TESALONICENSES II

2Ts 1, 1-2. El encabezamiento es similar al de la primera carta. Únicamente cabe destacar dos diferencias de matiz. La primera es el adjetivo «nuestro» añadido a «Dios Padre». Así se pone de relieve la filiación divina del cristiano. Sólo la segunda Persona, el Verbo, es Hijo de Dios por naturaleza; los hombres somos hijos por adopción, gracias a que el Hijo se ha dignado hacernos partícipes de la filiación divina que Él posee en plenitud, realidad que se expresa en la conocida proposición teológica de que somos «filii in Filio», hijos en el Hijo. «Por una admirable condescendencia -comenta San Agustín- el Hijo de Dios, el único según la naturaleza, se ha hecho hijo del hombre, para que nosotros, hijos del hombre por naturaleza, nos hagamos hijos de Dios por la gracia» (De civitate Dei, XXI, 15). En ese sentido explicaba también San Ireneo que «si el Verbo se ha hecho carne, y si el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre, ha sido para que el hombre, entrando en comunión con el Verbo, y recibiendo el privilegio de la adopción, llegase a ser hijo de Dios» (Adversus haereses, III, 19). El Concilio Vaticano II enseña la misma doctrina al decir que «los seguidores de Cristo, llamados por Dios no en razón de sus obras, sino en virtud del designio y gracia divinos, y justificados en el Señor Jesús, han sido hechos por el Bautismo, sacramento de la fe, verdaderos hijos de Dios y partícipes de la divina naturaleza y por lo mismo realmente santos» (Lumen gentium, 40). La vida cristiana cobra, pues, todo su relieve si se la considera desde ese punto de mira inefable y sencillo de que él es nuestro Padre y nosotros somos hijos suyos (Amigos de Dios, 144).
La segunda diferencia con el encabezamiento de la primera carta consiste en que se especifica que la gracia y la paz proceden «de Dios Padre y del Señor Jesucristo». La paz es inseparable de la gracia, y tiene su origen en Dios. Por eso el Concilio Vaticano II subraya que «la paz sobre la tierra, fruto del amor al prójimo, es imagen y efecto de la paz de Cristo, que procede de Dios Padre» (Gaudium et spes, 78).
Véase la nota a 1Ts 1, 1-2.

2Ts 1, 3-4. Como en otras cartas, se pone de manifiesto la profunda gratitud del Apóstol hacia el Señor (cfr. Flp 4, 6; Col 3, 15-17; 1Tm 2, 1; etc.). Con ello imitaba la actitud de Jesucristo, que al iniciar su oración solía alabar al Padre dándole gracias (cfr. Mt 11, 25; Mt 15, 36; Mt 26, 27 y par.; Jn 11, 41; etc.). La Iglesia, en el acto de culto por excelencia que es la Santa Misa, exclama al comienzo del Prefacio: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar…».
La gratitud, además de manifestar nobleza de sentimientos, nos prepara para recibir nuevos beneficios, ya que el Señor se inclina hacia el corazón humilde y agradecido. De ahí que enseñe San Bernardo: «A quien humildemente se reconoce obligado y agradecido por los beneficios, con razón se le prometen muchos más. Pues el que se muestra fiel en lo poco, con justo derecho será constituido sobre lo mucho, así como, por el contrario, se hace indigno de nuevos favores quien es ingrato a los que ha recibido antes» (Sermones sobre el Salmo 90, 4).
Por eso el cristiano siente la necesidad de expresar su gratitud al Señor: ¡Gracias, Jesús mío!, porque has querido hacerte perfecto Hombre, con un Corazón amante y amabilísimo, que ama hasta la muerte y sufre; que se llena de gozo y de dolor; que se entusiasma con los caminos de los hombres, y nos muestra el que lleva al Cielo; que se sujeta heroicamente al deber, y se conduce por la misericordia; que vela por los pobres y por los ricos; que cuida de los pecadores y de los justos…
-¡Gracias, Jesús mío, y danos un corazón a la medida del Tuyo!
(Surco, 813).
«Vuestra fe crece»: La fe ha de aumentar, ha de ser viva. La fe crece cuando va unida a la caridad. Era lo que ocurría en Tesalónica, donde el ejercicio de la fe y la caridad mutua mantuvo la entereza de ánimo y la alegría entre los cristianos, aun en medio de las persecuciones y tribulaciones que sufrieron. «Ved que la caridad y unión recíproca de los fieles entre sí es un gran socorro para resistir a los males y soportar con entereza las aflicciones -indica San Juan Crisóstomo-. En esa honda fraternidad se encuentra el más grande consuelo. Las aflicciones sólo hacen tambalearse a una fe débil y a una caridad imperfecta; pero una fe sólida y robusta encuentra en ella la ocasión de afianzarse. Mientras que un alma débil y lánguida no encuentra en el dolor ningún elemento de fuerza, el alma generosa apoya sobre él un nuevo impulso de energía» (Hom. sobre 2Ts, ad loc.).

2Ts 1, 5. La fidelidad a Dios, mantenida incluso en medio de un ambiente adverso y lleno de dificultades, es garantía del premio futuro. El Señor permite que en ocasiones padezcamos por ser fieles al Evangelio; así prueba la valía de nuestro amor y nos hace dignos del Reino definitivo que tiene preparado en la otra vida. De modo solemne, enseñaba el Papa Pablo VI que el «Reino de Dios, iniciado aquí abajo en la Iglesia de Cristo, no es de este mundo, cuya figura pasa, y su crecimiento propio no puede confundirse con el progreso de la civilización, de la ciencia o de la técnica humanas, sino que consiste en conocer cada vez más profundamente las riquezas insondables de Cristo, en esperar cada vez con más fuerza los bienes eternos, en corresponder cada vez más ardientemente al amor de Dios, en dispensar cada vez más abundantemente la gracia y la santidad entre los hombres» (Credo del Pueblo de Dios, n. 27).
El sufrimiento se ha de recibir como una muestra de predilección divina junto con la fe: «No sólo para que creáis en él, sino también para que padezcáis por él» (Flp 1, 29). Abundando en la misma enseñanza, recuerda Juan Pablo II que, «llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo» (Salvifici doloris, 19).

2Ts 1, 9-10. Advierte el Apóstol la certeza del futuro juicio de Dios, que dará a cada uno según sus obras, pues «vendrá de nuevo, esta vez con gloria, para juzgar a vivos y muertos, a cada uno según sus méritos: quienes correspondieron al Amor y la Piedad de Dios irán a la vida eterna; quienes los rechazaron hasta el fin, al fuego inextinguible» (Credo del Pueblo de Dios, n. 12). La realidad del infierno no ha de ser el primer motivo que induzca a ser fieles al Señor, sólo por temor, pero tampoco debe olvidarse el peligro de ese castigo si se ofende a Dios.
En contraste con la situación de los condenados, está la gloria eterna reservada a los justos, de la que el Apóstol habla también en otros lugares (cfr. Rm 6, 22; Ga 6, 8). Aquí, con el anuncio de la venida de Jesucristo, San Pablo recuerda lo que el Señor había prometido: «Voy a prepararos un lugar; y cuando haya marchado y os haya preparado un lugar, de nuevo vendré y os llevaré junto a mí para que, donde yo estoy, estéis también vosotros» (Jn 14, 2-3).
Jesús había anunciado también la magnitud del premio que recibirán los fieles como recompensa a su fidelidad: «Alegraos (…) y regocijaos, porque vuestra recompensa es grande en el Cielo» (Lc 6, 23). Un gran Amor te espera en el Cielo: sin engaños: ¡todo el amor, toda la belleza, toda la grandeza, toda la ciencia…! Y sin empalago: te saciará sin saciar (Forja, 995).
«Aquel día»: Se refiere al día del Juicio Universal. Véase nota a 1Ts 5, 1-3.

2Ts 1, 11. San Pablo reemprende la oración que había interrumpido en el v. 4, y pide a Dios la perseverancia de los fieles a su vocación. Su modo de actuar es un modelo para quienes enseñan la doctrina cristiana: no se limita a una exposición de las verdades de fe, sino que antes reza para que su trabajo produzca fruto. San Agustín advierte que quien pretende enseñar la palabra de Dios «debe hacer cuanto esté de su parte para que se le escuche inteligentemente con gusto y docilidad. Pero no dude de que si logra algo y en la medida en que lo logra, es más por la piedad de sus oraciones que por sus dotes oratorias. Por tanto, orando por aquellos a quienes ha de hablar, sea antes varón de oración que de peroración. Y cuando se acerque la hora de hablar, antes de comenzar a hablar, eleve a Dios su alma sedienta para derramar de lo que bebió y exhalar de lo que se llenó» (De doctrina christiana, IV, cap. 15, 32).
El Apóstol pide a Dios que «haga dignos de su vocación» a los fieles de Tesalónica; invoca la gracia divina para que vaya unida al esfuerzo humano, pues no hay absolutamente ningún bien sobrenatural que nadie pueda querer, empezar o acabar sin la gracia de Dios (cfr. Bonifacio II, Per filium nostrum, Dz-Sch, n. 399). Por eso pedimos con palabras de la Liturgia: «Tu gracia, Señor, inspire nuestras obras, las sostenga y acompañe; para que todo nuestro trabajo brote de ti, como de su fuente, y a ti tienda, como a su fin» (Liturgia de las Horas, oración de Laudes del lunes de la semana I).

2Ts 1, 12. La fórmula griega que hemos traducido por «según la gracia de nuestro Dios y del Señor Jesucristo», admite también esta otra posible interpretación: «según la gracia de nuestro Dios y Señor Jesucristo». De este modo estaríamos ante una confesión de fe cristológica que, si bien se hizo muy común posteriormente, tendría aquí un enorme valor por su antigüedad. Se confesaría a Cristo al mismo tiempo como Dios (Theós) y Señor (Kyrios), es decir Iesus Christus, Dominus et Deus noster. Sin embargo, la expresión «nuestro Dios» aparece con frecuencia en los escritos paulinos (cfr. en este mismo capítulo los vv. 2 y 11); es también común en San Pablo la fórmula «Señor Jesús Cristo». Todo ello induce a pensar en una distinción entre «Dios nuestro» por un lado y «Señor Jesucristo» (o incluso «nuestro Señor Jesucristo») por otro, que es como hemos traducido.

2Ts 2, 1-2. Se expone ahora el tema principal de esta carta: el momento de la segunda venida del Señor. Algunos habían sembrado la agitación entre los fieles de Tesalónica diciendo que la Parusía era inminente.
La expresión que hemos traducido «por revelaciones» significa literalmente «por espíritu». El autor sagrado alude a quienes arrogándose la posesión de un carisma profético, supuestamente recibido del Espíritu Santo, se dedicaban a divulgar sus ideas personales como si vinieran de Dios. Otros, en cambio, preferían atribuirlas a palabras o escritos de San Pablo.
Quienes intentan confundir al Pueblo de Dios con doctrinas contrarias a la fe cristiana, recurren con frecuencia a procedimientos similares. De este modo, torciendo el sentido de las palabras de la Sagrada Escritura (cfr. Mt 4, 6), no pocas veces enseñan errores como si fueran revelaciones del Espíritu Santo. Frente a esas interpretaciones subjetivas, el Concilio Vaticano II ha vuelto a recordar el criterio seguro: «El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» (Dei verbum, 10).
El tema concreto que entonces era objeto de engaños -la proximidad de la segunda venida del Señor-, también en nuestros días está de actualidad. En efecto, no faltan sectas y gentes ingenuas empeñadas en determinar la fecha del fin del mundo con cálculos curiosos y atrevidas deducciones, que resultan fallidas al pasar el tiempo previsto. Se olvida que lo importante es vivir siempre vigilantes, preparados para recibir gozosamente al Señor.
«Como si fuera inminente el día del Señor». El texto griego dice literalmente: «de que el día del Señor está aquí», en el sentido de que estaría al llegar de un momento a otro. Hemos preferido seguir la traducción de la Neovulgata porque, manteniéndose fiel al tenor del texto, su redacción es más clara.

2Ts 2, 3-4. La segunda venida del Señor no es inminente, pues antes han de producirse dos hechos: la «apostasía» y la manifestación del «hombre de la iniquidad». Es muy difícil la interpretación de tales acontecimientos, pues el Apóstol no da detalles que permitan una interpretación precisa, ni menos aún hacer cálculos de tiempo con fundamento.
«La apostasía» parece insinuar un masivo abandono de Dios, que afectará a una parte importante de la humanidad. Se trata de una señal que ha de preceder al fin de los tiempos. Jesucristo ya la había predicho (cfr. Mt 24, 11-13) al hablar de la caída de Jerusalén y de la destrucción del Templo, acontecimientos que son figura de lo que sucederá al fin del mundo. También entonces se enfriará la caridad de muchos (cfr. Mt 24, 12), los cuales apartarán a Dios de sus vidas hasta llegar incluso a ignorarlo. Cuando se haya colmado la medida de sus pecados, entonces vendrá el fin y tendrá lugar el Juicio Universal.
«El hombre de la iniquidad»: No se sabe con certeza si se trata de un hombre determinado, revestido de peculiar perversidad, o si es una personificación literaria, que designa a una muchedumbre entregada a la tiranía del pecado, y que se opone tenazmente a la acción de Cristo en el mundo. Es más probable que se refiera a ese conjunto de fuerzas del mal que constituyen un instrumento al servicio de Satanás. Las expresiones «hombre de la iniquidad» e «hijo de la perdición» son semitismos (equivalentes a «inicuo» y «perdido») que subrayan la particular relación de esos hombres con el pecado y con la perdición eterna.
Este «hombre de la iniquidad» es un enemigo declarado de Dios que se opone sistemáticamente contra todo lo que esté al servicio divino. El Apóstol hace notar que su atrevimiento llega «hasta el punto de sentarse en el templo de Dios», esto es, hasta arrogarse honores divinos. Con su actuación intentará arrastrar a muchos a la apostasía antes del fin del mundo, de modo semejante a como los falsos profetas intentaron seducir a muchos antes de la destrucción de Jerusalén (cfr. Mt 24, 4-5.11.23-24).
La descripción y las características de este adversario de Dios resultan muy similares a las del «Anticristo» de que habla San Juan (cfr. 1Jn 2, 18 y nota correspondiente).

2Ts 2, 5. Esta pregunta de tono coloquial, formulada en medio de las enseñanzas acerca de las señales que precederán a la Parusía, apunta a otras circunstancias de la evangelización del Apóstol: esta carta, lo mismo que los otros escritos del NT, fue precedida de una catequesis oral (véase nota a 1Ts 2, 13). La forma griega equivalente a «hablaba» o «decía», en imperfecto de indicativo, sugiere una amplia y continuada predicación oral.
Después de la primera evangelización, San Pablo sigue cuidando de la formación de los fieles. San Juan Crisóstomo señala este comportamiento como un buen modelo para los que tienen la responsabilidad del cuidado de las almas: «Cuando un labrador arroja la semilla en la tierra no ha terminado su trabajo, le queda todavía cubrirla: si no, habría sembrado para los pájaros del cielo. -Así ocurre con los pastores de la Iglesia. Si no mantienen, con una predicación renovada, lo que enseñaron la primera vez, ¿no hay el peligro de que hayan predicado en vano? El demonio no tardará en echar a perder esta primera siembra, el sol la secará, la lluvia la ahogará, las espinas la sofocarán; nuestra fría indiferencia puede ser su disipación y su ruina. Así, pues, no le basta al labriego con sembrar el grano y volverse a su casa, sino que debe realizar un trabajo lleno de solicitud» (Hom. sobre 2Ts, ad loc.).

2Ts 2, 6-7. Aunque estas palabras de San Pablo son de incierta interpretación y han provocado las más variadas opiniones entre los comentaristas antiguos y modernos, sin embargo parece claro el sentido global: se trata de una exhortación para perseverar en el bien, porque ésa es la manera de evitar que se realice algo malo, designado en el texto con la expresión «misterio de la iniquidad». Sin embargo, es más difícil concretar en qué consiste el misterio de la iniquidad y qué es lo que impide su dominio.
Algunos consideran que el misterio de la iniquidad es la actuación del hombre de la iniquidad (cfr. v. 2); tal actuación se encontraría retenida por las rígidas normas de orden social impuestas por el Imperio Romano. Otros piensan que quien impide la manifestación de la iniquidad es San Miguel, y se basan en algunos textos de la Sagrada Escritura (Dn 12, 1; Ap 12, 7-9; Ap 20, 1-3.7), en los que se dice que este arcángel lucha contra Satanás, y lo retiene o lo deja suelto conforme a los planes de Dios. Por último, algunos consideran que el obstáculo que frena al hombre de la iniquidad es la acción eficaz de los cristianos en el mundo, que con su vida y su actividad apostólica hacen llegar la doctrina y la gracia de Cristo a muchos hombres. Por eso, añaden, si los cristianos dejan enfriar su celo apostólico, cesará el impedimento que frena la acción del mal, permitiendo que se manifieste la apostasía.
Actualmente hay algunos que apuntan otra posible interpretación: dejando en lo genérico el significado de la expresión «misterio de la iniquidad», entienden que lo que está siendo detenido y cuya manifestación se aguarda no es la actuación del hombre de la iniquidad, sino la segunda venida de Cristo. El obstáculo que retiene la Parusía sería el cumplimiento de dos condiciones: la difusión de la apostasía y la aparición del hombre de la iniquidad (v. 3). En definitiva, el Apóstol estaría insistiendo en que no es inminente la Parusía, pues antes habrán de cumplirse ciertos acontecimientos significativos.

2Ts 2, 8-12. A pesar de las señales de poder que exhibirá el hombre inicuo, su dominio no será total ni definitivo: Jesucristo, cuando se manifieste con todo su poder en la Parusía, lo exterminará.
Mientras tanto, el poder de Satanás intenta sembrar la confusión entre los hombres para que se condenen. Cada hombre ha de elegir entre el «amor de la verdad» ofrecido por Cristo, y las señales y discursos engañosos del Maligno. Frente a la falsedad diabólica, el texto acentúa que es Cristo quien nos comunica la verdad salvadora, que exige la sumisión del entendimiento y la prontitud de la voluntad. San Juan de Ávila animaba a responder dócilmente a la manifestación de la verdad:«Si miráis cuan poderosa cosa es la verdad que creemos para ayudarnos a servir a Dios y ser salvos, pareceres ha grave culpa no amar esta verdad y seguir lo que ella enseña» (Audi, filia, cap. 48).
Todo hombre tiene, pues, el grave compromiso de buscar y seguir la verdad. Así lo enseña León XIII: «Puesto que el Espíritu Santo es espíritu de verdad, (…) el que por malicia se opone a la verdad o la rehuye comete gravísimo pecado contra el Espíritu Santo. Pecado tan frecuente en nuestra época que parecen llegados los tristes tiempos descritos por San Pablo, en los que los hombres, obcecados por justo juicio de Dios, reputan como verdadero las cosas falsas, y al príncipe de este mundo, que es mentiroso y padre de la mentira, le creen como a maestro de la verdad» (Divinum illud munus, n. 14).
Dios, a los que se condenan, «les envía un poder seductor». Es un modo de hablar, frecuente en la Biblia, por el cual se atribuye a Dios lo que Él simplemente permite. Dios quiere que todos los hombres se salven y nunca incita al mal, pero permite, por respeto a la libertad del hombre, que se condenen quienes se obstinan en la malicia. Véase nota a Rm 1, 24-32.

2Ts 2, 13-14. Aunque haya quienes no acogen la verdad, el Apóstol se siente profundamente movido a dar gracias a Dios por la «acción santificadora del Espíritu» y «la fe en la verdad» de sus destinatarios, que los conducirán a la salvación. También los fieles han de dar gracias a Dios por la vocación que han recibido: su peculiar «elección» pone de manifiesto que son amados por Dios (sobre el significado del amor de Dios, véase nota a 1Ts 1, 4).
La mención de las tres Personas divinas pone de relieve que la Salvación es una obra común de la Trinidad: Dios Padre elige, para alcanzar la gloria de nuestro Señor Jesucristo, por la acción santificadora del Espíritu. Es toda la Trinidad Beatísima la que ofrece los medios para que el hombre, sumido en el pecado del que no podía liberarse por sí mismo, alcance la fe, la salvación y la santificación: «No había fuerza capaz de levantarnos de caída tan grande y rescatarnos de la eterna ruina. Pero Dios, que nos había creado, se movió a piedad; y por medio de su Unigénito restituyó al hombre a la noble altura de donde había caído, y aun le realzó con más abundante riqueza de dones. Ninguna lengua puede expresar esta labor de la divina gracia en las almas de los hombres, por la que son llamados, ya en las Sagradas Escrituras, ya en los escritos de los Padres de la Iglesia, regenerados, criaturas nuevas, participantes de la divina naturaleza, hijos de Dios, deificados» (Divinum illud munus, n. 9).
Por quinta vez aparece, en las breves cartas a los Tesalonicenses, el verbo «dar gracias» (cfr. 1Ts 1, 2; 1Ts 2, 13; 1Ts 5, 18; 2Ts 1, 3 y 2Ts 2, 13). Es importante subrayar que ya en los primeros escritos del Nuevo Testamento, como son estas dos epístolas, brota espontánea y frecuentemente la necesidad de dar gracias a Dios, como correspondencia a su bondad paternal. No se trata del deber que tiene el miserable de agradecer al poderoso los beneficios concedidos, sino de un agradecimiento filial, confiado y alegre (cfr. también Jn 11, 41).
«Como primicias»: Probablemente se refiere al hecho de haber sido la iglesia de Tesalónica una de las primeras fundadas por San Pablo en Europa. En muchos e importantes códices dice «desde el principio».

2Ts 2, 15. El modo de no ser engañados por doctrinas dudosas consiste en mantenerse firmes en la fe recibida y guardar las tradiciones apostólicas.
«Las tradiciones»: El término (cfr. también Ts 3, 6) parece referirse a la doctrina cristiana que San Pablo había recibido y les había predicado. Otras veces el Apóstol utiliza un término con un significado algo más concreto: el «depósito» de las enseñanzas de la fe cristiana (cfr. 1Tm 6, 20; 2Tm 1, 14 y notas respectivas). En varias ocasiones (cfr. 1Co 11, 23; 1Co 15, 1-3) afirma que lo que predica no es su opinión personal, sino que transmite las verdades que a su vez ha recibido como enseñanza revelada. Por eso no puede permitir que se altere el mensaje.
«Es evidente -hace notar Santo Tomás- que muchas cosas que no están escritas en la Iglesia han sido enseñadas por los Apóstoles, y por eso deben ser observadas» (Comentario sobre 2Ts, ad loc.). En efecto, la verdad revelada por Dios es transmitida por la Sagrada Escritura y por la Tradición. El Concilio Vaticano II ha enseñado que ambas «están estrechamente unidas y compenetradas; manan de la misma fuente, se unen en un mismo caudal, corren hacia el mismo fin (…). La Tradición recibe la palabra de Dios, encomendada por Cristo y el Espíritu Santo a los Apóstoles, y la transmite íntegra a sus sucesores para que ellos, iluminados por el Espíritu de la verdad, la conserven, la expongan y la difundan fielmente en su predicación. Por eso la Iglesia no saca exclusivamente de la Escritura la certeza acerca de todo lo revelado. Y así ambas se han de recibir y respetar con el mismo espíritu de devoción» (Dei verbum, 9).

2Ts 2, 16-17. La elección gratuita que han recibido los fieles es el comienzo del camino hacia la salvación; pero ésta es la meta final de un proceso, en el que se conjugan la acción divina de la gracia y la correspondencia humana. Se requiere el auxilio de esa «feliz esperanza», que da ánimos al recordar que somos hijos de Dios. A mí, y deseo que a vosotros os ocurra lo mismo, comenta San Josemaría Escrivá, la seguridad de sentirme -de saberme- hijo de Dios me llena de verdadera esperanza que, por ser virtud sobrenatural, al infundirse en las criaturas se acomoda a nuestra naturaleza, y es también Virtud muy humana (…). Esta convicción me incita a comprender que sólo lo que está marcado con la huella de Dios revela la señal indeleble de la eternidad, y su valor es imperecedero. Por esto, la esperanza no me separa de las cosas de esta tierra, sino que me acerca a esas realidades de un modo nuevo, cristiano, que trata de descubrir en todo la relación de la naturaleza, caída, con Dios Creador y con Dios Redentor (Amigos de Dios, 208).
Al infundir la esperanza en los corazones, Dios los llena de consuelo, a la vez que urge a que la fe cristiana vaya acompañada de manifestaciones concretas -«toda obra y palabra buena»- en la vida diaria.

2Ts 3, 1. La difusión del mensaje de Jesucristo está encomendada a la Iglesia entera, y no sólo a los Apóstoles. Todos los fieles pueden y deben colaborar eficazmente, al menos con sus oraciones. La petición de oraciones pone de manifiesto, además, que el Apóstol reconoce su limitación humana para la tarea sobrenatural que le ha sido confiada, a la vez que muestra su disponibilidad para afrontarla. San Juan Crisóstomo comenta esa actitud: «El Apóstol (…) los anima ahora a ofrecer oraciones a Dios por él, pero no para que Dios lo exima de los peligros que debe afrontar -pues éstos son consecuencia inevitable del ministerio que desempeña-, sino para que la palabra del Señor avance con rapidez y alcance la gloria» (Hom. sobre 2Ts, ad loc.).
La expresión «avance con rapidez y alcance la gloria», es una imagen tomada de los juegos del estadio, con gran raigambre en toda Grecia: el vencedor en la carrera recibía la gloria del premio. La victoria y el premio de la palabra de Dios es que sea proclamada y aceptada por todo el mundo.

2Ts 3, 2. «No todos tienen fe»: Literalmente «la fe no es de todos», esto es, no todos han creído a la predicación del Apóstol, aunque él no excluía a nadie. Tal vez los adjetivos «perversos y malvados» aludan a ciertos judíos, hostiles al cristianismo, que habían perseguido a Pablo en Macedonia y que ahora, cuando se encuentra en Corinto, ponen dificultades a su predicación.
Hay que recordar que la fe es una virtud sobrenatural, un don de Dios, imposible de adquirir con las solas fuerzas naturales: «Aun cuando el asentimiento de la fe no sea en modo alguno un movimiento ciego del alma, nadie, sin embargo, puede consentir a la predicación evangélica, como es menester para conseguir la salvación, sin la iluminación e inspiración del Espíritu Santo, que da a todos suavidad en consentir y creer a la verdad» (Dei Filius, cap. 3).
El Señor «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tm 2, 4). Por eso da su gracia y ofrece el don de la fe a todos los hombres. Pero éstos pueden, en ejercicio de su libertad, aceptar o rechazar la luz que Dios les ofrece.

2Ts 3, 3. «Pero el Señor sí que es fiel»: En contraste con la infidelidad de algunos, mencionada en el versículo anterior, se hace una llamada a confiar en Dios: «No lo dudéis, comenta el Crisóstomo, Dios es fiel. Él ha prometido la salvación, Él os salvará. Pero lo hará según ha prometido hacerlo. Y ¿con qué condición? Con la de que nosotros queramos, escuchemos su palabra y su Ley. Él no nos salvará sin nuestra cooperación» (Hom. sobre 2Ts, ad loc.).
Os mantendrá firmes y os guardará del Maligno»: Tal vez en estas palabras haya un recuerdo de la petición del Padrenuestro (cfr. Mt 6, 13; cfr. también Mt 5, 37), ya que la última parte podría traducirse también «os guardará del mal».

2Ts 3, 4-5. El Apóstol confía en que los tesalonicenses seguirán siendo fieles, y pide a Dios que, en medio de las tribulaciones que deben soportar, les conceda la paciencia. La expresión «la paciencia de Cristo» puede interpretarse como el ejemplo que nuestro Señor mostró en su Pasión, en la que manifestó su amor al Padre, y por Él a nosotros, sufriendo con constancia hasta su entrega total en la Cruz: de este modo han de amar los fieles a Dios (cfr. Hb 12, 1). Sin embargo, «la paciencia de Cristo» puede interpretarse también como la constancia de los cristianos en la espera de la segunda venida de Cristo (cfr. 1Ts 1, 3).
Caridad y paciencia son dos virtudes cristianas que nos asemejan al Señor: «Sed, pues, imitadores de Dios, como hijos queridos, y caminad en el amor, lo mismo que Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y hostia de suave olor ante Dios» (Ef 5, 1-2). Por tanto, amor y sufrimiento paciente se entrelazan y se complementan: Jesús llegó a la Cruz, después de prepararse durante treinta y tres años, ¡toda su Vida!
-Sus discípulos, si de veras desean imitarle, deben convertir su existencia en corredención de Amor, con la propia negación, activa y pasiva
(Surco, 255).

2Ts 3, 6. Se quiere evitar la propagación de la mala conducta de algunos, al mismo tiempo que contribuir a la corrección de los transgresores. En efecto, el que se comporta de forma indebida, al verse aislado, es posible que cambie de conducta. Por el contrario, la transigencia excesiva mantiene actuaciones injustas y crea un ambiente permisivo.
Ésta era la actitud habitual del Apóstol: «Os escribí en mi carta que no os mezcléis con los fornicarios. Pero no me refería, ciertamente, a los fornicarios de este mundo, o a los avaros o a los ladrones, pues entonces tendríais que salir de este mundo. Lo que os escribí es que no os mezclaseis con quien, llamándose hermano, fuese fornicario, avaro, idólatra, maldiciente, borracho o ladrón» (1Co 5, 10-11).

2Ts 3, 7-12. Pensando equivocadamente en la inminencia de la Parusía, había en Tesalónica algunos que pasaban el día ociosos, curioseando todo y abandonando el propio trabajo. Por esto, el Apóstol recuerda que trabajó allí abnegadamente para ganarse el sustento y no resultar gravoso a nadie.
El Concilio Vaticano II subraya el valor del trabajo cuando exhorta «a los cristianos, ciudadanos de la ciudad temporal y de la ciudad eterna, a cumplir con fidelidad sus deberes temporales, guiados siempre por el espíritu evangélico». Ellos, sigue diciendo el Concilio, para imitar el ejemplo de Cristo, que trabajó como artesano, lejos de descuidar las tareas temporales, deben «darse cuenta de que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas, según la vocación personal de cada uno (cfr. 2Ts 3, 6-13; Ef 4, 28)» (Gaudium et spes, 43).
Ésta debe ser la actuación de cualquier cristiano responsable: trabajar con intensidad para dar gloria a Dios, atender las necesidades de la propia familia y servir también a los demás hombres.
Por amor a Dios, por amor a las almas y por corresponder a nuestra vocación de cristianos, hemos de dar ejemplo. Para no escandalizar, para no producir ni la sombra de la sospecha de que los hijos de Dios son flojos o no sirven, para no ser causa de desedificación…, vosotros habéis de esforzaros en ofrecer con vuestra conducta la medida justa, el buen talante de un hombre responsable. Tanto el campesino que ara la tierra mientras alza de continuo su corazón a Dios, como el carpintero, el herrero, el oficinista, el intelectual -todos los cristianos- han de ser modelo para sus colegas, sin orgullo (…). Cada uno en su tarea, en el lugar que ocupa en la sociedad ha de sentir la obligación de hacer un trabajo de Dios, que siembre en todas partes la paz y la alegría del Señor (Amigos de Dios, 70).

2Ts 3, 13. El Señor afirmó que «quien persevere hasta el fin, ése será salvo» (Mt 10, 22). También dijo que «nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios» (Lc 9, 62). Son enseñanzas que reflejan la condición voluble e inconstante del hombre. Hay que luchar con empeño para no decaer en el esfuerzo por hacer las cosas bien, siendo constantes hasta el final, pues sólo el que es fiel hasta la muerte recibirá la corona de la vida (cfr. Ap 2, 10).
Juan Pablo II nos advierte que «toda fidelidad debe pasar por la prueba más exigente: la duración (…). Es fácil ser coherente por un día o por algunos días (…). Sólo puede llamarse fidelidad a una coherencia que dura a lo largo de toda la vida» (A los sacerdotes de México, 27-I-1979).

2Ts 3, 14-15. San Pablo hace esta amonestación con gran energía: quien tiene autoridad en la Iglesia tiene la misión, en nombre de Cristo (cfr. 2Ts 3, 6), de vigilar para que ninguno pueda dañar a los demás con su mal ejemplo. La desobediencia debe ser señalada y corregida, para que no continúe sembrando confusión o engaño entre los miembros del Pueblo de Dios. La actitud de obstinación en el mal puede obligar a interrumpir el trato, mientras no se corrija; si no, se puede producir escándalo. Ello no impide que se pongan las medios posibles para que el culpable se arrepienta.
En este sentido, la imposición de sanciones canónicas por parte de la Iglesia es una manifestación de caridad, porque se aleja un peligro para los fieles y, a la vez, no se busca el castigo del pecador sino moverlo a rectificar. En cualquier caso, se trata de la obligación de corregir a un hermano.

2Ts 3, 16. «El Señor de la paz», o «el Dios de la paz», es un título que aparece varias veces en los escritos paulinos (cfr. Rm 15, 33; 2Co 13, 11; Flp 4, 9; 1Ts 5, 3), porque la Redención, al borrar el pecado, restablece la amistad de los hombres con Dios y entre sí. El deseo expresado por el Apóstol evoca el saludo habitual entre los primeros cristianos, recomendado por el Señor a sus discípulos: «En la casa en que entréis decid primero: paz a esta casa» (Lc 10, 5). También los hebreos usaban y aún siguen usando este saludo entre sí, diciendo shalom, que significa paz. El deseo cristiano de paz debe corresponder a una disposición profunda y sincera de amor a Dios y a los hombres, y no a una búsqueda superficial de comodidad y bienestar. Ésta sería una paz engañosa y egoísta.
El Señor, refiriéndose a esa paz aparente, dirá que Él no ha venido a traer la paz, sino la espada (cfr. Mt 10, 34). También advierte que la paz que nos transmite no es como la paz que da el mundo (cfr. Jn 14, 27), sino una paz que es fruto del Espíritu Santo (cfr. Ga 5, 22) y «que supera todo conocimiento» (Flp 4, 7); Es inútil clamar por el sosiego exterior si falta tranquilidad en las conciencias, en el fondo del alma (Es Cristo que pasa, 73).
Vivamos, por tanto, «solícitos por conservar la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz» (Ef 4, 3). Entonces seremos constructores de la paz y alcanzaremos la dicha que Cristo prometió al proclamar: «Bienaventurados los pacíficos, porque ellos serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9). En este sentido, el Papa Juan Pablo II exhortaba: «La paz es obra nuestra: exige nuestra acción decidida y solidaria. Pero es inseparablemente y por encima de todo un don de Dios; exige nuestra oración» (Alocución, 8-XII-1978).

2Ts 3, 17. En la antigüedad las cartas solían dictarse a un amanuense o secretario. San Pablo siguió, naturalmente, esa costumbre (cfr. Rm 16, 22). Con frecuencia el remitente añadía, al final, unas letras de su propia mano, que daban una nota de cortesía y garantizaban la autenticidad del escrito: así lo hizo algunas veces el Apóstol (cfr. 1Co 16, 21; Ga 6, 11; Col 4, 18).