Al pie de la Cruz acompañaban al Señor su Madre, santa María, algunas otras mujeres y Juan, el discípulo más joven. Solo esas pocas personas estaban a su lado en aquellas horas dramáticas. Esas… y una multitud de curiosos y oportunistas, el puñado de soldados que le había llevado al Calvario, y los acusadores que seguían burlándose de él, quizá saboreando su «victoria». ¿Y los demás discípulos? Habían huido.
El mismo Juan nos cuenta que «Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre: –Mujer, aquí tienes a tu hijo. Después le dice al discípulo: –Aquí tienes a tu madre» (Jn 19, 25). Y, concluye el evangelista, «desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa» (Jn 19, 27).
En el joven apóstol, la Madre de Cristo «es entregada al hombre –a cada uno y a todos– como madre» 1. Desde ese momento, María es Madre de los cristianos. Los primeros discípulos lo comprendieron en seguida. En torno a Ella se reunieron al sentir la ausencia del Señor, después de su Ascensión al Cielo: «todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y con sus hermanos» (Hch 1, 12.14).
También nosotros estamos llamados a experimentar personalmente la maternidad de María, y a responder como Juan, que «"acoge entre sus cosas propias" a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior, es decir, en su "yo" humano y cristiano» 2. Se trata de un camino personal, que cada uno recorre a su manera… y a su tiempo.
San Josemaría había tenido devoción a la Virgen desde niño. No lo había olvidado con el paso de los años; en mayo de 1970, durante su novena a los pies de la Virgen de Guadalupe, decía: «Yo os aconsejo, en estos momentos especialmente, que volváis a vuestra edad infantil, recordando, con esfuerzo si es preciso –yo lo recuerdo claramente–, el primer acto vuestro en el que os dirigisteis a la Virgen, con conciencia y voluntad de hacerlo» 3. Sabemos que, siendo muy pequeño, su madre lo ofreció a la Virgen de Torreciudad en agradecimiento por haberle curado de una enfermedad mortal. De sus padres aprendió también a rezar a santa María. A la vuelta de los años, recordaba: «todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres: ¡oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a Vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón…» 4
Mientras vivió en Zaragoza, san Josemaría visitaba diariamente a la Virgen del Pilar. A Ella acudía con sus barruntos, con la intuición de que el Señor tenía una voluntad especial para él. Aún se conserva una imagen pequeña de esa advocación, hecha en yeso, muy pobre, en cuya base grabó con un clavo: Domina, ut sit!, con la fecha 24-5-924. «Aquella imagen –comentaba años más tarde– era la materialización de mi oración de años, de lo que os había contado tantas veces» 5.
Ya en Madrid, tenía una imagen de la Virgen a la que denominaba «Virgen de los besos», porque nunca dejaba de saludarla con un beso al entrar o salir de casa. «No solo aquélla, todas las imágenes de Nuestra Señora le conmovían. De modo especial las que encontraba tiradas por la calle, en grabados o estampas sucias y polvorientas. O las que le salían al paso en sus correrías por Madrid, como la imagen en azulejos con que se topaban a diario sus ojos cuando dejaba Santa Isabel» 6.
Además, al contemplar el Evangelio había aprendido a tratar a María y a acudir a Ella como hacían los primeros discípulos. En su libro Santo Rosario, fruto de esa contemplación amorosa de la vida de Cristo, al comentar el segundo misterio glorioso, apunta: «Pedro y los demás vuelven a Jerusalén –cum gaudio magno– con gran alegría (Lc 24, 52). (…) Pero, tú y yo sentimos la orfandad: estamos tristes, y vamos a consolarnos con María» 7.
Con todo, la maternidad de María iba a ser otro de los «descubrimientos» que haría siendo todavía un sacerdote joven. Lo recoge en uno de sus Apuntes, que data de septiembre de 1932: «Ayer (…) descubrí un Mediterráneo –otro–, a saber: que, si soy hijo de mi Padre Dios, lo soy también de mi Madre María» 8. No era algo nuevo –era una verdad conocida, meditada, vivida–, y sin embargo adquiría de golpe un significado inédito. Recordando una vez más su itinerario espiritual, añade: «Me explicaré: por María fui a Jesús, y siempre la he tenido por mi Madre, aunque yo haya sido un mal hijo. (Desde ahora seré bueno)». María le había llevado ya a Jesús: había sido su principal intercesora en su insistente petición para ver lo que le pedía el Señor… ¿En qué consistía entonces la novedad? Lo explica a continuación: «Pero ese concepto de mi filiación materna lo vi con una luz más clara, y con un sabor distinto lo sentí ayer. Por eso, durante la Sda. Comunión de mi Misa, le dije a la Señora mi Madre: ponme un traje nuevo. Era muy justa mi petición, porque celebraba una fiesta suya» 9.
La idea del traje nuevo tiene claras resonancias paulinas: «Despojaos del hombre viejo y de su anterior modo de vida, corrompido por sus apetencias seductoras; renovaos en la mente y en el espíritu y revestíos de la nueva condición humana creada a imagen de Dios: justicia y santidad verdaderas» (Ef 4, 22-24). Este nuevo descubrimiento de la maternidad de María, pues, tiene un sabor íntimo de conversión personal. Algo que ve con mayor claridad, que siente de modo nuevo, y que florece en un propósito sencillo pero profundo: «Desde ahora seré bueno».
Quienes han estudiado a fondo los textos de san Josemaría han puesto de relieve la línea en que se mueve este descubrimiento. Ocho días después de la anotación en que recoge el nuevo Mediterráneo que se le ha abierto, escribe un apunte que pasará a Camino: «A Jesús siempre se va y se "vuelve" por María»10. Era algo que llevaba un tiempo fraguándose en su alma, pero que de golpe comprendió con nueva hondura y le reafirmó en la importancia de Santa María en su vida de relación con Dios. Cuatro días después del apunte, anotó: «–¡A cuántos jóvenes les gritaría yo al oído: Sé de María… y serás nuestro!»11Años más tarde le preguntarían qué quería decir con eso, y él contestaba: «Quiero decir lo que tú entiendes perfectamente. (…) De una parte, que si no hay devoción a María no se puede hacer nada: las almas están como si no tuvieran fundamento para la vida espiritual; de otra, que cuando hay una devoción filial a la Santísima Virgen se encuentran las almas en buena disposición para servir a Nuestro Señor en el estado que sea: solteras, casadas, viudas y los sacerdotes como sacerdotes»12. Es María, en fin, quien lleva a Jesús; y Jesús nos lleva al Padre. Ella es, sencillamente, quien facilita el acceso a Dios.
En aquel septiembre de 1932, san Josemaría meditó repetidas veces sobre el papel que la Virgen juega en nuestro camino a Jesús. En este caso, no se trata ya de encontrar a Cristo, de descubrir cuál es su voluntad para nosotros, sino, como hemos visto, de «volver» a Él. Su lenguaje resultaba novedoso para quienes se le acercaban. El beato Álvaro del Portillo, por ejemplo, recuerda que él mismo se sorprendió: «Entonces pregunté yo al Padre: Padre, ¿por qué ha puesto esto? Que se va por María, ya lo entiendo, pero que se vuelve… Y me dijo: «hijo mío, si alguno tiene la desgracia de separarse de Dios por el pecado, o está a punto de separarse porque le va entrando la tibieza y la desgana, entonces acude a la Santísima Virgen y encuentra otra vez la fuerza; la fuerza para ir al confesonario, si hace falta, para ir a la Confidencia y abrir bien la conciencia con gran sinceridad –sin que haya recovecos en el alma, sin que haya secretos a medias con el diablo– y por María, se va a Jesús»13.
Levantarse después de una caída cuesta, y cuesta más a medida que pasan los años. En lo físico, resulta evidente: basta ver el revuelo que se forma cuando una persona mayor se cae por la calle. Pero esa afirmación es igualmente cierta en lo espiritual. A medida que crecemos en edad, se nos puede hacer más y más costoso pedir perdón. Nos humilla seguir cayendo en los mismos pecados, nos avergüenza cometerlos –«¡a estas alturas!»–, se nos hace insoportable seguir constatando nuestra propia debilidad… y, a veces, cedemos a una desesperanza que nos roba la alegría.
La desesperanza es un enemigo sutil que nos lleva a encerrarnos en nosotros mismos. Pensamos que hemos defraudado a Dios, como quien se compra un aparato electrónico y de golpe descubre que no era tan bueno como lo pintaban… Sin embargo, al vernos en ese estado, Él quiere recordarnos que ¡nos conoce perfectamente! A cada uno de nosotros podría decirnos, como a Jeremías: «antes de plasmarte en el seno materno, te conocí» (Jr 1, 5). Por eso, su Amor por nosotros constituye una seguridad firme: sabiendo cómo somos, Dios nos ha amado hasta dar la vida por nosotros… y no se ha equivocado. Cuando incluso esta verdad, tan consoladora, nos resulte lejana, acordarnos de nuestra Madre puede ser como el atajo que nos facilite el camino de vuelta14. Ella nos acerca de modo particular a la Misericordia de ese Dios que está esperándonos con los brazos abiertos. En su última Audiencia general, Benedicto XVI nos confiaba: «Desearía invitaros a todos a renovar la firme confianza en el Señor, a confiarnos como niños en los brazos de Dios, seguros de que esos brazos nos sostienen siempre y son los que nos permiten caminar cada día, también en la dificultad. Me gustaría que cada uno se sintiera amado por ese Dios que ha dado a su Hijo por nosotros y que nos ha mostrado su amor sin límites. Quisiera que cada uno de vosotros sintiera la alegría de ser cristiano»15. Y precisamente para que lo sintamos, Dios ha querido manifestarnos su amor paterno… y materno.
El amor «materno» de Dios aparece expresado en diversos momentos a lo largo de la Escritura; quizá el pasaje más conocido sea el de Isaías: «¿Es que puede una mujer olvidarse de su niño de pecho, no compadecerse del hijo de sus entrañas? ¡Pues aunque ellas se olvidaran, Yo no te olvidaré!» (Is 49, 15); o, de un modo aún más explícito: «como alguien a quien su madre consuela, así Yo os consolaré» (Is 66, 13). Sin embargo, Dios quiso ir más allá, y darnos a su misma Madre, aquella mujer de quien se encarnó su Hijo amado. Los cristianos de todos los tiempos han descubierto por eso en María una vía privilegiada y particularmente accesible hacia el Amor infinito del Dios que perdona.
A veces podemos encontrarnos con personas a quienes aún les resulta demasiado abstracto dirigirse a Dios, o que no se atreven a mirar a Cristo directamente: un poco como aquellos niños que prefieren acudir a su madre antes que a su padre cuando han hecho algo mal o han roto un objeto valioso… De modo parecido, «muchos pecadores no pueden decir el "Padre Nuestro", pero dicen sin embargo el "Ave María"»16. Y así, por María, «vuelven» a Jesús.
El descubrimiento de la importancia de María va de la mano, en la vida de san Josemaría, de la vivencia de la infancia espiritual. En un punto de Camino, que nació en unas circunstancias difíciles, escribió: «¡Madre! –Llámala fuerte, fuerte. –Te escucha, te ve en peligro quizá, y te brinda, tu Madre Santa María, con la gracia de su Hijo, el consuelo de su regazo, la ternura de sus caricias: y te encontrarás reconfortado para la nueva lucha»17. Quienes le rodeaban no sabían quizá hasta qué punto les estaba transmitiendo su propia experiencia con estas líneas. Por aquellos años, san Josemaría estaba aprendiendo también a acercarse a Dios como un niño pequeño.
Fruto de ese modo de orar es su obra Santo Rosario, y también algunos capítulos de Camino. Los descubrimientos que hemos repasado se inscriben en ese trato confiado con Dios y con María. De hecho, san Josemaría recorrió ese camino a lo largo de toda su vida. Poco antes de pasar su última Navidad en esta tierra, confiaba a un grupo de hijos suyos: «De ordinario me abandono, procuro hacerme pequeño y ponerme en los brazos de la Virgen. Le digo al Señor: ¡Jesús, hazme un poco de sitio! ¡A ver cómo cabemos los dos en los brazos de tu Madre! Y basta. Pero vosotros seguid vuestro camino: el mío no tiene por qué ser el vuestro (…) ¡viva la libertad!»18
Sin ser el único modo de lograrlo, hacerse niños facilita actitudes como la humildad o el abandono esperanzado en las distintas circunstancias de la vida. También es una manera de ganar en sencillez y naturalidad al dirigirnos a Dios. Además, al ser un camino marcado por el reconocimiento de la propia fragilidad y dependencia, permite abrir a Dios con menos esfuerzo las puertas del propio corazón, es decir, de la propia intimidad.
Los niños son vulnerables, y precisamente por eso son tan sensibles al amor: comprenden en profundidad los gestos y las actitudes de los mayores. Por eso es necesario que nos dejemos tocar por Dios, y le abramos las puertas de nuestra propia alma. El Papa lo proponía también a los jóvenes: «Él nos pregunta si queremos una vida plena. Y yo en su nombre les pregunto: Ustedes, ¿ustedes quieren una vida plena? Empieza desde este momento por dejarte conmover»19. Tener corazón no significa prestarse a la afectación o la sensiblería, que son una simple caricatura de la auténtica ternura. Al contrario, redescubrir el corazón, dejarse conmover, puede ser un camino para alcanzar a Dios. «Mi pobre corazón está ansioso de ternura –anotaba san Josemaría en 1932–. Si oculus tuus scandalizat te… No, no es preciso tirarlo lejos: que no se puede vivir sin corazón. (…) Y esa ternura, que has puesto en el hombre, ¡cómo queda saciada, anegada, cuando el hombre te busca, por la ternura (que te llevó a la muerte) de tu divino Corazón!»20A María –y por Ella a Jesús– se puede ir por el camino de la ternura, que es el modo en que los niños aprenden a conocer a sus madres y a confiar en ellas su vida entera. Por este y por otros caminos que Dios nos puede sugerir, nos adentramos en un inmenso Mediterráneo: el de tener en el Cielo una Madre toda hermosa, santa María.