Si

Si 1, 1-Si 3, 11. Sección 1

Si 1, 1-30. Dignidad, principio y frutos de la sabiduría

Si 1, 1-10. Su origen e incomprensible grandeza

El autor comienza su obra con un elogio a la sabiduría, que toma en su sentido amplio, comprendiendo la divina y la humana. Afirma en primer lugar su origen divino, pues toda sabiduría proviene de Dios, que la ha derramado en las obras de la creación y la ha comunicado a los seres inteligentes. No obstante esa comunicación a las criaturas, permanece siempre en Dios; lo afirma más explícitamente en el v.41 la sabiduría fue creada antes que todo. Dado que se trata de la sabiduría de Dios y es expresión paralela con la siguiente (la luz de la inteligencia existe desde la eternidad), el sentido no puede ser que vino a la existencia por creación, sino simplemente que existe desde la eternidad. Es la misma idea que expresa el autor de Proverbios cuando dice: "El Señor me poseyó antes de todas las cosas, es decir, desde la eternidad". En los libros sapienciales encontramos las dos premisas del primer verso del prólogo de San Juan: eternidad de la Sabiduría y su existencia en Dios. Sólo faltaba el tercer miembro: y la Sabiduría era Dios. Tal conclusión estaba reservada al evangelista.
Su inmensa grandeza e incomprensibilidad por parte del hombre es puesta de relieve mediante imágenes clásicas que señalan otros tantos efectos insondables de la sabiduría y poder divinos. La inteligencia humana, incapaz de contar las arenas del mar, de medir la altura de los cielos, no podrá comprender la sabiduría en sí misma que dirigió a Dios en la creación de tan grandiosas obras. Nadie conoce la raíz de la sabiduría ni penetra sus secretos, porque la raíz es Dios mismo, y sus secretos son los secretos divinos. El conocimiento que de sí ha dado la sabiduría no alcanza su comprensión y la penetración de sus profundos misterios. Sólo Dios, el Señor que dejó en el monte Sinaí profundamente impreso en el ánimo de los israelitas su terrible majestad y había castigado con dureza las prevaricaciones del pueblo, posee la sabiduría en sí misma, de modo que es infinitamente sabio. Y es El autor de toda la sabiduría que ha sido comunicada a las criaturas; la conoce, por lo mismo, perfectamente; sabe la misión y diversos oficios que le competen y la medida en que fue comunicada a las diversas obras de la creación. Hay entre éstas una en la que Dios dejó plasmada de un modo peculiar su sabiduría: el ser humano, creado a imagen suya, dotado de una inteligencia capaz de vislumbrar la sabiduría divina en las cosas. Y entre los hombres, un pueblo a quien le concedió con especial liberalidad, revelándole los designios mesiánicos: la nación hebrea, elegida por Dios para llevar a cabo la realización de los mismos. Las palabras con que termina la perícopa: la otorgó a los que le aman, evocan aquellas otras de Cristo, Sabiduría encarnada: "Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada." La doctrina y realidad de la gracia realizan la afirmación en su sentido pleno.

Si 1, 11-30. El temor de Dios, principio de la sabiduría

Apenas concluido el primer elogio de la sabiduría, va a señalar el principio para conseguirla, que es el temor de Dios. En el Antiguo Testamento, Dios se presenta al pueblo, no como el Dios-Amor que envía a su hijo unigénito para redimir a los seres humanos, sino como el Dios todopoderoso, que se hace preceder de rayos y truenos en sus apariciones; el Padre, que castiga con la muerte, con la cautividad, los pecados de sus hijos. Esto provoca en el pueblo israelita un temor que los llevaba a la guarda de los mandamientos. Pero los israelitas tenían conciencia de que Yahvé era el Padre del pueblo que se había elegido, y ellos su nación primogénita y predilecta. Por lo que aquel temor, que provenía en un principio del miedo, se fue convirtiendo en un temor reverencial y filial, con lo que la expresión "temor de Dios" vino a designar la religión, la piedad, tanto que temeroso y justo vinieron a ser términos equivalentes.
Este temor, anticipa el autor, reporta numerosos beneficios. Los temerosos de Dios pueden gloriarse de la amistad y protección de Dios, de poseer el principio de la sabiduría, por lo que viene a ser para ellos una fuente de alegría intensa y desbordante de orden religioso, como indica el término empleado por el sabio. El temor los defiende de obrar mal y los induce a la práctica del bien, lo que les proporciona una gran paz y gozo interior. No podía faltar la promesa de la longevidad, adjunta al cuarto mandamiento y repetida muchas veces en el A.T.; se trata de esa vida feliz fruto de la obediencia y amor mutuo de padres e hijos, que la hace a veces incluso más larga. Y al final de ella hallarán gracia (v.1s). ¿Se tratará de la felicidad en el más allá? Ben Sirac no habla al menos claramente de ella, ni la utiliza como estímulo para el cumplimiento de sus enseñanzas, por lo que parece no la conoció, si bien parece intuirla. Poco después la afirmaría con toda claridad el autor de la sabiduría; por eso se contenta con afirmar que al temeroso de Dios espera un final feliz como premio a sus virtudes, pero sin determinación alguna.
Y ese temor es el "principio de la sabiduría", porque induce al cumplimiento de su voluntad de Dios, que se manifiesta en la Ley, en el cual consiste la verdadera sabiduría. Tan arraigado lo lleva el alma israelita fiel, que parece haberle sido infundido en el mismo seno materno. Los padres buenos suelen transmitir a sus hijos, juntamente con la vida, esa inclinación a la piedad y a la virtud, ese temor de Dios, que viene así a ser algo congénito que ha establecido en ellos su morada. Y no sólo es el principio de la sabiduría, sino también su plenitud, en cuanto que dispone perfectamente al hombre para alcanzar la sabiduría práctica, la cual colma de bienes a sus seguidores, viniendo a ser, por lo mismo, corona de la misma. Entre los beneficios que ella otorga, Ben Sirac enumera: los frutos del campo, tantas veces prometidos a los justos en el A.T.; la paz que lleva consigo el obrar bien y la prosperidad material; la salud misma al instruir sobre los medios de conservarla, dones que Dios concede a quien quiere (v.23); el conocimiento intelectual de los principios sapienciales y la ciencia práctica, que discierne lo que hay que hacer y lo que hay que evitar, y una gran estima entre los mortales, que admirarán su sabiduría y envidiarán los frutos con que le distingue. La sabiduría viene a ser, en la mente del autor, como un frondoso árbol, cuya raíz es el temor de Dios y cuyas ramas son esa vida larga y feliz de la práctica de la virtud y bienes que a aquél conduce.
A los precedentes frutos de orden material añade uno precioso de moral. El temor de Dios, por lo que tiene de temor servil al castigo y por lo que encierra de amor a Dios Padre, lleva a evitar cuanto le desagrada, como es el pecado, y la ira, que da origen a muchos de ellos, la cual no tiene justificación alguna, pues la sabiduría, que la excluye totalmente, está al alcance de todos. El ser humano sabio ha de saber esperar sin impaciencia a que Dios le libre de la adversidad, ha de saber callar y guardar su palabra hasta el momento oportuno, lo que es indicio de dominio de sí mismo y de sabiduría. Pasada la prueba, sentirá gran gozo y alabanza de los demás, que admirarán una prudencia bajo la que late toda la grandeza de ánimo y fortaleza de voluntad que tal conducta requiere. Y es que la sabiduría comunica sentencias sabias y prudentes, que constituyen un verdadero tesoro para conducirse en la vida práctica sabia y prudentemente, del cual no goza el pecador, que detesta el temor de Dios y la verdadera sabiduría. "Todo el que obra mal -escribe San Juan- aborrece la luz y no viene a la luz porque sus obras no sean reprendidas."
Después del elogio de la sabiduría y del temor de Dios señala el medio para conseguirla: la guarda de los mandamientos (v.33), que lleva a una vida conforme a la voluntad de Dios, en que consiste la verdadera sabiduría. Jesucristo dijo que quien guarda los mandamientos es quien le ama, y Dios establecerá en él su morada. Y a esa sabiduría o vida virtuosa y esa disciplina o cumplimiento de los mandamientos lleva el temor de Dios; son tres cosas íntimamente unidas, de modo que el crecimiento de una produce aumento en la otra. Entre las disposiciones agradables a Dios que predisponen, sin duda, a sus dones, enumera el autor la fe, que es aquí la fidelidad y constancia en la tentación y dificultades frente al cumplimiento de los mandamientos y la mansedumbre, docilidad interior por la que se acepta sin resistencia la voluntad de Dios.
Concluye con unos consejos en que se recomienda la sinceridad ante Dios, ante los seres humanos y la sencillez de corazón, maravillosas disposiciones para alcanzar la sabiduría. En efecto, quien quiera llegar a poseerla ha de evitar toda rebeldía y resistencia a las exigencias del temor de Dios, toda doblez de corazón frente al prójimo, como también los pecados de lengua, mentira, murmuración, detracción, con que se hiere la caridad para con él, y el orgullo respecto de sí mismo, que llevará a la humillación incluso pública, en medio de la sinagoga (Lc 14, 20-11), que gozaba de jurisdicción sobre sus miembros, conforme a la máxima del Evangelio: "El que se ensalza será humillado."

Si 2, 1-18. Actitud frente a la tentación

Si 2, 1-6. Perseverancia en medio de la tentación

Después del elogio de la sabiduría y de la exhortación que hace a conseguirla, Ben Sirac da unos consejos prácticos para el momento de la tentación, con el amor del padre, que enseña y amonesta a sus hijos. Comienza con una preciosa advertencia: si quieres ser fiel a los mandatos de Dios, prepárate para la lucha. Todo hombre que quiera vivir conforme a la voluntad de Dios, habrá de prepararse a una lucha constante contra los enemigos de su alma. "No nos hagamos ilusiones -escribe Mons. Gay-. Quienquiera que seamos, adondequiera que vayamos, cualquier cosa que hagamos, la tentación nos sigue más que nuestra propia sombra. Viene de fuera por las adversidades, nos cae encima de lo alto..., está en el aire que respiramos..., se encuentra en aquello que hay más sagrado, como en lo más profano; está dentro de nosotros y salta de lo más íntimo de nosotros mismos como de una fuente inagotable, y así será hasta nuestro último suspiro." La advertencia vale especialmente para los judíos del tiempo de Ben Sirac, que debían de encontrar en las costumbres del mundo helénico una continua tentación. Por lo demás, Dios mismo gusta de probar a los suyos, porque la virtud se perfecciona en la contrariedad.
En seguida traza la conducta o normas a seguir cuando llega la prueba. La primera, sufrir con paciencia la contrariedad hasta que el Señor quiera librar de ella, sin manifestar disgusto ante su voluntad o quejarse contra su providencia. La segunda, una unión íntima con el Dios fuerte, unidos al cual, como diría el Apóstol, todo lo podemos; con ella es seguro el éxito al fin de la prueba, que proporcionará un crecimiento mayor en sabiduría. La tercera, aceptar como venida de Dios la adversidad, quien la ha permitido llevado de su amor y para nuestro bien. La cuarta, mantener en medio de ella firme el ánimo, sin dejarse llevar del desaliento ante el pensamiento de que en la tribulación se prueba la virtud como el oro en el crisol, y hace ver si es sólida y firme o una mera apariencia de virtud. La quinta, y como conclusión, la confianza y esperanza en Dios basada en una conducta moral recta. El tiene cuidado de los justos y ordena sus pruebas, de las que un día los libera, a su mayor perfección.

Si 2, 7-18. Confianza y abandono en Dios

Hecha mención de la confianza en Dios en el último verso de la perícopa precedente, continúa haciendo diversas recomendaciones en torno a ella. Se dirige en primer lugar a los que temen al Señor, a quienes exhorta a confiar en la misericordia de Dios. Pero con una confianza basada en el cumplimiento fiel de los deberes, principalmente de los que se refieren a Dios. Nadie que tal hiciera quedará defraudado, sino que recibirá las recompensas prometidas a los justos: la misericordia de Dios y un gozo inmenso y duradero. La expresión gozo eterno del texto es hiperbólica. Ben Sirac no conoció la revelación sobre la felicidad eterna del más allá.
Para convencerles más de la bondad y misericordia de Dios para con quienes le temen, apela a la historia del pueblo hebreo. La conducta de Dios con los patriarcas, los profetas y los reyes ha confirmado con cuánta razón Moisés invocaba a Yahvé como "Dios misericordioso y clemente, tardo a la ira, rico en misericordia y fiel, que mantiene su gracia por mil generaciones y perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado". Bien pudo el justo exclamar: "Fui joven, soy ya viejo, y jamás vi abandonado al justo". Dios jamás abandona, si no es primero abandonado. La razón es que Dios conoce las debilidades de nuestra naturaleza caída y no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva; por eso no abandona al justo en la tribulación, ni al pecador en su pecado.
El autor hace una severa amonestación a los que en medio de la prueba se dejan vencer del desaliento, a los que no se esfuerzan y luchan por practicar el bien, a los que tan pronto van por la senda recta como por caminos tortuosos, intentando servir a dos señores; al cobarde que carece de la fe, que une con Dios, de quien tiene que venir la victoria, y de la confianza, sin la cual no es posible agradarle, por lo que la Sabiduría encarnada la exigiría siempre para conceder beneficios incluso de orden humano. La última imprecación se dirige contra los impacientes, que, en lugar de perseverar en la lucha, pierden la esperanza; contra aquellos judíos, tal vez, que, afligidos por Ptolomeo Lagi, perdían la paciencia y abandonaban la fe judía, Ben Sirac les recuerda el día en que el Señor les pedirá cuenta de su conducta, y les advierte que serán castigados si no cambian de actitud. San Juan, al final de su Apocalipsis, dice que "los cobardes, los infieles, los abominables..., tendrán su parte en el estanque de fuego y azufre, que es la segunda muerte". Frente a las imprecaciones contra los cobardes y los impacientes, constata las exigencias del temor de Dios. Le temen y le aman los que cumplen sus mandamientos, los que siguen el sendero que su voluntad les traza, los que procuran agradar a Dios en el cumplimiento de la Ley. Y los temerosos de Dios, advierte en seguida, tienen que preparar su corazón a las pruebas y contrariedades; son ellas en la actual economía de salvación quienes hacen crecer en el temor de Dios, y el Señor quiere que el que es santo se santifique más y el que es justo se justifique más. Concluye con un hermoso pensamiento para aquellos que ante la persecución y los sufrimientos sienten la tentación de claudicar: es preferible estar a bien con Dios, aunque ello suponga pruebas y sufrimientos, que estarlo con los hombres poderosos, aunque esto libre de la persecución y proporcione bienes terrenos. Aquéllas pasan y Dios las premia; a la apostasía, en cambio, espera duro castigo. El buen israelita ha de estar dispuesto a ser fiel a la Ley aun a costa de sufrimientos y persecuciones.

Si 3, 1-31. Piedad filial y humildad

Si 3, 1-16. Deberes para con los padres

Después de haber recomendado el temor y la confianza en Dios, expone los deberes para con los padres, que la Ley coloca inmediatamente después de aquellos que miran directamente a Dios. El ?. 1 de la Vulgata, si bien no es auténtico, presenta una buena introducción a la sección presente al afirmar que la obediencia y el amor son como el constitutivo esencial de la congregación de los justos.
El autor, consciente de que es mejor educador el amor que la reprensión, da, como el autor de Proverbios, un tono paternal a sus exhortaciones y anuncia ya la recompensa que obtendrá el hijo obediente. Dios ha querido que el ser humano honre a sus padres, por medio de los cuales Él le ha comunicado la vida, y son, por tanto, sus representantes; de modo que al honrarlos a ellos honra a Dios mismo. La rebelión contra ellos era considerada como delito que se castigaba con la pena de muerte. El autor del Eclesiástico, como el de los Proverbios, reclama el mismo honor y reverencia para la madre que para el padre. La distinción que se hace a veces en esta perícopa, haciendo en unas cosas referencia a la madre, en otras al padre, pertenece al género literario; lo que se dice de la obediencia a uno vale igualmente respecto del otro.
A continuación enumera algunos frutos de la obediencia. En primer lugar, la expiación de los pecados (v.4); dado que para la remisión de los pecados se requiere el arrepentimiento, ésta había que entenderla de que quien cumple los mandamientos se hace grato a Dios y lo dispone al perdón de los mismos, o que con tal conducta repara o satisface por los mismos. En segundo lugar, consigue un tesoro de méritos ante Dios, que premiará el cumplimiento de un precepto tan inculcado por Dios y que impone un deber sagrado. Quien obedece a sus padres recogerá los frutos en la obediencia que, por lo mismo, a él le prestarán sus hijos, verdad confirmada cada día por la experiencia, la cual enseña que como los hijos se portan con sus padres, así suelen portarse luego los suyos con ellos. En sus oraciones tendrá una buena carta de recomendación ante el Señor, a quien agrada sobremanera la obediencia a los padres, y recibirá de Él la vida feliz prometida por Dios a este mandamiento, y que resulta de esa paz y armonía que reina en la familia en que todos cumplen con sus deberes, los hijos con el de amar y obedecer a sus padres. Ello proporciona consuelo y gozo a los padres, en particular de la madre, que, además de sufrir más en la generación y procreación de los hijos, es más sensible a los sentimientos de alegría o tristeza.
Señala de paso (v.8b) que el temor de Dios conduce a la obediencia a los padres, pues es uno de los preceptos del Decálogo, a cuyo cumplimiento lleva aquél, e indica que quienes cumplen con ese precepto honran a sus padres como a señores, pues representan a Dios, que les ha comunicado por su medio la vida y les ha dado autoridad sobre ellos. Acto seguido exhorta a los hijos a honrar a sus padres de palabra, hablando siempre de ellos con amor y cariño, con respeto y alabanza, y de obra, con una obediencia pronta y sincera, con el trabajo y ayuda que ellos precisen. Con ello obtendrán la bendición de los padres, fuente de bienestar y bienes terrestres, a que los antiguos atribuían tanta importancia y eficacia, y evitarán su maldición, tantas veces fuente de desgracia, que se pone aquí en boca de la madre, porque quien obliga a la madre a maldecir a sus hijos, bien merece el más grande castigo. "Bendición y maldición -escribe Spicq- son eficaces como un rito sacramental, y reciben una realización durable; es que Dios mismo, por la palabra irrevocable de los padres, bendice o maldice a los hijos, o al menos ratifica los deseos de los padres tocante a ellos. Él sanciona por su omnipotencia y su justicia la autoridad y los derechos del padre y de la madre, habilitándolos, por su virtud divina, a producir tales efectos.
Siguen unos consejos prácticos, que señalan algunos deberes que el cuarto precepto impone a los hijos respecto de los padres. El primero, no gloriarse de la deshonra de los padres (v. 12-13). La familia forma un conjunto unido por los más estrechos lazos, en el que la gloria o deshonra de unos repercute en el honor o infamia de los otros miembros de la misma. No ensalza a los hijos la deshonra de los padres; con razón escribe Sófocles: "Para mí, tu prosperidad, padre mío, es el bien más precioso. ¿Qué honor más grande para los hijos que la gloria de un padre bienaventurado, y para un padre que la gloria de sus hijos?" Aun en el caso de deshonra de los padres, el hijo ha de conservar su compasión y respeto, su amor y cariño, a quienes, a pesar de todo, debe la vida.
Una segunda recomendación a los hijos es no ser ocasión de pesar para sus padres. Es algo que todo hijo educado debe evitar, y será, por lo demás, una manera de agradecerles de algún modo lo que nunca se puede pagar suficientemente, como es la vida, que de ellos se ha recibido, y los sacrificios que por ellos se han impuesto. En dos ocasiones ha de mostrar el hijo su amor y respeto hacia sus padres: en los días de su ancianidad y cuando fallan sus facultades mentales (v. 145). Como necesitan los hijos en su infancia de los padres, pueden éstos necesitar de aquéllos en su ancianidad; con el cariño y solicitud con que los padres cuidan de sus hijos pequeños, deben los hijos cuidar de sus padres ancianos. Puede ocurrir que entonces pierda parcial o totalmente el uso de la razón, precisamente cuando el hijo se encuentra en la plenitud de sus facultades; pudiera tratarse de la chochez en que con frecuencia incurren los ancianos, haciéndose pesados e impertinentes a los demás. El consejo del sabio en este caso sería que los hijos no deben entonces impacientarse con ellos; muchas veces esas cosas son provocadas precisamente por las fatigas que hubieron de imponerse por ellos.
Tal conducta no quedará sin recompensa por parte de Dios, quien la computa por el castigo merecido por los pecados, como afirmó antes, y obtendrá la prosperidad prometida a los buenos hijos. Concluye comparando el que abandona a sus padres con el blasfemo, y augurando a quienes así obran la maldición de Dios. "Aquellos que no tienen cuidado de sus padres -escribe Filón-, sepan que son condenados por un doble tribunal; son condenados por impiedad en el tribunal divino, porque no tratan como deben a aquellos que son, después de Dios, autores de su existencia; son condenados por inhumanidad en el tribunal humano; pues ¿a quién harán el bien los que no sienten respeto a tan próximos y beneméritos parientes, a quien ningún beneficio se puede hacer que no sea inferior a los recibidos?"

Si 3, 17-31. Modestia y misericordia

La segunda parte del capítulo contiene unas recomendaciones sobre la modestia y misericordia. Comienza advirtiendo los beneficios de una conducta impregnada de humildad y mansedumbre, de paciencia y docilidad; en primer lugar, la estima de las gentes, que saben apreciar los sentimientos nobles y delicados del alma por encima de los bienes materiales. "Es increíble -dice San Ambrosio- el afecto que se conquista la gracia cuando va acompañada de la mansedumbre y de la sencillez de costumbres". En segundo lugar, gracia ante el Señor en grado tanto mayor cuanto más profunda sea la humildad. El mejor comentario a estas palabras, cuyo sentido repitió Jesucristo en la parábola del fariseo y publicano, y la Santísima Virgen en su Magníficat, son la conducta de Jesucristo, que nace pobre y humilde, muere en la cruz, siendo por su obediencia exaltado a la diestra del Padre, y la de su Madre santísima, a quien llaman bienaventurada todas las generaciones, porque Dios se fijó en su humilde condición. Y la razón es la grandeza inmensa del Señor, de quien todo depende, y ante la cual no hay otra actitud lógica y natural en el hombre que el reconocimiento de su nada y pequeñez ante Él. Su poder resalta más en los humildes, que no ponen obstáculos a la acción de la gracia ni se arrogan o atribuyen a sí mismos los que corresponde al Señor, por lo que El suele escoger almas humildes para las grandes empresas.
A continuación aconseja la modestia y discreción en el afán de conocer las cosas que sobrepasan la capacidad de nuestro entendimiento, como son las obras y misterios de Dios y las razones de lo que Él hace. El salmista califica a la omnisciencia divina de "ciencia sublime e incomprensible." San Pablo exhorta a sus fieles a no sentir por encima de lo que conviene sentir, sino sentir modestamente, cada uno según Dios le repartió la medida de la fe. La advertencia, que responde a una enseñanza frecuente en la Biblia, se dirige probablemente contra las especulaciones de la filosofía griega y la adquisición de la gnosis por la iniciación en los misterios religiosos, que acercaba gradualmente al conocimiento de verdades superiores y escondidas al vulgo, o contra las extravagancias cabalístico-teosóficas de algunos rabinos. El israelita, en lugar de darse a esas especulaciones inútiles y nocivas, deberá más bien poner su atención a lo que ha sido puesto a su alcance: la revelación dogmática, que abre un campo inmenso de estudio al entendimiento humano, el cual elabora, reflexionando sobre ella, su ciencia teológica y los preceptos morales de la Ley, que le manifiestan cuánto necesita para una vida recta conforme a la voluntad de Dios, en que se cierra la verdadera sabiduría.
Constata el autor cómo a muchos los extravió su temeraria presunción. Una pretensión desordenada de conocer verdades y misterios que superan la capacidad de nuestro entendimiento ha llevado a graves errores. "La historia de quienes buscaron fuera de la revelación la solución del gran problema de los destinos humanos confirma elocuentemente nuestro verso", advierte Girotti.
Es una actitud peligrosa, y quien ama el peligro caerá en él, conforme a la sentencia del sabio, repetida por los autores espirituales a propósito de las tentaciones. La obstinación y la soberbia hacen al hombre aferrarse a su propio juicio y lo ciegan para encontrar la verdadera sabiduría. San Agustín expone lo primero en sus Confesiones cuando escribe: "Estaba aprisionado, no con grillos y cadenas exteriores, sino con la dureza y obstinación de mi propia voluntad, dura y resistente como el hierro. El enemigo se había hecho dueño de mi voluntad y había formado de ella una cadena, con que me tenía estrechamente atado. Porque de haberse la voluntad pervertido, pasó a ser dominada por el apetito desordenado de la lujuria; y de ser servido y obedecido, este apetito llegó a ser costumbre; y no siendo esta costumbre contenida y refrenada, se hizo necesidad como naturaleza." Lo segundo ocurre porque el soberbio, o es incapaz de ver su enfermedad para intentar ponerle remedio, o, si lo ve, no es capaz de ponerlo en práctica, porque la humillación le resulta insoportable de todo punto.
Al corazón duro y obstinado del soberbio opone el corazón dócil y humilde del sabio (?.3). Éste, en lugar de buscar su doctrina en fuentes extrañas, se da a la meditación de las sentencias de la Ley y demás libros sagrados y es dócil para dejarse instruir de los maestros que Dios ha dado a Israel. Si a ello añade la práctica de lo que en ellos aprendió, ha alcanzado la verdadera sabiduría.
Concluye el capítulo con dos sentencias sobre la limosna, que sirven de introducción a la perícopa siguiente. La primera pone de relieve el valor expiatorio de la misma, que es comparada a la acción del agua sobre el fuego. El sentido es el de la quinta bienaventuranza; la misericordia para con el prójimo atrae la misericordia de Dios, que perdona los pecados. Lesétre precisa una triple eficacia: borra los pecados leves que los mismos justos cometen, expía las reliquias de los pecados ya perdonados y obtiene la contrición de los pecados graves y puede servirles de satisfacción sacramental. La segunda indica que el agradecimiento le granjea nuevos beneficios. En efecto, cuando nos agradecen el beneficio que hacemos, nos sentimos dispuestos a conceder otros nuevos, y, si la desgracia sorprende un día al agradecido, otra vez estamos prontos a hacerle el bien.

Si 4, 1-31. Deberes Con los pobres y elogio de la sabiduría

Si 4, 1-10. Deberes para con los pobres

La perícopa contiene unas cuantas recomendaciones insistentes e insinuantes sobre los deberes de caridad y misericordia con los menesterosos, que encontramos con frecuencia en el Deuteronomio, en los profetas y en los libros sapienciales. San Agustín dice: "Lo que ahorra el rico es necesario al pobre, y roba cosas ajenas el que lo retiene para sí". "Las cosas en que algunos sobreabundan, por derecho natural deben ser entregadas para el sustento de los pobres". Y Sacy comenta que "esta palabra hace ver que lo que se da a los pobres les pertenece, según la intención de Dios, y que les priva de lo que les es debido quien les niega la limosna; porque Dios ha dado los bienes a los ricos a fin de que fuesen legítimos dispensadores y no rehusasen su participación a quienes son, lo mismo que ellos, imagen y miembros de su Hijo". Triste espectáculo, por lo demás, contra el que se rebela todo sentimiento humano, el que sufran hambre y necesidad, incluso extremas, unos seres humanos mientras a otros sobra lo que remediaría aquéllos. Ello exaspera con razón al pobre, ya irritado por su indigencia. Y como el hambre es mala consejera, y las masas hambrientas capaces de las mayores barbaridades, el incumplimiento por parte de los ricos de los deberes indicados dará pie a las revoluciones sociales, cuyas fatales consecuencias es fácil entrever. Ben Sirac afirma que tal actitud puede inducir al indigente a maldecir a los potentados en su exasperación, y Dios, Señor de todos, en quien repercute el desprecio al pobre, escuchará su imprecación y hará sentir sobre ellos su justa ira divina. Por lo demás, quien cierra sus oídos al pobre, tampoco, cuando él clame, hallará respuesta.
Intercala Ben Sirac una sentencia (v.7) en que recomienda la afabilidad en las relaciones sociales y el respeto humilde a los superiores, para continuar con normas más concretas respecto de algunas clases de menesterosos, después de insistir en la benevolencia con que hay que atender al pobre y la mansedumbre y amabilidad con que hay que responder a sus demandas de misericordia, evitando la indiferencia para con ellos, y especialmente toda aspereza y desprecio. En particular recomienda -el consejo parece dirigido al juez- la protección al oprimido, cuyos derechos impulsa a defender frente al opresor con valentía, sin ceder al terror de perder la gracia del potentado, y al huérfano y a la viuda, tipo por excelencia de seres indefensos, cuyos derechos fácilmente son conculcados si los jueces son débiles.
El premio que el autor promete a los que observen tal conducta es el honor de ser hijos del Altísimo, pues que imitan a Dios en aquel atributo que más resplandece en el Antiguo Testamento. Obtendrán, además, una predilección especial por parte de su madre, que sabrá estimar la grandeza de alma de su hijo. Clemente de Alejandría dice que el hombre que hace el bien a los otros hombres es imagen de Dios, y San Gregorio Nacianceno: "Ninguna cosa tiene el hombre de divino como el hacer el bien."
"Esta doctrina, aplicada a las relaciones para con los pobres -como advierte Eberharter-, eleva la sabiduría israelita a una altura hasta entonces desconocida y podía bien tener por fin demostrar su superioridad sobre las concepciones helenistas."

Si 4, 11-Si 6, 17. Sección 2. Elogio de la sabiduría

Si 4, 11-19. Estimables ventajas de la misma

Un nuevo elogio de la sabiduría sirve de introducción a la presente sección. Expone los frutos que reporta a quienes la buscan y está destinada a suscitar su ardiente deseo en los hombres en orden al cumplimiento de sus enseñanzas.
En primer lugar, acogiendo benignamente a quienes buscan su instrucción, ya que ella tiene sus delicias en estar con los hijos de los hombres, da honor y autoridad a sus discípulos, ennobleciéndolos ante los demás. Amarla es amar la vida, porque ella es árbol de vida que confiere la vida feliz y próspera, y los que se afanan por su consecución se verán llenos de alegría, porque ella trae consigo, además del honor y la gloria, el bienestar y las riquezas, porque Dios bendice la casa en que entra la sabiduría.
Los que la sirven, sirven al Santo, título con que muy frecuentemente designa Isaías a Dios, y que vino a ser muy usado en la literatura rabínica. La expresión se emplea hablando del sacerdocio levítico. El culto de la sabiduría viene a ser como una función sacerdotal; el sabio, en consecuencia, cuando enseña la sabiduría y practica sus dictámenes, ejercita una especie de sacerdocio. La razón es que la sabiduría está en Dios, y servirla a ella es servir a Dios. Y así, quien la ama es digno del amor de Dios. Juzgarán con verdad (v.16), porque la sabiduría les enseña a discernir entre lo bueno y lo malo y, además, a obrar conforme a ese conocimiento, y quien obra así puede vivir confiado, porque se conduce conforme a la voluntad de Dios, lo que le asegura el auxilio y protección. Y si te entregas plenamente a ella, de modo que venga a penetrar tu vida y dirigir todos tus pasos, y colocas en ella toda tu esperanza, vendrá a ser una herencia inamisible que transmitirás a tus descendientes. La experiencia dice que los padres buenos suelen transmitir a sus hijos, juntamente con la vida, una inclinación instintiva al bien y a la virtud, que es la mejor herencia que les pueden proporcionar.
Los últimos versos de la perícopa muestran la conducta que la sabiduría sigue con quienes a ella se confían, y que interesa conocer de antemano para no ser después desconcertados. Al principio conduce a su discípulo por sendas difíciles y tortuosas, sometiéndolo a pruebas y tentaciones, ante las cuales sentirá temor y miedo. Se mostrará severa y dura, como el padre y el educador, que no ahorran el castigo en la educación de su hijo. La razón de esta conducta la repiten con frecuencia los sabios: la virtud se purifica en la prueba, como el oro en el crisol. Quien en medio de ella ama sinceramente la sabiduría y persevera firme en sus enseñanzas y mandatos, obtendrá su confianza y le manifestará sus arcanos misterios, haciéndolo rico en tesoros de ciencia y prudencia, y le dará paz y felicidad. Pero, si el hombre no es fiel en la prueba, la sabiduría lo abandonará a su suerte, y sin su protección, que es la protección de Dios, la ruina es segura.
La perícopa, importante para la personificación de la sabiduría, especialmente en la forma del hebreo, donde la sabiduría habla en primera persona dirigiéndose a sus discípulos, pone de manifiesto su dignidad y autoridad divina. Servirla es servir a Dios, y su comunicación a los hombres sigue los caminos de Dios y de su gracia.

Si 4, 20-31. Consejos varios

Expuestas las ventajas de la sabiduría, pasa a dar consejos sobre diversos temas. Comienza con una advertencia general: presta atención al tiempo y mira cómo emplearlo en cada instante, de modo que te guardes siempre del mal. Si obras así, jamás sentirás la confusión y vergüenza que sigue al mal obrar.
Hay dos clases de vergüenza o confusión: una, la del que por respetos humanos quebranta la ley de Dios, anteponiendo la criatura al Creador; otra, la del que prefiere sufrir el desprecio de los hombres antes que desagradar al Señor. Aquélla, al fin, traerá confusión; ésta, gloria y honor. "A quien me confesare ante los hombres -ha dicho Jesucristo-, también lo confesaré delante de mi Padre, que está en los cielos; pero a todo el que me negare delante de los hombres, yo le negaré también delante de mi Padre, que está en los cielos." El discípulo de la sabiduría debe ser siempre fiel a la ley que la conciencia le transmite, y jamás traicionar a la ley de Dios por agradar a los hombres. Ha de procurar siempre obedecer a Dios antes que a los hombres. Jamás deberá negar, por respetos o consideraciones humanas, su palabra en defensa del prójimo, a quien su sabiduría puede librar de la acusación que se le hace y poner de manifiesto su inocencia.
Sobre todo, el sabio ha de hacer honor a la verdad y por nada deberá contradecirla (?.30); si por ignorancia o falta de reflexión incurrió en error, reconocerlo es también sabiduría. Ni deberá avergonzarse de reconocer sus faltas o pecados en que haya incurrido; pretender ocultarlos con mentiras es como intentar detener la corriente; se consigue durante unos instantes; después el remanso de agua irrumpe y aquélla continúa su curso; durante cierto tiempo se detiene la verdad; después aquélla triunfa, con la consabida vergüenza para quien intentó ocultarla.
Sería un deshonor para el sabio adoptar por respetos humanos la conducta del necio, cuyo trato deberá evitar si no quiere incurrir en sus necedades, o dejarse llevar de preferencias por el poderoso por la utilidad que su amistad puede reportar, llegando tal vez a faltar al cumplimiento del deber para con los demás por complacerlos a ellos. La conducta del sabio ha de ser reflejo de la de Dios, que no tiene acepción de personas; y si por alguien las siente, ha de ser, como el Señor, por el pobre, el huérfano, el desvalido, que no tiene dónde poner su corazón ni en quién poder confiar. El sabio ha de ser paladín de la verdad y ha de rendirle honor en todo momento, y por su causa ha de estar dispuesto a dar la vida misma. Así lo hicieron los Macabeos, y la Iglesia cuenta en el cielo con miles de hijos suyos que prefirieron la muerte antes que traicionar la verdad y justicia de su fe.
La verdad se entiende en sentido amplio, de modo que comprende la fe, la práctica de la religión y sus virtudes. El Señor ayuda y combate con los valientes, como lo prometería después Jesucristo y lo realizaría con sus dones el Espíritu Santo.
Concluye el capítulo con unos consejos prácticos referentes al trato con los demás. Recomienda a su discípulo cómo deberá ser riguroso consigo mismo y condescendiente con los demás, no como quien siempre está dispuesto a mandar con exigencia a los demás y luego él apenas hace algo. Deberá practicar la amabilidad con los de casa, evitando ese carácter duro y soberbio que ante cualquier cosa se aíra o irrita, haciendo sufrir a los demás. Y esto también con los servidores, que están para servirle a él, no a sus caprichos; más aún, estas personas, seres humanos con corazón y exigencias como sus señores, por lo mismo que trabajan para ellos, teniendo que privarse de muchas de las satisfacciones de que éstos gozan, merecen una consideración especial. La última sentencia condena el ansia que para recibir siente el avaro y recomienda la liberalidad que ha de caracterizar la conducta del sabio, ya que, conforme a la sentencia del Señor, es mejor dar que recibir. Spicq cita a este propósito la observación curiosa de R. Meir citado por I. Lévy. "Cuando el hombre viene al mundo, sus manos se cierran, como si quisiese decir: Todo el mundo me pertenece; y cuando muere, sus manos están extendidas, como si quisiese decir: No he tenido nada en posesión en este mundo".

Si 5, 1-15. Temeridad y sinceridad

Si 5, 1-8. La falsa seguridad

En esta primera parte del capítulo, el sabio condena la falsa seguridad que con frecuencia el rico pone en sus riquezas, el poderoso en su fuerza, el pecador que no se arrepiente de sus pecados en la misericordia de Dios.
No es raro que el rico, orgulloso de sus riquezas, crea que con ellas puede bastarse a sí mismo, desprecie a los demás y abandone el trabajo, como quien nunca va a necesitar de él. El sabio desaconseja tal conducta. También el salmista recomienda que, si abundan las riquezas, no se apegue el corazón a ellas. La razón es que son vanas y engañosas, de modo que en el momento que menos se espera, como declaraba Jesucristo, pueden perderse. La advertencia vale sobre todo en el caso en que las riquezas fueron injustamente adquiridas (v.10); éstas desaparecen más fácilmente después de haber merecido duro castigo para el día en que Dios descargue su ira sobre el pecador.
De la misma manera, el poderoso suele poner su apoyo y confianza en la fuerza, por la que se cree superior a los demás, abusando de ella para secundar las malas inclinaciones de su corazón. El sabio les advierte que hay por encima de él un superior, Dios, que les pedirá cuenta de su poder y que castigará el orgullo e insolencia de los poderosos, como hizo con Senaquerib, Nabucodonosor y otros muchos poderosos altivos e insolentes.
También el pecador, al ver que nada malo le ha ocurrido después de sus pecados, se siente tentado a perseverar en sus maldades. Ha de tener en cuenta que, si el Señor no lo ha castigado, no es por falta de poder ni porque vaya a dejar impune su pecado, sino porque es paciente, y quiere dar tiempo al impío a que se arrepienta de sus pecados y pueda otorgarle el perdón de los mismos. El no quiere la muerte del pecador, sino que se arrepienta y viva. Más aún, no confíes demasiado en el perdón en el sentido de que te sientas inducido a añadir pecado sobre pecados; que tal vez el Señor, si abusas de su misericordia, te envíe un inesperado y fulminante castigo. Quien juzga que los pecados le serán demasiado fácilmente perdonados y cuantas veces los cometiere, se predispone a cometerlos. Por el contrario, quien abriga una duda prudente y razonable sobre el perdón divino, no se sentirá tan tentado a cometerlos. Cierto que es grande la misericordia de Dios, el cual está siempre dispuesto a perdonar nuestros pecados si de ellos sinceramente nos arrepentimos. Pero es también justo, y no podrá menos de castigar al pecador, incluso con la muerte eterna, si no hace la debida penitencia. Y, desde luego, Dios, de quien nadie puede mofarse impunemente, hará sentir el peso de su justicia sobre quienes, abusando de su bondad y misericordia, se dan más libremente a una vida de impiedades.
La perícopa concluye con un sabio consejo: no difieras convertirte al Señor (v.8), y da la razón: no sea que se canse de esperarte con su misericordia y deje paso a su justicia, enviándote un mal irremediable o la misma muerte. San Agustín advierte que el Señor ha prometido que el día en que te conviertas a Él se olvidará de tus pecados, pero nunca te ha prometido la vida del día siguiente... Y es una providencia de Dios, añade, el que el hombre ignore el día en que ha de morir. Nos deja incierto el último día de nuestra vida para que vivamos bien todos los días de la misma. "¡Oh hombre! -exclama en otro lugar-, ¿por qué difieres la conversión de día en día, cuando tal vez hoy sea para ti el último día?" Por lo que San Juan Crisóstomo recomienda: "No tardes en convertirte al Señor y no postergues de día en día la conversión. No sabes lo que el día siguiente traerá; hay peligro y miedo en la espera; salvación cierta y segura, por el contrario, si no hay espera alguna."

Si 5, 9 - Si 6, 1. Del buen uso de la lengua

Comienza la nueva sección, sobre uno de los temas más frecuentemente tratados, recordados en el libro. Señala criterio y personalidad en el uso de la lengua y recomienda no imitar a quien habla, de una u otra manera, siguiendo sus propias invenciones aun a costa de la verdad misma y del bien de los demás. Frente a esa conducta exhorta a la firmeza y constancia en la decisión y en la palabra. Es preciso buscar la verdad, el camino recto; una vez que se ha hallado, hay que permanecer fieles a él aun a costa de los mayores sacrificios, sin dejarse vencer por respetos humanos y sobre todo evitando toda doblez.
Normas de sabiduría y prudencia, repetidas en todas las literaturas reconocidas como tales por todas las gentes, son la diligencia para escuchar el consejo o parecer de los demás y la lentitud para responder, de modo que a la respuesta preceda siempre la deliberación oportuna. Es el mismo consejo que daba Santiago en su carta: "Todo hombre debe ser rápido para escuchar, lento para hablar." Si con tu palabra debes o puedes salir en defensa de tu prójimo o le puedes hacer algún bien, habla en su favor. Si tienes alguna competencia sobre el tema tratado en la conversación, da tu opinión; de lo contrario, es preferible guardes silencio, pues la lengua fácilmente te expone a faltar. Dice un proverbio griego: "O decir algo que valga más que el silencio, u observar éste." Según el diverso uso que se haga de la lengua, puede seguirse gran honor o deshonor. Si con tus palabras te muestras sabio o elocuente, si con tus consejos haces el bien, te granjeas estima y gloria. Pero si con ellas haces el mal, pueden conducirte a la misma ruina. Jesucristo dijo: "Por tus palabras serás declarado justo o por tus palabras serás condenado." Y Santiago consigna que "con ella (la lengua) bendecimos al Señor y Padre nuestro y con ella maldecimos a los hombres, que han sido hechos a imagen de Dios. De la misma boca proceden la bendición y la maldición."
No te dejes llevar de la chismorrería de la detracción para con los demás, susurrando al oído de los otros palabras ofensivas. Quien tal hace es un verdadero ladrón, que roba el honor y la fama, bienes más estimables que las riquezas materiales, y que difícilmente pueden repararse. De ahí que el detractor, lo mismo que el de corazón doble, que a la murmuración añade el cinismo, caerán en la vergüenza y serán condenados por los demás al ser descubierto su pecado. La norma del sabio ha de ser: no ofender a nadie con palabras ni siquiera en cosas pequeñas, procurando evitar incluso los más leves pecados de lengua. Es la práctica de la caridad en su sentido negativo y el respeto más perfecto a la fama de los demás.
Tal conducta hace gratos a Dios y granjea la confianza y estima de los hombres. Lo contrario convierte en enemigo al más amigo y hace correr la suerte ya indicada para el de ánimo doble.

Si 6, 1-37. Orgullo, amistad, sabiduría

Si 6, 2-4. El orgullo

Comentamos el verso primero en la perícopa precedente. Forman ésta unas sentencias enigmáticas que parecen referirse al orgullo, si bien cuadrarían muy bien a la lujuria. Recomienda el dominio de las pasiones, cuyas consecuencias pone el sabio de manifiesto con una expresiva comparación. La pasión no dominada es comparable al toro furioso, que no admite rival y destroza cuanto se le pone delante. También ella acaba con cuanto de bueno y noble hay en el hombre, destruyendo su honor y dignidad, enervando las mismas energías físicas. En el orden espiritual, las pasiones sofocan las virtudes, y con ello los frutos de las mismas, viniendo a ser el hombre como un árbol seco, incapaz de dar frutos. Más aún, la pasión del orgullo termina por llevar a la perdición a aquellos a quienes domina. La historia está llena de ejemplos de hombres orgullosos que vinieron a ser objeto de ludibrio y desprecio, y hasta de horribles venganzas por parte de sus enemigos.

Si 6, 5-17. La verdadera y la falsa amistad

Uno de los temas en que más insiste el autor del Eclesiástico es la amistad. La vida tal vez le enseñó mucho sobre el particular, y creyó oportuno recordar una y otra vez advertencias preciosas sobre la verdadera y la falsa amistad. Comienza indicando un medio de ganarse amigos, que es la palabra suave y amable. Cicerón decía: "Es difícil expresar cómo concilia los ánimos de los hombres la palabra delicada y afable". Un santo dejó escrito que las palabras dulces edifican aun a los malvados, mientras que las ásperas escandalizan aun a los más santos". Y A Lapide dice que la palabra suave fluye y se desliza como el azúcar en el oyente y lo penetra con su dulzura, lo llena, atrae y conduce a su amor. El primer consejo advierte que, si bien se han de mantener relaciones amistosas con muchos, sólo a uno, de fidelidad probada, deberás manifestar tus íntimos secretos, con el fin de que sea tu consejero. La razón es que la amistad íntima supone una unión y compenetración de afectos que no es posible con muchos, y una confianza y lealtad que no siempre se encuentra. San Francisco de Sales aplica esta sentencia a la elección de un consejero espiritual. Bien será que, además de nuestros amigos, tengamos una persona de mayor experiencia a quien podamos acudir en busca de consejo en las dudas y problemas que afectan a nuestro espíritu.
Una segunda e importante advertencia indica que antes de confiarte a un amigo has de poner a prueba su fidelidad, y ésta se manifiesta con la abnegación para con el amigo, permaneciendo a su lado en medio de la adversidad. El amigo cierto se manifiesta en las situaciones inciertas. Y es que hay amigos que no buscan en la amistad más que su propio provecho, y por eso permanecen tales en el día de la prosperidad, presentándose incluso como tu mejor amigo, pero te abandonan en el día de la adversidad, en que ya no pueden percibir beneficio alguno de tu amistad; son compañeros en la mesa, pero no en la desgracia. No es raro que tales amigos, por cualquier motivo, se conviertan en enemigos, y entonces, cuanto más íntima y confidencial fue la amistad con él, tanto mayor será el mal que tal vez habrás de sufrir, pues conoce más a fondo tus defectos, que podrá descubrir a los demás. Decía Aristóteles que la verdadera amistad es aquella que engendra no la necesidad o la utilidad, sino la virtud o la bondad. "Esa es la amistad que ninguna adversidad rompe, que prevalece a todo intervalo de lugar y tiempo y que sobrevive a la misma muerte". La conclusión práctica ha de ser: apartarte de los enemigos, ya que nada bueno de ellos puedes esperar, y ser prudente y cauto con los amigos, no confiándote a ellos si antes no tienes garantías suficientes de su fidelidad, de su sinceridad, no sea que comiences a amar lo que después odiarás (?.13).
El verdadero amigo, fiel en todas las circunstancias, es un tesoro de incalculable valor. Preguntado Alejandro Magno dónde tenía sus tesoros, respondió que en los amigos. "¿Qué cosa más grata -exclama Séneca- que tener un amigo con el cual puedas tener confianza para todo, a quien creas como te creerías a ti, con quien hables como hablarías contigo?" Entre los amigos ha de existir una confianza y un amor mutuo, que los ha de hacer cada día mejores, advirtiéndose mutuamente los defectos y ayudándose a corregirlos. La benéfica influencia de la amistad se dejará notar esencialmente en medio de las adversidades; el verdadero amigo permanece más unido que nunca al desventurado, y es con el aliento que le infunde, con su desinteresada ayuda, su mejor consuelo y tal vez único sostén.
Después de hacer el elogio del amigo fiel, indica quiénes encuentran tales amigos: don tan apreciable se concede a los que temen a Dios. Los justos, fieles a Dios en todas las circunstancias, lo son también al amigo, y sólo ellos permanecen fieles a la amistad en la desventura del amigo. Su fidelidad maravillará al amigo, que, a su vez, se esmerará en imitarla, con lo que existirá entre ellos la más noble y sincera amistad.

Si 6, 18-Si 14, 19. Sección 3. Elogio de la sabiduría

Si 6, 18-37. Esfuerzos que supone y ventajas que reporta

El autor parece que siente necesidad de recomendar una y otra vez la sabiduría, e intercala una nueva exhortación, en la que advierte como es necesario interés y esfuerzo por alcanzarla; pero advierte que éste queda compensado por las ventajas que reporta; indica además al lector dónde la encontrará. A estos tres fines responden las tres estrofas que comprende la perícopa.
Comienza con una sabia advertencia o consejo: hay que esmerarse por alcanzar la sabiduría desde la juventud. Es entonces cuando se orienta la vida del hombre. Si la encauzamos por la virtud, ésta nos acompañará hasta los días de nuestra vejez; pero, si nos dejamos en ella llevar por los caminos del vicio, éstos nos dominarán hasta el sepulcro. De ahí la importancia de proporcionar a la juventud sabios e irreprensibles maestros. Difícilmente se borra aquello que se ha impreso en las almas todavía tiernas. Constata en seguida que la adquisición de la sabiduría supone esfuerzo y espera. Como el labrador ha de trabajar primero la tierra, depositar en ella la semilla y esperar al verano para recoger los frutos de su trabajo, así también el que quiera conseguir la sabiduría ha de sacrificarse y abnegarse en arrancar los vicios y practicar las virtudes, y sólo después de la lucha éstas triunfarán sobre aquéllas, consiguiendo la verdadera sabiduría. Y como en el cultivo del campo se da periódicamente una renovación continua de trabajo y de frutos, así en el estudio de la sabiduría, que es cultivo del ánimo, deberá el hombre fatigarse durante todo el tiempo de la vida. El fruto de su continuado trabajo será un aumento progresivo en sabiduría y virtud.
Naturalmente, ese esfuerzo supone al indisciplinado una carga que no es capaz de tolerar por mucho tiempo. La experiencia dice qué dura es la temperancia para quien está habituado a la gula, la castidad para el lujurioso, la liberalidad para el avaro, para el soberbio la humildad, para el iracundo la mansedumbre. Y sin la mortificación de las pasiones no se puede alcanzar la verdadera sabiduría. El indisciplinado no la aguanta y se rinde apenas ha comenzado la lucha. Se asemeja a aquellos jóvenes que, apenas levantaban del suelo los discos de piedra con que medir sus fuerzas, los volvían en seguida, vencidos, a tierra. Y es que la sabiduría, como su mismo nombre indica, no es para todos, porque no todos están dispuestos al esfuerzo y trabajo, a la disciplina y corrección que ella supone.
Ante las consideraciones precedentes, el autor renueva una y otra vez su exhortación y pone ante los ojos los frutos estimables de la sabiduría. Con expresivas metáforas estimula a afrontar los sacrificios que lleva consigo, los cuales indican que es preciso entregarse a ella y dejarse gobernar en todo momento por sus dictámenes en una sumisión que, si es intolerable para el insensato, es carga suave y peso ligero para el sensato, servidumbre gloriosa que lleva al reino de la virtud. El afán con que el discípulo ha de perseverar en esta actitud hasta conseguirla, como el cazador sigue las huellas de su pieza hasta darle alcance, es expresado en el v.27 con los mismos términos con los que el Deuteronomio expresa la intensidad del amor con que debemos amar a Dios. Al fin ella compensará todos los esfuerzos, pues proporciona esa paz interior y alegría profunda del alma que sigue a la lucha por la virtud, y que será tanto mayor cuanto más dura haya sido aquélla, y una defensa poderosa, pues el que ha disciplinado su voluntad en una sumisión constante y luchadora a la voluntad de Dios será verdaderamente fuerte frente a los peligros.
El que ha conseguido la sabiduría es presentado con vestiduras y ornamentos reales (v.31-32). En verdad, servir a Dios es reinar. La sabiduría hace a sus discípulos reyes y príncipes de sus tendencias e inclinaciones, que saben someterse plenamente a Dios, y hombres dignos de estima y gloria ante sus semejantes.
En la última parte de la perícopa indica las disposiciones necesarias y los medios que hay que poner en práctica para conseguir la sabiduría. Ante todo es preciso el deseo de adquirirla, la docilidad y entrega a sus enseñanzas. Después el contacto con los ancianos, a quienes los años han cargado de sabias experiencias. "Está en las canas el saber -dice Job-, y en la ancianidad la sensatez, y con los sabios que te han precedido en el estudio de la sabiduría, los cuales te enseñarán la inteligencia de las cosas divinas y te harán gustar las máximas de la sabiduría. Pero no basta todo ello; es preciso, además, la meditación de las enseñanzas de la sabiduría, que las va grabando en el alma y lleva a un cumplimiento cada día más perfecto de las mismas. Los autores de vida espiritual siempre recomendaron la meditación, ejercicio mental que nos compenetra de las verdades de la sabiduría e impulsa, con la luz que proyecta sobre el bien, a la voluntad a llevarlas a la práctica. "Bienaventurado el varón -dice el salmista- que medita día y noche en la ley de Yahvé...; será como el árbol plantado a la vera del arroyo, que a su tiempo da sus frutos."

Si 7, 1-36. Evitar el mal y practicar el bien con el prójimo

Si 7, 1-17. Pecados a evitar

A la sabiduría se opone radicalmente el pecado. Por eso, después del precedente elogio, el autor presenta un grupo de sentencias en que exhorta a huir del mal y condena unos cuantos defectos que todo discípulo de la sabiduría debe evitar.
Como motivo para la huida del mal presenta las consecuencias a que se expone quien lo hace, tanto por parte de Dios, que castigará el incumplimiento de su ley, como de parte de los hombres, quienes frecuentemente hacen pagar caro el mal que de sus semejantes recibieron. Una medida práctica para evitarlo es mantenerse lejos de los malvados; el mal se hace frecuentemente por instigación del prójimo; es manifiesto el influjo de las compañías, cuyo mal ejemplo contagia. Entre todos los males hay uno que es castigado con especial severidad, la injusticia, que se opone al amor al prójimo. El número siete, empleado muchas veces en la Biblia con significación indeterminada, significa aquí el castigo múltiple que seguirá a la injusticia, la cual viene a ser como una semilla que produce numerosos males.
En los versos siguientes condena la vanagloria y ambición, que lleva a desear los puestos altos en la sociedad. La razón es sencilla; si suponen honores, llevan también consigo graves responsabilidades, en cuyo cumplimiento no suelen sobresalir los ambiciosos, y no pocos peligros, a los que ellos no se sustraen fácilmente. "Una de las mejores señales de una buena elección -escribe Calmet- y uno de los más felices presagios de un buen gobierno se da cuando el designado ha sido escogido a pesar suyo o al menos él no ha buscado el honor. En estas ocasiones, la mano y la voluntad de Dios aparecen más claramente, y se puede presumir que aquel que no tiene ambición tiene sabiduría, luces y virtud. No es la mejor recomendación, por consiguiente, buscar la alabanza de la propia virtud o ciencia ante Dios o ante los seres humanos. Ante Dios nadie puede justificarse; "no entres en juicio con tu siervo, pues ante ti no hay nadie justo", oraba el salmista. Y alardear de ciencia ante el rey fácilmente te hace odioso a sus ojos y descubrirá en tus alabanzas la ambición, o tal vez conciba la sospecha de que, creyéndote superior a él, no estés de acuerdo y reprendas las decisiones de su gobierno.
Hay en especial un cargo que requiere dotes peculiares, sin las cuales sería temerario asumir sus responsabilidades: la misión de juez, expuesta a un sinnúmero de peligros que pueden apartar del recto ejercicio de la justicia, como son las amistades, sobornos, violencias, odio por parte de los pleitistas. Ha de tener especial cuidado en no irritar a las muchedumbres con leyes, sentencias ofensivas al bien común, ni por afán de popularidad condescender con sus instintos. "El juez ha de ser como un muro de bronce opuesto a la injusticia, al terror, al favor, a la compasión misma y a la ternura. Todo debe ceder a la justicia y a la verdad. Quien no se sienta lo suficientemente fuerte, no debe subir al tribunal... Pues no es la función de un hombre, sino el oficio de Dios mismo, lo que el juez ejerce sobre la tierra (2Cro 19, 6)" (Calmet).
Siguen unas advertencias importantes que recomiendan no recaer en el pecado; la reincidencia es más grave y merecedora de un castigo mayor que el que mereció la primera falta. No impacientarse en la oración: es condición indispensable la perseverancia para que nuestra plegaria sea oída; Dios quiere que oremos con fe en su bondad, pero no consiente que le señalemos el tiempo de obrar, El es siempre el Señor. No ser tardo en hacer limosna, recomendación frecuente en los sabios, que ponen de relieve su valor expiatorio, no sea que llegues tarde o entretanto se exaspere el necesitado; la diligencia, por lo demás, da un valor y mérito especial a las obras. No confiar en el número de los sacrificios, ya que éstos nada valen si no van acompañados de sentimientos interiores de piedad, si no proceden de un espíritu contrito y humillado. Una conducta que clama al cielo es la de quien se burla del que sufre una aflicción. El autor advierte que quien tal hiciere no quedará sin castigo por parte de Dios, que siente predilección por el débil, por el pobre afligido, de que aquí se trata, y puede cambiar los papeles, exaltándole a él y humillándote a ti, haciéndote objeto de irrisión para los demás.
Los versos siguientes (13-14) ponen en guardia frente a ciertos pecados de lengua: el falso testimonio, que, si respecto de cualquier persona que se profiera es deshonroso, entraña una singular perfidia con aquellas personas a quienes nos unen los lazos de la sangre o de la amistad; las mentiras, que, si se multiplican, crean una costumbre que no puede permanecer mucho tiempo oculta, con el consiguiente descrédito, y lleva a mentir, con daño de otros, lo que expone a su venganza. Ben Sirac indica también la conducta a observar en la asamblea y en la oración. En aquélla no debes mostrarte hablador, sino más bien escuchar los consejos y experiencias de los ancianos, norma dada anteriormente para alcanzar la sabiduría, y mostrarte reverente con tu silencio para con ellos. En la oración no hay que multiplicar las palabras, como si de la repetición de éstas dependiera el fruto o eficacia de aquélla; lo que es preciso multiplicar es el fervor y devoción interior.
El sabio tiene una recomendación especial respecto del trabajo, fuente de virtudes, como la paciencia, fortaleza, y que evita la ociosidad, madre de todos los vicios; y en especial del cultivo del campo, que fue cosa impuesta por Dios al ser humano Dios puso a Adán en el paraíso para que lo trabajase; claro que semejante trabajo no sería, como después del pecado original, pena del mismo, sino una agradable ocupación. En tiempo de Ben Sirac era una profesión más sana que el comercio y usura, a que se daban muchos, con lo que fomentaban la avaricia y otros vicios.
Concluye la sección con el consejo que comenzó: el discípulo de la sabiduría tiene que evitar el trato con los pecadores. El "dime con quién andas y te diré quién eres" tiene especial aplicación en el caso de las malas compañías. Como estímulo o motivo, el sabio le propone evitar con ello la furia de Dios, que, si a veces parece que tarda en llegar, al fin descargará su castigo sobre el malvado. Es preciso someterse a la voluntad de Dios y sus mandamientos para verse libre del fuego, castigo reservado por Dios para los paganos en los tiempos mesiánicos, y el remordimiento de la conciencia por los pecados cometidos, simbolizado en el gusano que no muere. El traductor griego ha dado al castigo perspectiva escatológica.

Si 7, 18-28. Deberes familiares y sociales

El autor de la presente perícopa da consejos respecto de las personas a quienes el hombre se siente más vinculado en la vida familiar y de aquellas otras con quienes ha de mantener relación o contacto en la sociedad. En los primeros pone de relieve el valor del amigo verdadero, tesoro al que nada hay comparable y por el que se puede sacrificar cualquier ventaja material; del hermano de noble carácter, más estimable que el mismo oro purísimo, que las naves de Hiram y Salomón traían de Ofir, situada, al parecer, en la costa sudoeste de Arabia; de la mujer buena y discreta, que vale más que todas las riquezas materiales, porque es su bondad y cariño, su solicitud y cuidados, lo que hace feliz un hogar y contribuye a la felicidad de una casa. El sabio aconseja anteponerla a todas ellas y no separarse jamás de tal esposa. Según la Ley, el hombre podía darle el libelo de repudio, que la dejaba libre para contraer matrimonio con otro. Después aconsejará que, si es una mujer con la que te entiendes bien, no la dejes por cualquier motivo por unirte a otra, que se hizo odiosa rival de la primera y lo será después para ti cuando caigas en la cuenta de que no hay como el primer amor; "el que despide la esposa de su juventud, el altar mismo derrama lágrimas sobre él."
Pasa después a recomendar un digno comportamiento con los siervos y jornaleros que cumplen con su deber y un amor especial al inteligente, merecedor de que se le dé la libertad. La ley de Moisés ordenaba que al año séptimo, después de seis de servicio, se concediera al siervo la libertad. Había quienes adoptaban por hijos a aquellos siervos que se habían distinguido por su fidelidad, haciéndolos así no sólo libres, sino incluso partícipes de sus bienes. Comportamiento muy digno de ser inculcado a amos y señores, los cuales han de procurar hacer la vida lo más feliz posible a aquellos que trabajan en su servicio. Spicq cita a este propósito un precioso testimonio de Sacy: "Es raro encontrar un siervo inteligente, que sea fiel y trabajador y que se dé todo a todos. Pero, cuando se le ha encontrado, no es solamente un acto de caridad, sino un deber de justicia, el hacerlo partícipe de nuestro bien, amarlo como él nos ama y trabajar por hacerlo feliz. Son muchos los que adoptan una conducta totalmente opuesta a ésta. Hay incluso quienes hacen profesión de servir a Dios, hacen a veces partícipes de sus bienes a los pobres, y luego niegan a sus servidores no solamente la recompensa de sus servicios, sino lo que es debido en el más estricto rigor". También para los animales ha de tener sentimientos delicados el discípulo de la sabiduría, mostrándose solícito en el cuidado de sus rebaños. Como motivo, Ben Sirac propone la utilidad que ellos le proporcionan, que será tanto mayor cuanto mejor cuidados estén. Por lo demás, Dios ha creado también los animales, cuida de ellos, y los ha proporcionado al hombre no para que los maltrate, sino para que se sirva debidamente de ellos. Tratarlos bien, por lo demás, indica sentimientos nobles y delicados; hubo santos que se distinguieron por su benevolencia para con los animales, como San Francisco de Asís, San Antonio de Padua y otros.
Pero más graves son los deberes de los padres para con sus hijos e hijas. En cuanto a los primeros, el sabio recomienda instruirlos en los días de su juventud, no escatimando incluso la corrección, conforme al consejo de los sabios. Es entonces el momento más oportuno para ir arraigando las virtudes y reprimir los defectos que van apareciendo. Por lo que a las hijas se refiere, el padre ha de velar por su honra, que, sin una adecuada vigilancia, queda expuesta a las imprudencias de su edad. Por eso los sabios se muestran severos en la educación de la mujer, lo mismo que la ley mosaica. A su debido tiempo le buscará marido sensato, misión que correspondía entonces al padre, consciente de que no son las riquezas ni los honores, sino la sabiduría y la virtud, lo que constituyen la felicidad.
A los deberes de los padres para con los hijos responden las obligaciones de los hijos para con los padres. La piedad filial, que fue ya vivamente recomendada por el autor en Si 3, 1-18, ha de manifestarse con el amor y la ayuda en sus necesidades. Como motivos enumera el autor los sufrimientos que especialmente para la madre lleva consigo el criar los hijos y el que han recibido de ellos la vida misma. Los hijos nunca podrán pagar a sus padres lo que les deben. Ello deberá ser un motivo que los estimule a agradecerlo, al menos, con su amor, obediencia y ayuda, especialmente en su ancianidad.
Entre los deberes para con el prójimo, el autor, escribiendo a los israelitas, no podía omitir los que se refieren al sacerdote.
Este representa a Yahvé ante el pueblo y cumple en nombre de éste sus deberes de culto para con Dios. Por lo mismo, merece una honra y reverencia especial, que ha de ser como reflejo de la piedad y reverencia que debemos sentir para con el Señor. En el reparto de la tierra prometida, la tribu sacerdotal (Leví) no recibió parte; su porción sería el Señor, y las demás tribus deberían proveer a su sustento. Los versos siguientes enumeran lo que la Ley les asignaba: las primicias de ciertos frutos y el precio del rescate de los primogénitos de los hombres y los animales; la ofrenda por el pecado, que es el sacrificio expiatorio que el pecador ofrecía por los pecados de negligencia o inadvertencia; la espalda derecha y otras partes de la víctima que se ofrecía en los sacrificios pacíficos; toda la víctima del sacrificio expiatorio por el pecado, excepto la sangre y algunas partes, que se quemaban sobre el altar; finalmente, las primicias consagradas, que designaría las ofrendas del pueblo reservadas directamente a los sacerdotes o al servicio del santuario, por las que quedaban santificados todos los demás frutos de la tierra, si no es una expresión que comprende todo aquello que debe ser entregado al Señor, que viene en gran parte a coincidir con lo que precede.

Si 7, 29-36. Los sacerdotes y los pobres

Hay en la sociedad más clases de personas que por su condición merecen una especial predilección. El discípulo de la sabiduría ha de practicar con ellas las obras de misericordia. Son, en primer lugar, los pobres, por quienes los libros sagrados manifiestan un interés peculiar, prometiendo la bendición de Dios a quienes practiquen la misericordia con ellos. Jesucristo dijo: "Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia", y enseñó que consideraría como hecho a El mismo lo que a un pobre se hiciera. La misericordia ha de extenderse también a los muertos, dándoles piadosa sepultura, defendiendo su buen nombre, ofreciendo los sacrificios oportunos por su alma. El término empleado (hesed) implica a la vez amor y justicia, si bien tendió a prevalecer la nota de misericordia. También los que lloran tal vez la pérdida de un ser querido o una fulminante desgracia necesitan de quienes puedan llevarles el consuelo. San Pablo daba el mismo consejo cuando decía: "Alegraos con los que se alegran, llorad con los que lloran". Finalmente, los enfermos son quizás las personas que más necesitan de nuestra ayuda misericordiosa; el sabio aconseja la diligencia en visitarlos, prometiendo como recompensa el amor de los seres humanos, que admirarán nuestro amor sincero, y el de Dios, que lo premiará el día del juicio, conforme lo manifestó el Señor. Termina la sección con una máxima que es una preciosa regla de oro para conducirse rectamente en todas las obras: el recuerdo de las postrimerías. El pensamiento de que un día tenemos que morir y dar cuenta de todos nuestros actos para recibir el correspondiente premio o castigo, será en todo momento un poderoso estímulo para obrar el bien y evitar el mal.

Si 8, 1-19. Normas de prudencia en las relaciones sociales

En la última parte de la sección anterior, el autor, después de haber tratado de las relaciones con los familiares, comenzó a tratar del comportamiento con algunas clases sociales. En la vida social es necesaria mucha circunspección si no queremos ser víctimas de la malicia ajena, del poder de los grandes, del engaño de los astutos. El sabio va a dar a su discípulo unas normas prácticas de comportamiento en sus relaciones sociales para que pueda salir airoso en medio de ellas.
El hombre que quiera hacer honor a la sabiduría y a la prudencia, deberá abstenerse de tener conflictos con el poderoso y con el rico; con aquél, porque podría abusar de su poder para hacerte caer en sus manos y vengarse de ti; con el rico, porque con su dinero puede inclinar el corazón de los reyes y de los jueces en su favor. Filipo de Macedonia solía decir que habría conquistado cualquier fortaleza con tal que hubiese podido entrar con un asno cargado de oro.
Sería también una imprudencia discutir con el charlatán (v.4). Cuantas razones puedas darle, lejos de convencerlo, darán más materia a su desenfrenada locuacidad, y la discusión no terminará nunca. Aun ganando en ella, perderás en concepto y reputación. La mejor arma para vencer al locuaz y la más prudente es el silencio. Sería mayor imprudencia aún mantener relaciones confidenciales y familiares con un hombre ineducado. Si tus bromas no son bien recibidas o le irritan, sacará a relucir no sólo tus defectos, sino incluso los de tus padres, y proferirá palabras insolentes incluso contra tus progenitores, lo que hiere los sentimientos del hijo menos amante más que si fueran proferidas contra sí mismo.
Cuando descubrimos el pecado en los demás, sentimos la tentación de criticar a quien lo cometió. El autor aconseja evitar tal conducta ante el pensamiento de que más o menos todos somos pecadores y merecemos semejantes ultrajes. Por lo demás, si Dios perdona de corazón y olvida los pecados, nuestra conducta no debe ser murmurar del pecador, sino procurar su arrepentimiento y alegrarnos de su conversión.
Hay una clase de personas que merece un respeto y veneración especial: los ancianos. Los jóvenes, que se encuentran en la flor de la edad y llenos de energías, fácilmente se sienten inclinados a despreciarlos. El sabio les recomienda el respeto para con ellos, advirtiéndoles que de lo que ellos ahora pueden gloriarse, también ellos un día lo poseyeron, dejando sobrentender que también los hoy jóvenes serán mañana ancianos, y si en su juventud no sintieron veneración por los ancianos, cuando ellos lo sean, otros los harán a ellos objeto de desprecio. El pensamiento de la vejez sugirió al autor un consejo sobre la muerte. Uno siente a veces en el fondo del corazón alegría por la muerte de ciertas personas. El sabio desaconseja de todo punto tal conducta, que merecería que otros se alegrasen de la nuestra el día que suene nuestra hora, pues que nadie podrá sustraerse a la muerte.
En los versos siguientes (9-10), el autor recomienda, una vez más, seguir las sentencias de los sabios, porque ellas enseñan la sabiduría y prudencia necesarias para conducirse con acierto en la vida, y en particular en el trato con los grandes. Es precisa una destreza y prudencia especiales para servir en las cortes de los príncipes, dadas las exigencias con que muchas veces quieren ser servidos sin incurrir en su ira, no pocas veces peligrosa dado el carácter despótico de los príncipes orientales. En especial recomienda tener en estima las sentencias de los ancianos, que ellos a su vez aprendieron de sus antepasados, ricas, por consiguiente, en experiencia. Con ellas sabrás responder en toda circunstancia en que fueres preguntado. La ley mosaica estaba destinada a regir la vida del pueblo hebreo en sus diversos aspectos: religioso, social, político, etc. Las nuevas situaciones sociales y políticas exigían una adaptación de las leyes mosaicas a las nuevas circunstancias de la vida. De ahí nacieron esas adaptaciones o adiciones que se iban transmitiendo de generación en generación, a las que se atribuía una autoridad divina como a la ley escrita. La razón es porque, en la antigüedad, la ley era concebida como algo divino y, por consiguiente, inmutable; de ahí que las deducciones que de la ley mosaica se hacían se consideraban como incluidas en aquella cuya virtualidad desentrañaban.
Continuando sus normas de vida social, se refiere ahora a la conducta que se ha de observar con el pecador: para con tal clase de personas hay que evitar todo aquello que les puede servir de ocasión o incentivo al pecado, como las burlas, reproches fuera de propósito, que no sólo serán inútiles, sino que encienden más sus pasiones, de las que tú mismo vendrías a ser víctima. También es preciso evitar el trato o discusión con el insolente, o al menos ser comedido en las palabras con él, especialmente si se trata de asuntos importantes o delicados, en los que ya de por sí es preciso medir las palabras; tal vez está al acecho para ver en qué puede criticarte o calumniarte, como hacían los fariseos respecto de Jesucristo.
Otros asuntos delicados en los que es menester proceder con cautela es el de los préstamos y fianzas (v.15s). En cuanto a lo primero, aconseja el sabio no prestar a quien tiene más que tú; los poderosos fácilmente se creen con derecho a todo beneficio; tus exigencias provocan su enemistad, y eres tú quien lleva las de perder. En cuanto a lo segundo, no vayas más allá de lo que permitan tus posibilidades, conforme al consejo repetido por los sabios. Más tarde dedicará una perícopa a la fianza.
Sería una notable falta de sensatez tener un litigio con el juez. El juez en su propia causa no puede ser imparcial; sus colegas le darán la razón, y, juzgue bien o mal, su dignidad y competencia harán que la presunción esté en su favor, en perjuicio tuyo. Supondría también una falta de prudencia ponerte en camino con el temerario, que no se guía por la razón, sino por sus caprichos. Su audacia lo llevará a acciones peligrosas y arriesgadas, y como compañero suyo serás víctima de sus imprudencias. Temeridad sumamente peligrosa sería también atravesar lugares desiertos con un hombre propenso a la ira, si te dejas llevar de discusiones o disputas con él. Fácilmente se encoleriza, y en el furor de su pasión será capaz de arrancarte la vida; nadie puede entonces acudir en tu socorro y librarte de su ira.
Tres advertencias sobre las confidencias terminan el capítulo. La primera: no pidas nunca consejo al necio, porque será incapaz de dártelo acertado y de guardarte secreto si el asunto de tu consulta lo requiere. La segunda: no hagas cosa ante un extraño que quieras permanezca en oculto; no sabes si será sensato y guardará tu secreto, o necio y lo revelará. No es cosa fácil guardar secretos. Preguntado Aristóteles quién sería capaz de guardarlo, respondió que quien pudiera mantener en su lengua un carbón encendido. La tercera da una norma general: no descubras a cualquiera tu corazón mientras no tengas garantía de sensatez grande y fidelidad probada; de lo contrario, te expones a que alguien se aproveche de tu confidencia para hacerte mal.

Si 9, 1-18. Prudencia con las mujeres y ciertas clases de hombres

Si 9, 1-9. El trato con las mujeres

Los peligros que pueden provenir del trato con las mujeres son tan numerosos y tan sutiles, que merecen una sección especial. El autor va recorriendo las diversas clases de mujeres de quienes aquéllos pueden provenir, para dar en cada caso su consejo oportuno.
Comienza advirtiendo al marido dos cosas respecto de su mujer. La primera, que no sea celoso de ella; el hombre ha de tener confianza en su mujer y no concebir sospechas infundadas sobre su fidelidad; éstas, además de destruir la paz y fidelidad conyugal, pueden enseñarle caminos, tal vez por ella ignorados, de pecado, lo que repercutiría en daño del esposo, que vería venir a menos el amor de la esposa y tal vez quebrantada la misma fidelidad matrimonial. La segunda, que, si bien ha de amarla entrañablemente, no ha de dejarse dominar por ella. Por derecho natural, divino y humano, él es el superior. El Génesis la presenta formada de su costilla, como queriendo indicar su dependencia de él San Pablo dice que el varón es la cabeza de la mujer, como Cristo lo es de la Iglesia. Y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las mujeres deben estarlo a sus maridos en todo. Adán, Sansón, Salomón y otros muchos sufrieron las consecuencias de la inversión del orden establecido por Dios. La mujer, por lo demás, fácilmente hace mal uso o abusa de un poder que no fue hecho para ella. Entre las categorías de hombres que enumera el Talmud para quienes la vida, dice, no es vida, una es la de aquellos que se dejan dominar por las propias mujeres.
Hay mujeres sumamente peligrosas, cuyo trato hay que evitar si no se quiere caer en sus lazos: las cortesanas, prostitutas profesionales, generalmente extranjeras, y las cantadoras, presentadas a veces como rameras, pues eran en Oriente con frecuencia mujeres depravadas que con sus cantos y bailes fácilmente excitaban la concupiscencia del hombre y movían su ánimo al pecado. Pero también es necesaria la circunspección para con la joven no desposada cuyo atractivo, por la flor de su edad, puede ser mayor que respecto de las anteriores. Para con ella es preciso cautela en las miradas, pues por los ojos entra la tentación al corazón. Job dice haber hecho un pacto con sus ojos de no mirar virgen. Alejandro Magno no quiso ver a las hijas de Darío hechas prisioneras por los suyos, diciendo: "No lo haré, no sea que, habiendo vencido a los hombres, sea vencido por las mujeres." El Deuteronomio ordenaba que quien "yació con ella dará al padre de la joven cincuenta siclos de plata, y ella será su mujer, por haberla él deshonrado, y no podrá repudiarla en su vida." El trato con las meretrices trae, además, consigo la ruina de la hacienda de quien se entrega a ellas; excitadas las pasiones, ya no podrá contenerse mientras tenga dinero con que sostenerlas, como ocurrió al hijo pródigo. Por lo que las meretrices vienen a ser, en expresión de Spicq, como sanguijuelas, que absorben toda la sangre de aquellos que caen en sus manos.
La conducta del sabio ha de ser huir de las ocasiones que llevan a tales extremos (v.7-8). Quien voluntariamente se coloca en la tentación, dada la proclividad de la naturaleza humana hacia la sensualidad, difícilmente evitará la caída. Por eso deberá controlar sus ojos a su paso por las calles, absteniéndose de fijarlos en hermosuras peligrosas, que comienzan a encender la pasión, que termina por abrasar, y sobre todo evitará frecuentar los lugares solitarios, en que suelen merodear las mujeres de mala vida.
Los últimos versos recomiendan evitar las relaciones demasiado familiares con las mujeres casadas, que pueden arrastrar el corazón y llevar al pecado, como sentarse junto a ella en la mesa, dado que los comensales se recostaban en los asientos, de modo que la cabeza de uno venía casi a rozar el pecho de quien estaba a su izquierda H; el tomar vino con ella en los banquetes, que fácilmente nubla la razón y excita la sensualidad. El adulterio, además de exponer a la ira del marido, era castigado en la Ley con la muerte, si bien parece se aplicaba un castigo menos riguroso en los tiempos posteriores.

Si 9, 10-16. El trato con ciertas clases de hombres

Complementando la perícopa anterior, presenta ahora unas cuantas normas de prudencia en el trato con varias clases de hombres, especialmente los poderosos y los pecadores.
La primera se refiere a los amigos. Recomienda mantener la amistad con el amigo cuya fidelidad ha probado el tiempo y no dejarse llevar por la impresión o ventajas que una nueva amistad pueda ofrecer. Aquél te es conocido y conoce tu manera de ser. Este puede ser como el vino nuevo, que impresiona y embriaga. Sólo el tiempo te podrá decir si reúne las condiciones del viejo amigo.
La segunda pone alerta frente a la gloria de los malvados. Cuando uno contempla el triunfo de los impíos, obtenido tal vez a través de sus maldades, puede sentir la tentación de seguir sus caminos y abandonar el camino de la vida justa. El sabio advierte a su discípulo que no se deje fascinar por ello; la furia de Dios se cierne sobre él, y más pronto o más tarde recibirá su castigo. Los antiguos pensaban que él Señor castigaba el mal y premiaba el bien en esta vida; los cristianos sabemos que, si esto no tiene lugar en la tierra, lo tendrá ciertamente en el cielo. De modo que, si vieres que el impío triunfa y que, no obstante su maldad, prospera y "goza de la vida", teme por su salvación. Tal vez está recibiendo aquí en la tierra el premio al bien que ha hecho -no hay pecador tan impío que no haya tal vez muchas veces obrado el bien-, porque en la otra le espera el castigo eterno.
La tercera (v. 18-20) señala la conducta a seguir con los poderosos, que pueden disponer de tu vida, y tenía una aplicación especial en aquellas sociedades antiguas, en que los reyes eran señores de la vida y de la muerte de sus súbditos. Lo mejor en tales circunstancias es evitar el trato con ellos a fin de no incurrir en su indignación. Y si tuvieres que tratar con ellos procede con suma cautela, que quienes tienen tales poderes suelen ser celosos de su honor, y cualquier sospecha de infidelidad o actitud desagradable les bastan para caer en su desgracia y sufrir duros castigos.
La cuarta indica a los lectores de Ben Sirac con quiénes han de tratar: más bien que los poderosos, sus amigos y comensales han de ser los hombres buenos y prudentes, y, como ellos, ha de poner su corazón en el temor de Dios, verdadero principio de sabiduría que lleva al cumplimiento fiel de la ley de Dios. Semejante actitud proporciona una paz y satisfacción interior que no proporciona ni el trato con los poderosos ni la posesión de las cosas de la tierra. Los cristianos sabemos hasta qué punto nuestro corazón ha sido hecho para Dios, de modo que sólo El puede hacerlo plena y perfectamente feliz. Comentamos los dos últimos versos del capítulo en la perícopa siguiente.

Si 10, 1-30. El Orgullo y la verdadera gloria

Si 9, 17-Si 10, 5. Los gobernantes

Los gobernantes forman una clase especial de hombres, cuya sabiduría o necedad puede tener consecuencias trascendentales para las naciones cuyos destinos rigen. Ante todo han de ser inteligentes, lo que ha de patentizarse en los discursos en que trazan los programas de su política, como en la obra de escultura queda plasmado el genio del artista. Causa un mal grande en la ciudad, tanto mayor cuanto más elevado sea el puesto que en ella ocupa, el charlatán, que no piensa en lo que dice, que desmentirá muchas veces con sus hechos sus promesas, ni sabe guardar el prudente silencio en los asuntos delicados.
El sabio gobernante -a quien se designa también con el título de juez por ser ésta una de sus funciones principales- instruye al pueblo con sus discursos y lo rige de acuerdo con los dictámenes de la sabiduría. Esta sabiduría se comunica en primer lugar a sus ministros, por estar más cerca y en contacto con él y porque éstos suelen afanarse por proceder conforme a la voluntad y gustos de sus soberanos. Entonces los súbditos vienen a ser también buenos y virtuosos conforme al corazón de su rey, cumplidores de las leyes. Todo ello trae como fruto la paz y prosperidad a la nación y el contento y satisfacción de todos. En cambio, el gobernante necio llevará a su pueblo a la ruina, pues no es posible sin una gran sabiduría llevar a feliz término los complejos y delicados problemas que supone la administración política de las naciones. La misma historia de Israel ofrecía a Ben Sirac no pocos ejemplos en uno y otro sentido.
Pero por encima de los mismos reyes, advierte el Eclesiástico, hay un soberano supremo, que es "quien pone y quita reyes, da la sabiduría a los sabios y la ciencia a los entendidos". Los gobernantes han de saber que su poder viene de Dios y que lo han de ejercer conforme a su voluntad. Los súbditos, a su vez, han de comprender que los gobernantes buenos, que anteponen el bien de la nación al suyo particular, son un don de Dios, y que, en consecuencia, hay que pedir al Señor tales dirigentes para los pueblos. A veces Él permite que sean insensatos y tiranos, para castigo de nuestros pecados o expiación de los ajenos; nuestra misión entonces es aceptar los designios de Dios y merecer con nuestra justicia que pase cuanto antes la prueba.
Es también Dios el autor de la "suerte" de los hombres. Es Él quien ordena los acontecimientos de modo que tengan éxito los que triunfan, mientras que son víctimas de la mala suerte aquellos cuyos negocios Dios dispone que fracasen. Los antiguos adoraban a la diosa Fortuna como dispensadora de la prosperidad, por lo que se mostraban diligentes en su culto. Finalmente, es también Él quien da al soberano su dignidad. De Salomón dice el autor de las Crónicas que Yahvé lo engrandeció en extremo a los ojos de todo Israel. Y el salmista dice del rey que por su protección es magnífica su gloria y amontona honras y honores.

Si 10, 6-18. Orgullo y presunción

Todo mortal lleva en su interior un fondo profundo de amor propio que nos expone a los peligros del orgullo. Pero nadie tanto como los gobernantes, de quienes habló en la perícopa anterior. Tal vez esta asociación de ideas dio origen a la presente.
La primera sentencia es una maravillosa lección de caridad, que ocupa un lugar intermedio entre la ley del talión, que permitía devolver el mal en la medida que fue causado, y el mandato de Cristo de hacer el bien incluso a quienes nos hacen el mal. Hay en la Biblia un progreso en el orden moral, como lo hay en la revelación de las verdades dogmáticas. El primer paso lo marca la ley misma del talión, que marca ya un avance notable sobre la tendencia natural que lleva a devolver el mal en una medida mayor a la recibida, y que algunas legislaciones antiguas expresaban con el "mejilla por diente". Ben Sirac señala un enorme progreso al recomendar no devolver mal por mal, de cualquier persona que aquél provenga, aunque sea un enemigo. Spicq, que entiende el consejo como dirigido a los príncipes, cita las palabras de Séneca: "Exhortamos al príncipe a que permanezca señor de sus pensamientos aun en el caso de que haya sido manifiestamente ofendido, y a perdonar, si le es posible hacerlo sin ocasionar daño alguno; si no lo es, a observar la medida y a ser mucho menos inflexible cuando es él el ofendido que cuando no lo es... No hay en el mundo acción más gloriosa que la impunidad dejada al crimen cuando un príncipe es el ofendido."
La soberbia, a quien generalmente es debida esa actitud de venganza, es odiosa a Dios, que resiste a quien se arroga lo que sólo a Él pertenece, y a los hombres, a quienes el orgullo ajeno repele. Pero sus efectos van todavía más allá; ella fomenta la ambición, que da origen a las injusticias, pecado contra Dios, que quiere un orden justo, y contra los hombres, cuyos derechos se lesionan. Soberbia e injusticias que originan las luchas entre las diversas clases sociales, y, como consecuencia, las guerras y cambios de regímenes. La historia del pueblo hebreo y de los imperios vecinos, que se disputaban la hegemonía sobre Siria y Palestina, ofrecía no pocos ejemplos.
El sabio presenta a los príncipes el motivo profundo por el que han de rechazar toda soberbia: el pensamiento de nuestro origen y nuestro fin. El hombre proviene del polvo y lleva en sus entrañas los gérmenes de corrupción, que le están recordando en lo que un día ha de convertirse. La misma vida está pendiente de un hilo, que se rompe muchas veces cuando menos se piensa. Sobreviene no rara vez una enfermedad a la que el médico no concede ninguna importancia, y al día siguiente el enfermo es cadáver. Sigue la descomposición repugnante de nuestro cuerpo, que queda muy pronto reducido a cenizas. Esta realidad sirvió siempre a los autores de vida espiritual como punto de meditación sobre las vanidades de las glorias humanas y movió a no pocos a dejar las cosas de la tierra por glorias más sólidas y duraderas. Así concluirá también la gloria y esplendor de los mismos reyes, que hallarán en esta consideración motivos de humildad.
Otro motivo por el que los príncipes han de evitar la soberbia es la naturaleza y consecuencias a que expone este pecado capital. El principio o primer paso de la soberbia es apartarse de Dios, que tiene sobre nosotros los derechos del Creador sobre las criaturas; esto constituye una rebelión contra Él, que priva de su gracia y deja actuar el orgullo, que da origen a numerosos pecados. Ya la raíz del primero fue la soberbia, y en todos los demás que se cometen hay un fondo de orgullo que inclina a ellos. Naturalmente, Dios no puede tolerar tan insolente rebelión, y la castiga duramente, a veces con el exterminio de príncipes y naciones poderosas. Así lo expresan los v.17 y 18; pensamiento que encontramos en idénticos términos en el cántico de Ana y en el Magníficat. La historia desde el castigo de los progenitores de la humanidad hasta la destrucción de Jerusalén, anunciada por Jesucristo, pasando por el diluvio, la destrucción de los imperios asirio, babilónico, egipcio y el castigo mismo de los israelitas, frecuentemente rebeldes a Dios, ofrecía a Ben Sirac numerosos ejemplos de su cumplimiento.
Concluye el autor que la soberbia, como también la ira, que ella engendra, son cosas impropias del ser humano tal como Dios lo creó: criatura suya dotada de entendimiento y voluntad. Como criatura, su actitud natural es la humildad y sumisión al Creador; como ser racional, son su entendimiento y voluntad, no las pasiones, quienes deben dirigir los actos de su vida.

Si 10, 19-31. La verdadera gloria

¿Dónde está la verdadera gloria, si no lo está en el orgullo, en el poder, en las riquezas? se pregunta el autor de una manera enfática. El verdadero honor reside, contesta Ben Sirac, en el temor de Dios, que es principio de la sabiduría y de toda virtud, es decir, en la práctica de la religión, como el mayor deshonor para el hombre reside en el pecado, por el que se aparta de Dios, su Señor y Creador.
Entre los hombres son honrados aquellos que están constituidos en autoridad sobre los demás, pero es digno de una honra mayor el que teme a Dios, sea rico o sea pobre; aquéllos son honrados por los hombres, éste lo es ante Dios. Sólo Dios es la grandeza y gloria absolutas; el ser humano será tanto más grande y digno de honor cuanto más se acerque a Dios. Y el ser humano se acerca a Él por la piedad filial, por la práctica de la religión, no por la dignidad o humildad de condición, por las riquezas o la pobreza en cuanto tales; el humilde y el pobre que practican el temor de Dios son más dignos de honor que el poderoso y el rico que no temen a Dios. Y si el temeroso de Dios posee la sabiduría de la mente, entonces los mismos grandes le servirán, como ocurrió con José en la corte del faraón y con Daniel en la de Nabucodonosor.
El autor advierte algunas cosas (v.29-31) que ha de evitar el hombre sabio y prudente: no andar alardeando de sabio, cuando lo que importa es trabajar y hacer bien las cosas. Con tal conducta no se intenta a veces otra cosa más que encubrir la pereza y desidia. Ni te exaltes o vanaglories, como si fuera indigno de ti el trabajo, en el tiempo de angustia y necesidad, en que lo que procede, conforme al buen sentido, es trabajar y procurarse un sustento digno.
Está mejor el pobre que trabaja, y con ello tiene cuanto necesita, que el pretencioso, que todo se le va en palabras y vanagloria, pero que carece del pan necesario para su sustento. El verdadero sabio ha de poseer la humildad, virtud comprendida en la verdadera sabiduría. Jesucristo, Sabiduría encarnada, dijo: "Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón". Pero la humildad, como dice Santa Teresa, es sencillamente la verdad, y, por consiguiente, perfectamente compatible con el reconocimiento del propio honor y estima. Tengamos en cuenta que, si ofende a Dios la soberbia, quizás no le ofenda menos el no reconocer lo que Él ha hecho en nosotros o nos ha otorgado. Ahora bien, si uno comienza por despreciar su propia alma, entregándose a las pasiones, pecando contra su buen nombre y envileciéndose ante los demás con sus vicios, no podrá esperar que los demás lo alaben como justo y honren como virtuoso y sabio.
La sabiduría y la virtud son las cosas que merecen y obtienen el verdadero honor, mayor que la riqueza misma. Y así, si un pobre, no obstante su pobreza, que no es ninguna carta de recomendación para la estima ajena, es honrado por su virtud y ciencia, lo será después mucho más si adquiere riquezas, pues éstas lo harán más conocido y le granjearán más aduladores. Si, en cambio, un rico es despreciado, no obstante el atractivo que las riquezas ejercen y amigos más o menos fieles que conquista, verá aumentar su deshonra si un día cae en la miseria y perderá toda su consideración.

Si 11, 1-34. Es Dios quien dispone todas las cosas

Si 11, 1-6. El juicio según las apariencias

La sabiduría es capaz de llevar a puestos de honor incluso a personajes de las más humildes apariencias. La historia bíblica está llena de ejemplos, porque Dios se complace en llevar adelante sus propósitos, por medio de las personas sencillas. José, David, Daniel, María Santísima, los apóstoles, de condición humilde todos ellos, son hoy proclamados bienaventurados por la cristiandad entera. No se puede juzgar a las personas por las apariencias exteriores, bajo las cuales pueden esconderse realidades insospechadas. Por lo mismo, no puede dar criterio certero para juzgar a una persona su belleza exterior; bajo unas facciones hermosas puede ocultarse el alma más vil y repugnante, como bajo facciones poco agraciadas un alma grande y noble. Un animalillo tan pequeño como la abeja produce un fruto de sabor tan exquisito como la miel; así la sabiduría se encuentra a veces en cuerpos contrahechos y deformes, como en el caso de Sócrates, Diógenes, Aristóteles y otros.
Tampoco se debe considerar como digno de desprecio a quien va cubierto de harapos, bajo los que también puede encubrirse un alma noble, o al que sufre contrariedades, de que puede ser completamente irresponsable. Las obras del Señor son inescrutables, e ignoramos las causas por las que Él permite esa pobreza o esos sufrimientos. Tal vez lo hizo para mediante ellos forjar caracteres capaces de grandes empresas. Por lo demás, cuando menos se espera, Dios levanta a los humildes, como en el caso de José, Saúl, David, y derriba de sus tronos a los soberbios, sobre todo cuando fue la intriga y la violencia lo que los subió a ellos. Otros, en cambio, humildes y desconocidos, llegaron a las más altas dignidades. José, llevado como esclavo, llegó a ser virrey de Egipto; Saúl, de la mínima tribu de Benjamín y de la menor de sus familias, es ungido rey del pueblo por Samuel. David, humilde pastor, sucedió en el trono a Saúl y fue el gran rey de Israel.
De la misma manera que no se puede proceder en seguida conforme a las apariencias, no se debe reprender inmediatamente, llevado de los primeros impulsos ante una simple sospecha, murmuración (v.7). Convendrá primero informarse de la falta cometida y tener en cuenta la condición de la persona y circunstancias que intervienen. El consejo es útil particularmente a los superiores y enseña a todos a no dar fe, sin más, a cualquier vago rumor o relato dudoso. Es una norma de buena educación el no ser precipitado cuando conversas con otro, contestando sin haber captado bien lo que dicen o interrumpiendo cuando los demás hablan. Lo contrario arguye ligereza y necedad. Observarás, finalmente, una sabia norma de prudencia, con la que conservarás la paz propia y evitarás exponerte a faltar a la caridad ajena, si procuras no entremeterte en las cosas que no te pertenecen, especialmente si andan por medio personas arrogantes, que pueden hacerte objeto de críticas injuriosas.

Si 11, 7-13. Moderación de los negocios

Norma de prudencia en los negocios es no pretender abarcar más de lo que nuestras limitadas fuerzas son capaces. En primer lugar, quien se mete en muchos negocios no suele estar exento de faltas, pues quienes de prisa quieren enriquecerse, dice el Apóstol, "caen en tentaciones, en lazos y en muchas codicias locas y perniciosas, que hunden a los hombres en la perdición y en la ruina, porque la raíz de todos los males es la avaricia." En segundo lugar, la experiencia dice que quienes quieren ir más allá de lo debido no llevan a feliz éxito sus empresas, porque a mayor número de ocupaciones, menor es la atención y esfuerzo que la mente y voluntad humanas le pueden prestar. Aplicando esto a la vida espiritual, advierten los autores que nuestra alma tiene necesidad de recogerse dentro de sí y de reunir todas sus fuerzas para ocuparse con todas ellas en el servicio de Dios. Por consiguiente, cuando una multitud de ocupaciones externas la atrae hacia afuera, pierde fácilmente todo pensamiento de lo interior y va echando en olvido las cosas divinas.
Es un hecho de experiencia que hay quienes trabajan con todas sus energías y se fatigan por hacer prosperar sus negocios, y, no obstante, no ven sus esfuerzos coronados por el éxito. Otros, en cambio, que carecen de las energías y medios de los anteriores, obtienen, con sorpresa para los demás, un resultado insospechado. Y es que el éxito no depende, en última instancia, de los esfuerzos o habilidades del hombre, sino de un conjunto de circunstancias que ordena y dispone Dios conforme al beneplácito de su voluntad. Y "si Yahvé no edifica la casa, en vano trabajan los que la construyen."

Si 11, 14-28. De Dios vienen la riqueza y la pobreza

Es la Providencia divina quien todo lo gobierna y de quien todo proviene: el bien y el mal, la vida y la muerte, la riqueza y la pobreza. Como dice el profeta Isaías: "Yo formo la luz y creo las tinieblas, yo doy la paz, yo creo la desdicha; soy yo, Yahvé, quien hace todo esto". Y Job reconoce que su prosperidad y su desgracia vienen del Señor. En qué sentido provenga de Dios el "mal de culpa", el pecado, que no puede provenir de Dios, que todo lo hizo bueno, sino del hombre, y el "mal de pena", el castigo del pecado, con el cual "Dios castiga a los malos y purifica a los buenos"; sólo éste proviene de Dios. "Doy gracias así en las alegrías como en las aflicciones, exclama San Gregorio Nacianceno, porque estoy cierto de que de todo aquello que nos sucede, nada tiene lugar sin razón en quien es la suma Razón". También los bienes espirituales, como la sabiduría, el amor y práctica de la Ley, provienen de Dios. Hablando del orden sobrenatural, Jesucristo decía que por nosotros mismos no podemos hacer nada saludable para la vida eterna. El error, en cambio, y las tinieblas son efecto del pecado; éste entraña siempre una ceguera de la mente, que se aparta de la luz verdadera, y un error práctico de la voluntad, que antepuso su pasión a los mandamientos de Dios; error y tinieblas que serán tanto mayores cuanto más se multipliquen los pecados, de los que ni en su vejez se apartará si durante su vida se abismó en ellos.
Los bienes que Dios concede a los justos son estables (v.17). Él no se arrepiente y quita los dones una vez concedidos. De modo que, si el hombre no se aparta de Dios, el Señor nunca retirará su amor y benevolencia al hombre piadoso; lo que se verifica siempre respecto de los dones de la gracia, "los dones y la vocación son irrevocables", escribe San Pablo, y frecuentemente con los bienes temporales. No ocurre lo mismo al avaro con sus riquezas, conseguidas a fuerza de ahorros y avaricia, con las que se dispone a vivir felizmente. ¿Qué tiempo le quedará para poder disfrutarlas? Un revés pudo privarle de ellas o una muerte prematura acabar con sus planes. El mismo pensamiento, frecuente en los sapienciales, fue expuesto en forma similar por Jesucristo. El autor sagrado saca una conclusión o recomendación de estos pensamientos: la constancia en el trabajo (v.22), cumpliendo fiel y diligentemente los deberes profesionales, y una gran confianza en el Señor, que en un momento puede enriquecerte y derramar sobre ti su bendición. En el Antiguo Testamento, privados los judíos de la revelación del más allá, se piensa que los bienes y males de este mundo eran premio y castigo, respectivamente, del bien y del mal que se comete. Nosotros, por la revelación del Nuevo, sabemos que el premio y castigo, en su justa medida, y definitivo, tienen lugar en el más allá; que los bienes de esta vida son frecuentemente un obstáculo para conseguir la felicidad eterna y que las contrariedades y sufrimientos pueden ser el mejor medio para conseguirla. De la precedente doble norma se apartan el pobre que, habiendo perdido la esperanza de mejorar su situación, se abandona desilusionado a su suerte, en lugar de confiar en Dios, que puede bendecir sus esfuerzos y sacarle de su pobreza, y el rico presuntuoso, que, creyendo ya asegurado su porvenir, deja su trabajo, sin tener en cuenta que una desgracia o infortunio puede llevarlo un día a la miseria. Y es que en el día de la desgracia fácilmente olvidamos los ratos felices en otro tiempo pasado, y en el de la felicidad no recordamos que los ratos malos pueden volver (v.27). Lo que importa es no olvidar que al fin Dios dará a cada uno según sus merecimientos. Al pobre temeroso de Dios, que sufre con resignación sus privaciones sin que obtenga la prosperidad temporal, Dios le premiará después sus merecimientos. Y si el rico insolente no recibe ahora el castigo de su arrogancia, lo recibirá después. Con no rara frecuencia, el Señor permite que el impío prospere y el justo caiga en la miseria; los judíos, privados de la revelación del premio y castigo de ultratumba, se sentían tentados a cambiar las denominaciones, viendo en la prosperidad el premio a su supuesta virtud, y en la miseria del segundo el castigo a sus supuestos pecados. Pero Dios, que sabe todos los secretos y ve las últimas intenciones y no juzga conforme a las apariencias, sino conforme a estricta justicia, manifestará quién ha sido en realidad justo, y merecedor de premio, y quién pecador, y merecedor de castigo. Por eso no es prudente alabar a nadie antes del fin de su vida; el que hoy aparece como justo, puede Dios mañana demostrar que es pecador, y viceversa. ¿De qué recompensa y de qué castigo se trata? Dado que en el libro no se habla del premio y castigo del más allá, podría tratarse del premio y castigo que al final Dios dará en esta vida; la buena o mala fama, la condición y conducta de los hijos, demostrará si la bondad o maldad eran aparentes o reales.

Si 11, 29-34. Prudencia en el hacer el bien

Uno de los deberes más graves para un oriental era el de la hospitalidad. Como era una forma frecuente de caridad y misericordia, debía prestarse a abusos por parte de las gentes sin conciencia y pundonor. El autor recomienda negar esta forma de hacer bien a aquellos de cuya probidad y formalidad no haya las garantías suficientes. Tal cautela ha de ser puesta en práctica especialmente con el orgulloso, cuya actitud es comparada al reclamo de perdiz que, encerrada en su jaula, utiliza el cazador para atraer las perdices a ella y apoderarse de las mismas, o al espía que acecha continuamente a su presa para en el momento oportuno lanzarse sobre ella. En efecto, aprovechará la hospitalidad que le has concedido, la confianza y familiaridad con que le distinguiste, para sus fines torcidos. Y para conseguirlos no tendrá inconveniente incluso en presentar como cosas malas las que hiciste con las mejores intenciones; en afirmar de ti defectos que no tienes, pecados que no cometiste. La chispa, que llega a provocar todo un incendio, ofrece una bella comparación del mal tan grande que el hipócrita, que abusa de la confianza, puede ocasionar, y enseña la diligencia con que hay que evitar su trato. Las palabras y asechanzas suscitan enemistades y odios que enciende la ira, que puede provocar hasta el mismo homicidio.
Es, pues, preciso guardarse del malvado, que no piensa más que en hacer mal a los demás, el cual con sus maledicencias puede sembrar entre los tuyos discordias y enemistades, lo que supone una mancha que después el tiempo difícilmente borra, o levantarte una calumnia. Y sobre todo ponerte en guardia frente al extranjero, cuyo trato puede arrastrarte a sus costumbres paganas y desviarte de la fe de los mayores, y por lo mismo distanciarte de los tuyos, fieles a sus convicciones religiosas. Es claro que la mente del autor no es condenar la hospitalidad, sino recomendar la prudencia en esta forma de hacer el bien, procurando evitar pueda venir a ser ocasión de que alguien se aproveche de ella para hacerte mal.

Si 12, 1-18. Normas de comportamiento con el prójimo

Comienza el sabio con una advertencia que viene a ser conclusión de la perícopa precedente: antes de hacer el bien, mira a quién. En ésta concreta que hay que hacer el bien al justo, no, en cambio, al pecador, indicando las razones que abogan por una y otra actitud.
A hacer el bien al justo te han de mover, en primer lugar, los sentimientos de gratitud que sin duda recibirás por el beneficio que otorgaste; en segundo lugar, la recompensa que por el mismo recibirás. Bien podría ocurrir que aquel a quien protegiste no pudiera recompensar tu favor; pero el Señor, que está en los cielos, autor de la riqueza y de la pobreza, que considera como hecho a sí mismo lo que a los suyos se hace, no dejará sin premio tu buena acción.
Se extiende un poco más en dar razones por las que aconseja no hacer bien al impío. No se sentirá feliz quien se lo hace, porque no recibirá por ello agradecimiento alguno, no anida en su corazón sentimientos tan nobles. Ni harás con ello cosa buena, porque el impío posiblemente hará mal uso de los beneficios que le hiciste, y tal vez contra las mismas personas que se los hicieron. El Altísimo aborrece a los pecadores, no en cuanto seres humanos, claro está, sino en cuanto pecadores, y, por tanto, no detesta cualquier beneficio, sino aquel que les va a servir de ocasión de permanecer en sus pecados o aumentarlos, y hacerlo merecedor, en consecuencia, de un castigo cada vez mayor. Queda así claro en qué sentido hay que entender el consejo del sabio. "Hay que ayudar al pecador en cuanto a sostener su naturaleza, pero no para fomentar la culpa."

Si 12, 8-18. Prudencia respecto de amigos y enemigos

Una de las cosas en que es preciso proceder con no poca cautela es respecto de los amigos y enemigos. El sabio señala unos criterios para descubrirlos y da unas normas de comportamiento para con ellos, especialmente para con los segundos.
El crisol que prueba quién es tu verdadero amigo y quién tu enemigo no es la prosperidad, sino la adversidad. En aquélla hasta el más enemigo simula confiada amistad y procura portarse como el mejor amigo para participar de los beneficios de aquélla. En ésta, en cambio, cuando nada se puede ya esperar, el verdadero amigo permanece fiel, siendo con desinteresada lealtad tu mejor ayuda y fortaleza en tal ocasión; pero el enemigo no sólo se aparta, sino que a veces hasta se burla y aprovecha de tu desgracia para sus propios intereses.
Por eso ponte siempre en guardia frente al malvado que ha sido tu enemigo o sospechas puede tener motivos para serlo, y no te muestres con él demasiado familiar y confiado por más atento y obsequioso que se muestre contigo. Como el hierro una vez limpio vuelve a enmohecer, los viejos resentimientos pueden revivir y ocultarse maliciosamente bajo las apariencias de una amistad hipócrita, que en el momento oportuno te hará traición. Víctima de ésta, nadie se compadecerá de ti por tu imprudencia en acercarte al malvado, como no se compadece del encantador de serpientes o domador de fieras que temerariamente se pone en el peligro. "Nunca creas fiel al amigo que antes fue enemigo", decía Séneca. No quiere decir, evidentemente, el autor sagrado que hayamos siempre de desconfiar de quien fue enemigo y considerarlo incapaz de una sincera amistad, pues su arrepentimiento pudo ser sincero, y menos todavía que no hayamos de perdonar la infidelidad anterior, sino que, recogiendo una frecuente experiencia, aconseja suma prudencia y cautela en admitir, sin más, a una plena confianza a quienes fueron enemigos, como si se tratara de personas cuya amistad ha probado el tiempo y la adversidad. La advertencia ha de ser puesta en práctica con peculiar interés, conforme a la enseñanza de Jesucristo, cuando lo que la falsa amistad puede poner en peligro no es ya los bienes terrenos, sino la vida del alma.
La última parte (v.14-19) hace una maravillosa descripción de la actitud hipócrita del falso amigo. En tu prosperidad, mientras que de ella puede obtener algún beneficio, procurará pasar como tu mejor amigo; pero, si un día vienes a menos en tus negocios y ya no puedes disfrutar de los anteriores beneficios, te dejará solo en tu desgracia. Pregonará con su boca la amistad para contigo y te alabará en todas partes, pero en su interior medita cómo echarte en la fosa; la frase indica una imagen corriente para indicar secretas asechanzas. Hipócrita y cínico, si un día eres víctima de una grave desgracia, lo tendrás el primero junto a ti derramando lágrimas contigo; pero, tan pronto como la ocasión se presente, te precipitará en la ruina, te tenderá asechanzas y sólo tu sangre le saciará. En las cortes de reyes y príncipes y en las cancillerías de los estados se escriben numerosos comentarios a estos versos. Y cuando haya conseguido del todo tu caída, se quitará la máscara y manifestará exteriormente su contento y querrá hacer entender a los demás con sus tergiversaciones y calumnias que cuanto te sucedió lo tenías bien merecido.

Si 13, 1-26. Las Amistades y las riquezas

Hay ciertas clases de personas con las que no es prudente fomentar la amistad. Así con el soberbio, porque, dada la propensión de la naturaleza caída al orgullo y lo fácilmente que este defecto se reviste de apariencias de generosidad y grandeza de ánimo, quien con él trata se contagiará de su pecado, como se mancha quien anda con la pez. No es menos imprudente la familiaridad con el más poderoso y más rico que tú, que te expone a un plan de vida que no podrás soportar; sufrirás con ello frecuentes humillaciones al no poder competir con ellos, y tu suerte será la de la olla que golpea el caldero de cobre: llevarás las de perder. "Vieja historia siempre nueva -escribe Girotti-, que ha dado materia a los más célebres autores de fábulas."
Así lo declara el autor en los versos siguientes. ¡Qué distinta la actitud del rico y la del pobre! Comete aquél una injusticia para con el pobre, y se gloría de ello. La recibe un pobre, y no le queda más remedio que aguantarse, e incluso deberá pedir excusas al rico si no quiere exponerse a males mayores. El soberbio es egoísta e interesado sobremanera; cree que el mundo entero ha sido hecho para él y que los demás no tienen derecho a gozar de sus bienes. Mantendrá buenas relaciones contigo, te halagará y tratará con toda amabilidad, te invitará incluso a sus banquetes mientras vea que de ellos puede sacar alguna utilidad, bien de tus servicios, bien de tus bienes, con los que procurará ir progresivamente engrosando los suyos. San Ambrosio y San Beda comparan a estos ricos avaros con las sanguijuelas; como éstas absorben la sangre del hombre, aquéllos se apoderan de los bienes de cuantos pueden. Y cuando ya nada te queda que pueda arrancarte, se te hará el desconocido y, en el colmo de una ingratitud y crueldad que clama al cielo, te insultará y calumniará.
Después de poner de relieve los inconvenientes de la familiaridad con los ricos y poderosos, el autor da unas cuantas normas prácticas de conducta frente a ellos (v. 12-16). Si un poderoso te llama para hacerte sentar a su mesa, para conferirte una dignidad, para distinguirte con su confianza, no accedas en seguida. Denotarás un interés que te podría ser contraproducente. Déjale que insista. Si tiene verdadero interés, repetirá la invitación, y, al verte acceder desinteresadamente, sólo en atención a su persona e insistencia, aumentará su admiración y estima por ti. Respecto de los grandes, la norma más prudente es una posición media entre un excesivo acercamiento, que manifiesta avidez de su trato y beneficios, y puede llevarte a ser rechazado, con la consiguiente confusión y vergüenza, y un demasiado alejamiento, que pueda llevarte a no ser recordado en el momento oportuno en que podrías recibir un beneficio. Preguntado Alejandro Magno cómo haya que acercarse al príncipe, respondió: "Como al fuego, de modo que no te acerques tanto que seas abrasado por él, ni te separes tanto de él que sientas frío y no seas calentado". Y si te acercas al poderoso, sé prudente en tus relaciones con él. Evita aquella confianza que le puede llevar al conocimiento de tus secretos e intimidades, y no des, sin más, fe a sus palabras y promesas, con las que a veces no pretenden otra cosa los poderosos que conocer lo que respecto de ellos se dice o se maquina. Ten en cuenta que, cuando haya conseguido de ti cuanto le interesa, no te guardará consideración alguna; utilizará cuanto le confiaste para sus planes, y si para llevarlos a cabo le es conveniente, sin escrúpulo de ninguna clase tramará asechanzas contra tu vida, no ahorrándote malos tratos ni la misma prisión. El peligro es tan serio y tantos los incautos, que el autor aconseja una y otra vez la prudencia y cautela en relación con los ricos y poderosos (v.16).
Volviendo a la tesis del presente capítulo (v.19), demuestra con ejemplos tomados del reino animal cómo la amistad y familiaridad exigen cierta semejanza de carácter, de sentimientos interiores, de condición social, de modo que de ordinario no se da entre temperamentos opuestos, entre el justo y el impío, entre el rico y el pobre, como confirma la experiencia. La semejanza de naturaleza debe llevar al hombre al amor de sus prójimos, pero la amistad sincera exige idénticas o parecidas inclinaciones y costumbres, ideales y aspiraciones, posición y exigencias sociales. Pretender la amistad o familiaridad o una mutua inteligencia entre el justo, que pone su corazón en Dios, y el pecador, que lo pone en el pecado, sería como querer hacer convivir al lobo y al cordero, entre quienes existe una innata aversión tan grande, que éste sería inmediatamente devorado por aquél. Intentar la convivencia o familiaridad entre el rico y el pobre es como pretender que haya paz entre la hiena rapaz, que merodea los rebaños en acecho de la oveja perdida, y los perros, a quienes se confía la guarda de éstos contra su rapacidad. Una metáfora más pone de relieve el resultado del trato entre el rico y el pobre: el asno salvaje, sin la protección de su amo, alcanzado por el león, es destrozado por éste; lo mismo ocurre al pobre con el rico; éste le irá despojando de sus bienes, se aprovechará de su trabajo, que no le retribuirá debidamente, enriqueciéndose más y más a costa suya. Entre ambos existe una relación semejante a la que existe entre el soberbio y el humilde. Para el soberbio, que se constituye a sí mismo centro de su vida, resulta algo abominable la humildad, que él desprecia y considera como pusilanimidad. Así, para el rico que despilfarra sus riquezas, el pobre, cuya indigencia es una condena de su conducta, una llamada constante a su conciencia que no le deja gozar libremente de los bienes a su gusto y placer, resulta un ser antipático y despreciable en extremo.
Concluye la perícopa constatando la diferente actitud que en la sociedad se observa para con el rico y frente al pobre. Si aquél vacila, antes de que caiga cuenta ya con la ayuda de todos sus amigos, que no le dejarán caer; pero cae el pobre, y ni aun los que tal vez un día se llamaron sus amigos le prestan el más mínimo auxilio. La razón es que del primero se puede esperar alguna recompensa; del segundo nada se puede recibir por el servicio prestado. Semejante tratamiento reciben el rico y el pobre cuando hablan; habla aquél, todos le escuchan, y por muchas sandeces y cosas deshonrosas que diga, encontrará numerosos aduladores que le aplaudirán o, al menos, excusarán sus mayores desatinos; habla el pobre, dice cosas rectas, se expresa con discreción y sabiduría, pero el desprecio que por la condición de su persona se siente hace que no se preste atención a sus palabras ni se reconozcan sus méritos. El rico no recibe más que alabanzas, para el pobre todo son reproches; aquél tiene siempre razón, éste nunca sabe lo que dice. Se mira solamente a la persona que habla y no a lo que ella dice.

Si 14, 1-27. La codicia, hacer el bien, la sabiduría

Si 14, 1-10. Codicia y envidia

El autor comienza proclamando bienaventurado al que evita pecados de lengua, refiriéndose, sin duda, a los pecados contra la caridad, que considera como tipo de todos los demás. "Quien no peca con la lengua -escribe Santiago- es varón perfecto, capaz de gobernar con el freno todo su cuerpo. La lengua -afirma poco después- contamina todo el cuerpo, e, inflamada por el infierno, inflama a su vez toda nuestra vida."
Hay quienes poseen riquezas, pero no disfrutan de ellas. Por acumular más y más se someten a toda clase de privaciones, sin gozar de las alegrías y satisfacciones honestas y legítimas que las riquezas les podrían proporcionar. Y quienes para consigo mismos son tan duros que se niegan a veces incluso lo necesario, es claro que no van a ser liberales con los demás, proporcionando a éstos el gozo de que ellos se privan. Sócrates decía que "no se puede pedir ni al muerto que hable ni al avaro un beneficio". El avaro nunca hace bien sino cuando muere. Si alguna vez lo hace antes, será inadvertidamente, de mala gana u obligado, de modo que no tendrá ante Dios ni el mérito del bien que hizo. Después, sí, otros disfrutarán de los bienes que su codicia acumuló, y, como no les costó nada adquirirlos, fácilmente los malgastarán, dándose la buena vida de que el avaro se privó. Qohelet llama vanidad esta actitud, recomendando repetidas veces el justo goce de los bienes de la tierra. Ben Sirac llama necia tal actitud y afirma que lleva en sí misma su castigo (v.6). En efecto, la adquisición de las riquezas le supone duras fatigas; su conservación, temor y angustia de perderlas un día; su aumento, muchas veces injusticias y pecados, porque el avaro no repara en los medios para hacer rendir más y más sus negocios. Y si un día un azar desafortunado las arranca de sus manos, su angustia puede llevarle a la desesperación. "Negándose a sí mismo -comenta Spicq- lo que niega a otros, él es, puede decirse, su propio enemigo; faltando a ese amor natural de sí mismo de que los animales, aun los más feroces, podrían darle ejemplo. Es un monstruo".
Tampoco goza de felicidad, menos aún que el avaro, el envidioso de las riquezas ajenas (v.8), el cual tampoco se ve jamás harto y ahoga en su corazón los más nobles sentimientos. Cuando ve que el pobre va a reclamar su misericordia, vuelve sus ojos para no verse obligado a socorrerlo; y, si no puede evitar su presencia, no tiene inconveniente en desdeñarlo, insensible totalmente a su necesidad. Vive continuamente atormentado por la sed insaciable que le hace desear y buscar lo de los demás, lo que le lleva a veces a injusticias y temeridades que le hacen perder lo suyo propio. La envidia, como la avaricia, se manifiesta especialmente en la mesa: mientras los demás comen y beben alegremente, el avaro sufre al ver lo que otros le consumen. Por eso él es frugal y tacaño en la suya, actitud que, naturalmente, promueve discusiones entre quienes con él han de sentarse a ella. "Este vicio -comenta Sacy- ciega totalmente el corazón y los ojos de aquellos que domina, de modo tal que ellos no se aperciben de ello y dan el nombre o de prudencia o de cualquier otra virtud a esta pasión que los hace enemigos de Dios, de los hombres y de ellos mismos."

Si 14, 11-19. Hacer el bien a tiempo

La segunda parte de la perícopa enseña, frente a la actitud del avaro para con las riquezas, el recto uso que de las mismas debe hacer el discípulo de la sabiduría. No fue creado el hombre para las riquezas, como practica el avaro, sino las riquezas, como las demás cosas, para el hombre, el cual debe utilizarlas en los siguientes fines. Ante todo debe manifestar a Dios, autor de todo bien, su agradecimiento por los bienes recibidos mediante ofrendas materiales, que han de ir informadas de sentimientos de piedad y devoción para que le sean gratos; con ello se hace merecedor a las bendiciones de Dios. Como Qohelet y como él, sin espíritu materialista o hedonista, enseñan que el hombre puede utilizar las riquezas para su propio bien, siempre, claro, dentro del temor de Dios. Son un don suyo. Dada la oscuridad del autor respecto de la vida de ultratumba, es lógica su insistencia en recomendar al hombre el aprovecharse y gozar de los bienes de esta vida, ignorando el bien superior que la renuncia al gozo de los mismos puede proporcionar. El ser humano sabio debe, además, en oposición a la conducta tacaña del avaro, hacer el bien a los demás con sus riquezas en la medida de sus posibilidades; no se trata ya solamente de la limosna al pobre, sino de la liberalidad para con los demás, a quienes debes hacer partícipes de tus bienes mediante la limosna en primer lugar, y también mediante la hospitalidad y demás maneras de hacer el bien.
Y todo ello mientras vives y eres dueño de tus bienes para poder emplearlos conforme a tu voluntad. A la hora de la muerte, tú descenderás al seol, donde ya no podrás gozar de tus bienes (v.1a). El autor del Eclesiástico mantiene las ideas tradicionales sobre el seol. Es la morada de los muertos, de los justos y de los pecadores. La salida de él es excepcional, lugar de reposo en que los difuntos llevan una vida semiinconsciente; no hay, en efecto, ni luz, ni alegría, ni se alaba a Dios. Con la muerte, tus bienes pasarán a otros, que, como los obtuvieron sin trabajo alguno, los dilapidarán en poco tiempo. Hubiera sido mejor que los hubieses empleado durante tu vida en provecho propio y en beneficio de los demás, lo que redundaría en tu mérito. El autor se sitúa en una posición media entre la actitud del avaro, que para acumular riquezas se abstiene de disfrutar de las mismas, y los consejos de mortificación evangélica. Entre ambas posturas está el gozo legítimo de las riquezas cuando se utilizan en provecho propio humano; si se emplean en servir a Dios (v.11) y en el bien de los demás (v.1s), su uso es además meritorio.
Y la muerte ciertamente que vendrá. Con dos comparaciones ilustra el autor el hecho de que el hombre tiene que morir, conforme fue decretado apenas cometió el pecado original: la del vestido, que se hace viejo y desaparece, y la del árbol, que ve caer sus hojas y renacer otras nuevas, símbolo de la humanidad, que ve morir unos hombres y venir otros a la vida. "Como la hierba, que nace por la mañana y ve brotar sus flores, deleita los ojos de quienes la contemplan, y, marchitándose, poco a poco pierde su hermosura y se convierte en heno, que será destruido, así toda clase de hombre brota en los niños, florece en los jóvenes, alcanza su vigor en los varones de edad perfecta, y de repente, cuando menos se espera, muere". Y, como antes hizo notar, la muerte viene pronto, y tal vez cuando menos se piensa. Doble consideración que ha de inducir al hombre a disfrutar, sin ulteriores dilaciones, de los bienes de esta vida.

Si 14, 20-Si 16, 23. Sección 4. Elogio de la Sabiduría

Si 14, 20-27. Hay que buscarla con diligencia

Después de exponer cómo el avaro no es feliz con sus riquezas al no saber aprovecharse de ellas y de indicar que éstas pueden dar cierta felicidad si se emplean en los fines indicados, el autor del Eclesiástico enseña en esta sección que hay algo que hace al hombre mucho más feliz que ellas: la posesión de la sabiduría, que consiste en el cumplimiento de la ley de Dios, que ha creado al hombre.
Una vez más proclama dichoso al que hace objeto de su estudio y profunda meditación la sabiduría, es decir, las santas Escrituras, donde se encierra la forma del bien vivir, y lleva a la práctica sus dictámenes. Sigue una insistente exhortación a su búsqueda a través de una serie de metáforas, con las que el autor intenta expresar la diligencia con la que ha de buscarse la sabiduría, la atención que ha de poner en escuchar sus enseñanzas, la amistad inseparable y convivencia con ella, la disposición a escuchar en todo momento su voz y obrar en consecuencia con ella. De este modo percibirán, él y también sus hijos, como frutos del árbol de la sabiduría, el gozo y prosperidad de que va a hablar en el capítulo siguiente.

Si 15, 1-20. La sabiduría y el pecado

Si 15, 1-10. Beneficios de la sabiduría

Busca la sabiduría con las disposiciones mencionadas en la perícopa precedente quien posee el temor de Dios. Este lleva al cumplimiento de la Ley, y en la observancia de sus mandamientos radica la verdadera sabiduría.
A quien así se conduce, ella viene a su encuentro con el amor solícito y protector de una madre, con la ternura con que la esposa que no ha conocido otro amor desde su juventud acoge al esposo. Al enseñarle sus consejos de vida, se constituye en el alimento espiritual del hombre y en el agua que sacia su sed. El agua aparece ya en los babilonios como símbolo de sabiduría, y en la Biblia como expresión de ricas bendiciones. En la literatura rabínica posterior se menciona con frecuencia el "pan" y el "agua" de la Ley. Fortalecido con este alimento, el discípulo de la sabiduría se mantendrá firme en el camino de la virtud frente a los asaltos del demonio y contrariedades de la vida. En los tiempos mesiánicos, la Sabiduría encarnada se constituiría en el alimento de las almas bajo los accidentes del pan y del vino. A sus discípulos -continúa Ben Sirac (?.5)- los constituye doctores sobre los demás, y en las mismas reuniones públicas les dará el hablar con eficacia al instruir al pueblo en sus enseñanzas. Todo lo cual le granjeará gran estima y gloria entre las muchedumbres y aun, siendo joven, honor entre los ancianos. La Iglesia ha tomado para el introito de la misa de doctores este verso 5 con la adición de la Vulgata, que dice: "Llenándolo del espíritu de sabiduría y de inteligencia y lo revestirá de un manto de gloria". En fin, hará sentir esa paz interior y alegría íntima que da Dios a quienes cumplen sus mandamientos, preludio del gozo y alegría eternos, y una fama y prestigio que hará correr su nombre de boca en boca aun después de su muerte, como ocurrió con Salomón y ocurre con los santos.
Si el temor de Dios es condición indispensable para alcanzar la sabiduría, no podrán poseerla los pecadores. "Nada hace a los hombres tan necios como la malicia -escribe San Jerónimo-, nada tan sabios como la virtud". Y tampoco los soberbios, que excluyen a Dios, constituyéndose a sí mismos en el centro de su vida, y los mentirosos, que o no se preocupan de las enseñanzas de la sabiduría o las detestan como contrarias a sus engaños y mentiras. Solamente aquel a quien Dios ha dado la sabiduría -dice Ben Sirac- puede hacer cumplidamente su elogio, el cual no caería bien en la boca del pecador, que haría con su conducta deshonor a sus palabras. Por eso exclama el salmista: "Dice Dios al impío: ¡Cómo! ¿Te atreves tú a hablar de mis mandamientos, a tomar en tu boca mi alianza, teniendo luego en aborrecimiento tus enseñanzas y echándote a las espaldas mis palabras?" San Juan Crisóstomo observa que las Sagradas Escrituras, y especialmente David, invita a todos los animales y a todas las criaturas, hasta a las serpientes y dragones, a alabar al Señor, pero jamás invita a los pecadores.

Si 15, 11-20. El pecado no viene de Dios

Los pecadores no poseen la sabiduría, porque ésta es incompatible con sus pecados. Pero ¿quién es el responsable de éstos? No Dios, como se sentiría tentado a decir el malvado, sino él mismo, que, siendo libre para escoger entre el bien -que cuesta- y el mal -que halaga-, se inclina por éste.
Dios no es la causa del pecado ni puede inducir a él al hombre. Sería blasfemo afirmarlo. El pecado es la negación de Dios, una insolencia contra sus mandatos, y por lo mismo lo aborrece. Los cristianos que hemos contemplado a su Hijo unigénito expiándolo en la cruz, y aprendido de la revelación el castigo eterno que espera a los no arrepentidos, sabemos hasta qué punto lo detesta. Por lo demás, es todopoderoso, y no precisa del mal para llevar a cabo sus planes. Más aún, Él da al ser humano las gracias convenientes para que pueda evitar el pecado, y cuantos prestan su colaboración lo evitan. Esto hacen cuantos llevan en su corazón sentimientos de piedad, amor y reverencia a Dios, que los hace detestar lo que Dios aborrece.
El pecado tiene su origen en el mal uso que del don de la libertad ha hecho el ser humano. Dios creó al hombre, dotándole de la libertad, en virtud de la cual puede escoger entre el bien y el mal y es responsable de sus actos. La Vulgata recoge el dato del Génesis subsiguiente a la creación, diciendo que le impuso mandatos y preceptos, lo que no hubiera podido hacer si no lo hubiera creado libre. El pecado original "debilitó" sus facultades y le dejó cierta propensión al mal, pero el ser humano no perdió su libre albedrío, de modo que está en su mano el guardar los mandamientos o no guardarlos, siendo sólo él responsable de su pecado, sin que ello excluya, claro está, la necesidad de la gracia para hacer el bien y vencer la concupiscencia, que nos lleva al mal.
El Señor ha puesto ante el hombre cosas tan contrarias como el agua, que refrigera, y el fuego, que abrasa; al que tú quieras puedes extender tu mano (v.1). El agua y el fuego son aquí símbolo de cosas tan contrarias como el cumplimiento de los mandamientos divinos y la inobservancia de los mismos; del premio y del castigo respectivamente; de la vida y de la muerte. Él don de la libertad del hombre es una de las más hermosas creaciones de la sabiduría divina y que en más estima tiene el hombre. Ella le hace merecedor de la felicidad o responsable al castigo. Y Dios, infinitamente sabio, que conoce todas y cada una de las obras del hombre con sus más íntimas intenciones, e infinitamente poderoso para dar a cada uno según su merecido, premiará las acciones buenas de los que le temen, a quienes mira con ojos de complacencia, y castigará los pecados de los impíos. El ser humano, al cumplir libremente los mandamientos, escoge, por lo mismo, el premio que Dios le ha establecido, y al negar la obediencia a los mismos, escoge implícitamente el castigo que le es debido.
La conclusión de toda la narración es que Dios no sólo no manda pecar, sino que ni siquiera da permiso para ello, castigando además a quien lo comete. No puede en modo alguno atribuírsele a Él el pecado. Dios únicamente permite el pecado, en cuanto que respeta la libertad del ser humano, tratándole conforme a su naturaleza libre. Es el hombre el único responsable del pecado que comete al abusar de la libertad, que le fue dada, no para que pudiese escoger impunemente, a su libre albedrío, el bien o el mal, sino para que, pudiendo escoger entre ambos, eligiese libremente el bien, que de ordinario cuesta, y renunciase al mal, que tantas veces halaga.

Si 16, 1-28. Virtud, justicia, sabiduría

Si 16, 1-6. No son una bendición los hijos impíos

Los judíos consideraban una bendición de Dios la prole numerosa. El autor del libro precisa que es así cuando los hijos son virtuosos. Los hijos impíos, por numerosos que sean, no son una gloria para su padre, sino deshonor y fuente de disgusto. Ni se puede poner en ellos confianza; con frecuencia Dios acorta la vida y elimina de la tierra a los pecadores. Y en el caso de que viviesen en los días de tu ancianidad, con una posteridad semejante a ellos tal vez no podrás esperar de ellos otra cosa que amarguras y sufrimientos por sus maldades.
Es preferible la calidad al número. Es "mejor uno que cumple la voluntad de Dios a diez mil pecadores", como dice San Jerónimo. Da más alegrías, más gloria y suele ser más útil a los padres un solo hijo bueno y virtuoso que muchos malos e impíos. La misma historia de Israel ofrecía ejemplos palpitantes. Abraham tuvo un hijo virtuoso y abnegado, que le dio una gran gloria y numerosa descendencia. Acab tuvo una numerosa prole, y ninguno de sus hijos subió al trono. Jehú dio muerte a todos ellos. Más aún, la misma esterilidad, con todo el oprobio que esto significa para un matrimonio hebreo, que, por lo mismo, había de renunciar a la gloria tan anhelada de contarse en la descendencia del Mesías, es mejor, afirma el autor del Eclesiástico, a tener hijos malvados. Con ello da a entender hasta qué punto estima la virtud y el honor que de ella deriva por encima de otras glorias humanas acompañadas de impiedad e ignominia.
Un hombre virtuoso y sensato basta para hacer prosperar toda una nación. Abraham, Jacob y José; Moisés, Josué y David, Judas Macabeo, son algunos nada más de los ejemplos que ofrece la historia de Israel. Los impíos, en cambio, provocan la ira de Dios y llevan a los pueblos a la ruina. También sobre este particular abunda en ejemplos la historia bíblica, algunos de los cuales mencionará en la perícopa siguiente.

Si 16, 7-16. Dios castiga los pecados

Con hechos tomados de la historia de Israel, el autor confirma cómo se enciende la ira de Dios contra los malvados y los castiga con todo rigor. El v.7, si bien parece tener una perspectiva general y servir de introducción a los episodios que enumera, en sus expresiones parece alusión a las murmuraciones del pueblo y a la rebelión de Coré, Datan y Abirón, castigada por Dios con el exterminio de Coré y sus partidarios. Los cuatro episodios modelo de castigo de Dios para con los impíos son: el diluvio, que anegó en sus aguas a los habitantes prediluvianos, que se habían entregado a toda clase de desórdenes; la destrucción por el fuego de la ciudad de Sodoma a causa de la corrupción y orgullo de sus habitantes, que clamaba al cielo; el exterminio de los pueblos cananeos, condenados por Yahvé a la destrucción a causa de tan horribles pecados como los sacrificios humanos; el castigo de los mismos israelitas a causa de sus murmuraciones en el desierto, por lo que todos perecieron, sin entrar en la tierra prometida, excepto José y Caleb. Y si Dios no se detiene en castigar, y con dureza, a ciudades y naciones, menos dejará de hacerlo cuando se trata de uno solo. Dios es infinitamente misericordioso e infinitamente justo, y como perdona los más grandes pecados cuando hay arrepentimiento sincero, así castiga con todo rigor la obstinación en los mismos. Tan atributo divino es uno como el otro. Y como Dios todo lo ve y todo lo puede U, no dejará sin castigo las acciones malas de los impíos ni defraudará la esperanza de los justos. Pero ocurre que muchas veces Dios difiere el premio y el castigo, cuando a nosotros nos agrada verlo realizado en seguida. Entonces es preciso ejercitarse en la paciencia. Dios obra sabiamente, y dilata el premio para aumentar los méritos con la paciente espera, y retrasa una y otra vez el castigo para dar al pecador lugar a penitencia.

Si 16, 17-23. Dios lo ve todo

Podría venir al pecador la tentación de pensar que Dios tiene su morada allá en las alturas de los cielos, y no ve las acciones que él comete aquí abajo en los lugares escondidos de la tierra, o que en medio de la muchedumbre de los hombres puedan pasarle inadvertidas. El mismo lenguaje emplean los impíos en el libro de Ezequiel y pone el autor de Job en boca de los malvados, que quisieran a toda costa sustraerse al castigo de sus impiedades.
El autor advierte al insensato que Dios lo ve todo y conoce todo y que ante su poder omnipotente tiemblan los cielos y la tierra, recordando los dos atributos divinos, omnisciencia y omnipotencia, que con frecuencia ponen de relieve las Sagradas Escrituras. "Si dijere -exclama el salmista-: "Las tinieblas me ocultarán, será la noche mi luz en torno mío", tampoco las tinieblas son densas para ti, y la noche luciría como el día, pues tinieblas y luz son iguales para ti. Porque tú formaste mis entrañas, tú me tejiste en el seno de mi madre... Del todo conoces tú mi alma. No se te ocultaban mis huesos cuando secretamente era formado y en el misterio me plasmaban. Ya vieron tus ojos mis obras; escritas están todas en tu libro, y todos mis días aun antes de ser el primero de ellos." Dios, pues, presente en todo, ve todas y cada una de las obras del hombre, y, omnipotente, puede premiarlas y castigarlas, y lo hará, como afirmó en la perícopa precedente.

Si 16, 24-Si 23, 37. Sección 5. Elogio de la sabiduría

Si 16, 24-30. Su papel en la creación

Como todas las demás secciones, comienza también ésta con una recomendación de la sabiduría, que es esta vez brevísima, y se reduce a llamar la atención del lector sobre las enseñanzas en torno a la creación del universo y del hombre en particular en la perícopa siguiente, en las que resplandece maravillosamente la sabiduría divina. Tal vez fue sugerida por los razonamientos de los insensatos aducidos en la perícopa precedente. Frente a ellos afirma que Dios ha creado todas las cosas, y también al hombre, sobre quien dispensa una providencia especial y a quien ha impuesto mandamientos, con lo que queda asentado su poder, su ciencia, su bondad, su justicia.
Al principio del tiempo, antes del cual nada existía, sino sólo Dios, el Señor, con un acto de su voluntad soberana, creó aquella masa caótica, separó la luz de las tinieblas, las aguas superiores y las inferiores, separadas por el firmamento, según la concepción de los antiguos, y la tierra de los mares, con lo que quedó terminada la obra de separación. A cada una de esas regiones señaló sus respectivos habitantes, asignándoles una finalidad conforme a su naturaleza. Al firmamento lo pobló con los astros en multitud inmensa, que, girando con movimientos contrarios y rapidísimos, jamás se obstaculizarán en su marcha, observando cada uno de ellos con fidelidad inquebrantable las leyes que en el principio les imprimió el Creador, en las que resalta su sabiduría y poder. Isaías pone en boca de Yahvé: "¿A quién, pues, que me iguale me asemejaréis? Alzad a los cielos vuestros ojos y mirad... ¿Quién los creó? El que hace marchar su bien contado ejército y a cada uno llama por su nombre, y ninguno falta; tal es su inmenso poder y su gran fuerza."
Después el Señor se ocupó de la tierra, haciendo también en ella manifestación de su poder y sabiduría, que pregonan los continentes y los mares, los montes y los valles, los ríos, las plantas y los animales de toda especie, que se van ininterrumpidamente renovando. Es preciso exclamar con el salmista: "¡Cuántas son tus obras, oh Yahvé, y cuan sabiamente ordenadas! Está llena la tierra de tus beneficios."

Si 17, 1-8. Dios, Creador del Hombre y Misericordioso

Dios creó al hombre

Finalmente, Dios crea al hombre como rey y señor de la creación. Así como, cuando un gran señor se acerca a una ciudad, ésta se engalana para recibirle, así fueron creadas, primero que el hombre, todas las cosas, para que, dispuestas ya y ordenadas, recibieran a su rey. Lo formó del polvo de la tierra, y, perdido el don preternatural de la inmortalidad, a ella le hace volver una vez transcurrido el número de días de la vida del hombre, a que Dios ha puesto un límite, que nadie podrá traspasar. Y lo creó a su imagen y semejanza, confiriéndole una naturaleza racional dotada de entendimiento y voluntad, dones que lo elevan muy por encima del reino animal y lo acercan a Dios. Y en esa naturaleza racional radica el poder que le ha dado sobre las cosas terrestres, cuyos profundos misterios penetra cada día más y cuyas energías va descubriendo y utilizando para su propio provecho, y el dominio sobre los mismos animales, espiritual más bien que físico, en el que es inferior a muchos de ellos, que le fue conferido el día de su creación y ratificado después del diluvio, como hermosamente expone, afirma y determina el autor del Génesis cuando dice: "que os teman y de vosotros se espanten todas las fieras de la tierra y todos los ganados y todas las aves del cielo, todo cuanto sobre la tierra se arrastra y todos los peces del mar; los pongo todos en vuestro poder. Cuanto vive y se mueve os servirá de comida". El dominio concedido al hombre en el paraíso fue debilitado por el pecado, pero no enteramente privado de él.
Le concedió además dones singulares: ojos, para que pudiera contemplar la grandeza inmensa de las obras de la creación; inteligencia, para descubrir a través de ella al Creador y para que conociese la ciencia moral, el bien que lleva consigo la virtud y el mal que supone el pecado, y lengua, para que alabe el santo nombre de Dios, es decir, a Dios mismo, y cante agradecido las maravillas del universo, que creó para el hombre.

Si 17, 9-24. Dios da la Ley a Israel y perdona al arrepentido

Del hombre en general pasa Ben Sirac a los hebreos; de la ley natural, a la ley mosaica. Por el pecado original, el hombre perdió su amistad con Dios y los dones preternaturales. El Señor, en el paraíso mismo, les prometió la redención. Para llevarla a cabo escogió a Israel, con la misión de preparar los caminos al Mesías Redentor. Sobre los beneficios antes enumerados, a este pueblo Dios le dio la Ley, cuya fiel observancia le haría digno de las promesas divinas, y estableció con ellos una alianza o pacto bilateral; Dios se comprometió a llevar al pueblo a la tierra prometida, símbolo de la patria celestial, y el pueblo se comprometió al cumplimiento de los mandamientos en ella contenidos. Pacto escrito en piedra, que sería sustituido por otro escrito en los corazones de los hombres, rubricado con la sangre del Cordero inmaculado. En el monte Sinaí, los israelitas contemplaron el resplandor de la gloria de Dios y oyeron la voz del Señor, que descendió sobre la montaña en medio de una nube de fuego y una tormenta aparatosa, como queriendo inculcar al pueblo la idea de la majestad de Dios e infundirles un saludable temor que les llevase al cumplimiento de la Ley y les mantuviese alejados de la iniquidad.
La Ley, después de los preceptos que miran al amor y reverencia debidos al Dios, se ocupa de los deberes para con el prójimo, recomendando el honor y obediencia a los padres, defendiendo de toda injusticia los bienes materiales, la fama, la mujer. En el amor al prójimo se resumen los mandamientos de la segunda tabla, Y Dios no se ha limitado a dar unos preceptos. Él lo ve todo y observa la conducta de los israelitas, y, como Dios justo y omnipotente, premiará sus buenas obras y castigará las malas. La providencia de Dios se extiende a todos los pueblos; a cada nación ha dado sus príncipes para que la gobiernen. Los judíos decían que Dios los gobierna por medio de los ángeles, pero se reservó para sí el gobierno de la nación israelita, su pueblo escogido, dispensándole una solicitud y protección especiales y dándole leyes apropiadas a sus destinos mesiánicos. Dios, omnisciente, ve las acciones de todas las gentes, pero sigue de un modo especial los pasos de su pueblo predilecto. Todas las ingratitudes con que respondió a las predilecciones de Dios están patentes a sus ojos como el sol al universo, que ilumina, las cuales no fueron capaces de quebrantar la fidelidad de Dios y su alianza. Su venganza fue una alianza más perfecta, reservada a los tiempos mesiánicos. Ve también las buenas obras, entre las que hay unas que le son singularmente gratas: las obras de misericordia, que llevan, por lo mismo, la garantía más firme de que el Señor las premiará. Jesucristo dijo consideraría como hechas a su persona tales obras y les daría bienaventuranza eterna.
A su debido tiempo, Dios juzgará las obras de los seres humanos, y dará a cada uno según su merecido: los buenos recibirán el premio o recompensa de sus acciones; los malos, el castigo de sus pecados: "recaerá sobre su cabeza su maldad, y su crimen sobre su misma frente", dice el salmista, si antes no se han arrepentido de sus pecados. Dios, que no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva, está siempre dispuesto a perdonar al pecador arrepentido y olvidar sus pecados, e incluso socorre con su gracia y perdona a quienes, considerando su miseria y sus pecados, se sentirían tentados a caer en el desaliento y en la desesperación y perder toda esperanza en el perdón.

Si 17, 25-32. Conviértete y confía en el Señor

Después de hacer mención de la misericordia de Dios para quienes se arrepienten de sus pecados, hace una apremiante exhortación a convertirse al Señor. Una conversión sincera supone la renuncia a todo pecado, que el convertido deberá aborrecer; el retorno al Señor, a quien el pecador abandonó para convertirse a las criaturas. Además, es necesaria la oración a Dios para obtener el perdón de los pecados y perseverar en la amistad divina, y preciso apartarse de los obstáculos u ocasiones que llevan al pecado. Las expresiones indican que la conversión constituye un cambio radical respecto de la precedente conducta.
Los motivos que Ben Sirac pone ante los ojos del pecador son el pensamiento del hades, en el cual ya no se alaba a Dios. El ser humano debe alabar y agradecer a Dios Creador los beneficios que le ha concedido con una vida justa, conforme a sus mandatos, sin lo cual no hay oración y sacrificio que le sean agradables. Pues bien, si no cumple en esta vida con ese deber de gratitud, en la otra no podrá cumplirlo, ya que en el hades los muertos viven en un estado de inanición o somnolencia en el que se preocupan de alabar a Dios. Ben Sirac participa de las ideas de los autores precedentes. Los autores de vida espiritual advierten la dificultad que para alabar a Dios se siente en los años de la vejez; exhortan a alabar a Dios en los años de la juventud, los más hermosos de la vida, a la vez que insisten en lo peligroso que es esperar a arrepentirse a la hora de la muerte. "Temo -dice San Agustín- que la penitencia de un hombre enfermo sea también ella enferma."
Otro motivo (v.28) que debe estimular al pecador a la penitencia es la consideración de la inmensa misericordia de Dios para con los pecadores. San Pablo dice que el Hijo de Dios se asemejó en todo a los hombres a fin de hacerse pontífice misericordioso, y San Lucas se complace en poner de relieve con preciosas parábolas la misericordia de Dios, que encuentra una de sus causas en la flaqueza de la naturaleza humana, debilitada por el pecado original. Dios lo sabe perfectamente, y es, por lo mismo, comprensivo y misericordioso para con él. El hombre es un ser mortal, sujeto a la corrupción, inclinado a la concupiscencia, y los vicios desde su adolescencia. La comparación con el sol quiere poner de relieve la pequeñez y debilidad del hombre: el sol, astro el más brillante a nuestros ojos, que preside el ejército de las estrellas, se eclipsa y no percibimos su luz, ¡cuánto más el hombre, que no es más que polvo por razón de su origen, ceniza por razón de su fin, compuesto de elementos tan frágiles como la carne y la sangre, destinado a la corrupción, será débil y sucumbirá ante la tentación! De ahí que todos incurrimos en pecado y necesitamos de la misericordia de Dios.

Si 18, 1-14. Dios y el hombre, moderación. Grandeza de Dios y miseria del hombre

Continuando las ideas precedentes, Ben Sirac va a contraponer la grandeza inmensa de Dios creador frente a la pequeñez y flaqueza del hombre. El Señor, que no ha recibido de nadie su existencia, es eterno; ha dado, en cambio, la existencia a todos los seres sin excepción, de modo que la creación entera pregona el poder, la sabiduría y la bondad de Dios. El último inciso del v.1: sólo el Señor es justo, ha de interpretarse en el sentido de perfectísimo, exento de todo defecto o flaqueza, en distinción al hombre.
El entendimiento humano, con su capacidad limitada, no puede comprender perfectamente las obras maravillosas de Dios: las energías de la naturaleza, los misterios del reino animal. Los descubrimientos asombrosos de nuestro siglo nos dicen cuántas cosas estuvieron ocultas a los antepasados y nos hacen sospechar cuántas sorpresas experimentarán las generaciones futuras que permanecerán ocultas para nosotros. Pero "entre los atributos -comenta Jansenio- que nunca podrán ser suficientemente ponderados, hay sobre todo dos signos de admiración: su poder y su misericordia... A su poder no se une (como ocurre en los hombres) la crueldad, ni falta a su misericordia el poder para socorrer a aquellos de quienes se compadece. La fortaleza exige que lo temamos; la misericordia, que los amemos de verdad."
Las obras de Dios son tan perfectas, que nada les falta ni les es superfluo; tan sublimes, que la inteligencia humana no las puede abarcar. "Es grande el Señor -exclama el salmista-; su grandeza es inconcebible". Y en otra parte: "Es grande Yahvé, grande su poderío, y su inteligencia es insondable". E Isaías pone en boca de Dios: "¿No sabes tú... que Yahvé es eterno, que creó los confines de la tierra... y que su sabiduría no hay quien la alcance?" Cuando el hombre, poniendo en juego todos sus recursos intelectuales, se entrega de lleno a la investigación de los misterios de la naturaleza, de los atributos de Dios, se da cuenta de lo mucho que ignora, y se siente perplejo ante el inmenso campo, siempre en aumento, que queda por explorar. Y en el camino de la virtud, que es la sabiduría práctica, ocurre lo mismo; cuanto más avanza el alma, más comprende lo lejos que aún queda la perfección.
Si ponemos al humano en parangón con la majestad de Dios y la grandiosidad de sus obras (v.7-8), ¡qué cosa tan insignificante resulta! Todo el bien que él pueda hacer, ¿qué es comparado con la santidad perfectísima del Señor, con la inmensidad de sus maravillosas obras? Y el mal, por grande que sea, ¿qué puede perjudicar a Dios o a ese orden maravilloso que preside las obras de la creación? ¿Qué es el ser humano en la inmensidad del universo, creado por Dios? Y en cuanto al número de sus días, ya lo dijo el salmista: "los días de nuestros años son setenta años, y ochenta en los más robustos". Y eso, ¿qué es en comparación con la eternidad, que no tuvo principio ni tendrá fin? "Mil años -dice también el salmista- son a tus ojos como el día de ayer, que ya pasó; como una vigilia de la noche." Con razón exclamaba Bossuet: "Si echo una mirada ante mí, ¡qué espacio infinito, en el cual yo no me encuentro! si me vuelvo hacia atrás, ¡qué fuga aterradora de años, en que ya no estoy! ¡Qué poco espacio ocupo en este abismo inmenso del tiempo! No soy nada; un intento tan pequeño no puede distinguirme de la nada."
Esta limitación y flaqueza del hombre, el fin tan triste que le espera: una muerte pronta y penosa, a la que sucede la vida sin pena ni gloria del seol, lejos de provocar la aversión y el desprecio en Dios respecto del hombre, le hace sentir más la misericordia y la compasión hacia él. "¿Qué es el hombre para que de él te cuides? pregunta el salmista a Yahvé. ¿Qué es el hijo del hombre para que pienses en él? Es el hombre, se contesta a sí mismo, semejante a un soplo; sus días son como sombra que pasa". Pero es su nada y su miseria lo que atrae y engrandece la misericordia de Dios para con los pecadores, y mostró siempre predilección por los débiles, por los menesterosos, por los que sufren.
Para poner más de relieve y exaltar más y más la misericordia divina, la compara con la misericordia humana (v.1a). El hombre la practica con sus semejantes, y entre éstos la limita a sus connacionales, a sus amigos. Dios, en cambio, practica su misericordia con seres infinitamente inferiores y de quienes nada precisa, y la extiende a todos los hombres, no sólo a los justos, que cumplen su ley, sino también a los pecadores; también sobre éstos hace lucir el sol y hace caer la lluvia benéfica. Y mientras haya sobre la tierra un hombre, estarán abiertas las puertas de la misericordia divina, que no se cerrarán ante el arrepentimiento del más empedernido pecador. El Señor es como el maestro, que enseña el camino del bien vivir para conseguir una vida larga y feliz, y como el pastor bueno, que conduce a sus ovejas a los pastos saludables y las aparta de las hierbas venenosas, dando las gracias y medios para cumplir los preceptos y amenazando con duro castigo el incumplimiento de los mismos. Preciosa imagen esta del buen pastor, expresiva como la que más del amor misericordioso y cuidados solícitos divinos, que Jesucristo se apropió para poner de relieve su amor y solicitud por los pecadores.
El último verso de la perícopa concluye, según la versión siríaca, que preferimos por dar un sentido más conforme con el contexto, proclamando bienaventurados a quienes esperan con confianza en la misericordia de Dios, a que se hacen más acreedores con el diligente cumplimiento de sus preceptos.

Si 18, 15-18. Haz el bien de buen ánimo

La conducta misericordiosa de Dios para con el hombre ha sugerido al autor del libro unas reflexiones sobre el modo como éste ha de practicar la misericordia para con sus semejantes. El obsequio o limosna no ha de ir acompañado de reproches, con los que el necio manifiesta el desagrado para con quien, tal vez importunamente, solicitó su misericordia; ni de palabras amargas, con las que el envidioso no puede menos de dar a entender el dolor profundo que le causa tener que desprenderse de algo, aunque sea en favor de los demás. Quien alivia a los demás en su pobreza, ha de hacerlo con amor hacia el necesitado, con gozo y alegría de hacerle el bien. Una palabra portadora de cariño y aliento es muchas veces más eficaz que el mismo don material. Por eso, el ser humano bueno une las dos cosas: el don, con que socorre el prójimo en su necesidad, y la palabra amable y confortadora, con que da ánimo a su espíritu, muchas veces oprimido por la desgracia. El Talmud de Babilonia dice: "Quien da una moneda a un pobre será bendecido seis veces, y quien añade las palabras será bendecido doce veces"

Si 18, 19-29. Prudencia y reflexión

Seguimos unos consejos sueltos, que señalan la prudencia y circunspección con que es preciso proceder en las diversas circunstancias de la vida. Cuando tengas que hablar, reflexiona primero sobre lo que has de decir, para que nunca tengas que arrepentirte de lo que inconsideradamente dijiste. Vela por tu salud cuando te encuentres sano, y no caerás tan fácilmente en la enfermedad, que es mejor prevenir que tener que curar el mal contraído. Y si éste aparece, aplica el consejo del poeta: pon remedio al principio; preparas tarde la medicina cuando diste tiempo a que los males se apoderaran de ti.
Y si has de tener cuidado de tu cuerpo, mayor lo has de tener de tu alma. Antes de que llegue el día en que has de tener que dar cuenta de tu vida para recibir la recompensa o castigo de tus obras, prepárate con el examen de conciencia para ver si tu vida discurre conforme a los mandamientos divinos, de modo que puedas mirar con seguridad y optimismo el juicio que de tus obras hará Dios, o, si está en desacuerdo con ellos, para arrepentirte a tiempo y enderezar bien tu vida, de modo que en aquel día alcances misericordia. "Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos condenados," dice San Pablo. El v.21 supone la concepción de los antiguos de que las enfermedades eran castigo del pecado. Por eso recomienda Ben Sirac, como medida preventiva, la humildad, fundamento de una vida virtuosa, como la soberbia es raíz de todos los vicios. Y si incurriste en pecado, arrepiéntete del mismo y conviértete al Señor, y El perdonará tu pecado. Por lo demás, la vida humilde y tranquila favorece la salud tanto del cuerpo como del alma."
Como Qohelet, Ben Sirac da un doble consejo respecto de los votos (v.22-23). El primero, no formularlo sin antes haber reflexionado sobre la oportunidad y conveniencia del mismo, y no obrar precipitada y temerariamente, lo que vendría a ser tentar a Dios, exigiéndole gracias especiales para vencer una situación en que inconsideradamente, sin ser su voluntad, te colocaste. El segundo, no diferir el cumplimiento de los votos emitidos, conforme a lo mandado en el Deuteronomio: "Cuando hicieres un voto a Yahvé, no retardes el cumplirlo; pues Yahvé, tu Dios, de cierto te pedirá cuenta de ello, y cargarías con un pecado". Es claro que la dilación expone al incumplimiento del mismo. De modo que es mejor no hacer un voto a hacerlo y no cumplirlo, como advierte Qohelet. Los judíos emitían con frecuencia, votos sin la debida prudencia y luego buscaban mil escapatorias para eludir su cumplimiento. Todo un tratado del Talmud, el Nedarim, estaba orientado en este sentido. Para permanecer fieles en el cumplimiento de los deberes religiosos, Ben Sirac recomienda el recuerdo del día en que Dios dejará a un lado su misericordia para juzgar a los hombres con su justicia, y castigará terriblemente a los pecadores. Los maestros de vida espiritual siempre han propuesto la meditación de esta verdad eterna como medio eficacísimo para mantenerse alejados del pecado.
Recordar la pobreza y el hambre en los días de la abundancia será un acto de prudencia muy provechosa, que te hará vivir con sobriedad. Y con ello proveerás para el día de la desventura y no te verás reducido a la miseria. El pensamiento que ha de alentar tal recuerdo es la inconsistencia de los bienes terrestres, que de la noche a la mañana pueden perderse, especialmente en situaciones sociales poco seguras.
La conclusión de la perícopa es de sabor sapiencial. El que es sabio observa estas normas de prudencia práctica, reflexionando siempre antes de obrar. Con ello obra siempre bien, evita el pecado y puede esperar con confianza y optimismo el día del juicio, porque la sentencia le será favorable. Y el hombre prudente admira esa sabiduría y se esmera por alcanzarla. Ben Sirac le señala un camino: el contacto con los sabios, de cuyos labios la aprenderán e incluso se capacitarán para enseñarla en proverbios oportunos a los demás, que, como benéfica lluvia, les hará producir copiosos frutos de virtud. Es propio del verdaderamente sabio no esconder su sabiduría, sino comunicarla a los demás, como del realmente virtuoso hacer que lo sean los demás. La sabiduría práctica se confunde en los autores sapienciales con la virtud.

Si 18, 30-Si 19, 3. Moderación de la gula y lujuria

Hay tres cosas que fácilmente apartan al hombre del camino de la sabiduría: los manjares, el vino y las mujeres. Ben Sirac, después de hacer una recomendación de aquélla, pone en guardia a sus discípulos frente a este triple peligro. Da primero una recomendación general de moderación en este triple campo de cosas, añadiendo en seguida un motivo que debe llevar a su fiel observancia: la incontinencia de las pasiones de la gula y lujuria lleva consigo serios males, que hacen a quienes a ellos se entregan objeto de humillación y desprecio, de que sus enemigos tomarán pie para hacer burla y escarnio de ellos.
Hace después aplicación, primero, a placeres gastronómicos, exponiendo una consecuencia a que se expone quien se da a la glotonería y a la embriaguez. Estos vicios, que comenzaron seguramente poco a poco, van creando en el organismo una exigencia a que aquél no sabe ya resistir, y para saciarla consume cuanto su trabajo rinde, sin posibilidad alguna de ahorro. La imprudencia es mucho mayor cuando tales vicios han de mantenerse con un dinero prestado, que con tus ahorros -¿dónde están?- no podrás devolver, exponiéndote a la ira del acreedor y quizás a la tentación de robar para evitarla. Los autores de vida espiritual hacen aplicación del primer pensamiento a los pecados veniales o imperfecciones voluntarias de la vida espiritual. Las faltas leves debilitan las energías del alma, dan vigor a las pasiones y disponen al pecado grave. Quien es negligente en rechazarlas por tratarse de cosas pequeñas, fácilmente, cuando la tentación del pecado grave arrecia, incurre en él.
Con la gula va frecuentemente unida la lujuria. El vino extravía a quienes a él se dan por caminos de miseria y deshonor. La lujuria produce todavía más detestables consecuencias. Quien frecuenta el trato con meretrices, dada la concupiscencia humana, triste herencia del pecado original, terminará por hacerse un desvergonzado, que, no pudiendo dominar sus pasiones, buscará sin rubor alguno las ocasiones de saciarlas. Caerá en la corrupción más degradante, consumirá sus riquezas en el vicio y enervará las energías de su cuerpo, acelerando así la muerte y corrupción del sepulcro. Y, por supuesto, la ruina del alma, pues sus vergonzosas iniquidades lo alejan de Dios y la sabiduría no vive en él.

Si 19, 4-19. Prudencia en el hablar, sabiduría en la conducta discreción en el creer y en el hablar

También en el creer, pero sobre todo en el hablar, es necesaria mucha prudencia. Los autores sapienciales insisten mucho sobre este segundo tema. No pretende el autor que hayamos de desconfiar, sin más, de cuanto se nos diga, sino recomendar ese mínimum de prudencia que se requiere en un mundo falaz, puesto todo él bajo el poder del maligno, para no venir a ser objeto de engaño y de irrisión. Hay quienes no sólo hacen el mal, lo que ya es detestable, sino que se complacen en él, y quienes gozan llevando y trayendo comentarios sobre vidas ajenas. Lo primero es una estupidez digna de reproche y condenación. Lo segundo arguye al menos ligereza de ánimo; no cae en la cuenta del mal tan grande que con sus habladurías puede hacer, provocando enemistades y odios. El ser humano prudente dominará su lengua y se abstendrá de esparcir toda maledicencia, respetando la fama del prójimo; con ello conseguirá que los demás respeten la suya, absteniéndose de toda murmuración y juicio temerario contra él. No descubrirá los secretos íntimos de su corazón si un deber de justicia o de caridad no le obliga, con lo que evitará que un mal amigo se aproveche de sus confidencias para mal suyo. Dice un proverbio árabe que "posee su alma quien oculta su secreto al amigo." Los antiguos decían que las cosas de los amigos son comunes, sin excluir las más íntimas. Esto tiene sus límites, y hay cosas que uno solo habla con Dios o con quien hace sus veces. Si, pues, te has enterado de un secreto, sobre todo si se refiere, como precisa la Vulgata, a algo ofensivo para el prójimo, debes guardarlo en el corazón, de modo que nunca aflore a tus labios. Y no ser como el necio, que ansia la ocasión de comunicarlo, como la parturienta, afligida por los dolores del parto, desea dar a luz a su niño (v.11); y como aquel en cuyo muslo fue clavada una flecha, que anhela, obligado por el agudo dolor, le sea extraída.
Pero hay ocasiones en las que se debe hablar. Si de un amigo tuyo, de una persona con la que tienes confianza, has oído hablar mal, comunícaselo. Si realmente cometió la falta de que se le critica, harás muy bien en practicar para con él la caridad fraterna, sobre todo si lo haces con un amor entrañable de verdadero amigo. "Amonestar y ser amonestado es propio de la verdadera amistad", decía Cicerón. Y San Juan Crisóstomo decía: "Me siento reconocido a aquellos que me reprenden, pues son verdaderos amigos; lo hagan justa o injustamente, no intentan reprocharte, sino procurar tu enmienda." Ocurre muchas veces que no es cierta la falta de que se le acusa, y se murmura de él sin motivo ni fundamento, en cuyo caso, notificándoselo, podrás, juntamente con él, hacer verdad sobre el particular.
Tú no creas, sin más, cualquier cosa desfavorable que oigas de tu prójimo. Piensa que muchas veces no ha habido la mala intención que se supone, sino simplemente inadvertencia o, en todo caso, un poco de imprudencia. Por lo demás, en cuanto a pecados de lengua, ¿quién no ha faltado alguna vez? "A la lengua -dice Santiago- nadie es capaz de domarla; es un azote irrefrenable y está llena de mortífero veneno". Por eso has de ser indulgente para quienes con ella faltan, pensando que también tú faltarás alguna vez. Tu conducta ha de ser no reprender o castigar en seguida, sino amonestar conforme a la Ley, que quiere además se haga una solícita investigación antes de castigar. Jesucristo recomendó que, si tu prójimo pecaba contra ti, le corrigieras privadamente antes que denunciarle a la Iglesia, y san Pablo aconsejaba a los gálatas que, si alguno faltare entre ellos, lo corrigieran con espíritu de mansedumbre.

Si 19, 20-27. La verdadera y la falsa sabiduría

La mención de la Ley inspira al autor esta perícopa, que viene a ser como un contraste entre la verdadera sabiduría, que consiste en el temor de Dios y lleva consigo el dominio de la lengua en el hablar, y la falsa sabiduría del que no cumple la Ley de Dios y se basa en la hipocresía y en la mentira.
La sabiduría, conforme al pensamiento central de los autores sapienciales, es no sólo el conocimiento especulativo de las enseñanzas de los sabios, sino sobre todo el cumplimiento en la práctica de la Ley de Dios, que encierra sus mandamientos, al que llevan los sentimientos de piedad y temor reverencial al Padre. En consecuencia, el ingenio y habilidad del pecador para la realización de sus planes malvados y la cautela o circunspección que pretende recomendar en sus consejos en orden a tal fin, no son verdadera sabiduría, ni tampoco verdadera prudencia, virtud que ordena los medios a un fin recto, sino astucia y malicia, verdadera necedad e imprudencia. "Toda ciencia separada de la justicia -escribía Platón- y de las otras virtudes, es astucia más bien que sabiduría."
Del hombre que abusa de su ingenio para el mal, y que es, por lo mismo, de todo punto execrable, distingue Ben Sirac al necio, que, más que por astucia y malicia, obra el mal por ignorancia, y que es más bien digno de compasión. Si la verdadera sabiduría consiste en el temor de Dios, en el cumplimiento de los preceptos de la Ley, será preferible el hombre rudo e ignorante, pero temeroso de Dios, al sabio, que investiga los secretos de la naturaleza; al mismo teólogo, que profundiza en los misterios divinos, pero que no cumplen con la Ley de Dios.
Carecen, en consecuencia, de la verdadera sabiduría, insiste Ben Sirac, el malicioso o astuto, que se sirve de medios malos para realizar sus fines, o emplea su ingenio en demostrar su habilidad para violar impunemente la Ley, lo que es una sabiduría diabólica, terrena, animalesca, como dice Santiago. Y también el hipócrita, que, simulando abatimiento y tristeza, se presenta en actitud humilde o como quien nada sabe, para encubrir perversas intenciones secretas, lo que los hace especialmente peligrosos. Comentando este versículo A. Lapide, dice son numerosos en las cortes de los príncipes, donde reina la ambición, la envidia y la hipocresía. Por ello piensan algunos que el Siracida escribió esto en la corte de Ptolomeo, rey de Egipto, u otro príncipe. La simulación es aún hoy día muy frecuente en Oriente.
Pero el profundo observador puede, mediante ciertos indicios, descubrir al hipócrita y no dejarse engañar por su astucia. El primero asignado por el sabio es el semblante exterior; en efecto, en las facciones del rostro, en la mirada sobre todo, fácilmente se deja entrever la malicia o la bondad del ser humano, el crimen y la inocencia, la lujuria o el candor. También la manera de vestir, de andar, pueden reflejar un alma sencilla y humilde o un espíritu vanidoso, lleno de orgullo; una educación fina y delicada o unos modales poco cultivados. La misma manera de reír denota no pocas veces la astucia o la sinceridad, la doblez o la franqueza. Tiene razón Séneca cuando afirma que los más mínimos detalles descubren las costumbres de los hombres. Comentamos el v.28 con la perícopa siguiente.

Si 19, 28-30. Discreción en el responder y el hablar

Hay ocasiones en que no es prudente hacer una reprensión; por ejemplo, cuando el que ha de ser reprendido se encuentra bajo impresiones o circunstancias que harían la reprensión inútil y tal vez contraproducente, o cuando el que ha de reprender está dominado por la pasión de la ira, que priva de la mansedumbre precisa para no traspasar los linderos de la caridad, que ha de informar toda reprensión. San Agustín dice que aquélla le es necesaria como al cirujano la serenidad de espíritu para no cortar ni más ni menos que lo que el enfermo precisa. Platón dijo en una ocasión a un siervo cuya falta le indignó: "Te castigaría si no estuviera airado"; y en otra encomendó el castigo a un amigo, diciendo: "Yo no puedo castigarlo, porque estoy dominado por la ira." En estos casos será mejor callar hasta el momento oportuno, sin olvidar que a veces, como enseña la experiencia, el silencio, tan ponderado por los autores sapienciales, es la más prudente y eficaz reprensión. Pero hay ocasiones en que será preferible hacer la reprensión a guardar silencio. Es el caso en que bajo esta segunda actitud se encubre y fomenta uno de los sentimientos menos nobles del corazón humano y más opuestos, podemos decir nosotros, a la caridad cristiana. Entonces la prudencia recomienda hacer la reprensión, que, además de hacer bien al reprendido, si se hace de modo conveniente, lo hace al que reprende, al darle ocasión a desfogar la ira y evitar una enemistad tal vez perpetua. Si el reprendido reconoce su culpa, se hará mucho bien, ya que obtendrá misericordia, como afirma el autor de los Proverbios, pues predispone al superior en su favor. Dios es lo que exige, unido al arrepentimiento, para perdonar aun los más graves pecados. Dice San Beda: "La confesión de los males es principio de bienes." Pero el reprensor y, en general, quien quiera hacer bien, no olvide que no se puede hacer a uno justo por la fuerza; una reprensión demasiado violenta produce contrariedad y puede quedar sin fruto, como pone de relieve la expresiva, aunque rara a nuestra sensibilidad, comparación del v.2.
Una de las cosas en que más se manifiesta la sabiduría es la prudencia en el hablar y en el callar. Indica un profundo dominio de sí mismo saber callar en el momento en que el afán de comunicar un secreto que debemos guardar nos acucia, cuando bajo los efectos de la ira diríamos palabras que después nos pesaría haber dicho. "Es más glorioso tolerar una injuria callando que vengarse respondiendo". Hasta el mismo necio, si calla, pasa por sabio. "He visto caer a muchos en el pecado con su palabra, apenas alguno con el silencio; es más fácil hablar que callar". Claro que no siempre el silencio es indicio de sabiduría y prudencia; hay quien calla porque no sabe qué hablar o qué responder. La virtud consiste en, sabiendo y pudiendo hablar, vencerse y callar hasta el momento oportuno, lo que resulta poco menos que imposible para el necio, que habla irreflexivamente cuanto le viene a la mente, sin tener en cuenta la oportunidad de su palabra. Más aún, el que mucho habla, no sólo falta a la prudencia, sino que molesta a los demás, resultando a veces odioso a cuantos han de soportar su conversación.
También, en otros órdenes de cosas, las apariencias engañan (V.9-15); por lo que debemos proceder cautamente al formular nuestros juicios. Unas mismas cosas en manos del sabio o del necio pueden ofrecer resultados muy diferentes. Así, hay éxitos que conducen a gravísimos males, como ocurrió a Aman y a muchos reyes de Israel, como Jehú, Acab y, en general, a cuantos la prosperidad llevó al pecado, con el consiguiente daño para sus almas. Hay dones que no te reportarán beneficio alguno, como el que haces a una persona ingrata o si lo haces con malas intenciones; mientras que otros te serán doblemente agradecidos, como es el don al pobre, al justo, en el que, además de su agradecimiento y estima por parte de los demás, obtendrás la recompensa del Altísimo. Y hay prosperidades que ensoberbecen, originando caídas y humillaciones, como ocurrió al invitado de la parábola y ocurre con frecuencia a príncipes absolutistas; y humillaciones que llevaron a las más elevadas dignidades, como ocurrió a José, David, porque en este mismo mundo se realizan muchas veces las palabras de Cristo: "El que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado." La misma ley de que las apariencias no responden a veces a la realidad se verifica en la vida corriente de cada día en la adquisición de las cosas: a veces con poco dinero se compran muchas cosas, creyendo haber hecho un buen negocio; en realidad ha sido muy cara, como quiere indicar el siete veces en el simbolismo oriental, pues muchas veces la mercancía más barata es en realidad la más cara.
Entre los dones que no aprovechan está el que hace el avaro (?.13), porque éste no da sino para recibir con creces. El ojo es el órgano o parte del cuerpo donde más se refleja la codicia; al decir que tiene siete ojos, Ben Sirac quiere decir que es insaciable. Como dice dom Calmet, "el avaro es como el pescador, que pone en el anzuelo un pequeño cebo para sacar un gran pez." Es muy poco amigo de dar, y, cuando lo hace, exagera con insolencia el bien que hizo, con el fin de que le sea devuelto en mayor cantidad; por lo demás, siempre cree es mucho lo que él da y muy poco lo que en recompensa recibe. Su codicia no le permite esperar, y antes de tiempo, oportuna o importunamente, te reclamará lo que te prestó. Siempre se quejará de falta de gratitud por parte de los amigos; éstos no pretenden otra cosa más que aprovecharse de él; cuando están en su presencia, lo alaban; pero después piensa que hablan mal de él. Su conducta resulta despreciable por lo interesada, y ridícula por las actitudes a que la codicia le conduce.
Concluye la perícopa recomendando de nuevo la discreción en el hablar, dando a entender con comparaciones gráficas el daño que su ausencia puede ocasionar. Es preferible la caída del cuerpo a pecar con la lengua; aquélla puede hacer sólo un mal corporal, ésta produce daño moral a su propia alma y a la fama o bien de los demás. Y quienes con la lengua pecan, más pronto de lo que esperan recogen el justo castigo de las malas palabras y calumnias que esparcieron. A veces el necio puede pronunciar una sabia sentencia, pero le falla la oportunidad; de modo que, no obstante su tal vez maravillosa enseñanza, no resulta agradable en sus labios. Es como el bocado sin sal, y a veces como el espino en mano del borracho.

Si 20, 1-32. Hablar Prudente y Sentencias Varias

El peligro de pecar, sobre todo con la lengua, es menor en el pobre, que ha de pasarse la vida en sus quehaceres para ganar su sustento, retirado muchas veces de la compañía de los demás, que en el rico, a quien las riquezas proporcionan muchos ratos de ocio y muchos medios para darse a la vida de pecado, de que carece el pobre. Platón afirmaba "que el rico es más infeliz que el pobre, porque el pobre sólo tiene la voluntad de pecar; el rico, además, la facultad."
Otra de las cosas que más caídas originan, y sobre la que, en consecuencia, el sabio tiene que llamar con insistencia la atención, son los respetos humanos. La experiencia dice con qué frecuencia, por un qué dirán, se falta a una palabra dada, se deja de hacer el bien a los demás, se hace traición a un amigo, hasta se vende la propia alma. "Y lo que hace de hecho más despreciable el respeto humano es que ordinariamente se ejercita frente a hombres que no merecen título alguno de estima." Por lo que a los deberes religiosos toca, Jesucristo dijo que "a quien le confesare delante de los hombres le confesará Él delante de su Padre celestial, y a quien le negare delante de los hombres, lo negará Él delante de su Padre, que está en los cielos."
Otro defecto frecuentemente fustigado por los autores sapienciales, que perturba muchas veces las relaciones sociales, es la mentira (v.20-28). El autor de los Proverbios la enumera entre las cosas odiosas a Dios, que, por lo mismo, castigará con la perdición y el estanque de fuego. Aristóteles la considera como vicio de esclavos y almas bajas, y todo el mundo como vicio de cobardes. Ben Sirac pone comparación entre el mentiroso y el ladrón, declarando a aquél más detestable que a éste. Y en verdad éste hace daño en los bienes materiales, a cuyo robo tal vez le obliga la necesidad; aquél mancilla de ordinario la fama y el honor.
Frente a las desventajas y al deshonor de la necedad, Ben Sirac evoca algunas ventajas de la sabiduría: la dignidad y prestigio de que el sabio goza en grado cada día mayor, la estima que de él hacen los grandes, que le conceden un puesto de honor. Y entonces, como el agricultor cultivando bien sus tierras aumenta la magnitud de sus parvas en la era, quien se ha ganado la simpatía de los príncipes puede obtener grandes favores de ellos, hasta hacerles cambiar de decisión, como consiguieron José en la corte del Faraón, Mardoqueo en la del rey Asuero, Daniel en la de Nabucodonosor. Pero han de ponerse en guardia frente a un gran peligro: el dejarse sobornar con dones o regalos para que interpongan su valimiento ante los príncipes en favor del sobornante. Tales dones, dice expresivamente Ben Sirac, son como un bozal que se pone a la boca del que debe reprender y le impide hacer la reprensión. Como dice Cayetano, los dones cambian el afecto y hacen que, si no especulativamente, al menos prácticamente, parezca digno de favor o de excusa aquel de quien se recibió el don.
Una recomendación final. El sabio no deberá esconder su sabiduría, sino que deberá hacer el bien con ella a los demás. Dios que da los talentos, pedirá rigurosa cuenta de los frutos que deben producir. Obra mejor quien oculta su necedad, pues no hace daño con ella, no comete el pecado de omisión del primero.

Si 21, 1-28. Pecado y sabiduría

Si 21, 1-10. Exhortación a huir del pecado

En la perícopa precedente, Ben Sirac hizo varias veces mención del pecado. La presente sección tiene por objeto apartar al hombre del mismo poniendo ante los ojos sus desastrosos efectos.
La sabiduría es incompatible con el pecado. Quien quiera hacerse su discípulo tiene que romper radicalmente con él. Respecto de los pecados ya cometidos, Ben Sirac recuerda una doble conducta: oración al Señor para obtener su perdón y expiar el reato de culpa y pena que dejan los pecados perdonados, y el firme propósito de nunca más volver a cometerlos, teniendo en cuenta que la recaída ofende mucho más al Señor y hace cada vez más difícil el arrepentimiento. Ben Sirac manifiesta que debemos huir del pecado con el mismo horror con que huimos de la serpiente, cuya mordedura venenosa sabemos nos haría morir; con la misma diligencia con que escaparíamos del león, cuyas garras nos destrozarían. Si esos animales causarían la muerte del cuerpo, el pecado mata la vida del alma; por eso los cristianos dejaban despedazar sus cuerpos por las fieras antes que mancillar sus almas por el pecado. Es el pecado -advierte también el sabio (v.4)- como una espada de dos filos, cuya herida no se puede curar con medicina alguna. Solamente Dios, con su infinita misericordia, la puede curar, y para llevarlo a cabo exigió nada menos que la muerte en la cruz de su Hijo hecho hombre.
Después de haber hablado del pecado en general, Ben Sirac se refiere a algunos en particular. Y en primer lugar de la soberbia (v.5), fuente de todos los vicios, especialmente de la violencia de que suele ir acompañada, y cuyos desastrosos efectos ponen los autores sapienciales con frecuencia de relieve. Dios humilla a los soberbios y los priva con frecuencia de sus bienes, que hace pasar a los pobres y humildes "En sentido espiritual se puede decir -comenta Girotti- que, por más rico en virtud que parezca un hombre, si entra en él una presuntuosa complacencia de sí mismo, la que San Agustín llama una injusticia y un ultraje que se hace a Dios, porque se apropia lo que sólo a Él pertenece, el orgullo lo arruina y destruye hasta las raíces la gracia y la virtud que se encontraban en él." La soberbia tiene muchas veces como efecto la opresión del pobre y del indefenso, pecado que clama al cielo y no suele tardar en recibir el castigo merecido. "La dureza de su corazón -dice Bossuet- para con los pobres endurece el corazón de Dios contra él." Consecuencia suya suele ser también la indocilidad frente a la reprensión, defecto de funestas consecuencias, porque quien aborrece la corrección se endurece en sus faltas, le irán dominando sus vicios, y vendrá a seguir los caminos del pecador. Los efectos contrarios obtiene el temor de Dios, que hace sensible a todo lo que ofende al Señor, y acepta, por lo mismo, la corrección con toda docilidad, convirtiéndose de todo corazón de su pecado y caminando por los senderos de la sabiduría, que cada día poseerá en un grado mayor.
Defecto, si no tan grave como los anteriores, pero sí muy frecuente, es el hablar demasiado, lo que origina los pecados de lengua, tan numerosos y a veces graves, que ofenden el precepto sagrado del amor. Los sapienciales ponen muchas veces en guardia respecto del uso de la lengua. De todo ello se libra el que es discreto en sus palabras; ni manifestará sus defectos ni los ajenos; unos y otros los encubre su silencio.
Junto a la soberbia se encuentra muchas veces la avaricia, pecado del que también tiene que huir quien no quiera exponerse a serias contrariedades y tal vez a muy graves males. Lo expresa gráficamente Ben Sirac: quien a base de bienes injustamente adquiridos hace su fortuna, la perderá a manos de quienes se sentirán con derecho a despojarle de sus bienes. Y tal vez éstos lo hagan, si el momento oportuno llega, de una manera tan violenta, que pudieran dar sentido real a la expresión de Ben Sirac: amontona piedras para la sepultura (V.9).
Concluye la perícopa con unas observaciones o advertencias sobre los impíos: son como estopa, materia sumamente inflamable, que en un instante puede quedar reducida a cenizas, que el fuego de la ira divina puede destruir en un momento. Es más fácil, constata Ben Sirac, la vida fácil y cómoda del pecador, que se entrega a los placeres de la tierra, que la vida austera y sacrificada del justo, que pone su corazón en el cumplimiento fiel de la Ley de Dios. Pero, al final, el pecador será sepultado en el olvido de las profundidades del hades, mientras que el justo será exaltado en el día de la muerte. Ben Sirac no tiene todavía ideas claras sobre la retribución ultraterrena. Parece entrever el castigo del impío en la otra vida al mencionar sólo ocasionalmente la profundidad del mundo de los infiernos, en que precipitará al pecador. Pero, por lo que a la felicidad futura del justo respecta, nada sabe, pues les aconseja esperar la recompensa en esta vida, sin hacer en sus consejos referencia alguna a la eternidad.

Si 21, 11-26. Sabiduría y necedad

En esta extensa perícopa, el autor continúa la comparación, que interrumpió la sección precedente, entre el sabio y el necio, poniendo de relieve sus diversas actitudes en las diferentes circunstancias de la vida.
El primer paso, advierte antes, para la conquista de la sabiduría es el dominio de sí mismo, que controla los instintos que inclinan al mal. San Pablo, en su carta a los Romanos, habla de la inclinación de la concupiscencia, que obstaculiza el cumplimiento de lo que la mente me declara ley de Dios. Y el temor de Dios, que lleva a ese cumplimiento de la ley de Dios, conduce, por lo mismo, a la verdadera sabiduría, que no consiste en el mero conocimiento de los mandamientos divinos, sino en la práctica de los mismos. Este dominio de sí mismo es un acto maravilloso de prudencia. Pero hay dos clases de prudencia: una que consiste en adaptar los actos de la vida práctica a los postulados de la sabiduría y de la educación; otra que es la habilidad que tienen los malos para llevar a cabo sus perversos planes, astucia que les lleva muchas veces al castigo por parte de los hombres, y siempre por parte de Dios.
Ben Sirac advierte entre el sabio y el necio numerosas discrepancias. La primera, en cuanto a la sabiduría misma. Si el sabio oye una enseñanza, pone en ella su atención, la medita en su interior, con lo cual progresa en el conocimiento de la sabiduría, y puede presentar a los demás una doctrina cultivada, perfecta, viniendo a ser para ellos con sus consejos como una fuente de aguas vivas que le proporciona una vida larga y feliz. Si la oye el necio, como es incapaz de apreciarla o, si la comprende, ve que está en desacuerdo con sus inclinaciones, no hará caso e incluso la despreciará, asemejándose a una cisterna rota, que no retiene las aguas.
Distintos son también los efectos que produce la conversación del necio y la del sabio. Aquélla resulta pesada e insoportable para toda persona seria, porque no suele contener una palabra edificante y provechosa, mientras abunda en necedades y sandeces. La del sabio, por el contrario, se hace agradable a sus oyentes, porque a su contenido lleno de sabiduría y aciertos suele añadir la gracia en el hablar, de modo que sus sentencias son "panal de miel, dulzura del alma y medicina de los huesos." Por lo cual, su parecer es preguntado con todo interés en las asambleas públicas, donde se tratan los asuntos serios e importantes de la sociedad, o en las reuniones de la sinagoga los sábados, donde los oyentes le escuchan ávidamente y meditan en su corazón sus palabras para inspirar en ellas su vida.
Con expresivas comparaciones intenta el autor expresar lo que es para el necio la sabiduría y la disciplina. El necio no comprende las máximas de la sabiduría, por lo que le resultan tan inútiles como la casa en ruinas a su dueño, que no la podrá habitar. Y las normas de disciplina, tan molestas como al preso los grillos que sujetan sus pies y las esposas que privan de movimiento a sus manos; son para él como un freno que no le deja libertad de acción, que él desea para entregarse a sus caprichos y a los instintos e inclinaciones de su concupiscencia. El sabio, en cambio, las aprecia y sigue con gusto, porque le ayudan a conseguir la sabiduría, que le confiere una dignidad y estima en el orden moral semejante al que dan al cuerpo los más bellos adornos.
La misma manera de reír manifiesta al exterior la diferencia que entre ellos existe. El necio no controla su risa, ríe a destiempo y lo hace muchas veces inmoderadamente; el sabio, si bien considera más propia de su dignidad la seriedad -los sabios no deben ser amantes del reír, decía Platón-, cuando llega el momento, sabe reír, pero siempre en la forma educada que señala la prudencia.
La vida social ofrece numerosas ocasiones o circunstancias en que la actitud del necio y del sabio discrepan por completo. Así respecto de la casa del vecino. Aquél entra en ella sin reflexionar si su entrada resultará agradable o si su presencia molesta. En pocas cosas, por el contrario, se muestra el prudente tan cauto y reservado como en el visitar casas ajenas; aun invitado, no entrará en ellas muchas veces si no le fuere insistentemente rogado. Si el necio no puede entrar en seguida y ha de permanecer esperando en el umbral, se pone a escuchar a través de las ventanas o rendijas de las puertas lo que dentro pasa, indiscreción en que el sabio se avergonzaría incurrir. Como en Oriente las ventanas no tienen cristales ni hojas de ventana, sino simplemente celosías, no era difícil curiosear desde fuera lo que se hace dentro de una casa.
Pero lo que quizá revela más claramente la profunda diferencia entre el necio y el sabio es su conversación. Aquél no acierta a decir otra cosa que necedades, pues profiere con sus labios lo primero que impresiona sus sentidos o pasiones, sin hacerlo pasar por la reflexión de la inteligencia, de modo que parece tiene su corazón a flor de labios. El sabio, en cambio, pesa sus palabras antes de proferirlas, de modo que es el corazón, la inteligencia, la que habla por su boca. Al contrario que en el caso del necio, puede decirse que tiene ésta en el corazón.
Concluye el autor señalando dos vicios, con sus respectivas consecuencias, que suele tener el necio impío. Este murmura con toda facilidad de los demás y maldice por cualquier otro motivo a quienes no aguantan sus necedades. Ello hace patente su necedad e insensatez, con la consiguiente mengua de su estima y el daño que entraña su falta de caridad.

Si 22, 1-27. Pereza, ineducación, necedad, amistad

Si 22, 1-2. El perezoso

Estos dos versos intentan poner de manifiesto lo detestable y hasta repugnante que resulta al sabio la indolencia del perezoso. Ben Sirac lo compara a una piedra cubierta de fango y a una bola de estiércol, que repelen a quienes inadvertidamente las tocan. El libro de los Proverbios dice que el haragán es como vinagre a los dientes y humo a los ojos para quien le manda. Ben Sirac añade que todos silban sobre su infamia, manera de manifestar el desprecio que data de muy antiguo. Naturalmente, el sabio, diligente por naturaleza, rehúye de todo punto el trato con el perezoso, incapaz de cuanto suponga algún sacrificio.

Si 22, 3-8. El hijo mal educado

El hijo mal educado es una deshonra para su padre, a quien se culpará de negligencia en la formación de los hijos. Antes afirmó que vale más un hijo bueno que mil malos, y más morir sin hijos que tenerlos impíos. Proverbios dice que quien engendra un hijo necio, para su mal lo engendra, pues los primeros que sufrirán las consecuencias de su indisciplina serán los mismos padres. La afirmación del sabio se verifica sobre todo si la indisciplinada es la hija, porque a la deshonra que su ineducación entraña añadirá para el padre la dificultad en encontrarle un buen marido. Mientras que la hija virtuosa consigue la bendición de Dios y estima de los hombres, y con su prudencia proporciona prosperidad al hogar, y, por lo mismo, gloria a su marido, la necia y desvergonzada será el oprobio, primero de los padres y luego también de su marido, que, lejos de amarla con ternura, sentirá desprecio hacia ella. Un buen padre debe procurar evitar tal ignominia a su hija; lo conseguirá no con largas exhortaciones hechas a destiempo, que serían como música alegre en el duelo, sino con la disciplina, que templa la voluntad, y el castigo, que en su justa medida será oportuno y muchas veces, especialmente en los años de la infancia, necesario. Por eso aconseja el sabio: "no ahorres a tu hijo la corrección, que hiriéndole con la vara librarás su alma del sepulcro", pues "la necedad se esconde en el corazón del niño, y la vara de la corrección la hace salir fuera."

Si 22, 9-18. El necio

Pretender enseñar al necio con consejos y exhortaciones es perder el tiempo. Su mente, dispersa en las mil cosas que ofrecen los sentidos, no sigue las enseñanzas del sabio, ni las quiere seguir, porque son contrarias a sus inclinaciones. Dormido en sus malos hábitos y entregado a sus pasiones, sólo la vara de la corrección le hará reaccionar. "En sentido espiritual -comenta Girotti-, las palabras del sabio pueden aplicarse a los pecadores, los cuales, mientras están dominados por el afecto al pecado, no tienen ojos para ver ni oídos para oír. Entonces lo más prudente no será quizá el hablar a ellos de Dios, sino a Dios de ellos, a fin de que Él les diga en el interior de su corazón, según la expresión de San Pablo (Ef 5, 14): 'Despertad vosotros que dormís; salid de la muerte en que os encontráis, y Jesucristo os iluminará'". Su condición es más digna de llanto que la muerte misma. El que partió de este mundo se halla ya libre de las miserias de esta vida; el necio está sujeto a la más terrible de todas ellas, que es el pecado; aquél ha muerto a la vida del cuerpo, éste a la vida del alma y amistad con Dios, de modo que, si por el difunto se hacen siete días de luto, por el necio pecador se debería hacer duelo todos los días de su vida en que permanece en pecado.
El sabio deberá adoptar la siguiente conducta para con el necio: tratar con él lo indispensable a fin de evitar el fastidio que su conversación produce y el daño que el contacto con el pecador puede ocasionar; dada la propensión de nuestra naturaleza al mal y la lucha dura que muchas veces supone el bien, el "dime con quién andas y te diré quién eres" suele tener aquí frecuente realidad. Los autores sapienciales no se cansan de poner de manifiesto lo molesto que para el sabio resulta el necio, más que tener que soportar el peso de metales como el plomo; éstos imponen al cuerpo una carga que ciertos medios pueden aliviar; el trato con el necio afecta al espíritu, y las consecuencias del mismo con dificultad se evitan.
Por medio de comparaciones explica Ben Sirac la fortaleza del sabio, que se apoya en las enseñanzas de la sabiduría que ha asimilado mediante la reflexión, y la debilidad frente a las dificultades del necio, que carece de principios serios de conducta. El primero se mantiene firme ante toda adversidad, como resiste al terremoto el edificio cuyos muros están asegurados por un armazón de madera bien ajustada 13; sus principios son consistentes como el revoque mezclado con arena. El segundo, desprovisto de criterios firmes y voluntad fuerte, se rinde ante la dificultad, como el edificio sin fundamentos, que abate la tempestad.

Si 22, 19-26. La amistad

Termina el capítulo con una perícopa sobre el comportamiento, positivo y negativo, que es preciso observar en orden a conservar la amistad, y que puede considerarse como una aplicación práctica del paralelismo anteriormente expuesto entre la sabiduría y la necedad. Comienza advirtiendo lo delicada que es la amistad, comparable a la sensibilidad del ojo ante la acción de la mano que lo frota; a la del pájaro, que huye despavorido ante la piedra lanzada en torno suyo. También ella se resiente con las indelicadezas del amigo y desaparece, sobre todo si éstas llegan al juicio temerario y la injuria.
Hay entre amigos cosas que no rompen la amistad, pero las hay de todo punto intolerables, de modo que no puede con ellas subsistir. Si en una discusión te acaloraste y proferiste una palabra menos agradable, no hubo mala intención, y los amigos unidos por una sincera amistad se perdonan. Pero, si se profieren palabras injuriosas, se revelan secretos, se hace traición aprovechando la confianza dada, la amistad se destruye. Viene bien a este propósito la advertencia del v.3o: procura evitar las pequeñas manifestaciones de la ira, porque éstas pueden excitar los ánimos, se hace violenta la discusión, de las palabras se pasa a los hechos, y lo que en un principio fue una sencilla falta de caridad, puede al final hacer correr la sangre.
Tu conducta para con el amigo ha de estar basada en un amor y una fidelidad que no claudiquen ante su pobreza ni ante su tribulación. Es así como podrás estar a su lado el día de la prosperidad, porque con tu fidelidad en las circunstancias adversas diste pruebas de una amistad sincera y leal. Y esto sin avergonzarte ante los demás de pasar por amigo suyo, dispuesto incluso a defenderlo si es injuriado. Si después él no te corresponde, el mal será para él, pues nadie en adelante confiará en él, mientras que tú serás admirado por todos.

Si 23, 1-28. Oración frente a los pecados de lengua y sensualidad

Si 23, 1-6. Oración del sabio

Concluye Ben Sirac la sección quinta del libro con una preciosa oración en que implora a Dios le preserve de los pecados de lengua y sensualidad, a que todavía se referirá antes de pasar a la sección siguiente. Reconoce con ella que, dada la facilidad con que la lengua se desliza hacia ciertos pecados y la propensión de la naturaleza humana a los placeres sensuales, no bastan las meras normas sapienciales para mantenerse alejado de ellos, sino que es precisa una asistencia especial de Dios, que se consigue mediante la oración. La dirige a Dios, Padre y Soberano de su vida, lo que pone una nota de confianza y humildad, a la vez que indica relaciones más individuales del israelita con Dios que en tiempos pasados, en que Dios era más bien el Padre del pueblo elegido.
Siendo el Señor quien da la respuesta a los labios, y pudiendo éstos proferir bendición o maldición, el sabio pide al Señor un dominio tal de su lengua, que le permita hablar siempre conforme a los dictados de la sabiduría y evitar los pecados en que aquélla tan fácilmente incurre. Y como éstos provienen de los pensamientos malévolos de la mente y de los afectos incontrolados del corazón, Ben Sirac implora corrección y castigo respecto de uno y otra que le obliguen a poner junto a la gracia de Dios el castigo personal preciso para obtener la victoria y no venir a ser por sus pecados motivo de júbilo para sus enemigos, que diría también el salmista en una oración parecida. En la segunda parte, repetida la invocación a Dios Padre (v.4), solicita ayuda y protección para no caer en los pecados de sensualidad, que, juntamente con los de lengua, son de los más difíciles de evitar. Las sugestiones del v.5 se refieren al "corazón y pensamientos" del v.2, no al "enemigo" del v.3. La altivez de ojos, más bien que el orgullo, designa en este contexto la mirada concupiscente del que está dominado por la pasión impura 5. Los placeres del vientre, dado que no se trata en la perícopa de la intemperancia, designa seguramente los placeres de la carne. La invocación de la gracia de Dios no dispensa del esfuerzo humano. A su plegaria, Ben Sirac va a añadir unas normas de prudencia y unas exhortaciones encaminadas a dar luz a la mente y fortaleza a la voluntad en la lucha que sus discípulos han de sostener si quieren evitar los pecados mencionados.

Si 23, 7-15. El dominio de la lengua

Comienza recordando la necesidad de la disciplina de la lengua para evitar sus pecados, e indica que el hábito de murmurar y la soberbia son las más frecuentes causas de los mismos.
Ante todo es preciso una cautela especial respecto del juramento y del tener siempre en los labios el nombre de Dios. En la antigüedad era muy frecuente el juramento; mediante él se arreglaban muchas cosas en aquellas sociedades imperfectamente constituidas. Los judíos tenían ideas un poco raras respecto de él; sólo consideraban pecado grave el perjurio, y si el nombre de Dios no entraba en el juramento, no se creían obligados a su cumplimiento. Es muy difícil que quien está de continuo jurando o tiene en sus labios a cada momento el nombre de Dios, no lo haga alguna vez en vano, sin la debida reverencia en un momento de indignación, o en un momento de apuro no jure en falso. Por ello recomienda el sabio no habituarse al juramento ni a tomar, sin más, en los labios el nombre de Dios. Dice San Agustín que "jurar en falso es perdición, jurar lo verdadero es cosa peligrosa, no jurar es lo más seguro."
A los cristianos, Jesucristo dio esta norma ideal: entre los miembros del nuevo reino debe reinar tal confianza y sinceridad, que baste un sí o un no sencillos para ser creídos, sin necesidad de juramento alguno, el cual está indicando que aquéllas fallan. Ben Sirac puntualiza que se puede faltar al juramento de tres maneras: jurando a la ligera, lo que era preciso expiar; no cumpliendo lo prometido con juramento, que crea una obligación especial, y jurando en falso, profanación del nombre de Dios que no quedará sin castigo.
Pero hay un pecado de lengua más grave todavía que el juramento; tan detestable, que Ben Sirac no quiere ni mencionarlo por su nombre: la blasfemia, que en la Ley se castigaba con la pena de muerte y que los israelitas debían de todo punto aborrecer.
La sabiduría va más allá todavía en sus exigencias. Sus discípulos han de evitar no sólo los pecados graves de lengua, sino también cuanto desdice de su dignidad y decoro, como son las palabras y conversaciones torpes, que, si no están bien en otras gentes, mucho menos en boca de los israelitas, escogidos como pueblo predilecto por el Dios tres veces santo, que quiere también santo a su pueblo.
Los versos siguientes (18-19) se refieren a quien, habiendo tenido un origen humilde, llega después a ocupar un puesto destacado en la sociedad. Ben Sirac le recomienda que no incurra en el olvido de quienes le dieron el ser y se abstenga de toda palabra desdeñosa hacia ellos cuando se encuentre en medio de los grandes. Sería una falta contra el cuarto precepto, que Dios no dejaría sin castigo, y una falta de educación, que le granjearía el desprecio de los hombres. Ello le haría sentir confusión, y tal vez desesperado llegase a maldecir el día de su nacimiento. Concluye la perícopa con una advertencia: quienes se habitúan a los pecados de lengua, difícilmente se corrigen después, por lo que es preciso atacar este defecto en sus principios.

Si 23, 16-28. Los pecados de lujuria

De los pecados de lengua pasa a la otra clase de pecados que mencionó en su oración, para insistir en la gravedad del adulterio. Abre la sección una sentencia numeral, en que se enuncia el número total de las cosas a que se va a hacer referencia, menos una, que se enuncia a continuación con cierto misterio e intriga, y que excede a las precedentes en importancia. La primera clase de hombres que multiplica los pecados de lujuria son los que se dan al pecado solitario; su sensualidad es comparada al fuego, que arde hasta haber consumido y devorado todo, pues también ella no cede hasta haber agotado las mismas energías físicas del lujurioso. La segunda, los fornicarios, a quienes el fuego de la pasión lleva a pecar con toda mujer que les sale al paso, y cuya concupiscencia no se extingue más que con la muerte. "El hombre que se acostumbra a este vicio -escribe A Lapide- peca con cualquiera que le presente ocasión; toda mujer, esté dotada de belleza o carezca de ella, sea pobre o rica, sea joven o anciana, le parece buena para saciar su concupiscencia, como sabe dulce y sabroso al famélico el pan aunque sea moreno y duro. La concupiscencia y costumbre de fornicar es tan tenaz, que no envejece con los años, sino que subsiste, tiene vigor y arde hasta la misma muerte."
La tercera clase son los adúlteros (v.25-30), los cuales piensan que Dios no presta atención a sus pecados, y procuran no ser descubiertos por los hombres a fin de evitar las penas con que se castigaba este pecado. Se equivocan al enjuiciar así la actitud de Dios. Él conoce al hombre aun antes de que exista, sigue los pasos de cada uno de los vivientes, sin que uno solo escape a su providencia, y conoce las más profundas intenciones de la mente humana y los más íntimos sentimientos del corazón del hombre. "Dios -escribe A Lapide- prevé las acciones buenas y malas de los hombres antes de que vengan al mundo; las ve cuando están en el mundo y las juzgará cuando salgan del mundo." Pero el lujurioso vive abismado en sus pecados, y termina por hacerse en la práctica un ateo, y no es del parecer de Séneca, que, siendo gentil, exclamaba: "Aunque supiera que los hombres ignorarían su pecado y Dios lo desconociese, sin embargo, no pecaría por la torpeza y fealdad del mismo." También las precauciones del adúltero para que su pecado quede oculto a los hombres fallan con mucha frecuencia. Más de una vez, cuando el adúltero se creía más seguro, fue sorprendido en su delito, con la consiguiente infamia, a la que siguió un implacable castigo.
Y lo mismo ocurrirá a la adúltera (v.32). También ella será castigada con todo rigor por el triple pecado cometido con su acto lujurioso: ofensa a Dios desobedeciendo un mandamiento de la Ley; infidelidad para con su marido, cuya fe, prometida ante el Señor, ha violado, e injuria a los hijos legítimos, a los que añade un extraño con quien aquéllos habrán de compartir su herencia. Los cristianos, que sabemos que nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, podríamos insistir en este nuevo motivo como poderoso estímulo para apartarse de tan grave pecado. Pero no sólo la adúltera sufrirá la pena de su delito, sino que sufrirán también las consecuencias sus hijos legítimos, sobre cuya legitimidad alguien formulará sospechas al ser descubierto su pecado, y por supuesto los ilegítimos, que quedaban excluidos de la comunidad religiosa y expuestos a los males que menciona en su primera parte el libro de la Sabiduría. Quienes conozcan la infamia en que incurre la adúltera comprenderán cuánto mejor es el temor de Dios, principio de sabiduría que lleva a la práctica de la virtud, que seguir la concupiscencia de la carne.

Parte Segunda. Excelencia y Postulados Sociales de la Sabiduría

Comienza la segunda parte, de características similares a la primera, con un maravilloso elogio de la sabiduría, que le sirve de introducción. Su contenido se refiere principalmente a los requisitos para obtenerla: temor de Dios, oración y sacrificio, y a las relaciones con los demás: trato con las mujeres, educación de los hijos, actitud a observar con los siervos, con el médico, con los muertos; también sobre el recto uso de las riquezas, comportamiento en los banquetes, y otros variados temas que comprenden las más diversas circunstancias de la vida. El procedimiento literario es el mismo que en la parte primera.

Si 24, 1-Si 33, 6. Sección 1

Si 24, 1-34. Elogio de la Sabiduría

Si 24, 1-16. Mora especialmente en Israel

El c.24 es el más importante del libro, sublime por su contenido sapiencial y belleza literaria. Unido a Pr 8, 1-36 y Sb 6, 1-9, 18, como también entonces consignamos, marcan el punto culminante de la revelación anticotestamentaria sobre la Sabiduría y preparan la revelación del dogma trinitario. Se trata en él de la sabiduría, atributo divino, y de sus manifestaciones en las obras de la creación, especialmente en Israel y su Ley.
Ella misma, personificada como una nobilísima reina que invita a todos a participar de sus bienes, hace su propio elogio. No precisa que alguien se lo haga, porque sus maravillosas obras están a todos patentes. Más aún, nadie podría cantar cumplidamente sus glorias, que ha extendido por las obras todas de la creación, cuya inmensa grandeza ningún mortal puede comprender, y de modo peculiar sobre Israel, asamblea del Altísimo que se reunía en las fiestas anuales del templo, depositario de la revelación contenida en la Ley, cuya dignidad y gloria, por lo mismo, nadie podrá suficientemente cantar.
Tiene origen divino, nos testifica, y, existiendo desde la eternidad en Dios, se manifiesta al comienzo del tiempo en su palabra creadora, que, como nube que se derrama sobre la tierra para fecundarla con su lluvia benéfica, se extendió sobre la masa caótica para llevar a cabo las obras maravillosas de la creación. Con razón exclamó en su canto Judit: "Señor, grande eres tú y glorioso, admirable en poder, insuperable. A ti te sirve la creación entera, porque tú dijiste, y todo fue hecho; enviaste tu aliento, y él lo vivificó, y no hay quien resista a tu voz." Ben Sirac atribuye a la Sabiduría lo que el autor del Génesis atribuye al Espíritu. Palabra y espíritu de Dios aparecen con frecuencia unidos, análogamente a los términos sabiduría y espíritu.
Antes de manifestarse en las obras de la creación habitaba en las alturas de los cielos con Dios, sirviéndole, en consecuencia, las nubes, como a Él, de trono. Si bien Dios está en todas partes por esencia, presencia y potencia, como explica la teología, la Sagrada Escritura nos presenta a Dios habitando en las alturas para darnos una idea de su majestad y grandeza. En la creación de las cosas, la Sabiduría estuvo presente e intervino de una manera activa, dejando resplandecientes vestigios en todas ellas, en el círculo de los cielos, que los antiguos se imaginaban una inmensa bóveda de bronce fundido cuyos extremos descansan en la tierra; en las profundidades del abismo, cuyas aguas alimentan las fuentes; en las cosas todas de la tierra, que ella conoce de un extremo a otro. Todo ello pregona la omnipotencia de Dios y refleja su infinita sabiduría.
Pero ésta se manifiesta no sólo en las obras de la creación inerte, sino de una manera peculiar en los seres racionales, creados a imagen y semejanza de Dios. También a ellos se extiende su actividad, y ella dirige la historia de los pueblos. Entre todos ellos buscó uno para hacerle depositario de la revelación y objeto de sus predilecciones. Una tradición rabínica, fundada tal vez en este texto, dice que Dios ofreció su Ley a los pueblos paganos, que la rechazaron, mientras que Israel la aceptó, por lo que la Sabiduría estableció su tienda en los descendientes de Jacob. Las gentes todas podrían descubrir la sabiduría que resplandece en el universo; pero Israel, que recibió la Ley, que viene a ser como la encarnación de la sabiduría, puede conocer más perfectamente al Señor y los dictámenes de su sabiduría, cuya práctica le distinguiría de los demás pueblos y constituiría su mayor gloria.
La sabiduría, que preexiste desde la eternidad y subsistirá eternamente, se presenta ejerciendo el ministerio sacerdotal en el tabernáculo, y su autoridad en Jerusalén, centro religioso y político de Israel. Dios mismo comunicó a Moisés las normas del culto litúrgico, que se practicaron primero en el tabernáculo y después en el templo de Jerusalén, de modo que el culto israelita había sido dictado por la sabiduría divina. La Ley contenía, además, las leyes que debían regir la vida religiosa y política del pueblo escogido, y la autoridad que debía velar por su cumplimiento residía en Jerusalén. La sabiduría vino así a echar profundas raíces en Israel, que conservaría a través de los tiempos la revelación y culto mosaico, viniendo a ser el pueblo escogido y predilecto de Dios, una nación gloriosa. "La gloria -comenta Spicq- expresa en la Biblia la presencia de una causa en su efecto o de un principio en aquello que de él procede, y se aplica sobre todo a las manifestaciones de la presencia divina; así, esta participación de la divinidad por intermedio de la Sabiduría, esta íntima unión del pueblo elegido por Dios, hace su gloria. Cf. Jn 1, 14-17."

Si 24, 17-22. Belleza y beneficios de la sabiduría

Bella descripción en que Ben Sirac canta la grandeza y la hermosura, el atractivo y los beneficios de la sabiduría, comparándola con las plantas más majestuosas de la flora palestinense y con las sustancias más aromáticas del Oriente. El cedro del Líbano, rey de los árboles por su majestuosa altura y sombra que esparce en su alrededor, es también célebre por la duración de sus incorruptibles maderas sin nudos y por sus agradables, salutíferos y odorosos frutos. El ciprés del Hermón es también notable por su altura y cualidades similares a las del cedro; siempre verde, puede contarse entre los árboles más bellos y majestuosos. La palma de Engadi, ciudad situada en la ribera occidental del mar Muerto, que abunda en arboledas de palmeras, se distingue por su altura y belleza, por la duración y calidad de sus frutos. La rosa de Jericó, más bien que la rosa propiamente dicha reina de las flores, designa la adelfa, arbusto de la familia de las apocináceas, que constituye una de las grandes bellezas de Palestina. Puede alcanzar hasta ocho metros de altura; sus hojas persistentes son semejantes a las del laurel, y sus flores, de color rosa o blancas, son muy olorosas. El olivo y el plátano son más conocidos; el primero es mencionado por su hermoso aspecto y múltiple utilidad de sus frutos; el segundo, además, con la expansión de sus ramas y sus largas hojas produce una vasta y útil sombra en los países cálidos.
Después de afirmar Ben Sirac que en la sabiduría se contiene cuanta belleza y utilidad encierran los árboles mencionados, comparándola a continuación con las plantas y sustancias aromáticas, quiere poner de manifiesto su precioso valor y la suavidad dulce y penetrante de sus frutos. La canela es la corteza interior del cinamomo, la cual exhala un olor muy aromático y produce un sabor muy agradable; se empleaba en la composición del aceite para las unciones santas. El bálsamo proviene de un arbolillo parecido a la vid; su flor semeja una rosa y sus hojas no caen jamás; era comúnmente utilizado en los perfumes, y en Judea preferido a todos los otros aromas. La mirra es un licor oloroso que proviene de una planta de la familia de las burseráceas, que se cría en Arabia y Abisinia, y que los antiguos estimaban como uno de los más preciosos bálsamos. Escogida se llamaba la mirra que trasudaban espontáneamente los árboles, en distinción a la que se obtenía mediante incisiones en su corteza. El gálbano es una gomorresina aromática, más o menos sólida, de color gris amarillento. Se obtiene de una planta de la familia de las umbelíferas que se da espontáneamente en Siria. El estacte es una sustancia líquida olorosa que se desprende gota a gota de la planta del mismo nombre, de flores parecidas a las del naranjo. El ónice es la concha de un molusco del mar Rojo e Indico que despide un excelente perfume por nutrirse aquél, se dice, de la espiga del nardo. Finalmente, como la nube de incienso que llenaba majestuosa el tabernáculo en las solemnidades litúrgicas. Estos últimos cuatro elementos entraban en la composición del timiama que perfumaba el tabernáculo de la reunión, por lo que el autor tal vez ha querido hacer una alusión a la santidad y unión de la Sabiduría con la divinidad o poner de relieve su carácter religioso, sacerdotal, intermediaria entre Dios y los hombres. Todavía compara Ben Sirac la sabiduría al terebinto y la vid. El terebinto es una de las plantas más bellas de Palestina, que alcanza hasta siete metros de altura y segrega una sustancia olorosa; sus flores son parecidas a las del olivo, y sus frutos a los racimos de uvas. La vid, si bien no tiene la belleza de otras plantas, es, sin embargo, muy útil por sus frutos, "alegría de Dios y de los hombres." El v.24, que se encuentra sólo en los códices griegos secundarios, señala la utilidad y suaves frutos de la sabiduría: el amor a Dios, sumo Bien, que sólo la Sabiduría puede enseñar y conceder; el temor de Dios o reverencia filial, que lleva a la guarda de los mandamientos; la ciencia verdadera, que es el conocimiento y práctica de la ley de Dios, y la esperanza santa, fundada en las promesas divinas de conseguir los beneficios prometidos por la Sabiduría. Sólo ella puede señalar el camino, enseñarnos la verdad y comunicarnos la vida, como indica el v.25 de la Vulgata.
Ante la consideración de sus ricos dones, la Sabiduría hace una invitación a todos a participar de ellos. Su sola memoria es más dulce que la miel, dulzura la de la sabiduría divina "tan divina y tan espiritual, que no admite mezcla de ninguna otra, y que no gustamos sino en la medida en que sintamos náuseas de nosotros mismos y de todas las criaturas, y reconozcamos que todo esto que nos halaga por parte del mundo, de los sentidos o del espíritu humano es una mera ilusión que nos seduce, una dulzura que nos envenena" (Girotti). Dulzura admirable y sobrenatural, pues mientras que la miel llega un momento en que causa fastidio, la sabiduría, en cambio, cuanto más llena nuestra mente y más gusta el corazón sus frutos, más ardiente es el deseo que por ella siente el alma. Nunca se gustan tanto sus frutos que no quede la posibilidad de gustarlos más todavía. Estos pensamientos inspiraron aquellos versos atribuidos a San Bernardo: "lesu dulcis memoria, dans vera cordis gaudia, sed super mel et omnia eius dulcis praesentia... Qui te gustant esuriunt, qui bibunt adhuc sitiunt..." Concluye mencionando otros dos admirables frutos: la perseverancia en la virtud y el buen nombre que ello proporciona ante los mortales.

Si 24, 23-34. La Sabiduría y la Ley

Para Ben Sirac, la sabiduría comunicada por Dios a la humanidad se encuentra en la Ley mosaica, transmitida de generación en generación como preciosa herencia en el pueblo escogido. Quien cumple sus mandamientos conseguirá todos los frutos enumerados. La abundancia y plenitud de sabiduría que ella contiene es puesta de relieve por el sabio mediante la referencia a la abundancia de aguas de los ríos más caudalosos conocidos por el autor en las épocas en que aquéllas rebasan sus cauces. La literatura babilónica coloca en el paraíso "el agua de vida" junto al "árbol de la vida." Y en la Biblia el agua es con frecuencia figura de los dones divinos y de la vida espiritual. El Pisón designa el río Fasis, en la Colquida, que nace al pie del monte Ararat, no lejos de las fuentes del Tigris y el Eufrates, y desemboca en el mar Negro. El Geón se identifica con el Gucihum er-Ras, que desemboca en el mar Caspio. El Tigris y Éufrates son conocidos; nacen en las estribaciones de los montes de Armenia y desembocan en el golfo Pérsico; el caudal del primero aumenta considerablemente en los meses de abril, cuando se derrite la nieve de las montañas. A los cuatro ríos del paraíso añade el Jordán, que se desborda en los días de la siega con el deshielo de las nieves del Hermón, y el Nilo, el río más grande entonces conocido, cuyas aguas caudalosas se desbordan también con el deshielo de las montañas, de donde nacen sus fuentes, y fertilizan los campos egipcios.
Y esa sabiduría es tan profunda e insondable (v.38-39) como las profundidades del abismo, de modo que los estudiosos de la Ley, desde el primero al último, no podrán agotar la riqueza de conocimientos que ella encierra, porque encierra la sabiduría y misterios comunicados por Dios. Y con razón exclama San Pablo: "¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos! Porque ¿quién conoció el pensamiento del Señor?"
Afirmada la insondable sabiduría contenida en la Ley, siguiendo la imagen de los ríos, Ben Sirac se presenta a sí mismo como un canal que toma sus aguas del gran río de la Tora y las quiso llevar a su campo con el fin de conseguir una instrucción personal para su propio provecho. Pero su canal se convirtió en río primero; finalmente, en un mar capaz de suministrar sus aguas a los demás y saciar su sed. Entonces determinó componer su libro para hacer a los demás partícipes de las enseñanzas de la sabiduría que aprendió en el estudio de la Ley.
Concluye manifestando su pretensión de que sus enseñanzas iluminen no sólo a un círculo reducido de oyentes, sino a todos aquellos judíos que se encuentran en la diáspora, y no sólo a los contemporáneos, sino también a las generaciones futuras. La doctrina que encierra la perícopa como profecía hay que entenderla no en el sentido estricto de anuncio de cosas futuras, sino en el sentido de palabra inspirada. El autor tiene conciencia de la inspiración y de la misión del carisma, que no es precisamente el bien propio, sino el de los demás.
Como en las perícopas eminentemente sapienciales de Proverbios (c.8) y Sabiduría (c.6-9), surge también aquí la pregunta: ¿Personifica el autor la Sabiduría atributo divino o hace referencia a la segunda Persona divina? La intención del sabio es hacer un elogio de la Sabiduría y también de la Ley, en cuanto es como una encarnación de aquélla y gloria del pueblo escogido. Ben Sirac afirma su origen divino (?.3); es distinta de Dios, pues procede de Él. Existe desde la eternidad, anterior a toda criatura (v.14), de modo que es distinta también de las criaturas. Por las razones indicadas en la introducción a la Sabiduría, juzgamos que el autor no ha intentado expresar la distinción de Personas en Dios. P. Van Imschoot escribió muy a este respecto que "para los judíos la sabiduría, como la Ley, la palabra, el nombre, el espíritu, la gloria de Dios, no es una pura abstracción, sino más bien una realidad concreta. Otorgan, además, la misma realidad, aunque menos pronunciada, a la sabiduría, al nombre, al espíritu o a la gloria del hombre. Pero a ninguna de estas realidades atribuyeron jamás una existencia personal, es decir, realmente distinta e independiente de la del sujeto que la posee; y si estas entidades son consideradas como capaces de obrar, es únicamente en razón y proporción del poder de este sujeto". Advierte a continuación que esta manera de presentar las cosas resulta muy extraña a nuestra mentalidad moderna, pero es preciso tener en cuenta la mentalidad todavía primitiva de los escritores hebreos y su poca aptitud para la especulación pura. Pero, teniendo en cuenta la fuerte personificación de la Sabiduría, la inspiración del Espíritu Santo, que va revelando gradualmente las verdades religiosas, y la aplicación a Cristo por parte de los autores del N.T. de ciertos textos sapienciales, creemos que el autor sagrado rebasó los límites de la mera personificación, colocándose con su manera de expresarse en un plano intermedio entre aquélla y la distinción de Personas divinas, que nosotros más claramente descubrimos a la luz de la revelación neo-testamentaria. La Iglesia ha aplicado en su liturgia a la Santísima Virgen las perícopas 17-30, como Pr 8, 22-36, y por las mismas razones allí indicadas. No se trata de sentido literal, ni tampoco plenior, sino de una acomodación real conforme a la terminología de la hermenéutica, en que se aplica a la Madre de la Sabiduría encarnada lo que de la Sabiduría dicen los autores sapienciales.

Si 25, 1-26. Cosas laudables y cosas detestables

Si 25, 1-2. Tres cosas gratas y tres aborrecibles

Después del elogio que ha hecho de la sabiduría y de la Ley, enumera en la primera parte del capítulo unas cuantas cosas en que aquélla se manifiesta, y que son, por lo mismo, dignas de alabanza. En una sentencia numeral menciona tres cosas: la paz para con los nacionales, el amor entre los amigos y compañeros y la armonía entre la mujer y el marido, que declara agradables a Dios y a los seres humanos; a Dios, que prescribe el amor a los demás y lo desea más, naturalmente, entre las personas unidas por vínculos de amistad, de raza o de matrimonio; a los seres humanos, que se sentirán edificados y beneficiados de la armonía entre sus prójimos. A Lapide escribe que "la concordia de los hermanos es voluntad de Dios, alegría de Cristo, perfección de santidad, regla de justicia, defensa de las costumbres, laudable disciplina en todas las cosas."
Frente a ellas, Ben Sirac enumera otras tres que dan en rostro al sabio (v.3): soberbia en el pobre, la mentira en el rico y el adulterio en el anciano. La soberbia es de todo punto detestable a los ojos de Dios y de los hombres, pero lo es especialmente en el pobre, cuya condición pide más bien sentimientos de modestia y humildad que de soberbia y arrogancia al carecer de resortes de que gloriarse. La mentira es también odiosa a Dios, pero lo es más en el rico, que no tiene la excusa del pobre que la utilizase para salir de su miseria; y es en él más des edificante por el lugar más destacado que ocupa en la sociedad. El adulterio es mucho más grave todavía. Y si resulta detestable en la juventud, es además vergonzoso en el anciano, en quien las pasiones han perdido el vigor de la juventud y la victoria sobre las pasiones es más fácil.

Si 25, 3-6. La corona de la ancianidad

En realidad, en la vejez se cosecha lo que se haya sembrado en la juventud. Quienes en la juventud no escucharon la voz de la sabiduría serán necios en su vejez, y quienes no se vencieron a sí mismos en aquellos años se dejarán llevar tal vez de los pecados más vergonzosos aun en su ancianidad. Y "nada hay más torpe -escribe Séneca- que el anciano que no puede presentar otra prueba de haber vivido muchos años más que la edad." Quienes, por el contrario, se dejaron instruir por la sabiduría y practicaron sus normas de disciplina, poseerán una gran inteligencia, que la experiencia de cada día habrá ido aumentando, y mucho temor de Dios, que el ejercicio de la virtud hizo cada día más firme, y que constituye la más digna y gloriosa corona de la vejez.

Si 25, 7-12. Diez cosas laudables

Con el mismo procedimiento literario de los v.1-4 enumera el sabio otras diez cosas que declara igualmente dignas de alabanza, en especial la última: a) El varón superviviente en sus hijos; morir dejando una larga posteridad era una de las promesas más estimadas hechas por Dios a los justos; en su carne y en su conducta queda viviente la memoria del padre, que será alabado en la conducta, sabiduría y virtud de sus hijos, b) El que en vida ve la ruina de sus enemigos; el autor se refiere al justo que puede contemplar con sus ojos la ruina de los pecadores que le oprimen y persiguen, con lo que la justicia divina triunfa y ellos se sienten libres para poder practicar su religión, no el "espíritu de venganza", que la sabiduría prohíbe, c) Quien convive con mujer discreta; una mujer temerosa de Dios, prudente, ordenada, es un verdadero tesoro, don del cielo. Se supone, como en otras muchas afirmaciones de los sabios, la monogamia, en que los sabios ven la forma normal conyugal. d) Quien no peca con su lengua; es en verdad digno de admiración quien jamás se dejó llevar de críticas y murmuraciones ni hizo jamás un juicio temerario sobre su prójimo. e) Quien no sirve a uno inferior a él; lo que sería indicio de circunstancias adversas y ahora apremiantes que le obligaron a ponerse a su servicio. f) Quien halló un buen amigo; fiel no sólo en la prosperidad, sino también en la adversidad; es una de las cosas que más estiman los sabios. g) Quien habla a oídos que le escuchan; que siguen sus explicaciones con atención e interés, con docilidad y provecho, lo que produce la satisfacción más profunda que el sabio, el maestro, puede experimentar, h) Quien posee la sabiduría, es decir, un recto conocimiento de las cosas humanas y divinas, lo que es más estimable que las cosas anteriores. I) Pero hay algo que aventaja a todas las cosas enumeradas: El temor de Dios, que es principio mismo de la sabiduría, sin el cual ésta no se puede conseguir, y, por lo mismo, de la ciencia y de todas las virtudes, y, bajo este aspecto, más digna de alabanza que las precedentes.

Si 25, 13-26. La mujer mala

Los males que más hacen sufrir son los que afectan al corazón. La experiencia dice que se toleran más fácilmente los sufrimientos físicos, por grandes que sean, que los morales. La desgracia que causa la mujer mala sobrepasa a cualquier otra, dice Ben Sirac. Como no hay mal mayor que aquel que es capaz de causar la persona que aborrece, ni venganza mayor que la del enemigo -porque tales personas, incitadas por la pasión del odio, se vengan sin compasión ni medida-, ni veneno más mortífero que el de la serpiente, así no hay cólera más irritable que la de la mujer, ni cosa más intolerable que la convivencia con una mujer mala. El arte puede vencer la ferocidad del león, pero el hombre más sensato difícilmente conseguirá cambiar a la mujer irritable.
En el color y la expresión de su semblante se refleja su cólera y su maldad; con frecuencia en el lenguaje popular se la compara con la fiera. Cuando su marido oiga hablar a sus amigos sobre las cualidades y virtudes de sus mujeres, se lamentará amargamente de la elección tan desacertada que él tuvo. ¡Sólo el pecador es digno de que le caiga tal desgracia! exclama Ben Sirac (v.26). San Juan Crisóstomo dice: "quien tiene una mujer mala, sepa que ha tenido la recompensa debida a sus pecados." Uno de los defectos más molestos en la mujer es que sea locuaz. Si da con un marido comedido, pacífico, resultará a éste tan difícil de aguantar sus habladurías, palabras comprometedoras, como al anciano subir una cuesta arenosa, que resulta difícil aun a quien no lo es.
Una mujer tal ha de ser evitada a toda costa, y por eso es preciso ser cautelosos y no dejarse seducir por las cualidades exteriores de que pueda estar adornada. Interesan ante todo las cualidades morales, la esposa temerosa de Dios y virtuosa, capaz de hacer feliz a su marido. Otra cosa que el sabio enseña que hay que evitar es el que la mujer domine sobre el marido. Cuando el inferior toma el mando, fácilmente se convierte en tirano. En el caso de la mujer, ello supondría, además, vergüenza e ignominia para su marido, quien por disposición de Dios y su natural de sexo fuerte ha de ser el jefe y cabeza. El sabio hace una expresiva descripción de los males que tal mujer ocasiona a su marido: tristeza que llega a lo más profundo del corazón y abate el ánimo, con la consiguiente enervación de las fuerzas físicas y desaliento para el trabajo.
Hablando de la maldad de la mujer y del daño que ella ocasiona al hombre, Ben Sirac se remonta a la primera mujer, y recuerda cómo ella, después de haber cometido el primer pecado en la historia del género humano, indujo al primer hombre al pecado, que privó a toda la humanidad de los frutos del árbol de la vida.
Concluye Ben Sirac recomendando al marido el mando y autoridad de su mujer, de modo que controle y encauce su conducta, como se hace con el agua a fin de evitar que su evasión dé lugar a devastaciones y males. Y si ella no está dispuesta a obedecer y someterse al marido, el sabio aconseja la separación. En el A.T., el varón podía dar a su mujer el libelo de repudio, con lo que ambos quedaban libres para contraer cada uno nuevo matrimonio. Para ello se requería una causa justa; Ben Sirac reconoce como tal la presente. Jesucristo abolió esta permisión, otorgada a los judíos "por la dureza de su corazón," devolviendo al matrimonio la ley de indisolubilidad con que fue instituido. Dom Calmet hace una acertada observación a propósito de las afirmaciones de Ben Sirac: "Después de lo que la Escritura nos relata de Eva, la primera mujer, por la que entró el pecado en el mundo; de Dalila, que hizo perecer a Sansón; de las mujeres que sedujeron a Salomón; de Jezabel, que hizo morir al justo Nabot; de la mujer de Putifar, que acusó al casto José y lo hizo arrojar en una estrecha prisión; de Atalía, que hizo morir a toda la descendencia real de Judá para subir al trono; de Herodías, que hizo decapitar a San Juan Bautista, y de tantas otras mujeres célebres en todos los tiempos y en todos los países por sus crímenes y por su furiosa cólera, no debe considerarse lo que aquí dice el sabio como una pura exageración y una expresión hiperbólica; ello no disminuye en modo alguno el mérito de las mujeres sabias y virtuosas; el sabio no escatima los elogios a su debido tiempo; pero una mujer mala es un gran mal: es el más peligroso de todos los animales; los venenos más poderosos no pueden compararse con su cólera."

Si 26, 1-29. La mujer virtuosa y la mujer mala

Si 26, 1-23. Felicidad o Desdicha

Frente a la desdicha y desgracia que para su marido supone la mujer mala, Ben Sirac, que no siente aversión alguna hacia la mujer en sí, sino hacia la maldad, va a exaltar la dicha y felicidad que supone para el suyo la mujer buena y virtuosa de que hablaba el autor de Proverbios, poniendo de manifiesto con diversas comparaciones las ventajas de ésta sobre aquélla. Comienza proclamando bienaventurado al esposo que supo escoger tal mujer, porque gozará de paz en su hogar, experimentará en él una alegría y contento que ni las riquezas ni los honores proporcionan, con lo que los días de su vida serán doblemente felices. Tal esposa es un don de Dios, y lo merecen quienes tienen al Señor como premio a su virtud y buenas obras.
Hay tres cosas temibles, añade en seguida, peores, a su juicio, que la misma muerte: la maledicencia en la ciudad contra un ciudadano honrado a quien se hace objeto de odio y aversión por parte de todos; las turbas amotinadas, sin control, capaces de arrasarlo todo, la acusación falsa, que puede causar una condena injusta. Pero, con ser estas cosas tan aborrecibles y odiosas, lo es más todavía la mujer celosa (v.8), que sin motivo sospecha de su marido relaciones afectivas con otra mujer, por la que un día podría darle a ella libelo de repudio. Tal infundada sospecha supone para el marido honrado el más tremendo sufrimiento, y la lengua de su mujer se convierte en terrible azote para él, porque referirá a todos sus infundadas sospechas, destruyendo su buen nombre.
Otros tres tipos de mujer hacen la vida sumamente desagradable: la mujer mala, la que se propasa en el vino y la deshonesta. La convivencia con la primera es comparada a la yunta de bueyes que, debiendo hacer su trabajo común, cada animal tira para su lado. Si marido y mujer no se entienden y no marchan de acuerdo -lo que no es fácil con la mujer mala-, no habrá vida feliz ni próspera. Intentar corregir a tal mujer sería como coger un escorpión, que te inyectará su veneno mortal, desatará su lengua en palabras injuriosas y reproches contra quien la contradiga. La mujer que se embriaga constituye una de las mayores deshonras en que una mujer puede incurrir; deshonra, por lo demás, que, por perder precisamente el sentido, no podrá ocultar a los demás. Un antiguo Padre llegó a decir que la embriaguez en una mujer es un sacrilegio. Según la ley de Rómulo, la mujer romana que bebía vino era castigada como adúltera. La disoluta pone de manifiesto su condición con su mirada descarada y sus ojos seductores. El sabio presenta maravillosamente bien su retrato en los primeros capítulos de los Proverbios. Estas consideraciones sugieren dos consejos al sabio; el primero, para el padre respecto de la hija indócil, recomendándole una vigilancia especial sobre ella a fin de evitarle las ocasiones de pecar, sobre todo cuando aparecen los primeros impulsos de las pasiones. El segundo aconseja a todos la vigilancia frente a la mujer descarada, que tiende asechanzas a todo aquel con quien se encuentra y con sus artimañas hace caer aun a los fuertes. La sensualidad crea en ella una sed que nunca se sacia.
Frente al cuadro que presenta la mujer mala, Ben Sirac hace de nuevo el elogio de la mujer virtuosa y constata los beneficios que a su marido reporta. Los valores que Ben Sirac quiere hacer resaltar en esta ocasión son la gracia, que inspira el conjunto de cualidades morales y humanas: su habilidad para las cosas de hogar, su discreción en el saber guardar silencio, virtud tan admirable y rara en la mujer, que el sabio la considera como un don de Dios verdaderamente estimable; la modestia y castidad, que constituyen su más estimado valor. Todo lo cual produce en el marido el más íntimo y profundo gozo y el vigor de los huesos; aquél repercutirá en la misma salud y bienestar corporal dada la mutua influencia del alma y del cuerpo.
Con tres gráficas comparaciones, Ben Sirac quiere poner de relieve el encanto de la belleza de la mujer cuando va unida a la virtud. Como el sol ilumina con su luz y anima y alegra con su calor la naturaleza, así la mujer virtuosa irradia a todo en su casa gozo y alegría. Como luce majestuosa la lámpara sobre el candelabro de oro de siete brazos colocado en el templo, así aparece entre los suyos la mujer que a la virtud añade el encanto de su mirada y unas esbeltas cualidades físicas. Todo en ella es gracia y atractivo, majestuoso como las columnas del templo, recubiertas de oro, que se apoyaban sobre pies de plata en una armonía perfecta. También su manera de andar grave y moderada indica la seriedad y compostura de ánimo de una mujer sabia.

Si 26, 28-29. Tres cosas tristes

Pasando del ambiente familiar a la vida social, comienza manifestando la impresión que le producen ciertos contrastes de antiguas y nuevas situaciones no raros en la vida: el rico que, habiendo disfrutado de riquezas y estando habituado a toda clase de comodidades, se ve reducido a la miseria y carece tal vez de lo indispensable para vivir; el hombre prudente que, habiendo prestado con sus consejos quizás preciosos servicios al Estado, es después menospreciado, como ocurre muchas veces en las convulsiones y revoluciones de los pueblos. Causan profunda indignación semejantes ingratitudes e injusticias para con hombres tan beneméritos. Pero hay algo todavía más triste e indignante: el que un justo abandone la amistad de Dios por un miserable placer o una criatura humana. Pecado que Dios castigará con todo rigor.

Si 27, 1-30. Avisos para las relaciones sociales

Si 27, 1-7. Peligro en los negocios

Advierte el sabio el peligro que lleva consigo la profesión de comerciante, a quien los autores sapienciales recomiendan honradez en sus negocios. La codicia cierra sus ojos ante la justicia que debemos al prójimo y lleva muchas veces al vendedor a cometer toda clase de engaños e injusticias con el fin de enriquecerse cada vez más. El poste que se hinca entre las piedras queda firmemente aprisionado entre ellas y es difícil arrancarlo; así se encuentra el pecado entre el que vende y el que compra, y con dificultad escapan a él. La razón es la avaricia, que instiga al primero a exigir más, y al segundo a pagar menos de lo que señalan las normas justas de compraventa. El sabio les recuerda el medio para evitar las injusticias y para mantener la fortuna legalmente adquirida: el temor de Dios, principio de sabiduría, que lleva al cumplimiento de la ley, lo que asegura las bendiciones en ella prometidas. Y les advierte que las riquezas mal adquiridas provocan la ira de Dios, que no tardará en enviar su castigo a quienes se enriquecieron a base de injusticias para con su prójimo.
Utilizando diversas comparaciones, Ben Sirac señala algunos medios para conocer al hombre y distinguir al comerciante honrado del usurero. Así las reflexiones que manifiesta en sus conversaciones, a través de las cuales no podrá menos de dejar entrever las intenciones honradas o capciosas que lo animan, su honradez profesional o codicia, porque de la abundancia del corazón habla la boca. Las palabras vienen a exteriorizar lo que el pensamiento y el corazón maquinan, y por ellas puede conocerse al hombre, como por los frutos se reconoce la naturaleza del árbol. No será, en consecuencia, prudente emitir un juicio acerca de una persona sin antes haber escuchado su conversación.
Si es cierto que hay ocasiones en que no es fácil ser fieles a la justicia y cumplir con exactitud la ley de Dios, también lo es que quien de verdad quiera practicarla obtendrá de Dios las gracias necesarias para conseguirlo. Como las aves buscan a sus semejantes, así la verdad y la justicia se dejan encontrar de quienes con interés las buscan y recompensan sus esfuerzos. El pecado, por el contrario, acecha, como el león a su presa, a quienes hacen injusticias. Una pequeña falta induce a otra, y se termina por multiplicar después los pecados.

Si 27, 8-15. La comparación del sabio y el necio

Afirmó el sabio que por la conversación se conoce al hombre. En efecto, la conversación del hombre piadoso, como lleva en su corazón el temor de Dios, principio de la sabiduría, será, lo mismo que su conducta, lógicamente sabia. El necio, por el contrario, cambia en sus pensamientos y conversaciones como la luna, que ora aparece clara toda su superficie, ora parte de ella, siempre desigual en su luz. No tiene criterio fijo y conducta invariablemente sabia, y se deja llevar de las impresiones, cambiando a cada instante. De ahí el consejo práctico: trata cuanto puedas con el hombre sabio y piadoso, porque la conversación con él te hará mucho bien; en cambio, con el necio trata lo inevitable, pues su conversación suele versar sobre tonterías y estupideces, cuando no sobre cosas lujuriosas, lo que resulta desagradable y detestable a toda persona honrada y sensata. No falta cuando su boca jura y perjura, lo que resultaba de todo punto insoportable a los judíos piadosos, que no se atreven ni siquiera a pronunciar el nombre de Yahvé, su Dios, por miedo a profanarlo. A veces, cuando a la necedad se añade la soberbia, se originan discusiones que terminan con el derramamiento de sangre. Jesucristo no sólo prohibió el homicidio, sino también la ira misma y la cólera, pues son éstas, provocadas generalmente en la discusión, las que llevan a hacer a los demás los más graves males.

Si 27, 16-21. La amistad y los secretos

La prudencia en el hablar, que de una u otra manera viene recomendando Ben Sirac, lo lleva a hablar de la guarda de los secretos en orden a mantener firme la amistad entre los amigos. La mutua confianza y fidelidad es la base de la amistad, y en virtud de ellas se hacen los amigos partícipes de sus secretos. Quien la viola revelando éstos, rompe aquélla y no le será fácil encontrar nuevos amigos. "No hay cosa más torpe, nada tan execrable que acabe con el amor y la benevolencia como revelar los secretos entre amigos". Y quien pierde un amigo es como quien dilapida su hacienda; ha perdido un tesoro tan difícilmente recuperable como alcanzar al pájaro que se escapó de tus manos, como dar alcance a la agilísima gacela que huye despavorida del lazo que la tenía apresada. Una herida causada en el cuerpo se venda y se cura; una injuria proferida en un momento de ira, pasada la primera impresión, se perdona y olvida; pero la revelación de un secreto que te confió el amigo es una indiscreción tan notable y una falta de lealtad a la confianza que te prestó, que hace imposible volver a sentir aquella intimidad profunda que quedó mortalmente herida con la violación del secreto.

Si 27, 22-30. Hipocresía

Quizás las observaciones precedentes sobre el amigo "pérfido" que revela los secretos le ha llevado a hacer las que siguen sobre el amigo hipócrita, si es que no se trata de consejos generales sobre la prudencia en las relaciones sociales, en las que abunda tanto la adulación hipócrita, y en la que es necesaria la prudencia de la serpiente para no ser víctimas del engaño. Señala una de las manifestaciones exteriores del hipócrita, que en la misma Escritura se presenta como indicio de dolor y perversidad: en tu presencia, el hipócrita hablará muy bien y mostrará sentimientos de admiración ante tus palabras, pero a la vuelta de la esquina dará interpretación torcida a tus palabras, descubrirá multitud de fallos y defectos y no tendrá incluso inconveniente en explotar en contra tuya las confidencias que tú mismo le hiciste. Pocas cosas tan aborrecibles como esta hipocresía. Dios le hará víctima de su astucia (v.28-32). A Hornero le resultaba odioso "como las puertas del hades el que esconde una cosa en el corazón y dice otra."
Con las conocidas comparaciones del que tira una piedra a lo alto y la del que cava una fosa, ilustra la afirmación clara y tajante del v.30: el que hace el mal será víctima del mismo. Dice San Agustín que Dios es tan grande, que no tiene necesidad de nadie para vengar el mal, y encuentra en el pecador mismo con qué castigarlo. Las Sagradas Letras ofrecen numerosos ejemplos: los hermanos de José lo vendieron como esclavo y fue arrojado en la prisión de Egipto; ellos sufrieron después la misma suerte y temieron ser retenidos como prisioneros en Egipto. Adonisedec hizo cortar a sus prisioneros los pulgares de las manos y los pies, y después fue él mutilado en idéntica forma. Aman hizo preparar una horca para Mardoqueo, y fue él mismo colgado en ella. Antíoco, que hizo torturar a quienes permanecían fieles a la Ley, hubo de sufrir por lo mismo inenarrables dolores. Es lo que ocurrirá a los soberbios, que hacen mofa y ultrajan a los demás, porque, cuando menos lo piensan, de improviso el Señor los abatirá, como también a quienes se alegran de los males que afligen al justo. Ambas cosas indignan a Dios, que castigará duramente a quienes se conducen de ese modo.

Si 28, 1-26. Ira y maledicencia

Si 28, 1-12. Moderación de la ira

Otro vicio opuesto a la sabiduría que puede llevar a las más desagradables y graves consecuencias en la vida familiar y social es la ira rencorosa y vengativa, cuya moderación va a recomendar el sabio basándose en elevados motivos. Después de indicar que el rencor y la cólera son vicios detestables, pasiones en que con facilidad se incurre, por lo que el pecador privado de la gracia de Dios con frecuencia se dejará dominar por ellas, advierte en seguida con claridad meridiana que Dios aplicará con el ser humano la ley del talión en lo que a misericordia y perdón se refiere. Si el ser humano perdona a su semejante, Dios, a su vez, escuchará la oración por sus pecados y se los perdonará. Pero si el hombre se venga de su prójimo, Dios lo hará víctima de su justicia divina y castigará con rigor sus pecados. Quien no perdona una falta cometida contra él, ser humano miserable, ¿cómo se atreverá -escribe Ben Sirac- a pedir perdón de sus pecados cometidos contra Dios? Esta doctrina nos recuerda la doctrina de Jesucristo en el Evangelio. En el Padrenuestro nos enseñó a pedir el perdón de nuestros pecados, poniendo por delante nuestro perdón respecto de las ofensas que nuestros prójimos nos hubieran hecho, y en otra ocasión nos advirtió que "con el juicio con que juzgáremos a los demás seremos juzgados nosotros, y con la misma medida con que midiéremos, medidos"
Acto seguido recuerda algunos motivos por los que el hombre debe perdonar a su prójimo. En primer lugar, el recuerdo de las postrimerías: acuérdate de ellas y no pecarás (v.6). El pensamiento de la muerte horrible que espera al pecador y las consecuencias que los cristianos sabemos siguen a ella, serán un maravilloso resorte para no incurrir en pecado alguno y para rechazar todo odio hacia aquellos que nos ofendieron. Pero, como advierte Bossuet, "no esperemos a la hora de la muerte a perdonar a nuestros enemigos... No dejemos para más tarde una cosa tan necesaria... El día de la muerte, para el cual se difieren todos los asuntos que miran a la salvación eterna, los tendrá ya bastante urgentes." Otro motivo por el que los israelitas han de perdonar a sus prójimos es el cumplimiento de la Ley, que así lo prescribe. Y la Ley es la alianza que Dios ha hecho con el pueblo. Quien se mantenga fiel a sus preceptos obtendrá las recompensas en ella prometidas; pero quien traspase sus mandatos experimentará los castigos con que amenaza a los transgresores. A estos motivos, los cristianos podíamos añadir dos poderosos estímulos para perdonar: el encargo de la caridad fraterna, que Jesucristo recomendó como distintivo de sus seguidores, y su muerte en la cruz, perdonando a aquellos que le estaban dando la muerte más cruel.
Para evitar los pecados contra el prójimo o al menos aminorarlos, Ben Sirac da un sabio consejo: mantenerse alejado de las contiendas y de quienes las promueven (v.10). Es de ellas de donde suelen provenir las enemistades, los odios y rencores, que llevan a los pecados de obra contra el prójimo. Hay, por lo demás, quienes gozan sembrando cizaña y promoviendo suspicacias; iracundos que a cada momento suscitan discusiones y contiendas, cuando no verdaderas calumnias; todo lo cual turba la paz y origina enemistades aun entre los mismos amigos. Dos cosas pueden influir notablemente a excitar la ira: el poder y las riquezas. Según la clase de combustible, el fuego se enciende más o menos; según aquéllas sean superiores o inferiores, suele excitarse más la cólera. Los poderosos y los ricos suelen ser más audaces, por aquello de que el poder y el dinero han de tener siempre razón. Y las riñas encienden la ira y el odio, que puede llevar, repite una vez más el sabio, al derramamiento de sangre, como la pez y la resina avivan el fuego, que puede destruirlo todo.
Con una reflexión señala Ben Sirac la conducta que se debe seguir en las contiendas. Con la misma boca soplando sobre las brasas, las enciendes más; escupiendo sobre ellas las apagas. Cuando una contienda surge, si tu boca profiere palabras fuertes, altaneras, llenas de ira, aquélla se enciende cada vez más; pero si a la irritación respondes con palabras moderadas y suaves, calmarás su ira. En la lengua está la muerte y la vida.

Si 28, 13-26. La maledicencia

Comienza esta sección Ben Sirac con un gesto de profunda indignación contra el murmurador, que va comentando por todas partes los defectos del prójimo, y contra el hombre falso, que por delante te alaba y por detrás te vitupera. Por su causa, muchos que vivían en la paz más armoniosa se hallan triste y amargamente distanciados, víctimas de la discordia. Los males que produce la lengua maldiciente son muy graves. A muchos ha ocasionado el destierro de su patria, haciéndoles andar errantes fuera de ella. Ha destruido ciudades al dividir con calumnias y falsedades a los ciudadanos entre sí. Muchas intrigas de palacio tuvieron su origen en maledicencias provocadas por la envidia y muchos se vieron por ellas privados del favor de los grandes. Hasta en lo más íntimo del hogar penetra para vengarse de la mujer virtuosa, que con su trabajo y sabia administración hizo prosperar la casa, y a quien un día su marido, dando fe a las calumnias, da el libelo de repudio, quedando expuesta a una vida de ignominia y tal vez de pobreza y miseria.
El sabio recomienda no dar oído a tales calumnias. Quien les hace caso no podrá conservar la paz en su casa y llegará a desconfiar hasta de sus más íntimos amigos, porque a nadie respeta el detractor. Y la acción de la calumnia es más funesta que los azotes; éstos hieren el cuerpo, y sus heridas, al cabo de unos días, han sanado; pero la calumnia hiere la fama, que no se repara tan fácilmente. Y es preciso estar alerta, porque son más los que caen víctimas de la calumnia que los que mueren al filo de la espada. "A la lengua nadie es capaz de domarla; es un azote irrefrenable y está llena de mortífero veneno," dice Santiago. Ben Sirac proclama dichoso al que por la protección de Dios se ha visto libre de sus efectos, tan difíciles de soportar como un yugo de hierro, tan difíciles de romper como cadenas de bronce; pues la calumnia destruye el honor, la buena fama, la estima del prójimo, y deja una vida a la que a veces es preferible el descenso en el seol por la muerte física.
Los que temen a Dios y observan una conducta intachable en el cumplimiento de su ley, se verán libres de tan detestables efectos. Si una calumnia se levanta contra ellos, se estrellará contra su reconocida probidad. Y si hallare eco entre las gentes, no tardará mucho en disiparse; más pronto o más tarde, se manifestará su inocencia. Y si en algún caso Dios permite que muera sin ver aquélla triunfante, los cristianos sabemos que en su día será revelada toda verdad y que quien se vio en la tierra privado de la gloria que por su virtud merecía, la recibirá centuplicada en el cielo. A los malos, por el contrario, la calumnia los devorará, como el león y el leopardo a su presa. Todos conocen sus maldades, y, por más que ahora se esmere en declarar su inocencia, nadie dará crédito a sus palabras.
Concluye el sabio recomendando una vigilancia estrecha sobre las palabras. Como ponemos toda clase de precauciones para mantener defendidas las propiedades, como guardamos el oro y la plata para que no puedan ser descubiertos por el enemigo, debemos ser cautos en nuestras palabras, pesándolas escrupulosamente cuando debamos hablar, y sobre todo guardando silencio cuando debemos callar. Así no daremos pie a que, basándose en nuestras palabras, nos puedan calumniar o hablar mal de nosotros.

Si 29, 1-28. Obras de misericordia

Si 29, 1-8. Los préstamos

Comienza Ben Sirac afirmando que el préstamo es una obra de misericordia, preceptuada además en la Ley, la cual entiende el préstamo no como negocio lucrativo; el judío tenía que prestar a sus compatriotas sin interés alguno; les estaba prohibida la usura entre ellos, que les era permitida sólo con los extranjeros.
En los versos siguientes da las normas que deben regir en los préstamos: el que presta lo ha de hacer cuando su prójimo tiene necesidad de ello. El que recibe algo prestado tiene obligación de devolverlo a su debido tiempo. Por lo demás, la lealtad a la palabra dada es condición indispensable para que, en nuevo caso de necesidad, encuentres quien te otorgue un nuevo préstamo.
Finalmente, advierte los inconvenientes y disgustos que ocasiona el hacer préstamos por la negligencia o malicia de quienes lo reciben, lo que a muchos retrae de esta obra de misericordia. En efecto, hay quienes para conseguir el préstamo se deshacen en alabanzas hacia aquellos de quienes intentan conseguirlos y en promesas de que, a su debido tiempo, devolverán cuanto les fue prestado. Pero cuando llega el momento de devolver lo recibido, todo son excusas y dificultades para cumplir la palabra dada, con lo que no se pretende sino diferir la devolución. A veces sólo después de muchas reclamaciones se recupera una parte de los prestado, y esto envuelta en improperios y maldiciones por tus ¡inexorables exigencias y falta de comprensión! Naturalmente, muchos piensan que prestar en estas condiciones es una imprudencia, que, además, te trae enemistades.

Si 29, 9-13. La limosna

A pesar de las ingratitudes a que los préstamos exponen, Ben Sirac recomienda practicar, y con prontitud, la misericordia con el necesitado. La obra de caridad es un acto de virtud que, aunque no obtenga el agradecimiento humano, tendrá siempre su recompensa por parte de Dios.
Los motivos que a ello han de inducirte han de ser, en primer lugar, el cumplimiento de la Ley de Dios, que recomienda frecuentemente la caridad con el necesitado , y en segundo lugar el amor al prójimo, que se le demuestra sobre todo socorriéndolo en su necesidad. Ben Sirac advierte que es mejor ayudar con tu dinero al pobre, aunque ello te suponga perderlo, que tenerlo infructuosamente guardado bajo la tierra, como hacían los orientales, con peligro de enmohecerse. Así atesoras ante el Altísimo (v.14), añade el sabio, que cuida de los indigentes, lo que vale mucho más que atesorar riquezas en la tierra. Preciosa sentencia, que recuerda la de Jesucristo en el Evangelio: "No alleguéis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín los corroen y donde los ladrones horadan y roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín los corroen y donde los ladrones no horadan ni roban". En el día del juicio, de nada nos servirán las riquezas acumuladas; son las buenas obras con ellas realizadas las que inclinarán a nuestro favor la balanza. La Escritura repite que la limosna predispone al Señor a la remisión de los pecados, y los rabinos decían que ella es un medio seguro para alcanzar la vida eterna. Hermosamente escribe A Lapide que "el seno del pobre es como un altar en el que la limosna se ofrece como víctima por el pecado". Este es el sentido de la expresión metafórica de Ben Sirac: encierra la limosna en tus arcas, y te librará de toda miseria (?.15), que interpretó muy bien la Vulgata al traducir: "guarda la limosna en el seno del pobre." Así, concluye Ben Sirac, será un arma maravillosa en el tribunal de Dios contra las acusaciones del enemigo. Jesucristo dijo que consideraría como hecho a sí mismo lo que se hiciere a los pobres en el día del juicio y lo compensaría con la vida eterna.

Si 29, 14-20. La fianza

El hombre de buenos sentimientos se compadece de la indigencia del prójimo y le fía en su necesidad. Sólo el avaro, que ha matado en su corazón todo sentimiento de compasión, se niega a hacerlo. Quien se beneficia de este acto de caridad debe mostrarse agradecido para con quien expuso, por lo mismo, sus bienes, con el consiguiente temor de perderlos.
Pero también aquí es preciso proceder con cautela debido a la ingratitud y malicia de muchos. Hay quienes se divierten derrochando los bienes del fiador y quienes abandonan en su miseria al que un día con su fianza los salvó de una situación precaria. Esta actitud, constata Ben Sirac en los v.24-25, llevó a algunos a la ruina, los cuales, no resistiendo a la ignominia de verse empobrecidos, marcharon a otras regiones en busca de una nueva forma de vida, si es que, declarados insolventes, no fueron vendidos como esclavos y obligados a peregrinar fuera de su patria. El sabio advierte también que hay quienes salen fiadores no por un acto de caridad para con el necesitado, sino con espíritu usurero, que le lleva a ganancias ilícitas y le expone a la condena en los tribunales.
Concluye el sabio dando su consejo: has de ser misericordioso para con el prójimo, protegiéndole en su necesidad con la fianza, mostrándose más condescendiente que Proverbios, pero con las debidas precauciones para no salir fiador de lo que tus bienes no alcanzan, y exponerte a la ruina, y con las prudentes garantías para no ser burlado por aquellos a quienes fiaste.

Si 29, 21-28. Frugalidad y hospitalidad

Dados los inconvenientes que llevan consigo las obras de caridad que ha recomendado en las perícopas anteriores, como apéndice a ellas, Ben Sirac da una sabia norma a sus lectores con el fin de que nunca se vean necesitados de ellas. Con ella el rico no vendrá a menos y el pobre rara vez llegará a necesitarlas. Se refiere a la frugalidad. Opina que es mejor vivir, aunque sea pobremente, en la propia casa, donde se es dueño de sí mismo y hay libertad de acción, que comer espléndidamente en casas ajenas, dado los inconvenientes que esto lleva consigo. Entre otros, el de ser considerado como un extraño, para quien no se tendrán muchas consideraciones, y, aun en el caso de que pagues tu hospedaje, proporcionando así a los dueños su modo de vivir, te expones a recibir un trato no muy agradable y palabras no muy halagadoras, con las que no se pretende otra cosa que ponerte a la puerta de la calle con el fin de recibir otro huésped más ilustre o más grato que tú. Palabras y trato que desagradan a todo hombre que tenga un poco de honradez o amor propio, por lo que es mejor contentarse con menos en la casa propia que exponerte a ellos en la del prójimo.

Si 30, 1-25. Los hijos y la salud

Si 30, 1-13. La corrección de los hijos

Después de las obras de misericordia que afectan a la vida social, Ben Sirac vuelve a la vida familiar para dedicar una perícopa a la educación de los hijos, a que alude más veces en su libro. Sus consejos son idénticos a los de Proverbios, y se encuentran también, como constatamos allí, en los proverbios de Ahikar y en la literatura sapiencial egipcia.
El amor sincero a los hijos ha de manifestarse ante todo en proporcionarles una buena educación. Pero, dadas las inclinaciones de la naturaleza humana, no es posible conseguirlo sin una corrección a veces severa. El padre que la pone en práctica experimentará después una gran alegría, que aumentará con la estima que de sus hijos harán sus conocidos. Durante su vida, sus amigos le felicitarán y proclamarán dichoso; sus enemigos le tendrán envidia. Cuando se le acerque la hora de morir, sentirá un gran consuelo, porque deja tras sí un digno sucesor que perpetuará en su carne y en su vida honrada el recuerdo y buen nombre de su padre. Y después de la muerte tendrá quien agradezca en su nombre los beneficios que en vida los amigos le hicieron, y quien salga en defensa de su causa y honor frente a sus enemigos, que no podrán, por lo mismo, gloriarse con su muerte o tomar venganza después de ella.
Por el contrario, el padre que se muestra demasiado indulgente con sus hijos (v.7) y no sabe armonizar el cariño con la corrección oportuna, sufrirá deplorables consecuencias. Como el caballo no domado permanece indócil a su amo, que no consiente monte sobre él, así el hijo a quien el padre consintió siempre sus caprichos se hace terco ante todo consejo, y no se dejará guiar sino por el impulso de las pasiones, que lo arrastrarán a una vida de desórdenes. Esto proporcionará al padre profundos sufrimientos, y pasará ante sus conocidos como un mal educador de sus hijos. Ben Sirac opina que el padre ha de amar entrañablemente a sus hijos y darles cuanta confianza ellos merezcan, pero ha de conservar en su trato para con ellos la dignidad y autoridad necesarias para corregirlos incluso con toda energía si llega la ocasión.
Pero la educación, advierte el sabio en los v.11-13, para que sea eficaz, ha de comenzar a su debido tiempo. En los años de la adolescencia, el padre ha de estar alerta a sus primeras inclinaciones para orientar las buenas y reprimir las malas aun a costa del más riguroso castigo. Para los años de la juventud un doble consejo: no pasar por alto sus faltas, sino corregirlas con dureza a fin de que no se vuelva terco y altanero, y procurarle un trabajo que, bien reglamentado, es un excelente medio de educación y fortalecimiento de la voluntad, a la vez que evita la ociosidad, madre de todos los vicios.

Si 30, 14-25. Sobre la salud

La felicidad familiar exige, junto a una buena educación de los hijos, una buena salud en los miembros que la componen. Vale más que las riquezas, y, si Dios no la da, no puede con ellas comprarse. Es la base para conseguir y disfrutar de los demás bienes, especialmente de la alegría interior, que, unida a ella, hace al hombre feliz.
Si la salud y lo que ella lleva consigo falla, Ben Sirac declara preferible la muerte (v.17), en cuanto que libra de los males y enfermedades de esta vida. La idea se repite en el Antiguo Testamento. Sara, ante los ultrajes de que fue objeto por parte de las esclavas de su padre, exclamó: "¿De qué me sirve la vida?" Job y Jeremías, en medio de las más duras pruebas, maldijeron el día de su nacimiento, y Elías, huyendo de Jezabel, que le quiere quitar la vida, desea la muerte y pide a Yahvé el fin de sus días. Los israelitas no podían conocer la fecundidad del sacrificio en orden a una mayor felicidad eterna que ignoraban, por lo que preferían bajar al seol, donde creían que la vida no les resultaría tan triste como sobre la tierra en sus circunstancias. Nosotros que la conocemos sabemos que las enfermedades ofrecen, como dice San Francisco de Sales, "una maravillosa escuela de caridad para quienes asisten a los enfermos y de amorosa paciencia para con aquellos que las sufren, porque unos están en pie junto a la cruz en compañía de la Santísima Virgen y San Juan, cuya compasión imitan; los otros, en la cruz con Nuestro Señor, de quien imitan la pasión."
A continuación, Ben Sirac constata (v. 18-21) la triste situación del rico que, poseyendo grandes riquezas, no puede disfrutar de ellas a causa de una enfermedad. La compara al ídolo ante cuya presencia se colocan exquisitos manjares, seres inanimados que ni comen ni beben ¡Clara y atrevida afirmación de la inanidad de los ídolos adorados por los paganos! Más aún, su condición es peor, porque el ídolo no siente ni puede anhelar los apetitosos manjares, mientras que él siente el deseo de disfrutar de sus riquezas, y no puede...; impotencia que le hace sufrir tanto más cuanto mayores sean aquéllas.
Pero no sólo las enfermedades corporales pueden perturbar la felicidad del hombre. Hay estados de ánimo que pueden afectarla tanto y más que aquéllas. Así la tristeza, verdadera enfermedad del alma, y las cavilaciones (v.22), o preocupaciones, que se transforman en terrible angustia por un pasado que hay que dejar en las manos misericordiosas de Dios, o por un futuro incierto que hay que abandonar a su providencia. Ben Sirac declara inútil esa tristeza, porque ella no puede ni impedir los males que ya llegaron ni evitar los que se acercan. Sería mejor un ánimo fuerte, para soportar con fortaleza los presentes, y un sano optimismo, para luchar frente a los futuros. Es, además, nociva, tanto que a muchos llevó a la muerte (?.25): a la del cuerpo, porque, al abatir el ánimo, la enfermedad hizo presa en aquél al faltarle las energías que provienen de un alma alegre y optimista; a la del alma, que, vencida por ella, abandonó la virtud o se dejó inducir a la desesperación. Y lo que ocurre con la tristeza puede afirmarse también de otras pasiones, como la envidia, la ira y los cuidados excesivos; aquéllas y éstos corroen poco a poco la vida, que se torna triste y queda sujeta a los peligros indicados, que, al desgastar las energías del hombre, precipitan en la vejez.
Por eso, Ben Sirac concluye exhortando a los lectores a alejar la tristeza y procurar la alegría y gozo del corazón, cuyos efectos son precisamente los contrarios: "corazón alegre -dice Proverbios- hace buen cuerpo" y una buena salud prolonga los días de la vida. En el v.23, la Vulgata añadió un fruto de orden superior al decir de la alegría que es un "tesoro inexhausto de santidad." En realidad, ella crea en el alma un clima de satisfacción interior que favorece notablemente la práctica de la virtud. San Antonio recomendaba la alegría espiritual como singular escudo y remedio para vencer todas las tentaciones.

Si 31, 1-31. Las riquezas y los banquetes

Si 31, 1-11. Peligro de las riquezas

Introducen la perícopa los dos primeros versos, en que se constatan los efectos del ansia desmedida de riquezas y de los cuidados que por su consecución pone quien la siente. Le absorben de tal manera, que durante el día consume las energías de su espíritu y de su cuerpo con el afán y trabajo por aumentarlas, y durante la noche no es capaz de conciliar el sueño, como si fuera víctima de una enfermedad, si es que el ansia devoradora de riquezas no lo es.
Presenta en seguida (v.3-4) la diversa condición del rico y el pobre. Ambos se fatigan en su trabajo, pero por distinto motivo y diferente resultado. Aquél, por acumular riquezas, de modo que, si cesa en su trabajo, es para disfrutar de ellas. Este, para poder cubrir con su jornal las necesidades ordinarias de la vida, que no podría atender si pretendiese tomarse unos días de reposo. Bajo este aspecto es mejor la condición del rico que la del pobre; pero aquélla lleva consigo tales peligros, que la suerte del potentado no puede ser plenamente envidiable. Peligros, en primer lugar, de orden moral, porque el amor a las riquezas fácilmente lleva a la avaricia, y sabido es como el avaro no retrocede ante la injusticia, y a veces ni ante el mismo crimen, para aumentarlas. "Los que quieren enriquecerse -escribe San Pablo- caen en tentaciones, en muchos lazos y en muchas codicias locas". En segundo lugar, de orden humano, pues la experiencia dice que quien se enriqueció con injusticias, muchas veces paga con la ignominia y la cárcel, cuando no con mayores males, sus pecados. San Pablo, a las precedentes palabras citadas, añade que esas codicias "hunden a los hombres en la perdición y en la ruina, porque la raíz de todos los males es la avaricia."
Finalmente, el autor constata qué difícil es encontrar un rico que no tenga su corazón apegado a las riquezas. ¿Quién es este que le alabemos, exclama alborozado Ben Sirac, porque hizo maravillas en su pueblo? (v.8). En los días en que el sabio compone su libro no había pasado todavía el Mesías por la tierra predicando los consejos evangélicos y arrancando los corazones de los bienes terrenos "por el reino de los cielos." Naturalmente, si era raro encontrar quien se contentase con el dinero que venía por los cauces normales, debía de serlo mucho más dar con quien no pusiese en él su esperanza y su corazón. Un rico justo y piadoso en aquel entonces debía de ser "una cosa tan rara -escribe Spicq- como un publicano honrado en tiempo de Cristo, algo así como una aparición milagrosa." Preciosamente comenta dom Calmet: "Una de las grandes tentaciones del hombre sobre la tierra son las riquezas. Aquel que ha sabido poseerlas sin apego, dejarlas sin tristeza o perderlas sin dolor, es en verdad perfecto y digno de una gloria eterna. Ser pobre en las riquezas, estar contento en la pobreza, estar en medio del fuego sin quemarse, en medio de los aduladores sin dejarse llevar del orgullo, en medio de las ocasiones de pecado sin sucumbir en ellas, poder hacer impunemente el mal y no hacerlo, es ciertamente el mayor de los milagros." Ben Sirac lo proclama bienaventurado, y asegura que tan sólida virtud reafirmará su dicha, y los hombres celebrarán su memoria en las reuniones de las asambleas.
Las riquezas, en consecuencia, que con tanta frecuencia son ocasión de faltas y pecados, pueden también ser ocasión de los más altos merecimientos. Todo depende de la actitud que cada uno adopte frente a ellas. Con razón los teólogos utilizan estos versos para probar la libertad humana: el hombre bueno puede ser malo. La liturgia los aplica, por acomodación real, a los confesores que pasaron su vida con un perfecto desprendimiento respecto de las cosas temporales.

Si 31, 12-24. Los banquetes. Moderación en la comida

Con frecuencia las riquezas llevan a los banquetes. Por eso el autor, después de haber advertido a sus discípulos de los peligros que entrañan y enseñado la actitud que frente a ellas deben tomar, pasa a dar unas normas de buen comportamiento en los banquetes, donde la codicia fácilmente induce a actitudes ineducadas. Comienza por los manjares. Después de unas advertencias preliminares, da un hermoso principio, del que deriva las normas de buen comportamiento, y concluye enumerando los beneficios que lleva consigo la moderación.
Advierte, ante todo, el gran dominio que es preciso tener ante los manjares exquisitos de un banquete para no dejarse llevar de la avidez. Es preciso saber reprimirla y no exteriorizarla con ciertas frases ante los comensales, y sobre todo no tender continuamente tu mano hacia los platos apetitosos, de modo que se haga encontradiza por necesidad con la de tus compañeros de mesa, lo que fácilmente podrá ocurrir en los orientales, en que todos tomaban con su mano los alimentos de un mismo plato.
Da en seguida el principio o norma que debe informar su comportamiento en el banquete ante los demás comensales: condúcete como tú quieres que se porten los demás en tu presencia. Es una aplicación del precepto del amor al prójimo establecida en el Levítico y de la regla de oro que promulgaría Jesucristo en el Evangelio. Debes, pues, ser reflexivo y evitar toda actitud que pueda molestar a los demás comensales. Has de comer con la calma y moderación que corresponde a un ser dotado de inteligencia, no vorazmente, como los seres privados de razón. No te muestres incontinente en la mesa, de modo que hayas de comenzar el primero; espera a que lo hagan las personas más dignas, o, si te cuentas entre éstas, hazlo con un gesto que recoja la aprobación de los demás. No seas insaciable, de modo que, por haberte servido con exceso, hayas de quedarte tú solo comiendo cuando ya todos han terminado. Todas estas actitudes desagradan y molestan a quienes te acompañan en el banquete. Dom Calmet hace una observación muy a propósito para estas normas de educación humana: "La cortesía -escribe- está toda ella fundada en la virtud, en la humildad, en la modestia... Los hombres virtuosos y humildes son siempre corteses, aunque las personas corteses no sean siempre humildes. Se conformaban con imitar por fuera la virtud, sin poseerla en realidad."
Concluye recomendando la sobriedad en la comida (v.22-24). La moderación en los banquetes tiene sus ventajas: el organismo no encuentra dificultad en digerir los alimentos tomados, lo que permite un sueño tranquilo y reposado durante la noche; con ello las energías físicas se rehacen y la cabeza se encuentra al día siguiente despejada para un trabajo productivo. La salud física queda así favorecida. La intemperancia, por el contrario, al dificultar la digestión, trae consigo molestias que producen desvelos e incluso dolores durante la noche, con lo que el inmoderado paga sus excesos. Es evidente que una comida frugal favorece al cuerpo y al alma; por el contrario, el exceso en ella a uno y otra hace daño. Bien puede ocurrir que involuntariamente cometieses algún exceso llevado de condescendencias ante la insistencia de tus compañeros de mesa; para entonces Ben Sirac da el siguiente consejo: pasea un poco, con lo que ayudarás la digestión y podrás evitar las consecuencias mencionadas.
Termina con una apremiante exhortación a la moderación en todas las cosas por los motivos antes indicados, y constata una experiencia: los invitados agradecen y alaban al señor que se muestra generoso y espléndido para con sus invitados; murmuran, en cambio, del que se mostró tacaño para con ellos. Es una de las ocasiones en que más agrada la esplendidez y más ofende la tacañería.

Si 31, 25-31. Moderación en el vino

A las normas precedentes sobre el comportamiento en los banquetes añade el sabio unas observaciones particulares acerca del vino, que se presta, como los manjares, a la intemperancia. Comienza con un dato de experiencia: la presunción de quienes hacen alarde de resistencia o aguante en el beber, exceso que reprueba, advirtiendo que llevó a muchos a la miseria económica y a la ruina moral. Y también a la manifestación de sentimientos cuya revelación después disgusta; como el fuego muestra la calidad y dureza del hierro, así en la embriaguez el hombre, perdido el control de su mente, manifiesta inconscientemente las ideas y sentimientos que alberga su interior; de ahí el dicho antiguo: "In vino ventas," en el vino la verdad.
Después enumera los efectos físicos, buenos o malos, del vino, que responden al uso moderado o excesivo, respectivamente, que de él se hace. En efecto, el vino que acompaña a la comida, tomado con la debida moderación, obtiene efectos saludables: ayuda al organismo en sus funciones digestivas y fortalece con ello la salud (v.32). El vino -afirma San Juan Crisóstomo- es una óptima medicina cuando tiene una óptima medida. Alegra, además, el corazón, como afirma también el salmista; por eso el autor de Proverbios manda darlo a los tristes y afligidos.
Bebido, en cambio, sin moderación, ante la excitación de una disputa o la depresión causada por disgusto -es muy humano, pero nada laudable, pretender ahogar la ira o el disgusto con el vino-, puede llevar a la embriaguez, con todas las consecuencias: pérdida del conocimiento, con la consiguiente ignominia ante los demás, que harán befa e irrisión de él, profunda amargura cuando, recobrado aquél, caiga en la cuenta de su error, y demás efectos conocidos, que enumera el v.40: excitación de la ira, tropiezos y hasta caídas por haber perdido el control de la mente, las lesiones por ellas producidas y la debilitación del organismo que denota todo alcoholizado.
Termina el sabio indicando a sus discípulos la conducta que deben observar con quienes se dan al vino: en una reunión de bebedores, sobre todo si han perdido el sentido, no los reproches o ultrajes ni les vayas con exigencias; esos momentos de alegría y gozo incontrolados no son los más oportunos para hacer advertencias o escuchar reclamaciones. Además, fácilmente los ánimos, cargados de vino, se excitan, y vienen discusiones que en esas circunstancias pueden originar consecuencias fatales.

Si 32, 1-24 Mas sobre los banquetes, la ley

Si 32, 1-13. Actitud del presidente, ancianos y jóvenes en el banquete

Los judíos, conforme a la costumbre de los griegos, nombraban un presidente o simposiarca para los banquetes. Tenía a su cargo fijar la lista de los invitados, recibir y acompañar a los comensales a sus respectivos puestos en la sala del banquete, como también disponer lo concerniente al vino y manjares. Naturalmente, tal cargo se prestaba a la vanidad y el orgullo. Ben Sirac aconseja al simposiarca no engreírse por el cargo que le ha sido confiado, sino conducirse como uno más, con toda sencillez, entre los convidados. En un segundo consejo le indica que ha de cumplir su cargo con toda fidelidad; se preocupará primero de los demás, procurando que nada les falte, y sólo cuando todas las cosas estén en su punto tomará él asiento entre los comensales. Así recibirá la felicitación y unánime estima de todos ellos. Algunos comentaristas hacen aplicación de estos versos a quienes han sido constituidos superiores sobre los demás, advirtiéndoles el modo sencillo, sin orgullo ni autoritarismo, como deben tratar a sus inferiores; con ello conseguirán su estima y un clima más propicio para realizar su cometido entre ellos.
En los versos siguientes (6-8), el autor hace unas recomendaciones a los ancianos. Suele a éstos agradarles más el hablar de sus experiencias pasadas que seguir con atención la música del festín. Ben Sirac les aconseja que hablen con la discreción que su edad y las circunstancias requieren y no impidan a los demás comensales seguir la música que acompaña al banquete, que es entonces lo más indicado. Lo pone de manifiesto el autor con las comparaciones de los v.7-8: siempre es hermoso el anillo de oro, pero lo es más con un rubí o una esmeralda engastada; de la misma manera, la música es siempre agradable, pero lo es más encuadrada en un espléndido festín, en que también los otros sentidos encuentran su satisfacción.
Después el autor se dirige a los jóvenes para recomendarles, con más insistencia que a los ancianos, el debido silencio en los banquetes (v.9-14). No deberá hablar más que cuando fuere preciso hacerlo por algún motivo, cuando su respuesta fuere requerida con interés e insistencia. Y entonces deberá hacerlo con toda brevedad, limitando su respuesta a lo preciso y sabiendo callar respecto de lo que no es oportuno hablar en esas circunstancias, lo que es indicio de profunda sabiduría y dominio en un alma joven. Y, desde luego, sería intolerable que los jóvenes hiciesen alarde de ciencia entre los grandes, queriendo aparecer como sabios e instruidos ante ellos, lo que es fatuidad, o hablar demasiado en medio de los ancianos, ante quienes su deber es callar y dejarse instruir por su experiencia. Con una comparación quiere el autor expresar la impresión que provoca una actitud discreta en el joven: como el relámpago, que ilumina con la luz del día las montañas, precede al trueno, así también esa conducta lo hace agradable a los demás y se gana la simpatía de quienes con él tratan aun antes de hablar.
Concluye Ben Sirac sus consejos sobre los banquetes con una prudentísima norma para los jóvenes. Terminado aquél, no deberán demorar su estancia en la sala (v.1ss). Sin ceder ante las insistencias de quien lo invitó ni de los demás comensales, deberá abandonar el lugar del banquete, evitando así una sobremesa en que se continúe bebiendo, y que, dada su edad y poco dominio, puede llevarle a excesos reprochables. Es preferible marchar, sin detenerse por la calle, a su propia casa y continuar allí la alegría del banquete con sus familiares, congratulándose con ellos del honor de que ha sido objeto y refiriéndoles cuanto concierne al festín, siempre, claro está, sin ofender a los demás con sus palabras. El colofón es digno de un israelita y de todo corazón agradecido para con el dador de todos los bienes: después de haber disfrutado del banquete, cuando te encuentras a solas en tu casa, bendice a tu Hacedor, entona un himno de alabanza y acción de gracias a Dios, que es quien nos proporciona cuantos bienes disfrutamos.

Si 32, 14-24. La Ley y el temor de Dios

Tal vez el último versículo de la perícopa anterior sugirió al autor ésta, cuyo pensamiento central es la Ley de Dios y los bienes que su cumplimiento lleva consigo, oportuna conclusión de la sección sexta, en que ha recomendado los deberes familiares y sociales.
Comienza advirtiendo que quien busca al Señor con un corazón sincero acepta la disciplina que supone el cumplimiento de los mandamientos, y ese cumplimiento fiel de los mismos alcanza el favor de Dios, que otorga los bienes en ella prometidos a quienes la cumplen con fidelidad y rectitud de intención. Un cumplimiento hipócrita, que sólo buscase la estima de los hombres, advierte Ben Sirac, no merece nada ante Dios y, además, le será ocasión de tropiezo y mal, porque, conociendo la Ley, no la cumple más que cuando es visto, y entonces sin el espíritu de amor y obediencia a Dios que debe informarlo. Quien tiene el temor de Dios estudia la Ley y, a través de sus enseñanzas, descubre la voluntad de Dios, viniendo a ser aquéllas como la antorcha que ilumina toda su vida, señalándole la senda que debe seguir en su vida. El pecador, por el contrario, las rehúye, porque contrarían sus inclinaciones, y lo que hace es buscar en la Ley interpretaciones que se adapten a sus caprichos, pues no está dispuesto más que a hacer su propia voluntad.
Siguen una observación y unos consejos en que se recomienda la prudencia y reflexión antes de obrar. La observación (v.22) es que el sabio, aun sin pretenderlo, deja traslucir su sabiduría, que, cuando llega el momento oportuno, no esconde sino que la utiliza en bien de los demás; el insolente, en cambio, no guarda su lengua, habla a destiempo, sin la debida reflexión, lo que le lleva a decir inexactitudes, de que luego tiene que arrepentirse. Los consejos son varios: antes de tomar una decisión en asuntos de importancia pide consejo a quienes puedan orientarte, con lo que evitarás dar pasos en falso. Afirma San Basilio que es un orgullo insoportable creer que no tenemos necesidad del consejo de los demás y que por nosotros mismos podemos ver lo que será más provechoso para nuestra salud. Evita el camino pedregoso, donde tu pie pueda tropezar, la senda peligrosa, que te puede llevar a ofender a Dios, y, si una vez caes, deja ese camino para no volver a caer. No vayas por un camino desconocido (v.25c), en que peligros imprevistos pueden interceptar tu senda, o dificultades insuperables llevar tus negocios al fracaso. Finalmente, no pongas una confianza excesiva en tus mismos hijos; fueron ellos en ocasiones quienes, por malicia o por imprudencia, fueron la causa de la ruina de sus padres. Concluye con un precioso consejo que los incluye todos: en tus obras atiende a tu alma, busca tu bien, lo que conseguirás con un cumplimiento fiel y sincero de los mandamientos, que te mantendrá la amistad y benevolencia de Dios.

Si 33, 1-33. La Ley, La sabiduría, consejos al padre de familia

Si 33, 1-6. Más sobre la Ley y el temor de Dios

Volviendo a la Ley y los beneficios que su observancia reporta, repite el pensamiento precedente, añadiendo que quien pone su confianza en el Señor no sufrirá daño alguno, porque Él es su protector, como afirma frecuentemente el salmista. Ciertamente que esa protección de Dios no le librará de pruebas y contrariedades; más aún, pudiera ser que se las enviara en más abundancia que al mismo pecador. Pero tales adversidades, lejos de venir a ser un mal para él, contribuirán a su mayor bien. Las virtudes se fortalecen en la lucha y en la contrariedad, y Dios, que quiere que el justo se justifique cada vez más, le permite esas pruebas y tentaciones, que, superadas con su ayuda, vienen a ser ocasión de mayor merecimiento y gloria para quienes le temen. Pero quien no observa la Ley porque no teme al Señor ni pone en El la confianza, no podrá tener la seguridad del justo en la protección de Yahvé ni esa fortaleza y serenidad ante las pruebas; cuando sea agitado por ellas, se encontrará sin un punto firme de apoyo, sin un refugio seguro, como la nave agitada por los vientos, que marcha a la deriva en medio del vendaval. Por eso, el hombre sensato pone su confianza en la Ley, que contiene la palabra y las promesas divinas y es para él tan fidedigna como la respuesta divina que Dios daba por medio de los urim y tummim.
Siguen un consejo y dos observaciones (v.4-6). Aquél recomienda la reflexión antes de hablar y responder, necesaria a todos, pero especialmente a quienes por vocación tienen que instruir a los demás con su palabra. Solamente así expondrás tus ideas con lucidez y claridad, tus respuestas serán acertadas y tus oyentes aprovecharán de tu ciencia y virtud. Las observaciones versan sobre el necio, y advierten su falta de solidez en sus ideas, que compara el sabio a la rueda o eje, que da continuamente vueltas sin mantenerse fija en un punto. La segunda se refiere al amigo burlón, a quien compara al caballo no domado, que relincha sea quien fuere el que lo montare; también él, llevado de sus instintos burlescos, hace befa de quien le presente la ocasión, sin distinción de personas.

Si 33, 7-Si 39, 15. Sección 2. Elogio de la sabiduría

Con un nuevo elogio de la sabiduría divina, a quien atribuye el autor la distinción de los días y de los tiempos, la diversa suerte de los hombres y los contrastes que cada día contemplamos en la naturaleza, se abre esta nueva sección, de características idénticas a las secciones precedentes. Los temas más importantes de la misma son: Dios protege al justo y castiga al malvado, el culto agradable al Señor, el hombre y la mujer, la verdadera y falsa sabiduría, el sincero amigo y el hipócrita, y otros temas diversos, como el médico, los sueños, el culto a los muertos, etc.

Si 33, 7-15. Dios, autor de las diferencias y contrastes en la creación

Con la pregunta acerca de la distinción de los días, alumbrados todos ellos por un mismo sol, introduce el arduo problema de la diversa condición de los hombres, que tienen un mismo origen. La sabiduría, contesta Ben Sirac, no el sol, creado como todas las cosas, ni causa otra alguna, es quien hace sucederse los días y las estaciones con sus características propias; ella también la que ha santificado unos días, dedicándolos al culto divino, como el sábado y los días festivos de Pascua, Pentecostés, etc., mientras que ha dejado los demás hábiles para el trabajo. Lo mismo ocurre con los hombres; todos están hechos del mismo barro, al que un día retornan. Sin embargo, vemos profundas diferencias entre ellos en los diversos aspectos: unos son justos y piadosos, otros malvados e impíos; unos son sabios, otros necios; unos ricos, otros pobres. Esta diferencia no proviene del origen y naturaleza del hombre, idénticos uno y otro en todos ellos, sino, como la de los días y tiempos, de la sabiduría divina, la cual, por designios muchas veces inescrutables para nosotros, ha creado las diversas condiciones de hombres. Y así Dios con su sabiduría bendijo y exaltó a Noé, a Abraham, a Jacob, a José, al pueblo de Israel, dándole un destino singular en la historia de la humanidad; y dentro de él santificó y exaltó de un modo particular a los sacerdotes y profetas. En cambio, maldijo y humilló a Caín, al Faraón, Coré, Datan y Abirón, etc.; a los cananeos, a quienes arrojó de su tierra para que fuese ocupada por su pueblo escogido. Opinan algunos comentaristas que Ben Sirac tiene ciertamente la intención de combatir las concepciones de los judíos helenistas, que quieren borrar las distinciones entre el pueblo escogido y el mundo pagano, y acentúa así el carácter nacional de la religión israelita.
Con la conocida comparación del barro en las manos del alfarero, que San Pablo empleará a propósito de la predestinación, ilustra Ben Sirac el pensamiento anterior, constatando la absoluta dependencia del hombre respecto de su Creador (v.13-15). Del mismo modo que el alfarero, conforme a la finalidad que se propone, da una u otra forma al barro amasado, así Dios, conforme a sus designios, diferencia a los hombres, fijándole a cada uno su destino. La creación nos ofrece por todas partes, tanto en el orden físico como en el orden moral, toda una serie de contrastes y oposiciones en los que resplandece la sabiduría divina. La belleza o la bondad de una cosa resalta más cuando se la contrasta con su contrario. La luz del día se aprecia mejor al compararla con la oscuridad de la noche, y la salud, cuando se sufre una enfermedad. También el mal y el pecado, si bien no provienen de Dios, sino del ser humano, ponen más de relieve el resplandor, estima y mérito del bien y de la virtud.

Si 33, 16-19. Ben Sirac habla de sí y de su obra

Hecha una mención implícita de los profetas y escritores de Israel, escogidos por Dios para comunicar su mensaje al pueblo israelita, Ben Sirac testifica que también él se ha sentido llamado a contribuir con su libro a la obra de instrucción de los israelitas. Él ha venido después de ellos a penetrar en los secretos de la sabiduría, como quien después de la vendimia anda en rebusco de lo que dejaron los vendimiadores. Pero con tan notable éxito, debido a la bendición de Dios (v.17), que aventajó a otros muchos en sabiduría, viniendo a ser como un vendimiador que ha llenado de fruto su lagar. Entonces sintió la conciencia de la misión, a que Dios lo llamaba, de comunicar la sabiduría a los demás, y se decidió, como afirma en el prólogo su nieto, a escribir su libro, no para su propio provecho particular, sino para hacer a los demás partícipes de su doctrina, la cual les llevará a una vida ajustada a la Ley. Termina dirigiendo una exhortación a los círculos dirigentes de la vida social y religiosa a que estudien la sabiduría contenida en su obra. Las leyes sabias de los gobernantes y su buen ejemplo serán un poderoso estímulo para que también los súbditos practiquen el bien.

Si 33, 20-33. Consejos al jefe de familia sobre sus bienes y siervos

Ben Sirac da un sabio consejo al padre de familia, cuyo fiel cumplimiento le puede librar de muchos disgustos en los días de su vejez. Durante su vida, le recomienda, jamás deberá traspasar el dominio de sus bienes a sus herederos. Únicamente si lo hace cuando su muerte se aproxima obrará sabiamente. Sabido es cómo los hijos que formaron un nuevo hogar se preocupan con frecuencia más de su esposa e hijos que de sus padres, que tienen a veces que andar de casa en casa de éstos mendigando el sustento, lo que lleva consigo muchas veces la pérdida de la autoridad paterna y del honor y prestigio que el padre ha de conservar hasta el final de la vida. Pide el orden natural que sea él quien ordene y aconseje en los asuntos familiares, y los hijos quienes les estén subordinados.
En cuanto a la conducta que se ha de observar con los siervos, comienza con una comparación un poco dura -no tanto como suena a nuestros oídos, ya que en aquel entonces el asno era un animal mucho más estimado y mejor tratado que lo es entre nosotros-, que luego suaviza. Como se alimenta a este animal para que pueda prestar sus servicios y se le aplica con el palo el castigo oportuno si no se conduce conforme a las exigencias de su amo, del mismo modo hay que proporcionar al siervo el alimento necesario que requieren los trabajos duros que con frecuencia se le imponen y someterlo al castigo conveniente si se deja llevar de la haraganería. Falto de un motivo elevado en su trabajo, se deja vencer muchas veces por ella si no es obligado. Las solas palabras, como dice Proverbios, no bastan para inducirlo a él. Sigue una experimentada constatación: siervo a quien se hace trabajar rinde en su trabajo y permanece con su señor, al que proporcionará horas de descanso; pero, si no vigilas su trabajo y lo dejas en libertad, buscará la manera de huir y lo perderás.
Ben Sirac señala después la conducta que se ha de observar con los siervos malos y con los siervos buenos. Para con los primeros (v.27-30) recomienda imponerles el trabajo proporcionado a sus fuerzas, sin permitirles jamás la ociosidad, que, si puede ser en cualquier persona madre de todos los vicios, mucho más en quienes sin ella ya son malos. Si no cumple con dicho trabajo, lo castigarás con toda severidad, pero sin excederte, procurando en su corrección no desfogar tu ira con castigos que traspasen los justos límites.
Para los siervos buenos, Ben Sirac recomienda una conducta que denota un espíritu que se eleva notablemente sobre el de la sociedad pagana, aunque no todavía el que informa a San Pablo en sus consejos sobre el particular. Al siervo bueno que cumple su deber, su señor deberá tratarlo como a sí mismo, conforme al mandamiento del amor al prójimo. Y esto por un doble motivo o consideración humana: en primer lugar, por la necesidad que de sus servicios tienes; si a todo prójimo has de amar como a ti mismo, con mayor razón a quien te sirve con fidelidad y proporciona tal vez pingües ganancias. En segundo lugar, porque tu siervo es algo tuyo, de tu casa, que has comprado con tu propio dinero; tratarlo mal, enfureciéndote con él, sería hacerlo contra algo tuyo. Ten en cuenta que, si por tratarlo mal, siendo él fiel, escapa de tu casa, no lo recobrarás después, ya que la Ley ordenaba "no entregar a su amo un esclavo huido que se haya refugiado en tu casa."
Sacy tiene a este propósito una preciosa observación para los señores y amos de nuestro tiempo: "Si el sabio quiere que un esclavo fiel sea querido como nuestra propia vida y que lo tratemos como a nuestro hermano, ¡cuánto más debemos tener tales sentimientos para con aquellos que hoy nos sirven con fidelidad y con afecto y que son de una condición diversa de los esclavos! Debemos considerarlos, según el dicho de San Pablo, no sólo como partícipes de una misma naturaleza igual a la nuestra, sino como redimidos con la sangre del mismo Hijo de Dios y llamados a la misma gloria; por esto debemos tratarlos no con aspereza y con amenazas, sino con mansedumbre y con amor, conscientes de que somos juntamente con ellos siervos de un mismo señor que está en el cielo y que no tendrá consideración alguna a la diversa condición de las personas."

Si 34, 1-26. Los Sueños. Principios para una conducta sabia

Si 34, 1-8. Vaciedad de los sueños

La interpretación de los sueños era cosa muy extendida en la antigüedad y debía de ser frecuente en los días del autor del Eclesiástico. Los paganos basaban en ellos multitud de supersticiones.
Ben Sirac quiere instruir a sus discípulos sobre la vanidad de los sueños y la necedad de darles fe, excepción hecha de los casos en que Dios los infunde para comunicarse por medio de ellos al hombre.
Las esperanzas del insensato son vanas, "polvo arrebatado por el viento, humo que en el aire se disipa." No se apoyan, como las del justo, en las promesas hechas por Dios a la virtud, sino en planes inspirados por su maldad, que Dios a su debido tiempo destruirá, de modo que no se realizarán. Semejantes a esas esperanzas ilusorias son los sueños; no tienen tampoco realidad alguna en sí. Como la imagen reflejada en el espejo es una mera representación sin contenido, que sólo un niño puede tomar por realidad, así los sueños, mera imagen refleja de nuestros pensamientos y acciones, representación de una aparente realidad muchas veces absurda, no tiene realidad objetiva fuera de la fantasía del hombre. Prestarles crédito y tomarlos como inspiradores de conducta es tan vano y absurdo como pretender coger la sombra con la mano o perseguir el viento invisible.
Como una fuente de aguas corrompidas no puede dar agua pura y cristalina, ni la mentira producir por sí la verdad, así de lo que no es más que vana apariencia, tomado como algo real y objetivo, nada se puede esperar sino error y engaño. Esto ocurre con la adivinación, los agüeros y los sueños (?.5), meras invenciones o representaciones de la fantasía, sin un contenido o significado real que pueda ser punto de partida para una conducta acertada. Ben Sirac recomienda no hacerles caso alguno, constatando que muchos, intentando descubrir a través de ellos un acertado modo de obrar, fueron inducidos al error. Tal vez tenemos en el v.7 una alusión a los falsos profetas, que se valían de la interpretación de los sueños para captarse la benevolencia del pueblo y despertar en él falsas esperanzas; y la perícopa tal vez arguye la infiltración en Palestina de las prácticas de adivinación pagana en el siglo II.
Es preciso, sin embargo, hacer una excepción. Dios a veces se ha valido de sueños para comunicarse con los seres humanos, como lo testifica la Sagrada Escritura. En este caso se trata de una comunicación divina y se la debe seguir, sin temor alguno a equivocación. Ben Sirac no da indicios a base de los cuales puedan distinguirse los sueños enviados por Dios de los sueños vanos y engañosos.

Si 34, 9-17. La Ley, la sabiduría, la experiencia

Rechazados los sueños, adivinaciones y agüeros corno principios de conducta, Ben Sirac señala fuentes certeras que pueden orientar la manera de conducirse: la Ley, que, por contener la palabra de Dios, enseña con sus prescripciones al hombre lo que ha de hacer y lo que ha de evitar sin temor a equivocarse. Lo mismo hay que decir de las enseñanzas de los sabios; también ellas son "fuentes absolutamente seguras" para poderse conducir con seguridad en la vida. Finalmente, la experiencia, que se adquiere sobre todo en las pruebas y viajes fuera de la patria. Las pruebas y tribulaciones son una fuente, sobre todo, de experiencia y educación moral, parte integrante de la verdadera sabiduría; los grandes santos sufrieron grandes tribulaciones y pruebas que Dios les envió, y los hicieron grandes y experimentados maestros de vida espiritual. Los viajes fuera del círculo familiar proporcionan un conjunto de experiencias sumamente útiles para la vida. Ben Sirac aprendió tanto en los suyos, que no puede encerrar en su libro todas las enseñanzas aprendidas en sus correrías. Y le fueron tan útiles, que, habiéndose hallado varias veces en situaciones muy peligrosas, su habilidad le hizo salir indemne de todas ellas. "El que no ha visto el mundo -escribe Dom Calmet-, quien no ha viajado, quien no conoce a los hombres, no sabe nada. El estudio de gabinete y los conocimientos especulativos son poca cosa. Para formar un hombre y hacerlo capaz de negocios es preciso que haya visto a los seres humanos en otra parte que en los libros. Es cosa buena el viajar; fue así como los grandes hombres de la antigüedad que nosotros conocemos se hicieron tan célebres y hábiles. Fue así como Ulises mereció la reputación de uno de los más sabios y más experimentados príncipes del mundo, y como Pitágoras y Platón han adquirido esa elevada ciencia que los ha hecho tan recomendables."

Si 34, 18-22. Mejor todavía el temor de Dios

Pero hay un medio mucho más seguro que la misma experiencia y habilidad humanas para gobernarse con acierto en la vida, y es el temor de Dios, verdadero principio de la sabiduría. Él fue la auténtica prudencia sobrenatural que libró a Ben Sirac de los graves peligros a que se vio expuesto en su vida. A él dedica esta perícopa, que viene a ser como un canto a la protección maravillosa de Dios sobre quienes practican el temor de Dios. En él proclama dichoso al varón temeroso de Dios, porque pone su esperanza en el Señor, dueño absoluto de todas las cosas, de la vida y de la muerte; que tiene poder para salvar y para perder y dispensa su protección sobre quienes ponen en él su confianza. "Aunque haya que pasar por un valle tenebroso -exclama el salmista dirigiéndose al Seño -, no temo mal alguno, porque tú estás conmigo". Y el autor de Proverbios afirma: "Huye el malvado sin que nadie le persiga, mas el justo va seguro como cachorro de león." El espíritu del v.14 es la vida, que Dios protege y libra de los peligros que la acechan. Los v.17-18 se corresponden con los v. 19-20; los que aman a Dios tienen sus ojos puestos en Él, y el Señor, a su vez, pone los suyos en los justos, conforme a la expresión del salmista: "Están los ojos de Yahvé sobre los que le temen, sobre los que esperan en su misericordia." Y esa mirada mutua de Dios y del alma constituye la confianza y fuerza de ésta. La expresión los que le aman viene a equivaler a la más usada "los que le temen"; para los autores sapienciales, el temor de Dios no es el miedo, que lleva a obrar por temor al castigo, sino ese amor reverencial del hijo para con el padre que lleva a obrar por agradarle a Él. Ben Sirac multiplica los términos y comparaciones para poner más de manifiesto la protección de Dios sobre los justos y los efectos saludables que lleva consigo. El viento solano abrasa el aire y seca la vegetación; cargado a veces de polvo y de arena, oscurece el cielo con un denso color pardo. La expresión alumbra los ojos se refiere, como las demás, a la protección que libra de los peligros que acechan la vida, conforme al pensamiento del salmista: "Mírame ya, óyeme, Yahvé, ¡Dios mío! Alumbra mis ojos, no me duerma en la muerte. Que no pueda decir mi enemigo: Le vencí."

Si 34, 23-26. Sacrificios no gratos a Dios

Los pensamientos expuestos sobre el temor de Dios llevan a Ben Sirac a hablar del verdadero culto a Dios, al que dedicará también casi todo el capítulo siguiente. En esta perícopa rechaza como reprobables los sacrificios cuyas ofrendas fueron fruto de injusticias. Es algo irrisorio, pues el oferente ofrece al Señor como suya, renunciando en su honor a ella, una cosa que no lo es, pues la adquirió injustamente. Tal oblación no puede en modo alguno agradar a Dios. Tampoco puede complacerse el Señor en los sacrificios de los impíos, a quienes faltan las disposiciones interiores que deben acompañar todo sacrificio, como es la paz y amistad con Dios, que la exige incluso con nuestros prójimos para que la ofrenda le sea grata. El autor de Proverbios repite que Yahvé aborrece el sacrificio del impío. Por más que unos y otros multipliquen sus sacrificios, no obtendrán el perdón de sus injusticias y pecados, que no se obtiene por otro camino que por el de la penitencia. Y arrepentirse de sus pecados es lo primero que tiene que hacer todo pecador para que sus sacrificios sean aceptables al Señor.
Pero, si lo ofrecido al Señor ha sido quitado al pobre, entonces el sacrificio resulta abominable a los ojos de Dios. Ben Sirac no duda en compararlo a la inmolación del hijo ante su padre. La razón es que Dios, padre de todos los hombres, lo es en particular de los pobres, por lo que un agravio hecho a ellos es un ultraje que se comete contra Dios. Además, el pobre vive del pan que tiene que mendigar; el humilde jornalero, del escaso salario que recibe; privarles del pan, del salario, es arrebatarles su único medio de subsistencia, es privarles de la vida. La sentencia merece ser meditada por todos aquellos que, negando al pobre lo que es debido, o al jornalero el salario que en justicia le corresponde, hacen luego con sus riquezas limosnas a los pobres, ofrecen sacrificios al Señor, levantan templos o donan sus imágenes. Semejante actitud clama al cielo. Así lo afirma el apóstol Santiago: "El jornal de los obreros que han segado vuestros campos, defraudado por vosotros, clama, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor de los ejércitos". Dos comparaciones abundan en el mismo pensamiento. Si lo que uno construye lo destruye otro (v.28), nada queda sino la fatiga que en ello se puso sin utilidad alguna. Si un rico ora, ofrece un sacrificio cuya ofrenda es fruto de injusticia para con el pobre, ésta está clamando al cielo contra él. Y así, lo que el sacrificio como obra buena en sí edificaría, tendría de mérito, lo destruye el hecho de ofrecer como propio a Dios lo que se ha quitado a la subsistencia de uno de sus predilectos. La oración del rico que se acerca con corazón inicuo no será escuchada; lo será, en cambio, la maldición de quien de él con razón se queja. La Ley mandaba purificarse a quien hubiese tocado un cadáver; pero si, concluida la purificación, vuelve a tocarlo, ¿de qué le valió la primera purificación? Del mismo modo, si uno ora y ayuna por sus pecados y luego continúa cometiéndolos, sin arrepentimiento sincero y propósito de enmienda, ¿de qué le aprovecha la oración y el ayuno? No obtendrá el perdón de los pecados.

Si 35, 1-24. Mas sobre los sacrificios, la oración de Israel

Si 35, 1-10. El sacrificio agradable a Dios

Mediante el paralelismo que establece entre varios de los sacrificios judíos -la simple oblación, el sacrificio pacífico, la oblación de flor de harina y el sacrificio de alabanza- y las virtudes -obediencia a la Ley y cumplimiento de sus preceptos, la acción de gracias y la misericordia-, que pone en parangón con aquéllos, Ben Sirac afirma que el verdadero sacrificio agradable a Dios es el cumplimiento de sus mandamientos y la práctica de las virtudes, sobre todo la gratitud para con Dios, autor de cuantos beneficios hemos recibido, y la misericordia para con el necesitado, tantas veces recomendada en la Ley. Dios se complace en quien se aparta del mal y de la injusticia, por lo que ello viene a ser incluso como un sacrificio de expiación por los pecados antes cometidos. El sabio inculca la doctrina de los profetas de que no agradan a Dios los sacrificios si no van acompañados de las debidas disposiciones interiores, del temor de Dios, que se manifiesta en el fiel cumplimiento de la Ley; tal vez contra el naciente espíritu farisaico, que, descuidando el aspecto moral de la misma, se preocupaba más del ceremonial.
Con las afirmaciones precedentes no pretende Ben Sirac que se prescinda de los sacrificios como actos exteriores de culto, sino que él mismo exhorta a ofrecerlos, conforme estaba preceptuado en la Ley, cuyo mandato repite textualmente (v.6). Poco después los aconsejará a los enfermos para conseguir de Dios la salud, y en el capítulo 50 del libro hace una entusiástica descripción del sacrificio del sumo sacerdote. En la Ley se insistía más en la parte exterior del culto, prescribiéndose los sacrificios rituales. Los profetas y autores sapienciales hacen más bien hincapié en las disposiciones interiores, justicia y santidad del oferente. Ambas cosas se complementan. "La obediencia vale más que el sacrificio, pero quien no cumple el sacrificio falta con esto mismo a la obediencia" (Girotti). La memoria de recordación del justo, que no será olvidada, designa la porción de la ofrenda de flor de harina mezclada con el aceite y quemada con el incienso sobre el altar, como combustión, en memoria, en olor suave para Yahvé. Es, pues, preciso ofrecer al Señor, conforme a lo preceptuado en la Ley, sacrificios, las primicias, los diezmos. Y con las disposiciones indicadas, para que sean agradables al Señor. Ben Sirac añade (v. 11-13) que los sacrificios han de ser ofrecidos con generosidad, conforme a lo que el Señor ha dado, sin escatimar nada en las ofrendas, lo que argüiría falta de agradecimiento, y con alegría, no como quien siente tener que desprenderse de sus dones. "Dios ama al que da con alegría," dice San Pablo. Y San Agustín advierte que, si "das el pan triste, el pan y el mérito perdiste." A quien ofrece con esa generosidad y esa buena disposición, el Señor, que no puede dejarse vencer en liberalidad por sus criaturas, se lo recompensará muy abundantemente. El séptuplo, como "el ciento por uno", son números o expresiones simbólicas para expresar una gran abundancia. Y no intentes sobornar al Señor con tus dones, advierte Ben Sirac, como si fuera un juez humano; o engañarle ofreciéndole lo que es fruto de injusticias, o víctimas con defectos, que no podían ofrecerse, conforme ordenaba la Ley, o sin las disposiciones necesarias. Dios es un juez infinitamente sabio, que ve y juzga conforme a la verdad y sinceridad, e infinitamente justo, que no puede aceptar los sacrificios de un corazón doble y malicioso. Y sobre todo no aceptará en modo alguno, como afirmó ya en la perícopa precedente, aquellos sacrificios cuyas ofrendas proceden de injusticias con los menesterosos. Dios no tiene acepción de personas para aceptar las oblaciones de los ricos que violan los derechos de los pobres. Sus predilecciones están decididamente en favor de los pobres y humildes.

Si 35, 11-24. La oración del afligido

Continuando el pensamiento de la perícopa anterior, Ben Sirac manifiesta que Dios se pone siempre del lado de los pobres y de los humildes, seres indefensos expuestos a toda clase de injusticias por parte de los poderosos, y escucha los clamores y quejas contra quienes los oprimen. La oración del que sirve devotamente a Dios, la plegaria del pobre que se llega a Él con sencillez y humildad de corazón, traspasa las nubes y llega hasta el trono de Dios, forzándole a otorgarle lo que en ella implora.
La protección de Dios sobre los pobres y afligidos que ha afirmado Ben Sirac, lo lleva a expresar su fe en la protección de Dios sobre su pueblo, afligido por la dominación extranjera, en la presente perícopa, a la que seguirá en el capítulo siguiente una larga oración por la restauración de Israel. En los días en que el autor escribe su libro, Israel se encuentra bajo la dominación de los seléucidas, reyes gentiles que dominaban sobre el pueblo teocrático y llevaban consigo la cultura helénica, y, por tanto, pagana, y a veces la persecución.
Dios tendrá misericordia de su pueblo, que clama a El día y noche, y le dará una alegría tanto mayor cuanto más dura y prolongada fuere la tribulación; castigará a los pueblos paganos que oprimieron a Israel no sólo según sus obras, sino según sus mismas intenciones, que Dios conoce con toda claridad. La promesa tiene cierto sabor mesiánico.

Si 36, 1-27. Implora la restauración de Israel. Elección de mujer

Si 36, 1-20. Oración de Ben Sirac

Ben Sirac hace una fervorosa oración en favor de Israel en la que pide su restauración, con la consiguiente humillación de sus enemigos. Tiene forma de salmo y ha sido escogida por la liturgia cristiana para las laudes del sábado. Está dirigida al Señor, Dios del universo. Yahvé, Padre del pueblo escogido, es el dueño del universo, y le están sometidas todas las gentes que en él habitan. Y en ella el sabio apela a su piedad, fuente de cuantos beneficios nos concede.
Pide en la primera parte que infunda su temor en todas las gentes (v.2); no un temor que las extermine, como se pide otras veces para los enemigos del pueblo, sino que los humille y castigue si es preciso, a fin de que reconozcan su poder soberano. La conducta observada por Dios con Israel a través de su historia ofrece al autor un precioso parangón: Dios se ha manifestado santo, aborrecedor del mal y de la impiedad, ante las naciones gentiles al castigar a Israel y enviarlo al cautiverio por su infidelidad y pecados para con Dios. Ahora pide Ben Sirac que se manifieste santo ante Israel, haciendo alarde de su poder sobre las naciones que lo oprimen, castigándolos a fin de que pongan fin a su dominación sobre Israel y reconozcan también ellos que Yahvé es el único Dios verdadero. Implora renueve los antiguos prodigios y portentos (v.6) con que un día dobló la cerviz de los egipcios y libró de su esclavitud a los israelitas, y, con las frases bíblicas tradicionales para pedir el castigo de los enemigos que oprimen a Israel, suplica con insistencia en su oración la destrucción de los gentiles que ahora dominan sobre él e intentan contaminarlo con su paganismo. Tal vez alude a Antíoco III el Grande, que recibió el castigo de su orgullo; vencido el 190 por los romanos en la batalla de Magnesia, verdadera catástrofe para los seléucidas, perdió la mayor parte de sus conquistas. Jeremías elevaba una súplica semejante sobre quienes "habían devorado y consumido a Jacob y devastado sus campos". En estos mismos sentimientos abunda Isaías en la segunda parte de su libro. Semejantes imprecaciones no ofenden la inspiración del libro. Al pedir Ben Sirac el castigo para sus enemigos, lo hace, más que movido por el odio a los enemigos, impulsado, como los profetas y salmistas, por el celo de la gloria de Yahvé, que debe ser reconocido también por ellos como único Dios, y del amor al pueblo israelita, que desea ver libre de la dominación extranjera, la cual, con su persecución a veces, con sus costumbres paganas siempre, creaban un peligro y un obstáculo para la conservación y libre ejercicio de la religión yahvista. En medio de su oración por la humillación de los enemigos, el autor intercala (v.10) una ardiente súplica por el cumplimiento de las promesas de una era mesiánica en que Israel, libre de sus enemigos, pueda cantar con libertad y alegría las grandezas del Señor. La destrucción de los enemigos es una de las señales de la próxima venida del Mesías.
En la segunda parte de su oración, Ben Sirac, siguiendo el estilo profético, eleva al Señor su plegaria por el pueblo escogido. Suplica en primer lugar la reunión de todas las tribus de Israel en la patria prometida (v.13). Los israelitas habían sido deportados a Asiría; los judíos, a Babilonia; muchos no volvieron a su patria; otros se hallaban dispersos por Egipto, Asia Menor; y los que vivían en Palestina estaban sometidos unas veces a Siria y otras a Egipto. Zacarías había anunciado que Dios repatriaría a los israelitas de oriente y occidente y habitarían en Jerusalén, siendo ellos su pueblo y Yahvé su Dios. Joel contempla a Israel disperso entre las gentes, y dice que Dios en los días mesiánicos hará justicia a los pueblos que lo han sometido a vejación, reunirá a todos los dispersos y llevará a cabo la restauración de Judá y Jerusalén. Isaías dice que al final de los tiempos llamará a los israelitas dispersos en Asur y Egipto y "se prosternarán ante Yahvé en el monte santo de Jerusalén." La reunión de las doce tribus iba unida a las esperanzas mesiánicas.
A la vez que multiplica las expresiones implorando misericordia y protección para Israel, va indicando los motivos por los que tiene que compadecerse de su pueblo. Este lleva su nombre (v.14): Israel significa "Dios ve" (raáh El); por lo demás, en la Escritura llevar el nombre significa "ser propiedad de"; Israel es el pueblo de Dios, escogido para los destinos mesiánicos. Es su pueblo primogénito, único a quien comunicó la revelación anticotestamentaria y el primero que experimentó las delicadezas de Dios en el Antiguo Testamento y recibió la predicación de la nueva evangélica. Jerusalén, capital del reino israelita, es la morada escogida por Dios para habitar en medio de su pueblo; en ella está el templo, que llenó su gloria el día de su inauguración. Ben Sirac pide la glorificación de Jerusalén y el templo, anunciada para los tiempos mesiánicos. Ageo predijo que en los tiempos mesiánicos Dios llenará de gloria el nuevo templo, de modo que la gloria de la segunda casa precederá a la primera; e Isaías, que el monte de la casa de Yahvé sería confirmado por cabeza de los montes y ensalzado sobre los collados, y subirían las gentes a la casa del Dios de Jacob a ser enseñados por El..., "porque de Sión ha de salir la Ley, y de Jerusalén la palabra de Yahvé." Finalmente, implora el cumplimiento de las profecías hechas por medio de sus patriarcas y profetas al pueblo que escogió ya desde un principio en los patriarcas, formó en Egipto con la bajada de los hijos de Jacob e hizo su alianza con ellos en el Sinaí después de sacarlos de la esclavitud egipcia. El pueblo ha vivido siempre con la esperanza en un Mesías libertador. Dios tiene que cumplir esa esperanza, porque ha empeñado su palabra por medio de los profetas, y escuchar la plegaria de quienes tienen puesta en Él su confianza conforme a la bendición de Aarón: "Que el Señor os bendiga y os conserve; que haga brillar sobre vosotros la luz de su rostro y tenga piedad de vosotros; que Él vuelva a vosotros su rostro y os dé la paz." El cumplimiento conduciría a la glorificación de Yahvé, pues todas las naciones conocerán que es su Dios el único y verdadero Dios.

Si 36, 21-27. Prudencia en la elección de mujer

Después de esta fervorosa plegaria, Ben Sirac vuelve a los consejos de sabiduría práctica que interrumpió con la oración. Se refieren los primeros de la perícopa presente a la discriminación en general y a la elección de mujer los demás. Hay alimentos buenos saludables al organismo; otros, en cambio, no tan buenos e incluso perjudiciales; el estómago es quien los distingue y declara la naturaleza de cada uno en orden a la digestión y nutrición. Los hay sabrosos y los hay desabridos; el paladar descubre el gusto agradable o desagradable de cada uno. De la misma manera, hay palabras veraces y las hay mentirosas; el sabio conoce el corazón de los hombres y sabe discernir lo que hay en él de sinceridad y de hipocresía. Hay corazones malvados y los hay buenos y experimentados; los primeros hacen sufrir a los demás, los segundos conocen un montón de resortes para descubrir los engaños de aquéllos y preservar de su mal.
Lo mismo ocurre con las mujeres. Unas son mejores que otras en virtud, en belleza, en prudencia para el gobierno de una casa. La mujer ha de aceptar el marido que sus padres le proporcionan; eran éstos en los orientales quienes buscaban marido para sus hijas. El marido, en cambio, escoge, y al hacerlo deberá tener en cuenta las cualidades que hacen a la mujer una buena esposa y sabia administradora de casa. "Si el matrimonio se mira -escribe Calmet- con la finalidad única de unirse a una mujer y tener hijos, entonces no interesa tanto la elección, porque toda mujer está hecha para el hombre; pero, si se mira principalmente la sociedad y la dulzura de vida en esta unión, hay que atender sobre todo a las costumbres y cualidades de la que se elige para esposa." Ben Sirac señala la belleza, que suscita el atractivo sensible del marido y hace sobrellevar con alegría las preocupaciones y trabajos que lleva consigo el sostenimiento de.la casa. Si ella añade amabilidad y dulzura en su conversación y trato con su esposo, hallará una dicha extraordinaria que no todos encuentran en su hogar. Aludiendo al pensamiento de Gn 2, 23-24, dice que tal mujer es una ayuda para su marido y un firme sostén en su esfuerzo por sostener la casa, en las dificultades y penalidades que ello lleva consigo.
Frente a la felicidad del hombre que encontró una mujer buena, presenta el autor dos pinceladas de la desdicha del solitario que no ha formado un hogar con una esposa. Si un campo no está rodeado de una valla que lo defienda, el sembrado es pisado por hombres y animales, y los frutos no se obtienen. Lo mismo le ocurre al que no ha edificado un hogar y carece de una mujer hacendosa a quien se confíe la administración de la casa: habrá de confiar a otros sus bienes y los tendrá expuestos a su codicia; deberá andar errante y vagabundo, confiándose siempre a gente extraña, hoy aquí, mañana allí, sin la alegría y el apoyo de una esposa virtuosa. Y de gente errante que tiene que dormir donde la noche le sorprende, ¿quién se fía? Ben Sirac hace una velada invitación al matrimonio con una mujer virtuosa y de buenas cualidades, como preferible a una soltería vagabunda. No han llegado los tiempos en que Jesucristo proclame como camino más excelente la virginidad por el reino de los cielos.

Si 37, 1-31. Amigos, consejeros, sabios

Si 37, 1-6. Prudencia en la elección de los amigos

Otra de las cosas en que hace falta discreción y prudencia para no exponerse a engaños y desilusiones es en la elección de los amigos. Con sus palabras todos se profesan amigos y en la prosperidad todos se esfuerzan por aparecer como los mejores y más fieles. Pero los hay que sólo son de nombre, que en el día de la adversidad te abandonan; más aún, hay quienes después se convierten en enemigos, lo que produce tanta mayor desilusión cuanto mayor confianza se puso en él, y tanto mayor sufrimiento de corazón cuanto más afecto se le profesó y de más íntimos secretos se hizo partícipe.
¿Cómo discernir el buen amigo del malo? Por su comportamiento en el día de la tribulación. El amigo falso es fiel a la amistad en la felicidad y prosperidad de su prójimo, mientras puede obtener provecho y utilidad de la amistad; pero en el día del infortunio, cuando la suerte se dio la vuelta, abandona a su amigo y no rara vez se convierte en su enemigo y acusador. El buen amigo, por el contrario, permanece fiel al amigo en su desgracia y comparte los sufrimientos con él. Y si éste es atacado por sus enemigos, empuña su escudo para defenderle de las calumnias y de los daños que le quieran inferir. Esa es la amistad leal y sincera.
Concluye la perícopa con un consejo: sé fiel a tu amigo siempre, en el tiempo de la adversidad como en el día de la prosperidad. La amistad supone una comunicación de bienes cuando los hay, y un mutuo sostén y consuelo en la desgracia cuando aquéllos faltan.

Si 37, 7-15. Prudencia en la elección de consejeros

Para caminar seguros por el sendero de la vida y no tropezar en las numerosas piedras a su vera colocadas, por el azar unas veces, con mala intención otras, es necesario rodearse de buenos consejeros, que con su saber y experiencia nos aconsejen en las situaciones complicadas de nuestra vida. Pero también aquí es preciso sagacidad y prudencia; no todos son lo suficientemente rectos y desinteresados para buscar únicamente el bien de aquel que demanda sus consejos. El autor va a dar unas normas para discernir los buenos de los malos consejeros.
Antes de pedir consejo a una persona convendrá observar si ella tiene necesidad de aquello que podría conseguir mediante un consejo torcido. Si no es de una rectitud probada, podría aplaudirte unos proyectos cuyo beneficiario al fin sería él, o desaconsejarte como desacertados unos planes de que luego él se aprovecharía, dejándote a ti en la estacada. Tampoco será buen consejero quien siente envidia por su consultante. La pasión de la envidia difícilmente le dejará ser imparcial y objetivo y fácilmente aconsejará en perjuicio de aquellos por quienes siente emulación.
Imparcialidad y objetividad son imprescindibles para poder dar un juicio sincero y desinteresado, cualidades que en determinadas personas y circunstancias o materias rara vez se dan. La razón es que nadie es juez en su propia causa y que la pasión quita aquella lucidez a la mente que le es precisa para dar un consejo certero. Ben Sirac da en los v.1 a 14 una lista de esas personas a quienes en las circunstancias o asuntos que indica no será prudente pedir consejo. Así, a la mujer respecto de su rival; la aversión que hacia ella siente y la venganza, tan frecuente entre mujeres, la aparta de todo parecer que pueda serle favorable. Sería también absurdo consultar sobre asuntos de guerra al hombre tímido; aquéllos requieren de ordinario valentía y decisión, lo que le falta a éste, que rehuirá toda acción militar, por necesaria que sea. Como sería ingenuo preguntar sobre el cambio al comerciante mismo, o de la venta con quien te ha de comprar, pues el interés los ciega en provecho suyo. Ni cumplirías con tus deberes de ser agradecido para con quienes te han hecho beneficios si te haces aconsejar de quienes carecen se sentimientos de gratitud. Asimismo no consultes, si has de proceder con rigor o misericordia, con quien es duro de corazón, pues su consejo se inclinará, sin motivo suficiente tal vez, por el castigo. Tampoco harás cosa alguna de provecho con el perezoso, pues su indolencia no le deja aconsejar cuanto suponga decisión y sacrificio. Finalmente, no trates con el ajustado por año sobre la siembra, porque, como no estará en tiempo de la recogida y tal vez lo único que busca es ganarse la vida, aconsejaría aquella sementera que menos esfuerzo le supusiere; ni con el siervo perezoso sobre la necesidad o conveniencia de este o aquel trabajo; llevado de su desidia, juzgará inútiles o innecesarias las labores que la tierra precisa.
¿Quién será el buen consejero? El sabio responde que el mejor consejero es el hombre piadoso, cumplidor de la Ley (v. 15-16). Este juzgará conforme al precepto del amor al prójimo como a sí mismo en ella contenido, y a los principios morales de rectitud y sinceridad que ella enseña. Si a ello se añade que el consejero es de ideas y sentimientos semejantes a los de su consultante para poderlo comprender y está unido a él por sentimientos de amistad, que le hacen buscar con mayor interés tu bien, será el consejero ideal.
Pero, escuchados los consejeros, Ben Sirac no quiere que sus discípulos sigan ciegamente su parecer, sino que, habida cuenta de aquél, resuelvas, conservando tu personalidad, la decisión que debes tomar. Los consejeros deben orientarse acerca de la decisión que debes tomar, pero no imponértela. La razón es que nadie sentirá por tu bien el interés que tú sientas; de ahí que tu propia mente y conciencia, empleada la diligencia debida -entre lo que entra buscar el consejo ajeno-, podrá descubrir lo que más te convendrá mejor que los consejeros mismos que juzgan en cosas ajenas. Pero todavía no está todo.
Además del consejo y la reflexión propia, Ben Sirac recomienda la oración al Altísimo para confiarlas a Él y suplicarle las dirija por el camino de la verdad (v.19), e.d., por camino seguro, ya que "traza el corazón del hombre sus caminos, pero es Yahvé quien dirige sus pasos". Es la súplica del salmista cuando ora al Señor: "Guíame en tu verdad y enséñame, porque tú eres mi Dios, mi Salvador, y en ti espero siempre." Y el consejo de Tobías a su hijo: "En todo tiempo bendice al Señor Dios y pídele que tus caminos sean rectos y todas tus sendas y consejos vayan bien encaminados..." En esas tres cosas, el consejo, la reflexión y la súplica al Señor, radica el éxito en las empresas difíciles de la vida. Y la raíz del consejo es el corazón (v.21), añade Ben Sirac. En realidad, los sentimientos del corazón influyen más de lo que parece en los consejos que proferimos; por lo que él es muchas veces la raíz última del bien que hacemos con el consejo acertado de la vida más feliz que ocasionamos, del mal que provocamos con un consejo desacertado de la vida miserable, que conduce a la muerte, a que dimos ocasión. La lengua decide, pero sólo en cuanto manifiesta el consejo que elaboró la mente. En este sentido dice el autor de los Proverbios que la muerte y la vida están en poder de la lengua; cual sea el uso que de ella hagas, tal será el fruto."

Si 37, 16-26. Diversas clases de sabios

La perícopa sobre los buenos y malos consejeros lleva al autor a señalar diversas clases de sabios. Hay en primer lugar varones prudentes que son magníficos consejeros para los demás, pero "necios", como dice el texto hebreo, para sí mismos; señalan a otros con acierto el camino que deben seguir y no saben dar con el suyo. Hay otros que, siendo sabios, se hacen odiosos a los demás, como los sofistas, porque, en lugar de aprovechar su ciencia para aconsejar a los demás, hacen vana ostentación de una agudeza de ingenio que utilizan para engañar a los demás. Al no profesar una sabiduría digna de tal nombre, pierden toda estima y consideración ante los ciudadanos; éstos no acuden a consultarlos y pierden las recompensas que su ciencia debía proporcionarles.
En cambio, el verdadero sabio lo es en primer lugar para sí mismo. Sabe gobernar su vida conforme a las máximas de la sabiduría y obtiene con sus consejos los medios de subsistencia de que se ve privado el sofista. Pero su sabiduría es también útil a los demás, porque los instruye en su ciencia en orden a una vida virtuosa y aconseja en los diversos problemas y situaciones de la vida, haciéndolos así partícipes de los beneficios de su sabiduría. Consiguientemente, goza de estima y aprecio y todos cuantos lo conocen hacen elogios de él. Más aún, su recuerdo glorioso permanecerá de generación en generación, pues si bien los días de su vida están contados, los del pueblo de Israel, a quien el sabio pertenece -para Ben Sirac sólo Israel poseía la verdadera sabiduría, y, consiguientemente, todos sus sabios lo son auténticamente tales- son innumerables. En efecto, Israel, que se continuaría en la Iglesia cristiana, a quien Jesucristo prometió la perpetuidad, vivirá hasta el fin de los tiempos.

Si 37, 27-31. La templanza

Para conservar la salud es preciso conservar la virtud de la templanza y evitar los excesos en la comida y bebida. En consecuencia, has de examinar qué es lo que conviene y lo que no conviene a tu salud; qué cantidad de alimentos debes tomar para conservarla en buen estado, y atente a la norma que tu misma experiencia te dicta. Dada la diversa disposición y contextura de los organismos, no se puede establecer una norma uniforme para todos; lo que para unos puede ser excelente, para otros puede ser perjudicial.
Lo que a todos es necesario para conservarla es guardar la debida moderación en los banquetes, no dejándose llevar de la gula ante los manjares exquisitos y los licores inebriantes, como expuso ampliamente Ben Sirac en Si 31, 12-42. La intemperancia, advierte aquí, puede llevar a la misma muerte. Se dice que mueren más víctimas de crápula que de la espada. "La moderación recomendada por el Siracida -escribe Bonsirven- está conforme con las tendencias generales de la moral judía, que es una moral de justo medio. Ella quiere, con Hillel, que se dé al cuerpo todos los cuidados convenientes, pero también que se guarde de todo exceso, sobre todo del exceso de la mesa y de los excesos de la bebida.

Si 38, 1-34. El médico, los muertos, el artesano

Si 38, 1-15. Conducta para con el médico

La mención de la enfermedad en la perícopa precedente sugirió a Ben Sirac ésta sobre el médico, única en el Antiguo Testamento. Parece había en su tiempo quienes no tenían para con él las deferencias debidas más que cuando la enfermedad traspasaba los umbrales de su casa, e incluso quienes, considerando la enfermedad como un castigo de Dios, veían en los cuidados sanitarios del médico una conducta opuesta a los designios de Dios.
El autor recomienda honrar debidamente al médico cuando estás sano, con lo que, cuando caigas enfermo, lo encontrarás más dispuesto a atenderte con todo interés y diligencia. Añade que es Dios mismo quien le ha dado la ciencia de curar, como ha puesto en las plantas las virtudes curativas. En efecto, es el Altísimo quien ha creado al médico y le ha dado una misión que cumplir en la sociedad: la de curar las enfermedades, dentro, claro está, de los designios de Dios, el cual quiere el concurso de las causas segundas para llevar a cabo dicha curación cuando así lo ha dispuesto su voluntad. A la acción del médico se asocia la del farmacéutico, que con sus mezclas y combinaciones prepara los medicamentos que aquél prescribe, completando así su labor. Uno y otro reciben su ciencia de Dios y son instrumentos providenciales para la curación de las enfermedades, don de Dios en beneficio de la humanidad, sujeta a tantas miserias. Y para que puedan llevar a cabo su misión, Dios ha puesto en las cosas de la tierra, en las plantas, en los medicamentos, las virtudes curativas que el médico con su ciencia descubre. Si con un leño, que no tiene capacidad alguna para ello, pudo endulzar las aguas amargas de Mará, bien podrá comunicar a aquéllas virtudes curativas. Con razón puede gloriarse el médico con su ciencia, tan importante y práctica como es el devolver la salud, y su misión es digna de todo honor y deferencia. Por eso los grandes los admiran y honran, reconociendo la utilidad de sus conocimientos. De hecho, entre los orientales tenían un elevado rango en las cortes y gozaban de gran estima. "José tenía muchos a su servicio." Herodoto precisa que en este país "cada médico cuidaba una sola enfermedad, no muchas. Todo está lleno de médicos: unos son médicos para los ojos; otros, para la cabeza, para los dientes, para la región abdominal, para las enfermedades de localización interna."
De cuanto precede, Ben Sirac deduce la doble conducta que se debe seguir cuando se es afectado por una enfermedad. En primer lugar, acudir a Dios, que, como queda indicado, es "quien hiere y quien cura con su mano", con la oración, el arrepentimiento de sus culpas y los sacrificios. Un buen israelita no ha de impacientarse ante la enfermedad que Dios le envía, sino levantar a Dios su corazón y rogar tenga a bien curarle de ella e ilumine al médico para que logre acertar en el medio curativo. Para conseguir que tu oración sea grata al Señor, es preciso purificar el alma de las culpas pasadas y apartarla de todo pecado, manteniéndose firme en el cumplimiento de los mandatos de Dios. Podría ocurrir, además, que la enfermedad fuese castigo de los pecados. Así serán también gratos a Dios los sacrificios que por tu enfermedad deberás ofrecer, el incienso y memorial de flor de harina, que recordará a Yahvé la súplica del oferente e infundirá en éste esperanza de ser escuchado por él; y en cuanto a víctimas, ofrece las mejores, pues se trata de un bien tan estimable como la salud, sin la cual de nada valen los bienes materiales. Es mejor salud con lo necesario que muerte dejando muchas riquezas.
Pero este recurso a Dios no excusa al enfermo de poner los medios naturales encaminados a conseguir la salud. Dios obra por medio de las causas segundas, y la causa segunda en este caso es el médico, por medio del cual Dios suele conceder la curación de las enfermedades. Y así, cuando cayeres enfermo, lo harás llamar (v.1a). Si no siempre da con el remedio eficaz -aun en nuestros días los mismos especialistas no pueden siempre garantizar el éxito de sus prescripciones médicas-, hay ocasiones en que logra descubrir la raíz del mal y prescribir el tratamiento oportuno. Además, también él habrá orado ante el Señor para que lo ilumine al investigar el remedio para tu enfermedad, y su oración, unida a la tuya, hará más fuerza ante Él. Oportuna observación para el médico, que ha de poner en práctica cuantos medios le suministra la ciencia, pero que ha de pedir a la vez al Señor las luces necesarias para un acertado ejercicio de su profesión.
La afirmación con que termina la perícopa -quien peca contra su Hacedor caerá en manos del médico (v.1s)- responde a la concepción tradicional de que la enfermedad es castigo de los pecados y deriva del espíritu de la ley antigua, según el cual los pecados eran castigados con penas corporales. En rigor, toda enfermedad, como todo mal, proviene, en último término, del pecado original. Por lo que a los pecados actuales toca, los hay que llevan consigo el castigo en el cuerpo, como la intemperancia, la lujuria, etc.; pero no siempre los males y enfermedades arguyen pecados actuales. Job clama contra la opinión tradicional frente a su mujer y amigos, si bien no da la solución radical al problema del justo que sufre, contentándose con afirmar que Dios le envía sufrimientos para purificarlo y probarlo. Nosotros no ignoramos que a veces pueden ser consecuencia de los pecados de los predecesores o sencillamente para que se manifieste el poder y la gloria de Dios, como sabemos también por la revelación que los pecados no han de ser necesariamente castigados en esta vida.

Si 38, 16-23. El luto y tristeza por los muertos

Por asociación de ideas, Ben Sirac pasa de la enfermedad a instruir a sus lectores sobre la actitud que deben observar respecto de los muertos. Les señala un triple deber de caridad: el llanto amargo y lamentaciones solemnes, que llevaban a cabo las plañideras profesionales, y que debían realizarse con profundos sentimientos de piedad; amortajarle conforme a su condición: sabemos por el Evangelio que se vendaban los miembros del difunto y se cubría su rostro con un sudario; y darle sepultura, lo que constituía para los hebreos un deber sagrado.
Entre los judíos, el duelo por el difunto duraba generalmente siete días; cuando se trataba de personajes ilustres, se extendía hasta un mes, como en el caso de Moisés y Aarón. El Talmud señala tres días para los llantos, siete para las lamentaciones, treinta para los cabellos y la barba, que es preciso dejar crecer. Pasado este tiempo, añade, Dios dice: "No seáis más sensibles que yo mismo." Ben Sirac lo reduce a uno o dos días, aunque tal vez podría referirse a las ceremonias de duelo más ardientes, dando a entender que incluso se podrían suprimir si no fuera porque se interpretaría como señal de poco afecto hacia el difunto. Pero, pasado ese tiempo, conviene vencer toda tristeza, enseña Ben Sirac, ya que, si se prolonga, hace mal a quien no la desecha. En efecto, una tristeza excesiva abate el alma, creando en el ánimo una depresión que enerva las mismas energías corporales, minando la salud de tal modo, que puede incluso llegar a causar la misma muerte. Y al difunto nada le aprovecha ese llanto y tristeza; por muy intensos y extremados que sean, no harán volver a la vida a aquel que descendió al seol, del que no hay retorno posible; "como se deshace una nube y se va, así el que baja al sepulcro no sube más, no vuelve más a su casa, no le reconoce ya su morada." Ni se podrá con ellos mejorar en lo más mínimo su situación en aquel más allá. Finalmente, ten en cuenta que llegará un día en que también tú morirás; no acortes los días de tu vida ni los hagas tristes con esa prolongada aflicción. Piensa en las cosas futuras para olvidar las pasadas, que ya no tienen remedio, y vuelve a la alegría, que te hará más largos y felices los días de tu vida, pues "corazón alegre hace buen cuerpo; la tristeza seca los huesos." Esta manera de pensar choca con nuestra mentalidad cristiana. Ben Sirac ignoraba la suerte que en el más allá estaba reservada a los difuntos y desconocía lo que en su favor podemos hacer, si no con lamentaciones inútiles, sí con un recuerdo que lleva a la oración y sacrificio. Privado de la revelación posterior que aclaró esos puntos, su sentir es naturalista, no elevándose sobre meras consideraciones humanas semejantes a la que encontramos en los paganos.

Si 38, 24-34. El artesano en contraste con el sabio

Ben Sirac hace una amplia comparación entre el artesano, que ha de pasar todas las horas del día en sus ocupaciones manuales, y el sabio, que, libre de ellas, puede entregarse al estudio de la sabiduría especulativa, lo que le da ciertas ventajas sobre aquél.
Lo primero ocurre al labrador, a quien las faenas agrícolas y el cuidado de los ganados, ocupaciones necesarias para la vida de la humanidad que Ben Sirac no desestima en lo más mínimo, ocupan toda la jornada y absorben por completo su atención, sin dejarle tiempo para conversar asiduamente con los sabios. Lo mismo sucede al carpintero y al albañil, que carecen igualmente de la oportunidad del estudio y reflexión precisos para alcanzar la sabiduría; y a los grabadores de sellos, arte importantísima y muy estimada en la antigüedad, que requería una dedicación especial, pues el escultor tenía que esmerarse en idear nuevos diseños -cada cual debía tener un sello especial, que le servía de distintivo personal- y reproducirlos con exactitud sobre el bronce o las piedras preciosas. En su tarea han de poner también todo su empeño el herrero, a quien el autor presenta trabajando conforme a la antigua costumbre, y el alfarero, oficio conocido ya en Egipto en el Medio Imperio. Aquél, con sus ojos puestos en la obra, intenta con su martillo hacer del trozo de hierro un utensilio útil, y en obtenerlo lo más perfectamente posible pone toda su ilusión y su tiempo; éste, con sus pies, ha de hacer girar la rueda, mientras con las manos modela la figura sobre la que después extiende el vidriado. Todo ello requiere, además de un cuidado especial, mucho tiempo, si quiere hacer un número elevado y variado de ejemplares que le asegure un notable rendimiento.
Todos éstos han de pasarse la vida en sus ocupaciones, que, aunque diversas, tienen de común la exigencia de una dedicación asidua, necesaria para poder ganar el sustento, de modo que no queda posibilidad de prescindir de él para dedicarse al estudio de la sabiduría. Su aspiración será el ser sabios y maestros cada uno en su oficio y producir primorosas obras de arte, con las cuales, por lo demás, prestan servicios imprescindibles a la humanidad; sin ellos no se habitarían las casas ni se pasearía por las plazas de la ciudad, pues unas y otras precisan ser construidas por ellos. Pero no han realizado estudios especulativos para tomar parte en las reuniones de los grandes y poder dar en ellas su opinión. No han estudiado la Ley para poder juzgar e interpretar leyes, ni la sabiduría para poder expresarla en palabras. No obstante, insiste Ben Sirac, pueden en su profesión ser expertos y confeccionar verdaderas obras de arte y ser, bajo este aspecto, beneméritos de la humanidad.

Si 39, 1-35. El escriba, canto a las obras de Dios

Si 39, 1-11. El escriba en contraste con el artesano

En contraste con los artesanos, que se ocupan en los menesteres mencionados en la perícopa precedente, Ben Sirac hace ahora una elogiosa descripción del sabio, indicando sus ocupaciones y poniendo de manifiesto la excelencia de su profesión. Se trata en ella de los escribas, que nacieron precisamente de la necesidad que se sentía de una interpretación autoritativa de las Escrituras en orden a obtener una norma de conducta segura y práctica.
El escriba, en efecto, consagraba su vida al estudio de la Ley, de los escritos sapienciales -enumerados antes que los profetas quizá por la frecuente relación que Ben Sirac pone entre la Ley y la sabiduría-, que recogen en sus sentencias y proverbios la experiencia de las generaciones pasadas y de los profetas, que hablaron en nombre de Dios. No contentos con el estudio de los Libros Sagrados, los escribas enriquecen sus conocimientos con las tradiciones orales, transmitidas de generación en generación y recogidas en las escuelas, como la que dirigía Ben Sirac, y que referían enseñanzas de hombres célebres encerradas en sentencias oscuras, parábolas y enigmas, tan del gusto de los orientales.
Pero el escriba de que habla Ben Sirac no es el hombre de estudio, que se encierra en su habitación e ignora la ciencia práctica de la vida. Es el sabio que, llamado por los grandes y príncipes como consejero, tiene ocasión de manifestar su inteligencia y aumentar su sabiduría al contacto con otros sabios, ya que en las cortes de reyes solían encontrarse los personajes más venerables por su ciencia y experiencia. Recorre países extranjeros, no como el hombre de negocios, por afán de lucro material, sino para enriquecer sus conocimientos y experiencias al tratar con gentes de distinto carácter, cultura y costumbres. La convivencia con ellos da un más profundo conocimiento de la psicología humana y hace caer en la cuenta de las cosas buenas y de los defectos de nuestros conciudadanos. Las nuevas experiencias pueden aportar luz y métodos para mejorar aquéllas y evitar éstos, viniendo así a aumentar su sabiduría.
Hay, sin embargo, otra fuente de ciencia para el escriba, que es en orden de importancia la primera: la oración matutina y fervorosa al Creador en demanda de la sabiduría, acompañada de la súplica por el perdón de los pecados, pues que éstos son incompatibles con ella. Un doble motivo exige esta actitud: en primer lugar, la sabiduría que busca el escriba no es la sabiduría humana, sino la divina, que se encierra en la palabra de Dios, y su misión es la de comunicarla al pueblo escogido para que se conduzca conforme a ella. En segundo lugar, esta sabiduría es un don de Dios, que El concede a quien quiere y como quiere y la otorga a quienes se la piden con fervor y desinterés, como Salomón, conforme a lo que dice Santiago: "Si alguno de vosotros se halla falto de sabiduría, pídala a Dios, que a todos da largamente y sin reproche, y le será otorgada." Por eso el escriba se esmera en que su oración sea grata al Señor y le alaba en ella por los beneficios recibidos. Pero, no contento con ello, medita con su inteligencia los misterios de Dios para descubrir sus juicios, que, como verdadero sabio, lleva con su voluntad a la práctica. El conocimiento adquirido de la Ley, cuyo punto central es la alianza con su pueblo, hará sentir al escriba un profundo gozo y le capacita para comunicar a los demás la doctrina adquirida, que fluirá de sus labios como lluvia copiosa y benéfica. En premio recibirá un gran honor y estima en esta vida, pues cuantos se beneficien de sus enseñanzas alabarán su sabiduría. Aun después de su muerte su fama perdurará de generación en generación. Y no sólo la comunidad israelita, sino también las demás gentes, pregonarán sus alabanzas. Los judíos honraban profundamente a sus sabios y expresaban su ciencia, su sabiduría, con las más atrevidas hipérboles. Si todo el cielo, decían, se convirtiese en pergamino y toda el agua del mar en tinta, no sería suficiente para escribir todos sus conocimientos. Ben Sirac nada dice de la gloria que obtendrán en el más allá, que tan claramente afirma Daniel cuando escribe: "Las muchedumbres de los que duermen en el polvo de la tierra se despertarán, unos para eterna vida, otros para eterna vergüenza y confusión. Los que fueron inteligentes brillarán con esplendor de cielo y los que enseñaron la justicia a las muchedumbres resplandecerán por siempre, eternamente, como las estrellas."
Con razón la Iglesia en su liturgia aplica esto a los santos doctores. En efecto, ellos aprendieron en su oración y contemplación la ciencia divina y la comunicaron a sus contemporáneos con su palabra, y a las generaciones que les siguieron con sus escritos. Y la Iglesia celebrará hasta el fin de los siglos sus alabanzas como astros de primera magnitud, que iluminarán siempre con su doctrina las inteligencias y los corazones de sus hijos.

Si 39, 12-Si 42, 14. Sección 3. Elogio de la Sabiduría Divina

Un largo himno de alabanza a la sabiduría divina, que resplandece en las obras de la creación y gobierno del mundo, introduce la última sección de la segunda parte. Siguen también en ella los más variados temas: miserias de la vida humana, la muerte, la suerte de los bienes de los impíos y de su descendencia, la alabanza del temor de Dios y otras cosas que resaltan por su bondad; los peligros de la mendicidad, la verdadera y falsa vergüenza, los cuidados que con las hijas deben tener los padres. Las características literarias son las de las secciones precedentes.

Si 39, 12-35. Bondad de las obras de Dios

Ben Sirac puso en práctica los consejos con que terminó la sección precedente, y se siente tan lleno del espíritu de inteligencia que le ha sido comunicado en su meditación, que siente un impulso irresistible por comunicarlo a los demás. Comienza con una exhortación a sus discípulos a que escuchen sus reflexiones, las cuales les harán producir hermosos frutos de ciencia, virtud y agradecimiento a Dios, expresados en las imágenes del Si 24, 17-23, algunas de las cuales emplea la liturgia de la Iglesia en alabanza de los mártires. Llenos también ellos del espíritu de sabiduría, entonarán un himno de alabanza al Señor por la sabiduría y bondad que derramó y resplandece en todas sus obras.
En efecto, todas ellas fueron creadas por Dios teniendo por compañera la sabiduría, resultando todas ellas buenas; lo repite el autor del Génesis al narrar la creación de cada una de ellas. Tal vez a nosotros pueda parecer una inferior a la otra y hasta inútil, pero no es así: Dios señaló a cada una de ellas un fin determinado y todas responden igualmente a él. Dos obras enumera el autor en las que resaltan su poder, su sabiduría y su bondad: la reunión de las aguas en un lugar, que dejó seca y habitable la tierra para el hombre, formando los mares, que vienen a ser como los grandes depósitos que las contienen, y la obra de la salvación, especialmente del pueblo hebreo, que está aquí en primer plano, en que se manifiesta, más que en ninguna otra cosa, como afirma el sabio, la omnipotencia divina. La palabra de Dios es todopoderosa para realizar cuanto El quiere, y nada puede obstaculizar sus designios cuando quiere salvar.
Otro atributo divino digno de toda alabanza es la omnisciencia (v.24), repetidamente afirmada por el sabio. Dios conoce todas las cosas, las pasadas y las futuras, lo profundo, lo oculto y lo que está en tinieblas. Conoce los secretos más íntimos del corazón del hombre, sus pensamientos e intenciones, sus mismas acciones futuras y futuribles, es decir, las que el hombre habría realizado de haberse cumplido una acción determinada. De modo que no puede sentir nunca esa admiración, fruto de la ignorancia, que nosotros sentimos al descubrir algo admirable que ignorábamos. La razón es que Dios ha creado todas las cosas y ha sido El quien ha señalado, como quedó indicado, un fin determinado a cada una de ellas. Por lo que conoce la naturaleza de todas y cada una de las cosas y el fin para que han sido hechas sin necesidad de preguntarlo a alguien.
Y sobre todo son dignas de alabanza su misericordia y su justicia. Ben Sirac simboliza la primera en las abundantes aguas del Nilo y el Éufrates, que fertilizan las regiones de Egipto y Mesopotamia, llevando la vida a sus plantas, y la prosperidad a sus habitantes; de análoga manera, la bendición divina se extiende por el universo entero, comunicando a todos los seres la vida, y a los hombres el bienestar. La segunda tuvo expresión en el castigo de los pueblos cananeos y en el castigo de las ciudades de la Pentápolis, anegadas en el mar Muerto, donde la sal hace la vida imposible.
Dios hizo buenas todas las cosas, y al hombre lo creó en estado de justicia original. Pero ante la prueba pecó, y comenzó a sentir esa ley que inclina al pecado. Ahora el hombre puede escoger el camino del bien o el camino del mal. A los justos agradan los caminos de Dios, que es el cumplimiento de los preceptos. A los malvados desagradan, porque van contra las malas inclinaciones, que ellos no quieren vencer; al no seguir los mandamientos de Dios, éstos vienen a ser para ellos ocasión de pecado y ruina. Lo mismo ocurre con las cosas; todas fueron creadas para el bien del hombre; pero mientras que los buenos las utilizan para el bien, los malvados, con su malicia, abusan de ellas para el mal, viniéndoles así a ser ocasión de pecado, y en este sentido malas para ellos. Es lo que expresa Ben Sirac cuando afirma que las cosas buenas fueron creadas desde el principio para los buenos, así como las malas para los malos (?.50).
Y esas mismas cosas que Dios creó para bien del hombre, y de que el pecador se vale a veces para su pecado, Él las utiliza para su castigo; así los vientos huracanados, que destrozan cuanto a su paso encuentran; los terremotos, que destruyen las ciudades; los rayos y el granizo de las tempestades; el hambre y las pestes que siguen a las guerras. También los animales fueron a veces el instrumento de la justicia divina. Los antiguos maniqueos argumentaban de la existencia de animales dañinos contra la creación del mundo por el Dios bueno y contra la Providencia divina. Ben Sirac nos enseña que son instrumentos de la justicia divina contra los pecados de los hombres. Finalmente, la espada, instrumento vengador con que Dios amenaza castigar las infidelidades de su pueblo a la alianza. Ben Sirac presenta estos elementos como gozándose en esa sumisión perfecta a las órdenes de su Creador (v.37), cuya voluntad al punto obedecen, sin traspasar en lo más mínimo los límites señalados al castigo. San Pablo presentaría también a los seres inanimados como resentidos por el pecado del hombre, gimiendo por la revelación de los hijos de Dios.
La precedente constatación le ha confirmado en la afirmación con que comenzó: todas las cosas son buenas, y aun aquellas que nos parecen malas tienen un fin que cumplir en los designios de la justicia divina, que, llegada su hora, cumplen con exacta fidelidad. Con todo motivo, los lectores de Ben Sirac deben entonar un himno al Creador, que hizo buenas todas sus obras.
"Esto nos enseña -escribe S. de Sacy- que se deben recibir todos los males de esta vida, y sobre todo los más grandes, como las pestes y las guerras, como venidos de la mano de Dios, que es quien los envía, tempera y termina como a Él le place; y que si los buenos se encuentran expuestos a ellos como los malos, es -dice San Agustín- porque hay siempre alguna cosa en los buenos mismos que es malo y que merece ser castigado con estos males pasajeros, que purifican las almas de los santos y las hacen dignas de los bienes eternos."

Si 40, 1-30. Miserias y cosas útiles

Si 40, 1-7. Miserias de la vida humana

Frente a las obras de Dios, llenas todas ellas de sabiduría y bondad, Ben Sirac presenta, como contraste, las miserias que acompañan a la vida humana desde el día en que el hombre nace hasta el día en que vuelve a la tierra, madre de todos ellos, en cuanto que del polvo vienen y en polvo se convierten. Todas las literaturas le dedican su capítulo, porque todos los hijos de Adán experimentan la angustia inevitable que la vida humana lleva consigo. Durante dos siglos y medio, las escuelas de Hillel y Shammai discutieron la cuestión: "Qué era mejor para el hombre, ¿haber sido creado o no?" Llegaron a la conclusión de que hubiera sido mejor para el hombre no haber sido creado, dadas las miserias físicas y morales que le aquejan.
Enumera el autor toda una serie de cosas que son otras tantas fuentes de angustia y miseria para el hombre. En primer lugar, el pensamiento de que un día hemos de morir y abandonar todas las cosas de esta vida, a las que, no obstante su caducidad, el hombre se apega con todo su corazón. En segundo lugar, las pasiones o males interiores, que afectan más bien al alma, que menciona en número de siete (v.4), lo que podría indicar la multiplicidad o gravedad de los males que aquejan nuestra vida. Pasiones que a todos afectan y que a veces impiden el sueño quieto y tranquilo. Lo describe gráficamente el autor: cuando llega la hora del descanso, queremos dormirnos para así echar en olvido, al menos durante unas horas, ciertas penas y preocupaciones. Al principio, rendidos tal vez por la fatiga, logramos conciliar el sueño; pero pronto la imaginación, revolviendo aquéllas, nos pone en un estado como de vigilia y desvelo tan fuerte, que produce sobresaltos al representar peligros que al despertar se comprueba eran meramente imaginaciones. En tercer lugar, las calamidades exteriores, que son frecuentemente presentadas en la Biblia como castigos que Dios envía por los pecados.
Y estos males afectan, en mayor o menor grado, a todos los mortales, ricos y pobres, príncipes y súbditos, grandes y plebeyos; pero en grado mucho mayor a los pecadores, afirma Ben Sirac. La historia bíblica presenta numerosos casos en que Dios envió tales calamidades como castigo de pecados, pero la experiencia dice que también los buenos tienen que sufrirlos, y a veces en proporción no menor que los malos. Ben Sirac piensa conforme a la opinión tradicional, a la que Qohelet y Job pusieron los más serios reparos, de que las desgracias son castigo de los pecados. Ciertamente que todos los males son castigo de los pecados, de los actuales o al menos del pecado original; en este sentido ha de entenderse lo de que los males enumerados "fueron creados" para los inicuos. Esta es una razón de ser de los males. Pero hay otra que Ben Sirac no conoció: los males son una fuente de merecimientos para los buenos en orden a la vida eterna. Dios, que quiere que todos los hombres se salven y gocen del mayor grado de gloria, les proporciona, llevado de su amor, tales ocasiones de merecimiento. Los males, pues, no provienen de Dios; son efecto del pecado, y Él los utiliza para los fines indicados, obteniendo así de los males bienes.

Si 40, 8-17. Los bienes de los impíos

Frente a la sabiduría y la rectitud que caracteriza las obras de Dios, conforme a la exposición de Ben Sirac, surge una segunda dificultad: muchas veces los malos triunfan y obtienen riquezas valiéndose de procedimientos injustos. El autor introduce su respuesta con el principio de nuestro origen y destino, que, aplicado al caso presente, opone la caducidad de la dicha de los impíos, que viene de la tierra, y la permanencia de la gloria de las obras buenas del justo, que le viene del cielo. En efecto, los sobornos y las injusticias perecerán juntamente con quienes las cometieron, mientras que la virtud permanecerá de generación en generación entre los descendientes del justo. "De todas las cosas terrenas -escribe A. Lapide-, ninguna tiene consistencia y permanece sino la justicia y la virtud; todas las demás cosas serán abolidas e irán a parar a la tierra de que provienen". Así ocurrirá con las riquezas del malvado, las cuales desaparecen muchas veces con más rapidez de lo que fueron adquiridas. Ben Sirac lo expresa con una comparación gráfica (v.13-14): se disipan con la rapidez con que pasa una crecida, que, al poco rato de haber pasado arrastrando consigo cuanto a su paso encontraba, deja completamente seco el cauce del arroyo que desbordó. Idéntica suerte correrá la posteridad de los impíos. Su vida será efímera como la de las plantas nacidas sobre roca, que presto se marchitan, o como berros nacidos a orilla de las aguas, que son los primeros en ser arrancados por el hombre o los animales. Es doctrina constante de los sabios, confirmada con numerosos episodios de la Biblia. En cambio, la misericordia para con el prójimo, obra buena tan recomendada en la Sagrada Escritura, perdurará siempre ante Dios, que no la dejará sin premio, y de los hombres, entre quienes se perpetuará su memoria.

Si 40, 18-27. Cosas buenas y mejores

Volviendo al tema de la sabiduría y bondad de las obras de Dios, y como contraste con las mencionadas miserias de la vida, Ben Sirac, por medio de una serie de comparaciones ternarias en que enumera tres cosas, declarando buenas las dos primeras y más excelente la tercera, presenta unas cuantas cosas buenas y otras mejores todavía, entre las que sobresale el temor de Dios.
Tanto el que tiene medios de subsistencia como el obrero que tiene seguro su trabajo pueden sentirse felices, en cuanto que pueden vivir sin tener que mendigar de los demás. Pero lo es más quien encuentra un tesoro, porque abundará en bienes y podrá incluso montar un negocio con su dinero, que, por ser legítimamente adquirido, cuenta con la bendición de Dios. Heredar de los padres una distinguida educación, perpetuándose así su memoria en sus hijos, que añadían al nombre propio el patronímico, o construir una ciudad, a la que a veces se le da el nombre mismo del constructor, perpetuándose así su recuerdo, son cosas realmente dignas de estima, pero lo es más tener una mujer sabia y virtuosa, con la cual se pueda vivir en paz y alegría todos los días de la vida. Las alegrías presentes y continuas de un hogar feliz son para Ben Sirac preferibles a la gloria externa que las mencionadas cosas puedan aportar.
El vino y la música alegran el corazón (v.20) y quitan las penas de la vida, aligerando miserias; por eso acompañan siempre a los banquetes; pero proporciona una alegría mucho más íntima y profunda la sabiduría, tanto cuanto superan las alegrías interiores del alma a las exteriores de los sentidos. La flauta y el arpa amenizan el canto, formando un conjunto agradable. Pero es más agradable la lengua blanda, que con su bondad y amabilidad resulta "panal de miel, dulzura del alma y medicina de los huesos", viniendo a ser, con sus sabios y alentadores consejos, "árbol de vida".
La vista se recrea sobre cuantas cosas encierran, gracia y belleza, pero en nada tanto como en el verdor de los campos cuando llega la primavera. Su color resulta en extremo agradable, y cuando se extiende sobre extensas zonas, deleita su contemplación. A la objeción de que la belleza humana supera a la del verdor de los campos, responde Lesétre diciendo que, si bien "el rostro humano tiene una belleza y una expresión a la que no pueden parangonarse las cosas inanimadas, sin embargo, la belleza humana resulta muchas veces peligrosa..., mientras que las cosas bellas de la naturaleza, en especial el verdor y las flores, ofrecen atractivos más inocentes y más aptos para elevar el alma a Dios." Para él, la gracia humana es engañosa, y la belleza de la mujer, fugaz. Los sabios exaltan con frecuencia la dicha y utilidad que proporcionan los amigos fieles, especialmente en el tiempo de la prueba; pero para el marido la constituye mucho mayor la mujer prudente, porque, con ella ha de llevar relaciones mucho más íntimas y continuas que con los amigos.
Cierto que los hermanos y parientes más allegados pueden proporcionar una valiosa ayuda en el día de la tribulación (v.24); pero será más útil entonces la misericordia practicada para con el prójimo, porque ella alcanza el favor divino, que es el que puede salvar y sin el cual nada valen todos los auxilios humanos. El oro y la plata dan al hombre una cierta seguridad frente al porvenir, pues garantizan su subsistencia y permiten gozar en un grado mayor de la vida. Pero es más estimable y útil el consejo; con él se salvan situaciones difíciles y se hace un bien de orden superior; además son los buenos consejeros quienes señalan los caminos para conseguir y administrar bien las riquezas adquiridas.
Las riquezas y la fuerza dan al hombre confianza y segundad en sí mismo, por lo que son en gran manera estimables. Pero lo es más el temor de Dios; es el principio de la sabiduría, que trae consigo honores y riquezas y vale más que la fuerza, pues libra de peligros que ésta no es capaz de vencer. Él que lo tiene no precisa apoyos humanos en que poner su confianza. Lo afirma también el salmista: "Temed a Yahvé vosotros sus santos, pues nada falta a los que le temen. Empobrecen los ricos y en la penuria pasan hambre; pero a los que buscan a Yahvé no les falta bien alguno." La razón es que, llevándoles el temor de Dios al cumplimiento de los mandamientos divinos, los hace gratos a Dios, quien les concede toda clase de bendiciones espirituales y materiales y una protección especial, que expresa con la imagen del baldaquino que se levantaba sobre el sitial del rey y de los recién desposados en señal de gloria y actitud de protección.

Si 40, 28-30. La mendicidad

Pero esa protección no eximirá al hombre del trabajo, mediante el cual ha de ganarse el sustento y evitará caer en la mendicidad, cosa tan detestable para los judíos, que Ben Sirac no puede menos de dedicarle unos versículos. Para Ben Sirac, la misma muerte es preferible a ella. Dos razones le hacen opinar de esta manera. La primera, las continuas humillaciones y desprecios a que expone, sin que siempre pueda remediar la necesidad. La segunda es que el mendigo se sentirá tentado más de una vez a comer alimentos prohibidos por la Ley. Además, la mendicidad era para los judíos indicio de una vida malvada, sobre la que pesaba el castigo de Dios. El salmista afirma que jamás ha visto abandonado al justo ni a su prole mendigar el pan, y la Escritura incluye la mendicidad entre las penas con que Dios castiga a los infractores de la Ley 23.
Naturalmente, todo varón prudente huirá de ella y procurará ganarse el sustento con sus manos bajo la protección divina, que le asegura el temor de Dios y bendice su trabajo. Constata el sabio que hay, sin embargo, quienes, a pesar de todo, se dan a la mendicidad; prefieren la humillación y la vergüenza, si es que la sienten, que el mendigar lleva consigo, a un trabajo honrado con que ganaría dignamente su sustento. Quien así vive no puede sentirse feliz, y más de una vez sentirá la ignominia que sobre él pesa, como también el hambre. Pero, acostumbrado a vivir sin trabajar, es incapaz de vencer la pereza y desidia que frente al trabajo siente.

Si 41, 1-27. Mas cosas desagradables

Si 41, 1-4. La muerte

Otro de los males que parecen oponerse a la sabiduría y bondad de Dios en la creación y gobierno del mundo es la muerte, en que culminan todos los males de este mundo. Ben Sirac advierte que si bien para unos la muerte es dolorosa, para otros es un alivio, y señala a continuación la actitud que se ha de seguir frente a ella, que justifica con un triple motivo.
La muerte es amarga para quienes tienen puesto su corazón en las riquezas, en los placeres de la vida; para aquellos a quienes la vida sonríe, porque con ella todo esto se acaba. Para todos ellos vale lo que del rico dice San Juan Crisóstomo: que su muerte es doble, ya que su alma tiene que separarse del cuerpo y de las riquezas, a las que ama no menos que al cuerpo.
Es un alivio, en cambio, para el indigente, que vive abismado en la miseria y se encuentra ya sin fuerzas para poder salir de ella; para el anciano cargado de achaques, a quien la vejez quita toda esperanza de una situación mejor. Uno y otro ven en la muerte la única liberación posible a una vida que ya no vale la pena de vivirse.
Ben Sirac se conforma con recomendar se evite un temor que sería, por lo demás, completamente inútil (v.5). Los motivos que para ello da son: que la muerte es patrimonio de todo mortal; a falta de otro mejor, algún consuelo aporta el pensamiento de que esa suerte espera a todos sin posibilidad alguna de excepción. "Es necio temer -escribe Séneca- lo que no puedes evitar, dolerte de encontrarte en la condición de que nadie se ve libre. Consuela grandemente ser arrebatado con todos los demás. Además, la muerte es un decreto del Señor sobre todo viviente que ningún ser mortal podrá eludir; es más prudente aceptar con toda resignación la voluntad divina que rebelarte contra una decisión de Dios que se cumplirá inexorablemente. Finalmente podrás vivir más o menos años, lo que también está determinado por el Altísimo; pero, una vez que entres en el hades, te será indiferente haber vivido más o menos tiempo; todos la mirarán igualmente como algo que ya pasó. No tengas, pues, gran interés por que tu vida en la tierra sea más o menos larga.
Ben Sirac refleja una visión antigua y naturalista de la muerte. Los cristianos sabemos que lo que hace la muerte más tolerable y hasta consoladora a los justos es el pensamiento de que ella señala el paso para una eternidad feliz, y lo que la hace más terrible a los pecadores es el que para ellos lo es para una desgracia eterna. Y que en el más allá lo que importará será no el número de años vividos, sino el modo como fueron vividos, porque de él dependerá la salvación o la condenación, el grado de felicidad o la medida de los tormentos.

Si 41, 5-13. La descendencia de los impíos

Pero no todo acaba para el hombre con la muerte, aun miradas las cosas de tejas abajo, como hace Ben Sirac. Tras ella quedan sus hijos, que perpetúan los efectos de la buena o mala conducta de sus padres. Ello puede ser un fuerte estímulo para el buen obrar.
La descendencia de los malvados será abominable y objeto de oprobio, porque sus hijos heredarán los vicios y pecados de sus padres. Ben Sirac dice que su herencia se arruinará, lo que ocurre unas veces porque, habiendo sido injustamente adquiridos los bienes que la constituyen, le son justa o injustamente arrebatados; otras porque, habiendo heredado los vicios de sus padres, las disipan en poco tiempo. Y así los hijos de los malvados terminarán por maldecir y ultrajar a sus padres por haberles transmitido el deshonor de que ahora son víctimas ellos. El decálogo había anunciado que Dios castigaría a los malvados en sus hijos hasta la tercera y cuarta generación. El autor de la sabiduría dijo que a veces los hijos de los pecadores pagarían con su misma muerte prematura los crímenes de sus padres. Ben Sirac hace en los v. 11-12 un paréntesis para fijar su atención y amenazar con los precedentes castigos a los judíos apóstatas, que, abandonando las prácticas de la Ley, se entregaban a las costumbres paganas. El libro de los Macabeos testifica la indignación que tal actitud provocaba en los judíos fieles.
Cuanto viene de la tierra, prosigue Ben Sirac (?.13), a ella vuelve como a su propio destino, para no dejar rastro de su existencia. Lo mismo ocurre con el impío; objeto de la maldición divina y humana, baja al sepulcro con toda su infamia, y su memoria se relega en breve al olvido. Pero no así con el justo; si bien su cuerpo está destinado al polvo lo mismo que el del pecador, su memoria y buena fama se transmite a la posteridad de generación en generación. Por eso el autor exhorta a observar una conducta digna que se haga acreedora a ese buen nombre después de la muerte, que él considera de un valor superior a las riquezas, conforme al pensamiento de los sabios, pues aquél subsiste a la muerte cuando hemos de abandonar a éstos; más estimable que el vivir una vida un poco más o menos larga y feliz, ya que esto, como antes indicó, no cuenta para nada en el seol, mientras que la buena fama se transmite de generación en generación. Privados los hebreos de la idea de la resurrección y de la felicidad del más allá, habían de contentarse con la buena fama en esta vida y la supervivencia del buen nombre después de la muerte, que, consiguientemente, estimaban mucho los antiguos. Ello exige que la sabiduría del justo se manifieste externamente, no con espíritu de vanagloria, sino con aquella recta intención que para nuestras obras recomendaba Jesucristo. Si permanece oculta, no cumple con esa su misión. Es prudente, y lo recomiendan los sabios, ocultar la necedad, pero no la sabiduría.

Si 41, 14-27. Cosas de que uno debe avergonzarse

Ben Sirac va a hacer unas recomendaciones del pudor a sus lectores. Observarlas contribuiría notablemente a conseguir el buen nombre que ha recomendado en la perícopa precedente. Pero en materia tan importante y delicada quiere poner las cosas en su punto, presentando una lista detallada de las cosas de que el hombre debe avergonzarse y jamás darle su aprobación, y otra de las que no debe sentir vergüenza, sino aplaudirlas. Ya en el Si 4, 20-26 habló de este tema; aquí lo concreta con varios ejemplos.
Las cosas de que debe avergonzarse son las siguientes: fornicación de los hijos, que repercute en deshonra de los padres, a quienes, además, se considerará como responsables de la conducta libertina de aquéllos por su negligencia en educarlos y vigilar sus costumbres. Les creará, además, una dificultad no pequeña para procurarles un matrimonio digno, particularmente en cuanto a las hijas se refiere. La mentira, que deshonra siempre; pero, proferida a los poderes constituidos, repercute en daño del bien común, por lo que, si eres cogido en ellas, serás justa y severamente castigado. El fraude al amo o al ama, que puede un día ser descubierto y te expone a ser expulsado de casa, con la consiguiente vergüenza, por abusar tal vez de la confianza que en ti pusieron tus amos, para robarles. Las infracciones de la Ley, que podrían traer graves males para toda la comunidad israelita, que fue a veces duramente castigada por el delito de un individuo, y sentirá desprecio por ti. La injusticia, que es siempre un delito; pero, cuando se comete con un compañero o amigo, denota además una infidelidad, que te hará perder su estima y amistad. El robar, que constituye en todo caso un pecado; pero, cometido en el lugar donde habitas, quitará a tus vecinos toda confianza en ti y tú te sentirás avergonzado ante ellos. Fallar a lo prometido conjuramento, que es una ofensa grave a Dios; a lo pactado con tu prójimo, lo que arguye una falta de fidelidad; te desacredita ante los demás, que no se fiarán en adelante de tu palabra. Apoyar a la mesa el codo sobre el pan, que debe de ser una expresión proverbial para expresar una falta de urbanidad ante los demás comensales o una avidez inmoderada por los manjares, no menos molesta a aquéllos. Injuriar a quien te pide rindas cuentas, que es señal de soberbia y altanería o de falta de seriedad en las mismas; cosas que deberás evitar. No responder a quien te saluda, lo cual denota una falta de educación o un ánimo resentido por la discordia o la venganza; lo primero es molesto a los hombres, lo segundo ofende al prójimo y a Dios. Fijar la mirada en mujer de mala vida, conducta que puede argüir ánimo impúdico y fornicario y pone en peligro de ser seducido por sus ardides. Volver el rostro a un pariente, no reconociéndole como tal por su modesta condición o negarle lo que en su necesidad pide, arguye arrogancia e ingratitud. Apropiarse dones y obsequios que no le corresponden es, además, una injusticia, de que se avergüenza todo el que tenga un poco de pundonor. Poner los ojos en mujer de otro o tener indiscreciones con su sierva, lo que te pone en peligro de adulterio o fornicación, que, además de hacer recaer la más deshonrosa infamia, te expone a la ira del marido ofendido. Ultrajar a los amigos arguye poca nobleza de sentimientos, y reprocharles después el beneficio que no pudiste negarle es incluso una grosería. Finalmente, el revelar secretos, lo cual hace indigno de la confianza de los demás; parientes y amigos habrán de tomar frente a él una actitud de prudente reserva en sus conversaciones. Quien cumple las normas que de estas observaciones se desprenden conseguirá el aprecio y estima de los demás y se asegura el buen nombre para después de su muerte. Los judíos de la diáspora, con su observancia, granjearían incluso la estima de los paganos hacia ellos.

Si 42, 1-25. Falsa vergüenza, las hijas, las obras de Dios

Si 42, 1-8. Cosas de que uno no debe avergonzarse

Pero no basta lo precedente. Junto a la lista de cosas mencionadas que el hombre prudente debe evitar, Ben Sirac va a dar a sus lectores otra, en idéntica forma, de cosas que ha de practicar sin dejarse llevar de respetos humanos. Ante todo han de cumplir la ley del Altísimo en medio de los paganos y frente a la conducta de los judíos apóstatas; avergonzarse de ello sería una cobardía imperdonable y peligrosa para un israelita, que caería él mismo por ese camino en la apostasía. Jesucristo nos enseñó a los cristianos que a quien le confesare delante de los hombres, le confesaría Él delante de su Padre celestial; pero a quien le negare con sus palabras o con sus obras, El también lo negará delante de su Padre, que está en los cielos. Condenar al impío, cuando la razón está de su parte, por el mero hecho de que lo sea, es obrar contra la justicia; se debe absolver al inocente y condenar al que obró mal, sin miramientos humanos, según ordena la Ley. No debes tener reparo alguno en arreglar tus cuentas con los compañeros de negocio o de viaje llevado de infundados respetos humanos, ni en exigir, respecto de una herencia, tus derechos, haciendo sea distribuida según justicia y no conforme a ambiciones ilegítimas, pensando lo que puedan decir. No haces más que lo que la justicia reclama. Por lo demás, cuentas bien arregladas evitan muchos disgustos. Ni avergonzarte de usar pesos y medidas exactas en tus ventas, aunque los demás comerciantes que las falsean te tilden de ingenuo o hagan irrisión de ti. Vale menos con honor y buen nombre que más obtenido con injusticia. Además que no obtendrá menor beneficio quien es más justo en sus pesos y medidas. El autor de Proverbios recomienda muchas veces como cosa muy agradable a Yahvé tal exactitud. En tus compras guíate por las necesidades de tu hogar y compra lo que para satisfacerlas necesitas, sin atender al qué dirán, y no tengas inconveniente alguno en ajustar el precio con el comerciante, dada su tendencia a exigir más de lo justo. Tendrás también gran cuidado en corregir a su debido tiempo a tus hijos, sin temor a ser considerado excesivamente duro para con ellos; las consecuencias de la ineducación de los hijos son fatales tanto para ellos como para sus padres, como afirman repetidamente los sabios. Y lo mismo harás con tu siervo, a quien aplicaras el más duro castigo para reducirlo a fidelidad; privado de miras sobrenaturales, era a veces el único medio de hacerle cumplir con su trabajo.
No te retraigas, por respetos humanos, de sellar la puerta de tu casa si en ella hay mujer mala; si ello te parece una deshonra, piensa la que podría venir si no tomas a tiempo las precauciones debidas. Ni de tener bajo llave tus cosas cuando hay por medio muchas manos, alguna de las cuales puede sentirse tentada a no ser fiel. Ni de marcar lo que depositas y anotar con cuidado lo que das y recibes, conforme hacían ya los antiguos egipcios. Y todo esto no por mero espíritu de desconfianza, sino para una prudencia humana, que debe evitar a los demás la tentación en que fácilmente pueden caer los miembros de la familia, y sobre todo los sirvientes no dignamente retribuidos; prudencia que, puesta en práctica, libra de muchos disgustos y dolores de cabeza. Finalmente, tendrás fortaleza para reprender al hombre insensato, que habla u obra estúpidamente, e incluso al mismo anciano sospechoso de liviandad. Es intolerable este vicio en él. Concluye como en la sección anterior: quien sin respetos humanos de ninguna clase es fiel a las cosas enumeradas, obtendrá la admiración y aplauso de los demás.

Si 42, 9-14. Especiales precauciones con las hijas

Con el tema de la verdadera y falsa vergüenza relaciona Ben Sirac el del pudor de las hijas, para recomendar a sus padres otra vez la vigilancia sobre ellas. Para un padre, la hija en los años de su adolescencia y juventud es un tesoro, sobre todo por su virtud; pero supone para él un montón de preocupaciones: que no mancille su virtud con el mayor deshonor que puede venir a una joven; su estima por parte del marido una vez casada; su fidelidad a éste en el matrimonio; la posibilidad de que, bien desposada, fuese estéril, con lo que tenía que renunciar a la mayor gloria de una mujer israelita, que era contarse entre las ascendientes del Mesías.
Para el caso de la hija un poco libertina, que con sus imprudencias puede poner en peligro su pudor, Ben Sirac señala a su padre unas cuantas precauciones humanas encaminadas a evitar los peligros que podrían llevarla a la ruina moral: evitar toda posibilidad de que alguien pueda llegar a ella durante la noche, cuidar de que su belleza no fascine a alguno a la tentación y le tienda un lazo hacia el mal, y no permitirle el trato con mujeres casadas, de conversaciones licenciosas inconvenientes para ella. Una hija deshonrada, le advierte, constituye una ignominia para su padre, que daría a sus enemigos motivo de hirientes críticas; un oprobio que le echarían en cara sus mismos parientes y vecinos, y un objeto de comentario desfavorable para cuantos tuviesen noticia de ello. Todo lo cual debe inducir al padre a poner en práctica los precedentes consejos respecto de su hija.
Concluye con una comparación hiperbólica: es menos peligrosa la maldad de un hombre que la zalamería de una mujer respecto de una joven. A los sentimientos delicados de ésta y a su amor instintivo hacia la virtud repele la maldad y rudeza del hombre, resaltándole menos peligrosa que la amistad con tales mujeres, quienes le enseñarían esas artimañas maliciosas femeninas que arrastran al pecado, y que son a las mujeres libertinas tan naturales como a los vestidos la polilla.

Si 42, 15-Si 50, 29. Parte tercera. La Sabiduría en la naturaleza y en la historia de Israel

La tercera parte del Eclesiástico comprende dos secciones, La primera (Si 42, 15-Si 43, 37) canta la gloria de Dios -su sabiduría, majestad y omnipotencia-, que resplandece en las obras de la creación. La segunda (Si 44, 1-Si 50, 29) es también un canto a la gloria de Dios -su predilección, providencia y bondad-, que se manifiesta en la historia del pueblo escogido. Ambas, aplicación práctico-histórica de las dos primeras partes del libro, vienen a ser como un maravilloso Te Deum que encierra la esencia de la religión del Antiguo Testamento: Yahvé es el Creador y Señor del mundo y el Dios amante de su pueblo (Hamp).
Difiere de las partes precedentes por su contenido y por su forma literaria. En lugar de las sentencias de contenido moral, tenemos aquí un himno a los atributos divinos mencionados, que se reflejan en las obras de la creación, y en particular en la historia de los personajes ilustres de Israel. Y en lugar del género gnómico que prevalecía en aquéllas, Ben Sirac describe en éstas, con un carácter esencialmente lírico, las obras de la creación, y narra la historia de los héroes de Israel, presentando unas y otros como ejemplos prácticos de la doctrina sapiencial encerrada en las sentencias de las secciones precedentes.

Si 42, 15-Si 43, 33. Sección 1. Himno a la sabiduría divina

Si 42, 15-25. Maravilla de las obras de Dios

El autor advierte de antemano que va a referir lo que él ha podido conocer a través de una diligente consideración de las obras de Dios, ya que no es posible ni a los santos enumerar sus maravillas, como afirmará en seguida. Comienza con una afirmación tajante, que recuerda el primer capítulo del Génesis, atribuyendo a la palabra divina, que los antiguos concebían como una fuerza concreta, la creación de las cosas, añadiendo que todas ellas cumplen con exacta fidelidad las leyes impuestas por el Creador. Como sale el sol y lo alumbra todo, sin que nada pueda escapar a sus luminosos rayos, así la gloria de Dios, su poder y sabiduría, se manifiesta en todas ellas de una manera tan clara y palpable, que basta una inteligencia mediocre para descubrir vestigios de esos atributos en las maravillas de la creación, si bien comprenderlas plenamente es imposible aun a los mismos ángeles, que han sido creados para estar presentes ante los resplandores de la gloria divina.
Dios conoce las profundidades del abismo, región inaccesible a las exploraciones humanas. Y de la misma manera los más profundos secretos y repliegues del corazón humano, de modo que no hay pensamiento en el hombre al que él no esté presente, ni palabra que pueda pasarle inadvertida. Sabe todas las cosas, conoce el curso de los astros, creados por Dios "para servir de señales a las estaciones, los días y los años", y por eso puede revelar el pasado y manifestar lo futuro a sus profetas.
El que ha existido desde la eternidad y existirá por todos los siglos, ha creado todas las cosas con su sabiduría, las que brillan en el universo y las que se ocultan en el microcosmos humano, fijando su número y determinando su mayor o menor grandeza y su orden; nadie ha tenido que aconsejarle. Fue su sabiduría quien le asistió como arquitecto en la obra de la creación, de modo que realizó todas las cosas conforme a los planes previstos, como atestigua el primer capítulo del Génesis, de modo que no precisan sus obras, como tantas veces las humanas, de ser retocadas, mejoradas.
Al llegar aquí, Ben Sirac exclama entusiasmado: ¡Cuan amables, dignas de admiración, son las obras de Dios! Y eso que, advierte, lo que nosotros podemos conocer de su magnificencia no es más que como una chispa que salta de un inmenso incendio. Son verdaderamente admirables por su duración estable frente al hombre, que tan pronto pasa; por su obediencia a las leyes divinas, que contrasta tantas veces con la rebeldía del hombre a sus mandamientos; por la variedad de las mismas dentro de la unidad del orden y últimos fines que engendra la armonía y belleza del universo; por el fin determinado a que cada una está destinada, lo que hace que ninguna de ellas resulte inútil; finalmente, por esa relación u ordenación de unas a otras con que mutuamente se ayudan y complementan: la materia subsiste por la forma, la potencia por el acto, el color blanco resalta frente a lo negro, el día sucede a la noche, el calor al frío. Todo ello constituye esa belleza del universo, reflejo de la sabiduría divina, que el hombre nunca se saciará de contemplar.

Si 43, 1-33. La sabiduría de Dios en la naturaleza

Después del precedente himno a la Sabiduría de Dios en sus obras, se fija Ben Sirac en particular en aquellas de la naturaleza que más llaman la atención: el sol, la luna, las estrellas, los fenómenos meteorológicos, para concluir que las obras de Dios son tan admirables, que no hay alabanzas dignas de su grandeza.

Si 43, 1-10. El sol, la luna y las estrellas

Espectáculo grandioso y admirable el que ofrece a nuestros ojos el firmamento azul de los cielos con el esplendor y magnificencia de sus astros. Con razón exclama el salmista: "Los cielos pregonan la gloria de Dios y el firmamento anuncia las obras de sus manos." Como rey de los astros sale majestuoso "el sol por el oriente y se lanza alegre a recorrer, cual gigante, su camino hasta llegar en su curso a los últimos confines, sin que nada pueda substraerse a su luz y calor." Su resplandor deslumbra nuestros ojos, incapaces de resistir su luz, y sus rayos benéficos derraman sobre la tierra su calor, que hace germinar las plantas. La tierra se siente abrasada por sus ardores estivales, pues su fuego supera en mucho a cualquier otro fuego de la tierra. Pues bien, el Señor ha sido quien ha hecho el sol, como testifica el autor del Génesis, y es Él quien dirige su carrera de oriente a occidente por el firmamento de los cielos. Si así es la obra, ¡cuál no será la grandeza del artífice y cuan digno de alabanza! "Cuando veas el sol, piensa en su autor; cuando lo contemples maravillado, alaba primero a su creador. Si el sol, simple criatura, resulta tan agradable, ¡cuán bueno será el sol de justicia!"
Al sol sigue en magnitud, para los antiguos hebreos, y esplendor, la luna, que comparte con él la soberanía del firmamento de los cielos, apareciendo durante la noche como reina y señora del mismo. Está sometida a las cuatro fases que se suceden cada mes lunar en una sucesión continua, que para los antiguos resultaba una cosa misteriosa. Su misión para ellos, además de iluminar durante la noche, era la de señalar la sucesión de los tiempos. Con la regularidad de su curso, que se repite cada veintiocho días, y la sucesión inalterable de sus fases, señalaba el mes lunar con las cuatro semanas. Los judíos, que seguían el calendario lunar, se guiaban por ella para determinar sus fiestas. Así, la fiesta de la Neomenia o novilunio, coincidía con la luna nueva.
Finalmente, las estrellas. También ellas ofrecen un esplendor maravilloso, sobre todo en esas noches claras y transparentes de verano, diseminadas por todo el ámbito del firmamento. Son el ejército celestial del Señor, centinelas nocturnos, en actitud vigilante, siempre alerta para cumplir las órdenes de su Señor. "Brillan los astros en sus atalayas, y en ello se complacen -escribe Baruc-. Los llama, y contestan: Henos aquí. Lucen alegremente en honor de quien los hizo."

Si 43, 11-26. Los fenómenos meteorológicos

Entre los fenómenos atmosféricos, causa admiración en primer lugar, por su esplendor y colorido, el arco iris. Para los judíos era, además, el recuerdo de la alianza con la humanidad, y en la variedad de sus colores puede verse una señal de la multiforme benignidad de Dios para con los hombres. Es obra admirable de Dios, recuerdo de su bondad, que debe impulsar a alabar al Creador a cuantos lo contemplan con sus ojos.
Manifestaciones igualmente maravillosas, a la vez que terribles algunas de ellas para el hombre, son los fenómenos atmosféricos que acompañan la tormenta. Las nubes, que los antiguos, ignorando su origen y formación, concebían como almacenadas por Dios en grandes depósitos o tesoros, de las que podía disponer a su libre albedrío y enviarlas como bandadas de aves a cubrir el firmamento de los cielos. De ellas se originan, en los momentos de tempestad, el granizo, que Dios forma condensando el agua de las nubes en piedrecitas capaces de arrasar los cultivos e incluso de hacer grave daño a los animales y al mismo hombre. El rayo, que ilumina con su fulgor repentino los espacios y es presentado con frecuencia en la Sagrada Escritura, a la inversa que el arco iris, como instrumento de la ira divina. Al rayo sigue el trueno, que con su estrepitoso ruido hace retumbar los mismos montes, cumpliéndose el pensamiento del salmista: "Mira Dios a la tierra, y tiembla; toca a los montes, y humean."
Obedecen también las órdenes de Dios otros fenómenos meteorológicos: el viento en sus diversas clases: el solano, o viento del sur, que "abochorna la tierra." El viento del norte, que trae consigo el frío. Los mismos vientos huracanados, que destrozan a veces cuanto a su paso encuentran, no hacen más que cumplir designios de la justicia divina. La nieve era un fenómeno raro en Palestina; con dos comparaciones muy conocidas de los israelitas -bandadas de aves y enjambres de langostas que aparecían a veces en Palestina- pone el autor de relieve la abundancia y densidad de sus copos, que caen de las nubes y cubren de blancura la tierra para convertirse después en agua; triple espectáculo que, si causa a todos admiración y sorpresa, mucho más a quienes contemplan rara vez este fenómeno. La escarcha es también un fenómeno raro en Palestina, que el autor ilustra con dos comparaciones: semeja en la blancura y en la forma a la sal y aparece derramada sobre la tierra como se esparce ésta; y adherida a los árboles, a las hierbas, a los tejados de las casas, adquiere forma y dureza como puntas de espinos. Dios, autor de los fenómenos precedentes, es también quien hace soplar los vientos: el viento frío del norte, el cual produce un descenso de temperatura que hiela la superficie de las aguas, y el viento ardoroso del sur que seca la vegetación de los montes y abrasa las arenas del desierto, que Dios alivia mediante la niebla, que, interceptando los rayos del sol, libera de sus ardores, y el rocío, que, al ser en Palestina tan copioso que hace gotear los tejados, consigue que los cultivos estivales, especialmente la viña, puedan madurar sus frutos.
Pero Dios ha hecho otras maravillas más impresionantes aún: el inmenso océano, con su insondable profundidad e incontable número de animales que pueblan sus aguas. El hizo que las aguas se reuniesen en un lugar, haciendo que surgieran los continentes, y en medio de aquéllas estableció las islas. Los israelitas, pueblo no marítimo, sentían admiración y estupor cuando oían a los fenicios, audaces marineros, hablar de la inmensidad de los mares y de los grandes monstruos que en ellos viven. Resulta una atrevida aventura lanzarse al mar y surcar sus aguas, teniendo que sortear las olas y tempestades. Pero Dios, que creó también el mar para el hombre y colocó más allá de sus riberas riquezas maravillosas, da el éxito feliz a la navegación, pues todos los elementos obedecen a su palabra. Ben Sirac emplea una terminología parecida a la cristiana, que afirma haber sido creado todo por el Verbo, en el cual todo subsiste.

Si 43, 27-33. Las obras de Dios superan toda alabanza

Ben Sirac se detiene en la narración de las maravillas divinas. Aunque continuase largo rato, no llegaría a hacerlo cumplidamente. Por eso resume: Dios lo es todo; es decir, todo cuanto hay en los cielos y en la tierra, en el mar y en los abismos, grande o pequeños es obra de Dios. El está en todas las cosas, dirán los hagiógrafos siguientes, como causa eficiente conservadora y final que las mueve, dirige y gobierna. Y si las obras que conocemos son tan terribles y admiradas, siendo nada más que la "orla de sus obras, un leve susurro de su palabra", ¡qué serán las que no conocemos y, sobre todo, cuál será la grandeza y majestad del Creador! Además, a Dios nadie lo ha visto para poder manifestar un conocimiento capaz de inspirar una alabanza adecuada. De ahí que nuestra alabanza nunca será lo suficientemente digna de tan excelso Creador; lo cual, naturalmente, no nos dispensa de la alabanza imperfecta que nosotros podemos dar. Más aún, las precedentes consideraciones deberán inducir a una alabanza cada día mayor. Concluye la sección Ben Sirac como comenzó: afirmando la grandeza de Dios, su poder y sabiduría, agregando que El ha sido también quien ha dado a los justos sabiduría para descubrir a Dios a través de ellas, y por ello alabarle y temerle.

Si 44, 1-Si 50, 29. Sección 2

Si la sabiduría y el poder de Dios resplandecen en el mundo físico y atmosférico, estos atributos divinos, y también muy en particular la providencia de Dios sobre su pueblo, se manifiestan en sus patriarcas y varones santos, que reflejaron en su vida la imagen del Santo de Israel y fueron instrumentos en la realización de sus planes de salvación de la humanidad.
Ben Sirac es, además, un buen pedagogo. A las enseñanzas morales enseñadas en las sentencias sapienciales de las primeras partes, añade la práctica de las mismas, encarnada en los grandes personajes de Israel. Los ejemplos vivos y concretos de sus antepasados, padres y forjadores del pueblo, serán el mejor estímulo que el autor pueda proponer a los israelitas para una conducta conforme a los principios de la sabiduría que, como la de ellos, glorifique a Dios.
Los datos están tomados, a veces con sus mismas expresiones, de los libros sagrados de que el autor debía tener un profundo conocimiento. La Iglesia ha tomado para su liturgia varios textos de esta parte, como en su lugar notaremos.

Si 44, 1-23. Israelitas ilustres, los patriarcas

Si 44, 1-15. Introducción . Canto a la Gloria y Sabiduría de los Grandes de Israel

Esta perícopa sirve de introducción a los capítulos siguientes. Ben Sirac indica el propósito de la misma: tributar un cálido elogio a los varones ilustres de Israel, a quienes Dios concedió una gran gloria, manifestando en ellos su poder, su sabiduría y su bondad más todavía que en la naturaleza inanimada, y de quienes descienden los israelitas a quienes Ben Sirac escribe. En seguida presenta sus títulos de gloria, enumerando a la vez doce clases de hombres distinguidos de Israel. Guerreros y reyes notables por su valor, como Josué y los jueces; por la extensión de su reino, como David y Salomón; consejeros en las cortes de los reyes y profetas, que en sus visiones descubrieron el porvenir, como Josué y Daniel, Elíseo y Elías; directores y príncipes del pueblo, que lo instruyeron con sus consejos y sentencias llenas de sabiduría, como los escribas y doctores de la Ley; compositores de salmos conforme a las reglas de la poesía métrica y de melodías musicales para ser cantados en el culto de Yahvé, como David, Asaf, los hijos de Coré; autores de proverbios llenos de sabiduría práctica, como Salomón y los autores sapienciales; finalmente, hombres bendecidos por Dios con muchas riquezas y poder, de las que, como don de Dios, pudieron gozar felices, como David y Salomón, Ezequías y Josías, el paciente Job.
Todos los grandes personajes israelitas fueron en sus días honrados por sus contemporáneos, pero no todos corrieron la misma suerte en el decurso de la historia. Unos -siempre se trata de ellos, no de los paganos- fueron relegados al olvido y sólo sus nombres quedaron consignados en los libros santos. El recuerdo de otros, por el contrario, ha permanecido de generación en generación hasta los días de Ben Sirac; son aquellos de quienes él hará una alabanza particular. La razón por la que su recuerdo persevera vivo y palpitante es su piedad. Su dicha y heredad, que comprende no sólo la prosperidad material, sino también los valores espirituales religiosos, pasó a sus hijos, que fueron por ellos objeto de misericordia por parte de Dios, que bendice hasta mil generaciones. Su linaje se mantuvo fiel a la alianza de Dios, conservando intacta la fe de sus antepasados y caminando por los senderos de justicia que ellos trazaron, lo que le aseguró la supervivencia a través de los siglos. A su muerte, sus cuerpos tuvieron una honrosa sepultura, lo que era entre los antiguos, especialmente entre los hebreos, señal de protección y bendición divinas, mientras su buen nombre continúa viviendo de generación en generación, siendo objeto de alabanza en Israel y entre las naciones a quienes llegó la noticia de los patriarcas bíblicos. La liturgia aplica el v.14 a los mártires que derramaron su sangre por Cristo; sus cuerpos yacen en la paz y silencio de una iglesia, mientras que su nombre ha pasado a la posteridad como gloriosos atletas de Cristo. Y el v. 15 a los confesores, cuya memoria es celebrada por los fieles de todo el mundo, y sus alabanzas cantadas por la Iglesia.

Si 44, 16-18. Henoc y Noé

Encabeza la lista de hombres ilustres mencionados por Ben Sirac el patriarca Henoc, padre de Matusalén, que "anduvo constantemente en la presencia de Dios" , lo que hizo de él un ejemplo de hombre fiel a Dios para las generaciones que le sucedieron. También el Libro de Henoc lo presenta como amigo y confidente de Dios y ejemplar de sabiduría y piedad. Siguiendo la afirmación del Génesis, dice Ben Sirac que fue trasladado, sin descorrer el velo que cubre su desaparición misteriosa, como tampoco aclaró el misterio el autor de la Sabiduría. Ignoramos a qué alude el autor del Génesis. Quizá del deseo de explicar la desaparición misteriosa de Henoc nació la creencia de que al fin de los tiempos volvería, juntamente con Elias, que desapareció también de una manera misteriosa, a predicar la penitencia a los gentiles; tradición antiquísima que aparece ya en San Ireneo, Tertuliano y San Jerónimo. Y se encuentra en los libros apócrifos de Henoc y de los jubileos. No aparece en el Nuevo Testamento, ya que no se prueba que "los dos testigos" del Apocalipsis (Ap 11, 3) sean Elías y Henoc.
Noé pasó a la posteridad como un hombre justo y santo, en medio de una generación corrompida que mereció el castigo del diluvio. Por eso Dios, cuando determinó castigar a los hijos de Set y los hijos de Caín con el exterminio por medio de las aguas, lo hizo ministro de reconciliación con los pecadores, o, como puede significar el hebreo, el "sobreviviente" que salvó del exterminio total a la descendencia de Set, de la que provendría el pueblo hebreo. Por lo cual recibió de Dios el encargo dado a Adán y Eva en el paraíso: "Creced y multiplicaos y llenad la tierra", y la promesa de que no habría en adelante diluvio que destruyese la humanidad.

Si 44, 19-23. Abraham, Isaac y Jacob

Abraham, el más ilustre de los patriarcas por su fe y santidad, fue elegido por Dios para padre de muchas gentes, como su mismo nombre indica. Fiel cumplidor de la ley del Altísimo, que le mandó salir de su patria y emigrar a Palestina. Dios hizo una alianza o pacto unilateral, en el que se comprometió a dar el país de Canaán a su descendencia, que permanecería primero durante cuatrocientos años en Egipto. La señal del pacto fue la circuncisión, a que habría de someterse todo israelita bajo pena de quedar excluido del pueblo escogido. La prueba en que Abraham permaneció fiel fue el sacrificio de Isaac, hijo de la promesa, en que aparece en su punto álgido la fe y obediencia del santo patriarca. En atención a su fidelidad, Dios le prometió con juramento que lo bendeciría largamente, multiplicaría su descendencia grandemente y que los pueblos todos de la tierra serían bendecidos en su descendencia. La extensión de los dominios prometidos son los comprendidos entre el Mediterráneo y el mar Rojo, el Éufrates y las fronteras de Egipto.
Isaac fue el heredero de las promesas hechas por Dios a Abraham, que Dios, en atención a su padre, le reiteró en términos idénticos, quedando excluido de ella Ismael, hijo de Agar, la esclava. Y de él pasaron, por designio de Dios, a Jacob, que suplantó a su hermano Esaú, que era el primogénito. Dios bendijo repetidas veces y reiteró las promesas a Jacob sobre la tierra prometida, que sería distribuida entre las doce tribus que descenderían de sus doce hijos, y que sería llamada por lo mismo heredad de Dios o heredad de Jacob.
¿Quién es el varón piadoso, descendiente de Jacob, a que alude el v.27? Algunos lo han referido a José, que, si bien no halló gracia ante Putifar y en un principio ante sus hermanos, la halló después ante ellos y ante los egipcios; además, es raro que no se haga de él otra mención que la de 49, 17. Otros lo refieren a Moisés, de quien se habla en seguida, quien, si bien no halló gracia ante el faraón cuando pidió la libertad de los egipcios, la había hallado ante la hija del faraón, ante Ragüel, ante Aarón y los ancianos de Israel, ante el pueblo y, al fin, ante los mismos egipcios. La liturgia ha tomado para misa de confesores pontífices el v.20, omitido el "in gloria," y el 22 y 25, como también los 8, 19 y 20 del capítulo siguiente.

Si 45, 1-26. Moisés y Aarón

Si 45, 1-5. Moisés

Moisés fue el hombre escogido por Dios para caudillo de su pueblo y venerado por los israelitas como su libertador de la esclavitud de los egipcios. El Señor lo hizo en la gloria semejante a los santos. El Elohim del texto hebreo, que puede significar "Dios," en cuyo caso sería una alusión a Si 4, 16 y Si 7, 1, donde dice el Señor a Moisés que será para Aarón y el faraón, respectivamente, como Dios, o "los ángeles," término por el que los LXX traducen con frecuencia el Elohim, en cuyo caso se referiría a los efectos exteriores de las visiones de Dios descritas en Ex 34, 29-35. Dios le hizo temible ante sus enemigos desencadenando contra ellos las plagas, y admirable haciéndolas cesar con su sola palabra. Así, el Señor le honró ante el faraón, que, rendido al fin, tuvo que ceder en su ciega obstinación y permitir la salida del pueblo israelita, y más tarde ante Agag, rey de Amalee; Og, rey de Basan; Seón, rey de los amorreos, vencidos por él y despojados de sus reinos.
Pero la gloria más grande de Moisés radica en haber recibido de Dios las tablas de la Ley y en ser el gran legislador del pueblo de Dios. Él lo escogió para esta gran misión por su gran fe en el Señor, que lo hizo su hombre de confianza, y su probada mansedumbre frente a un pueblo de dura cerviz; era Moisés, atestigua el autor de los Números, hombre mansísimo, más que cuantos hubiese sobre la faz de la tierra. La Iglesia ha tomado este elogio de Moisés para la epístola de la misa de abades, quienes deberán sobresalir por una fidelidad extraordinaria a Dios, que los haga dignos representantes suyos, y una dulzura y mansedumbre sin igual para con sus súbditos, a semejanza de Cristo.
Yahvé en el monte Sinaí hizo oír su voz a Moisés y lo hizo entrar en la nube en que El se ocultaba, y conversó cara a cara con Moisés, "como habla un hombre a su amigo", de modo que, al bajar del monte, su rostro se había hecho radiante por la visión divina. Allí le dio los preceptos de la Ley, ley de vida y de sabiduría (v.6), porque aquéllos encierran la ciencia que enseña a vivir conforme a la voluntad de Dios, mediante la cual se obtiene una vida larga y feliz en la tierra prometida. Nosotros sabemos, además, que su cumplimiento lleva a la patria celestial, de que aquélla era símbolo. Con ello Dios establece un pacto bilateral con su pueblo escogido. El se compromete a introducirlos en la tierra prometida y mantenerlo en paz en ella; los israelitas, por su parte, se comprometen a guardar la Ley, no reconociendo otro dios alguno que Yahvé. En torno al cumplimiento y defecciones por parte de Israel y de las bendiciones y castigos por parte de Dios gira toda la historia bíblica.

Si 45, 6-26. Aarón

Con particular detalle nos presenta el autor a Aarón y la gloría de su sacerdocio, lo que puede ser un indicio del prestigio que en esta época gozaba el sumo sacerdote sobre los israelitas. El capítulo 50 hablará también de la profunda impresión que suscitaba en el ánimo del pueblo cuando subía al altar Simeón II.
Todo pueblo tiene sacerdotes ante sus dioses. El pueblo hebreo, que conocía al verdadero Dios y poseía la verdadera religión, debía tener también su sacerdocio. Dios escogió para, este ministerio a Aarón, hermano de Moisés, confiriéndole a él y a sus hijos de modo perpetuo y exclusivo las funciones sacerdotales. Dios lo separó de entre los demás para su culto, viniendo a ser, por razón de su sacerdocio, el santo de Yahvé, y lo engrandeció como al caudillo de Israel, junto al cual aparece en las grandes empresas.
Dios les señaló los ornamentos sacerdotales que describen más ampliamente los capítulos 26-28 del Éxodo, y que reflejan la magnificencia y majestad de Dios, a quien representaba en la tierra. Ben Sirac los enumera detalladamente a continuación: los calzones de lino, que cubrirían desde la cintura hasta los muslos. La túnica larga, que llegaba hasta los pies. La sobretúnica, que era una especie de capa de púrpura azul oscuro que iba sobre la túnica larga, y de cuya orla pendían campanillas y granadas de oro, alternativamente, todo alrededor, cuya finalidad era que su sonido notificase al pueblo su entrada y salida en el santuario y le recordase la atención y reverencia que hay que poner en el culto a Yahvé y se uniesen a las plegarias del sacerdote.
Vestiduras sacerdotales valiosísimas por sus tejidos, a base de oro y púrpura, y santas por la misión a que estaban destinadas por mandato de Dios, eran el efod y el pectoral. El efod (v.12), vestido santo entre todos, era un superhumeral o escapulario que constaba de dos cuadrados de lienzo, uno que pendía sobre el pecho y otro sobre la espalda; se unían entre sí por dos tirantes u hombreras en su parte superior y un cinturón que lo unía al cuerpo por la parte inferior. En cada hombrera iba una piedra de ónix. Llevaban escrito, seis cada una, los nombres de las doce tribus. El pectoral era una especie de bolsa, de un palmo de largo y otro de ancho, que iba unida por sus anillos de oro a los anillos del efod con una cinta de jacinto. Sobre doce piedras preciosas engarzadas en oro iban grabados, uno en cada una, los nombres de las doce tribus, que el sumo sacerdote llevaba, por tanto, sobre sus hombros y sobre su corazón. El pectoral contenía los urim y tummim; por esto se lo llama pectoral del juicio, que eran probablemente dos piedrecitas, una de las cuales indicaba respuesta afirmativa y otra negativa, de que se valía el sacerdote sumo para consultar a Dios.
Finalmente, la tiara a manera de turbante, más alta que la de los sacerdotes, que llevaba sujeta en la parte de adelante por una cinta de jacinto una lámina de oro, en la que estaba escrito "Santidad de Yahvé", lo que tenía por objeto hallar gracia ante Yahvé por las faltas que los israelitas hubiesen cometido en el servicio divino. Tenía que ser verdaderamente maravilloso el espectáculo que ofrecía el sumo sacerdote tan ricamente ataviado en las funciones sacerdotales del templo. Nadie antes de Aarón se había vestido tan majestuosamente, ni se vestirán en adelante más que sus hijos, a quienes, muerto él, se transmitirá su sacerdocio. "Las vestiduras que él usó usarán éstos, y con ellas serán ungidos y consagrados."
Menciona Ben Sirac el oficio principal del sacerdote, que era ofrecer sacrificios. Cada mañana y cada tarde tenían que ofrecer un cordero en holocausto y un décimo de efá de flor de harina amasada con aceite. Recuerda a continuación la consagración de Aarón como sumo sacerdote por parte de Moisés. Este llenó sus manos (v.18), expresión técnica para expresar la consagración, pues al hacerlo les ponía en ellas los dones que debían ofrecer; le ungió la cabeza y las manos. Esta unción y consagración vino a ser como un pacto por el que Dios confió de un modo perpetuo y exclusivo a Aarón y sus descendientes la dignidad sacerdotal, con los ministerios que el sacerdocio importaba: dar culto a Dios en nombre del pueblo y bendecir a éste en nombre del Señor; presentar a Dios las ofrendas del pueblo, los perfumes de suave olor y el memorial, los sacrificios de expiación por sus pecados para aplacar la ira de Dios, por él ofendido. La liturgia ha tomado el capítulo de nona del oficio de confesor pontífice de los versos 19 y 20. El elogio del sacerdocio del Antiguo Testamento se puede hacer con mucha mayor razón del sacerdocio del Nuevo Testamento, en que tienen realidad muchas cosas que en el Antiguo eran sólo figura y anuncio. Finalmente, es también deber del sacerdote instruir al pueblo en la Ley; a él competía interpretarla oficialmente y dar la solución en los casos dudosos, según establece el Deuteronomio.
Y nadie puede arrogarse este honor sacerdotal sin haber sido llamado por Dios, como afirmaría después San Pablo. El caso de Coré, Datan y Abirón, recordado por Ben Sirac (v.23-24), pone de manifiesto hasta qué punto vinculó Dios el sacerdocio a sus escogidos de un modo exclusivo y lo que le indigna que extraños intenten ejercer las funciones sacerdotales a ellos reservadas. Llevados aquéllos de la envidia, pretendieron el honor y autoridad sacerdotal y se rebelaron con sus partidarios contra Moisés y Aarón. Parte de los sublevados fueron engullidos por la tierra; otros, abrasados por el fuego. "Dios hizo ver con este ejemplo tan tremendo que nada detesta tanto como el cisma y que el crimen por el que uno se separa de la unidad de la Iglesia es siempre más grande que todos los desórdenes pretendidos por los cuales se separa." A raíz de este episodio, Yahvé aumenta la gloria de Aarón, concediéndole nuevos privilegios. Dios le da como heredad las primicias de los frutos que había que ofrecer al Señor, los panes de la proposición y la parte de las víctimas que les estaba asignada. Por lo que, en la distribución del país de Canaán entre las tribus de Israel, Dios quiso que no fuese señalada porción a la tribu de Leví, que habitaría en 48 ciudades diseminadas entre las demás tribus. Su porción y heredad sería Dios mismo. La razón es que los levitas debían ocuparse de lleno en el cumplimiento de sus ministerios y poner su corazón no en las cosas de la tierra, sino en el Señor, que los escogió.
A Aarón sucedió en el sumo sacerdocio Eleazar (v.28), que llevó a cabo con Moisés el censo del pueblo y distribuyó con Josué y los jefes de familia de las tribus la tierra prometida. No habiendo tenido papel ninguno importante en la historia religiosa del pueblo, Ben Sirac lo pasa por alto para hacer una honorífica mención de su hijo y sucesor, Fines, insigne defensor de la gloria de Dios ante la defección del pueblo en Beelfagor. Acampados en Setim los israelitas, las hijas de Madián los indujeron a postrarse ante sus ídolos. Fines permaneció firme en el culto a Yahvé, y su celo por su gloria y su indignación por su honor ofendido lo llevó a dar muerte con la lanza al israelita que tuvo la insolencia de introducir una madianita en presencia de la comunidad de Israel. Su actitud consiguió para el pueblo el perdón de su pecado, y para él y sus descendientes la confirmación del sumo sacerdocio, que permanecería para siempre entre ellos. Cierto que, con Helí, el sacerdocio pasó de la descendencia de Eleazar a la de Itamar, tercero y cuarto hijos, respectivamente, de Aarón; pero por poco tiempo, ya que Salomón depuso a Abiatar y transfirió el sacerdocio a Sadoc, descendiente de Eleazar. Los Macabeos, que fueron sacerdotes, se declaran hijos de Fines. Eran hijos de Jojarib, descendiente de Eleazar. En realidad, el sacerdocio de Aarón no era sino figura del de Jesucristo, sacerdote eterno, en el que solamente se cumple al pie de la letra esta palabra. El sacerdocio le vi tico fue abolido con su venida al mundo.
Ben Sirac cae en la cuenta de que ha habido en el pueblo de Israel otra familia gloriosa que recibió un pacto similar -la de David, en cuya descendencia se perpetuaría su trono-, y establece un parangón entre ambas: como dio a Fines y su descendencia la autoridad religiosa para cumplir los ministerios sacerdotales, así dio a David y a la suya la potestad civil para que gobernase al pueblo. Hay una diferencia: mientras que la dignidad real conferida a David solamente se transmitía a uno de sus hijos, la dignidad sacerdotal que recibió Fines pertenece a todos sus descendientes en el sentido de que cualquiera de ellos podía llegar a ser sumo sacerdote. El Mesías uniría los dos: sumo sacerdote y rey. Concluye con una exhortación a los descendientes de Aarón, motivada por el estado de cosas que nos describe 2M 4, 14. Se preocupaban más de los atractivos paganos y distinciones griegas que del servicio del altar.

Si 46, 1-. Caudillos

Si 46, 1-12. Josué y Caleb

Sucesor de Moisés en la dignidad profética, pues, como él, hablaría al pueblo en nombre de Dios y ejecutaría sus planes, fue Josué, valiente guerrero que había vencido ya en vida de Moisés a los amalecitas. Fue, por designio de Dios, quien introdujo al pueblo en la tierra prometida después de haber vencido a sus enemigos, lo que constituye su mayor título de gloria. Hizo honor a su nombre, que significa "el Señor es salvación." Y en este aspecto es tipo del redentor -cuyo nombre Jesús tiene la misma significación-, el cual nos libró del enemigo de nuestras almas y nos introduce en el reino de los cielos.
Ben Sirac hace mención de algunos de los más salientes episodios guerreros de la vida de Josué: conquista de Hai, en que "no retiró la mano que tenía tendida con el dardo hasta que no hubo dado al anatema a todos los habitantes de la ciudad". Constata en seguida que nadie le podía resistir, porque el Señor estaba con él para defenderlo de los enemigos y darle la victoria en las luchas que como caudillo suyo tenía que librar por el pueblo escogido. Cuando los medios naturales no eran suficientes para obtener la victoria, no vacilaba en implorar un prodigio para que sus planes de conducta se llevasen a cabo. Y así Dios hizo que llevasen a cabo en un día una victoria que parecía imposible conseguir en una sola jornada, derrotando a los cinco reyes amorreos que presentaron batalla a los israelitas, asediando la ciudad de Gabaón. Y para que la victoria fuese más completa, cuando los amorreos huían por la bajada de Betorón, una fuerte granizada produjo en ellos una mortandad mayor que la que en la batalla les causaron los israelitas por la espada. Mediante esta intervención de Dios, los cananeos deberían conocer que Josué combatía en nombre del Dios todopoderoso de Israel y que, al hacer la guerra al pueblo de Israel, la hacían al Señor mismo, Dios de los ejércitos, contra el cual es inútil combatir.
El autor recuerda otro episodio meritorio de Josué, al que asocia a Caleb (V.9). Cuando los demás exploradores regresaron de la misión a que fueron enviados por Moisés, asustaron de tal manera al pueblo con los relatos sobre los habitantes de aquellas tierras, que quería volverse a Egipto. Josué y Caleb, fieles a la voluntad de Dios, que había decretado la conquista de Canaán, se opusieron con valor e impidieron la defección del pueblo. En premio de ello, mientras que los 600.000 infantes perecieron en el desierto sin poder ver la tierra prometida, ellos dos pudieron gozar de la posesión de aquel país que, comparado con el desierto, es con razón muchas veces presentado como una tierra que manaba leche y miel.
Dios conservó su vigor a Caleb hasta los años de su vejez, lo que le permitió apoderarse de la región montañosa de Hebrón, que recibió de Josué en heredad para su descendencia, conforme a la palabra de Yahvé, obteniendo así parte en la distribución de la tierra prometida sin ser miembro genuino del pueblo escogido. Fue la recompensa y premio a su fidelidad y un ejemplo palpable para todos los israelitas, que pudieron comprobar una vez más cuan bueno y provechoso es seguir fielmente al Señor.

Si 46, 13-20. Samuel

A Josué suceden los jueces, en la doble empresa de regir los destinos del pueblo escogido y continuar la conquista de la tierra prometida, iniciada a las órdenes de Josué. El libro de los Jueces refiere cómo realizó cada uno de ellos la misión que les fue confiada. No todos ellos fueron en todo momento fieles a Yahvé, como tampoco Israel fue constantemente fiel en el culto al Señor, postrándose más de una vez ante los baales. A cuantos permanecieron fieles al Señor, manteniéndose apartados de la idolatría, Ben Sirac desea las dos mayores glorias a que podían aspirar los israelitas de su tiempo, privados de la revelación del más allá: un buen recuerdo para los venideros y una descendencia en la que se perpetuase su nombre. La expresión florezcan sus huesos en la sepultura no contiene alusión alguna a la resurrección de los muertos; es sencillamente una expresión poética para manifestar su deseo de una posteridad numerosa que, como nuevos retoños, perpetúen su virtud y sus obras.
El último de los jueces fue Samuel, que realiza un tipo de juez distinto de los demás. No fue el caudillo militar que libra a los hebreos de los madianitas o los filisteos, pero contribuyó como el que más al engrandecimiento de Israel, dando paso a su período áureo. Ben Sirac recoge las principales facetas de su personalidad. Ya en sus orígenes aparece la mano de Dios presagiando grandes designios: su concepción fue fruto de la bendición del Señor a Ana, cuyo seno era estéril. Juez de Israel, apartó al pueblo de los baales y astartés y lo mantuvo fiel a Yahvé, por lo que Dios se mostró misericordioso para con su pueblo escogido, haciéndole gozar de paz durante el gobierno de Samuel, que culminó en la instauración de la monarquía, a que dio paso en los días de su ancianidad, cuyos primeros reyes ungió él mismo. Pero fue, además, un gran profeta, por cuya boca habló el Señor a Helí, a Saúl, al pueblo, cuyos oráculos resultaron siempre verídicos. "Estaba Yahvé con él, que no dejó cayera por tierra nada de cuanto él decía; todo Israel, desde Dan hasta Berseba, reconoció que era Samuel un verdadero profeta de Yahvé". Y, como Moisés, un gran intercesor ante Yahvé. Habiéndose congregado en Masfa los israelitas, subieron los filisteos, que ocupaban las cinco ciudades Azoto, Gaza, Ascalón, Ciar y Acarón, a atacar a Israel. Samuel ofreció un sacrificio de un cordero de leche al Señor y oró ante él por su pueblo. Yahvé oyó la súplica de Samuel, hizo descargar una terrible tormenta sobre los filisteos y fueron abatidos por los israelitas, que los hicieron huir por la cuesta de Bet-Horen.
Habiendo traspasado su caudillaje al monarca ungido y viendo cercano el fin de sus días, quiere hacer constar la rectitud e integridad de su judicatura (v.22). "Testigo Yahvé contra vosotros, y lo es también su ungido, de que nada habéis hallado en mis manos", exclamó Samuel. "Testigo," contesta el pueblo, que reconoció: "No nos has perjudicado, no nos has oprimido, de nadie has aceptado nada." Su conducta era toda una lección para el primer monarca que había de regir los destinos del pueblo y para sus sucesores. Y lo es también para cuantos asumen el gobierno de las naciones. El v.23 alude al episodio referido en Sam 28. Viéndose Saúl en grave aprieto frente a los filisteos acampados en Sunam para combatir a Israel, consultó a Yahvé, que no da respuesta ni por medio de sueños ni por los urim y tummim. Entonces acude a la evocación de los muertos, reprobada por la Ley, y a petición suya la pitonisa de Endor invoca a Samuel. El difunto profeta respondió, pero para anunciar su ruina al rey: "Mañana tú y tus hijos estaréis conmigo, y Yahvé entregará el campamento a los filisteos." El último miembro del verso, omitido en el hebreo, se refiere a la muerte de Saúl y derrota de Israel como expiación del pecado de haber pedido un rey o de no haber destruido a los amalecitas.

Si 47, 1-25. Los reyes del periodo áureo

Si 47, 1-11. Natán y David

A Samuel, que profetizó en los días de Saúl, sigue, en la relación de Sirac, Natán, el más grande de los profetas en los días de David, con quien el gran rey mantuvo íntimas relaciones. Por medio de él le comunicó Yahvé la promesa del trono perpetuo, le reprochó su pecado y anunció el perdón del mismo. El texto hebreo dice en un segundo estico: "para presentarse ante David," y en 1R 1, 26 el profeta se dice su servidor.
David fue objeto de una especial elección por parte de Dios. El autor lo expresa con una comparación tomada de los sacrificios. En éstos la grasa de la víctima, parte la más delicada y estimada, se separaba de la carne y era quemada en honor de Dios sobre el altar de los holocaustos, mientras que ésta era consumida por los sacerdotes o los oferentes. Así David fue separado de entre los israelitas para regir los destinos del pueblo de Dios. Él es quien lo habrá de llevar a sus días más gloriosos y de cuya descendencia nacerá el Mesías Redentor.
De su valor y fuerza legendarios se hace eco el v.3, que recuerda las palabras con que él mismo respondió a Saúl cuando lo consideraba impotente para batir al gigante Goliat. En la región desértica del sudeste de Belén no eran raras las fieras, y en su lucha contra ellas se fortalecía el espíritu combativo de David, que apacentaba los rebaños de su padre en esa comarca. Su rotunda victoria sobre el filisteo puso de relieve su ardor guerrero e hizo desaparecer la pesadilla que sobre Israel hacía recaer Goliat con sus insolentes desafíos. Ben Sirac hace notar que la victoria del joven David fue debida a su plegaria, como lo habían sido las de Josué y Samuel. Movido por ella, Yahvé fortaleció su brazo y David ensalzó el cuerno de su pueblo (v.6); "voy contra ti en el nombre de Yahvé Sebaot, Dios de los ejércitos de Israel, a los que has insultado," dijo al filisteo. Cuerno es símbolo de poder; en ellos radica la fuerza del toro; por lo que la expresión "cuerno de su pueblo" vino a ser clásica en la Biblia para designar el poder, las hazañas del pueblo. Cuando regresó de su victoria, las doncellas de Israel, al son de los tímpanos y al ritmo de las danzas, cantaban el "Saúl mató sus mil, pero David sus diez mil", expresando con ello la importancia de la muerte del gigante, equiparable a la derrota de un gran número de enemigos. Llegado al trono, David tuvo que continuar guerreando durante largo tiempo contra los enemigos de Israel. Logra vencerlos a todos, incluso a los filisteos, los más encarnizados de todos ellos, que no volvieron a levantar cabeza contra el pueblo escogido. Con ello David prepara a Israel los días más gloriosos de su existencia, que culminaron en el reinado de Salomón.
Pero David no fue solamente un valeroso guerrero; a la altura de su valor estuvo su profunda piedad para con Dios, a quien el profeta amó con todo su corazón, conforme a la prescripción del Deuteronomio. No se vanaglorió en sus victorias ni se atribuyó a sí sus triunfos guerreros, sino que cantó las alabanzas de Dios y le dio gracias con maravillosos salmos, que hizo acompañar de la lira y el arpa, que dan cierta suavidad al canto. Siendo ya anciano, reunió a los sacerdotes y levitas y asignó cierto número de ellos para que se dedicaran a alabar a Yahvé con los instrumentos que David había compuesto para ello, los cuales habrían de presentarse cada mañana y cada tarde para alabar y celebrar a Yahvé, distribuyéndolos en 24 clases para que cantasen en el templo, cumpliendo los ministerios de la casa de Yahvé según el orden prescrito por el rey. David dio un esplendor extraordinario y una magnificencia maravillosa al culto, que tal vez Ben Sirac quiere presentar a los levitas contemporáneos suyos como ejemplo a imitar.
Pero no todo fue virtud y alabanza a Yahvé en la vida de David. El profeta cometió ante el Señor un gravísimo pecado al colocar en el lugar más peligroso de la batalla a Urías con el fin de que, muerto éste por sus enemigos, pudiese tomar a su mujer. Pero el Señor tuvo misericordia para con él y después de reprenderle su pecado le perdonó.
Yahvé dio a David un gran reino, cuyos límites no alcanzaron sus predecesores ni supieron mantener sus sucesores; le prometió que su casa permanecería para siempre ante su rostro y su trono sería estable por la eternidad; promesa que se realiza en el reino espiritual de Cristo, Rey y Sacerdote eternamente, conforme a las palabras del ángel al comunicar a María el misterio de la Encarnación.

Si 47, 12-25. Salomón

A David sucede su hijo Salomón, que heredó un reino próspero y pacífico que le legaron el valor y las luchas de su padre. Ben Sirac hace primero un elogio del rey sabio y menciona después los extravíos del final de su vida y las funestas consecuencias de la división del reino, que tuvo lugar a su muerte.
El nombre de Salomón es sinónimo de paz. Yahvé había prometido a David que su hijo sería hombre de paz y que durante su vida Israel gozaría de tranquilidad. La gloria del rey sabio había de venirle no de las armas, sino de la construcción del glorioso templo de Jerusalén, de su sabiduría proverbial y de sus riquezas fabulosas. David intentó la edificación del gran santuario, pero su reinado tuvo que sostener demasiadas guerras para llevar a cabo obra de tal envergadura. Dios la tenía reservada para los días prósperos de Salomón, que con su sabiduría y riquezas llevó a cabo el gran templo de Jerusalén, que perduraría a través de los siglos hasta los tiempos mesiánicos. Salomón llegó a adquirir una sabiduría extraordinaria, que se difundió por el Oriente como se derraman las aguas caudalosas del río que se desborda e inunda los lugares vecinos. Su ingenio para resolver enigmas llegó hasta apartadas regiones, de modo que la misma reina de Sabá, región del sudeste de Arabia, vino para "probarle con enigmas," reconociendo que la realidad superaba a la fama que a ella había llegado de la sabiduría salomónica. El autor del libro de los Reyes nos dice que Salomón compuso muchos proverbios, enigmas, parábolas, de modo que pasó a la posteridad como el prototipo de rey sabio, por lo que le fueron atribuidos los libros sapienciales, aun los de más reciente composición. Con la paz que conservó en los años de su reinado se ganó el amor de sus súbditos, y con su maravillosa sabiduría la estima de las naciones. También por sus riquezas sobresalía Salomón. En su plegaria no pidió el sabio rey riquezas ni larga vida, sino un corazón prudente para gobernar al pueblo. Yahvé, complacido de su desinteresada plegaria, le otorgó la sabiduría que había pedido y le concedió también "riquezas y gloria tales, que no habrá en tus días rey alguno como tú."
Pero la gloria del gran rey se vio al final tristemente ensombrecida (v.21-23). Contra la prohibición de Yahvé, puso su corazón en la hija del faraón y en numerosas mujeres extranjeras, las cuales arrastraron su corazón a los dioses falsos, hasta llegar a edificar en la montaña que está frente a Jerusalén excelsos en honor de Camos, dios de los moabitas, y Milcom, dios de los amonitas. La conducta de Salomón encendió la ira de Dios sobre sus hijos, que, como nacidos de uniones prohibidas a los israelitas, son objeto de maldición por parte de Yahvé y tienen un fin nefasto y desastroso. La Sagrada Escritura sólo habla de un hijo de Salomón y dos hijas; tal vez Dios le castigó con la muerte de los otros, dejando la vida sólo a Roboam para que se cumpliesen las promesas hechas a David de la perpetuidad de su trono. Todo su linaje hubo de sufrir las consecuencias de sus pecados, que provocaron la división del reino davídico, que fue la mayor calamidad política que pudo sobrevenir al pueblo israelita. En efecto, a Salomón sucede su hijo Roboam, nacido de una amonita; pero la imprudencia y necedad de éste, que desoyó el consejo de los ancianos y siguió el de los jóvenes inexpertos, provocó la separación de las diez tribus, que eligieron rey a Jeroboam, hijo de Nabat, efrateo, siervo de Salomón, a quien el profeta Ajías predijo reinaría sobre las tribus del norte, quedando fiel a Roboam solamente los territorios de Judá y Benjamín. Así se originaron el reino de Judá, o reino del sur, con capital en Jerusalén, y el reino de Israel, o del norte, cuya capital, en un principio Siquem, vino luego a ser Samaría.
El reino de Judá, que conservó la verdadera religión, continuó el linaje de David, y es en esta coyuntura histórica el "resto" que siempre se salva en toda calamidad y en quien se cumplen las profecías mesiánicas. Así Yahvé permaneció fiel a la promesa hecha a David de que su casa permanecería para siempre y su trono sería estable por la eternidad.
Jeroboam, temiendo que los israelitas de su reino volviesen a la fidelidad a Jerusalén si subían a adorar a Yahvé en su templo, construyó becerros de oro, que colocó en Dan y Betel, induciendo al pueblo a postrarse ante ellos. Construyó también lugares excelsos e instituyó sacerdotes a gentes que no pertenecían a la tribu de Leví. La idolatría fue causa de otros muchos pecados en el reino del norte, que colmaron la paciencia divina, por lo que Yahvé decretó la expulsión de su tierra. Dos siglos más tarde, el año 721, noveno del reinado de Oseas, los asirios conquistan Samaría y deportaron a Asiría a muchos israelitas, enviando en su lugar a gentes de Asiría, que, al mezclarse con los no deportados, dieron origen al pueblo samaritano. Con ello despareció para siempre el reino de Israel.

Si 48, 1-25. Elías y Elíseo. Ezeqoias e Isaías

Si 48, 1-16. Elias y Elíseo

Como en la noche oscura emiten su fulgor las estrellas, así brillaron en medio de aquella sociedad idolátrica y corrompida las dos grandes figuras religiosas del siglo IX, Elías y Elíseo. Ambos combatieron incansablemente la idolatría e impiedad de Israel. Ben Sirac comienza el elogio de Elías recordando su celo por la gloria de Yahvé, su Dios, como significa su nombre, que compara al fuego, y su palabra ardiente, que presenta como una antorcha que ilumina en medio de las tinieblas. Esto último afirmará Jesucristo de su precursor, de quien el ángel dijo a Zacarías que había venido en el espíritu de Elías. A continuación enumera con profunda admiración los episodios más salientes de la vida del profeta. Movido por Dios, llevado de su celo, anunció una sequía que duraría tres años y provocó un hambre que hizo perecer gran número de israelitas. Por tres veces hizo bajar fuego del cielo: una vez en el monte Carmelo, ante los sacerdotes de Baal, sobre el holocausto y la leña, con el fin de demostrar que Yahvé, y no Baal, era el verdadero Dios; y dos sobre los enviados del rey Ococías para hacerle prisionero. El poder que Dios le concedió fue tal, que, invocado su auxilio, volvió a la vida el hijo de la viuda de Sarepta. Profetizó la ruina de Acab y Jezabel, de Ococías y Jorán, hijo de Josafat, rey de Judá, que se cumplió al pie de la letra. En el monte Horeb escuchó el profeta el castigo que Dios había decretado contra Acab y Jezabel y la venganza que tomaría contra Israel por haber roto la alianza con Yahvé, haber derribado sus altares y haber pasado a cuchillo sus profetas. Recibió el encargo de ungir los reyes que habrían de realizar esa venganza divina -Jezael por rey de Siria y Jehú rey de Israel-, como también el de ungir profetas, plural enfático para designar al profeta Elíseo su sucesor. La historia bíblica sólo refiere la ejecución por Elías del último encargo, pero refiere que Jezael reinó en Damasco, y Jehú en Israel, y que éste fue ungido por su discípulo Elíseo, que lo haría por encargo de Elías. La historia de la actividad del profeta está, sin duda, incompleta.
El v.9 recoge los datos del libro de los Reyes sobre el final misterioso de Elías, arrebatado al cielo por un "carro" tirado por "caballos de fuego," símbolos conocidos en la mitología semita y griega. Final misterioso y extraordinario, digno de la vida extraordinaria del profeta, que se consumía por el fuego del celo de la gloria de Dios que ardía en su corazón. ¿Adonde fue llevado Elías? El dato bíblico es tan lacónico, que, como ocurre también en el caso de Henoc, nada permite afirmar sobre el particular. ¿Vendrá al final de los tiempos a preparar los caminos al Mesías? Los escritores del Nuevo Testamento aplican las palabras de la profecía de Malaquías, que ha recogido Ben Sirac, a Juan el Bautista. El ángel presenta a Juan como el precursor del Mesías que caminará "en el espíritu y poder de Elías," con la misión de preparar al Señor un pueblo bien dispuesto, "de reducir los corazones de los padres a los hijos, y los rebeldes a los sentimientos de los justos". Y cuando los discípulos preguntaron a Jesucristo sobre la venida de Elías, les respondió que Elías había venido ya, dando a entender que las palabras de Malaquías no han de ser interpretadas estricta y literalmente de Elías, sino del Bautista, que encarnaría su virtud y poder. Jesucristo dijo también que las palabras de Malaquías: "He aquí que envío mi ángel delante de ti, que preparará los caminos...", fueron escritas de Juan el Bautista. El v.11 es muy incierto; el texto hebreo presenta una laguna y las antiguas versiones lo interpretan diversamente. El sentido parece ser el siguiente: Elías (Juan) vendría a preparar con su predicación los caminos del Señor, a quien habría de preceder inmediatamente. Serán felices quienes lo vean y quienes mueran en su amistad siguiendo su predicación, porque, preparados por ella, participarán de los beneficios que traerá consigo.
A Elías sigue en el ministerio profético su discípulo Elíseo, que heredó el espíritu de su maestro. Predicó con intrepidez el verdadero culto, frente a la idolatría y la impiedad, y profetizó lo que Yahvé le inspiró, sin dejarse intimidar por los mismos príncipes, desafiando sus iras. Nada parecía imposible al profeta. Realizó tantos y tales milagros, que es el taumaturgo del Antiguo Testamento. Cuando se encontraba en el lecho de muerte, anuncia a Joás, rey de Israel, las victorias que obtendría sobre los sirios. Y aun después de su muerte realizó obras maravillosas: habiendo sido arrojado un muerto al sepulcro de Elíseo, al contacto con sus huesos vuelve a la vida. Todo ello no obstante, la predicación y el ejemplo del profeta, sus prodigios y amenazas, aquel pueblo de dura cerviz continuó aferrado a la idolatría y consiguientes impiedades, sin convertirse a Yahvé, por lo que tuvo que enviarles el castigo definitivo. No mucho después Israel partía para el destierro.

Si 48, 17-25. Exequias e Isaías

A la destrucción del reino de Israel sobrevivió el pequeño reino de Judá, cuyos reyes descendían de la casa de David. Entre ellos los hubo, desde el punto de vida religioso, buenos y los hubo que siguieron el camino de la iniquidad. Entre los primeros sobresalieron Ezequías y Josías, a quienes Ben Sirac dedica un elogio.
Ezequías hizo "lo que es recto a los ojos de Yahvé, enteramente como lo había hecho David, su padre". Una de sus principales preocupaciones fue fortificar la ciudad de Jerusalén a fin de que pudiese resistir el asalto de los enemigos; a este propósito "reparó las murallas, que habían sido destruidas; abrió en ellas torres y una antemuralla." Y para asegurar el aprovisionamiento de aguas durante un posible largo asedio, llevó las aguas del Guijón a un estanque excavado dentro de la ciudad por medio de un túnel subterráneo, que con sus sinuosidades mide 512 metros de largo; en una de las paredes fue encontrada en 1880 la célebre inscripción de Siloé en que se da noticia de los trabajos de perforación.
Fue durante su reinado, el año 701, cuando Senaquerib, después de haber saqueado las ciudades de Judá, quiso apoderarse de Jerusalén, en que Ezequías se había fortificado. Desde Laquis, en que estableció su cuartel general, envía a Rabsaces a pedir la rendición de la ciudad, lo que hace en términos insolentes y blasfemos. Los habitantes de la ciudad se estremecieron ante los asirios que pusieron sitio a Jerusalén, y Ezequiel envió a decir a Isaías: "Es hoy día de angustia, de castigo y de oprobio, como si los hijos estuvieran para salir del seno de sus madres y no hubiera fuerza para el alumbramiento." Los israelitas conceptuaban los dolores de parto como los más intensos de todos. El rey y los habitantes de la ciudad elevaron ardientes súplicas a Yahvé, quien por medio del profeta comunicó al rey la liberación de la ciudad. Aquella misma noche el ángel de Yahvé hirió en el campamento de los asirios a 185.000 hombres, lo que obligó a Senaquerib a levantar el asedio y regresar a Nínive. Se trata, sin duda, de una peste (TM) que hizo morir a miles de asirios. La liberación de la ciudad fue merecida por la fidelidad de Ezequías a Yahvé y por su docilidad a la palabra y a las exhortaciones de Isaías. Esta afirmación lleva a Ben Sirac a hacer un elogio de este profeta.
Isaías fue el gran profeta del Antiguo Testamento y uno de los hombres más eminentes de Israel. Por su boca pronunció Yahvé muchos oráculos, que tuvieron fiel cumplimiento. Hizo retroceder la sombra diez grados sobre el reloj de Ajaz a petición de Ezequías, como señal de que Yahvé había escuchado su oración y lágrimas y le prolongaba la vida quince años más. Vio con gran inspiración los tiempos futuros, anunció la virginidad de la madre del Mesías, describe cualidades y prerrogativas del mismo y hasta llega a entrever los tormentos de su pasión. Se trasladó a los últimos tiempos en unos capítulos de género apocalíptico para describir la devastación universal, pintándonos la manifestación de la justicia de Dios contra la impiedad y su misericordia para con los justos. La segunda parte del libro consuela a los cautivos en Babilonia, a quienes promete la liberación y la restauración de la teocracia israelita.

Si 49, 1-16. Otros reyes y profetas

Si 49, 1-6. Josías. Los reyes malos

Ben Sirac comienza su elogio con expresivas metáforas, alusivas al buen olor que exhala la virtuosa vida de Josías, cuyo nombre no puede ser recordado sin experimentar un grato sentimiento. Su nacimiento fue anunciado por un profeta i. Subió al trono a los ocho años de edad y reinó durante treinta y uno en Jerusalén, siendo modelo de fidelidad a Yahvé. El historiador bíblico hace de él el más grande elogio: "Antes de Josías no hubo rey que como él volviera a Yahvé con todo su corazón, y con toda su alma, y con todas sus fuerzas, conforme a toda la ley de Moisés; y después de él no le ha habido tampoco semejante."
Su amor y celo por la causa de Yahvé le hizo sentir profunda aflicción por los extravíos a que había conducido al pueblo la conducta impía de sus predecesores, Amón, su padre, y Manases, su abuelo, quienes hicieron el mal a los ojos de Yahvé, siguiendo todas las abominaciones de las gentes que Yahvé había arrojado ante los hijos de Israel. A los doce años de su reinado comienza la famosa restauración religiosa que lleva su nombre, destruyendo los altos, aseras, los altares de los baales, cuyos ídolos hizo pedazos. Al año siguiente recibe su vocación Jeremías, que escribió durante su reinado los seis primeros capítulos de su libro, prestándole una ayuda maravillosa en su obra reformadora. Con ocasión del hallazgo del libro de la Ley se renueva la alianza, y el pueblo vivió religiosa y políticamente días felices, como hacía mucho tiempo no los conocía.
Todos los demás reyes, hecha excepción de David, Ezequías y Josías, fueron reyes negligentes o impíos, que no siguieron fielmente los caminos de Yahvé. El libro de los Reyes alaba a Asa, Josafat y Joás, y el de los Paralipómenos le aplica el habitual elogio: "hizo lo que es recto a los ojos de Yahvé, siguiendo los caminos de David." Pero no los siguieron del todo. Asa puso su confianza más en los hombres que en Yahvé. Josafat socorría a los impíos y ayudaba a los que aborrecían a Yahvé. Joás se alió con el impío Ococías, rey de Israel, y no suprimió los altos. Por lo que Ben Sirac, de criterio más riguroso que los autores de los Reyes y Paralipómenos, los cuenta entre los que no siguieron fielmente los caminos de Yahvé. Los pecados de los reyes malos de Judá, que indujeron al pueblo a seguir sus impiedades, fueron la causa que motivaron la deportación de los judíos a Babilonia y la destrucción de Jerusalén y el templo por Nabucodonosor, rey de los caldeos, conforme a las predicaciones de Jeremías.

Si 49, 7-10. Jeremías. Ezequiel. Los profetas menores

La mención precedente del vaticinio de Jeremías lleva a Ben Sirac a dar tres pinceladas de la vida del profeta: su elección por parte de Dios para el ministerio profético, hecha desde antes de su nacimiento; su misión profética, con su doble faceta negativa (ruina y destrucción de pueblos) y positiva (restauración de Israel), y la persecución y malos tratos con que sus enemigos intentaron rendir el ánimo del profeta, pero que lo fortalecieron e hicieron después invencible ante todo sufrimiento.
Ezequiel fue otro de los grandes personajes israelitas llamado al ministerio profético en aquella majestuosa visión de la gloria de Dios sobre el carro de los querubines con que comienza el libro de sus profecías. En él se hace mención de Job, lo que sirve de ocasión a Ben Sirac para hacer también elogio del patriarca, que pasó, con razón, a la posteridad como prototipo del hombre fiel a Yahvé en medio de las más grandes adversidades.
Con la expresión florezcan sus huesos (?. 12) manifiesta su deseo de una gloria imperecedera a los doce profetas menores, cuya gloria ante Dios y el pueblo radica en haber mantenido a Israel apartado de la idolatría y la impiedad y confirmado con la esperanza de la restauración mesiánica, que anunciaron en su predicación. Ben Sirac, como indican las enumeraciones precedentes, conoció todos los escritos proféticos, excepto Daniel, que, en consecuencia, formarían ya parte del canon judío. Del silencio acerca del libro de Daniel nada puede concluirse contra la no existencia de su libro cuando fue compuesto el Eclesiástico. Ben Sirac no intenta hacer una relación completa de personajes ilustres. Por lo demás, los judíos no incluían a Daniel entre los libros proféticos, sino entre los históricos, y los autores de éstos no son todos mencionados.

Si 49, 11-16. Otros Personajes Ilustres de Israel. Zorobabel y Jesús. Nehemías. Antiguos Patriarcas

Entre los que volvieron de la cautividad merecen una especial mención Zorobabel, gobernador de Judá, y Jesús, como sacerdote, quienes, por encargo de Dios transmitido por el profeta Ageo, llevaron a cabo la restauración del templo, cuya gloria superaría a la del primero, pues sería centro de peregrinación de todas las gentes en los días mesiánicos. De Zorobabel dice que era como sello en la mano derecha; el sello, que se llevaba primero colgado al cuello o atado a la muñeca, se fijó después al dedo con un hilo de metal, lo que dio origen al sello en forma de anillo, y era una cosa muy preciosa y estimada, que se llevaba consigo siempre. Dios mismo empleó este simbolismo hablando de Zorobabel, elegido suyo.
Digno de gran gloria estima Ben Sirac a Nehemías, quien, habiendo obtenido el debido permiso de Artajerjes, llevó a cabo, en medio de no pocas dificultades, la restauración de la ciudad santa, levantando las murallas y construyendo sus puertas.
Terminada la serie de los ilustres personajes mencionados por orden cronológico, sin que veamos conexión lógica con lo que precede o sigue, se remonta a los orígenes del pueblo y de la humanidad para mencionar y hacer elogio de hombres beneméritos de aquellas épocas remotas (v. 16-19). Henoc, de quien ya antes hizo referencia. Jose, que, con ocasión de su venta por parte de sus hermanos y su bajada a Egipto, vino a ser virrey de este país, señor de sus hermanos, y sustentó a su pueblo, que bajaba a Egipto en busca de provisiones en los años de hambre. Conforme a su deseo, cuyo cumplimiento hizo jurar a los hijos de Israel, sus restos fueron trasladados de Egipto a la tierra prometida y más tarde sepultados en Siquem. Sern fue el hijo primogénito de Noé; de él provienen los semitas, y, por tanto, los patriarcas del pueblo escogido, contándose, en consecuencia, entre los ascendientes del Mesías. Set, hijo de Adán y Eva, nacido después de la muerte de Caín, heredó el espíritu de su hermano Abel y fue el padre de la generación patriarcal que se mantuvo fiel a Yahvé. Enós es también digno de alabanza, pues fue el primero que comenzó a invocar el nombre de Yahvé, es decir, a darle culto público a Dios. Pero sobrepasa, naturalmente, a todos en gloria Adán, salido inmediatamente de las manos de Dios y padre de todo el género humano.

Si 50, 1-29. Elogio de Simón, sumo sacerdote

Un entusiasta y extenso elogio de Simón II, sumo sacerdote, pone fin a los panegíricos de hombres célebres en Israel. Ben Sirac conoció, sin duda, los hechos del pontífice y contempló con sus ojos las actuaciones sacerdotales en el templo, que debieron impresionarle grandemente.
Hecho prisionero Jonatán, sucesor de Judas Macabeo, Simón II, su hermano, asume la defensa del pueblo frente a Trifón, que tutelaba a Antíoco VI. Moviliza todos los hombres de guerra y concluye los muros de Jerusalén, que queda fortificada toda en derredor. Trifón no pudo llegar a la ciudad, en cuya ciudadela resistían asediados los gentiles, debido a la resistencia que dondequiera que aparecía le presentaba Simón y a una nevada, por lo que se retira a su tierra. Simón, preparados sus guerreros, fortifica el monte del templo que está próximo a ella y da mayor altura a las murallas. El destronado rey Demetrio, que se alzó contra Trifón, viendo que los romanos consideraban como amigos a los judíos y queriendo contar con el apoyo de Simón, le confiere el sumo sacerdocio, otorgándole grandes honores. Los judíos y sacerdotes, a su vez, resuelven instituirlo caudillo de los judíos y sumo sacerdote por siempre, mientras no aparezca un profeta digno de fe. Durante toda su vida, toda la tierra de Judá disfrutó de paz y prosperidad. Simón restauró y consolidó el templo. Reconstruyó el gran pilón de bronce, que sostenían doce figuras, semejante al mar por sus grandes dimensiones, depósito de agua para los servicios del templo. Construido por Salomón, fue destruido por los babilonios. Además de las obras encaminadas a la defensa de la ciudad, procuró defender el país de las incursiones de los samaritanos y seléucidas, encaminadas al saqueo y pillaje.
Pero hay en Simón algo todavía más admirable para Ben Sirac que el valiente guerrero o el hábil restaurador: la magnificencia con que, como sumo sacerdote, realizaba las funciones litúrgicas en el día de la Expiación, único día en que el sumo sacerdote entraba en el sancta sanctorum. Hasta diez comparaciones (v.6-11) emplea Ben Sirac para poner ante nuestros ojos la impresión maravillosa que hacía sentir cuando, saliendo del santuario, se aparecía ante la multitud adornado de los ricos y majestuosos ornamentos sacerdotales. Su esplendor semejaba al lucero de la mañana, que, aureolado de nubes, hace más rico su esplendor; a la luna cuando majestuosa se pasea por los cielos en los días de plenilunio; al sol radiante de esplendor, a quien no se puede mirar directamente, sino sólo contemplar la proyección de sus rayos, que doran las paredes del templo; al arco iris, que con sus vivos colores surca majestuosamente el firmamento. La belleza de sus ornamentos recuerda la flor lozana entre el frondoso ramaje; la azucena, que se yergue fresca y encantadora junto a las aguas; Zas flores del Líbano, bañadas por los rayos brillantes del sol. Su majestuosidad evoca el incienso, que, depositado sobre el fuego, eleva una nube de humo al cielo; el ciprés, que quiere alcanzar con su copa las nubes. La riqueza de sus vestiduras recuerda un vaso fino adornado de piedras preciosas, y su vida virtuosa y benéfica, cargada de méritos ante Yahvé y su pueblo, recuerda el olivo cargado de frutos.
Solemne era también la subida majestuosa al altar de los holocaustos, ante la que los ámbitos del santuario parecían resplandecer como heridos por los rayos de su esplendor. Y digno de contemplarse el espectáculo que ofrecía Simón cuando se encontraba rodeado de los sacerdotes que le presentaban las víctimas del holocausto; revestidos también ellos de sus ornamentos sacerdotales, formaban en torno suyo como una corona de hijos que rodea al padre, semejando al cedro cercado de retoños o a una gran palmera, a quien hacen cortejo cantidad de palmas que arrancan de sus mismas raíces. Impresionante el momento de la libación del vino que el sumo sacerdote derramaba al pie del altar; era el momento en que los hijos de Aarón hacían resonar fuertemente las trompetas n para recordar al pueblo que se hallaba en la presencia del Altísimo; entonces los cantores entonaban dulces melodías, mientras el pueblo, que había caído rostro en tierra en acto de adoración a Yahvé, elevaba su plegaria ante el Dios misericordioso, permaneciendo en su actitud de oración hasta terminadas las ceremonias del altar. Terminadas éstas, el sumo sacerdote, en un final lleno también de emoción, impartía su bendición al pueblo, que de nuevo se había postrado en tierra para recibirla. Era ésta la única en todo el año en que el pontífice de la antigua ley pronunciaba el nombre de Yahvé.
Concluye Ben Sirac su elogio a los padres del pueblo escogido con una exhortación a bendecir a Dios, que dio a Israel tan grandes hombres, y a todo hombre la vida ya en el seno materno, bendición que viene a ser una acción de gracias que dispondrá a Dios a continuar por su parte bendiciendo al pueblo elegido. Implora para él la sabiduría, objeto principal del libro, que es inteligencia y cumplimiento de sus enseñanzas, y la paz para poder practicarlas con toda libertad. Añade en su oración una plegaria por la permanencia del pacto de Dios con Fines, de perpetuar en su descendencia el sacerdocio y la misericordia sobre Simón, que en sus días ostentaba el sumo sacerdocio. Probablemente Ben Sirac adivinaba los días turbulentos que se avecinaban. El sucesor de Simón II, Onías III, fue suplantado por Jasón, su hermano, hacia el 175, el cual lo fue tres años más tarde por Menelao, de la tribu de Benjamín, ajena al sacerdocio, que lo consiguió de Antíoco Epífanes. Onías moría después alevosamente, siendo él el último de su raza que poseyó el sumo pontificado, que pasó luego a los asmoneos.

Si 50, 25-26. Razas odiosas

A la bendición que implora para el pueblo israelita parece oponer Ben Sirac la de tres pueblos limítrofes que fueron sus más hostiles enemigos, dignos por lo mismo de castigo por parte de Yahvé. Tal vez hay en la mención de estos pueblos en este pasaje, que, si bien parece fuera de contexto, está atestiguado por todos los manuscritos y versiones, una plegaria implícita al Señor solicitando su protección frente a ellos. Los idumeos, descendientes de Esaú, ocupaban el territorio de Hebrón, al sur del mar Muerto. Enemigos tradicionales de Israel, fueron después de la cautividad los más encarnizados de todos ellos, y, por lo mismo, fueron objeto de maldición varias veces por parte de los profetas. Los filisteos eran otro pueblo tradicionalmente enemigo de Israel. Vencidos por David, conservaron siempre una sorda enemistad contra los hebreos. En sus regiones costeras triunfó plenamente la cultura helénica, que hizo de sus ciudades baluarte de paganismo, lo que añadió al odio y a sus prácticas idolátricas un nuevo título de aborrecimiento para los israelitas. Pero el pueblo más odioso a los judíos eran los samaritanos, que habitaban los montes de Efraím, con capital en Siquem. La enemistad se remonta a los orígenes mismos del pueblo samaritano, mezcla de los israelitas que quedaron en el país y los gentiles enviados allí por los asirios con el fin de ocupar el lugar de los deportados, lo que dio origen a diversas mezclas de prácticas de la Ley y prácticas paganas, que no pudieron ver con buenos ojos los judíos fieles a la Ley mosaica. La enemistad se acentuó al rehusar los judíos la colaboración ofrecida por los samaritanos para la reconstrucción del templo y llegó al colmo al hacer los samaritanos del templo de Garizim el centro del culto cismático rival del de Jerusalén.

Si 50, 27-29. Epilogo

En estos versos se hace la presentación del autor, a quien ya conocemos: "Jesús, hijo de Eleazar, hijo de Sirac", como dice el T.H. Se consigna el elogio de las enseñanzas contenidas en su libro, llenas de sabiduría y prudencia; se concluye con una recomendación a su atenta meditación. Es verdaderamente dichoso quien las sigue, porque camina por la senda del temor de Dios, principio de la verdadera sabiduría, que conduce a la felicidad. Podrá recorrer las tierras y surcar los mares, pues dondequiera le acompañará el favor de Yahvé, que hará prosperar sus caminos.

Si 51, 1-30. Apéndice

Consta de tres partes: Una "acción de gracias" de Ben Sirac al Señor por los muchos peligros de que le ha librado, que tiene gran parecido con el salmo 18 de David y su cántico de 2Sam 22. Una "letanía," tomada del texto hebreo, y que se halla inspirada en los salmos (Sal 117, 1-4; Sal 136, 1-26). Y un "poema" en que el autor explica cómo buscó desde su juventud, con esfuerzo y sacrificio, la sabiduría que el Señor le concedió, concluyendo con una exhortación final a su estudio.

Si 51, 1-12. Oración y acción de gracias

Comienza invocando a Yahvé, Señor y Rey, y alaba su poder y salvador, porque lo ha librado de muy graves peligros. Ciertas alusiones del libro permiten conjeturar que éstos tuvieron lugar durante sus viajes y estancia en el extranjero, tal vez en alguna corte. El texto griego, que habla de calumnias falsas junto al rey, hace pensar que el odio de sus enemigos, descrito metafóricamente como un rechinamiento de dientes (v.4), tramó calumnias e intrigas ante el rey, que pusieron en muy serio peligro su vida y le hicieron pasar por tremendas tribulaciones, que simboliza con el fuego y asfixia de las llamas (v.6). La liturgia aplica este verso a los mártires que sufrieron la prueba del fuego, como San Lorenzo.
Abandonado a su suerte, sin alguien que le prestase apoyo humano, levanta su corazón a Yahvé e implora renueve en él la conducta misericordiosa que ha observado con quienes en él confían. En su oración le invoca como Padre, constatación de unas relaciones individuales más íntimas de los israelitas para con Dios, invocado antes más bien como padre del pueblo, como su invencible protector, de cuyas manos nadie puede arrancar su vida si lo quiere salvar. Y constata que, librado de los peligros, alabará su poder y misericordia y bendecirá su nombre. Yahvé libró a Ben Sirac de las asechanzas que le tendían sus enemigos, y él, en cumplimiento de su palabra, bendice a Yahvé y entona un himno de acción de gracias.
Discuten los autores si esta oración de acción de gracias ha de ser tomada en sentido individual, como expresión de los sentimientos de Ben Sirac, o en sentido colectivo, como si el sabio hablase en nombre del pueblo, como interpreta Rábano Mauro, Knabenbauer y otros. Nos parece más probable que Ben Sirac habla de sí mismo, refiriéndose a una época dramática de su vida, si bien los sentimientos expresados cuadran muy bien al pueblo de Israel, como también al nuevo pueblo de Dios, la Iglesia cristiana, sometidos uno y otra tantas veces a tribulaciones y liberados otras tantas por la mano misericordiosa de Dios. La liturgia cristiana aplica esta perícopa a las vírgenes mártires.

Himno de Acción de Gracias

Entre los v.1y y 18 se intercala este himno, que se encuentra solamente en el texto hebreo; falta en todas las versiones antiguas. Por ello discuten los autores sobre su autenticidad. La afirman Knabenbauer, Touzard. La mayoría, con Spicq, Kearks, la Biblia de Jerusalem la niegan, basándose en su inexplicable falta en las versiones griega y siríaca. Presenta todos los rasgos de una plegaria litúrgica de carácter judío, compuesta para la liturgia a base de referencias bíblicas.
El autor reúne en este himno, inspirado en el salmo, Sal 136, una serie de títulos inspirados todos ellos en los libros sagrados que resume la historia de la misericordiosa protección de Yahvé para con su pueblo, por lo que comienza proclamando a Yahvé digno de Alabanza por antonomasia, y repite en cada verso la alabanza a la misericordia divina.
Creador del universo, ha escogido entre todos los pueblos de la tierra, obra también de sus manos, a Israel, y ha sido desde los patriarcas hasta los días de Ben Sirac quien ha guardado y defendido su pueblo. El fue ya escudo de Abraham, como se lo prometió después de la liberación de Lot, dispensando una especial protección sobre el santo patriarca; roca de Isaac, que aceptó con resignación el sacrificio que le hizo, figura de Cristo, y a quien prometió providencia semejante; fuerte de Jacob, a quien prometió su ayuda adondequiera que fuera y venció en su lucha con el ángel.
Yahvé sacó a Israel, que se había formado pueblo numeroso en Egipto, de la esclavitud de los faraones, lo llevó a la tierra prometida y lo hizo un pueblo poderoso bajo el reinado de David, que extendió los límites de Israel a términos nunca sobrepasados. Escogió para centro y capital de su reino teocrático a Sión, edificó su ciudad y su santuario por medio de los grandes reyes David y Salomón. Liberó de nuevo de la cautividad a los hijos de Judá deportados en Babilonia y reunió en la tierra prometida a los dispersos, reedificando la ciudad y el santuario. Yahvé, rey de reyes, expresión frecuente en el Talmud, ha exaltado a su pueblo escogido, concediéndole una gloria singular no otorgada a otros pueblos, por lo que merece, por su parte, todo honor y alabanza.

Si 51, 13-30. Celo del autor por la sabiduría

Concluye el último capítulo con un poema alfabético, como el libro de los Proverbios, en que el autor refiere sus esfuerzos por alcanzar la sabiduría, presenta los frutos por ella obtenidos e invita a todos a escuchar sus enseñanzas, con las que obtendrán idénticos beneficios. El texto hebreo deja mucho que desear, y los manuscritos dan un texto defectuoso; difiere mucho del griego y tiene muchas semejanzas con el siríaco. El contenido, que se encuentra ya en otras partes del libro; los hapax, locuciones y construcciones numerosas (25 en 21 versos) que no se encuentran en el libro, tal vez el deseo también de contrarrestar el pesimismo de los primeros capítulos de Qohelet, ha hecho incluso pensar a algunos que un epiloguista, no contento con la breve conclusión de Si 50, 29-31, añadió ésta, más amplia.
Siendo aún joven, antes de que su mente se perdiese en vanas filosofías y su corazón se extraviase por las sendas del pecado -¡preciosa advertencia sobre la edad a que debe comenzar la educación!-, el autor se dio a la adquisición de la sabiduría. Su primer paso fue la oración a Dios. La sabiduría es un don suyo, y la otorga a quienes se la piden con humildad y un corazón sincero. Fue la actitud sabiamente observada por Salomón. A su oración unió el esfuerzo personal, aplicando su oído a las enseñanzas de la sabiduría, no escatimando trabajo por su adquisición y procurando la práctica de aquéllas a medida que las iba aprendiendo, pues la virtud -y ésa es la auténtica sabiduría- no se aprende con especulaciones teóricas, sino con el ejercicio de la misma. Dios oyó su oración y premió sus esfuerzos otorgándole la sabiduría. El autor, al comprender su encanto y percibir sus beneficios, ha quedado de tal modo prendado de tan bella adquisición, que nadie lo podrá ya separar de su compañía. Todo ello ha provocado en él un triple sentimiento: un agradecimiento profundo a Dios, que le otorgó la sabiduría, la decisión firme de llevar siempre a la práctica las enseñanzas aprendidas, una profunda alegría y emoción profunda porque ha encontrado la verdadera felicidad.
Ben Sirac recibió, además, como recompensa, la facultad de expresar con acierto y elocuencia la sabiduría aprendida (?.30) , por lo que se ha decidido a alabar con ella a Dios, haciendo a los demás partícipes de la sabiduría que le ha sido comunicada a él. Y así hace una invitación a aprender y poner en práctica sus enseñanzas, bien sea con la lectura y estudio de su libro, bien en su propia casa, conforme a la práctica que se desarrolló después del destierro, de enseñar los doctores a sus alumnos en su propio hogar, que se convertía por lo mismo en "casa de instrucción", bet hammidrash. No les será preciso poseer riquezas, pues que la sabiduría no se compra con dinero, y era costumbre de los escribas no exigirlo por sus lecciones sobre el texto sagrado. Ni es necesario un gran esfuerzo para alcanzarla; supone, sí, lucha y vencimiento al principio; pero, cuando se han percibido los frutos, todo se considera pequeño y por bien empleado. Lo confirma el autor con su propio ejemplo. Lo que hace falta es sentir un deseo ardiente por tan inmenso bien, buena voluntad y someterse con gusto a la disciplina u observancia de los mandamientos. Quien siente aquélla y pone en práctica éstos verá saciada su sed, porque la sabiduría está cerca y como ofreciéndose a todos los hombres, pues tiene sus delicias en estar con ellos. La Sabiduría encarnada invitaría a acercarse a ella a cuantos tuvieran sed, prometiéndoles una fuente de aguas vivas que saltaría hasta la vida eterna.
Con una última y más apremiante exhortación y una doble promesa concluye el libro. La exhortación a aprender las enseñanzas de la sabiduría en el libro o en la "escuela de instrucción" y a practicarlas a su debido tiempo, comenzando en la juventud y continuando durante toda la vida. La promesa de los "frutos" que describen continuamente los sapienciales, simbolizados aquí en los más preciosos metales, que, materialmente considerados, son casi siempre también fruto de la habilidad, prudencia y tenacidad, compañeras de la sabiduría. Y la recompensa por parte de Dios, que puede referirse a la recompensa individual o a la del juicio final. El autor la afirma con la indeterminación de los libros sapienciales. Tiene conciencia cierta de ella, pero ignora el modo como se realizará, dado que los premios y castigos de esta vida no responden siempre a la virtud y al pecado. Así, Ben Sirac concluye, como el autor de Proverbios y Qohelet, con la añoranza de nuevas revelaciones que se encuentran ya en el libro de la Sabiduría que le sigue cronológicamente.
Una adición del T.H., no auténtica, y en la que el nombre de Simeón es una interpolación, recoge los sentimientos de alabanza a Yahvé de la última parte del Eclesiástico:
Bendito sea el Señor siempre y alabado sea su nombre por todas las generaciones. Hasta aquí las palabras de Simeón, hijo de Jesús, llamado Ben Sirac. La sabiduría de Simeón, hijo de Jesús, hijo de Eleazar, hijo de Sirac. Bendito sea el nombre del Señor ahora y siempre por la eternidad.