«Mi reino no es de este mundo», responde Jesús, cuando Pilato le pregunta acerca de las acusaciones del Sanedrín. Él es Rey, pero no como dicen rey los hombres: «si mi reino fuera de este mundo, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí» (Jn 18, 36). Pocas horas antes, en Getsemaní, había hablado en términos parecidos a Pedro, para hacerle envainar la espada: «¿O piensas que no puedo acudir a mi Padre y al instante pondría a mi disposición más de doce legiones de ángeles?» (Mt 26, 53). No es con la fuerza de las armas de los hombres que Dios irrumpe en el mundo, sino con la «espada de doble filo» de su Palabra, que «descubre los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4, 12). Jesús «no combate para consolidar un espacio de poder. Si rompe cercos y cuestiona seguridades es para abrir una brecha al torrente de la Misericordia que, con el Padre y el Espíritu, desea derramar sobre la tierra. Una Misericordia que procede de bien en mejor: anuncia y trae algo nuevo: cura, libera y proclama el año de gracia del Señor» 1.
«En el mundo tendréis sufrimientos, pero confiad: yo he vencido al mundo, ego vici mundum» (Jn 16, 33). Desde el cenáculo, la oración sacerdotal de Jesús conforta a los discípulos de todos los tiempos: el Señor vence, aun cuando el anuncio del Evangelio encuentra dificultades grandes, hasta el punto de parecer que la causa de Dios va a fracasar. Christus vincit, pero según un designio que no responde a la lógica del poder humano: «mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos mis caminos» (Is 55, 8).
«Te daré todo este poder y su gloria, porque me han sido entregados y los doy a quien quiero» (Lc 4, 5-6). Cuando el demonio mostró a Jesús todas las naciones de la tierra, no le ofrecía tanto lujo y posesiones como la sumisión de los hombres a su voluntad, a través de un control mundano. El diablo desfigura la promesa del Padre al Hijo recogida en el Salmo 2: «pídeme y te daré en herencia las naciones» (Sal 2, 8); la mundaniza: le propone una redención sin sufrimiento. Pero «Jesús tiene bien claro que no es el poder mundano lo que salva al mundo, sino el poder de la cruz, de la humildad, del amor» 2. Al rechazar esa tentación, y trazar ese mismo camino para todos los cristianos, Jesús deja entrever cómo es su dominio de la historia, aunque a los ojos humanos pueda parecer necedad: Dios reina con su misericordia. Si su reino no es de este mundo, tampoco lo es su misericordia; pero precisamente por eso, porque nace «desde lo alto» (Lc 1, 78), puede abrazarlo, y salvarlo.
«El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1S 16, 7). Dios no sabría qué hacer con una sumisión formal, externa, pero hueca. Él busca a cada hombre, llama a la puerta de cada uno 3: «dame, hijo, tu corazón, y que tus ojos guarden mis caminos» (Pr 23, 26). Así es el dominio de Dios, que vence porque logra desarmarnos; vence, no porque reprime nuestras ansias de felicidad, sino porque nos hace ver que esas ansias, sin Él, son una vía muerta.
«Cuanto más los llamaba, tanto más se alejaban de mí», se lamenta el Señor a través del profeta Oseas (Os 11, 2). Pero aunque los hombres podamos resistirnos a las llamadas de Dios, los cristianos sabemos que al final, a poco que dejemos un resquicio en la puerta del alma, Dios se abre camino en nuestra vida, y nos rendimos ante su amor incansable: la suya es «una Misericordia en camino, una Misericordia que cada día busca el modo de dar un paso adelante, un pasito más allá, avanzando sobre las tierras de nadie, en las que reinaba la indiferencia y la violencia» 4. Por eso el apostolado, que nace de la fe, rebosa serenidad: «tu vida, tu trabajo, no debe ser labor negativa, no debe ser "antinada". Es, ¡debe ser!, afirmación, optimismo, juventud, alegría y paz» 5.
«Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9, 36). La mirada de Dios sobre las almas no es una mirada angustiada, sino compasiva: quiere llegarse a todos, a través de sus hijos. «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rm 5, 5): Él nos hace vivir inmersos en ese Amor divino, que es el clima vital, el ambiente familiar en el que Dios quiere introducirnos, ya ahora en la tierra y, después, por toda la eternidad. «Nuestro amor –dice san Josemaría– no se confunde con una postura sentimental, tampoco con la simple camaradería, ni con el poco claro afán de ayudar a los otros para demostrarnos a nosotros mismos que somos superiores. Es convivir con el prójimo, venerar (…) la imagen de Dios que hay en cada hombre, procurando que también él la contemple, para que sepa dirigirse a Cristo» 6. Se trata, pues, de dejar que Dios, que vive en mí, ame a través de mí: amar con el amor de Dios.
«El Amor… ¡bien vale un amor!» 7 En estas palabras que paladeaba san Josemaría, se miran el Corazón infinito de Dios y el corazón de los hombres, pequeño pero capaz de ensancharse para acometer cosas grandes. El Amor de Dios bien vale el amor de una vida dedicada a llenarse de Él y a repartir su misericordia a manos llenas. Es esta una llamada para magnánimos, una invitación a emprender un vuelo alto, escondido la mayor parte de las veces en la trama prosaica de la vida de todos los días. «Tener un corazón misericordioso no significa tener un corazón débil. Quien desea ser misericordioso necesita un corazón fuerte, firme, cerrado al tentador, pero abierto a Dios. Un corazón que se deje impregnar por el Espíritu y guiar por los caminos del amor que nos llevan a los hermanos y hermanas. En definitiva, un corazón pobre, que conoce sus propias pobrezas y lo da todo por el otro» 8.
Un corazón pobre no es un pobre corazón. Quien «conoce sus propias pobrezas» es capaz de llenarse de la riqueza del amor de Dios. «El Dios que comparte nuestras amarguras, el Dios que se ha hecho hombre para llevar nuestra cruz, quiere transformar nuestro corazón de piedra y llamarnos a compartir también el sufrimiento de los demás; quiere darnos un "corazón de carne" (…) que sienta compasión y nos lleve al amor que cura y socorre» 9. Nos pondremos entonces al lado de cada uno, no solo como quien tiene mucho que enseñar, sino también como quien tiene mucho que aprender. Cuanto más capaces seamos de recibir de los demás, más brillo adquirirá todo lo que Dios ha puesto en nuestra alma. Es el corazón el que habla de verdad al corazón –cor ad cor loquitur–, como percibió agudamente el Beato John Henry Newman10: quien se quita «las sandalias ante la tierra sagrada del otro»11, quien se deja sorprender por él, puede entonces ayudarle de verdad. «Si ven un amigo o una amiga que se pegó un resbalón en la vida y se cayó, andá y ofrecele la mano, pero ofrecésela con dignidad. Ponete al lado de él, al lado de ella, escuchalo (…). Dejalo hablar, dejalo que te cuente, y entonces, poquito a poco, te va a ir extendiendo la mano, y vos lo vas a ayudar en nombre de Jesucristo. Pero si vas de golpe y le empezás a predicar, y a darle y a darle, pues, pobrecito, lo vas a dejar peor que como estaba»12.
Hoy día un cristiano se encuentra con personas en las situaciones más variadas. Si de verdad se acerca al otro con el corazón abierto, podrá dejar en su alma algo de «la paz de Dios que supera todo entendimiento» (Flp 4, 7); y, cada uno a su modo, le dejará también una huella en el alma. En ocasiones se tratará de cristianos que no han practicado nunca su fe, que la abandonaron poco después de la primera Comunión; o que, quizá después de años de práctica religiosa e incluso de fervor, han sucumbido a las solicitaciones de la comodidad, del relativismo, de la tibieza. Otras muchas veces, se tratará de personas que nunca han oído hablar de Dios en una conversación de tú a tú. Algunos quizá al inicio se mostrarán reticentes, porque creen tener que defenderse de una invasión de su libertad. Nuestra serenidad de hijos de Dios será entonces, como siempre, la mejor arma: «Alegraos siempre en el Señor; os lo repito, alegraos. Que vuestra comprensión sea patente a todos los hombres. El Señor está cerca» (Flp 4, 4-5). La misericordia de Dios nos llevará a acoger a todos, como Jesús13; y, también como Jesús, a dejarnos acoger por todos14, a estar con la gente; a hacernos cargo de sus perplejidades, sin pasar por encima de los problemas; a esforzarnos por abrirles horizontes, partiendo del lugar en el que se encuentran; a exigirles con decisión pero con suavidad, sin dejar de tenderles la mano.
«La Iglesia, unida a Cristo, nace de un Corazón herido. De ese Corazón, abierto de par en par, se nos trasmite la vida»15. Todo auténtico apostolado es también siempre apostolado de la Confesión: ayudar a los demás a experimentar el desbordarse de la misericordia de Dios, que nos espera como el padre del hijo pródigo, deseoso de darnos el abrazo paternal que nos purifica y nos permite volver a mirarle a la cara a Él y a los demás. «Si te alejas de Él por cualquier motivo, reacciona con la humildad de comenzar y recomenzar; de hacer de hijo pródigo todas las jornadas, incluso repetidamente en las veinticuatro horas del día; de ajustar tu corazón contrito en la Confesión, verdadero milagro del Amor de Dios. En este Sacramento maravilloso, el Señor limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios, aun cuando todo te parezca oscuro. Además, la Madre de Dios, que es también Madre nuestra, te protege con su solicitud maternal, y te afianza en tus pisadas»16.
Podría parecer superfluo decirlo, pero sabemos que no lo es: los predilectos de la misericordia de Dios son nuestros hermanos en la fe. «Pues el que no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no ve» (1Jn 4, 20). Nuestro primer apostolado está en nuestro propio hogar, y entre los que forman la casa de Dios que es la Iglesia. Nuestro celo por las almas sería una ficción si nuestro corazón fuese insensible a los demás cristianos. Dios quiere que reciban mucho amor, para poder darlo a su vez. Por eso es necesario sobreponerse, por ejemplo, al acostumbramiento que a veces se produce en la convivencia con las personas más cercanas, a las pequeñas tensiones del día a día, o a las distancias que se crean cuando solo nos guiamos por nuestra afinidad natural. «De los primeros seguidores de Cristo se afirmaba: ¡mirad cómo se quieren! ¿Cabe decir lo mismo de ti, de mí, a toda hora?»17. Mucho espera Dios del amor fraterno de los cristianos para que el torrente de su Misericordia18 se abra camino entre los hombres, para que, con la fuerza del Espíritu, el mundo conozca que el Padre envió a su Hijo y nos amó como a Él19.
Carlos Ayxelà