Las grandes cartas paulinas (Romanos, Gálatas, 1 y 2 Corintios) van seguidas en el canon del Nuevo Testamento por unas cartas que se suelen llamar «de la Cautividad», pues contienen referencias a que fueron escritas en la cárcel. La primera de ellas es la Carta a los Efesios, que figura a la cabeza de las demás debido a su mayor extensión e importancia doctrinal. Contiene una síntesis acabada del pensamiento que aparece en el corpus paulino.
Es posible que fuera una misiva circular dirigida a las iglesias de la zona de Frigia, donde se encuentran Éfeso y otras ciudades como Laodicea o Colosas, pues la expresión «en Éfeso» falta en algunos de los más antiguos e importantes manuscritos, y la carta carece de las referencias personales y de los habituales saludos al final.
La Carta a los Efesios comienza, como todas las de San Pablo, con un saludo inicial de bendición en el que figura el nombre del remitente y de los destinatarios.
En el cuerpo del escrito se pueden distinguir seis secciones. La primera, que sirve como introducción, tiene un tono solemne y se centra en lo más importante: el misterio salvífico de Dios realizado en la Iglesia, cuya Cabeza es Cristo (Ef 1, 3-23). Las cinco restantes son como círculos concéntricos en torno a la misión de San Pablo, que consiste en predicar el designio divino de unir en un solo pueblo a todos los hombres (sección cuarta).
Así, la segunda (Ef 2, 1-10) trata de la incorporación a Cristo de los gentiles, a los que Dios, rico en misericordia, ha llamado a una vida nueva. En la tercera sección (Ef 2, 11-22) se dice que Cristo ha unido a gentiles y judíos en un solo pueblo. Por eso también los procedentes de la gentilidad han llegado a ser «conciudadanos» de los santos y «familiares» de Dios.
Tratados estos temas, la exposición culmina en la cuarta sección (Ef 3, 1-21) presentando la misión del Apóstol, que consiste precisamente en proclamar a los gentiles que también ellos son llamados a ser miembros del Cuerpo de Cristo. Por eso, ora intensamente a Dios para que los fortalezca, de modo que Cristo habite por la fe en sus corazones.
Enlazando con la tercera sección, en la quinta (Ef 4, 1-16) se vuelve a hablar de la unidad de la Iglesia y la responsabilidad de salvaguardarla, que incumbe a todos los que han sido configurados con Cristo e incorporados a ella. La sexta y última sección (Ef 4, 17-Ef 6, 20) trata acerca de la vida nueva de los fieles en Cristo y en la Iglesia, que requiere un decidido empeño por practicar las virtudes que hacen posible y grata la convivencia entre los miembros del Cuerpo de Cristo. La santidad cristiana tiene también un reflejo inmediato en el ámbito doméstico. Por eso se dedica un amplio espacio a considerar la nueva situación en que se encuentran marido y mujer, padres e hijos, amos y siervos.
El escrito termina con referencias al portador de la carta y unos saludos (Ef 6, 21-24).
Ya se ha dicho que es probable que Efesios fuera una carta circular dirigida a las iglesias de la zona de Frigia. En efecto, las palabras «en Éfeso» 1 faltan en algunos de los más antiguos e importantes manuscritos griegos, en el papiro 46 y, según parece, sin ellas leyeron también la carta Tertuliano y Orígenes. En la carta no se menciona ningún recuerdo personal de la predicación de San Pablo en Éfeso que permita situar su época de composición respecto a otros episodios de la vida del Apóstol. Sólo se alude a la situación de San Pablo como prisionero 2, pero esto no proporciona por sí mismo una orientación clara, ya que, según los Hechos de los Apóstoles, San Pablo estuvo preso mucho tiempo y en distintos lugares, además de que hubo otras estancias en la cárcel no mencionadas en ese libro.
Por lo tanto, es necesario atender al estilo literario y al contenido para precisar la relación de Efesios con otras cartas de San Pablo. En cuanto al modo de expresarse, el texto griego original de la carta se sirve con frecuencia de frases extremadamente largas, en una proporción muy superior a lo que sucede en las grandes cartas (Romanos, Gálatas, 1 y 2 Corintios) o en la Primera a los Tesalonicenses, que son las primeras cartas de San Pablo. En el texto griego de Efesios también se emplean muchos modos de decir y términos que no aparecen en esas otras cartas, pero que son más frecuentes en escritos cristianos posteriores. Todo esto hace pensar que se trate de un escrito posterior a aquellas primeras cartas paulinas.
También se puede observar que, a la vez que tiene tales diferencias con las grandes cartas, guarda un estrecho paralelismo, tanto por su forma como por su contenido, con la Carta a los Colosenses, por lo que se piensa que ambas fueron escritas en circunstancias similares. Probablemente se escribió primero la dirigida a Colosas; más tarde, tomando algunas de las ideas ahí reseñadas, pero expuestas sin las referencias a la situación concreta de esa comunidad cristiana, se compuso la Carta a los Efesios.
Se dirige a fieles procedentes de la gentilidad 3, que ya han recibido la predicación del Evangelio 4, para ayudarles a profundizar en el conocimiento unitario y coherente del designio salvífico de Dios realizado en Cristo y la Iglesia, y para que no cedan a la tentación de romper con todo lo judío, porque Cristo «hizo de los dos pueblos uno solo y derribó el muro de separación, la enemistad» 5.
La crítica literaria no permite discernir con total certeza si fue escrita personalmente por San Pablo o –lo que muchos autores contemporáneos consideran probable– por algún sucesor suyo, que tiene en alta consideración a los «santos apóstoles y profetas» 6, y que, inspirado por el Espíritu Santo, la escribió para iluminar la fe de los que se habían convertido gracias a la predicación apostólica. En cualquier caso, la tradición siempre la tuvo como del mismo San Pablo. La Iglesia ha recibido este escrito como sagrado, y lo ha incluido en el canon de la Sagrada Escritura desde el principio.
Según se puede colegir del conjunto de datos bíblicos y extrabíblicos que poseemos, en las comunidades cristianas fundadas por San Pablo fue necesario hacer frente a ciertas doctrinas que tuvieron amplia difusión en aquel contexto cultural y que, posteriormente, algunos pretendieron introducir en la formulación de la fe cristiana. El origen de aquellas doctrinas posiblemente haya que buscarlo en una situación de angustia existencial en la población helenística de Asia y Egipto, manifestada en numerosos escritos de los siglos I y II. Se trataba de la percepción de que la humanidad se encontraba en este mundo oprimida por fuerzas que la sobrepasaban, y de que, en realidad, el hombre era de alguna manera ajeno a este mundo. Según aquella mentalidad, el cosmos estaba invadido por el poder tenebroso de potencias malvadas, y sólo los iniciados estaban salvados por el «conocimiento» (gnosis) de los misterios divinos, que los insertaba en su verdadera patria, el mundo de la «plenitud divina» (pléroma). El mundo estaba, pues, sumido en un abismo de división entre las tinieblas y la luz. Más adelante, ya en el siglo II, este complejo de ideas tendría notables desarrollos y daría lugar a lo que se ha dado en llamar «gnosticismo».
Frente a tales elucubraciones gnóstico–helenísticas, en el corpus paulino se expone, de varias maneras y en diversos pasajes, que Cristo Jesús es superior a todos aquellos poderes, tanto celestiales como terrestres; su señorío es absoluto y sólo Él es el Salvador; ninguna realidad existente puede sustraerse al señorío de Jesucristo, cuyo Cuerpo es la Iglesia.
A partir de esta convicción se desarrolla una profunda reflexión doctrinal, en busca de una respuesta sobre la naturaleza de la Iglesia y la unidad que en ella encuentra el género humano. Ambos temas se afrontan desde la hondura de perspectivas que proporciona la fe en Jesucristo: Él, que tiene señorío universal, es quien une en armonía a la humanidad redimida, y es Cabeza de la Iglesia, que es su cuerpo.
La respuesta teológica que ofrece Efesios al problema de la situación del hombre en el mundo es ponderada y reflexiva, y constituye una invitación a meditar sobre aspectos fundamentales de la existencia humana y cristiana: la acogida de la Palabra de Dios 7 y el Bautismo 8.
La armonía entre los hombres, e incluso entre todo cuanto existe en el cosmos, deriva en primer lugar del dominio que Jesucristo posee y ejerce sobre toda la creación. No hay un conflicto real entre dos poderes de igual rango, uno del bien y otro del mal, pues Cristo es Señor de todo. En Él se cumple lo que dijo el salmista de que todo cuanto existe quedó sometido bajo sus pies 9. El poder de Dios desplegó toda su fuerza al resucitar y exaltar a Cristo, sentándole a la derecha del Padre en los Cielos. Por eso Él está «por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación y de todo cuanto existe, no sólo en este mundo sino también en el venidero»10.
En Cristo Cabeza, todo el universo encuentra cohesión11 y, además, Él es quien da paz y unidad al nuevo pueblo, haciendo que sea en Él un solo cuerpo, al que nutre y asiste, comunicándole las gracias necesarias «para su edificación en la caridad»12. De ahí que en la carta se trate ampliamente de la capitalidad de Cristo, el «salvador» del cuerpo13. El énfasis con que Jesucristo es llamado salvador nos revela claramente su función respecto de la Iglesia. Su capitalidad no es sólo primacial y de perfección, sino funcional, en cuanto que por su influjo la vida de la gracia pasa de Cristo Cabeza a su Cuerpo, que es la Iglesia. Es una enseñanza que recuerda el Concilio Vaticano II al decir que Jesucristo «con la grandeza de su poder domina los cielos y la tierra y con eminente perfección y acción llena con las riquezas de su gloria todo el cuerpo»14.
La supremacía universal de Cristo se muestra en toda su plenitud mediante su ser Cabeza de la Iglesia, a la que instituye, vivifica y ama. Jesucristo, en efecto, no sólo «reúne» a los hombres «dispersos de Israel» sino también a los que estaban fuera, a los gentiles. Esos dos pueblos, el judío y el gentil, están destinados por voluntad divina a formar un solo pueblo, el Pueblo de Dios, imagen de honda raigambre bíblica que la Constitución Dogmática Lumen gentium del Concilio Vaticano II recoge y desarrolla ampliamente en su capítulo segundo15.
Un aspecto doctrinal, subrayado en esta carta de manera particular, es el de la naturaleza de la Iglesia en su condición de Cuerpo de Cristo, perspectiva ya contemplada en otros lugares del corpus paulino16, pero que adquiere aquí particular realce. En esta carta es donde mayor interés se muestra por la Iglesia universal. Si en las primeras cartas paulinas la palabra ekklesía suele designar a una comunidad concreta, ahora la perspectiva desborda el ámbito de lo local para hacerse «católica», universal.
Toda la Carta a los Efesios es una llamada a promover la unidad en torno al solo Señor, Cristo. En la Iglesia no hay barreras de separación entre los miembros del Cuerpo de Cristo. La capitalidad de Cristo supone, en efecto, que la Iglesia, formada por todos los cristianos, es un solo Cuerpo con Cristo17. Cristo como Cabeza reparte entre los fieles sus dones y carismas: «El constituyó a algunos como apóstoles, a otros profetas, a otros evangelizadores, a otros pastores y doctores, a fin de que trabajen en perfeccionar a los santos cumpliendo con su ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo»18. Más adelante vuelve a destacar esta doctrina al afirmar que Cristo ama a su Iglesia como algo propio y muy querido19, comunicándole la gracia en plenitud.
La Iglesia es considerada en esta carta, además, como Templo de Dios, morada divina que está edificada sobre el cimiento de los Profetas y los Apóstoles, y cuya piedra angular es el mismo Cristo, «sobre quien toda la edificación se alza bien compacta para ser templo santo en el Señor»20. Con esa imagen se presenta a los cristianos como piedras vivas, conjuntadas en armoniosa edificación «para ser morada de Dios por el Espíritu»21. Quienes forman parte de este edificio ya no son extraños o forasteros, «sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios»22.
Bajo la acción iluminadora del Espíritu Santo, se siguen descubriendo en el misterio de la Iglesia los aspectos de su condición sobrenatural, que la diferencian por completo de cualquier institución humana, ya que la Iglesia es la Esposa de Cristo23. Esta imagen fue usada con frecuencia en el Antiguo Testamento, y luego en el Nuevo, para hablar de las relaciones del Señor con su Pueblo, dentro de la rica gama de comparaciones que los profetas y hagiógrafos utilizan para mostrar el gran amor y la misericordia sin límites de Dios con los hombres24.
Se destaca también la función salvífica que ejerce la Iglesia al manifestar ante los hombres a Cristo como su Salvador. En efecto, a través de ella los hombres llegan al conocimiento del misterio de la Redención que Dios tenía oculto desde la eternidad25. Este misterio, que se hace realidad y se pone de manifiesto con Cristo26, alcanza a todos los hombres por medio de la Iglesia. «Y porque la Iglesia es en Cristo como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano (…), ella se propone presentar a sus fieles y a todo el mundo con mayor precisión su naturaleza y su misión universal»27.
1 Ef 1, 1.
2 cfr Ef 3, 1 y Ef 4, 1.
3 cfr Ef 2, 11.
4 cfr Ef 4, 20-21.
5 Ef 2, 14.
6 cfr Ef 3, 5.
7 cfr Ef 1, 13.
8 cfr Ef 4, 5.
9 cfr Sal 8, 7.
10 Ef 1, 21.
11 cfr Ef 1, 10.
12 Ef 4, 16.
13 Ef 5, 23.
14 Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 7.
15 cfr Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 9-17.
16 cfr Rm 12, 5; 1Co 16, 12-13.27; Col 1, 18.24; Col 2, 19; Col 3, 15; etc.
17 cfr Ef 4, 4.
18 Ef 4, 11-12.
19 cfr Ef 5, 29.
20 Ef 2, 21.
21 Ef 2, 22.
22 Ef 2, 19.
23 cfr Ef 5, 21-23.
24 cfr Is 1, 21; Is 49, 18; Jr 2, 2; Ez 16; Os 2, 16-18; Mc 2, 19; Jn 3, 29; Ap 19, 7-9; etc.
25 cfr Ef 1, 9.
26 cfr Ef 3, 3.9.
27 Conc. Vaticano II, Lumen gentium, 1.