Nuestro Dios no se ha limitado a decir que nos quiere. Él mismo nos modeló a partir del polvo de la tierra 1; «fueron las manos de Dios las que nos crearon: el Dios artesano» 2. Nos creó a su imagen y semejanza, y aun quiso hacerse «uno de los nuestros» 3: el Verbo se hizo carne, trabajó con sus manos, cargó sobre sus espaldas toda la miseria de los siglos, y quiso conservar por toda la eternidad las llagas de su pasión, como un signo permanente de su amor fiel. Por todo eso los cristianos no solo nos llamamos hijos de Dios, sino que lo somos 4: para Dios, y para sus hijos, el amor «nunca podrá ser una palabra abstracta. Por su misma naturaleza es vida concreta: intenciones, actitudes, comportamientos que se verifican en el vivir cotidiano» 5. San Josemaría prevenía así ante «la mentalidad de quienes ven el cristianismo como un conjunto de prácticas o actos de piedad, sin percibir su relación con las situaciones de la vida corriente, con la urgencia de atender las necesidades de los demás y de esforzarse por remediar las injusticias. Diría que quien tiene esa mentalidad no ha comprendido todavía lo que significa que el Hijo de Dios se haya encarnado, que haya tomado cuerpo, alma y voz de hombre, que haya participado en nuestro destino hasta experimentar el desgarramiento supremo de la muerte» 6.
En la escena del juicio final que Jesús presenta en el Evangelio, tanto los justos como los injustos se preguntan perplejos, y preguntan al Señor, cuándo le vieron hambriento, desnudo, enfermo, y le auxiliaron, o dejaron de hacerlo 7. Y el Señor les responde: «En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40). No es un modo bonito de decir, como si el Señor solo nos animara a acordarnos de Él, y a seguir su ejemplo de misericordia; Jesús dice con solemnidad: «en verdad os digo… a mí me lo hicisteis». Él «se ha unido, en cierto modo, con todo hombre» 8, porque ha llevado el amor hasta el final: «nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos» (Jn 15, 13). Ser cristianos significa entrar en esa incondicionalidad del amor de Dios, dejarse cautivar por «el amor siempre más grande de Dios» 9.
En este pasaje del Evangelio, el Señor habla de hambre, sed, peregrinaje, desnudez, enfermedad y cárcel10. Las obras de misericordia siguen esta misma pauta; los Padres de la Iglesia las comentaron con frecuencia, e iniciaron su desdoblamiento en obras corporales y espirituales, obviamente sin ánimo de abarcar todas las situaciones de indigencia. Con el correr de los siglos, se añadió a las primeras el deber de dar sepultura a los difuntos, con la correspondiente obra espiritual: la oración por vivos y difuntos. En los próximos dos editoriales vamos a recorrer estas obras en las que la sabiduría cristiana ha sintetizado nuestra vocación a la misericordia. Porque de vocación se trata –y vocación universal–, cuando el Señor dice a sus discípulos de todos los tiempos: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Lc 6, 36). Las obras de misericordia despliegan ante nosotros esa llamada. «Sería bonito que os las aprendierais de memoria –sugería recientemente el Papa–, ¡así es más fácil hacerlas!»11.
Cuando, al repasar las obras de misericordia corporales, miramos a nuestro alrededor, en bastantes partes del mundo constataremos quizá en un primer momento que no son frecuentes las situaciones para ejercerlas. Siglos atrás la vida humana estaba mucho más expuesta a las fuerzas de la naturaleza, a la arbitrariedad de los hombres, y a la fragilidad del cuerpo; hoy, en cambio, hay muchos países en los que raramente se presentará –salvo en el caso de emergencias o catástrofes naturales– la necesidad inmediata de dar sepultura a un difunto, o de dar cobijo a alguien sin techo, porque la propia organización de los Estados provee este servicio. Y, sin embargo, no son pocos los lugares de la tierra en los que cada una de estas obras de misericordia está a la orden del día. E, incluso en los países más desarrollados, junto a la provisión de servicios de la asistencia social existen muchas situaciones de gran precariedad material –el así llamado cuarto mundo–.
A todos nos corresponde tomar conciencia de estas realidades y pensar en qué medida podemos contribuir a remediarlas.«Hay que abrir los ojos, hay que saber mirar a nuestro alrededor y reconocer esas llamadas que Dios nos dirige a través de quienes nos rodean. No podemos vivir de espaldas a la muchedumbre, encerrados en nuestro pequeño mundo. No fue así como vivió Jesús. Los Evangelios nos hablan muchas veces de su misericordia, de su capacidad de participar en el dolor y en las necesidades de los demás»12.
Un primer movimiento de las obras de misericordia corporales es la solidaridad con todos los que sufren, aunque no les conozcamos: «No solo nos preocupan los problemas de cada uno, sino que nos solidarizamos plenamente con los otros ciudadanos en las calamidades y desgracias públicas, que nos afectan del mismo modo»13. A primera vista podría parecer que esta actitud es un sentimiento loable, pero inútil. Y sin embargo esta solidaridad es el humus en el que puede crecer con fuerza la misericordia. Del latín solidum, solidaridad denota la convicción de pertenecer a un todo, de modo que percibimos como propias las vicisitudes de los demás. Aunque el término tiene sentido ya a nivel meramente humano, para un cristiano adquiere toda su fuerza. «Ya no os pertenecéis», dice san Pablo a los Corintios (1Co 6, 19). La afirmación podría inquietar al hombre contemporáneo, como una amenaza a su autonomía. Y, sin embargo, lo que nos dice es simplemente, en expresión frecuente entre los últimos pontífices, que la humanidad, y en particular la Iglesia, es una «gran familia»14.
«Mantened el amor fraterno… Acordaos de los encarcelados, como si estuvierais en prisión con ellos, y de los que sufren, pues también vosotros vivís en un cuerpo» (Hb 13, 1-3). Aunque no sea posible estar al corriente de las dolencias de cada hombre, ni remediar materialmente todos esos problemas, un cristiano no se desentiende de ellos, porque los ama con el corazón de Dios: Él «es más grande que nuestro corazón y conoce todo» (1Jn 3, 20). Cuando en la Santa Misa pedimos al Padre que «fortalecidos con el Cuerpo y la Sangre de tu Hijo y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu»15, miramos a la plenitud de lo que ya es una realidad que crece silenciosamente, «como un bosque, donde los árboles buenos aportan solidaridad, comunión, confianza, apoyo, seguridad, sobriedad feliz, amistad»16.
La solidaridad en cristiano se concreta, pues, en primer lugar en la oración por los que sufren, aunque no les conozcamos. La mayor parte de las veces no veremos los frutos de esa oración, hecha también de trabajo y sacrificio, pero estamos convencidos de que «todo eso da vueltas por el mundo como una fuerza de vida»17. Por este mismo motivo, el Misal romano recoge un gran número de Misas por varias necesidades, que atienden a los motivos de todas las obras de misericordia. La oración de los fieles, al final de la liturgia de la Palabra, despierta también en nosotros «el desvelo por todas las iglesias» y por todos los hombres, de modo que podamos llegar a decir con san Pablo: «¿Quién desfallece sin que yo desfallezca? ¿Quién tiene un tropiezo sin que yo me abrase de dolor?» (2Co 11, 28-29).
La solidaridad también se despliega en «simples gestos cotidianos donde rompemos la lógica de la violencia, del aprovechamiento, del egoísmo», frente al «mundo del consumo exacerbado», que es a la vez «el mundo del maltrato de la vida en todas sus formas»18. Antiguamente era costumbre en muchas familias besar el pan cuando caía al suelo; se reconocía así el trabajo que suponía lograr el alimento, y se agradecía la posibilidad de tener algo que llevarse a la boca. «Dar de comer al hambriento» se puede concretar, pues, en comer lo que nos ponen, en evitar caprichos innecesarios, en aprovechar con creatividad las sobras de comida; «dar de beber al sediento» quizá nos llevará a evitar el derroche innecesario del agua, que en tantos lugares es un bien escasísimo19; «vestir al desnudo» se concretará también en cuidar la ropa, heredarla de unos hermanos a otros, sobreponerse a veces al dernier cri en moda, etc. De esas pequeñas –o no tan pequeñas– renuncias podrán salir limosnas para dar alegrías a los más necesitados, como enseñaba san Josemaría a los chicos de san Rafael; o también donativos para salir al encuentro de emergencias humanitarias. Meses atrás el Papa nos decía a propósito que, «si el jubileo no llega a los bolsillos, no es un verdadero jubileo»20.
Los padres, en primer lugar con su ejemplo, pueden hacer mucho por «enseñar a vivir así a sus hijos (…); enseñarles a superar el egoísmo y a emplear parte de su tiempo con generosidad en servicio de los menos afortunados, participando en tareas, adecuadas a su edad, en las que se ponga de manifiesto un afán de solidaridad humana y divina»21. Como la caridad es ordenada –porque sería falsa la de quien se volcara en quienes viven lejos y se desentendiera de quienes le rodean–, esa superación del egoísmo empieza habitualmente en el propio hogar. Todos, pequeños y mayores, tenemos que aprender a levantar la mirada para descubrir las menudas indigencias cotidianas de quienes viven con nosotros. En particular, es necesario acompañar a los familiares y amigos que sufren enfermedades, sin considerar sus dolencias como una distorsión para la que habría que encontrar soluciones meramente técnicas «"No me rechaces ahora en la vejez, me van faltando las fuerzas, no me abandones" (Sal 71, 9). Es el clamor del anciano, que teme el olvido y el desprecio»22. Son muchos los avances de la ciencia que permiten mejorar las condiciones de los enfermos, pero ninguno de ellos puede reemplazar la cercanía humana de quien, en lugar de ver en ellos un peso, adivina a «Cristo que pasa», Cristo que necesita que le cuidemos. «Los enfermos son Él»23, escribió san Josemaría, en expresión audaz, que refleja la llamada exigente del Señor: «en verdad os digo… a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40).
«¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?». En ocasiones, puede costar ver a Dios detrás de la persona que sufre, porque esté de mal humor o disgustado, o porque muestre exigencias o egoísmos. Pero la persona enferma, precisamente por su debilidad, se hace aún más merecedora de ese amor. Un resplandor divino ilumina los rasgos del hombre enfermo que se asemeja a Cristo doliente, tan desfigurado que «no hay en él parecer ni hermosura que atraiga nuestra mirada, ni belleza que nos agrade de él» (Is 53, 2).
La atención de los enfermos, de los ancianos, de los moribundos, requiere por eso buenas dosis de paciencia, y de generosidad con nuestro tiempo, especialmente cuando se trata de enfermedades que se prolongan en el tiempo. El buen Samaritano «igualmente tenía sus compromisos y sus cosas que hacer»24. Pero quienes, como él, hacen de esa atención una tarea ineludible, sin refugiarse en la frialdad de soluciones que a fin de cuentas consisten en descartar a quienes ya humanamente pueden aportar poco, el Señor les dice: «si comprendéis esto y lo hacéis, seréis bienaventurados» (Jn 13, 17). A quienes han sabido cuidar de los débiles, Dios les reserva una bienvenida llena de ternura: «venid, benditos de mi Padre» (Mt 25, 34).
«La grandeza de la humanidad –escribió Benedicto XVI– está determinada esencialmente por su relación con el sufrimiento y con el que sufre. Esto es válido tanto para el individuo como para la sociedad. Una sociedad que no logra aceptar a los que sufren y no es capaz de contribuir mediante la compasión a que el sufrimiento sea compartido y sobrellevado también interiormente, es una sociedad cruel e inhumana»25. Por eso, los enfermos nos devuelven la humanidad que el ritmo agitado del mundo se lleva a veces por delante: nos recuerdan que las personas son más importantes que las cosas, el ser que la función.
Algunas personas, porque Dios les ha llevado por ese camino, o porque lo han escogido para sí, acaban dedicando una parte importante de sus días a cuidar de quienes sufren, sin esperar que nadie reconozca su tarea. Aunque no salen en las guías de viajes, ellos son parte del auténtico patrimonio de la humanidad, porque nos enseñan a todos que estamos en el mundo para cuidar26: ese es el sentido perenne de la hospitalidad, de la acogida.
Raramente nos tocará enterrar a un difunto, pero podemos acompañarle a él y a sus familiares en sus últimos momentos. Por eso la participación en un funeral es siempre más que un cumplido social. Si vamos al fondo de esos gestos, veremos que guardan el pulso de la genuina humanidad, que se abre a la eternidad. «También aquí la misericordia da la paz a quien parte y a quien permanece, haciéndonos sentir que Dios es más grande que la muerte, y que permaneciendo en Él incluso la última separación es un "hasta la vista"»27.
Familias que emigran huyendo de la guerra, personas en desempleo, «prisioneros de las nuevas esclavitudes de la sociedad moderna»28 como la drogadicción, el hedonismo, la ludopatía… Son muchas las necesidades materiales que podemos detectar a nuestro alrededor. Uno podría no saber por dónde o cómo empezar. Y sin embargo la experiencia demuestra que muchas pequeñas iniciativas, dirigidas a resolver alguna carencia de nuestro entorno más inmediato, empezadas con lo que se tiene, y con quien puede –la mayor parte de las veces con más buen humor y creatividad que tiempo, recursos económicos o facilidades de los entes públicos–, acaban haciendo mucho bien, porque la gratuidad genera un agradecimiento que es motor de nuevas iniciativas: la misericordia encuentra misericordia29, la contagia. Se cumple la parábola evangélica del grano de mostaza: «es, sin duda, la más pequeña de todas las semillas, pero cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas, y llega a hacerse como un árbol, hasta el punto de que los pájaros del cielo acuden a anidar en sus ramas» (Mt 13, 32).
Las necesidades de cada lugar y las posibilidades de cada uno son muy variadas. Lo mejor es apostar por algo que esté al alcance de la mano, y ponerse a trabajar. Con el tiempo, muchas veces menos de lo que pensaríamos, se abrirán puertas que parecía que iban a permanecer cerradas. Y se llega entonces a los encarcelados, a los cautivos de tantas otras adicciones, que están abandonados como en la alcantarilla de un mundo que les ha descartado cuando se han roto.
Hay quien, por ejemplo, está desbordado de trabajo, y aunque creía no tener tiempo para estas labores, descubre el modo de redirigir parte de sus esfuerzos hacia realidades que ocupen a otros y les saquen del bache de quien está en la vida sin un rumbo. Surgen sinergias: uno pone poco tiempo pero capacidad de gestión y relaciones… otro, con menos capacidad de organizar, pone horas de trabajo. Para los jubilados, por ejemplo, se abre así el panorama de una segunda juventud, en la que pueden transmitir mucho de su experiencia de la vida: «independientemente de su grado de instrucción o de riqueza, todas las personas tienen algo para aportar en la construcción de una civilización más justa y fraterna. De modo concreto, creo que todos pueden aprender mucho del ejemplo de generosidad y de solidaridad de las personas más sencillas; esa sabiduría generosa que sabe "añadir más agua a los frijoles", de la cual nuestro mundo está tan necesitado»30.
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Evocando sus primeros años de sacerdote en Madrid, san Josemaría recordaba cómo iba por aquellos descampados «a enjugar lágrimas, a ayudar a los que necesitaban ayuda, a tratar con cariño a los niños, a los viejos, a los enfermos; y recibía mucha correspondencia de afecto…, y alguna que otra pedrada»31. Y pensaba en las iniciativas que hoy, junto a tantas promovidas por los cristianos y por otras personas, son una realidad en muchos lugares del mundo; y que tienen que seguir creciendo «quasi fluvium pacis, como un río de paz»32: «Hoy para mí esto es un sueño, un sueño bendito, que vivo en tantos barrios extremos de ciudades grandes, donde tratamos a la gente con cariño, mirando a los ojos, de frente, porque todos somos iguales»33.
Carlos Ayxelà