Entrada: "Señor, da la paz a los que esperan en ti y deja bien a tus profetas; escucha la súplica de tu siervo y la de tu pueblo Israel" (Si 36, 18).
Colecta (del Veronense): "¡Oh Dios, creador y dueño de todas las cosas, míranos; y, para que sintamos el efecto de tu amor, concédenos servirte de todo corazón".
Ofertorio (del Misal anterior y antes del Gelasiano y Gregoriano): "Sé propicio a nuestras súplicas, Señor, y recibe con bondad las ofrendas de tus siervos, para que la oblación que ofrece cada uno en honor de tu nombre sirva para la salvación de todos".
Comunión: "¡Qué inapreciable es tu misericordia, oh Dios! Los humanos se acogen a la sombra de tus alas " (Sal 35, 8). O bien: " El cáliz de nuestra acción de gracias nos une a todos en la sangre de Cristo; el pan que partimos nos une a todos en el cuerpo de Cristo" (1Co 10, 16).
Postcomunión (del Misal anterior y antes del Gelasiano y Gregoriano): "La acción de este sacramento, Señor, penetre en nuestro cuerpo y nuestro espíritu, para que sea su fuerza, no nuestro sentimiento, quien mueva nuestra vida".
La primera y tercera lecturas nos hablan del perdón de los pecados. En la segunda San Pablo desea que no vivamos para nosotros mismos, sino para el Señor.
En la Iglesia, comunidad de redimidos y reconciliados con el Padre en el Corazón de su Hijo muy amado, se nos garantiza el perdón divino y se nos impone amorosamente el perdón recíproco entre todos. Nada más exigente para la genuina convivencia cristiana en el Misterio de la Iglesia, que el acontecimiento mismo de nuestra Pascua: nuestra reconciliación con Dios y con los hermanos.
– Si 27, 33-28, 9: Perdona la ofensa a tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas. Ya la revelación profética del Antiguo Testamento preparaba el mandato divino del perdón de las injurias, como una expresión de la humilde y perpetua necesidad que también nosotros tenemos del perdón divino.
Es evidente que quien no quiere perdonar no puede presentarse ante nadie para ser perdonado y, menos ante Dios. No está en buenas disposiciones de alma para obtener el perdón. Con la medida con que medimos seremos medidos. Para este perdón mutuo necesitamos estar despojados de nuestro amor propio, que es el gran enemigo de nuestra felicidad, de nuestra paz, de nuestra santidad. Sólo con amor divino podemos amar al prójimo como Dios quiere. Ante todo y sobre todo abnegación propia. Esto es lo que prepara el camino que nos lleva a la reconciliación con Dios y con los hermanos, que son todos los hombres.
– Bien nos lo muestra el Salmo 102: "El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia... Él perdona todas nuestras culpas y cura nuestras enfermedades, rescata nuestra vida de la fosa y nos colma de gracia y de ternura. No está siempre acusando, ni guarda rencor perpetuo. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestra culpas. Como se levanta el cielo sobre la tierra se levanta su bondad sobre sus fieles; como dista el oriente del ocaso así aleja de nosotros nuestros delitos ". Nosotros, dentro de nuestras limitaciones, hemos de hacer lo mismo con los que nos ofenden. Así estaremos dispuestos para bendecir al Señor con todo nuestro ser y no olvidar sus beneficios".
– Rm 14, 7-9: En la vida y en la muerte somos del Señor. Porque hemos sido perdonados para Cristo y redimidos por su amor, el perdón fraterno es, entre nosotros, una exigencia de nuestra pertenencia a Cristo, el Señor. El vivir y morir para el Señor tiene habitualmente un sentido sacrificial, cultual. El cristiano está invitado a renunciarse a sí mismo, a la propia afirmación, exaltación y gloria para afirmar con toda su vida el dominio de Dios. Comenta San Cirilo de Alejandría:
"Se ha dicho que Cristo tuvo hambre, que soportó la fatiga de largas caminatas, la ansiedad, el terror, la tristeza, la agonía y la muerte en la cruz. Sin ser presionado por nadie, por sí mismo ha entregado su propia alma por nosotros, para ser Señor de vivos y muertos (Rm 14, 9). Con su propia carne ha pagado un rescate justo por la carne de todos, con su alma ha llevado a cabo la redención de todas las almas, aunque si Él ha vuelto a tomar su vida, es porque, como Dios, Él es viviente por naturaleza" (Sobre la Encarnación del Unigénito 4).
– Mt 18, 21-35: "Perdonar hasta setenta veces siete", esto es, siempre. El Evangelio nos exige un corazón perdonado por el Padre y hecho a descubrir a Dios y perdonar a todos, incluso a los propios enemigos. Se terminó con el Evangelio la ley del talión: ojo por ojo y diente por diente. San Juan Crisóstomo dice:
"De modo que no encerró el Señor el perdón en un número determinado, sino que dio a entender que hay que perdonar continuamente y siempre. Esto por lo menos declaró por la parábola puesta seguidamente. No quería que nadie pensara que era algo extraordinario y pesado lo que Él mandaba de perdonar hasta setenta veces siete. De ahí añadir esta parábola con la que intenta justamente llevarnos al cumplimiento de su mandato, reprimir un poco de orgullo de Pedro y demostrar que el perdón no es cosa difícil, sino extraordinariamente fácil.
"En ella nos puso delante un propia benignidad a fin de que nos demos cuenta, por contraste, de que, aun cuando perdonemos setenta veces siete, aun cuando perdonemos continuamente todos los pecados absolutamente de nuestro prójimo, nuestra misericordia al lado de la suya, es como una gota de agua junto al océano infinito. O, por mejor decir, mucho más atrás se queda nuestra misericordia junto a la bondad infinita de Dios, de la que, por otra parte, nos hallamos necesitados, puesto que tenemos que ser juzgados y rendirle cuenta" (Homilía 61, 1, sobre San Mateo).
Las lecturas primera y tercera nos evocan la pasión del Señor. Santiago, en la segunda lectura, nos enseña que la fe ha de ser autenticada con las obras. El anuncio hecho por Jesús de su propia Pasión evoca en nuestra fe el misterio de la Cruz, como clave de nuestra autenticidad cristiana. Esto nos recuerda que la ley de la Cruz es ley fundamental en la obra de Cristo, y, por lo mismo, debe serlo para todos nosotros: "Los que son de Cristo se conocen en que tienen crucificados sus cuerpos con sus vicios y concupiscencias" (Ga 4, 24).
– Is 50, 5-9: Ofrecí la espalda a los que me golpeaban. El tercer canto del profeta Isaías sobre el Siervo de Dios nos traza ya la semblanza victimal del Cordero Redentor: absoluta docilidad obediencial al Padre y signo de contradicción (Lc 2, 34) entre los hombres.
Se subraya de modo especial en este pasaje de Isaías la suma confianza del Siervo en el Señor, no obstante los sufrimientos y las humillaciones inauditas. Ha cumplido su misión de portavoz de Dios con una firmísima y con una constancia inflexible. No podemos prescindir de Cristo en la lectura de este pasaje bíblico. Él sufrió al máximo los tormentos del Siervo y nadie como Él estuvo unido a la voluntad del Padre. Enseña San Gregorio Nacianceno:
"Sobre todos los demás el Salvador y Señor de todos, que no solo se anonadó tomando forma de siervo (Flp 2, 6) y ofreció su rostro a los salivazos y a las bofetadas, y fue contado entre los delincuentes (Is 50, 6:53, 12); que se ofreció en expiación por las manchas de los pecados y lavó, en hábito de esclavo, los pies de sus discípulos (Jn 13, 4-5)... Y para terminar brevemente: bella es la contemplación y hermosa asimismo la acción; aquélla, subiendo hasta el Santo de los Santos, luchando y consagrando nuestra alma a aquello para lo que está creada; ésta recibiendo a Cristo, sirviéndole y mostrando el amor con las obras" (Sermón 14, 2-4).
– Con el Salmo 114 decimos: "Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida. Amo al Señor porque me escucha, porque inclina su oído hacia mí. Me envolvían olas mortales, me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y en angustia... Pero el Señor arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas, mis pies de la caída".
– St 2, 14-18: La fe, si no tiene obras, está muerta. Para el cristiano, la autenticidad de su fe se mide por su amor sacrificado, que se hace palpable en las obras de amor a Dios y al prójimo. Siempre será necesario inculcar una vida santa con la práctica de las virtudes, especialmente de la caridad, de lo contrario no tenemos más que una fe muerta. Los Santos Padres han insistido mucho en esto y, en general, toda la vida de la Iglesia. Así San Agustín dice que:
"Deben basarse todas tus obras en la fe, porque ''el justo vive de la fe'' y ''la fe obra por el amor''. Que tus obras tengan por fundamento la fe, porque creyendo en Dios te harás fiel" (Comentario al Salmo 32).
Y San Juan Crisóstomo explica:
"Mira que ni siquiera le pregunta el Señor [a Bartimeo] si tiene fe, como solía hacer otras veces, pues sus gritos y su abrirse paso entre la gente ponía bien de manifiesto su fe a los ojos de todos" (Homilía 66 sobre San Mateo).
También San Gregorio Magno dice:
"Ni la fe sirve sin obras, ni las obras sin fe, a no ser que se hagan para alcanzar la fe, como Cornelio, que antes de ser creyente mereció ser oído por sus buenas obras" (Homilía 1 sobre Ezequiel).
"No cree verdaderamente sino quien, en su hogar, pone en práctica lo que cree. Por eso, a propósito de aquéllos que de la fe no poseen más que palabras, dice San Pablo: "profesan conocer a Dios, pero le niegan con las obras"" (Homilía 26 sobre los Evangelios).
Y San Jerónimo:
"¿De qué sirve invocar con la voz a quien niegas con las obras?" (Homilía sobre los Evangelios).
– Mc 8, 27-35: Tú eres el Mesías... El Hijo del hombre tiene que padecer mucho. Pese a la incomprensión de los propios discípulos, Cristo Jesús proclamó la ley de la Cruz, necesaria para Él y también para los que le quieran seguir.
Es ciertamente una lección dura, pero propuesta con toda claridad por el mismo Jesucristo. Los Evangelistas cuando escribían los Evangelios estaban viendo que las palabras del Señor se cumplían en muchos cristianos contemporáneos suyos, probados incluso con la persecución. Dios ha realizado la salvación del mundo en el anonadamiento de su propio Hijo, con una muerte en la cruz. Comenta San Agustín:
"El hombre se perdió por primera vez a causa del amor a sí mismo. Pues, si no se hubiese amado, hubiera antepuesto a Dios a sí mismo, hubiera estado siempre sometido a Dios; no se hubiera inclinado a hacer su propia voluntad descuidando la de Él. Amarse uno a sí mismo no es otra cosa que querer hacer la propia voluntad. Antepón la voluntad de Dios; aprende a amarte, no amándote" (Sermón 96, 2).
Las lecturas primera y tercera nos refieren la misericordia del Señor con respecto al pecador arrepentido. San Pablo en la segunda lectura se presenta como el pecador perdonado, el perseguidor convertido. Se insiste en la necesidad de la conversión, tanto más necesaria cuanto mayor es el peligro cotidiano de ser infieles al designio divino, de identificarnos cada vez más con su Hijo muy amado (Rm 8, 29).
Solo con una actitud constante de renovación en Cristo conseguiremos mantener la aptitud para participar en la herencia de los santos en la Luz (Col 1, 12), para la que el Señor nos ha destinado.
– Ex 32, 7-11.13-14: El Señor se arrepintió de la amenaza que había pronunciado. Dios mantiene siempre la Alianza de la salvación. Aunque se rompa la fidelidad por parte del hombre o del pueblo elegido, no se rompe el proceso de la misericordia divina, abierta siempre al perdón para el arrepentido. Se dice en la Carta de Bernabé (4, 6-8):
"... No os asemejéis a ciertos hombres que no hacen sino amontonar pecados, diciéndoos que la alianza es tanto de ellos como vuestra. Porque es nuestra, pero aquéllos, después de haberla recibido de Moisés, la perdieron absolutamente... Volviéndose a los ídolos la destruyeron, pues dice el Señor: Moisés, Moisés, baja a toda prisa, porque mi pueblo, a quien saqué yo de Egipto, ha prevaricado (Ex 32, 7; Ex 3, 4; Dt 9, 12). Y cuando Moisés lo comprobó, arrojó de sus manos las dos tablas, y se rompió su alianza, para que la de su amado Jesucristo fuera sellada en nuestro corazón con la esperanza de la fe en Él".
– Con el estribillo del arrepentimiento del hijo pródigo: "Me pondré en camino, adonde está mi padre " se dicen algunos versos del Salmo 50: " Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito, limpia mi pecado... Oh Dios, crea en mí un corazón puro... un corazón quebrantado y humillado Tú no lo desprecias".
– 1Tm 1, 12-17: Jesús vino para salvar a los pecadores. Para el verdadero convertido a Cristo, como Pablo, su pecado y toda su vida pasada en la infidelidad le sirven de aguijón para intensificar su amor a Cristo y su ansiedad insobornable por la santidad. San Pablo evoca el momento más decisivo de su vida, cuando de obstinado enemigo de Cristo y de los cristianos, vino a ser su seguidor y apasionado Apóstol. Ha sido una acción espléndida de la gracia divina. San Agustín ha comentado con frecuencia este pasaje paulino:
"Cuando el Apóstol Pablo perseguía a los cristianos, arrestándolos dondequiera que los hallare, presentándolos a los sacerdotes para que los oyeran en tribunal y los castigasen, ¿qué pensáis que hacía la Iglesia? ¿Oraba por él o contra él? La Iglesia que había aprendido la lección de su Señor, quien pendiente de la Cruz dijo: "Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen", pedía eso mismo para Pablo, mejor, para Saulo en aquel entonces, a fin de que tuviera lugar en él lo que efectivamente realizó" (Sermón 56, 3).
– Lc 15, 1-32: Habrá alegría en el cielo por un pecador que se convierta. Ante el misterio del Corazón Redentor de Cristo, todo hombre es siempre recuperable para la salvación y la santidad. La Iglesia muestra muchos ejemplos de esto y es una consoladora revelación que nos garantiza toda la historia de la salvación. San Ambrosio escribe:
"Un poco más arriba has aprendido cómo es necesario desterrar la negligencia, evitar la arrogancia, y también adquirir la devoción y a no a entregarte a los quehaceres de este mundo, ni anteponer los bienes caducos a los que no tienen fin; pero, puesto que la fragilidad humana no puede conservarse en línea recta en medio de un mundo tan corrompido, ese buen médico te ha proporcionado los remedios, aun contra el error, y ese juez misericordioso te ha ofrecido la esperanza del perdón. Y así, no sin razón, San Lucas ha narrado por orden tres parábolas: la de la oveja perdida y hallada después, la de la dracma que se había extraviado y fue encontrada, y el hijo que se había muerto y volvió a la vida; y todo esto para que aleccionados con este triple remedio, podamos curar nuestras heridas, pues"una cuerda triple no se rompe" (Si 4, 12).
"¿Quién es este padre, ese pastor y esa mujer? ¿Acaso representan a Dios Padre, a Cristo y la Iglesia? Cristo te lleva sobre sus hombros, te busca la Iglesia y te recibe el Padre. Uno porque es Pastor, no cesa de llevarte; la otra, como madre, sin cesar te busca y el Padre te vuelve a vestir. El primero por obra de misericordia; la segunda cuidándote, y el tercero, reconciliándote con Él. A cada uno de ellos le cuadra perfectamente una de esas cualidades: El Redentor viene a salvar, la Iglesia asiste y el Padre reconcilia. En todo actuar divino está presente la misma misericordia, aunque la gracia varíe según nuestros méritos. El Pastor llama a la oveja cansada, es hallada la dracma que se había perdido, y el hijo, por sus propios pasos, vuelve al Padre y vuelve arrepentido del error que le acusa sin cesar" (Tratado sobre el Evangelio de San Lucas lib. VII, 207-208).