Domingo 32º del Tiempo Ordinario

Entrada: " Llegue hasta ti mi súplica; inclina tu oído a mi clamor, Señor " (Sal 87, 3).

Colecta (del Misal anterior y antes del Gelasiano y Gregoriano): " Dios omnipotente y misericordioso, aparta de nosotros todos los males, para que bien dispuesto nuestro cuerpo y nuestro espíritu, podamos libremente cumplir tu voluntad ".

Ofertorio (del Misal anterior): " Mira con bondad, Señor, los sacrificios que te presentamos, para que, al celebrar el misterio de la pasión de tu Hijo, gocemos de sus frutos en nuestro corazón ".

Comunión: " El Señor es mi Pastor, nada me falta; en verdes praderas me hace recostar, me conduce hacia fuentes tranquilas " (Sal 22, 1-2). O bien: " Los discípulos conocieron al Señor Jesús al partir el pan " (Lc 24, 35).

Postcomunión (del Gelasiano, Gregoriano y Misal de Paris de 1738): " Alimentados con esta eucaristía, te hacemos presente, Señor, nuestra acción de gracias, implorando de tu misericordia que el Espíritu Santo mantenga siempre vivo el amor a la verdad en quienes han recibido la fuerza de lo alto ".

Ciclo A

En la primera lectura se nos exhorta a consagrar las jornadas y las vigilias de la noche a buscar la Sabiduría que procede de Dios. El Evangelio nos manda que estemos vigilantes y atentos, siempre preparados para la venida del Señor. Y San Pablo en la segunda lectura nos afirma que todos aquellos que hayan creído en Jesús entrarán, cuando Él vuelva, en el mundo de la resurrección, donde vivirán para siempre en su Reino.

La Iglesia, según el Vaticano II, es " el sacramento universal de salvación " (LG 1). Pero la salvación de los hombres, que es una invitación gratuita y amorosa de iniciativa divina, está siempre condicionada por la respuesta de los mismos hombres ante el llamamiento de Dios. Por eso necesitamos preocuparnos más del gran problema de nuestra vida: la santificación y la salvación. De ahí la necesidad urgente de una vigilancia constante.

Sb 6, 13-17: Encuentran la Sabiduría los que la buscan. Por Sabiduría entendemos aquí el designio amoroso de Dios de poner a nuestro alcance su invitación generosa de salvación, que es encontrada por los que la buscan sinceramente. La salvación del Dios es un tema hondamente arraigado en la Sagrada Escritura: Dios salva a los hombres, Cristo es nuestro Salvador. El Evangelio aporta la salvación a todo creyente. Es, por lo mismo, un término clave en el lenguaje bíblico, pero su proceso de elaboración ha sido lento. Toda la historia de Israel es una " historia de salvación " que llega a su culmen en Cristo Jesús, que precisamente significa: " Dios salva ". En Él Dios re-capitula toda la historia de la salvación en favor de los hombres.

Dios salva del pecado. Solo Dios puede perdonarlo, absolverlo, eliminarlo. Por eso es por lo que Israel, tomando más conciencia de la universalidad del pecado, ya no podrá buscar otra salvación que la que viene de invocar el nombre de Dios Redentor. El nombre de Jesús significa que el Nombre mismo de Dios está presente en la persona de su Hijo, hecho hombre para la redención universal y definitiva del pecado. Él es " el cordero de Dios, que quita el pecado del mundo " (Jn 1, 29).

– Por eso con el Salmo 62 decimos que nuestra alma está sedienta de Dios. Nuestra carne tiene ansia de Él, como tierra reseca, agostada y sin agua. Solo Él puede salvarnos. Su gracia vale más que la vida, solo en Él podemos encontrar la saciedad de nuestra alma. Él es nuestro auxilio y " a la sombra de sus alas " cantamos con júbilo.

1Ts 4, 12-37: A los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con Él. Hemos sido creados y redimidos para la eternidad. Toda nuestra vida temporal lleva en sí una responsabilidad permanente para el " día " del encuentro con el que ha de venir.

El punto central de esta lectura es la unión constante con el Señor. Nuestra fe en el retorno del Señor ha de ir a lo esencial: " ¡estaremos siempre con Él! " Ésta ha de ser nuestra alegría constante, nuestra gran solicitud: no separarnos de Cristo. Y lo único que nos aparta de Él es el pecado. De ahí la gran vigilancia que hemos de tener para no dejarnos atrapar por el pecado. Con la gracia divina nosotros siempre podemos salir victoriosos en las dificultades y tentaciones que podamos encontrar en nuestro camino hacia el Padre. La Iglesia, " Sacramento universal de salvación ", con todos los medios que tiene, es la gran ayuda que nosotros tenemos y necesitamos.

La esperanza firme en la vida eterna, lograda por la misericordia de Dios, que es fiel a sus promesas, da a los cristianos paz en la vida y paz en la muerte. Oigamos a San Agustín:

" Nos amonesta el Apóstol a "no entristecernos" por nuestros seres queridos que duermen, o sea, que han muerto, "como hacen los que no tienen esperanza" en la resurrección e incorrupción eterna. También la costumbre de la Escritura los denomina en verdad durmientes, para que al escuchar este término no perdamos la esperanza de que hemos de volver al estado de vigilia. Por ello canta también en el salmo: "¿acaso no volverá a levantarse el que duerme?'' (Sal 40, 9). Los muertos causan tristeza, en cierto modo natural, en aquellos que los aman. El pánico a la muerte no proviene, en efecto, de la sugestión, sino de la naturaleza. Pero la muerte no habría llegado al hombre si no hubiese existido antes la culpa que originó la pena " (Sermón 172, 1).

Mt 25, 1-13: ¡Que llega el Esposo, salid a su encuentro! La vigilancia responsable o la irresponsabilidad paralizante son dos modos de vivir la fe cristiana ante el misterio de la salvación. Pero su desenlace final es irreversible. La salvación no se improvisa.

La vocación cristiana es irrenunciable-mente una vivencia profunda, personal y colectiva de la esperanza escatológica. Sin estas vivencias careceremos del sentido auténtico de la misión redentora de Cristo. El santo temor de Dios nos libra de la presunción vana ante la salvación y nos comunica la confianza filial, que quita de nosotros toda desesperanza paralizante. Es en el tiempo y en nuestro quehacer diario donde hemos de ser y permanecer vigilantes, esperando el retorno del Señor con las lámparas encendidas, alimentadas con el aceite de nuestras buenas obras. La eternidad nos la jugamos a diario en este tiempo que Dios nos concede para colaborar con su gracia divina realizando bajo su influjo obras buenas y salvíficas. Oigamos a San Agustín:

" Aquellas vírgenes simbolizan a las almas. En realidad no son solo cinco, pues simbolizan a muchas. Y además, ese número de cinco comprende tanto varones como mujeres, pues ambos sexos están representados por una mujer, es decir, por la Iglesia. A ambos sexos, esto es, a la Iglesia, se la llama Virgen (2Co 11, 2). Y si pocos poseen la virginidad de la carne, todos deben poseer la virginidad del corazón...

" ¿Y quiénes son las vírgenes necias? También ellas son cinco. Son las almas que conservan la continencia de la carne, evitando toda corrupción, procedente de los sentidos... Evitan ciertamente la corrupción, venga de donde venga, pero no presentan el bien que hacen a los ojos de Dios en la propia conciencia, sino que intentan agradar con él a los hombres, siguiendo el parecer ajeno... Evidentemente no llevan el aceite consigo... Las necias encienden ciertamente sus lámparas; parece que lucen sus obras, pero decaen en su llama y se apagan, porque no se alimentan del aceite interior... Faltarán las obras a las vírgenes necias, por no tener el aceite de la buena conciencia " (Comentario al Salmo 147, 10-11).

Ciclo B

La primera y tercera lecturas nos ponen de relieve la generosidad de una pobre viuda; con la primera el profeta Elías obra un milagro, y la segunda merece el elogio del Señor. En la segunda lectura se compara el culto del sacerdocio de Aarón y el de Cristo, que lo aventaja plenamente.

La autenticidad de nuestra fe se mide siempre por la autenticidad cristiana de nuestras actitudes habituales ante Dios y ante los hombres. Más que las obras externas, aun religiosas, lo que importa ante todo es la profundidad interior y la sinceridad religiosa de nuestra postura íntima.

1R 17, 10-16: La viuda hizo un panecillo y se lo dio al profeta Elías. La verdadera religiosidad es la fidelidad a Dios y la generosidad sin medida del corazón, que supera humildemente todo egoísmo.

 El Señor confía la misión de alimentar a su profeta no a una familia rica, sino a una pobre viuda, que está al límite de sus pocos recursos. Dios actúa siempre según su plan y se sirve de medios en los que los hombres no se atreverían a confiar, para que nadie se atribuya a sí mismo el éxito de la realidad.

De aquí la confianza que siempre hemos de tener en Dios, aunque nos veamos a veces en medio de circunstancias muy precarias. Él actúa por las causas segundas. No podemos quedarnos con los brazos cruzados. Hemos de hacer cuanto esté de nuestra parte, aunque sea una cosa pequeña, como en el caso de la viuda, que entrega un poco de harina y un poco de aceite. Hemos de hacer lo que podemos, lo que Dios nos da hacer, pero ante todo hemos de poner enteramente nuestra confianza en Dios. No le faltó a aquella viuda pobre ni harina ni aceite en todo el tiempo de carestía.

– El Salmo 145 nos invita a la alabanza divina, pues " el Señor mantiene su fidelidad perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, libera a los cautivos, abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se doblan, ama a los justos, guarda a los peregrinos, sustenta al huérfano y a la viuda... El Señor reina eternamente, tu Dios, Sión, de edad en edad ". Tengamos total confianza en Él.

Hb 9, 24-28: Cristo se ha ofrecido una sola vez para quitar los pecados de todos. El Corazón de Cristo Jesús, Sacerdote y Víctima redentora, representa la más profunda vivencia religiosa del amor al Padre y de su amor victimal a los hombres. En la Pascua de Cristo encuentran su cumplimiento, " una vez para siempre ", las aspiraciones hacia Dios del sacerdocio aaronítico y de sus propios ritos: el perdón del pecado. El acceso a Dios ha quedado ya abierto para siempre, y para siempre se ha realizado la reconciliación. No son necesarios ya otros sacrificios. El sacrificio de Cristo Redentor en el Calvario se reactualiza sacramentalmente en la sagrada Eucaristía hasta el fin de los tiempos. Y Cristo en su segunda venida dará a todos los creyentes la plenitud de la salvación.

Mc 12, 38-44: Esta pobre viuda ha echado más que nadie. La medida de nuestra religiosidad ante Dios y ante los hermanos no está en la materialidad de nuestra obra, sino en la generosidad o tacañería de nuestro espíritu.

Una mujer, pobre y viuda, en medio de una multitud que aparatosamente hace sus propias ofrendas en el tesoro del templo, deja caer en él algunos céntimos. El gesto es señalado por Jesús ante los apóstoles, ya que tal ofrenda, para esa viuda, en su gran pobreza, representa una verdadera y admirable privación. Lo que cuenta para Dios es la actitud interior del corazón. Esto vale más que muchas obras externas ruidosas y brillantes, que carecen de esa sinceridad y generosidad en lo interior. Dios se complace en aceptar el más pequeño acto interior de nuestro corazón como el tesoro más precioso que le pueda ofrecer el universo.

Esto ha de animarnos a la práctica continua de las virtudes cristianas y debe confortarnos en los momentos de angustia y dolor. Todo lo debemos al Señor y de todo hemos de darle continuas gracias. También hemos de agradecerle porque podemos hacer algún bien, pues a Él se lo debemos. El sentido religioso de nuestra existencia de hijos de Dios nos hace vivir siempre ante el Padre y ante los hombres " los mismos sentimientos de Cristo Jesús " (Flp 2, 5). Oigamos a San Agustín:

" Ignoro, hermanos, si puede encontrarse alguien a quien hayan aprovechado las riquezas. Quizá se diga: ¿no fueron de provecho para quienes usaron bien de ellas, alimentando a los hambrientos, vistiendo a los desnudos, hospedando a los peregrinos, redimiendo a los cautivos? Todo el que obra así, lo hace para que no le perjudiquen. ¿Qué le sucedería, si no poseyese esas riquezas con las que hace misericordia, siendo tal que se hallase dispuesto a hacerla, si se hallase en posesión de ellas? El Señor no se fija en que las riquezas sean o no grandes, sino en la piedad de la voluntad.

" ¿Acaso los apóstoles eran ricos? Abandonaron solamente unas redes y una barquichuela, y siguieron al Señor. Mucho abandonó quien se despojó de la esperanza del siglo, como aquella viuda del Evangelio. Y el Señor la elogió... Si examinas los corazones de quienes dan, hallarás con frecuencia en quienes dan mucho un corazón tacaño, y en quienes dan poco uno generoso.. Si eres pobre, aunque sea poco lo que des, se te premiará como si hubieras dado mucho, como aquella viuda " (Sermón 105, A,1).

Ciclo C

La primera y la tercera lecturas nos hablan de la resurrección. San Pablo, en la segunda, aparece abrumado por la perversidad de sus enemigos, pero confía en Cristo y exhorta a los cristianos a permanecer firmes aguardando el retorno del Señor. Los hermanos macabeos, San Pablo y Cristo nos enseñan a vivir una vida diametralmente opuesta a la de los hijos del materialismo, que malgastan su existencia humana sin más horizontes que el ansia de felicidad en la tierra y en el tiempo, siendo así, que estamos llamados por Dios a gozar eternamente en la gloria del cielo.

2M 7, 1-2.9-14: El Rey del universo nos resucitará para una vida eterna. Con el lenguaje infalsificable de su sangre los hermanos macabeos nos ofrecen un ejemplo de su fidelidad a Dios y de su esperanza ciertísima en la resurrección. En un mundo lleno de materialismo es necesario subrayar la fe en la resurrección, que constituye el centro de nuestra esperanza cristiana. El amor de Dios debe manifestarse en nuestro caminar terreno; mas nuestra mirada ha de estar fija en la gloriosa meta futura, que trasciende toda espera humana y queda dolorosamente escondida a los sabios de este mundo. San Pablo, en el punto culminante de su Carta a los Romanos, escribe: " los sufrimientos del momento presente no son comparables a la gloria futura que nos será revelada " (Rm 8, 18). Hemos de mantener siempre viva esta dimensión escatológica de nuestra fe.

– Con el Salmo 16 decimos: " Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor ", y le pedimos que escuche nuestra apelación, que preste oído a nuestra súplica, pues no hay engaño en nuestros labios, ni vacilación en nuestros pasos. Sabemos que el Señor, en su bondad misericordiosa, nos escucha e inclina su oído a nuestras palabras. A la sombra de sus alas nos escondemos y venimos a su presencia con nuestra apelación.

2Ts 2, 15-3, 5: El Señor os dé fuerzas para toda clase de palabras y obras buenas. El verdadero creyente es el hombre que, consciente de su destino eterno, hace de su esperanza en la resurrección el móvil de toda su vida y de toda su conducta en el tiempo. Oigamos a San Juan Crisóstomo:

" El Apóstol lo anima a ofrecer oraciones a Dios por él, pero no para que Dios le exima de los peligros que debe afrontar -pues éstos son consecuencia inevitable del ministerio que desempeña-, sino para que la palabra del Señor avance con rapidez y alcance la gloria " (Homilía sobre II Tes. 3, 1).

Lc 20, 27-38: Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Estamos destinados, como criaturas nuevas en Cristo, a una nueva y definitiva vida con Cristo en Dios. Él es la Resurrección y la Vida (Jn 11, 25). Comenta San Agustín:

" ¿Es que creemos en vano en la resurrección de la carne? Si la carne y la sangre no poseerán el Reino de Dios, en vano creemos que nuestro Señor resucitó de entre los muertos con el mismo cuerpo con que nació y en el que fue crucificado, y que ascendió a los cielos en presencia de sus discípulos...

" El bienaventurado Pablo no quería que cayesen en el error de pensar que en el Reino de Dios, en la vida eterna, iban a hacer lo mismo que hacían en esta vida, es decir, de tomar mujer y de engendrar hijos. Estas son obras de la corrupción de la carne. No hemos de resucitar para tales cosas, como lo dejó claro el Señor en la lectura evangélica que hemos leído hace poco... Niega lo que pensaban los judíos y refuta los errores de los saduceos, puesto que los judíos creían, sí, que los muertos habían de resucitar, pero pensaban carnalmente, por lo que respecta a las obras para las que iban a resucitar. "Serán, dijo, semejantes a los ángeles" " (Sermón 362, 18).