Un doctor de la Ley se acercó en cierta ocasión a preguntar al Señor qué debía hacer para conseguir la vida eterna. En realidad, quería poner a prueba la ortodoxia de ese Rabí de Nazaret, de quien al parecer no sabía qué pensar 1. Pero el Señor no se molesta; acepta el diálogo, y le devuelve la pregunta: «¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees tú?» (Lc 10, 26). El doctor responde con unas palabras del Shemá Israel, Escucha Israel, que todo israelita aprendía desde niño: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente» (Dt 6, 5); y apostilla, con el libro del Levítico: «y a tu prójimo como a ti mismo» (Lv 19, 18). En esas dos fórmulas se sintetizan toda la Ley y los Profetas 2, de modo que el Señor dice: «has respondido bien: haz esto y vivirás» (Lc 10, 28). El doctor no esperaba que su pregunta se resolviera con esa sencillez desarmante. «Queriendo justificarse», insiste entonces con una nueva cuestión: «¿Y quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29). No se rinde el Señor, que quiere ganarse la confianza de su interlocutor. Le habla entonces al corazón, y con él a los hombres y mujeres de todos los tiempos, con su lenguaje a un tiempo llano y solemne: es la parábola del buen samaritano.
En el pobre hombre asaltado en el camino de Jerusalén a Jericó, los Padres de la Iglesia veían a Adán, y con él –porque Adán significa precisamente "hombre"– a la humanidad maltratada por su propio pecado, por nuestro propio pecado. En el buen samaritano reconocían a Jesús, que viene con paciencia a curarnos, después de que pasaran de largo quienes en realidad no eran capaces de traer al mundo la salvación. Él, en cambio, sí puede, y quiere. Así imagina una antigua y venerable homilía su encuentro con Adán –que es también encuentro con cada uno de nosotros– en su descenso a los infiernos: «Yo soy tu Dios, que por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu hijo; y ahora te digo que tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: "Salid", y a los que se encuentran en las tinieblas: "Iluminaos", y a los que duermen: "Levantaos"» 3. Con Jesús, son llamados a llevar su salvación –a ser buenos samaritanos– sus ungidos: los cristianos. Como su Señor, también ellos deben vendar las heridas de los hombres y echar en ellas «aceite y vino» (Lc 10, 34): deben ser buenos posaderos hasta la vuelta del Samaritano. «Esa posada, si lo advertís, es la Iglesia. Ahora es posada, porque nuestra vida es un ir de paso; será casa que nunca abandonaremos, una vez que hayamos llegado sanos al reino de los cielos. Mientras tanto, aceptamos gustosos la cura en la posada» 4.
Este es el horizonte que el Señor quiere abrir al doctor de la Ley, y con él a todos los cristianos, y a todos los hombres. No le reprocha su estrechez: le hace pensar primero, y después, soñar: «Pues anda (…), y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37). Como sucede con frecuencia en los Evangelios, es bueno no pasar demasiado deprisa sobre la concisión del relato. La respuesta a la pregunta de Jesús –«¿quién fue su prójimo?»– resulta ciertamente obvia: «el que tuvo misericordia con él» (Lc 10, 37). Lo que no es evidente, en cambio, es por qué el Señor hace esa pregunta, que da la vuelta al planteamiento del doctor de la Ley: «Jesús invierte la perspectiva: no se trata de reconocer al otro como mi semejante, sino de ser capaz de hacerme semejante al otro» 5. Ante una actitud estrecha, que delimita el campo de acción para hacer el bien –sopesando por ejemplo si los demás pertenecen a mi grupo, o me devolverán después el favor–, el Señor responde invitando a levantar la vista, a ser él mismo prójimo.
La palabra prójimo pasa así, de calificar a un tipo de personas que merecerían mi atención, a convertirse en una cualidad del corazón. Pedagogía de Dios, que da la vuelta a la pregunta ¿a quién hacer el bien?, y así la transfigura: lo que era materia de discusión y casuística en las escuelas rabínicas –dónde estaba el límite, hasta dónde tenía que compadecerme de los demás– se convierte en un reto audaz. El cristiano, decía san Juan Pablo II, «no se pregunta a quién debe amar, porque preguntarse "¿quién es mi prójimo?" ya implica poner límites y condiciones (…) La pregunta legítima no es "¿quién es mi prójimo?", sino "¿de quién debo hacerme prójimo?". Y la respuesta es: "cualquiera que sufra necesidad, aunque me sea desconocido, se convierte para mí en prójimo, al que debo ayudar"» 6. Es la projimidad 7, neologismo del Papa Francisco que nos recuerda nuestra vocación a ser próximos a nuestro prójimo, a ser «islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia» 8.
Se podría decir que este diálogo con el doctor de la Ley compendia el camino que lleva desde las enseñanzas morales del Antiguo Testamento hasta la plenitud de la vida moral en Cristo. Y es que, como recuerda san Pablo, la Ley del Pueblo Elegido es buena y santa 9, pero no definitiva. Se ordenaba, sobre todo, a preparar los corazones para la llegada de Nuestro Señor.
La pregunta del fariseo –«¿cuál es el mandamiento principal de la Ley?» (Mt 22, 36)– parece reflejar cierto agobio ante la multitud de preceptos que, con una visión legalista, se habían ido introduciendo en la vida religiosa israelita. En otro momento, Jesucristo se queja de los doctores de la Ley «porque imponéis a los hombres cargas insoportables, pero vosotros ni con uno de vuestros dedos las tocáis» (Lc 11, 46). Aún más, en ocasiones las tradiciones humanas habían acabado por ser una excusa para no sujetarse a un mandato divino: así, el Señor denuncia la actitud de quienes se escudaban con las ofrendas del Templo para no ayudar a sus padres (Mt 15, 3-6).
Por eso, Jesucristo apunta a lo fundamental: el Amor a Dios y al prójimo. De este modo, se cumple lo que dice de Él mismo: que no ha venido «a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos sino a darles su plenitud» (Mt 5, 17). La Alianza que Dios había sellado con su Pueblo incluía unas prescripciones que no tenían el sentido original de imponerles cargas sino, muy al contrario, el de llevarles por caminos de libertad: «Hoy pongo ante ti la vida y el bien, o la muerte y el mal. Si escuchas los mandamientos del Señor, tu Dios, que yo te ordeno hoy (…), entonces vivirás y te multiplicarás: el Señor, tu Dios, te bendecirá en la tierra que vas a tomar en posesión» (Dt 30, 15-18).
La tierra prometida a los hebreos es una figura de la tierra interior en la que los hombres y mujeres de todos los tiempos podemos entrar, si vivimos en su auténtico sentido los mandamientos del Señor. Son una puerta para llegar a la comunión con Dios, porque fuera de ella cualquier otra tierra resulta inhóspita: «lo que se necesita para conseguir la felicidad, no es una vida cómoda, sino un corazón enamorado»10.
Si los preceptos rituales y legales del Pueblo de Israel cesaron con la venida de Jesucristo, los Diez Mandamientos, conocidos también como el Decálogo, son perennes: recogen los principios fundamentales para poder amar a Dios –poniéndolo por encima de todo, respetando su nombre santo, dedicándole los días de fiesta, como hacemos los cristianos el domingo– y a los demás –fomentando el cariño y reverencia a los padres, protegiendo la vida, la pureza de corazón, etc.–. ¡Cuántas generaciones de israelitas meditaron la verdad y la solicitud de Padre que entrañan esas diez palabras! «Tus preceptos son mi herencia perpetua, la alegría de mi corazón» (Sal 119 , 111), una muestra de la misericordia divina, que no quiere que nos extraviemos, que desea que tengamos una vida plena. El mundo puede revelarse a veces contra los Mandamientos, como si fueran imposiciones trasnochadas, propias de un estadio infantil de la humanidad; pero no faltan ejemplos de cómo se desmoronan las sociedades y las personas cuando creen que pueden ignorarlos. Las diez palabras del Señor son las constantes del universo interior del hombre; si se alteran, su corazón se desfigura.
El Decálogo queda como englobado en la Nueva Ley que Jesucristo ha instaurado al salvarnos dando su vida en la Cruz. Esta Ley Nueva es la gracia del Espíritu Santo dada mediante la fe en Cristo11. Ahora, por tanto, ya no tenemos solo un horizonte moral al que aspirar: se trata de vivir en Jesús, de parecernos cada vez más a Él, dejando que el Espíritu Santo nos transforme, para cumplir así sus mandamientos.
¿Cómo ser más parecidos a Jesucristo? ¿Dónde podemos ver su modo de ser? Dice el Catecismo que «Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad»12. En esas enseñanzas que recogen los evangelios, vemos el retrato de Nuestro Señor, su rostro que revela el amor compasivo el Padre hacia todos los hombres. Estas recogen las promesas hechas al Pueblo Elegido, pero las perfeccionan ordenándolas no ya a la posesión de la tierra, sino al Reino de los Cielos13.
En el evangelio de Mateo, las primeras cuatro bienaventuranzas se refieren a una actitud o forma de ser que se centra en las palabras de Jesús14: «Bienaventurados los pobres de espíritu», «los que lloran», «los mansos», «los que tienen hambre y sed de justicia». Invitan a confiar totalmente en Dios y no en nuestros recursos humanos, a enfrentar con sentido cristiano los sufrimientos, a ser pacientes día a día. A estas bienaventuranzas se añaden otras que ponen el acento en la acción: «Bienaventurados los misericordiosos», «los limpios de corazón», «los pacíficos», y otras más que advierten que para seguir a Jesús hemos de sufrir algunas contradicciones15, siempre con alegría, pues «la felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra»16.
Las bienaventuranzas ciertamente manifiestan la misericordia de Dios, que se empeña en dar un gozo sin límites a quienes lo siguen: «Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo» (Mt 5, 12). No son, sin embargo, una colección de aforismos para imaginar un utópico mundo mejor que alguien se ocupará de hacer posible, o para consolarse falsamente ante las dificultades del momento: son llamadas exigentes de Dios al corazón de cada hombre, que empujan a comprometerse a trabajar por el bien y la justicia ya en esta tierra.
Considerar con frecuencia las bienaventuranzas, quizás en la oración personal, ayuda a saber cómo aplicarlas en la vida diaria. Por ejemplo, la mansedumbre se concreta tantas veces en «la sonrisa amable para quien te molesta; aquel silencio ante la acusación injusta; tu bondadosa conversación con los cargantes y los inoportunos; el pasar por alto cada día, a las personas que conviven contigo, un detalle y otro fastidiosos e impertinentes…»17.
Al mismo tiempo, quien procura vivir según el espíritu de las bienaventuranzas, va incorporando a su personalidad unas actitudes y modos de juzgar las cosas que le dan mayor facilidad para cumplir los mandamientos. La limpieza de corazón le permite ver la imagen de Dios en cada persona, considerándola como alguien digna de respeto y no como objeto para satisfacer unos deseos retorcidos. Ser pacíficos nos lleva a vivir como hijos de Dios, y a reconocer a los demás como hijos suyos, siguiendo ese «camino más excelente» de la caridad (1Co 12, 31), que «todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1Co 13, 7), transformando los agravios en una ocasión de amar y rezar por quienes hacen daño18. En definitiva, amoldar nuestro corazón según los contornos que trazan las bienaventuranzas hace realidad el ideal que Jesucristo nos propone de ser «misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso» (Lc 6, 36). Nos transformamos en portadores del amor de Dios, aprendemos a ver en los demás a ese prójimo que necesita nuestra ayuda; somos en Cristo ese buen samaritano que sabe conducirse por la misericordia para cumplir en plenitud la ley de la caridad. Nuestro corazón se ensancha entonces, como ocurrió con el de la Virgen Santísima.
Rodolfo Valdés