Antes de volver junto al Padre, Jesús advirtió a sus apóstoles: «sabed que yo os envío al que mi Padre ha prometido. Vosotros permaneced en la ciudad hasta que seáis revestidos de la fuerza de lo alto» (Lc 24, 49). Los apóstoles se quedaron en Jerusalén, a la espera del prometido de Dios. En realidad, la promesa, el don, era el mismo Dios, en su Espíritu Santo. Pocos días más tarde, en la fiesta de Pentecostés, lo recibirían, llenándose de la gracia de Dios. «Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias y sus corazones se abrieron a una luz nueva» 1. Aquel mismo día comenzaron a predicar con audacia y, al escuchar las palabras de san Pedro, cuenta la Escritura que fueron bautizados «y se les unieron unas tres mil almas» (Hch 2, 41).
San Josemaría recordaba a menudo que el don del Espíritu Santo no es un recuerdo del pasado, sino un fenómeno siempre actual. «También nosotros, como aquellos primeros que se acercaron a San Pedro en el día de Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado al Espíritu Santo» 2. En el bautismo primero, y después en la confirmación, hemos recibido la plenitud del don de Dios, la vida de la Trinidad.
El Don de Dios, la Salvación que recibimos, no es una cosa, sino una Persona. Por eso, toda la vida cristiana nace de la relación personal con el Dios que viene a habitar en nuestros corazones. Es esta una verdad conocida: se encuentra en el fundamento de la vida de fe. Sin embargo, puede ser también algo que hayamos de descubrir.
«A lo largo del año 1932 asistimos a un fuerte desarrollo de la devoción al Espíritu Santo en san Josemaría», señala uno de los mejores conocedores de su obra 3. Después de meses procurando tratar más al Paráclito, recibe una particular luz que le abre un nuevo panorama, como sabemos por una anotación de ese mismo día:
«Octava de todos los Santos –martes– 8-XI-32: Esta mañana, aún no hace una hora, mi P. Sánchez me ha descubierto ‘otro Mediterráneo’. Me ha dicho: ‘tenga amistad con el Espíritu Santo. No hable: óigale’. Y desde Leganitos, haciendo oración, una oración mansa y luminosa, consideré que la vida de infancia, al hacerme sentir que soy hijo de Dios, me dio amor al Padre; que, antes, fui por María a Jesús, a quien adoro como amigo, como hermano, como amante suyo que soy… Hasta ahora, sabía que el Espíritu Santo habitaba en mi alma, para santificarla…, pero no cogí esa verdad de su presencia. Han sido precisas las palabras del P. Sánchez: siento el Amor dentro de mí: y quiero tratarle, ser su amigo, su confidente…, facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender… No sabré hacerlo, sin embargo: Él me dará fuerzas, Él lo hará todo, si yo quiero… ¡que sí quiero! Divino Huésped, Maestro, Luz, Guía, Amor: que sepa el pobre borrico agasajarte, y escuchar tus lecciones, y encenderse, y seguirte y amarte –Propósito: frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil del Espíritu Santo. Veni Sancte Spiritus!… 4.
En estas notas, san Josemaría recoge el itinerario espiritual por el que Dios le había ido llevando: el descubrimiento de la filiación divina, la mediación de María hacia Jesús, el tesoro de la amistad de Cristo… hasta tomar conciencia de la presencia del Amor de Dios dentro de él. Como escribió muchos años más tarde, llega un momento en que el corazón necesita «distinguir y adorar a cada una de las Personas divinas. (…) Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad del Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!» 5
Que el Espíritu Santo habita en el alma del cristiano es algo que él ya sabía, pero no lo había captado todavía como algo vivido, experimentado en profundidad. Con ocasión de aquellas palabras de su director espiritual, se abre ante sus ojos un nuevo horizonte, algo que no solamente entiende, sino que sobre todo vive: «siento el Amor dentro de mí». Ante esa maravilla, se enciende en deseos de corresponder, poniéndose a disposición de ese Amor: «quiero tratarle, ser su amigo, su confidente…, facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender…» Y frente al miedo de no ser capaz, de no estar a la altura, se yergue la seguridad de que es Dios quien lo hará, si él le deja.
Lo primero que llama la atención en el Mediterráneo que se abre ante san Josemaría es el protagonismo de Dios. Unas semanas más tarde daría forma al que sería el n. 57 de Camino: «Frecuenta el trato del Espíritu Santo –el Gran Desconocido– que es quien te ha de santificar» 6. Nuestra santidad es obra de Dios, aunque muchas veces ese Dios que nos santifica se haya convertido en «el Gran Desconocido».
En un mundo como el nuestro, que pone el acento en el hacer humano y en el fruto de nuestro esfuerzo, no siempre tenemos presente que la Salvación que recibimos de Dios es fundamentalmente un don gratuito. En palabras de San Pablo: «por gracia habéis sido salvados mediante la fe» (Ef 2, 8). Desde luego, el empeño que ponemos nosotros es importante, y no es lo mismo vivir de un modo o de otro. Sin embargo, todo nuestro obrar parte de la seguridad de que «el cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no solo con la creación del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura» 7. Y eso es algo que a cada uno toca descubrir de modo personal. Como le gusta repetir al papa Francisco, se trata de reconocer que «Dios es el que te ‘primerea’. Uno lo está buscando, pero Él te busca primero. Uno quiere encontrarlo, pero Él nos encuentra primero» 8.
De este descubrimiento nace «un principio esencial de la visión cristiana de la vida: la primacía de la gracia» 9. A la vuelta de los años, no han perdido actualidad las palabras con las que san Juan Pablo II preparaba a la Iglesia para el nuevo milenio. Concretamente, el Papa nos ponía en guardia frente a una tentación que puede insinuarse en la vida espiritual o en la misión apostólica: «pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar»10. Así, podríamos considerar que nuestra vida interior no es tan intensa como esperábamos porque no ponemos suficiente esfuerzo, o que nuestro apostolado no da el fruto previsto porque nos ha faltado exigencia. Eso puede ser parte del problema, pero no lo explica totalmente. Los cristianos sabemos que es Dios quien hace las cosas: «las obras apostólicas no crecen con las fuerzas humanas, sino al soplo del Espíritu Santo»11. He aquí otro modo de reconocer que nuestra vida no vale por lo que hacemos, ni pierde valor por lo poco que hacemos, o por nuestros fracasos… mientras nos volvamos hacia ese Dios que ha querido vivir en medio de nosotros. «Vivir según el Espíritu Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida»12. El auténtico punto de partida para la vida cristiana, «para hacer las obras buenas» que nuestro Padre Dios nos confía (Ef 2, 10) es, pues, un agradecido recibir –acoger el don de Dios– que nos lleva a vivir en el abandono esperanzado propio de los hijos de Dios13.
Acoger el don de Dios es recibir a una Persona, y por eso se entiende el consejo del P. Sánchez a san Josemaría: «tenga amistad con el Espíritu Santo. No hable: óigale». Con una persona se tiene amistad, y la amistad crece en el diálogo. Por eso, al descubrir la presencia personal de Dios en su corazón, san Josemaría hizo un propósito concreto: «frecuentar, a ser posible sin interrupción, la amistad y trato amoroso y dócil del Espíritu Santo». Eso es lo que podemos poner de nuestra parte para oírle.
Se trata de un camino transitable para todos los cristianos: abrirse continuamente a la acción del Paráclito, escuchar sus inspiraciones, dejar que nos lleve «hacia toda la verdad» (Jn 16, 13). Jesús había prometido a los Doce: «Él os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho» (Jn 14, 26). El Espíritu Santo es quien nos permite vivir según los designios de Dios, pues Él es también quien nos «anunciará lo que va a venir» (Jn 16, 13).
Los primeros cristianos comprendieron esta realidad, y sobre todo la vivieron. «Apenas hay una página de los Hechos de los Apóstoles en la que no se nos hable de Él y de la acción por la que guía, dirige y anima la vida y las obras de la primitiva comunidad cristiana»14. En efecto, «los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios» (Rm 8, 14). Y nos dejamos llevar por Él en cuanto procuramos entrenarnos un día y otro en la «difícil disciplina de la escucha»15. Tratar al Espíritu Santo es procurar escuchar su voz, «que te habla a través de los acontecimientos de la vida diaria, a través de las alegrías y los sufrimientos que la acompañan, a través de las personas que se encuentran a tu lado, a través de la voz de tu conciencia, sedienta de verdad, de felicidad, de bondad y de belleza»16.
En ese sentido, es interesante un pasaje del último libro entrevista de Benedicto XVI. El periodista le pregunta si no hay momentos en que el Papa «puede sentirse terriblemente solo»: «Sí –responde Benedicto XVI–, pero gracias a que me siento tan vinculado con el Señor, nunca estoy del todo solo»; y enseguida añade: «Uno sencillamente sabe: no soy yo quien hace esto. Solo no podría hacerlo. Él siempre está ahí. No tengo más que escuchar y abrirme de par en par a Él»17. La perspectiva de compartir la propia vida con Dios, de vivir de la amistad con Él, resulta hoy tan atractiva como siempre. Pero, continúa el entrevistador, «¿cómo se logra esa escucha, ese abrirse de par en par a Dios?». El Papa emérito se ríe, y el periodista insiste: «¿cuál es el mejor modo?» Con sencillez, responde Benedicto XVI: «Pues suplicando al Señor –¡tienes que ayudarme ahora!– y recogiéndose interiormente, permaneciendo en silencio. Y luego se puede siempre llamar de nuevo a la puerta con la oración, y suele funcionar»18.
En nuestra propia vida de oración, quizá sin pretenderlo, a veces podemos esperar fenómenos algo extraordinarios que nos aseguren que estamos hablando con Dios, que Él nos escucha, que nos habla. La vida espiritual, en cambio, se realiza de un modo más cotidiano. Más que de recibir gracias especiales, se trata de «ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve a nuestro alrededor y en nosotros mismos»19.
«Los que son guiados por el Espíritu de Dios, estos son hijos de Dios» (Rm 8, 14). Esta guía del Paráclito suele consistir en darnos –más que indicaciones concretas–, luces, orientaciones. De modos muy variados, y contando con los tiempos de cada uno, va iluminando los sucesos pequeños y grandes de nuestra vida. Así un detalle y otro van apareciendo de un modo nuevo, distinto, con una luz que muestra un sentido más claro a lo que antes resultaba borroso e incierto.
¿Cómo recibimos esa luz? De mil modos distintos: al leer la Escritura, los escritos de los santos, un libro de espiritualidad; o en situaciones inesperadas, como durante una conversación entre amigos, al leer una noticia… Hay infinidad de momentos en que el Espíritu Santo puede estar sugiriéndonos algo. Pero Él cuenta con nuestra inteligencia y con nuestra libertad para dar forma a sus sugerencias. Conviene aprender a orar a partir de esos destellos; meditarlos sin prisa, día tras día; detenerse en la oración y preguntar al Señor: "Con este asunto que me preocupa, con esto que me ha sucedido, ¿qué me quieres decir?, ¿qué me propones para mi vida?"
En esta escucha paciente es bueno tener en cuenta que la voz del Espíritu Santo puede aparecer en nuestro corazón mezclada con otras muy diversas: nuestro egoísmo, nuestras apetencias, las tentaciones del diablo… ¿Cómo ir reconociendo lo que viene de Él? En esto, como en tantas cosas, no existen pruebas irrefutables; pero hay signos que ayudan a discernir su presencia. En primer lugar, hay que tener en cuenta que Dios no se contradice: no nos pedirá nada contrario a las enseñanzas de Jesucristo, recogidas en la Escritura y enseñadas por la Iglesia. Tampoco nos sugerirá algo que se oponga a nuestra vocación. En segundo lugar, debemos prestar atención a lo que traen consigo esas inspiraciones. Por los frutos se conoce el árbol (cfr. Mt 7, 16-20); y, como escribe san Pablo, «los frutos del Espíritu son: la caridad, el gozo, la paz, la longanimidad, la benignidad, la bondad, la fe, la mansedumbre, la continencia» (Ga 5, 22-23). La tradición espiritual de la Iglesia es constante en señalar que «el Espíritu de Dios produce inevitablemente paz en el alma; el demonio produce inevitablemente inquietud»20. A lo largo del día se nos ocurrirán infinidad de ideas felices; ideas de servicio, de cuidado, de atención, de perdón. Con frecuencia no habremos tenido sin más una buena idea, sino que el Espíritu Santo nos está moviendo el corazón. Secundar esas inspiraciones del Paráclito nos llenará del auténtico gaudium cum pace: una alegría llena de paz.
La docilidad al Paráclito es, en fin, una actitud que conviene cultivar serenamente, con la ayuda de la dirección espiritual. No deja de ser significativo que este horizonte se abriera a san Josemaría precisamente en ese contexto. El consejo que recibió –«óigale»– revela también la conciencia que el Padre Sánchez tenía de su misión como director espiritual: facilitar que el Espíritu Santo tomase cada vez más la guía de esa alma, «facilitarle el trabajo de pulir, de arrancar, de encender…». Esa es la tarea de quienes acompañan a otros en su vida espiritual: ayudarles a conocerse, para que puedan discernir mejor lo que el Paráclito puede estarles pidiendo. Así, poco a poco, cada uno va aprendiendo a ver a Dios en lo que le pasa y en lo que sucede en el mundo.
Desde la Ascensión del Señor a los cielos y el envío del Espíritu Santo en Pentecostés, vivimos en el tiempo de la misión: Cristo mismo nos ha confiado la tarea de llevar la Salvación al mundo entero. El Santo Padre lo ha comentado en repetidas ocasiones, al hablar del «dinamismo de "salida" que Dios quiere provocar en los creyentes»21, señalando al mismo tiempo que, con la tarea, nos ha dado la fuerza para cumplirla. En efecto, ese dinamismo «no es una estrategia, sino la fuerza misma del Espíritu Santo, caridad increada»22.
En sus catequesis sobre la esperanza, el papa Francisco ha recordado la importancia de dejarnos guiar por el Espíritu Santo, con una imagen muy querida por los Padres de la Iglesia: «La carta a los Hebreos compara la esperanza con un ancla (cfr. Hb 6, 18-19); y a esta imagen podemos añadir la de la vela. Si el ancla es lo que da a la barca la seguridad y la tiene "anclada" entre las olas del mar, la vela es, en cambio, lo que la hace caminar y avanzar en las aguas. La esperanza es realmente como una vela que recoge el viento del Espíritu Santo y lo transforma en fuerza motriz que empuja la barca, según los casos, al mar o a la orilla»23.
Vivir anclados en la hondura del Amor de Dios nos da seguridad; vivir pendientes del Espíritu Santo nos permite avanzar con la fuerza de Dios y en la dirección que Él nos sugiere: «volar, sin apoyarte en nada de aquí, pendiente de la voz y del soplo del Espíritu»24. Ambas cosas nacen de la unión con Dios. Por eso, «la Iglesia necesita imperiosamente el pulmón de la oración»25. Los últimos papas lo han recordado constantemente: si queremos cumplir la misión que Cristo nos confió con el mismo Espíritu que a Él le movía, no hay otro camino que la oración, el trato continuo y confiado con el Paráclito. De ahí la importancia de descubrir el Mediterráneo de la presencia viva de Dios en nuestro corazón. Y navegar mar adentro guiados por el Espíritu Santo, «luz, fuego, viento impetuoso (…) que alumbra la llama y la vuelve capaz de provocar incendios de amor»26.