Agradar a Dios

La gratuidad y la libertad del amor, entre los bastidores de lo cotidiano

  1. En donde Dios se oculta
  2. Lo normal, discreto y divino
  3. Robar el corazón a Cristo
  4. Sé que te encantó, Jesús
  5. Agradar a Dios
  6. Hermanos que miran al padre
  7. La autenticidad del amor
  8. Apóstoles que disfrutan

Presentación

«Que yo vea con tus ojos, Cristo mío»1. Así rezaba san Josemaría el 19 de marzo de 1975. Y así querríamos rezar también nosotros, a la vuelta de casi cincuenta años. Sí, nos ilusiona mirar el mundo, nuestra vida, nuestras cosas, con los ojos de Jesús. Con esa mirada todo cobra su verdadero sentido. Desaparecen los engaños, las confusiones, los escondites en los que buscamos refugios inciertos. Si miramos como él, si le dejamos mirar a través de nosotros, nos concentramos en lo único verdaderamente importante: la libertad y la gratuidad del amor de Dios; el amor que Dios nos da, para que también nosotros lo demos, con ese mismo espíritu, a nuestro alrededor (cfr. Mt 10, 8).

Este libro recoge algunas de las perspectivas que se abren con esa mirada. Descubrimos, por ejemplo, la discreción con la que Dios actúa para proteger nuestra libertad. O la sencillez con la que se nos acerca en la vida de cada día, porque si algo puede chiflar a nuestro creador son cosas muy pequeñas: lo único que, a fin de cuentas, tenemos a nuestro alcance. Con los ojos de Jesús aprendemos también a distinguir la tendencia al perfeccionismo de la ilusión por darle alegrías. Descubrimos el regalo inmenso de su Padre en cada persona que nos rodea. Su mirada penetra hasta nuestra intimidad, nos hace capaces de amores auténticos. Y, poco a poco, nos vamos convenciendo de lo fácil que es robar el corazón de quien nos contempla así. Los ojos de Cristo, en fin, nos permiten mirar a nuestros amigos con una libertad llena de ilusión y de paciencia. La misma que él pone constantemente sobre nosotros.

Diego Zalbidea | Sacerdote. Trabaja con jóvenes en Pamplona desde hace quince años. Es profesor de Derecho canónico en la Universidad de Navarra.

1. En donde Dios se oculta

Los sacramentos cotidianos

Hay un gran revuelo en las cercanías del Templo de Jerusalén. Un grupo de hombres trae a empujones a una mujer sorprendida con un hombre que no era su marido. En realidad la arrastran hasta allí para tender a Jesús una emboscada: «Moisés en la Ley nos mandó lapidar a mujeres así; ¿tú qué dices?» (Jn 8, 5). Es fácil imaginar el dolor de Cristo pensando en el sufrimiento de la pobre mujer y en la ceguera de esos hombres: ¡Qué poco conocen a su Padre Dios! En el fondo no les interesa la respuesta. Aquellos hombres, utilizando las leyes de Dios, quieren una justificación a una sentencia que ya han dictado. Por eso no serán capaces de entender ese primer gesto, lleno de elocuencia, que el Señor les ofrece: «Jesús se agachó y se puso a escribir con el dedo en la tierra» (Jn 8, 6). Ante la insistencia de estos hombres, Jesús se incorpora y, con claridad, les dice: «El que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero» (Jn 8, 7). Y de nuevo vuelve a inclinarse y a escribir en el polvo bajo sus pies.

Discretas acciones y gestos

Jesús se pone de pie para hablar públicamente, pero su verdadera respuesta parece querer darla inclinado en el suelo. Esa suele ser la forma en la que se comunica con nosotros: agachado, escondido, como ocultando su divinidad en discretas acciones y pequeños gestos. A veces nos cuesta valorar lo que está escrito en la tierra; no somos capaces de reconocer a Dios ahí. Y también aquel día la cosa pasó tan desapercibida que el evangelista no nos ha contado ni siquiera lo que Jesús escribió. El Hijo de Dios aparece en la escena como lo hace también en nuestra vida: sin imponer su presencia, ni su opinión; sin especificar ni siquiera una correcta interpretación de la ley de Moisés, tal como le pedían. Jesús «no cambió la historia constriñendo a alguien o a fuerza de palabras, sino con el don de su vida. No esperó a que fuéramos buenos para amarnos, sino que se dio a nosotros gratuitamente. Y la santidad no es sino custodiar esta gratuidad» 2.

Quizá muchas veces nos hemos preguntado por qué Dios no se manifiesta más claramente, por qué no habla más alto. A lo mejor incluso hemos querido rebelarnos ante esta forma suya de ser e ingenuamente hemos buscado corregirla. Benedicto XVI nos prevenía ante esta tentación, que se repite una y otra vez a lo largo de la historia: «Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón un dios que se hace accesible, manipulable, a la mano del hombre. Esta es una tentación constante en el camino de la fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, que corresponda a los propios esquemas, a los propios proyectos» 3.

Deseamos no sucumbir a esa tentación. Nos gustaría maravillarnos y adorar al Dios escondido en las situaciones que vivimos cada día, en las personas que nos rodean, en los sacramentos a los que acudimos con frecuencia, como la Confesión y la Eucaristía. Queremos encontrar a Jesús en esta tierra nuestra donde escribe, con su propia mano, palabras de cariño y esperanza. Por eso le pedimos comprender sus razones para actuar de esa forma; le rogamos tener la sabiduría para valorar el misterio: su respeto exquisito de nuestra libertad.

En la escena evangélica vemos que Jesús no se enfada ni con la mujer que había pecado ni con los acusadores que le tienden una trampa. Se pone en medio de ambos y toma consigo las piedras, los gritos, la condena. Como en aquel pasaje del libro de los Reyes: Dios no está en el viento fuerte que parte las rocas, ni en el terremoto, ni en el fuego. Dios es un susurro de brisa suave. Ahí lo encontró Elías y ahí queremos descubrirlo nosotros (cfr. 1R 19, 11-13).

Cuando Dios parece demasiado vulnerable

Puede suceder que esta forma de ser de Dios nos inquiete. Podemos pensar que ese silencio hace muy fácil que sus derechos sean pisoteados. Su estrategia nos parece demasiado arriesgada, parece como que lo hace demasiado vulnerable.

Efectivamente, Dios nos ha dado la libertad tan en serio que podemos realmente escoger nuestros caminos, tan distintos unos de otros, y tan distintos de los suyos. Pero si podemos llegar a ofenderle no es porque él sea demasiado susceptible. Al contrario, es muy confiado, muy libre en las relaciones que establece con nosotros. Puede parecer fácil pasar por encima del amor que Dios realmente merece, pero eso sucede porque, como decía san Josemaría, él ha querido poner su corazón en el suelo para que nosotros pisemos blando 4. El Señor no sufre ni se siente ofendido por lo que el pecado supone para él, sino por el daño que nos hace a nosotros mismos. Por eso, a las mujeres que lloraban camino al Calvario, Jesús les advierte: «No lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos» (Lc 23, 28-31).

Sin embargo, lo más sorprendente es que el Señor no se queja, no se enfada, no se cansa. Incluso si alguna vez le hemos dejado poco espacio en nuestro corazón, no se aleja dando un portazo. Dios siempre se queda cerca, sin hacer ruido, como oculto en los sacramentos, con la esperanza de que volvamos cuanto antes a permitirle hospedarse en nuestra alma.

Es verdad que, como Jesús nos ofrece una y otra vez su amor, podemos llegar a fallarle muchas veces, y a abusar de esa confianza. Pero a él no le preocupa lo inmensa que sea la llaga de su corazón si eso la convierte en la puerta para que entremos y descansemos en su amor. Dios no es ingenuo y, por eso, nos ha dicho que se presta a sufrir de mil amores: «Mi yugo es suave y mi carga ligera» (Mt 11, 30). A los hombres, sin embargo, tanta bondad nos puede sobrepasar. Podemos, incluso inconscientemente, reaccionar con cierto descreimiento. Podemos no llegar a comprender la verdadera magnitud de ese regalo. Es verdad: a veces los hombres «rompen el yugo suave, arrojan de sí su carga, maravillosa carga de santidad y de justicia, de gracia, de amor y de paz. Rabian ante el amor, se ríen de la bondad inerme de un Dios que renuncia al uso de sus legiones de ángeles para defenderse» 5.

La cercanía de la Confesión

Volvamos a la escena del Templo, donde habían tendido esa trampa a Jesús. Es cierto que, aunque aquella mujer no se había respetado a sí misma, sus acusadores no habían sido capaces de reconocer en ella a una hija de Dios. Pero Cristo la mira de otra forma. ¡Qué diferencia entre la mirada de Jesús y la nuestra! «A mí, a ti, a cada uno de nosotros, Él nos dice hoy: "Te amo y siempre te amaré, eres precioso a mis ojos"» 6. Santa Teresa de Jesús experimentó con frecuencia esa mirada divina: «Considero yo muchas veces, Cristo mío, cuán sabrosos y cuán deleitosos se muestran vuestros ojos a quien os ama, y Vos, bien mío, queréis mirar con amor. Paréceme que una sola vez de este mirar tan suave a las almas que tenéis por vuestras, basta por premio de muchos años de servicio» 7. La mirada de Cristo no es candorosa, sino profunda; y, por eso mismo, es comprensiva, está llena de futuro. «Oye cómo fuiste amado cuando no eras amable; oye cómo fuiste amado cuando eras torpe y feo; antes, en fin, de que hubiera en ti cosa digna de amor. Fuiste amado primero para que te hicieras digno de ser amado» 8.

En el sacramento de la Confesión comprobamos que a Jesús le basta el arrepentimiento para ver que lo amamos. Le bastó el de Pedro y le basta el nuestro: «Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te quiero» (Jn 21, 17). Al acercarnos al confesionario, con las palabras y gestos que dan forma al sacramento estamos diciendo a Jesús: «Te he ofendido de nuevo, he vuelto a buscar la felicidad fuera de ti, he despreciado tu cariño, pero Señor, sabes que te quiero». Entonces escuchamos nítidamente, como lo hizo aquella mujer: «Tampoco yo te condeno» (Jn 8, 11). Y nos llenamos de paz. Si a veces podemos pensar que Dios ha tomado pocas precauciones para evitar que lo ofendamos, todavía más fácil nos lo ha puesto para ser perdonados por él.

Un padre de la Iglesia pone estas palabras en los labios de Jesús: «Esta cruz no es mi aguijón, sino el aguijón de la muerte. Estos clavos no me infligen dolor; lo que hacen es acrecentar en mí el amor por vosotros. Estas llagas no provocan mis gemidos; lo que hacen es introduciros más en mis entrañas. Mi cuerpo, al ser extendido en la cruz, os acoge con un seno más dilatado; pero no aumenta con eso mi sufrimiento. Mi sangre no es para mí una pérdida, sino el pago de vuestro precio» 9.

Así es la delicadeza con la que Dios nos trata, y por eso queremos ser muy finos con él. Nos preocupa la mera posibilidad de abusar de tanta confianza. No nos gusta rebajar lo sagrado, transformarlo tan solo en una rutina para cumplir cada cierto tiempo. Jesús ha ganado con su sangre el sacramento de la Confesión. No queremos dejar de agradecerlo, también con los hechos. Queremos escuchar siempre ese perdón divino; queremos apartar cualquier obstáculo que nos impida sabernos mirados por Dios y empujados por él hacia el futuro.

La Misa de Jesús es nuestra Misa

Santo Tomás de Aquino explica así el valor de la salvación obrada por Jesús en el Calvario: «Cristo, al padecer por caridad y por obediencia, presentó a Dios una ofrenda mayor que la exigida como recompensa por todas las ofensas del género humano»10. Y esa misma ofrenda sanadora la podemos ofrecer como si fuera nuestra propia ofrenda; Cristo nos la regala cada día en la celebración de la Eucaristía. Por eso a san Josemaría le gustaba hablar a Dios de «"nuestra" Misa»11, la de cada uno de nosotros y de Jesús. ¡Si queremos, podemos podemos cambiar el curso de la historia junto a él!

Al contemplar la escena del evangelio que venimos meditando, san Agustín notaba que «solo dos se quedan allí: la miserable y la Misericordia. Cuando se marcharon todos y quedó sola la mujer, levantó los ojos y los fijó en ella. Ya hemos oído la voz de la justicia; oigamos ahora también la voz de la mansedumbre»12. Qué suavidad la de Jesús para invitarla a la santidad. Ya no va a estar sola en su lucha. Sabrá siempre que la mirada de Jesús la acompaña. Una vez hemos gustado esa suavidad, no queremos vivir de otra forma: «Te he paladeado y me muero de hambre y de sed»13. Qué natural es entonces tratar con delicadeza y respeto a Jesús presente en la Eucaristía. No es algo que nos distancia de él; no se trata de mera educación o de cortesía protocolaria: es cariño verdadero, hecho de libertad y de admiración. Hasta en la manera de acercarnos a comulgar, en el silencio ante el sagrario o en las genuflexiones pausadas, descubrimos una oportunidad de corresponder a tanto amor derramado por cada uno. Todo eso no son más que muestras de la pureza interior que deseamos y que tantas veces habremos pedido a la Virgen, rezando la comunión espiritual.

En la santa Misa comprobamos de manera especial cómo «cuando Él pide algo, en realidad está ofreciendo un don. No somos nosotros quienes le hacemos un favor: es Dios quien ilumina nuestra vida, llenándola de sentido»14. ¡Cuántas gracias nos gustaría darle a Dios por hacer tan asequible la santidad! Así es fácil vernos, como aquella mujer, lanzados por Jesús hacia la esperanza: «Vete y a partir de ahora no peques más» (Jn 8, 11). Esa es la mejor noticia posible. Jesús la ha convencido de que el pecado no es inevitable: ese no es su destino, no es la última palabra. Hay una luz fuera del túnel que, en nuestro caso, llega vigorosamente a través de los sacramentos. Ya nadie la condena. ¿Por qué habría de condenarse ella a sí misma? Ahora sabe que puede volver y rehacer su vida: recomenzar allí donde se había alejado del camino.

2. Lo normal, discreto y divino

Santidad y monotonía

Es sábado. Jesús está en la sinagoga de Nazaret. Vienen a su mente quizás muchos recuerdos entrañables de infancia y juventud. ¡Cuántas veces ha escuchado allí la palabra de Dios! A sus paisanos, que lo conocen desde hace mucho tiempo, les han ido llegando varias noticias sobre los milagros que ha hecho en ciudades vecinas. Y esto genera una situación extraña: la familiaridad con Jesús se convierte para ellos en un obstáculo. «¿De dónde le viene a este esa sabiduría y esos poderes? ¿No es éste el hijo del artesano?» (Mt 13, 54-55), se preguntan. Les sorprende que la salvación pueda venir de alguien a quien han visto crecer día a día. No creen que el Mesías pueda haber vivido entre ellos de una manera tan discreta y desapercibida.

Como los paisanos de Jesús

Los habitantes de Nazaret creen conocer bien a Jesús. Están seguros de que las cosas que se cuentan de él no pueden ser ciertas. «¿No se llama su madre María y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas? Y sus hermanas, ¿no viven todas entre nosotros? ¿Pues de dónde le viene todo esto?» (Mt 13, 56). En un pueblo que no hace representaciones de Dios, que ni siquiera pronuncia su nombre, uno de sus compatriotas afirma que es el Mesías… Imposible. Es más, conocen su origen, conocen a sus padres, conocen su casa: «Era una familia sencilla, cercana a todos, integrada con normalidad en el pueblo»15. No se explican cómo alguien tan similar a ellos puede hacer milagros. «La normalidad de Jesús, el trabajador de provincia, no parece tener misterio alguno. Su proveniencia lo muestra como uno igual a todos los demás»16. El Hijo de Dios trabajaba con José en su taller; «la mayor parte de su vida fue consagrada a esa tarea, en una existencia sencilla que no despertaba admiración alguna»17. Y precisamente esa normalidad se convierte en un motivo para no creer en su divinidad.

Si esta reacción de sus contemporáneos puede parecernos algo muy ajeno, en realidad también nosotros muchas veces sospechamos de la normalidad. Nos atrae lo especial, lo llamativo, lo extraordinario; nos encanta romper el ritmo. Nuestra capacidad de asombro ante lo cotidiano se suele adormecer. Nos encerramos en ciertas rutinas, dando por supuestos los milagros que están detrás de la normalidad de la vida. Sin ir más lejos, muchas veces nos acostumbramos incluso al mayor de todos ellos, a la presencia del Hijo de Dios en la Eucaristía. Pero lo mismo nos puede pasar con nuestro encuentro personal con Cristo en la oración, o con esa serenata de jaculatorias a la Virgen que es el rezo del santo rosario, o con aquellos momentos de lectura espiritual, en los que queremos nutrir nuestra mente y nuestros afectos con la sabiduría cristiana.

Tal vez nos hemos habituado a tener a nuestro creador tan a la mano. Porque es así: el dispensador de todas las gracias, el amor que colma cualquier deseo, está encerrado en infinidad de sagrarios repartidos por todo el globo. Dios ha querido hacer presente toda su omnipotencia en los espacios que le ofrece la normalidad. Él obra desde allí. Así, muchas veces sin brillo, surgen innumerables milagros a nuestro alrededor.

Entre los bastidores de lo cotidiano

Esta normalidad de Dios nos puede desconcertar, porque nos parece contrapuesta a la espontaneidad que quizá consideramos como un elemento esencial de una relación. Lo normal nos puede parecer demasiado previsible porque ahí falta aparentemente la creatividad, el factor sorpresa, la pasión del amor verdadero. Quizá echamos en falta algo distintivo que haga de nuestra relación con Dios una aventura inigualable, única e irrepetible, un testimonio espectacular que pueda incluso remover a otras personas. Podemos pensar que la normalidad allana excesivamente la realidad y se deja la aportación peculiar que cada uno puede hacer.

¿Qué decir ante todo esto? Es verdad que el acostumbramiento es una reacción comprensible ante lo que siempre es igual. Sin embargo, sabemos que Dios realmente nos espera en lo más ordinario, en lo de cada día. Así es también el amor humano, que crece y se profundiza no solo valiéndose de grandes momentos especiales, sino también del simple estar juntos: los silencios, cansancios e incomprensiones de las jornadas compartidas. «Hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes»18 que nos encantaría descubrir. Sucede que, aunque nuestra relación con Dios ocurra en medio de la normalidad, la procesión va por dentro. Su amor apasionado se puede mover muy cómodamente entre los bastidores de la normalidad, en el hoy sin espectáculo; sin fuegos artificiales, pero con brasas ardientes. Eso sucede cuando nos sabemos, en cada momento, mirados con un cariño nuevo. Porque a Dios no le importa lo normal que sea mi vida: es mía y eso es suficiente para él. Dios, de hecho, me ofrece la oportunidad de hacer de mi vida algo excepcionalmente singular y especial; él no sabe contar más que de uno en uno. Nunca hace comparaciones entre sus hijos. Nos ha llamado a cada uno desde antes de la creación del mundo (cfr. Ef 1, 4): no hay nadie igual a mí y, por eso, soy irrepetible. Todo el amor de Dios está volcado sobre mí.

Los mimos parecen monótonos

Ese espacio de normalidad en el que el Señor actúa hace posible que nuestra vida esté, como dice san Pablo, «escondida con Cristo en Dios» (Col 3, 3); llena de días iguales en los que aparentemente no pasa nada. Y, sin embargo, está sucediendo lo más inaudito. «En esta constancia para seguir adelante día a día, veo la santidad de la Iglesia militante. Esa es muchas veces la santidad "de la puerta de al lado"»19. Desde fuera podría parecer que la monotonía se ha apoderado de quien busca vivir esa santidad en las cosas ordinarias. Pero san Josemaría desenmascaraba esa visión superficial comparando las pequeñas y constantes costumbres de piedad con los mimos que una madre tiene con su hijo pequeño: «Plan de vida: ¿monotonía? Los mimos de la madre, ¿monótonos? ¿No se dicen siempre lo mismo los que se aman?»20. Además, por su parte, Dios no deja de pensar en nosotros ni de amarnos en ningún instante; no importa qué tan normal es nuestra vida. Lo que importa es que para él es excepcional.

San Bernardo de Claraval escribía al Papa Eugenio III, gran amigo suyo, para animarle a no descuidar la vida de oración constante y evitar así verse absorbido por las actividades que debía cumplir en su nuevo ministerio: «Sustráete de las ocupaciones al menos algún tiempo. Cualquier cosa menos permitirles que te arrastren y te lleven a donde tú no quieras. ¿Quieres saber a dónde? A la dureza del corazón»21. Sin unas costumbres de piedad concretas, diarias, el corazón tiene el peligro de cerrarse al amor de Dios y de volverse duro. Sin su cariño, hasta lo más santo puede perder el sentido. Sin él a nuestro lado, enseguida nos quedamos sin fuerzas.

Por las notas para una plática que dio en mayo de 1936, sabemos de una petición a Dios que san Josemaría proponía entonces a quienes le escuchaban: «Gracia para cumplir mi plan de vida de tal modo que aproveche bien el tiempo. ¿Por qué me acuesto y me levanto fuera de hora?»22. Ante lo cual podría surgir en nosotros la pregunta: ¿Y qué tiene que ver el amor de Dios con la hora de irse a descansar? Esa es la maravilla de la normalidad de Dios. A él le importa, y mucho, nuestro sueño, nuestra salud, nuestros planes. Y, sobre todo, quiere que no nos asalte a última hora la inquietud por hacer más cosas de las que el día ha permitido, porque quien obra es siempre Dios.

Para proteger nuestra libertad

Al comenzar su pontificado, Benedicto XVI nos alertaba ante un peligro constante, que se manifiesta en la escena de la sinagoga de Nazaret: «El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres»23. La normalidad nos parece también demasiado lenta; podemos pensar que hace llegar tarde las cosas. Nosotros deseamos que las cosas buenas y santas sean realidad cuanto antes. A veces nos resulta difícil entender por qué el bien tarda tanto en llegar, por qué el Mesías se toma tanto tiempo; por qué incluso «comienza estando en el seno de su Madre nueve meses, como todo hombre, con una naturalidad extrema»24.

En realidad, bajo esa forma de presentarse, lo que Dios busca tal vez sea proteger la libertad de los hombres, cerciorarse de que también nosotros queremos estar con él, ya sea orando unos cuantos minutos, deteniendo nuestra jornada para dedicar unas palabras a María o haciendo cualquier otra cosa. Si Dios se manifestase de una manera diversa, nuestra respuesta tendría que ser indiscutible. Por eso vemos que Jesús parece feliz pasando desapercibido en las escenas del evangelio. Los magos, por ejemplo, debieron de quedar sorprendidos al ver al rey de los judíos sostenido por los brazos de una mujer joven, en un lugar tan sencillo. Dios no quiere avasallar a los hombres. Quiere hijos libres, no deslumbrados. Sabe que nada nos estimula tanto como el descubrimiento personal de un tesoro escondido. Agradecer nuestra libertad, con todas sus luces y sus sombras, nos ayuda a compartir la paciencia de Dios ante tantas cosas que, a primera vista, nos pueden parecer un obstáculo para la redención y que, sin embargo, son el camino ordinario por el que Dios se manifiesta.

Por eso mismo, también sus mandamientos y sus normas son un don y una invitación. En este sentido, Tomás de Aquino pudo decir: "La nueva ley es la misma gracia del Espíritu Santo", no una norma nueva, sino la nueva interioridad dada por el mismo Espíritu de Dios». Y también «Agustín pudo resumir al final esta experiencia espiritual de la verdadera novedad en el cristianismo en la famosa fórmula: Da quod iubes et iube quod vis, "dame lo que mandas y manda lo que quieras"»25. Se entienden así algunos párrafos encendidos del salmista, que pueden darnos las palabras para agradecer a Dios esta libertad: «Con mis labios proclamo todas las normas de tu boca. En el camino de tus preceptos me deleito más que en todas las riquezas. Quiero meditar en tus mandatos, y fijar la vista en tus senderos» (Sal 119, 13-15).

En lo normal está Dios

La nuestra es una época de fenómenos de masas, con personas que tienen millones de seguidores, y fotos o vídeos que se hacen virales en pocos minutos. Ante este panorama, podemos preguntarnos, ¿qué vigencia tiene esa convicción de que el Señor obra en la normalidad? Sabemos bien que Dios es paciente y nos ha dicho que su acción es como la levadura: aunque no es posible distinguirla de la masa, de hecho llega hasta el último rincón. Dios es el primer interesado en salvar al mundo; mucho más que nosotros. A fin de cuentas, es él quien empuja, quien enciende y quien sostiene. Nosotros, principalmente, nos sumamos a ese movimiento de santidad: «Con la maravillosa normalidad de lo divino, el alma contemplativa se desborda en afán apostólico»26.

El Papa Francisco nos invita a dejarnos invadir por esa vibración apasionada de la gracia de Dios: «Cuánto bien nos hace, como Simeón, tener al Señor "en brazos" (Lc 2, 28). No solo en la cabeza y en el corazón, sino en las manos, en todo lo que hacemos: en la oración, en el trabajo, en la comida, al teléfono, en la escuela, con los pobres, en todas partes. Tener al Señor en las manos es el antídoto contra el misticismo aislado y el activismo desenfrenado, porque el encuentro real con Jesús endereza tanto al devoto sentimental como al frenético factótum. Vivir el encuentro con Jesús es también el remedio para la parálisis de la normalidad, es abrirse a la cotidiana agitación de la gracia»27. Con Cristo queremos liberarnos de la parálisis de pensar que en lo normal no está Dios.

María, nos hacía notar san Josemaría, «santifica lo más menudo, lo que muchos consideran erróneamente como intrascendente y sin valor: el trabajo de cada día, los detalles de atención hacia las personas queridas, las conversaciones y las visitas con motivo de parentesco o de amistad. ¡Bendita normalidad, que puede estar llena de tanto amor de Dios!»28.

3. Robar el corazón a Cristo

El diálogo con Dios

Fuera de las murallas de Jerusalén, poco después del mediodía, tres hombres habían sido crucificados sobre el Monte Calvario. Era el primer Viernes Santo de la historia. Dos de ellos eran ladrones; el tercero era el único hombre absolutamente inocente: el Hijo de Dios. Uno de los dos bandidos, en medio de su intenso sufrimiento y de su agotamiento físico, entabla una brevísima conversación con él. Sus palabras llenas de humildad –«acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino» (Lc 23, 42)– hacen que el mismo Dios hecho hombre le asegure la entrada en el paraíso. San Josemaría se conmovía muchas veces con la actitud de este buen ladrón que «con una palabra robó el corazón a Cristo y se abrió las puertas del Cielo»29. Quizá precisamente así se podría definir la oración: una palabra que roba el corazón a Jesús y nos hace vivir, desde ahora, junto a él.

Dos diálogos en la cruz

También nosotros deseamos que nuestra oración, como la de este hombre, al que una tradición da el nombre de Dimas, se llene de fruto. Nos ilusiona pensar en el vuelco que el diálogo con Dios puede dar a nuestra vida. Robar el corazón es conquistar, enamorar, entusiasmar. Se roba porque no se merece recibir tanto cariño. Se asalta lo que no es propiedad ni posesión, pero se anhela. La oración se asienta sobre algo tan sencillo –pero tan grande– como aprender a acoger un don así en nuestros corazones, dejándonos acompañar por Jesús, que nunca impone sus regalos, ni su gracia, ni su amor.

Junto a Dimas, también en un madero sobre el Calvario, estaba su compañero de tormento. Contrasta el reproche que este otro dirige a Jesús: «¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros» (Lc 23, 39). Son palabras que caen como un jarro de agua fría. ¿Qué diferencia hay entre esos dos diálogos? Ambos se dirigían a Jesús, pero solo Dimas acogió lo que el maestro tenía preparado para regalarle. Llevó a cabo su último y mejor golpe: aquella petición de quedarse al menos en la memoria de Cristo. Su compañero, por el contario, no abrió su corazón con humildad a quien quería librarle de su pasado y regalarle un futuro. Exigió su derecho a ser escuchado y salvado; se encaró con la aparente ingenuidad de Jesús y le reprochó su pasividad. Quizá siempre había robado así: considerando que recuperaba lo que le pertenecía. Dimas, por su parte, sabía que no merecía nada y esa actitud logró abrir la caja fuerte del amor de Dios. Supo reconocer a Dios tal como realmente es: un Padre entregado a cada uno de sus hijos.

Para abrir las puertas del cielo

Estos dos diálogos nos muestran que Dios necesita nuestra libertad para hacernos felices. Y también que no siempre resulta fácil dejarse querer. San Josemaría recordaba que Dios «ha querido correr el riesgo de nuestra libertad»30. El primer modo de agradecérselo consiste en abrirnos nosotros también a la suya. Incluso habría que decir que, por nuestra parte, no corremos riesgo alguno. Tan solo podría darse cierta apariencia de peligro, porque de hecho llevamos todas las de ganar: la garantía de su promesa son unos clavos que arden de amor por nosotros. Desde este punto de vista, comprendemos lo absurdo que puede llegar a ser resistirnos a la voluntad de Dios, aunque pronto comprobemos que es algo que nos ocurre con frecuencia. Lo que sucede es que «ahora vemos como en un espejo, confusamente; entonces veremos cara a cara. Mi conocer es ahora limitado; entonces conoceré como he sido conocido por Dios» (1Co 13, 12). Nos lo dice san Pablo: para conocernos no hay mejor camino que mirarnos desde Cristo, contemplar nuestra vida a través de sus ojos.

Dimas así lo comprende, y por eso no le da miedo ver la brecha enorme que se abre entre la bondad de Jesús y sus errores personales. A veces pensamos que conocernos es identificar nuestros errores: eso es verdad, pero no es toda la verdad. Conocer a fondo nuestro corazón significa también conocer nuestros anhelos más íntimos. Esa profundización, clave para poder escuchar a Dios, para dejarnos llenar por su amor, se realiza en el corazón de Dimas. El buen ladrón reconoce en el rostro humillado y desfigurado de Cristo unos ojos que lo miran con ternura, le devuelven la dignidad y, de una extraña manera, le recuerdan que es amado por encima de todas las cosas. Es verdad que este final feliz puede parecer demasiado fácil. Sin embargo, nunca conoceremos el drama de la conversión que experimentó su corazón en aquellos momentos, ni la preparación que seguramente la hizo posible.

Abrirse a tanto cariño significa descubrir que la oración es un don, un cauce privilegiado para acoger el afecto de un corazón que no sabe de medidas ni de cálculos. En la oración se nos regala una vida diferente, más feliz, más llena de sentido. «Rezando le abrimos la jugada a Él, le damos lugar para que Él pueda actuar y pueda entrar y pueda vencer»31. Es Dios quien nos transforma, es Dios mismo quien nos acompaña, es él quien lo hará todo; solamente necesita que le abramos la jugada, poniendo en movimiento nuestra libertad: la que Jesús nos ha ganado en la cruz.

La oración nos ayuda a comprender que «cuando Él pide algo, en realidad está ofreciendo un don. No somos nosotros quienes le hacemos un favor: es Dios quien ilumina nuestra vida, llenándola de sentido»32. Lo que le roba el corazón es la puerta abierta de nuestra vida, que se deja hacer, que se deja querer, transformar, que ansía corresponder, aunque no sepa muy bien cómo hacerlo. «Gustad y ved qué bueno es el Señor» (Sal 34, 9). Estas pocas palabras resumen el camino que nos lleva a ser almas de oración, «porque si no conocemos qué recibimos, no despertamos al amor»33. Podemos pensar: ¿Cuándo fue la última vez que le dijimos al Señor lo bueno que es? ¿Con qué frecuencia nos detenemos a considerarlo y gustarlo?

Por esta razón, el asombro es parte esencial de nuestra vida de oración: la admiración ante un prodigio que no cabe en nuestros parámetros. El asombro nos llevará a repetir con frecuencia: «¡Qué grande eres, y qué hermoso, y qué bueno! Y yo, qué tonto soy, que pretendía entenderte. ¡Qué poca cosa serías, si me cupieras en la cabeza! Me cabes en el corazón, que no es poco»34. Alabar a Dios nos sitúa en la verdad de nuestra relación con Cristo, aligera el peso de nuestras preocupaciones y nos abre panoramas que no podíamos prever. Son las consecuencias de haber corrido el riesgo de entregarnos a la libertad de Dios.

Infinitas maneras de orar

En uno de los encuentros que tuvo en México, san Josemaría contaba que años atrás un hijo suyo, filósofo de profesión, había recibido inesperadamente el encargo de ocuparse de las empresas de su familia: «Cuando me habló de negocios me quedé mirándole, me eché a reír y le dije: ¿Negocios? El dinero que tú ganes me lo pones aquí, en el hueco de mi mano, que me sobra sitio». Pasaron los años, y al volver a encontrarse con él le dijo: «Aquí está mi mano. ¿No te dije que lo que ganaras me lo pusieras aquí? Y él se levantó y, ante la expectación de todos, me besó la palma de la mano. Y dijo: ya está. Le di un abrazo y le contesté: me has pagado de sobra. ¡Anda, ladrón, que Dios te bendiga!»35.

En la oración bien podemos poner un beso en la mano de Dios; entregarle nuestro cariño, como único tesoro, ya que no tenemos otra cosa. A algunas personas les bastará un gesto como este, dirigido al Señor, para encenderse en una oración de afectos y propósitos. Les parecerá mucho más expresiva una mirada que mil palabras. Querrían tocar todo lo que se refiere a Dios. Disfrutarían sintiendo la brisa de la orilla del mar de Galilea. A través de los sentidos, el Señor les llena el corazón de paz y de alegría. Y ese gozo, naturalmente, necesita ser compartido. La misión apostólica se convierte entonces en abrir los brazos como Cristo para abrazar el mundo entero y salvarlo junto con él.

Pero esa es solo una de las infinitas formas de orar, que son tantas como personas, y tantas como momentos que puede atravesar nuestra alma. Otros, por ejemplo, buscan sencillamente escuchar algunas palabras de consuelo. Jesús no escatima palabras de admiración para quien las necesita: «Ahí tenéis a un israelita de verdad, en quien no hay engaño» (Jn 1, 47). Nos las dirá si abrimos nuestro corazón. Nadie ha pronunciado palabras de amor como las suyas. Y nadie las ha dicho con tanta gracia y con tanta verdad. Cuando las escuchamos, el amor que recibimos se cuela en nuestra mirada. Aprendemos así a mirar con Dios. Vislumbramos, de esta manera, lo que cada amigo o amiga sería capaz de hacer si se dejara acompañar por la gracia.

Hay también personas que disfrutan sirviendo a los demás, como Marta, la amiga del Señor que vivía en Betania. Cuando el evangelio nos cuenta que Jesús estuvo de visita allí, vemos que no indicó a Marta que se sentara, sino que la invitó a descubrir lo único necesario (cfr. Lc 10, 42) en medio de lo que hacía. A personas parecidas a Marta probablemente las conforta pensar, mientras oran, que Dios actúa a través de ellas para llevar a muchas almas al cielo. Les gusta llenar su oración con rostros y nombres de personas concretas. Necesitan percibir que sirven a los demás con todo lo que hacen. De hecho, si María pudo escoger "la mejor parte" es justamente porque Marta servía; a esta última le bastaba saber que quienes la rodeaban estaban a gusto.

Otras personas, por su parte, están más inclinadas hacia los detalles pequeños, hacia los regalos, aunque sean de muy poco valor. Tienen un corazón que no deja de pensar en los demás y que siempre encuentra en la vida algo referido a sus seres queridos. Por eso les ayuda seguramente aprender a descubrir todos los dones que Dios ha sembrado en su vida. «La oración, precisamente porque se alimenta del don de Dios que se derrama en nuestra vida, debería ser siempre memoriosa»36. También pueden ilusionarse con sorprender a Dios con mil detalles minúsculos. El factor sorpresa tiene mucha importancia para ellas. Y, a fin de cuentas, atinar con lo que fascina al Señor no es tan difícil. Aunque para nosotros sea un misterio, podemos estar seguros de que hasta lo más pequeño lo llena de agradecimiento y hace brillar sus ojos. Cada alma que procuramos acercar a su amor –como la de Dimas en sus últimos momentos– le roba de nuevo el corazón.

Sin ánimo de encerrar en esquemas previos todas las posibilidades, que casi siempre se dan mezcladas, hay también almas que necesitan pasar tiempo con quien aman. Puede que les guste, por ejemplo, consolar a Jesús. Todo tiempo gastado con quien aman les parece poco. Para percibir el cariño divino puede servirles pensar en Nicodemo, a quien Jesús recibió con toda la noche por delante, en la intimidad de un hogar muy dado a las confidencias. Precisamente por ese tiempo compartido, Nicodemo será después capaz de dar la cara en los momentos más difíciles, y permanecer cerca de Cristo cuando los demás se escondan, llenos de miedo.

* * *

La conversación entre Jesús y el buen ladrón fue breve pero intensa. Dimas descubrió que había una rendija en ese gran corazón inocente de Cristo: una forma fácil de asaltarlo. La voluntad de Dios, tantas veces oscura y dolorosa, se iluminó y se ilumina con la petición humilde del bandido. Su único deseo es que seamos felices, muy felices, los más felices del mundo. El buen ladrón se coló por esa grieta y se apoderó del mayor tesoro. María, por su parte, fue testigo de cómo Dimas defendía a su hijo. Quizá, con una mirada, pidió a Jesús que le hiciera un mimo. Y Cristo, incapaz de negar nada a su madre, dijo: «Hoy estarás conmigo en el paraíso» (Lc 23, 43).

4. Sé que te encantó, Jesús

Las cosas pequeñas

El 29 de diciembre de 1933, san Josemaría ultimaba la instalación de la Academia DYA. Lo ayudaban ese día cuatro estudiantes: Manolo, Isidoro, Pepe y Ricardo. Una de las tareas para la jornada era la instalación de una pizarra de 2 metros de ancho en una clase. Al día siguiente anotaba, emocionado, una pequeña anécdota: «En cuanto colocaron el encerado en una clase, lo primero que escribieron los cuatro artistas fue: Deo omnis gloria! –toda la gloria para Dios.– Ya sé que te encantó, Jesús»37. En unas pocas palabras se vislumbra su gozo al contemplar esa simpática ocurrencia. Pero hay algo quizá más misterioso en el apunte, y es la manera en que el fundador del Opus Dei comprendía nuestra capacidad de agradar a Dios con pequeños y casi minúsculos detalles.

Con todo, no es fácil entender cómo una acción tan insignificante de las criaturas pueda tener ese efecto en su creador. Y sin embargo todos tenemos experiencia de cómo, cuando algo nos encanta, perdemos en cierta medida la cordura. No atendemos a razones. Y bien, Dios ha dicho que sus «delicias están con los hijos de los hombres» (Pr 8, 31), que le encantamos. Si esa expresión de san Josemaría parece atrevida, es todavía más audaz cuando la presenta como una convicción muy íntima: «Con la Fe y el Amor, somos capaces de chiflar a Dios, que se vuelve otra vez loco –ya fue loco en la Cruz, y es loco cada día en la Hostia–, mimándonos como un Padre a su hijo primogénito»38. No se trata de un texto aislado; es algo habitual en su predicación: «Les hablé de Jesús chiflado, loco por nosotros»39. ¿Alguna vez habíamos llegado a mirar así a Dios?

La felicidad de Dios

Al final de su primera carta pastoral, el prelado del Opus Dei pedía a Dios: «Haz, Señor, que desde la fe en tu Amor vivamos cada día con un amor siempre nuevo, en una alegre esperanza»40. Alegría: ¿qué puede unirla con las virtudes teologales, las virtudes que Dios nos da? Santo Tomás de Aquino dice que la felicidad «corresponde a Dios en grado sumo»41; que nadie es tan feliz como él, y nadie desea tanto disfrutar y compartir esa alegría con nosotros. Por eso, vivimos a la espera de la felicidad eterna y, al mismo tiempo, estamos ya alegres porque Dios nos concede participar aquí de su dicha.

Para adentrarnos en el misterio de la felicidad divina, podemos contemplar una reacción de Jesús recogida por san Marcos: «Sentado Jesús frente al gazofilacio, miraba cómo la gente echaba en él monedas de cobre, y bastantes ricos echaban mucho. Y al llegar una viuda pobre, echó dos monedas pequeñas, que hacen la cuarta parte del as» (Mc 12, 41-42). Este insignificante detalle emociona a nuestro Señor. Las monedas de cobre retumbaban al caer en el gazofilacio, una especie de trompeta con la boca hacia arriba, situada en el atrio del templo, en la que se entregaban las ofrendas, limosnas y rentas. El acostumbrado golpear del metal recio era bien diferente al suave tintineo de las dos monedas sin apenas valor que ahora ofrecía esta pobre mujer. Sumaçban la cuarta parte del as que, en aquel momento, era la moneda más pequeña en circulación.

Y, sin embargo, esta mujer conquista el corazón de Cristo. Él en realidad no necesita nuestras ofrendas, mendiga algo mucho más grande: nuestro corazón. «¿No has visto las lumbres de la mirada de Jesús cuando la pobre viuda deja en el templo su pequeña limosna? –Dale tú lo que puedas dar: no está el mérito en lo poco ni en lo mucho, sino en la voluntad con que lo des»42. Jesús no interpreta los gestos como lo hacemos nosotros. La ofrenda de la viuda es minúscula, pero a Jesús le gusta mucho más que las otras porque es libre, humilde y gratuita. Significa mucho para él y no se resiste a explicar por qué: «En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más que todos los que han echado en el gazofilacio, pues todos han echado algo de lo que les sobra; ella, en cambio, en su necesidad, ha echado todo lo que tenía, todo su sustento» (Mc 12, 43). Cristo nos desafía a valorar las cosas –y sobre todo nuestra vida– de una forma diferente, alternativa y paradójica.

Amar con la misma moneda

«Dios llega gratis. Su amor no es negociable: no hemos hecho nada para merecerlo y nunca podremos recompensarlo»43. Él quiere ser nuestro amigo. Así se lo confió a sus apóstoles en el Cenáculo (cfr. Jn 15, 15), «y en ellos nos lo ha dicho a todos. Dios nos quiere no solo como criaturas, sino como hijos a los que, en Cristo, ofrece verdadera amistad»44. Sin embargo, cuando palpamos nuestra fragilidad tendemos a pensar que Dios reacciona como lo haríamos nosotros. Cuando no nos salen las cosas o cuando nos parece que no estamos a la altura de su amor, lo imaginamos defraudado, decepcionado o entristecido. San Pedro Crisólogo nos previene ante este error tan común: «Hombre, ¿por qué te consideras tan vil, tú que tanto vales a los ojos de Dios?»45. Es así: no nos cabe en la cabeza que nuestra vida, surcada de miserias y tropiezos, pueda agradar a Dios; y, menos todavía, que pueda «encantarle» o «chiflarle».

Pero, de hecho, ¿cómo puede ser que Dios se entusiasme de ese modo con nuestros minúsculos detalles de cariño o incluso con nuestras limitaciones? ¿Cómo es posible que la distancia infinita entre el amor de Dios y nuestra pobre correspondencia se esfume? «Si quieres saber cómo se realizan estas cosas –escribe san Buenaventura– pregunta a la gracia, no al saber humano; pregunta al deseo, no al entendimiento; pregunta al gemido expresado en la oración»46. Está claro que no tenemos dinero suficiente para comprar su amor. Dios nos ama porque le da la gana, que es la razón más divina. Por eso, no nos obliga a corresponderle de una manera precisa. Al mismo tiempo, se entusiasma si le pagamos con su moneda, con el amor gratuito de quien se deja amar, de quien permite al otro estar chiflado. Esto sucede cuando comprendemos que el cariño divino no está a la venta y, por eso, esperamos únicamente en la lotería de su bondad incondicional. Entonces el alma responde con lo poco que atesora, pero con una gran diferencia: lo hace porque le da la gana, igual que Dios. Y lo disfruta igual que él.

Los «detalles caseros del héroe»

Lo pequeño tiene valor para Dios, precisamente porque es nuestro. Aunque somos conscientes de que nunca saldaremos, si se puede hablar así, la deuda contraída con Dios, nos entusiasma soñar con contribuir a sostener las cargas familiares. Es su amor el que transforma nuestras baratijas en joyas preciosas. Todo sirve para hacer feliz a Dios: bastan, como nos dice el evangelio, dos monedas que forman la cuarta parte del as, pero que sacian su infinita capacidad de amar y ser amado. Y a nosotros, también, estas cosas pequeñas nos liberan el alma, porque nos ayudan a dejarnos amar… a cambio de nada. Vividas así, las cosas pequeñas no encorsetan. Por el contrario, se hace difícil cuidarlas con fidelidad si lo que nos mueve más bien es un afán de controlar, de cancelar la deuda. No se trata de eso, sino de detalles espontáneos y sencillos de quien se sabe mirado con cariño por un Dios que es, sí, todopoderoso y eterno, pero que es a la vez también un Dios muy casero.

Quizá muchos no realicemos las proezas de algunos grandes santos o mártires (seguramente ellos fueron los primeros sorprendidos de encontrarse haciendo cosas así), pero tenemos en todo caso la suerte de que a Dios le encantan nuestras ocurrencias. Él se deleita con nuestra inventiva, con nuestra lucha, alegre y libre. Y, como nosotros no percibimos la altura, perdemos el vértigo y actuamos con una naturalidad y una fe encantadoras para él. Así, casi sin darnos cuenta, nuestro corazón se abre a su gracia: «Muy bien, siervo bueno y fiel; como has sido fiel en lo poco, yo te confiaré lo mucho: entra en la alegría de tu señor» (Mt 25, 23).

San Josemaría estaba convencido de que nuestra vida tenía necesariamente este relieve sencillo, pero decisivo: «Todo aquello, en que intervenimos los pobrecitos hombres –hasta la santidad– es un tejido de pequeñas menudencias, que derechamente rectificadas, pueden formar un tapiz espléndido de heroísmo o de bajeza, de virtudes o de pecados. Las gestas –nuestro Mío Cid– relatan siempre aventuras gigantescas, pero mezcladas con detalles caseros del héroe. –Ojalá hagas siempre mucho caso –¡línea recta!– de las cosas pequeñas. Y yo también; y yo también (…)»47.

Internarse con esta perspectiva en el universo de las cosas del día a día nos permite salir al paso de dos desviaciones que pierden de vista el cariño y el humor con el que Dios nos mira. Aparentemente lejanas, ambas tienen algo decisivo en común: ponen el foco en nosotros, en lo que hacemos. Por un lado, podemos descubrir después de años de lucha que el cuidado de las cosas pequeñas nos proporciona cierta seguridad y cabe el riesgo de buscar en ellas la tranquilidad del que cumple. Quizá sin darnos cuenta se han transformado en pequeñas rigideces que sirven de analgésico para nuestra inseguridad: las vivimos externamente pero no las disfrutamos. Por otro lado, cabe también que nos supongan un peso insoportable, una carga que aplasta y desdibuja el rostro amable de Cristo, porque nos hacen agobiante la lucha.

En ningún caso la solución pasa por no prestarles atención. Más bien se trata de atisbar el efecto que nuestra lucha pequeña produce en Dios, y no tanto los resultados que nosotros logramos. Es cuestión de poner el foco de nuevo en él. Esa pelea muchas veces puede ser escondida, ínfima y sin fruto aparente, pero es parte del «diálogo eterno entre el niño inocente y el padre chiflado por su hijo: –¿Cuánto me quieres? ¡Dilo! –Y el pequeñín silabea: ¡Mu–chos mi–llo–nes!»48.

La gracia nos hace ligeros

Chiflar a Dios es posible desde el corazón de Jesús. Nuestros pequeños esfuerzos –nuestras monedillas–, unidos a él, transformados en su propia ofrenda, se convierten en un «sacrificio puro, inmaculado y santo»49: son un don agradable a Dios Padre, como dice el sacerdote en voz baja una vez presentadas las ofrendas en la santa Misa. La expresión latina es muy significativa: Ut placeat tibi, para que te complazca. Producen ese efecto porque la Eucaristía «nos adentra en el acto oblativo de Jesús»50.

Los santos encontraron un trampolín para «estar a la altura»; descubrieron que incluso nuestros pecados nos ayudan a querer más al Señor si, arrepentidos, los ponemos en sus manos: «Le repito que le amo, y después me lleno de vergüenza, porque ¿cómo puedo asegurar que le quiero, si tantas veces le he ofendido? La reacción entonces no es pensar que miento, porque no es verdad. Continúo mi oración: Señor, te quiero desagraviar por lo que te he ofendido y por lo que te han ofendido todas las almas. Repararé con lo único que puedo ofrecerte: los méritos infinitos de tu Nacimiento, de tu Vida, de tu Pasión, de tu Muerte y de tu Resurrección gloriosa; los de tu Madre, los de San José, las virtudes de los Santos, y las debilidades de mis hijos y las mías, que reverberan de luz celestial –como joyas– cuando aborrecemos con todas las veras del alma el pecado mortal y el venial deliberado»51. El alma que se deja amar se apropia de los méritos de Cristo y se siente así capaz de subir cumbres que serían inalcanzables a sus fuerzas. Tanta audacia –empujada por la gracia de Dios– puede resultar incluso paradójica, divertida: nos puede hacer gracia. Y de hecho, si llegamos a vislumbrar lo gracioso de la situación, esa mirada estimulará nuestra mejor respuesta al amor que se nos regala.

En una entrevista, Benedicto XVI confiaba una intuición muy suya sobre cómo es Dios: «Personalmente creo que tiene un gran sentido del humor. A veces le da a uno un empellón y le dice: "¡No te des tanta importancia!". En realidad, el humor es un componente de la alegría de la creación. En muchas cuestiones de nuestra vida se nota que Dios también nos quiere impulsar a ser un poco más ligeros; a percibir la alegría; a descender de nuestro pedestal y a no olvidar el gusto por lo divertido»52. Dios quiere que entremos en su gozo (cfr. Mt 25, 23), en su diversión; que participemos de su alegría íntima, de su gozo infinito que nada puede arruinar. Para eso nos ha creado53.

Posiblemente, aquella buena mujer del evangelio no perdió demasiado tiempo pensando si su ofrenda era mayor o menor que la del resto de los que acudían al gazofilacio. Tuvo la intuición de que a Dios no le importaba tanto la cantidad como el cariño. No fue necesario hacer muchos cálculos, ni comparaciones. Simplemente le pareció lógico darlo todo. No hizo un drama de su pobreza, aunque su condición no fuera nada fácil. Así viven, así lo entienden los santos. Son audaces y ocurrentes, divertidos y graciosos: «Me siento muy contenta de irme pronto al cielo. Pero cuando pienso en aquellas palabras del Señor: "Traigo conmigo mi salario, para pagar a cada uno según sus obras", me digo a mí misma que en mi caso Dios va a verse en un gran apuro: ¡Yo no tengo obras! Así que no podrá pagarme "según mis obras"… Pues bien, me pagará "según las suyas…"»54.

El profeta Sofonías nos cuenta lo que piensa y siente Dios por sus hijos: «El Señor tu Dios está en medio de ti, valiente y salvador; se alegra y goza contigo, te renueva con su amor; exulta y se alegra contigo como en día de fiesta» (So 3, 16-18). Así, nos dice el profeta, son los sentimientos de Dios por sus hijos. «Me llena de vida releer este texto», ha confesado el Papa55. Son palabras que la Iglesia aplica también a la Madre de Dios. Ella puede explicarnos cómo llegar a esa convicción, porque nunca dudó de que Gabriel le decía la verdad: «Has hallado gracia delante de Dios» (Lc 1, 30); le chiflas a tu creador.

5. Agradar a Dios *

Santidad y perfeccionismo

* Esta es una versión revisada del texto publicado ya anteriormente en Para mí vivir es Cristo (Cuadernos Vida cristiana, 3).

En plena guerra civil española, y tras varios meses escondido en diversos lugares, san Josemaría decidió abandonar la capital del país. Era preciso llegar a un sitio donde su vida no corriera peligro y recomenzar de nuevo su misión apostólica. Con un grupo de miembros del Opus Dei, atravesó los Pirineos en un viaje lleno de peligro y consiguió llegar a Andorra. Tras pasar por Lourdes, se dirigió a Pamplona. Allí el obispo lo acogió y le ofreció alojamiento. Al poco de llegar, en las Navidades de 1937, hizo un retiro espiritual en soledad. En un momento de oración, escribía: «Meditación: mucha frialdad: al principio, sólo brilló el deseo pueril de que "mi Padre-Dios se ponga contento, cuando me tenga que juzgar". –Después, una fuerte sacudida: "¡Jesús, dime algo!", muchas veces recitada, lleno de pena ante el hielo interior. –Y una invocación a mi Madre del cielo –"¡Mamá!"–, y a los Custodios, y a mis hijos que están gozando de Dios… y, entonces, lágrimas abundantes y clamores… y oración. Propósitos: "ser fiel al horario, en la vida ordinaria"»56

Hielo, lágrimas, deseos… Son unas notas íntimas, llenas de intensidad, que nos permiten asomarnos a su alma: sus afectos, su estado de ánimo. San Josemaría busca amparo en sus amores: el Padre, Jesús, María. Y, sorprendentemente, en medio de la gran tribulación externa que se vivía en ese momento, saca un propósito que podría parecer nimio: cuidar el horario en la vida ordinaria. Esta es, sin duda, una de sus grandezas: el don de conjugar una relación afectiva con Dios, íntima y apasionada, con la fidelidad en la lucha diaria en cosas ordinarias, en apariencia insignificantes.

Un riesgo de quien desea agradar a Dios

Agradar a alguien es lo contrario de entristecerlo o decepcionarlo. Como queremos amar a Dios y agradarle, es lógico que tengamos miedo a defraudarlo. Sin embargo, en ocasiones el miedo puede traer a nuestra mente y a nuestro corazón justo lo que tratamos de evitar. El miedo es un sentimiento valioso para advertirnos de los peligros, de nuestra fragilidad, pero no puede ser la columna vertebral de la vida cristiana. Tal vez por eso «en las Sagradas Escrituras encontramos 365 veces la expresión "no temas", con todas sus variaciones. Como si quisiera decir que todos los días del año el Señor nos quiere libres del temor»57

Hay una forma de temor ante la que el prelado del Opus Dei nos ponía en guardia al comienzo de su primera carta pastoral. Nos animaba a «exponer el ideal de la vida cristiana sin confundirlo con el perfeccionismo, enseñando a convivir con la debilidad propia y la de los demás»; a «asumir, con todas sus consecuencias, una actitud cotidiana de abandono esperanzado, basada en la filiación divina»58. Aunque santidad y perfeccionismo no son lo mismo, en ocasiones podemos confundirlos. Una persona santa teme ofender a Dios. Teme igualmente no corresponder a su amor. El perfeccionista, en cambio, teme no estar haciendo las cosas suficientemente bien y, por eso, teme que Dios esté enfadado.

Cuántas veces nos llenamos de decepción al constatar que nos hemos dejado llevar, una vez más, por nuestras pasiones, que hemos vuelto a pecar, que somos débiles para cumplir los propósitos más sencillos. Nos enfadamos, nos entristecemos, y llegamos a pensar que Dios está decepcionado: perdemos la esperanza de que pueda seguir amándonos, de que realmente podamos vivir una vida cristiana. En esas ocasiones, conviene recordar que la tristeza es aliada del enemigo: nos aleja de Dios. Confundimos nuestro enfado y nuestra rabieta con una supuesta decepción de Dios, pero el origen de todo eso no es el amor que le tenemos, sino nuestro yo herido, nuestra fragilidad no aceptada.

Al leer de labios de Cristo en el evangelio: «Sed perfectos», deseamos seguir ese consejo, hacerlo vida nuestra, pero corremos el riesgo de entenderlo así: «Hacedlo todo perfectamente». Podemos llegar a pensar que, si no lo hacemos todo con perfección, no agradamos a Dios, no somos auténticos discípulos. Con todo, Jesús aclara en seguida el sentido de sus palabras: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48). Se trata de la perfección a la que Dios nos abre al hacernos partícipes de su naturaleza divina. Se trata de la perfección del amor eterno, del amor más grande, del «amor que mueve al Sol y las demás estrellas»59, el mismo amor que nos ha creado libres y nos ha salvado «siendo todavía pecadores» (Rm 5, 8). Para nosotros, esa perfección consiste en sabernos hijos: pequeños, frágiles, pero conscientes del valor que tenemos a sus ojos.

Ante el peligro del perfeccionismo podemos considerar que agradar a Dios no está en nuestras manos, pero sí en las de él. «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó» (1Jn 4, 10). Por eso, debemos renunciar a señalar a Dios cómo tiene que reaccionar ante nuestra vida. Somos criaturas, y por eso hemos de aprender a respetar su libertad, sin pretender decirle por qué o por qué no debería amarnos. De hecho, nos ha demostrado su amor y, por eso, lo primero que espera de nosotros es que le dejemos amarnos, a su modo.

La preocupación por merecer amor

San Pablo dice que Dios no perdonó a su propio Hijo, con tal de hacernos posible la felicidad para siempre (cfr. Rm 8, 32). ¿Por qué nos cuesta tanto comprender su lógica? ¿Jesús no se ciñó la toalla ante los apóstoles para limpiarles los pies? Él ha querido amarnos con el amor más grande, hasta el extremo. Y nosotros continuamos pensando que nos amará en la medida en que «estemos a la altura», o seamos capaces de «dar la talla». Sin embargo, ¿necesita un niño pequeño hacerse «merecedor» del amor de sus padres? ¿No es más bien una secreta complacencia con nosotros mismos lo que hay detrás de tanta preocupación por «merecer»? Nos puede la inseguridad, la necesidad de buscar puntos de referencia estables, fijos… y pretendemos encontrarlos en nuestras obras, en nuestras ideas, en nuestra percepción de la realidad.

En cambio, nos basta mirar a Dios, Padre nuestro, y descansar en su amor. En el bautismo de Jesús y en su transfiguración, oímos la voz de Dios Padre, complacido en su Hijo. Nosotros también hemos sido bautizados y, por su pasión y su resurrección, formamos parte de su vida. Como a Jesús, Dios Padre nos mira complacido, encantado. Por eso nos lo entregó: porque veía en nosotros al Hijo. Y por eso se nos entrega en la Eucaristía, ese mensaje tan claro sobre lo que Dios siente por nosotros: tiene hambre de estar junto a cada uno, ilusión por esperarnos el tiempo que sea preciso, deseos de intimidad y amor correspondido.

Lucha de alma enamorada

Descubrir el amor que Dios nos tiene es el motivo más grande para amar. De igual modo, «la primera motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más»60. No es este un principio abstracto. Lo vemos realizado en ejemplos como el del endemoniado de Gerasa, que, tras ser liberado por Jesús y ver cómo sus connacionales rechazaban al maestro, «le suplicaba quedarse con él» (Mc 5, 18). Lo vemos también en Bartimeo: tras ser curado de su ceguera, «le seguía por el camino» (Mc 10, 52). Lo vemos finalmente en Pedro: solo una vez ha descubierto la hondura del amor de Jesús, que le perdona y confía en él a pesar de su cobardía, puede seguir su llamada: «Sígueme» (Jn 21, 19). El descubrimiento del amor de Dios es el motor más potente para nuestra vida cristiana. De ahí nace nuestra lucha.

San Josemaría nos animaba a considerar esto desde la perspectiva de nuestra filiación divina: «Los hijos… ¡Cómo procuran comportarse dignamente cuando están delante de sus padres! Y los hijos de Reyes, delante de su padre el Rey, ¡cómo procuran guardar la dignidad de la realeza! Y tú… ¿no sabes que estás siempre delante del Gran Rey, tu Padre-Dios?»61. La presencia de Dios no llena de temor a sus hijos. Ni siquiera cuando caen. Sencillamente, porque él mismo ha querido decirnos del modo más claro posible que, también cuando caemos, nos está esperando. Como el padre de la parábola, está deseoso de venir a nuestro encuentro en cuanto le dejemos, y echarse a nuestro cuello y llenarnos de besos (cfr. Lc 15, 20).

Ante el posible temor a contristar a Dios, podemos preguntarnos: este temor ¿me une a Dios, me hace pensar más en él, o me centra en mí, en mis expectativas, en mi lucha, en mis logros? ¿Me lleva a pedir perdón a Dios en la Confesión, y llenarme de gozo al saber que me perdona, o me conduce a la desesperanza? ¿Me sirve para recomenzar con alegría, o me encierra en mi tristeza, en mis sentimientos de impotencia, en la frustración que nace de una lucha basada en mis fuerzas… y en los resultados que consigo?

La sonrisa de María

Un suceso de la vida de san Josemaría puede servirnos para comprender esto mejor. Se trata de una de las anotaciones sobre su vida interior que escribía para hacer más sencilla la tarea de su director espiritual. Aunque sea un poco larga, vale la pena citarla por entero:

«Esta mañana –como siempre que lo pido humildemente, sea una u otra hora la de acostarme– desde un sueño profundo, igual que si me llamaran, me desperté segurísimo de que había llegado el momento de levantarme. Efectivamente, eran las seis menos cuarto. Anoche, como de costumbre también, pedí al Señor que me diera fuerzas para vencer la pereza, al despertar, porque –lo confieso, para vergüenza mía– me cuesta enormemente una cosa tan pequeña y son bastantes los días, en que, a pesar de esa llamada sobrenatural, me quedo un rato más en la cama. Hoy recé, al ver la hora, luché… y me quedé acostado. Por fin, a las seis y cuarto de mi despertador (que está roto desde hace tiempo) me levanté y, lleno de humillación, me postré en tierra, reconociendo mi falta –serviam!–, me vestí y comencé mi meditación. Pues bien: entre seis y media y siete menos cuarto vi, durante bastante tiempo, cómo el rostro de mi Virgen de los Besos se llenaba de alegría, de gozo. Me fijé bien: creí que sonreía, porque me hacía ese efecto, pero no se movían los labios. Muy tranquilo, le he dicho a mi Madre muchos piropos»62.

San Josemaría se había propuesto algo que quizá también supone una lucha para nosotros algunas veces: levantarse puntual. Y no lo había conseguido. Era algo que le humillaba. Sin embargo, no confunde su rabieta y su humillación con la magnanimidad del corazón de Dios. Y ve a la Virgen que le sonríe, después de ese fracaso. ¿No es verdad que tendemos a pensar que Dios está contento con nosotros solamente cuando hacemos las cosas bien? ¿Por qué confundimos nuestra satisfacción personal con la sonrisa de Dios, con su ternura y su cariño? ¿No se conmueve igualmente el Señor cuando nos levantamos otra vez después de una nueva caída?

Muchas veces habremos dicho a la Virgen que hable bien de nosotros al Señor: Ut loquaris pro nobis bona. Alguna vez, incluso nos habremos imaginado esas conversaciones entre ella y su hijo. En nuestra oración, bien podemos introducirnos en esa intimidad y tratar de contemplar el amor de María y de Jesús por cada uno de nosotros. Benedicto XVI decía una vez en Lourdes, pensando en la pequeña Bernadette, que «buscar la sonrisa de María no es sentimentalismo devoto o desfasado, sino más bien la expresión justa de la relación viva y profundamente humana que nos une con aquella que Cristo nos ha dado por Madre. Desear contemplar la sonrisa de la Virgen no es dejarse llevar por una imaginación descontrolada»63. En efecto, en su primera aparición a Bernadette, mucho antes de presentarse como la Inmaculada, la Virgen simplemente sonrió. «María le dio a conocer primero su sonrisa, como si fuera la puerta de entrada más adecuada para la revelación de su misterio»64.

Nosotros queremos ver y vivir también en esa sonrisa. Nuestros errores, por grandes que puedan llegar a ser, no son capaces de borrarla. Si nos levantamos de nuevo, podemos buscar con la mirada sus ojos y nos volveremos a contagiar de su alegría.

6. Hermanos que miran al padre

Reaprender el amor

Aquellos últimos días, Jesús había pasado mucho tiempo entre quienes, a ojos de la sociedad, parecían estar más lejos de Dios. San Lucas nos cuenta que «todos los publicanos y pecadores» (Lc 15, 1) se acercaban a escuchar sus enseñanzas. Ante este movimiento de gente, quienes presumían de custodiar la ley mosaica empezaban a murmurar entre sí. El maestro decidió entonces narrar tres parábolas para purificar la imagen de Dios que ellos tenían, distorsionada muchas veces por una mentalidad legalista que pierde de vista el amor divino. El tercero de estos relatos es la historia de un padre y sus dos hijos (cfr. Lc 15, 11-32): el menor, que pide la herencia para malgastarla lejos de su casa, y el mayor, que permanece en el hogar, pero sin sintonizar verdaderamente con el corazón de su padre.

El olvido de ambos hijos

La primera parte de la historia de estos dos hermanos es la de una larga distracción: uno y otro vivían sin ser conscientes de la gratuidad con la que su padre los amaba. El pequeño soñaba con lugares en donde suponía que iba a ser más feliz. A este la dispersión le llegó por la cabeza –tal vez menos amueblada– y por la imaginación –quizá más viva–, hasta convencerse de que podía comprar el amor: «Padre, dame la parte de la hacienda que me corresponde» (Lc 15, 12). El mayor, por su parte, había adormecido su corazón porque aparentemente cumplía bien sus responsabilidades. Estaba satisfecho; no daba disgustos a su padre. Sin embargo, por alguna rendija se había colado el frío en su alma. Quizá se había ido enredando en planes que, aunque parecían no alejarlo, de hecho mantenían al margen a quien tanto le quería. Al final, aunque fuera de modo casi inconsciente, ni él ni su hermano concebían que fuera posible alcanzar una auténtica felicidad estando en familia. Mientras el pequeño la buscaba lejos, el mayor la añoraba en fiestas con sus amigos. Ninguno de los dos imaginaba que podía alcanzar una vida plena junto a su padre.

San Juan Pablo II decía que todos tenemos dentro de nosotros, a la vez, algo de ambos hermanos65. Al mismo tiempo, quizá no sea casualidad que Jesús haya querido explicitar la edad de ambos. Puede que el Señor eligiera al mayor para ilustrar actitudes más frecuentes entre personas que llevan mucho tiempo buscando y tratando a Dios. Este hermano, ciertamente, había logrado cumplir con perfección sus tareas. Su padre, creía él, no podía reprocharle casi nada, así que estaba tranquilo: no debía nada a nadie. Sin embargo, no era realmente feliz. El joven, por su parte, idealista y apasionado, puede representar actitudes más comunes en etapas iniciales de la vida. Tal vez era más vulnerable al atractivo de una libertad dirigida hacia bienes que finalmente no sacian. Huir, escapar y divertirse, puede ser atractivo. Pero no se puede rechazar indefinidamente la propia identidad: tarde o temprano aparecen carencias que solo Dios es capaz de colmar. Él tampoco era feliz.

Ambos hermanos estaban incómodos en la vida. Era difícil que creciera en ellos el amor, que la ternura echara raíces, que alcanzaran a ver lo mucho que su padre contaba con ellos. Sus sueños estaban desenfocados. Quizá no les cegaba el egoísmo, pero es posible que hubieran cedido a una tentación sutil: preocuparse solo de lo que tenían entre manos, olvidando el amor de quien les había dado todo. Tal vez sin darse cuenta, habían puesto un dique a ese cariño. Mientras el joven imaginaba lo que podría hacer lejos de su hogar, el mayor contabilizaba lo que ya había atesorado. Ambos pensaban que tenían un botín, pero en realidad lo estaban guardando en sacos rotos. El mayor aguantaba, a la espera de premios que creía merecer, mientras el pequeño no había querido ni siquiera esperar. Al final los dos exigían, de un modo u otro, lo mismo: su recompensa.

La alegría paterna de tenerlos cerca

Atrapados en sus seguridades, estos dos hermanos eran incapaces de atisbar siquiera lo que ocurría a muy poca distancia, en el corazón de su padre. Cada uno a su modo, habían convertido el trato diario con él en una cosa más a hacer. Así nos puede suceder a nosotros: tenemos tantas actividades cada día, la mayoría buenas, que podemos agotar nuestra energía en ellas. Incluso los momentos en los que querríamos dialogar con Dios pueden convertirse simplemente en una tarea más. Como el hermano pequeño, al que posiblemente le costaba mucho esa rutina; él necesitaba algo más intenso y sensible.O como el mayor, que convivía serenamente con su padre, pero no disfrutaba de su compañía. La crisis, latente, se desencadenará con el regreso del pequeño. Ese es el momento en que uno y otro muestran sus cartas. En efecto, mientras que el pequeño no se atreve a pedir nada más que volver como jornalero, aunque fuera el último, descubrimos que el mayor no se sentía bien pagado. El padre se queda desarmado: es verdad que el pequeño no ha reunido méritos para una fiesta así. Pero él creía tener más cerca al mayor: creía que lo tenía de su parte, y que también iba a alegrarse por el regreso de su hermano.

Volver a la casa paterna, desde lejos o desde cerca, es romper nuestra burbuja y mirar cómo se conmueve el Señor. Descubrimos entonces que, más que una tarea, la relación con nuestro Padre Dios es un don. «Corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y le cubrió de besos» (Lc 15, 20); «Hijo, tú siempre estás conmigo, y todo lo mío es tuyo» (Lc 15, 31). El padre se siente orgulloso de sus hijos, aunque no le hayan dado motivos para estarlo. En las palabras de cada uno que nos trae la parábola vemos solamente lo que ellos hacen, sienten o piensan. En las palabras del padre, al contrario, se plasma la alegría de tenerlos cerca.

Una alianza anhelada

«No es emancipándonos de la casa del Padre como somos libres, sino abrazando nuestra condición de hijos»66 y, por lo tanto, de hermanos. Puede que el pequeño saliera a buscar a su hermano. Quizá el mayor cedió, entró y terminó abrazando al pequeño, a quien seguramente no había dejado de querer. La felicidad no sería completa si la reconciliación con el padre no implicara también el perdón por los agravios, reales o imaginarios, entre hermanos. Por ahí va uno de los anhelos del Papa: «Últimamente llevo en el corazón un pensamiento. Siento que esto es lo que el Señor quiere que yo diga: que se haga una alianza entre jóvenes y mayores»67.

Al menor le costaría comprender el valor de la perseverancia de su hermano: años y años cumpliendo con su obligación. Al mayor se le hacía incomprensible la insensatez del pequeño. Les pasaba exactamente lo contrario que a su padre, que no entendía la vida sin sus hijos. Le hacían falta ambos, cada uno con su forma de ser y de querer. Si hubieran alcanzado a mirarse entre ellos con los ojos paternos, se habrían sentido contemplados de otra forma, porque en esa mirada no caben los juicios ni los reproches. Quizá, con el tiempo, las algarrobas de los cerdos llegarían a ser motivo de bromas familiares. Tal vez el padre organizaría poco después un banquete sorpresa para su hijo mayor y sus amigos, sin más motivo que demostrarle su cariño, e incluso el pequeño ayudaría a prepararlo.

En todo caso, ninguno de los dos acertaría a ser feliz hasta encontrarse verdaderamente con su padre y comprender a su hermano. El joven se había centrado en acaparar amor; el mayor, en cumplir con su parte del trabajo. Ninguna de las dos actitudes es valiosa por sí sola. Cumplir sin amor cansa y desgasta, hasta que al final se rompe la cuerda. Y querer ser amado sin corresponder es imposible: también así acaba rompiéndose la cuerda. Por eso, el padre les enseña a integrar fidelidad y amor. ¡Pueden aprender tanto el uno del otro! Junto a su padre pueden aprender a hacer las cosas por amor, libremente, porque les da la gana. Como Cristo, verdadero hermano mayor de todos: «No ha habido en la historia de la humanidad un acto tan profundamente libre como la entrega del Señor en la Cruz»68.

Los dos hermanos se necesitan. Separados naufragan en la amargura, y su padre sufre. Juntos lo hacen muy feliz. El joven tiene toda la fuerza y el ímpetu de sus deseos de recibir cariño; estrena el amor. «Recuerdo –decía san Josemaría– que me llevé una alegría cuando me enteré de que en portugués llaman a los jóvenes os novos. Y eso son»69. El mayor, por su parte, ha luchado muchas batallas. Su hermano le agradece quizá que le haya cubierto las espaldas y que no haya dejado nunca solo el hogar. Y si al principio no es capaz de alegrarse de su regreso, su corazón… ¿rechazará la petición de su padre?

La fuerza para sobrepasar la mezquindad de nuestro corazón podemos obtenerla del banquete en el que aprendemos de verdad a ser hijos: «Quizá, a veces, nos hemos preguntado cómo podemos corresponder a tanto amor de Dios; quizá hemos deseado ver expuesto claramente un programa de vida cristiana. La solución es fácil, y está al alcance de todos los fieles: participar amorosamente en la Santa Misa, aprender en la Misa a tratar a Dios, porque en este Sacrificio se encierra todo lo que el Señor quiere de nosotros»70. En Cristo, Hijo único del Padre, uno y otro son capaces de portarse como hijos y, por tanto, como hermanos. Participando juntos en el banquete del ternero cebado, se calzan las sandalias nuevas para recorrer el mundo entero, se visten la túnica limpia que huele a casa y se ponen el anillo de la fidelidad de su padre. Entonces empieza la fiesta en la que no dejarán de cantar ya nunca alabanzas a un padre que los cuida y los comprende.

* * *

Es verdad: la madre no aparece en este relato de familia. Y sin embargo, qué duda cabe: en los recodos del camino a casa que es nuestra vida tenemos siempre a María. Ella fija nuestra mirada en el amor del Padre y nos susurra al oído: «Mira cómo te quiere Dios».

7. La autenticidad del amor

Pureza de corazón

Jesús ha sido invitado de nuevo a comer. Su anfitrión había insistido mucho en que acudiese: le ilusionaba agasajarlo con un banquete especial. Pero algo inesperado está a punto de truncar la celebración: una mujer que no había sido invitada aparece en la sala. Se muda el rostro de Simón el fariseo, dueño de la casa. La situación es incómoda. Jesús, en cambio, parece como si la hubiera estado esperando, porque sus ojos se han iluminado al verla. Ciertamente, conoce el alma de esta mujer mejor que ella misma; conoce el dolor que llena su corazón. Sabe que, buscando el amor, ha recorrido caminos equivocados; sabe que ha surcado barrancos y precipicios.

La delicadeza con que la mujer unge sus pies, con perfume, con lágrimas y con besos, emocionan a Jesús. Y trata de hacérselo ver de modo gráfico a Simón, que, aun estando a pocos metros, observa la escena desde lejos: desde demasiado lejos. «Un prestamista tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y otro cincuenta. Como ellos no tenían con qué pagar, se lo perdonó a los dos. ¿Cuál de ellos le amará más?». Esta mujer ha aprendido a amar dejándose perdonar. Ahí reside su verdadera grandeza: Le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho» (Lc 7, 41-46).

Nunca había sido tan fácil

Esta mujer siente, quizá por primera vez, el gozo de ser respetada. La mirada de Jesús es diferente a la de las demás personas. Se da cuenta de que ante él no necesita ponerse a la defensiva. Nunca ha visto unos ojos que se adentren tanto en su corazón; nunca ha sido tan fácil lograr que la quieran. Se cumple en ella la bienaventuranza que Jesús ha prometido a quienes se dejan limpiar el corazón (cfr. Mt 5, 8). Lo está aprendiendo rápidamente del maestro, y percibe ya los efectos curativos: «Todas las criaturas se vuelven límpidas cuando se las mira a través de la Faz del más bello y más blanco de los lirios»71. Ella, de algún modo, consigue experimentar esa libertad con que Jesús la ama; consigue experimentar ese cariño que no necesita ser forzado ni atrapado con trucos.

Durante años, esta mujer había despilfarrado los talentos que Dios le había regalado. Ahora se encuentra ante la posibilidad clara de un nuevo inicio. Ahora puede ser la mujer sensible que en el fondo ha sido siempre: fuerte y vulnerable, serena y apasionada a la vez. Tras un tiempo intentando ser otra, puede ser de nuevo ella misma. Porque la impureza que se había apoderado de su corazón es, en efecto, una de las formas de inautenticidad del amor: vivir pensando que no nos querrán por ser quienes verdaderamente somos. Vivir aparentando, y vendiendo esa apariencia, esperando ser queridos así. Pero como en realidad el amor no tiene precio, cuando se entra en este chantaje, antes o después la apariencia se esfuma y nos quedamos con el regusto de habernos engañado; de haber utilizado a los demás, y de habernos dejado utilizar.

Asombrarse ante cada corazón

Para que crezca el amor, para que arraigue, es preciso hacerle espacio, a veces con esfuerzo, porque la santa pureza «es una rosa que solamente florece entre espinas»72. Quizá por eso a veces nos da miedo someternos al riesgo de amar y tratamos de asegurar, controlar el amor. De hecho, el corazón puede volverse impuro, es decir, inauténtico, precisamente porque no quiere arriesgarse a sufrir, y prefiere refugiarse creando espacios que controla. Podrá parecer entonces que uno consigue amor, cuando en realidad está utilizándose a sí mismo y a los demás: obligando a los demás a que lo "quieran", forzándolos a que le hagan sentirse "valioso" o "valiosa". Un camino, este, que acaba por revelarse como una farsa; porque, frente a la promesa del amor incondicional que nos ofrece Dios, por aquí solo podemos encontrar soledad.

Cuando ese fruto amargo de la impureza se hace evidente, es fácil encerrarse, desanimarse, o pensar que un amor más auténtico es imposible. Y, sin embargo, Dios ha sembrado ya mucho de ese amor en nuestra vida, especialmente a través de nuestras relaciones con los demás. San Josemaría hablaba de amar a los demás poniendo «generosamente nuestro corazón en el suelo, de modo que los otros pisen en blando»73. Es verdad que nuestro corazón, puesto en el suelo, corre el riesgo de ser despreciado, pero esa es en realidad la única forma divina de amar y de recibir amor. Cuando uno se atreve a amar así, empieza a vislumbrar una forma de mirar y de relacionarse que le permite amar sin poseer. Descubre en sí la posibilidad de vivir con un corazón limpio, auténtico, que cuida de la vulnerabilidad propia y ajena, que se muestra con elegancia, que busca ser querido libremente. La mujer y el hombre de corazón limpio saben mirar a los demás sin tolerar que se trafique con la imagen de Dios que hay en ellos. Para un cristiano, la intimidad propia y ajena es tierra sagrada ante la que descalzarse.

Sobre nuestra fragilidad

La mejor defensa de esa tierra sagrada, preciosa ante los ojos de Dios, es estar enamorados. Enamorados con un amor que se nutre también del perdón, como en el caso de esta mujer que se acerca a los pies de Jesús. El deseo de vivir un amor limpio requiere muchas veces volver a comenzar. Y en eso se muestra también que la santa pureza es un don. «Dios, para entregarse a nosotros, elige a menudo caminos impensables, tal vez los de nuestros límites, los de nuestras lágrimas, los de nuestras derrotas»74. Al poner nuestra fragilidad ante Dios en la Confesión, nos dejamos amar como en ningún otro sitio. Quien se deja perdonar abre la puerta al amor más libre y es capaz de responder –ya ha empezado a hacerlo– con un amor a la medida del que recibe.

Además, habrá que tener en cuenta otra posible dificultad: que, algunas veces, incluso sin pensarlo, esta gratuidad de perdón de Dios puede avergonzarnos. Preferimos muchas veces saber que hemos conseguido algo con nuestras propias fuerzas, porque eso nos hace autónomos, nos permite experimentar cierto poder; nos resistimos a ser dependientes en algo tan íntimo. Y sin embargo quien ha aprendido a dejarse amar está convencido de que «no puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don»75. Lo más grande a lo que podemos llegar es siempre fruto de un don previo: «Él nos amó primero» (1Jn 4, 19).

Esta convicción, construida también sobre la base de nuestra fragilidad, es necesaria para desarrollar cualquier misión apostólica. La evangelización se realiza gratuitamente. Solo un corazón limpio puede entender esa donación en la que muchas veces los frutos no llegan cuando nosotros los planificamos sino cuando Dios dispone. El cariño verdadero y puro, núcleo de cualquier misión evangelizadora, no impone sus razones, no exige respuesta, no pasa factura por lo que ofrece; no distingue entre personas, no descarta a los hostiles, no se cansa de los lentos. Tampoco chantajea ni reprocha. En una palabra, el cariño verdadero es fiel.

La Eucaristía es quizá el lugar donde más intensamente se descubre este amor verdadero. Ahí Jesús no se impone. Nadie es tan paciente. Nadie desea con tantas fuerzas que lo queramos. Pero, al mismo tiempo, nadie lo dice tan bajito, como en un susurro apenas perceptible. Jesús sabe que nuestra libertad es un gran regalo suyo, así que no quiere comprometerla por nada del mundo. Nadie como él valora tanto nuestra fragilidad, y la dignidad que encierra. Por eso, en nuestra ilusión por crecer en pureza de corazón es gratísimo a Dios que ofrezcamos cada uno de nuestros pasos, también los tropiezos y las derrotas, que le hacen sufrir solo por la soledad en la que quieren aislarnos. Bien podemos imitar a san Josemaría en sus deseos de ofrecer a la Virgen lo mejor que tenía: «Yo, a la Madre de Dios y Madre mía, la corono con mis miserias purificadas, porque no tengo piedras preciosas ni virtudes. –¡Anímate!»76.

8. Apóstoles que disfrutan

Oración y misión

Un padre desesperado se acerca a Jesús porque su hijo está endemoniado. Es fácil comprender su frustración: «Pedí a tus discípulos que lo expulsaran, pero no han podido» (Mc 9, 18). Posiblemente los apóstoles se sienten confundidos y un poco avergonzados de su ineficacia. En ocasiones anteriores habían podido expulsar demonios, pero ese día su experiencia se ha mostrado insuficiente. ¿Cuántas veces también, en nuestra vida de apóstoles, nos inquietamos al ver que aparentemente no llegan los frutos? ¿Cuántas veces Jesús tiene que repetirnos su reproche firme –«¡generación incrédula!» (Mt 17, 17)– pero lleno a la vez de cariño?

Jesús, además, añade rápidamente: «Os aseguro que si tuvierais fe como un grano de mostaza… nada os sería imposible» (Mt 17, 20). Jesús nos habla de una confianza, una fe diminuta pero suficiente, a la que se llega por un solo camino: «Esta raza no puede ser expulsada por ningún medio, sino con la oración» (Mc 9, 29). En estas pocas frases se esconde el modo en que Dios quiere que colaboremos con su afán de salvar a todos los hombres. Jesús no quiere darnos simplemente una receta para nuestra eficacia, sino mostrarnos un modo distinto de enfocar la tarea; Jesús nos habla de fe y de oración. Con esa lógica, nos podemos sentir capaces de afrontar cualquier desafío, porque sabemos que la misión no depende solo de nosotros. Nos sabemos portadores del amor de un Dios que ansía la felicidad de cada uno de sus hijos.

El sentido de ese primer lugar

Quienes tuvieron la suerte de participar en la canonización de san Josemaría posiblemente no habrán olvidado un detalle entrañable en la homilía de san Juan Pablo II. En aquel momento tan solemne, el Papa recordó un punto de Camino que habremos meditado muchas veces: «Primero, oración; después, expiación; en tercer lugar, muy en "tercer lugar", acción»77. Un orden que resulta sorprendente para un mundo como el nuestro, marcado por el exceso de actividad. Y que, sin embargo, tiene todo el sentido del mundo. Porque la oración y la mortificación –oración de los sentidos– nos abren a la acción de Dios. En la lógica de ese orden late la fuerza del Espíritu Santo, ya que solo él sabe pedir como nos conviene (cfr. Rm 8, 26).

Cuando rezamos de verdad nos desprendemos de lo que hacemos nosotros, de nuestras seguridades. Nos fiamos de Cristo, buscamos hacer su obra; manifestamos nuestro deseo de trabajar por él, con él y en él. No nos importan demasiado el cansancio, las dificultades, el éxito aparente o su ausencia. Si, en cambio, priorizamos la acción, corremos el riesgo de pensar que somos nosotros los que transformamos a nuestros amigos. Entonces, nuestra inseguridad busca la seguridad en los resultados. Queremos tener la certeza de que lo estamos haciendo bien. Pero esa mirada es generalmente superficial, de corto alcance; a esa mirada posiblemente le falta todavía la forma del grano de mostaza.

La tentación de ponernos a nosotros en primer plano puede hacerse presente también, de modo más sutil, incluso en nuestra oración. Esto sucede, por ejemplo, cuando pensamos que es necesario convencer a Dios, merecer los frutos o estar a la altura. Sin querer, entendemos nuestra oración como algo que hacemos exclusivamente nosotros. Nos situamos frente a Cristo y no junto a él; o, por decirlo aún con más precisión, no nos situamos en él. No es extraño que, entonces, interpretemos nuestra oración o nuestra acción como una moneda para comprar frutos apostólicos. Pero san Agustín nos plantea un marco muy distinto: Dios «pretende que, por la oración, se acreciente nuestra capacidad de desear, para que así nos hagamos más capaces de recibir los dones que nos prepara. Sus dones, en efecto, son muy grandes, y nuestra capacidad de recibir es pequeña e insignificante»78. Así, en realidad, lo que hace nuestra oración es prepararnos para desear unirnos a los planes de Cristo, sean los que sean.

Puede ayudarnos a dar la vuelta a esa mentalidad comercial en la oración algo que narraba una vez san Josemaría: «En 1940, en la playa de Valencia, pude ver cómo unos pescadores –recios, robustos– arrastraban la red hasta la arena. Un niño pequeño se había metido entre ellos, y tratando de imitarles, tiraba también de las redes. Era un estorbo: pero observé que la rudeza de aquellos hombres de mar se enternecía, y no apartaban al pequeñín, dejándole en su ilusión de ayudar en el esfuerzo. Os he contado muchas veces esta anécdota porque a mí me conmueve pensar que Dios Nuestro Señor nos deja a nosotros también poner la mano en sus obras, y nos mira con ternura al ver nuestro empeño en colaborar con Él»79.

La oración nos ayuda precisamente a comprender el privilegio de la elección de Dios, la suerte que nos ha tocado de participar en su misión: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (Jn 20, 21). Cristo quiere que nos sintamos colaboradores suyos y que, en nuestra pequeñez, lo seamos realmente. De que nos animemos a poner nuestras manos en las redes de Cristo «dependen muchas cosas grandes»80. Después, es él quien lo hará todo. Y, además, nos ofrece también el premio: «Ni tan siquiera vimos la batalla y, con todo, obtuvimos la victoria; fue el Señor quien luchó, y nosotros quienes hemos sido coronados»81. Cristo nos regala la capacidad de disfrutar de la misión, de llevarnos la mejor parte, de apuntarnos el tanto, también cuando algunas veces no veamos exteriormente los frutos. Él ha prometido que sus elegidos «no trabajarán en vano» (Is 65, 23). Su promesa debería bastarnos.

Para que sean felices

Poco antes de abandonar uno de sus refugios durante la guerra civil española, san Josemaría hacía un rato de oración en voz alta con quienes lo acompañaban. Les contó un proyecto que llevaba muy adentro: deseaba escribir, cuando fuera posible, un pequeño librito que titularía Tratado de la felicidad o, simplemente, De la felicidad. Y les leyó un boceto del inicio: «Jesús y yo queremos que seas feliz, aquí y en el otro mundo»82. Aunque ese libro no llegó a ver la luz, ese comienzo vale la pena por sí solo. Así podría definirse nuestra misión como apóstoles: felices con Jesús, tratando de hacer felices a los demás.

Cristo desea que seamos canales de su gracia, de sus milagros; al llamarnos a su barca nos ha regalado la sed de su corazón. Todos tenemos, gracias al bautismo, alma sacerdotal, es decir, la capacidad de ser mediadores; nos ha enviado para dar fruto y para que nuestro fruto dure (cfr. Jn 15, 16). Y justamente eso es lo que significa disfrutar: percibir o gozar los productos y utilidades de algo. En este caso, gozar dando fruto. Si alguna vez tendemos a fijarnos sobre todo en las dificultades, será la hora de descubrir que el protagonista es el Espíritu Santo. Es el tiempo de la oración y del sacrificio, que podrían parecer poco eficaces, pero en realidad son el remedio de los males más profundos. Otras veces, en cambio, sí veremos el fruto de nuestros esfuerzos y nos llenaremos de acciones de gracias. En ambos casos Dios quiere que gocemos de nuestra misión, que la saboreemos, que paladeemos su amor por las almas.

Cuando rezamos nos vamos llenando poco a poco de la locura del corazón de Dios: la que lo movió a abajarse hasta hacerse uno como nosotros; la que lo llevó a Belén y que lo condujo a la cruz; la que lo mantiene en el sagrario esperándonos. «El celo es una chifladura divina de apóstol, que te deseo, y tiene estos síntomas: hambre de tratar al Maestro; preocupación constante por las almas; perseverancia, que nada hace desfallecer»83. Lleno de ese fervor, el apóstol se lanza a la aventura de compartir su experiencia, de compartir la felicidad de Dios: la felicidad de un creador arrebatado por el frágil cariño de sus criaturas. Es tan sencillo acompañarle, perseverar junto a él… bastan la oración y el sacrificio: es algo asequible, al alcance de cualquier fortuna.

El apostolado de soñar

El Papa nos invita a «soñar cosas grandes, buscar horizontes amplios, atreverse a más, querer comerse el mundo, ser capaz de aceptar propuestas desafiantes»84. Soñar es gratis; pero, para hacerlo, también hace falta que demos prioridad a la oración. En ese sentido, la santa Misa tiene un lugar de excepción, porque nos da la posibilidad de introducirnos en la plegaria, en la entrega y en el agradecimiento de Jesucristo.

«En la Santa Misa hallamos el remedio para nuestra debilidad, la energía capaz de superar todas las dificultades de la labor apostólica. Convenceos: para abrir en el mundo surcos de amor a Dios, ¡vivid bien la Santa Misa! Para llevar a cabo la nueva evangelización de la sociedad, que nos pide la Iglesia, ¡cuidad la Santa Misa! Para que el Señor nos mande vocaciones con divina abundancia y para que se formen bien, ¡acudid al Santo Sacrificio!: ¡importunad un día y otro al Dueño de la mies, bien unidos a la Santísima Virgen, llenando de peticiones vuestra Misa!»85. Cuando estamos frente al altar es el momento ideal para soñar, para pedir sin cansarnos. Cuando rezamos con Cristo, cuando nos metemos en su oración, nos atrevemos nuevamente a lanzar la red en el mismo lugar donde tal vez ya hemos fracasado anteriormente, quizá porque aún trabajábamos solos.

El verdadero apóstol está centrado en su maestro: el solo hecho de trabajar en su viña, junto a él, es ya el mejor salario (cfr. Mt 20, 1-16). Por eso, al invitar a otros para que se unan en su tarea, «insiste con ocasión y sin ella» (2Tm 4, 2), pero con la creatividad del amor que sugiere y que abre horizontes. Precisamente porque lo que desea es hacer felices a sus amigos, sabe no obligar. Y si algún día tiene que insistir, no está siendo pesado con los demás, puesto que no hace más que seguir el suave mandato de Cristo. El apóstol busca seguir el mismo estilo de un Dios enamorado pero respetuoso y delicado, enemigo de forzar ninguna conciencia; ese estilo es el que más atrae, el que más empuja.

Pero soñar en grande también significa poner en juego nuestros talentos: los que Dios nos ha dado. La primacía de la oración no lo llevaba a contraponerla a la acción. En efecto, sería tan equivocado pensar que todo depende de la acción como conformarnos con una oración que no nos moviera a hacer lo imposible por acercar a un alma a Jesús. De hecho, quizá esto segundo puede ser en ocasiones más difícil, porque conocemos bien nuestras resistencias y nuestra tendencia a la comodidad.

En todo caso, nuestro trabajo de apóstoles, incluso cuando nos sentimos «siervos inútiles», siempre da fruto (cfr. Lc 17, 10), por la unión con Dios. Los frutos no se compran. No solo valen mucho más de lo que nunca podremos reunir, sino que ni siquiera están a la venta: son gratis y Dios los concede cuando quiere y como quiere, ya que «vuestro Padre sabe lo que os hace falta antes de que lo pidáis» (Mt 6, 8). Podríamos decir que los frutos se sueñan. Se sueñan con Dios.

Almas animosas

Del mismo modo que Dios cuenta con los tiempos de cada uno, también nosotros debemos tener en cuenta, para nuestra misión, los tiempos y los modos de Dios. Lo olvidamos quizá cuando la aparente falta de frutos nos quita la paz o nos entristece. Nos falta entonces la audacia para emprender iniciativas nuevas, o nos apegamos a algunos modos de hacer que nos dan seguridad, pero que deberíamos replantear; surge tal vez en nosotros la tendencia a reprochar a los demás su falta de compromiso, o a juzgar interiormente…

Pero estas actitudes no son propias de un apóstol, porque no son las de Cristo. Al contrario, como dice santa Teresa, «conviene mucho no apocar los deseos, pues Su Majestad es amigo de almas animosas»86. El verdadero apóstol lo es veinticuatro horas al día. Ha comprendido con profundidad su misión; sabe de dónde proviene la eficacia. Sabe que Dios cuenta con su libertad y que, al mismo tiempo, todo depende de la gracia, que es un misterio. Sueña con lo que el amor de Dios puede hacer en el mundo y procura poner todo lo que está de su parte por hacerlo presente entre la gente que tiene cerca. La oración y la mortificación lo liberan de hacer solo su misión. Entiende, por fin, la forma de salvar de Jesús, su respeto exquisito de la libertad, su modo de invitar y su paciencia para esperar. Así es: Jesús nos libera de nosotros mismos para hacernos fecundos, felices, para que disfrutemos con su misión.

Al pensar en aquel librito, san Josemaría resumía en pocos trazos su objetivo: «Sin estilo machacón, sin el tono pretencioso de quien pretende escribir máximas, anotaría tres o cuatro ideas madres con lenguaje afectivo, familiar, que sonasen como confidencias en los oídos»87. Ahí tenemos, sintetizada, nuestra misión: ayudar a Cristo a remover y caldear los corazones. Algo que exige, más que ninguna otra cosa, un ambiente de afecto, de cercanía y, en una palabra, de amistad.

Notas

1 San Josemaría, apuntes tomados de una meditación, 19-III-1975.
Algunas de las obras más conocidas de san Josemaría (en concreto, Camino, Surco, Forja, Es Cristo que pasa, Amigos de Dios, Santo Rosario, Via Crucis, Conversaciones) se citan en este libro solo con indicación del autor y del título. Las referencias bibliográficas de todas ellas se pueden encontrar en [www.escrivaobras.org], junto con el texto completo en español y en traducción a varias lenguas. Cuando el título de una obra va acompañado de la indicación «edición crítico-histórica», se trata del volumen respectivo de las Obras Completas de Josemaría Escrivá, Rialp, Madrid.
2 Francisco, Homilía, 24.XII.19.
3 Benedicto XVI, Audiencia, 1-VI-11.
4 Cfr. san Josemaría, Amigos de Dios, 228.
5 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 185.
6 Francisco, Homilía, 24.XII.19.
7 Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones, 14.
8 San Agustín, Sermón 142.
9 San Pedro Crisólogo, Sermón 108.
10 Santo Tomás de Aquino, S.Th. III, q. 48, a. 2, co.
11 San Josemaría, Camino, 533.
12 San Agustín, Tratado sobre el evangelio de San Juan, 33, 5-6.
13 San Agustín, Confesiones, X, 38.
14 Mons. F. Ocáriz, "Luz para ver y fuerza para querer", ABC, 18-IX-2018.
15 Francisco, Ex. ap. Amoris laetitia, 182.
16 Benedicto XVI, La infancia de Jesús, Editorial Planeta, Barcelona, 2012, p. 11.
17 Francisco, Encíclica Laudato si’, 98.
18 San Josemaría, Conversaciones, 113.
19 Francisco, Ex. ap. Gaudete et exsultate, 7.
20 San Josemaría, guion de una plática, 22-VIII-1938. Citado en Camino, edición crítico-histórica, Rialp, Madrid, 2004, notas al n. 77.
21 San Bernardo de Claraval, Carta al beato Papa Eugenio III.
22 San Josemaría, guion de una plática, V-1936. Citado en Camino, edición crítico-histórica, notas al n. 78.
23 Benedicto XVI, Homilía, 24-IV-2005.
24 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 18.
25 Benedicto XVI, Jesús de Nazaret. Desde la entrada en Jerusalén hasta la resurrección, Encuentro, Madrid, 2011, p. 83.
26 Es Cristo que pasa, 120.
27 Francisco, Homilía, 2.II.18.
28 Es Cristo que pasa, 148.
29 San Josemaría, Via Crucis, estación XII, 4.
30 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 113.
31 Papa Francisco, Ex. ap. Christus vivit, 155.
32 Mons. F. Ocáriz, "Luz para ver y fuerza para querer", ABC, 18-IX-2018.
33 Santa Teresa de Jesús, Vida, 10, 3.
34 San Josemaría, apuntes de la predicación, 9-VI-1974.
35 San Josemaría, notas de una reunión familiar, 27-XI-1972.
36 Papa Francisco, Ex. ap. Gaudete et exsultate, 153.
37 San Josemaría, Forja, 611.
38 San Josemaría, Instrucción acerca del espíritu sobrenatural de la Obra, 39.
39 San Josemaría, Apuntes íntimos del 23-XI-1931. Citado en Camino, edición crítico-histórica, comentario al n. 916.
40 Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-17, 33.
41 Santo Tomás de Aquino, S.Th. I, q. 26, a. 1, resp.
42 San Josemaría, Camino, 821.
43 Francisco, Homilía, 24.XII.19.
44 Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 1-XI-19, 2.
45 San Pedro Crisólogo, Sermón 148.
46 San Buenaventura, Itinerarium mentis in Deum, cap. 7, 6.
47 Carta de Josemaría Escrivá a Juan Jiménez Vargas, Burgos 27-III-1938. Citada en Camino, edición crítico-histórica, comentario al n. 826.
48 Camino, 897.
49 Misal Romano, Plegaria Eucarística I.
50 Benedicto XVI, Encíclica Deus caritas est, 13.
51 San Josemaría, En diálogo con el Señor, "La alegría de servir a Dios", 25-XII-1973, 4a.
52 Benedicto XVI, Dios y el mundo, Círculo de Lectores, Barcelona, 2005, p. 13.
53 Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1.
54 Santa Teresita del Niño Jesús, Carta 226.
55 Francisco, Ex. ap. Evangelii gaudium, 4.
56 San Josemaría, Camino, edición crítico-histórica, comentario al n. 746.
57 Papa Francisco, Mensaje para la XXXIII Jornada Mundial de la Juventud, 25-III-18.
58 Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 14-II-17, 8.
59 Dante A., Divina Comedia, Paraíso, canto 33.
60 Francisco, Ex. ap. Evangelii gaudium, 264.
61 San Josemaría, Camino, 265.
62 San Josemaría, Apuntes íntimos, 701; en A. Vázquez de Prada, El Fundador del Opus Dei, vol. 1, nt. 139, p. 469.
63 Benedicto XVI, Homilía, 15-IX-2008.
64 Ibíd.
65 Cfr. san Juan Pablo II, Ex. ap. Reconciliatio et Paenitentia, 5-6.
66 Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-18, 4.
67 Francisco, prólogo del libro La saggezza del tempo, Marsilio Editori, Venecia, 2018.
68 Mons. F. Ocáriz, Carta pastoral, 9-I-18, 3 69 San Josemaría, Amigos de Dios, 31.
70 San Josemaría, Es Cristo que pasa, 88.
71 Santa Teresa del Niño Jesús, Carta 105, a Celina.
72 San Juan María Vianney, Sermón sobre la penitencia.
73 San Josemaría, Amigos de Dios, 228.
74 Francisco, Audiencia, 29.I.20.
75 Benedicto XVI, Encíclica Deus caritas est, 7.
76 San Josemaría, Forja, 285.
77 San Josemaría, Camino, 82.
78 San Agustín, Carta 130.
79 San Josemaría, Cartas 27, 65.
80 Camino, 755.
81 San Juan Crisóstomo, Sobre el cementerio y la cruz, 2: PG 49, 396.
82 San Josemaría, Crecer para adentro, p. 273 (AGP, biblioteca, P12).
83 Camino, 934.
84 Francisco, Ex. ap. Christus vivit, 15.
85 Beato Álvaro, Carta pastoral, 1-IV-1986.
86 Santa Teresa de Jesús, Vida, 13, 2-3.
87 Crecer para adentro, p. 273.