La paternidad de Dios, comprendida desde nuestra filiación divina, es un auténtico Mediterráneo que abre ante nosotros un panorama inmenso y nos sitúa en Dios y frente a Dios de un modo que conforma nuestra existencia entera. De ahí que se pueda afirmar que «la filiación divina no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino la condición permanente del sujeto de las virtudes. Por eso no se obra como hijo de Dios con unas acciones determinadas: toda nuestra actividad, el ejercicio de nuestras virtudes, puede y debe ser ejercicio de la filiación divina» 1. Podemos así vivir cada instante de nuestra vida con «la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rm 8, 21).
Con todo, la conciencia de la filiación divina está relacionada de una manera particular con un aspecto de nuestra vida: el sufrimiento, el dolor y, en una palabra, la participación en la Cruz de Jesús. No deja de ser llamativo que, en el evangelio de san Marcos, los gentiles reconozcan en Jesús al Hijo de Dios precisamente a la vista de su muerte (cfr. Mc 15, 39). También san Juan entiende que la Cruz es el lugar donde brilla la gloria de Dios (cfr. Jn 12, 23-24). Y san Pablo tuvo que aprender que el camino de la gloria exigía identificarse con Cristo crucificado, «escándalo para los judíos, necedad para los gentiles» (1Co 1, 23).
De modo análogo, en la vida de san Josemaría, la conciencia de la filiación divina despertó de la mano de la experiencia de la Cruz. Corrían los primeros años treinta. Según narran sus biógrafos, el joven sacerdote sufría al contemplar el dolor de su madre y sus hermanos, que lo pasaban mal por falta de medios económicos; sufría también porque seguía estando en Madrid en una situación precaria; sufría, en fin, por la difícil situación que atravesaba la Iglesia en España. En esas circunstancias, escribe:
«Cuando el Señor me daba aquellos golpes, por el año treinta y uno, yo no lo entendía. Y de pronto, en medio de aquella amargura tan grande, esas palabras: Tú eres mi hijo (Sal 2, 7), tú eres Cristo. Y yo sólo sabía repetir:Abba, Pater!; Abba, Pater!; Abba!, Abba!, Abba! (…) Tú has hecho, Señor, que yo entendiera que tener la Cruz es encontrar la felicidad, la alegría. Y la razón –lo veo con más claridad que nunca– es ésta: tener la Cruz es identificarse con Cristo, es ser Cristo, y, por eso, ser hijo de Dios» 2.
Esta experiencia dejó una profunda huella en el alma de san Josemaría. No se trataba solamente del descubrimiento de su condición de hijo, sino también de su íntima unión con el sacrificio de Jesús. No deja de ser algo paradójico: que nuestra condición de hijos de Dios –de hijos pequeños, incluso– vaya de la mano de la Cruz. Esa paradoja encontró su expresión muchos años más tarde en el Via Crucis, donde escribió: «Como el niño débil se arroja compungido en los brazos recios de su padre, tú y yo nos asiremos al yugo de Jesús» 3. Si nos sabemos hijos de Dios, la Cruz será la señal cierta de nuestra filiación, y por eso la seguridad más grande de que Él está a nuestro lado.
Aunque pueda parecer a primera vista una locura, la Cruz –el dolor, el sufrimiento, las contrariedades– es, para quienes siguen a Cristo, un signo de filiación, y el lugar seguro donde se refugian. Por eso los cristianos besamos la Cruz, la Santa Cruz, y tenemos siempre a mano un crucifijo, mientras procuramos descubrir cada día la alegría escondida de quien lleva el santo madero de la mano de Jesús.