es propia. Con ello enlaza directamente la exhortación de san Josemaría a santificar todas las realidades terrenas, cultivándolas según su lógica propia y en conformidad y prolongación del culto eucarístico35. Una exhortación en la que va implícita la importancia primordial del esfuerzo por adquirir las virtudes requeridas por nuestro lugar en el mundo, así como el rigor y la competencia profesional.
El mensaje de la santificación de las realidades terrenas invita a profundizar en el hecho de que la conexión entre culto y cultura, apuntada ya en las palabras del Génesis donde se dice que el hombre fue creado ut operaretur, para trabajar36, encuentra realización efectiva en la vida ordinaria, cuando la práctica moral y la entera vida social están alentadas por la vivencia del misterio eucarístico; por supuesto esa conexión tiene lugar también allí donde el rigor del trabajo intelectual propio de cada ciencia permanece abierto a un horizonte sapiencial, que encuentra su último sentido en la búsqueda de Dios. Sin embargo, considero significativo que, no obstante reconocer el papel singular de los intelectuales en la configuración de la cultura, a la hora de enfocar la cuestión específica de la santificación de estas tareas, san Josemaría se refiera a ellas indistintamente también como «trabajo», haciendo notar que la unidad entre fe y ciencia, que el cristiano reconoce como posible por una cuestión de principio, no se alcanza con frecuencia fácilmente, sin mediar un «duro trabajo»37.
Ésta –la de trabajo– es la categoría fundamental de la que se sirve san Josemaría para encauzar el culto que el cristiano está llamado a tributar a Dios en medio del mundo, precisamente al mismo tiempo que crea cultura. En efecto, en ese culto racional, agradable a Dios va implícita la búsqueda de la verdad, teórica y práctica, como una exigencia intrínseca del trabajo bien hecho: «Veritatem facientes in caritate» (Ef 4, 15). Y así, el culto que el cristiano tributa a Dios está en la base de su unidad de vida38, y en último término también de la unidad misma de la cultura39.
4. Lo extraordinario en lo ordinario
Así pues, tomar conciencia de que nuestra identidad más profunda es nuestra identidad de hijos de Dios, se constituye, para san Josemaría, en fuente de una esperanza que no anula el proceso ordinario –natural e histórico, cultural y social– por el que cualquier persona, en el lugar particular que le haya deparado la vida, llega a definir sus aspiraciones y adquiere una personalidad determinada, con sus particularidades y lealtades características. Pero, al mismo tiempo, la conciencia de la propia filiación divina tiene la virtualidad de orientar esos procesos en una dirección más alta, que conduce a sentir profundamente la solidaridad con todos los hombres, la responsabilidad por toda la creación: «Es la fe en Cristo, muerto y resucitado, presente en todos y cada uno de los momentos de la vida, la que ilumina nuestras conciencias, incitándonos a participar con todas las fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana. En esa historia, que se inició con la creación del mundo y que terminará con la consumación de los siglos, el cristiano no es un apátrida. Es un ciudadano de la ciudad de los hombres, con el alma llena del deseo de Dios, cuyo amor empieza a entrever ya en esta etapa temporal, y en el que reconoce el fin al que estamos llamados todos los que vivimos en la tierra»40.
Que tales consideraciones solo sean posibles desde la fe no las convierte en totalmente ajenas o irrelevantes a la reflexión filosófica. Pues a la filosofía le basta la posibilidad de una existencia edificada sobre estas convicciones para afirmar que otro mundo es posible y realizable, un mundo que, con la fuerza del espíritu, está dispuesto a combatir sin descanso la banalidad de una existencia mediocre, redimiendo el tiempo y desafiando la «reificación» de las estructuras enemigas de la persona y su libertad41, desde el interior mismo de esas estructuras.
En efecto: "participar con todas la fuerzas en las vicisitudes y en los problemas de la historia humana", como hace notar san Josemaría, significa ir más allá de un diagnóstico certero de los problemas que tiene planteado nuestro mundo; significa sentirse interpelado personalmente por tales problemas, y advertir, con nueva profundidad, el enorme potencial transformador de las estructuras que encierra el trabajo humano, cuando viene animado por un espíritu auténticamente cristiano, un espíritu de servicio que, como insiste el Papa Francisco, se despliega en beneficio del prójimo, especialmente de los más necesitados42. La clave de ese desafío la ofrece el muy citado punto 301 de Camino: «Un secreto.- Un secreto, a voces estas crisis mundiales son crisis de santos. –Dios quiere un puñado de hombres ‘suyos’ en cada actividad humana. –Después… "pax Christi in regno Christi"- la paz de Cristo en el reino de Cristo»43. Este punto expresa la confianza de san Josemaría en la fuerza históricamente transformadora de la libertad, cuando se abre a la acción de Dios en la propia vida; refleja también, como observa Pedro Rodríguez, una visión de la santidad y la vida interior «en estricta e interna relación con la "actividad humana", con los problemas de la sociedad humana». Esto nos invita a reflexionar expresamente sobre lo que san Josemaría designó en una ocasión como «materialismo cristiano», y que, según sus propias palabras, «se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu»44, así como a los espiritualismos desencarnados. En efecto: el «materialismo cristiano» es, para san Josemaría, directa consecuencia de la fe en la Encarnación del Verbo. Pues en este misterio se contiene el mensaje de que el mundo y la historia no son impermeables a la manifestación de Dios, ni opacos a su presencia. Por el contrario, cabe hablar, como lo hemos hecho, de una solidaridad de destino entre el mundo y el hombre, que no pone en peligro la referencia del hombre a Dios. Pues la conmensurabilidad entre el sujeto y el mundo no es perfecta: el mundo no es solo el correlato de la conciencia humana, sino también espacio para la manifestación y revelación de Dios, así como espacio de actos humanos que tienen a Dios, y no al mundo, como fin último.
Con ello se corresponde otro aspecto crucial del mensaje de san Josemaría: el aprecio por la contingencia como el lugar privilegiado para la manifestación de Dios, precisamente porque es ahí, en ese espacio de contingencia, donde el hombre ejercita y materializa su libertad. Ambas cosas se contienen en la invitación de san Josemaría a encontrar el quid divinum45 que se encierra en los detalles, y que toca a cada uno descubrir. No se trata solo de una recomendación piadosa, sino de advertir el kairós, la oportunidad y el valor del momento presente, en el que la presencia de Dios se nos hace material y de algún modo visible: hacer bien las cosas que tenemos entre manos no es ya solamente un requerimiento ético, derivado de nuestra posición en la sociedad humana, sino la oportunidad concreta que se nos ofrece de corresponder al don de Dios y de materializar su presencia en el mundo de los hombres, poniendo de manifiesto que no por ser ordinaria deja de ser transformadora.
Reconocer el horizonte trascendente que se abre al ejercicio de nuestra libertad, en el desempeño de las tareas más variadas, pertenece a la perfección de la existencia humana. Sin embargo, no se deriva de esto una distorsión de la lógica propia de esas tareas, sino una conciencia más clara de su interno requerimiento de salvación. Ahora bien, precisamente porque los asuntos humanos están sujetos a muchas contingencias, su perfeccionamiento y mejora no puede discurrir por cauces rígidos y prefijados, sino que ha de confiarse al discernimiento responsable de las personas. Por ello, precisamente, la confianza en la responsabilidad de las personas, que les lleva a buscar en cada caso las respuestas que se estimen mejores en conciencia, constituye un aspecto inseparable de la valoración de las realidades seculares, que san Josemaría tenía especialmente presente en su labor sacerdotal: «He concebido siempre mi labor de sacerdote y de pastor de almas como una tarea encaminada a situar a cada uno frente a las exigencias completas de su vida, ayudándole a descubrir lo que Dios, en concreto, le pide, sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana. Ese modo de obrar y ese espíritu se basan en el respeto a la trascendencia de la verdad revelada, y en el amor a la libertad de la humana criatura. Podría añadir que se basa también en la certeza de la indeterminación de la historia, abierta a múltiples posibilidades, que Dios no ha querido cerrar»46.
5. Una teoría vital de las instituciones y del cambio social
Esa misma certeza de la indeterminación de la historia explica otro aspecto que veo implícito en su modo de afrontar las realidades seculares y que, a falta de una expresión mejor, describiría como una «teoría vital» de las instituciones y del cambio social.
Sin duda, el hecho mismo de que cifre la respuesta a las crisis mundiales en la santidad, nos habla ante todo de la prioridad de la vida del espíritu47. Pero, como hemos apuntado, no debe entenderse en sentido espiritualista: la vida espiritual, tal y como él la entiende, conduce a implicarse en las realidades seculares con objeto de redimirlas, lo cual lleva consigo empeñarse en promover un mundo más humano. Indudablemente, esto comporta un momento negativo, de identificación de situaciones deshumanas. Ahora bien, con carácter general san Josemaría invita a afrontar esas situaciones en primera persona, estimulando la responsabilidad personal, procurando «ahogar el mal en abundancia de bien», cubriendo deficiencias, multiplicando las iniciativas que desarrollan o reorienten las energías implícitas en la situación que es preciso mejorar.
Sitúa en la «formación» la clave de todo desarrollo: una formación que ayude a sacar partido a los talentos recibidos, que ayude a los destinatarios a convertirse en protagonistas del progreso propio y del entorno. La clave, entonces, se llama trabajo: los criterios con los que impulsó innumerables iniciativas asistenciales y educativas en todo el mundo revelan un modo profesional de afrontar la articulación práctica de los principios de subsidiaridad y solidaridad, así como una aguda percepción del modo en que se relacionan trabajo y sentido de la propia dignidad.
Sin embargo, la apuesta prioritaria por la formación y, en ese sentido, por la cultura, no significa que ignore los aspectos estructurales. San Josemaría es consciente de que, en el orden social, el desarrollo diferenciado de lo humano depende en gran medida de la diferenciación y calidad de las instituciones y de la organización del trabajo. De todos modos, está lejos de propugnar una visión estática del orden social; muy al contrario: advierte de muchas maneras que la vida precede a la norma, que la norma está al servicio del espíritu, y que, en el plano de la acción, es preciso, sí, ser previsores, pero sin fiar las cosas exclusivamente a la organización.
Para ilustrar la importancia que concede a las instituciones como pautas reguladoras de la vida social podemos remitir a Conversaciones. Respondiendo a una pregunta sobre la politización de la universidad, el fundador del Opus Dei hace notar que, allí donde faltan cauces institucionales para el ejercicio de la libertad política, esa legítima aspiración humana se canaliza por otras vías y se corre el riesgo de desnaturalizar la universidad48. De esta respuesta, pienso, se sigue la necesidad de contar con una esfera específicamente política, una esfera donde los ciudadanos puedan pronunciarse y participar en la propuesta de soluciones para los problemas que se refieren a la vida en común. Algo similar se podría decir de la economía: al tiempo que reconoce la legítima autonomía de la actividad económica49, san Josemaría recuerda su carácter instrumental50, alertando, por ejemplo, de que «las obras no dejan de salir por falta de medios; dejan de salir por falta de espíritu»51.
De cualquier forma, reconocer el papel de las instituciones en la configuración del orden social es algo distinto a proponer una hiper-institucionalización52 que ahogaría la espontaneidad de la vida y las iniciativas de la libertad. Después de todo, las instituciones nacen como una exigencia de la naturaleza social del hombre, para dar forma a las inclinaciones que experimentamos hacia determinados bienes, para dar forma, también, al mismo impulso socializador. Pero esto supone que la vida va por delante abriendo camino, como diría Simmel, buscándose una forma53, tratando de proporcionarse un marco para el desarrollo de vínculos sociales seguros54.
Precisamente en este último aspecto –la formación de vínculos seguros: la generación de confianza y el fomento de un clima de libertad– la vida y la predicación de san Josemaría ofrecen un valioso material que merecería la pena explorar más a fondo: porque en su predicación y en su vida se pone singularmente de manifiesto de qué manera las normas y pautas institucionales tienen sentido en la medida en que sirven a la expresión y al desarrollo diferenciado del espíritu55.
En todo caso, la necesidad que tenemos de organizar socialmente nuestra vida explica que las crisis institucionales se traduzcan en cierto desorden de los bienes que ellas protegen, así como una pérdida de densidad en las relaciones humanas correspondientes, que dificulta la orientación ética y aun cualquier proyecto razonable56. Esta situación da lugar fácilmente a reacciones conservadoras, en las que acecha el riesgo de confundir el orden moral y las convenciones sociales que durante largo tiempo han servido para preservarlo. En tales casos conviene recordar que las crisis pueden ser también signo de esclerosis cultural: de que la institución ha cristalizado en una forma culturalmente anterior, que no hace justicia al dinamismo y las exigencias, siempre nuevas, de la vida. Aunque aquí acecha también el peligro de signo opuesto: pues advertir la necesidad de cambio puede conducir a un afán de adaptar las formas sociales a los tiempos, que arrastre sin discernimiento importantes bienes humanos.
Por eso la teoría de las instituciones ha de completarse y articularse con una teoría del cambio social y cultural, que atienda también a la cualidad ambigua característica de los periodos liminales57, de transición cultural, y que permanezca alerta para identificar en cada caso los bienes que están en juego y el mejor modo de preservarlos. En este sentido, es posible argumentar que la esencia humana, en cuanto tal, tiene un carácter «liminal»58, del que los ritos de paso y las épocas de transición cultural constituyen un reflejo. Más aún: cabría argumentar que, precisamente porque se dirige a la humanidad desnuda, sin hacer acepción de personas59, el mensaje cristiano es particularmente relevante en esos momentos en los que las seguridades convencionales parecen quebrarse y los individuos se debaten en la incertidumbre. El evangelio se dirige a todos, sin discriminaciones60, y también de todos pide conversión; una conversión que entre otras cosas justamente reclama el despojarse libremente de las seguridades falsas, a las que está asociada de ordinario la vida en este mundo, pues, como escribe san Pablo a los Corintios, «el tiempo es corto. Por tanto, los que tienen mujer vivan como si no la tuviesen. Los que lloran como si no llorasen. Los que están alegres como si no lo estuviesen. Los que compran como si no poseyesen. Los que disfrutan de este mundo como si no disfrutasen. Porque la apariencia de este mundo pasa»(1 Cor 7, 29-31).
Pienso que estas palabras describen una forma específica de estar en el mundo, que coincide exactamente con la radical exigencia de la que es portavoz san Josemaría cuando exhorta a «vivir en el mundo sin ser mundano», es decir, sin permitir que los acontecimientos del mundo, por tristes o gozosos que pudieran ser, determinen la orientación fundamental de la existencia61. Ciertamente, sobre el modo concreto de conducirse en periodos de transición, san Josemaría no nos ha dejado reflexiones teóricas; pero nos ha dejado algo más elocuente, su modo de conducirse durante la guerra62; viviendo en una situación provisional como si no fuera provisional: sujetándose a un plan auto-impuesto, aprovechando el tiempo, preparándose mediante el estudio para un futuro humanamente incierto, atento a vislumbrar en todo momento la voluntad de Dios63. Es algo que se sigue de su revalorización de la contingencia: en realidad, nada es provisional: en el momento presente nos jugamos todo lo verdaderamente importante.
De ahí emerge una manera singular de afrontar la dimensión temporal de la existencia, con una urgencia que nace de la caridad, y que prácticamente se traduce en la virtud de la diligencia64, igualmente alejada de planteamientos utópicos como del presentismo insustancial. «Aprovechar el tiempo»: en ello va implícita una manera constructiva de enfocar la cuestión del cambio social, precisamente a través del trabajo, con el que el hombre se edifica a sí mismo, mientras edifica el mundo.
La idea que san Josemaría tiene del trabajo –del trabajo santificado– como fuente de progreso y cohesión social hace que su visión de la sociedad y de las instituciones no sea simplemente estática, sino profundamente dinámica: un dinamismo que aparece vinculado a la acción del hombre sobre el mundo, en el curso de la cual el hombre no solo descubre nuevos caminos, que antes permanecían inéditos, sino que, ante todo, se forja a sí mismo. Por eso, al introducir esta reflexión, he querido subrayar que la de san Josemaría sería, en todo caso, una teoría vital de las instituciones. Con ello pretendo insistir en el hecho de que las instituciones encuentran su punto de partida en la vida, y han de ser medidas por referencia a las exigencias de la vida –en último término, la vida del espíritu–, y no simplemente por referencia a cualesquiera convenciones, costumbres o tradiciones. Ahora bien, la vida espiritual del hombre en el mundo se expresa en el trabajo.
Es verdad que no hay nada nuevo en ver el trabajo como fuente de progreso y cambio social. En gran medida, la filosofía y la teoría social moderna arrancan de advertir la conexión entre división del trabajo y progreso social. Lo peculiar de san Josemaría, sin embargo, reside en rescatar la visión teológica, de raíz bíblica, que no reduce el trabajo humano a su dimensión activa, transformadora del mundo, ni lo subordina al cambio de condiciones materiales65; él ve el trabajo enraizado en la contemplación: «Nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor»66. El amor –a Dios y al prójimo– es la fuente de la que mana la fuerza dignificante del trabajo, y a él, por tanto, debe remitir una teoría del cambio social capaz de abrirse a la acción del Espíritu en la historia, de modos a menudo sorprendentes.
San Josemaría no es un revolucionario social. Su mensaje puede ponerse en relación con los clásicos de la teoría social que, de maneras distintas, han reconocido la profesión como el enclave ético privilegiado de las sociedades modernas67. Sin embargo, sería ingenuo pensar que un mensaje espiritual como el suyo careciese de repercusiones prácticas y en la configuración de los estilos de vida.
Si bien al remitir la dignidad del trabajo al amor con que se realiza san Josemaría no se pronuncia sobre el diverso reconocimiento social que reciben los distintos trabajos, es cierto que, una vez introducido ese pensamiento, las formas sociales de valoración quedan relativizadas, y el avance hacia formas de reconocimiento social de todos los trabajos llega a ser imparable. Pienso, por ejemplo, en una cuestión tan concreta y tan querida a san Josemaría como el reconocimiento de la dignidad del trabajo doméstico, punto fundamental donde, como apunta Axel Honneth desde la teoría crítica, hoy se decide, a nivel social, la cuestión más general de la relación entre trabajo y reconocimiento68.
Más en general, cabe decir que el mensaje de santificación del trabajo lleva aparejado una conciencia cada vez más viva de la importancia del trabajo en la vida humana, no solo en el plano individual sino también en el social; una conciencia de la que cabe esperar el florecimiento de las iniciativas más variadas, en especial, las encaminadas a promover condiciones dignas de vida y trabajo para todas las personas. En este contexto, considero oportuno citar un pasaje de la Exhortación Apostólica Evangelii Gaudium donde el Papa Francisco sale al paso de una posible mala interpretación del mensaje de santificación del trabajo: «Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos. Ésta es una excusa frecuente en ambientes académicos, empresariales o profesionales, e incluso eclesiales. Si bien puede decirse en general que la vocación y la misión propia de los fieles laicos es la transformación de las distintas realidades terrenas para que toda actividad humana sea transformada por el Evangelio, nadie puede sentirse exceptuado de la preocupación por los pobres y por la justicia social"69.
Si se entiende el trabajo en toda su profundidad humana, es decir, no solo como factor de perfeccionamiento individual sino como lugar estructurador de vida social, el trabajo se presentará en todas sus dimensiones; no simplemente como un lugar para la «auto-realización» individual, sino como plataforma desde la que desplegar, en toda su amplitud, la solicitud humana y cristiana por el prójimo y por las condiciones sociales que hacen posible su desarrollo.
Como ya hemos señalado anteriormente, el trabajo, para san Josemaría, «nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor»70. En eso radica su mayor dignidad. Y precisamente porque ve en la libertad de amar a Dios la fuente de la dignidad humana no vacila tampoco en presentarse como «rebelde»71 y describir la religión como «la mayor rebeldía del hombre, que se niega a ser una bestia». Esta es la razón última de que, llegado el caso, pueda hablar también de una forma legítima, santa, de rebeldía, cuando lo que está en juego es la libertad de las conciencias, libertad en la que el hombre, todo hombre, se juega su destino: a ninguna autoridad de la tierra le es lícito aherrojar el movimiento libre por el que los hombres tributan culto a su Creador. También por eso se niega a interpretar la religión, las exigencias del espíritu, con categorías simplemente políticas. Así, por ejemplo, preguntado sobre el papel de tendencias integristas y progresistas en la vida de la Iglesia, al término del concilio, contesta: «En cuanto a las tendencias que usted llama integristas y progresistas, me resulta difícil opinar sobre el papel que pueden desempeñar en este momento porque desde siempre he rechazado la conveniencia e incluso la posibilidad de que puedan hacerse catalogaciones o simplificaciones de este tipo. Esa división –que a veces se lleva hasta extremos de verdadero paroxismo, o se intenta perpetuar como si los teólogos y los fieles en general estuvieran destinados a una continua orientación bipolar– me parece que obedece en el fondo al convencimiento de que el progreso doctrinal y vital del Pueblo de Dios sea resultado de una perpetua tensión dialéctica. Yo, en cambio, prefiero creer –con toda mi alma– en la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, y a quien quiere»72.
Más que a descifrar la ley inexorable de la historia, el santo permanece atento a descubrir en ella los signos de la acción providente de Dios. Tal vez por esto pueda, en ocasiones, levantarse sobre los prejuicios de su propio tiempo. Un ejemplo lo encontramos en el modo positivo con el que entendió la condición de la mujer y su corresponsabilidad con el hombre en la construcción de la cultura73. Pienso que en esta cuestión, que hoy parece de sentido común, san Josemaría pudo sustraerse a las inercias y convenciones propias de su tiempo, pura y simplemente porque se dejaba guiar por el Espíritu de Dios74.
Si tenemos en cuenta que los filósofos más ilustres no siempre supieron sustraerse a las inercias de su tiempo, entonces comprenderemos por qué el santo resulta particularmente intrigante para el filósofo. Le enfrenta con sus propios límites, y le muestra un modo distinto de trascenderlos.
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1 Martin Heidegger, Ser y tiempo, Trotta, Madrid, 2ª ed, 2009.
2 Hannah Arendt, La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993.
3 Cfr. Hans Joas & Klaus Wiegandt (eds), Secularization and the world religions, Liverpool University Press, Liverpool, 2009. Cfr. Colin Campbell, The Easternization of the West. A Thematic Account of Cultural Change in the Modern Era, Paradigm Publishers, Boulder, 2007.
4 Como observa Hans Joas, las convicciones religiosas se distinguen de puras argumentaciones racionales, porque incorporan elementos que inciden profundamente en la propia identidad: por ello no se avienen a los mismos parámetros que rigen en discusiones puramente intelectuales. Sin embargo, eso no significa que se sustraigan a toda crítica racional; se trata más bien de acertar con el modo de hablar sobre la fe y el modo de exponer sus contenidos, un modo que haga posible analizarlos y tornarlos comprensibles, sin por ello intelectualizarlos. Cfr. Hans Joas, Einleitung, en Was sind religiöse Überzeugungen?, Wallstein Verlag, Göttingen, 2003, pp. 9-17.
5 Cfr. Axel Honneth, La sociedad del desprecio, Trotta, Madrid, 2011, pp. 63-73.
6 San Josemaría, Camino, 939. Edición crítico-histórica preparada por Pedro Rodríguez, Rialp, Madrid, 2002.
7 No obstante el inmanentismo psicologista que le define («We never really advance a step beyond ourselves», Treatise of Human Nature, Book I, Part II, Section VI), Hume refleja esa tensión en el orden práctico.
8 «Et inde est quod anima intellectualis dicitur esse quasi quidam horizon et confinium corporeorum et incorporeorum, inquantum est substantia incorporea, corporis tamen forma». Tomás de Aquino, ScG, lib. 2 cap. 68 6.
9 «El hombre es el ser fronterizo que no tiene ninguna frontera». Cfr. George Simmel, "Puente y puerta", en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, ediciones Península, Barcelona, 2001, pp.45-53, p. 53.
10 La tensión que percibe Aristóteles entre felicidad sin más –que sería puramente contemplativa– y felicidad «humana» –mixta de contemplación y acción–, la reinterpreta Santo Tomás como felicidad perfecta y felicidad imperfecta. En todo caso refleja el hecho de que el hombre no es un animal clausurado sobre sí mismo, cuyo cumplimiento se sigue naturalmente, sino precisamente un animal racional, que anticipa una idea de perfección y aspira a más de lo que actualmente tiene … perfección que además no puede cumplir por sí solo. Por eso la racionalidad puede comparase con una «herida» abierta, y presentarse como el «lugar» donde arraiga, también en lo humano, cualquier esperanza, así como la apertura al don de Dios: en primer lugar, el don de la filiación divina. Cfr. S.Th. I-II, q. 5, a. 5, ad 1, donde Tomás de Aquino se pregunta: ¿puede alcanzar la felicidad el hombre por sus medios naturales? Y contesta que no, para decir que sin embargo puede dirigirse a Dios para que le haga feliz. Lo interesante es que para argumentar este punto cita a Aristóteles: «Lo que podemos por nuestros amigos es como si lo pudiéramos por nosotros mismos» (EN, III, 3, 1112b 27-28).
11 Cfr. Benedicto XVI, Spe Salvi, especialmente 20-30.
12 Lo específico de san Josemaría es precisamente estimular la conciencia de la filiación divina como un principio de vida nueva, que ha de iluminar toda la actuación del cristiano. Cfr. Ernst Burkhart – Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. II, p. 3.
13 Lo específico de san Josemaría es precisamente estimular la conciencia de la filiación divina como un principio de vida nueva, que ha de iluminar toda la actuación del cristiano. Cfr. Ernst Burkhart – Javier López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de San Josemaría. Estudio de teología espiritual, vol. II, p. 3.
14 Con ello puede relacionarse la frecuente exhortación de San Josemaría a evitar la rutina en la vida de piedad. Evitar la «rutina» es procurar un trato personal, no formulario, con Dios. Sería un modo de evitar recaer en lo que Heidegger llamaría la existencia impropia, donde el "se" impersonal toma las riendas de nuestra vida. Precisamente Heidegger se refiere a eso en términos de "caída" (Cfr. Martin Heidegger, Ser y tiempo, & 38).
15 «Cuando reconocemos las pequeñeces y la contingencia de las iniciativas terrenas, ese trabajo se abre a la auténtica esperanza, que eleva todo el humano quehacer y lo convierte en lugar de encuentro con Dios …. Pero si transformamos los proyectos temporales en metas absolutas, cancelando del horizonte la morad eterna y el fin para el que hemos sido creados –amar y alabar al Señor, y poseerle después en el Cielo–, los más brillantes intentos se tornan en traiciones, e incluso en vehículo para envilecer a las criaturas … Sólo lo que está marcado con la huella de Dios revela la señal indeleble de la eternidad, y su valor es imperecedero. Por eso la esperanza no me separa de las cosas de la tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída, con Dios Creador y con Dios Redentor». San Josemaría, Amigos de Dios, 208.
16 Cfr. San Josemaría, Forja, 1: «Hijos de Dios. –Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras. –El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine … De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna».
17 Esta idea encuentra eco en las reflexiones modernas sobre el origen de la cultura. Concretamente, puede apreciarse una conexión con la observación de Kant –y antes de Rousseau– según la cual los «vicios de la cultura» se encuentran especialmente ligados al despliegue de la vida social (Cfr. Immanuel Kant, Religión dentro de los límites de la mera razón, 6: 27), en tanto que afectada por una debilidad original, que lleva a temer que los otros prosperen más que uno; debilidad que, según Kant, solo podría superarse en la medida en que la razón moral se hiciera cargo del progreso, y una comunidad ética viniera a contrarrestar los efectos negativos del principio malo en nosotros. (Ibíd., 6: 93 y ss.).
18 «Muchas realidades materiales, técnicas, económicas, sociales, políticas, culturales… abandonadas a sí mismas o en manos de quienes carecen de la luz de nuestra fe, se convierten en obstáculos formidables para la vida sobrenatural: forman como un coto cerrado y hostil a la Iglesia. Tú, por cristiano –investigador, literato, científico, político, trabajador…– tienes el deber de santificar esas realidades. Recuerda que el universo entero –escribe el Apóstol– está gimiendo como en dolores de parto, esperando la liberación de los hijos de Dios». San Josemaría, Surco, 311.
19 Francisco, Laudato si’, 43, 49, 191, 194.
20 San Josemaría, Amigos de Dios, 202.
21 «Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios». San Josemaría, Conversaciones, 114a (Edición crítico-histórica preparada bajo la dirección de Jose Luis Illanes, Rialp, Madrid, 2012).
22 Cfr. José Luis Illanes, Existencia cristiana y mundo. Jalones para una reflexión teológica sobre el Opus Dei, Eunsa, Pamplona, 2003.
23 Cfr. Nota 15.
24 San Josemaría, Conversaciones, 115b.
25 «Procuremos que aumente nuestra humildad. Porque sólo una fe humilde permite que miremos con visión sobrenatural. Y no existe otra alternativa. Sólo son posibles dos modos de vivir en la tierra: o se vive vida sobrenatural, o vida animal. Y tú y yo no podemos vivir más que la vida de Dios, la vida sobrenatural». San Josemaría, "Vida de fe", Amigos de Dios, 200. «No olvidemos jamás que para todos –para cada uno de nosotros, por tanto– sólo hay dos modos de estar en la tierra: se vive vida divina, luchando para agradar a Dios; o se vive vida animal, más o menos humanamente ilustrada, cuando se prescinde de él». San Josemaría, Amigos de Dios, 206.
26 «La razón es arrastrada por una tendencia de su naturaleza a rebasar su uso empírico y a aventurarse en un uso puro, mediante simples ideas, más allá de los últimos límites de todo conocimiento, a la vez que a no encontrar reposo mientras no haya completado su curso en un todo sistemático y subsistente por sí mismo. Preguntamos ahora: ¿se basa esta aspiración en el mero interés especulativo de la razón o se funda más bien única y exclusivamente en su interés práctico? … De acuerdo con la naturaleza de la razón, estos fines supremos deberán tener por su parte, una vez fundidos, la unidad que fomente aquel interés de la humanidad que no está subordinado a ningún otro interés superior. La meta final a la que en definitiva apunta la especulación de la razón en su uso trascendental se refiere a tres objetos: la libertad de la voluntad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios» (KrV, A 797/B825; A 798/B826).
27 En efecto: para Nietzsche lo «demasiado humano» hace referencia a la necesidad de otro como referente de la voluntad, mientras que para Aristóteles sería «demasiado humano» –solamente humano– renunciar a cultivar lo más divino que hay en nosotros. Así, señala: «Es indigno del hombre no buscar la ciencia a él proporcionada» (Metafísica I, 982 b30) –aunque sea una ciencia divina como la metafísica, que podría excederle. Y en la Ética a Nicómaco, como ya se ha comentado en texto, aun reconociendo que vivir vida contemplativa excede las fuerzas humanas, argumenta que «no hemos de tener, como algunos nos aconsejan, pensamientos humanos puesto que somos hombres, ni mortales puesto que somos mortales, sino en la medida de lo posible, inmortalizarnos y hacer todo lo que esté a nuestro alcance por vivir de acuerdo con lo más excelente que hay en nosotros» (Ética a Nicómaco, X, 7, 1177 b 32-35).
28 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 98.
29 San Josemaría, Amigos de Dios, 43.
30 Por ejemplo: el cristiano ha de ser diligente; no debe tener «preocupaciones», sino «ocupaciones», lo cual es también una manera de concretar el abandono en la Providencia. Debe organizar su tiempo de tal modo que pueda realizar con calma y serenidad sus deberes (incluyendo el descanso), y ayudar a sus hermanos, lo cual, en la práctica, supone imponerse un horario, de algún modo convirtiendo los «deberes imperfectos» en «deberes perfectos», pues de lo contrario hay tareas que absorberían toda la atención, y el "llevar los unos las cargas de los otros" no encontraría ocasión de materializarse.
31 Cfr. Pedro Rodríguez, Vocación, trabajo, contemplación, Eunsa, Pamplona, 1986.
32 San Josemaría habla claramente de que la cultura es medio y no fin (Cfr. Camino, 345). Pero además habla de «hacer del día una misa» (Apuntes tomados de una predicación, 19-III-1968, citado en Javier Echevarría, Vivir la Santa Misa, Madrid 2010, p. 17), en lo que se apunta claramente la relación entre culto y cultura, culto en espíritu y verdad, etc; en alguna ocasión también comenta el texto de Rm 12, donde san Pablo habla del «culto racional». Y eso es muy importante: la cultura es medio y símbolo, pero desgajada del culto que le da sentido, termina por fragmentarse en mil pedazos. Con objeto de resaltar la continuidad con temas modernos, apuntaré que también el uso explícito que hace Kant del término es, sobre todo, el de «perfeccionamiento», y, más en general, el de mediación, en lo que se apunta levemente su aspecto simbólico (Cfr. Ana Marta González, Culture as mediation. Kant on nature, culture, and morality, Hildesheim, Georg Olms Verlag, 2011, pp. 361).
33 Cfr. Ana Marta González, "Cultura y civilización", en Ángel Luis González (ed.), Diccionario de Filosofía, Eunsa, Pamplona, 2010, pp. 265-268.
34 Cfr. Ana Marta González, "La víctima del destino. Ensayo sobre un tipo de nuestro tiempo", en Lourdes Flamarique y Madalena D'Oliveira-Martins (eds.), Emociones y estilos de vida. Radiografía de nuestro tiempo, Biblioteca Nueva, Madrid, 2013, pp. 157-177.
35 Cfr. Cruz González-Ayesta, «El trabajo como una Misa. Reflexiones sobre la participación de los laicos en el munus sacerdotale en los escritos del Fundador del Opus Dei», en Romana, 50 (2010), pp. 200-221.
36 «Porque el trabajo –lo vengo predicando desde 1928– no es una maldición, ni un castigo del pecado. El Génesis habla de esa realidad antes de que Adán se hubiera rebelado contra Dios (Cfr. Gn 2, 15). En los planes del Señor, el hombre habría de trabajar siempre, cooperando así en la inmensa tarea de la creación". San Josemaría, Amigos de Dios, 81.
37 «Si el mundo ha salido de las manos de Dios, si él ha creado al hombre a su imagen y semejanza y le ha dado una chispa de su luz, el trabajo de la inteligencia debe –aunque sea con duro trabajo– desentrañar el sentido divino que ya naturalmente tienen todas las cosas; y con la luz de la fe, percibimos también su sentido sobrenatural, el que resulta de nuestra elevación al orden de la gracia. No podemos admitir el miedo a la ciencia, porque cualquier labor, si es verdaderamente científica, tiende a la verdad. Y Cristo dijo: Ego sum veritas. Yo soy la verdad. El cristiano ha de tener hambre de saber. Desde el cultivo de los saberes más abstractos hasta las habilidades artesanas, todo puede y debe conducir a Dios. Porque no hay tarea humana que no sea santificable, motivo para la propia santificación y ocasión para colaborar con Dios en la santificación de los que nos rodean… Trabajar así es oración. Estudiar así es oración. Investigar así es oración… Todo trabajo honrado puede ser oración; y todo trabajo, que es oración, es apostolado. De este modo el alma se enreciar en una unidad de vida sencilla y fuerte». San Josemaría, Es Cristo que pasa, 10.
38 Ibíd.
39 Se ha puesto de relieve en ocasiones que este concepto –unidad de vida– constituye una de las aportaciones más originales de san Josemaría al vocabulario ascético. Sin embargo, querría apuntar que la aportación trasciende con mucho el plano ascético, desde el momento en que lo vemos proyectado en el horizonte de la cultura. Para una visión panorámica de este concepto, cfr. Ignacio De Celaya, voz «Unidad de vida» en José Luis Illanes (coord.) Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo–Instituto Histórico San Josemaría Escrivá de Balaguer, Burgos–Roma, 2015 (3ª ed) pp.1217-1223.
40 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 99.
41 El concepto de «reificación», inicialmente introducido por Luckacs, como un instrumento de análisis crítico de la cultura, ha sido recientemente revalorizado por Axel Honneth. Cfr. Axel Honneth, Reificación. Un estudio en la Teoría del Reconocimiento, Katz, Buenos Aires, 2007, pp.136-137.
42 Francisco, Evangelii gaudium, 187 y 193.
43 San Josemaría, Camino, 301. Remito a la explicación ofrecida por Pedro Rodríguez en la ed. crítica, donde se hace notar la estrecha conexión con Jn 12, 32 y el modo adecuado de interpretar la alusión al «Reino de Cristo».
44 San Josemaría, Conversaciones, 115a.
45 «Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir». San Josemaría, Conversaciones, 114b.
46 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 99.
47 Cfr. Leonardo Polo, "El concepto de vida en Monseñor Escrivá de Balaguer", Anuario Filosófico, 1985, vol. XVIII, 2, pp. 9-32.
48 «Si en un país no existiese la más mínima libertad política, quizá se produciría una desnaturalización de la Universidad que, dejando de ser la casa común, se convertiría en campo de batalla de facciones opuestas. Pienso, no obstante, que sería preferible dedicar esos años a una preparación seria, a formar una mentalidad social, para que los que luego manden –los que ahora estudian– no caigan en esa aversión a la libertad personal, que es verdaderamente algo patológico. Si la Universidad se convierte en el aula donde se debaten y deciden problemas políticos concretos, es fácil que se pierda la serenidad académica y que los estudiantes se formen en un espíritu de partidismo; de esa manera, la Universidad y el país arrastrarán siempre ese mal crónico del totalitarismo, sea del signo que sea…». San Josemaría, Conversaciones, 77a y b.
49 Cfr. Encuentro con empresarios en el IESE, Barcelona 27-XI-1972. Algunos textos de este encuentro pueden verse en Javier Echevarría, Dirigir empresas con sentido cristiano, en "Revista de Antiguos Alumnos del IESE", nº 87, septiembre 2002, pp. 12-13.
50 En el gobierno de estas obras, sabía conjugar la responsabilidad –hay que procurar que las obras se sostengan, con trabajo, pidiendo ayudas, etc.–, la pobreza –el cuidado de los instrumentos– con la magnanimidad y la confianza en la providencia: «Se gasta lo que se deba, aunque se deba lo que se gasta».
51 Apuntes tomados en una tertulia, 16-V-1960, citado en Javier Echevarría, Carta Pastoral, 1-II-2006.
52 Tomo el término de Axel Honneth, The pathologies of individual freedom, Princeton University Press, Princeton, 2010.
53 Cfr. George Simmel, Intuición de la vida. Cuatro capítulos de metafísica, Altamira, Buenos Aires, 2001.
54 Para una teoría sobre la distinción entre vínculos sociales seguros e inseguros vid. Thomas J. Scheff, Emotions, the social bond, and human reality. Part/Whole Analysis, Cambridge University Press, Cambridge, 1997.
55 Pienso que eso se advierte de manera singular en el modo en que enfoca la relación entre sexualidad, maduración del amor y desarrollo de la personalidad. Hablando de sexualidad, san Josemaría suele indicar que de ordinario esta cuestión no ocupa el primer lugar en las preocupaciones de una persona. Y, en todo caso, cuando se presenta, debe contemplarse en relación con la maduración del amor personal: lo que al principio no es más que un impulso, un sentimiento, ha de convertirse en un amor electivo y pasar la prueba del tiempo para llegar a constituir, realmente, verdadero amor a la persona. Esta visión, que en modo alguno es exclusivamente cristiana (cfr. Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, Labor, Barcelona, 1933, p. 186), constituye el núcleo moral de la institución matrimonial; ésta, con sus exigencias de fidelidad recíproca no es el sepulcro del amor, sino que más bien expresa su cualidad específica, haciendo posible que gane en profundidad humana hasta alcanzar a la totalidad de la persona. Por lo demás, la institución como tal puede adoptar formas culturales muy variadas, más o menos igualitarias, como ya pudo apreciar Tocqueville en el siglo XIX, en su análisis de la democracia americana (cfr. Alexis de Tocqueville, Democracia en América, vol. II, Parte 3, cap. 8, Alianza Editorial, Madrid, 1999, p. 164 y ss.).
56 Esto es obvio en el caso de instituciones políticas y económicas: cuando decae la confianza en las instituciones, los individuos se repliegan sobre sí mismos, y renuncian a proyectos de largo alcance. Algo similar ocurre también en otros campos. Así, la desregulación de la vida afectivo-sexual, no solo afecta al desarrollo de la personalidad, dificultando la maduración del amor personal, sino que indirectamente, introduce en la vida social un factor de incertidumbre que distorsiona el desarrollo normal de relaciones humanas de amistad, confianza, etc., con el consiguiente empobrecimiento de la vida social y profesional.
57 Cfr. Victor Turner, "Entre lo uno y lo otro: el periodo liminar en los rites de passage", en La selva de los símbolos, Siglo XXI, Madrid, 1980, pp. 103-123.
58 «La esencia del hombre en su historia es más bien una interinidad constante como inquietud de su existencia temporal en todo momento inconclusa. No es la busca de la unidad de la época venidera lo que ha de servirle de algo, sino, acaso, el intento incesante de desvelar las potencias anónimas que al mismo tiempo se atraviesan ante el régimen existencial y el ser mismo». Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 175.
59 «Dios no tiene acepción de personas» (Ga 2, 6); «Un hijo de Dios no puede ser clasista, porque le interesan los problemas de todos los hombres… Y trata de ayudar a resolverlos con la justicia y la caridad de nuestro Redentor. Ya lo señaló el Apóstol, cuando nos escribía que para el Señor no hay acepción de personas, y que no he dudado en traducir de este modo: ¡no hay más que una raza, la raza de los hijos de Dios!». San Josemaría, Surco, 303.
60 Ga 3, 26-29; 1Co 12, 13; Rm 10, 12. «Escribió también el Apóstol que "no hay distinción de gentil y judío, de circunciso y no circunciso, de bárbaro y escita, de esclavo y libre, sino que Cristo es todo y está en todos". Estas palabras valen hoy como ayer: ante el Señor, no existen diferencias de nación, de raza, de clase, de estado… Cada uno de nosotros ha renacido en Cristo, para ser una nueva criatura, un hijo de Dios: ¡todos somos hermanos, y fraternalmente hemos de conducirnos!». San Josemaría, Surco, 317.
61 No quiero dejar de apuntar la relación entre esta convicción y la importancia que san Josemaría concedía a un tema aparentemente trivial como la moda. Lejos de reducir el tema a una cuestión simplemente moral –como era frecuente entre algunos Padres de la Iglesia– pienso que advertía hasta qué punto el discernimiento en esta materia se relacionaba con modos más o menos acertados de comprender la secularidad: cómo ser del mundo sin ser mundano.
62 La guerra es característicamente uno de los periodos que cabe designar como liminares. Cfr. Victor Turner, "Entre lo uno y lo otro: el periodo liminar en los rites de passage", en La selva de los símbolos, p. 105.
63 Vid. Andrés Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. II, Rialp, Madrid, 2002, pp. 62-124. Cfr. San Josemaría, Camino, 697.
64 La diligencia conduce a emplear el propio tiempo en cumplir con serenidad y calma los deberes del propio estado, y a ayudar al hermano sobrecargado de trabajo a cumplir con su tarea. Cfr. San Josemaria, Amigos de Dios, 41 y 44.
65 La posibilidad de sustraerse a una visión puramente procesual del trabajo, la posibilidad de descubrir un sentido humano del trabajo, aparece apuntada también en Jaspers (Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 186). Pero en los escritos de san Josemaría, esta visión se trasciende y se eleva.
66 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 48.
67 Para ver una aproximación de Weber y Durkheim a la cuestión, cfr. Fernando Múgica, La profesión: enclave ético de la moderna sociedad diferenciada, Cuadernos de Empresa y Humanismo, Universidad de Navarra, 1998.
68 «Para el análisis posterior de la relación mutua en la que se hallan trabajo y reconocimiento reviste importancia, hoy sobre todo, el debate que se mantiene en conexión con el feminismo sobre el problema del trabajo doméstico no remunerado. A saber, desde dos perspectivas ha resultado claro en el curso de esta discusión que la organización del trabajo social está vinculada estrechísimamente con normas éticas que regulan el sistema de la apreciación social: desde el punto de vista histórico, el hecho de que la educación infantil y las tareas domésticas no hayan sido valoradas hasta ahora como tipos de trabajo social perfectamente válidos y necesarios para la reproducción solo se puede explicar con referencia al desdén social que se ha mostrado en el marco de una cultura determinada por valores masculinos; desde el punto de vista psicológico, resulta de las mismas circunstancias el hecho de que, bajo la distribución tradicional de los papeles, las mujeres solo pueden contar con posibilidades menores de encontrar, dentro de la sociedad, el grado de reconocimiento social que forma la condición necesaria para una autodefinición positiva…». Axel Honneth, La sociedad del desprecio, pp. 143-144.
69 Francisco, Evangelii gaudium, 201.
70 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 48.
71 La rebeldía frente a lo que empequeñece el espíritu, en nombre de la nobleza entendida como autenticidad, es un tema presente en los filósofos de la existencia; esto se advierte por ejemplo en Jaspers («Se inicia hoy la última campaña contra la nobleza. En vez de tener por campo lo político y lo sociológico, tiene las almas mismas». Karl Jaspers, Ambiente espiritual de nuestro tiempo, p. 189). Pero la autenticidad que Jaspers cree encontrar en la «vida filosófica» la encuentra san Josemaría en la santidad, en la plenitud de la filiación divina que no es otra cosa que la identificación con Jesucristo.
72 San Josemaría, Conversaciones, 23.
73 Durante muchos siglos, en contra de la igual dignidad que el mismo dogma cristiano reconoce a mujer y varón, la consideración de la mujer, en la práctica, ha sido inseparable de la idea de «tentación», posiblemente porque la mirada predominante ha sido siempre la del varón no redimido. Sin embargo, el enfoque de san Josemaría es radicalmente otro. Para él las mujeres son ante todo hijas de Dios, llamadas, al igual que los varones, a asumir libre y responsablemente la dirección de sus vidas, delante de Dios, y a realizarse en el don de sí por el amor en las distintas formas que presenta la existencia humana (matrimonio, celibato apostólico, etc.), pero en modo alguno encaminadas –como si fuera su único destino en la vida– a contraer matrimonio; capaces de formarse, gobernarse, y sostenerse económicamente a sí mismas, de asumir y desarrollar una vocación profesional, de participar en la vida pública.
74 Cfr. Mercedes Montero, "El papel de la mujer en la sociedad democrática. Edición crítica de Conversaciones con monseñor Escrivá de Balaguer", Nuestro Tiempo, vol. LVIII, num. 677, (2012), pp. 92-95.