APOCALIPSIS

Ap 1, 3 Primera de las siete (número de totalidad) bienaventuranzas que jalonan el libro (Ap 1, 3; Ap 14, 13; Ap 16, 15; Ap 19, 9; Ap 20, 6; Ap 22, 7; Ap 22, 14): el Apocalipsis representa una inmensa dicha para la Iglesia.

Ap 1, 12 Evocando las vestiduras del sumo sacerdote (Ex 28, 2-4; Za 3, 1. 3. 4; Sb 18, 20. 21. 24), Cristo aparece como Hijo del hombre (véase Dn 7, 13), presente en medio de su Iglesia (siete candelabros) cuando esta celebra la Eucaristía.

Ap 2, 6 Los nicolaítas aluden a un movimiento herético que despreciaba el valor de la encarnación y la redención de Jesús; con su conducta pagana se alejaban de las radicales exigencias del Evangelio.

Ap 2, 17 El maná escondido es la Eucaristía (Jn 6), de la que puede participar quien sea cristiano, que con este nombre nuevo ha recibido billete para poder participar en el banquete de bodas del Cordero y tener acceso a la ciudad de la nueva Jerusalén.

Ap 3, 12 La transformación en «columna de fuego» y las tres inscripciones significan la más firme permanencia del cristiano con Dios por siempre. Nadie podrá borrar la consagración de su nombre, grabada indeleblemente por el Señor.

Ap 4, 4 Los ancianos representan a toda la humanidad glorificada (doce tribus de Israel más las doce tribus del Cordero), que no cesa de alabar a Dios ni de interceder por nosotros.

Ap 4, 6 El mar, símbolo del mal en la Biblia (Sal 66, 6; Sal 74, 13), no es un mar de aguas turbulentas, sino una balsa cristalina; es decir, ya ha sido vencido.

Ap 5, 6 En el primer cuadro de esta visión, quizás la más emblemática de todo el Apocalipsis, se logra una enorme concentración cristológica: aparece Cristo, el Cordero, pletórico de dignidad divina, muerto, resucitado, dotado de la plenitud del poder mesiánico y poseedor y dador –al mismo tiempo– del Espíritu Santo.

Ap 6, 2 El primer caballo designa a Cristo resucitado, que ha vencido por su misterio pascual y está dispuesto a seguir combatiendo contra las fuerzas negativas que invaden la historia, representadas en la visión de los otros tres caballos.

Ap 6, 6 Una ración de alimentos necesarios cuesta tres veces más de lo normal. El caballo negro significa la carestía de la vida, provocada por la opulencia de unos pocos e infligida sobre los demás, oprimidos, empobrecidos y muertos de hambre.

Ap 7, 4 Esta cifra resulta de multiplicar doce por doce, es decir, las doce tribus de Israel por «los doce apóstoles del Cordero» (véase Ap 21, 14), y luego por mil, cifra de la historia de la salvación: son los cristianos, herederos del AT, verdadero Israel de Dios.

Ap 8, 7 Al sonido de la primera trompeta se provoca un movimiento descriptivo que insiste en el castigo simbolizado por el cuarto caballo, el del color verde-amarillo (6, 8), y se evoca la séptima plaga de Egipto (Ex 9, 22-26).

Ap 9, 11 El equivalente castellano es «Exterminador». Se abre un tiempo de reflexión sobre el imperio del mal que invade nuestro mundo y cuya fuerza aniquiladora es tal que no puede explicarse a partir de un hombre, sino de una instancia más potente e inhumana. Pero el tiempo de calamidad y de persecución será de cinco meses, es decir, tendrá una duración limitada y pasajera.

Ap 10, 1 La figura de este ángel, cercana a la del Señor, tal como fue contemplado en Ap 1, 9-20, contribuye a resaltar la trascendencia divina del personaje y la gravedad del mensaje que va a proclamar.

Ap 11, 2 La imagen-secuencia quiere decir que la Iglesia conocerá tiempos de persecución (cuarenta y dos meses, a saber, un tiempo limitado), pero no será destruida ni aniquilada por completo.

Ap 11, 6 La acumulación de alusiones, complicidades, insinuaciones convierte a los dos testigos en figuras representativas que muestran simbólicamente a toda la Iglesia en el ejercicio de su misión evangelizadora.

Ap 12 El mensaje fundamental de este capítulo, saturado de detalles simbólicos muy complejos, se refiere a la Iglesia, nuevo pueblo de Dios, que, en medio de la hostilidad y persecución a muerte, da a luz a Cristo, el Mesías.

Ap 12, 14 La Iglesia, perseguida sin tregua pero en vano por el dragón, es asistida por Dios, quien la lleva sobre alas de águila (véase Ex 19, 4; Dt 32, 11), y es nutrida por el simbólico maná (1R 17, 4; 1R 19, 5-7).

Ap 13 Este capítulo aparece repleto de una confusa simbología animal (bestias, leopardos, cuernos...), que no es frívola fábula de animales parlantes, sino una denuncia del mal (dicha en clave apocalíptica).

Ap 13, 18 Leída en caracteres hebreos, la cifra da como resultado esta frase: «Nerón César»; es decir, el poder demoníaco de la bestia se encarnó en Nerón, el perseguidor de los cristianos, antecedente de Domiciano. La cifra es también consoladora, pues no llega a la totalidad, que sería exactamente setecientos setenta y siete: pese a su crueldad, la persecución será parcial y transitoria.

Ap 14, 1 Este número (Ap 7, 4-8) representa el resto de Israel (véase Is 1, 9; 4, 2s; Is 6, 13; Ez 9, 1-4; Am 3, 12) y son la fuerza viva de la Iglesia. Los cristianos, que no portan la marca de la bestia (Ap 13, 16), están consagrados enteramente a Dios: viven protegidos por él y serán victoriosos con Cristo.

Ap 15, 1-8 Antes de describir en Ap 16, 1-21 la ejecución del tercer signo, que son las siete plagas, se ofrece aquí una introducción orientada a fortalecer la fe de la comunidad cristiana tras la adversidad y ante la calamidad de las plagas que se avecinan.

Ap 16 El septenario de las copas sigue el modelo dramático de las siete trompetas (Ap 8, 7ss), aunque ahora las copas afectan a la totalidad de la humanidad y de la naturaleza. Es la última oportunidad para la conversión.

Ap 16, 12 El castigo significado en la sexta copa consiste en que el Éufrates se seca. Queda así peligrosamente expedita una calzada para la invasión de los temidos reyes de Oriente. Se avecina la destrucción, que nadie puede ya impedir.

Ap 17, 8 La bestia era y no es: con esta entrecortada expresión se va indicando a lo largo del pasaje la debilidad temporal de este poder corrosivo. Solo Dios se erige verdaderamente en el que es, el que era y ha de venir (Ap 1, 4); es decir, posee el dominio y la eternidad.

Ap 19, 1-10 La inmensa muchedumbre de ángeles (Ap 5, 11; Ap 7, 11) y cristianos ya vencedores (Ap 7, 9.10; Ap 12, 10) alaba a Dios porque ha juzgado con rectitud (Ap 15, 3; Ap 16, 7), ha condenado a la gran prostituta (Ap 17, 1s.4; Ap 18, 9) y ha vengado la sangre de sus mártires que con tanta vehemencia le suplicaban (Ap 6, 10).

Ap 20, 3 Esta cifra (20, 2. 3. 4. 5) ha dado lugar al célebre milenarismo, objeto de interpretaciones muy variadas. Mil años es de hecho una referencia simbólica al tiempo de Dios (2P 3, 8) y, aquí, a la era cristiana, inaugurada por la muerte y resurrección de Cristo, marcada por su victoria sobre el diablo, pero de duración indefinida.

Ap 20, 12 El libro de «cuentas», donde se registraban las acciones de los hombres (Dn 7, 10), y el libro de la vida (Ex 32, 32; Sal 69, 29; Flp 4, 3) son como el anverso y reverso de una suerte final: cada uno es juzgado conforme a la letra o sentencia que ha ido escribiendo en el libro con las obras de su vida. En el Apocalipsis solo hay un libro, el de la vida del Cordero degollado (Ap 3, 5; Ap 13, 8; Ap 21, 27).

Ap 21, 17 La nueva Jerusalén tiene forma cúbica, como el Santo de los Santos (1R 6, 20); es decir, es toda ella santuario, ciudad santa y sacerdotal, en donde Dios habita permanentemente.

Ap 22, 1ss Dios y el Cordero comparten el mismo trono: imagen atrevida de la comunión perfecta entre el Padre y Cristo, fuente de vida para toda la humanidad a través del río impetuoso que brota del trono. Las expresiones agua de vida y árbol de vida (véase Gn 2, 10 y Ez 47, 1-12) insisten en la fecundidad, sin mengua, de esta vida, así como en su alcance universal, pues las hojas del árbol sirven para curar a las naciones.

Ap 22, 17 Como el grito de amor de las primeras páginas de la Biblia (Gn 2, 23), un requiebro de amor cierra el último libro de la revelación. Es el grito jubiloso de la Iglesia, sostenida por el Espíritu Santo. La Iglesia, que ansía la venida de Cristo, su Esposo y Señor, repite con incesante vehemencia la primitiva oración cristiana del Maranatá (véase 1Co 16, 22; Didajé 10, 6).