Y ahora trataremos del contenido de la ley nueva (cf. q.106 introd.). Acerca de esto hacemos cuatro preguntas:
¿Debe la ley nueva mandar o prohibir algunos actos exteriores?
Objeciones por las que parece que la nueva ley no debe mandar o prohibir ningunos actos exteriores.
1. La ley nueva es el Evangelio del reino, según aquello de Mt 24, 14: Será predicado este Evangelio del reino en todo el mundo. Pero el reino de Dios no consiste en actos exteriores, sino sólo en los interiores, según aquello de Lc 17, 21: El reino de Dios está dentro de vosotros; y en Rm 14, 17: El reino de Dios no consiste en comida y bebida, sino en justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. Luego la nueva ley no debe mandar o prohibir ningún acto exterior.
2. La nueva ley es ley del Espíritu, como se dice en Rm 8, 2. Pero donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad, como se dice 2Co 3, 17. Ahora bien, no hay libertad si el hombre está obligado a ejecutar u omitir ciertas obras exteriores. Luego la nueva ley no contiene ningún precepto o prohibición de actos exteriores.
3. Todos los actos exteriores se entiende que pertenecen a la mano, como los actos interiores al alma. La diferencia establecida entre la ley nueva y la antigua es que la antigua cohibía la mano, pero la nueva cohibe el ánimo . Luego en la ley nueva no deben ponerse prohibiciones y preceptos de los actos exteriores, sino solamente de los interiores .
Contra esto: está el que por la ley nueva son los hombres hechos hijos de la luz, según lo de Jn 12, 36: Creed en la luz para que seáis hijos de la luz. Mas de los hijos de la luz es propio hacer obras de luz y desechar las obras de las tinieblas, según aquello de Ef 5, 8: Erais en otro tiempo tinieblas, mas ahora sois luz en el Señor; caminad como hijos de la luz. Luego la ley nueva debió prohibir algunas obras exteriores y preceptuar ciertas otras.
Respondo: Como se ha visto antes (q.106 a. 1.2), la principalidad de la nueva ley está en la gracia del Espíritu Santo. Ésta se manifiesta en la fe, que obra por el amor. Ahora bien, los hombres consiguen esta gracia por el Hijo de Dios hecho hombre, cuya humanidad llenó Dios de gracia, y de ella se derivó en nosotros. Por eso se dice en Jn 1, 14: El Verbo se hizo carne; y luego añade: Llena de gracia y de verdad; y más abajo (v.17): De su plenitud recibimos todos nosotros, y gracia por gracia. Por eso añade que la gracia y la verdad fueron hechas por Jesucristo. Y así conviene que la gracia, que se deriva del Verbo encarnado, llegue a nosotros mediante algunos signos sensibles y exteriores, y que de la gracia interior, por la cual es sometida la carne al espíritu, emanen algunas obras sensibles.
Así, pues, las obras exteriores pueden pertenecer a la gracia de dos modos: uno, como causadoras de la gracia, y tales son las obras de los sacramentos que han sido instituidos en la nueva ley, como es el bautismo, la eucaristía y los demás.
Pero hay otras obras exteriores que son producidas por el instinto de la gracia. Mas, aun en éstas, hay alguna diferencia; pues algunas tienen una necesaria conveniencia o contrariedad con la gracia interior, que consiste en la fe que obra mediante la caridad, y tales obras exteriores son las mandadas o prohibidas en la nueva ley, como, por ejemplo, está mandada la confesión de la fe y prohibida su negación, pues en Mt10, 32s se dice: Al que me confesare ante los hombres, yo le reconoceré ante mi Padre; pero al que me niegue ante los hombres, también yo le negaré ante mi Padre. Pero hay otras obras que no tienen esa necesaria contrariedad o conveniencia con la fe que obra mediante la caridad, y tales obras no están mandadas o prohibidas en la nueva ley desde la primera promulgación de la ley, sino que han sido dejadas por el legislador, que es Cristo, a cada uno en la medida en que cada cual debe tener cuidado de otro. En este sentido, cada cual es libre para determinar lo que le conviene hacer o evitar en tales casos, y lo mismo cualquier prelado para ordenar a sus súbditos en esta materia lo que han de hacer o evitar. Y por eso también la ley del Evangelio se llama ley de libertad (cf. ad 2), pues la ley antigua determinaba muchas cosas y eran pocas las que dejaba a la libertad de los nombres.
1. El reino de Dios consiste principalmente en los actos interiores, pero también, y como consecuencia, en todo aquello sin lo cual no pueden existir dichos actos. Por ejemplo, si el reino de Dios es justicia interior, y paz, y gozo espiritual, necesario es que todos los actos exteriores que repugnan a la justicia, a la paz o al gozo espiritual repugnen también el reino de Dios y, por tanto, hayan de ser prohibidos en el Evangelio del reino. En cambio, aquellas cosas que son indiferentes a esa justicia, paz o gozo, v.gr., comer estos o aquellos alimentos, no constituyen el reino de Dios. Por lo cual, San Pablo dice antes: El reino de Dios no consiste en comida o bebida.
2. Según dice el Filósofo en I Metaphys., se llama libre el que es causa de sí mismo. Por lo tanto, aquél obrará libremente que obre por propia iniciativa. Ahora bien, si obra el hombre por un hábito conforme a su naturaleza, obra por sí mismo, pues el hábito inclina por manera natural. Pero, si el hábito fuese contrario a la naturaleza, el hombre no obraría según lo que es él mismo, sino según alguna corrupción que se le hubiera sobrevenido. Así pues, siendo la gracia del Espíritu Santo como un hábito interior infuso que nos mueve a obrar bien, nos hace ejecutar libremente lo que conviene a la gracia y evitar todo lo que a ella es contrario.
En conclusión, la nueva ley se llama ley de libertad en un doble sentido (cf. sol.). Primero, en cuanto no nos compele a ejecutar o evitar sino lo que de suyo es necesario o contrario a la salvación eterna, y que, por lo tanto, cae bajo el precepto o la prohibición de la ley. Segundo, en cuanto hace que cumplamos libremente tales preceptos o prohibiciones, puesto que las cumplimos por un interior instinto de la gracia. Y por estos dos capítulos, la nueva ley se llama ley de perfecta libertad, según la expresión de St 1, 25.
3. Es necesario que la nueva ley, al retraer el alma de los movimientos desordenados, retraiga también la mano de los actos desordenados, que son efecto de los movimientos interiores.
¿La nueva ley ordenó suficientemente los actos exteriores?
Objeciones por las que parece que la nueva ley no ordenó suficientemente los actos exteriores.
1. A la ley nueva pertenece la fe, que obra mediante la caridad, según aquello de Gál5, 6: En Cristo Jesús no vale nada ni la circuncisión ni el prepucio, sino la fe que obra mediante la caridad. Mas la ley nueva explicó ciertas cosas que hay que creer, las cuales no estaban explícitas en la ley antigua, como es, por ejemplo, la Santísima Trinidad. Luego también debió añadir algunas obras morales exteriores que no estaban determinadas en la antigua ley.
2. En la ley antigua no sólo fueron instituidos ciertos sacramentos, sino también algunos ritos sagrados, como se ha dicho (q.101 a.4; q.102 a.4). Mas en la nueva ley, aunque han sido instituidos algunos sacramentos, parece que no han sido instituidos ningunos ritos; por ejemplo, ritos tocantes a la consagración de los templos, de los vasos sagrados, o a la celebración de alguna solemnidad. Luego la nueva ley no ha ordenado suficientemente las obras exteriores.
3. En la ley antigua, así como había ciertas observancias relativas a los ministros de Dios, así también había otras referentes al pueblo, como se ha dicho antes (q.101 a.4; q.102 a.6), al tratar de los preceptos ceremoniales de la ley antigua. Mas en la nueva ley parece haber algunas observancias dadas a los ministros de Dios, como consta en las palabras de Mt 10, 9: No llevéis oro, ni plata, ni dineros en vuestros cintos, y en Lc 9, 10 lo mismo. Luego también debieron en la nueva ley instituirse algunas observancias pertenecientes al pueblo fiel.
4. En la ley antigua hubo, además de los preceptos morales y ceremoniales, otros judiciales. Mas en la nueva ley no existe precepto ninguno judicial. Luego la nueva ley no ordenó suficientemente las obras exteriores.
Contra esto: está lo que dice el Señor en Mt 7, 24: Todo el que oye mis palabras y las cumple se parece al varón sabio, que levantó su casa sobre piedra. Mas el sabio constructor nada omite de lo necesario al edificio. Luego en las palabras de Cristo está suficientemente determinado todo lo que pertenece a la salvación humana.
Respondo: Como vimos (a.1), la nueva ley, tratándose de cosas exteriores, tan sólo debió mandar o prohibir lo que a la gracia nos lleva o lo que necesariamente pertenece al buen uso de la gracia. Y como no podemos conseguir la gracia por nuestras propias fuerzas, sino solamente por Cristo, por eso el mismo Señor instituyó por sí mismo los sacramentos, con los cuales conseguimos la gracia, esto es, el bautismo, la eucaristía, el orden de los ministros de la nueva ley --instituyendo a los apóstoles y a los setenta y dos discípulos--, la penitencia y el matrimonio indisoluble. También prometió la confirmación mediante el envío del Espíritu Santo. Asimismo se dice que, por institución suya, curaron los apóstoles a los enfermos ungiéndolos con óleo, como consta por Mc 6, 13; todos los cuales son sacramentos de la nueva ley.
Ahora bien, el recto uso de la gracia se verifica mediante las obras de caridad, las cuales, en cuanto necesarias a la virtud, pertenecen a los preceptos morales, que también existían en la ley antigua. Y por eso, en esta parte, no debió añadir la ley nueva precepto alguno acerca de las obras exteriores. La determinación de esas obras en orden al culto de Dios pertenece a los preceptos ceremoniales de la ley, y en lo tocante al prójimo, a los judiciales, como se ha dicho antes (q.99 a.4). Y como estas determinaciones no son, hablando en absoluto, necesarias a la gracia interior, en la cual consiste la ley, por eso no caen bajo precepto alguno de la nueva ley, sino que se dejan al arbitrio humano. De éstos, unos se dejan al juicio de los súbditos, y son los que pertenecen a cada uno en particular, y otros a los prelados temporales o espirituales, y son los que pertenecen a la común utilidad.
En resumen: la nueva ley no debió determinar ningunas otras obras, mandándolas o prohibiéndolas, a no ser los sacramentos y los preceptos morales, que de suyo pertenecen a la esencia de la virtud, como, por ejemplo, que no se debe matar a nadie, que no hay que robar y otras cosas por el estilo.
1. Lo que pertenece a la fe está sobre la razón humana, y por eso no podemos llegar a ello sino por la gracia. Por esto fue necesario que, al llegar la gracia, se propusieran más cosas que creer. En cambio, a las obras de la virtud nos dirigimos por la razón natural, que es cierta regla de la operación humana, como se ha dicho (q.19 a.3; q.63 a.2). Y por eso, en estas cosas no fue necesario que se dieran más preceptos, fuera de los morales de la ley, los cuales dicta también la razón.
2. En los sacramentos de la nueva ley se da la gracia, que no proviene sino de Cristo, y por eso convino que El fuera quien los instituyese; pero en los otros ritos sagrados o sacramentales, v.gr., en la consagración de un templo, o de un altar, o cosas parecidas, y aun en la celebración misma de las solemnidades no se da gracia alguna; y por eso, como esas cosas en sí mismas no pertenecen por necesidad a la gracia interior, las dejó el Señor al arbitrio de los fíeles para que las instituyeran.
3. El Señor dio aquellos preceptos a los apóstoles, no como ceremonias legales, sino como reglas morales, que pueden interpretarse de dos maneras: primera, según San Agustín en De consensu evangelist., entendiendo que no son preceptos, sino permisiones, pues les permitió que pudieran ir a ejercer el ministerio de la predicación sin alforja ni bastón y otras cosas a este tenor, ya que tenían facultad para recibir, de aquellos a quienes predicaban, las cosas necesarias para la vida. Por eso añade: Pues el obrero es digno de su alimento. Y, sin embargo, no por eso peca, sino que hace una obra de supererogación el que lleva consigo sus cosas, de las cuales pueda vivir mientras ejercita el ministerio de la predicación, sin recibir subsidio alguno de aquellos a quienes predica el Evangelio, como hizo San Pablo (1Co 9, 4).
De otra manera pueden entenderse aquellos preceptos, según la exposición de otros santos, como ciertas normas temporales dadas a los apóstoles para el tiempo en que eran enviados a predicar a Judea antes de la pasión de Cristo. Pues necesitaban los discípulos, que, como niños, vivían bajo la tutela de Cristo, algunas reglas especiales, como todos los súbditos las reciben de sus prelados, y más las necesitaban ellos, que debían ejercitarse poco a poco en el abandono de las cosas temporales, con lo cual se harían aptos para predicar el Evangelio por todo el mundo. Y nada tiene de particular que, durando aún la situación de la ley antigua y no habiendo alcanzado aún los apóstoles la libertad perfecta del Espíritu Santo, instituyera Cristo ciertos determinados modos de vida, que abrogó próxima la pasión por estar ya los discípulos convenientemente ejercitados por ellos. Por eso se dice en Lc22, 35s: Cuando os envié sin zurrón, ni alforja, ni calzado, ¿os faltó acaso algo? Y ellos contestaron: Nada. Y les dijo: Pues ahora el que tenga bolsa tome también alforja, pues ya se acercaba el tiempo de la perfecta libertad, en el cual quedarían dueños de sí mismos en lo que de suyo no es necesario para la virtud.
4. Los preceptos judiciales, aun considerados en absoluto, no son imprescindibles para la práctica de la virtud en cuanto a tal determinación, sino tan sólo considerada la razón común de justicia. Por eso dejó el Señor que los concretaran los que habrían de tener cuidado espiritual o temporal de los demás. No obstante, aclaró algunas cosas relativas a los preceptos judiciales de la ley antigua por la mala interpretación de los fariseos, como diremos luego (a.3 ad 2).
¿La nueva ley ordenó suficientemente al hombre en los actos interiores?
Objeciones por las que parece que la ley nueva no ha ordenado suficientemente al hombre en los actos interiores.
1. Los preceptos que ordenan al hombre para con Dios y el prójimo son diez. Pero el Señor sólo perfeccionó algo tres de ellos, a saber: la prohibición del homicidio, del adulterio y del perjurio, lluego parece que ordenó insuficientemente al hombre omitiendo el completar con sus declaraciones los otros preceptos.
2. El Señor en el Evangelio nada ordenó relativo a los preceptos judiciales, a no ser acerca del repudio de la esposa y la persecución de los enemigos. Pero en la antigua ley hay muchos otros preceptos judiciales, como se ha dicho antes (q.104 a.4; q.105). Luego, a lo menos en esto, no dejó suficientemente ordenada la vida de los hombres.
3. En la ley antigua, además de los preceptos morales y judiciales, había otros ceremoniales, acerca de los cuales nada ordenó el Señor. Luego parece que ordenó insuficientemente la vida humana.
4. La buena disposición interior del alma exige que el hombre no haga ningún acto bueno por cualquier fin temporal. Pero hay otros muchos bienes temporales, además del favor humano, y muchas obras buenas, además del ayuno, la limosna y la oración. Luego parece mal que el Señor haya enseñado a huir la gloria del favor humano tan sólo en estas tres cosas y nada más diga de los bienes terrenos.
5. Es del todo natural que el hombre se preocupe de las cosas que necesita para vivir, y en esa solicitud coinciden también con el hombre los demás animales. Por eso se dice en Pr 6, 6.8: Mira, ¡oh perezoso!, a la hormiga y considera su modo de proceder; sin guia ni maestro se prepara en el verano el alimento y reúne sus provisiones de trigo con que viva. Pero todo precepto dado contra la inclinación de la naturaleza es malo por ser contra la ley natural; luego parece que el Señor prohibió sin razón debida la solicitud por. el alimento y el vestido.
6. No debe prohibirse ningún acto de virtud. Pero el juicio es acto de la virtud de la justicia, según aquello de Sal 94, 15: Hasta que la justicia se convierta en juicio; luego parece que la ley nueva ordenó insuficientemente al hombre respecto de los actos interiores.
Contra esto: está lo que dice San Agustín en De serm. Domini in monte : Debe considerarse que, al decir el Señor: "El que oye estas mis palabras", claramente dio a entender que este sermón del Señor, en el que se contienen todos los mandatos que informan la vida cristiana, es perfecto.
Respondo: Como consta por el testimonio de San Agustín antes aducido, el sermón que pronunció el Señor en el monte (Mt 5-7) contiene un perfecto programa de vida cristiana, pues en él se ordenan con perfección los movimientos interiores del hombre. En efecto, después de exponer el fin en que consiste nuestra bienaventuranza y de ensalzar la dignidad de los apóstoles, por los cuales había de ser promulgada la doctrina evangélica, ordena los movimientos interiores del hombre, primero en sí mismo y luego en orden al prójimo.
En sí mismo lo hace de dos maneras, atendiendo a los dos movimientos interiores del hombre, que son la voluntad de lo que hay que obrar y la intención del fin. Y por eso, primero ordena la voluntad del hombre según los diversos preceptos de la ley que prescribe abstenerse no sólo de las obras exteriores malas en sí mismas, sino también de las interiores y de las ocasiones de los males. Después ordena la intención del hombre, mandando que en las cosas buenas que hacemos no busquemos la gloria humana ni las riquezas del mundo, lo cual es atesorar en la tierra.
En tercer lugar, ordena los movimientos interiores del hombre con relación al prójimo, mandando que no le juzguemos temeraria, injusta o presuntuosamente, pero que tampoco seamos tan negligentes con él que le entreguemos las cosas divinas si es indigno de ellas.
Por fin, enseña la manera de cumplir la doctrina evangélica, a saber: implorando el auxilio divino, procurando entrar por la puerta estrecha de la virtud perfecta, poniendo sumo cuidado en no ser pervertidos por los impostores y diciéndonos que la observancia de sus mandamientos es necesaria para la virtud, no bastando la mera confesión de la fe ni aun el obrar milagros, ni el simple escuchar sus palabras.
1. El Señor exige el cumplimiento de aquellos preceptos de la ley cuyo verdadero sentido no entendían los escribas y fariseos. Esto sucedía sobre todo en tres preceptos del decálogo; pues en la prohibición del adulterio y del homicidio sólo creían vedado el acto exterior, no el deseo interior. Esto lo creían más del homicidio y adulterio que del falso testimonio, pues el movimiento de la ira, que tiende al homicidio, y el movimiento de la concupiscencia, que tiende al adulterio, parecen sernos naturales, pero no así el apetito de hurtar o de proferir un falso testimonio. Relativamente al perjurio, tenían una falsa interpretación, creyendo que el perjurio era ciertamente pecado, pero que el juramento era por sí mismo deseable y así debía ser frecuentado, por parecer que pertenece al honor de Dios. Por eso el Señor enseña que el juramento no debe desearse como cosa buena, sino que es mejor hablar sin juramento, a no ser en caso de necesidad.
2. Los escribas y fariseos, en lo tocante a los preceptos judiciales, erraban por dos capítulos: primero, porque reputaban como justas algunas cosas que en la ley de Moisés se conceden a título de meras permisiones, a saber, el repudio de la esposa y el recibir de los extraños usuras. Por eso el Señor prohibió, en Mt 5, 32, el repudio de la esposa y, en Lc 6, 35, el prestar dinero a usura, respecto de la cual dijo: Dad prestado y no esperéis nada por ello.
También erraban al creer que algunas reglas, instituidas por la antigua ley con espíritu de justicia, debían ejecutarse por deseo de venganza, por codicia de los bienes temporales o por odio a los enemigos. Esto sucedía en tres preceptos; pues, en primer lugar, creían lícito el deseo de venganza, por el precepto que tenían sobre la pena del talión, que fue dado para mejor guardar la justicia, no para procurarse la venganza. Por eso, el Señor, para impedir esto, enseña que debe tener el hombre un espíritu tal, que esté preparado en caso de necesidad a sufrir aun las mayores injurias. Juzgaban, además, lícita la codicia de los bienes ajenos a causa de los preceptos judiciales en que se ordena la restitución de lo robado y algo más, como se ha dicho arriba (q.105 a.2 ad 9). Esto lo mandó la ley para mejor guardar la justicia, no para dar lugar a la codicia. Por eso el Señor enseña que no exijamos nuestros bienes por codicia, antes debemos estar dispuestos a dar más aún si es menester. El odio lo creían lícito a causa de los preceptos que daba la ley sobre la muerte de los enemigos, cosa que mandó la ley para cumplir con la justicia, como se ha dicho (ib., a.3 ad 4), pero no para satisfacer el odio. Y por eso el Señor enseña que debemos amar a los enemigos y estar preparados, en caso de necesidad, aun para hacerles bien. Pues estos preceptos deben entenderse en la preparación de ánimo, como expone San Agustín.
3. Los preceptos morales deben subsistir totalmente y en absoluto en la nueva ley, por pertenecer en sí mismos a la esencia de la virtud. En cambio, los judiciales no quedaban necesariamente en la forma por la ley determinada, sino que dejaba a la voluntad humana determinar en los casos particulares la manera de obrar. Por eso muy bien dio el Señor sus normas acerca de estas dos clases de preceptos. Pero la observancia de los preceptos ceremoniales desapareció totalmente ante la realidad que ellos representaban, y por eso nada se ordena sobre estos preceptos en aquella doctrina común. Pone de manifiesto, sin embargo, en otro lugar, que todo el culto externo, determinado en la ley, habrá de ser cambiado en culto espiritual, como consta en Jn 4, 21.23, al decir: Llegará un tiempo en que no adoraréis al Padre ni en este monte ni en Jerusalén; los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad.
4. Todas las cosas mundanas pueden reducirse a tres clases: los honores, las riquezas y los placeres, según aquello de 1Jn 2, 16: Todo lo que hay en el mundo es concupiscencia de la carne, lo cual pertenece a los placeres de la carne; y concupiscencia de los ojos, que pertenece a las riquezas, y soberbia de la vida, que abarca la ambición de la gloria y del honor. Pero la ley no prometió los placeres superfluos de la carne, antes bien los prohibió. En cambio, prometió la grandeza del honor y la abundancia de riquezas, pues en Dt 28, 1 se dice: Si escuchares la voz del Señor, tu Dios, el Señor te hará más grande que todos los pueblos; esto referente a la primera parte. Y luego (v.11) añade, tocante a la segunda: Te haré abundar en todos los bienes. Las cuales promesas entendían los judíos tan depravadamente, que, según su sentencia, había de servirse a Dios por ellas como por único fin. Por eso el Señor refuta esta falsa interpretación, enseñando primero que no deben hacerse las obras de virtud por la gloria humana. De esas obras pone como ejemplo tres principales, a las cuales pueden reducirse todas las demás; pues todo lo que uno hace para refrenarse a sí mismo en sus concupiscencias, puede reducirse al ayuno; todo lo que se hace por amor del prójimo, se resume y condensa en la limosna; y lo que se hace para dar culto a Dios, está compendiado en la oración. Habla en especial de estas tres cosas por ser las principales y por las que solemos ante todo buscar la gloria humana. En segundo lugar, enseña que no debemos poner nuestro último fin en las riquezas, diciendo (Mt 6, 19): No amontonéis tesoros en la tierra.
5. El Señor de ninguna manera prohibe la natural y necesaria solicitud por las cosas temporales, sino la desordenada, que puede serlo por cuatro capítulos, en los que debe ser evitada: Primero, no poniendo en lo temporal el fin ni sirviendo a Dios únicamente por las cosas necesarias para comer y vestir. Por eso añade (l.c.): No atesoréis, etc. Segundo, no viviendo tan preocupados por ellas que desesperemos del auxilio divino, y por eso el Señor dice (ib., v.32): Ya sabe vuestro Padre celestial que necesitáis todo eso. Tercero, no ha de ser una solicitud presuntuosa, esperando poder proveerse de lo necesario para la vida por solas sus propias fuerzas, prescindiendo del auxilio divino. Esto lo inculca aquí (ib., v.27) el Señor, diciéndonos que por sólo nuestras fuerzas no podemos añadir a nuestra estatura ni lo más mínimo. Cuarto, no adelantando los acontecimientos preocupándose del porvenir; por lo cual dice: No os preocupéis del día de mañana (ib., v.34).
6. El Señor no prohibe el juicio de justicia, sin el cual no pueden negarse a los indignos las cosas santas; lo que prohibe es el juzgar sin fundamento, como acabamos de decir.
¿Fue conveniente que se propusieran ciertos consejos en la nueva ley?
Objeciones por las que parece que no está bien que en la ley nueva se hayan dado determinados consejos.
1. Los consejos versan sobre las cosas convenientes al fin, como se ha dicho (q.14 a.2) al hablar del consejo. Pero no a todos convienen los mismos consejos. Luego no a todos deben proponerse determinados consejos.
2. Los consejos versan sobre un bien mejor; pero no hay grados determinados en ese bien mejor; luego no debe darse consejo alguno determinado.
3. Los consejos pertenecen a la perfección de la vida. Mas la obediencia pertenece a la perfección de la vida; luego sin razón se ha omitido en el Evangelio el consejo acerca de ella.
4. Hay muchas cosas que pertenecen a la perfección de la vida que se cuentan entre los preceptos, como es aquello de Amad a vuestros enemigos (Mt 5, 44) y asimismo los preceptos que dio el Señor a los apóstoles y constan en Mt 10.
Luego sin razón se dan en la nueva ley consejos, ya porque no constan todos, ya también porque no se distinguen de los preceptos.
Contra esto: está el que los consejos de un amigo sabio traen gran provecho, según aquello de Pr 27, 9: El corazón se deleita con el ungüento y con los variados olores, y el alma se endulza con los buenos consejos del amigo. Pero Cristo es el más amigo y sabio. Luego sus consejos son de gran utilidad y, por lo mismo, son convenientísimos.
Respondo: La diferencia entre consejo y precepto está en que el precepto implica necesidad; en cambio, el consejo se deja a la elección de aquel a quien se da. Por eso muy bien se añaden a los preceptos ciertos consejos en la nueva ley, que es ley de libertad, lo cual no se hacía en la antigua, que era ley de servidumbre. Y así hay que decir que los preceptos del Evangelio versan acerca de las cosas necesarias para conseguir el fin de la eterna bienaventuranza, en la que nos introduce la nueva ley inmediatamente; en cambio, los consejos versan acerca de aquellas cosas mediante las cuales el hombre puede mejor y más fácilmente conseguir ese fin.
Ahora bien, el hombre se halla colocado entre las cosas de este mundo y los bienes espirituales, en los que consiste la eterna bienaventuranza, de tal modo que cuanto más se adhiera a uno de ellos, tanto más se aparta del otro, y reciprocamente. Por lo tanto, el que totalmente se apega y adhiere a las cosas de este mundo, poniendo en ellas su fin y teniéndolas como normas y reglas de sus obras, se aparta del todo de los bienes espirituales. Tal desorden se rectifica mediante los mandamientos. Mas, para llegar a ese fin último, no es necesario desechar en absoluto las cosas del mundo, ya que usando el hombre de ellas, puede aún llegar a la bienaventuranza eterna con tal de no poner en ellas su último fin; aunque llegará más fácilmente abandonando totalmente los bienes de este mundo. Por eso el Evangelio propone ciertos consejos acerca de este particular.
Ahora bien, los bienes de este mundo que sirven para la vida humana son de tres clases. Unos pertenecen a la concupiscencia de los ojos, y son las riquezas; otros, a la concupiscencia de la carne, y son los deleites carnales, y otros, por fin, a la soberbia de la vida, que son los honores, como se dice en 1Jn 2, 16.
Pero abandonar del todo estas tres cosas, en lo posible, es propio de los que siguen los consejos evangélicos. En ellos también se funda todo el estado religioso, que profesa vida de perfección, pues las riquezas se renuncian por el voto de pobreza; los deleites de la carne, por la perpetua castidad, y la soberbia de la vida, por la sujeción a la obediencia.
Estas tres cosas, rigurosamente observadas, pertenecen a los consejos propuestos absolutamente; pero, en cambio, el cumplir cada una de ellas en casos particulares pertenece al consejo en cierto sentido tan sólo; es decir, en casos determinados. Por ejemplo: al dar a un pobre limosna, cuando uno no está obligado, el hombre sigue el consejo en aquel caso particular; y lo mismo cuando, por un tiempo determinado, se abstiene de los placeres de la carne para vacar a la oración, sigue el consejo por aquel tiempo. Y cuando no hace uno su voluntad en algún caso en que podría lícitamente hacerla, sigue el consejo en aquel caso particular, como, por ejemplo, si hace bien a sus enemigos cuando a ello no está obligado; si perdona una ofensa de que pudiera exigir satisfacción. Y, en este sentido, aun todos los consejos particulares se reducen a los tres generales y perfectos.
1. Estos consejos, de suyo, son útiles a todos, pero ocurre que, por indisposición de algunos, a esos no les conviene, no sintiendo su afecto inclinado a ellos. Y por eso el Señor, al proponer los consejos evangélicos, siempre hace mención de la aptitud de los hombres para cumplirlos. Por ejemplo, al dar el consejo de perpetua pobreza en Mt 19, 21, dice antes: Si quieres ser perfecto, y luego añade: Vende todo lo que tienes, etc. Lo mismo al dar el consejo de perpetua castidad dijo (ib., 12): Hay eunucos que se castraron a sí mismos por el reino de los cielos; y luego añade: El que pueda practicarlo, hágalo. Y lo mismo San Pablo, en 1Co 7, 35, después de dar el consejo de virginidad, dice: Lo digo para provecho vuestro, no para tenderos un lazo .
2. Los bienes mejores están indeterminados en los particulares; pero lo que es en absoluto mejor en general, está determinado. A ello se reducen también todos aquellos consejos particulares, como ya se dijo .
3. Aún podemos entender que Cristo dio el consejo de obediencia cuando dijo: Y sígame (Mt 16, 24). Y a Cristo le seguimos no sólo imitando sus obras, sino también obedeciendo sus mandatos, como consta en Jn 10, 27 al decir: Mis ovejas oyen mi voz y me siguen.
4. Lo que el Señor dice en Mt 5 y Lc 6 del verdadero amor a los enemigos y otras cosas parecidas, en lo que toca a la preparación del ánimo son del todo necesarias para salvarse. Por ejemplo, que debemos estar preparados para hacer el bien a nuestros enemigos y otras cosas por el estilo cuando lo exija la necesidad; y por eso el Evangelio los pone entre los preceptos. Pero hacer esto con los enemigos con prontitud, cuando no se presenta especial necesidad, pertenece a los consejos particulares, como acabamos de decir. Lo que se dice en Mt 10 y en Lc 9 y 10 son ciertos preceptos disciplinarios, útiles en aquel tiempo, o, más bien, ciertas permisiones, como hemos dicho (q.2 ad 3), y por eso no se cuentan entre los consejos.
Suma Teológica - I-IIae (Prima Secundae)
← q. 108 →