Cristianos en la sociedad del siglo XXI

Conversación con Mons. Fernando Ocáriz, Prelado del Opus Dei
Entrevista de Paula Hermida Romero

Presentación
Cambios sociales y nuevas tecnologías
Familia siglo XXI
La Iglesia en nuestro tiempo
Oración y piedad en el siglo XXI
Epílogo

Presentación

A principios de 2017 Monseñor Fernando Ocáriz fue elegido tercer sucesor de san Josemaría Escrivá de Balaguer como Prelado del Opus Dei. Hasta ese momento había ejercido su ministerio sacerdotal en Roma, desempeñando labores encomendadas a la prelatura y actuando como consultor de diversas congregaciones de la Curia –actividad que actualmente conserva–. En paralelo había ocupado el cargo de vicario general del Opus Dei y, tres años antes de su elección, vicario auxiliar, cometido que estrenó en la prelatura.

En julio de 2017, durante una de sus primeras visitas a España como prelado, mi familia y yo tuvimos la oportunidad de compartir un rato con don Fernando. De ese encuentro surgió la posibilidad y la propuesta de esta entrevista. La razón de esta iniciativa fue facilitar que también el lector del libro pudiera escuchar los pareceres del prelado sobre cuestiones cruciales que nos afectan como fieles de la prelatura, cristianos en general e, incluso, no creyentes: el trabajo, las relaciones familiares, la amistad, las nuevas tecnologías, la fe o el sentido del dolor. El tesoro de la Revelación nos ha sido ya dado por Cristo en su Iglesia, pero es labor de cada fiel encarnar ese mensaje en las circunstancias sociales, culturales y biográficas particulares. En nuestro caso la rapidez, amplitud y profundidad del cambio en los primeros ámbitos puede hacernos perder la paz y caer en el activismo o el desaliento.

El diálogo se divide en cuatro capítulos: Nuevos retos: nueva creatividad; Familia: misión y destino; Misma doctrina: tiempos nuevos; y El alcance de la libertad. Las palabras de Monseñor Ocáriz pueden ser ocasión de iluminar mediante una reflexión personal y profunda. Sus respuestas confían establecer un sincero diálogo con cada lector, que pueda dar fruto a grandes propuestas o pequeños cambios. El movimiento interior que nace de la lectura trata de un empeño sincero y constante que no deje espacio a la pereza paralizante ni a la rutina que nos adormece. Las respuestas están medidas, hombre de pocas palabras; por eso, habrá que saber leer también en los silencios. Lo que propone en estas páginas no son ideas sorprendentes sino una vida entregada.

Las respuestas de don Fernando apelan a la responsabilidad madura del lector y revelan que acoger en profundidad nuestra realidad y trabajar por lo perdurable y bello de la vida, en favor de toda la familia humana, son deberes inexcusables. Lejos de pesimismos apocalípticos y optimismos infantiles, apela a la libertad profunda y atrevida de la que nace lo bueno. Para esta labor, como afirma el prelado, no contamos solo con nuestras fuerzas: «No podemos olvidar que, sin ignorar los problemas propios de cada época, Dios es el Señor de la Historia. Es Él quien nos ha dado este mundo para cuidarlo y dirigirlo a su gloria, nos lo ha dejado en herencia y cuenta con nuestro esfuerzo para hacerlo cada día mejor».

Desde su nacimiento, el Opus Dei ha anunciado que debemos estar inmersos en todas las realidades humanas nobles para transformar y santificar el mundo desde dentro. Este mensaje de casi cien años, sin embargo, debe hacerse cercano y asequible de un modo y con unos medios concretos en distintos momentos, por lo que la fidelidad ha de ser necesariamente inteligente y creativa. Como afirma don Fernando: «Cada época tiene sus retos, y los cristianos hemos de saber dar respuesta y aliento a los hombres de nuestra época, no porque estemos libres de esas mismas heridas, sino precisamente porque nos afectan del mismo modo y buscamos sanarlas de la mano de Dios». Seguir a Cristo –es decir, a la Verdad– no exime al cristiano de debilidades, caídas y defectos, y ciertamente no puede ser razón para creerse por encima de nadie. Todos hemos de librar la batalla cotidiana de hacernos dóciles a la Voluntad de Dios.

En nuestro contexto actual, esa batalla está marcada, en parte, por el aumento de las diferencias y la polarización. La migración masiva nos pone delante de un prójimo de aspecto, costumbres y modos de pensar distintos. Y, a la vez, el enclaustramiento virtual en el móvil y las redes sociales facilitan que nos sumerjamos en una burbuja de opiniones monocordes que nos lleven a ver a los que piensen distinto como enemigos. Estas realidades –inauditas no hace tanto– son circunstancias nuevas en las que buscar a Dios y amar a los demás. En palabras del prelado: «El mandamiento del amor al prójimo tiene plena vigencia, también en un mundo globalizado, fragmentado y complejo. Los avances técnicos nos permiten estar conectados en tiempo real con los cinco continentes. Esto, lejos de hacernos caer en partidismos o trincheras, en vez de conducir al enfrentamiento, debería ser una oportunidad para construir puentes de solidaridad humana…».

El texto cobra, unos días antes de salir a la calle, una oportunidad inesperada. Redacto esta breve presentación en una situación insólita: en medio de una pandemia que afecta a la práctica totalidad del mundo, sacándonos a muchos de una comodidad que se daba por supuesta y dándonos la oportunidad de redescubrir quiénes somos y por qué vale la pena gastar la vida. En las palabras de Monseñor Ocáriz resuenan las que escribiera san Josemaría Escrivá en Forja y que tan presentes estaban en sus catequesis y tertulias: «La felicidad del Cielo es para los que saben ser felices en la tierra». San Josemaría se resistía a admitir que el Cielo fuera un premio lejano que algunos recibirían al acabar sus días en la tierra; y que mientras, aquí, nos tocaría poco más que sufrir y esperar, o bien optar entre la alegría despreocupada y un cinismo protector. San Josemaría lo predicaría, con llamada universal, en su homilía del Campus en la Universidad de Navarra: «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria…».

De la felicidad de este corazón enamorado, esperanzada y comprometida con los demás y con el mundo, abierta a las ilusiones, anhelos y dolores de nuestros hermanos, habla Monseñor Ocáriz en el primer libro-entrevista que concede después de ser elegido Prelado del Opus Dei. Una felicidad serena, compatible con el sufrimiento o las preocupaciones, que puede y debe animar todo. La misma que se transparenta en su gesto amable y sencillo. Confío en una nueva ocasión para seguir conversando sobre estos temas, poder recuperar algunas cuestiones y proponer otras que quedan por abordar.

Esta entrevista no es solo mía, sino de más personas, profesionales y amigos, que reconocerán sus preguntas, sus preocupaciones e inquietudes, también sus comentarios y correcciones. A muchos otros, los más, he pedido oraciones insistentemente por el proyecto. A todos agradezco para siempre su ayuda, tiempo e ilusión. Debo agradecimiento especial a don Ernesto Juliá por su constante y generosa ayuda. Finalmente, querría agradecer a Juan Kindelán, presidente de Ediciones Cristiandad, la oportunidad de llevar este proyecto a término y la inmerecida confianza que siempre me ha mostrado.

Paula Hermida Romero
19 de marzo de 2020

Cambios sociales y nuevas tecnologías

Nuevos retos: nueva creatividad

Una primera pregunta obligatoria: ¿Qué sintió cuando le eligieron prelado del Opus Dei? Aunque usted no haya trabajado directamente con san Josemaría, estamos aún muy cerca del momento histórico de la fundación.

No me resulta fácil expresar ese sentimiento, en el que sin duda se mezclaban varios: la conciencia de la desproporción entre mis cualidades y la misión a la que se me llamaba, unida a la confianza en Dios y también a la seguridad que da el hecho de que el gobierno en el Opus Dei sea colegial. Naturalmente, me impresionaba ser el tercer sucesor de san Josemaría. Entre 1967 y 1975, en Roma, pude escucharle con mucha frecuencia en grupos más o menos numerosos y hablar personalmente con él en varias ocasiones. Sabía que contaría con su ayuda desde el Cielo. En resumen, me parece que, junto a la emoción del momento, estaba bastante tranquilo.

El 2 de octubre de 2018 el Opus Dei cumplió 90 años. ¿Cómo valora la evolución que ha tenido desde sus inicios? La gran expansión geográfica hasta rincones de todo el mundo, que hace más visible su universalidad originaria, ¿podría desdibujar el carisma fundacional? ¿Es el mismo Opus Dei el que atiende un dispensario médico en alguna región remota que el que tiene una sede en el centro de Manhattan?

Cuando san Josemaría vio el Opus Dei en 1928, comprendió que aquello que Dios le presentaba no era algo local, ni siquiera nacional. El Opus Dei nació con entraña universal. No hay ninguna diferencia entre una persona de la Obra que atiende un dispensario médico en una región remota y otra que trabaja en Manhattan. Cada una tendrá sus retos específicos para encarnar el espíritu de la santificación de las realidades ordinarias. Quizá el de Manhattan tendrá que poner más esfuerzo para dar una dimensión social a su trabajo, y el del dispensario para trabajar con la misma profesionalidad con que trabajaría una persona con un sueldo más elevado. La diversidad de orígenes y condiciones es una manifestación de la universalidad de la llamada a la santidad. Una universalidad en cuanto todos estamos llamados, y también una universalidad en cuanto todas las circunstancias de la vida pueden ser camino de santidad, de encuentro e identificación con Jesucristo.

A lo largo de la historia de la Iglesia, conocemos instituciones que han desaparecido por descomposición o porque su función ha dejado de tener sentido. La tan recurrente «continuidad» que se vive en el Opus Dei, se puede entender como continuación, inercia o incluso estancamiento. ¿No se habrá interpretado demasiadas veces como un «quedarse anclados»? Si pudiéramos hacer una radiografía del Opus Dei, ¿qué ve usted en este momento?

La cercanía temporal con el fundador es todavía reciente y vivimos muchas personas que lo hemos tratado con mayor o menor cercanía; algunas incluso desde los primeros años cuarenta del pasado siglo. Es natural que su impronta y su espíritu estén muy vivos. ¿Es eso un signo de inmovilidad? No necesariamente: puede darse también una fidelidad dinámica, no corrompida ni desviada.

El mensaje del Opus Dei sobre la santificación del trabajo profesional y la vida ordinaria será actual mientras lo sea la realidad del trabajo y la sed de Dios. En ese sentido, no es malo «quedarse anclados» en el empeño de encontrar a Dios en el hoy. Ese es principalmente el mensaje que hay que proteger con la «continuidad».

Naturalmente, hay circunstancias cambiantes de lugares, personas, maneras de hacer, que han de ser tenidas en cuenta para no caer en un anclaje estéril. Cambiará la mentalidad, cambiarán los modos, pero el espíritu hemos de velar para que sea siempre el mismo. Pienso que la Obra ha estado marcada siempre por la fidelidad en una continuidad, que requiere la flexibilidad propia de una realidad viva.

La santificación del trabajo, de la que en concreto habla el Opus Dei, suena casi irónica en determinadas circunstancias: tanta gente que trabaja en condiciones injustas, con salarios precarios, horarios abusivos, con el riesgo permanente de ser despedidos a la mínima protesta. ¿No cree usted que todo esto –en concreto las actuales condiciones del mercado laboral en muchos lugares– lo termina pagando inevitablemente la familia? ¿Cómo se puede santificar un trabajo precario, injusto o poco humano?

Las condiciones negativas, o incluso injustas, que sufre una persona no son impedimento para convertir el correspondiente sufrimiento en ofrenda agradable a Dios. Piense en la santa africana Josefina Bakhita (1869-1947): Dios salió a su encuentro en una situación tremenda de orfandad y esclavitud hasta que recuperó la libertad, eligiendo luego una vida de entrega a los pobres y necesitados. La historia está llena de ejemplos que pueden seguir siendo fuente de inspiración para los cristianos. Quien padece una situación injusta o difícil puede hacerse santo, puede encontrar ahí a Dios.

Naturalmente, también habrá que tratar que esa situación mejore si está en su mano cambiarla o hacer algo que favorezca el cambio. Es cierto que es fácil encontrar trabajos que dejan a los trabajadores en situaciones muy vulnerables. Cada uno, si queda margen de maniobra (en ocasiones no lo habrá), ha de calibrar con libertad la oportunidad de aceptar o rechazar ese tipo de trabajos, contando con todos los factores y las consecuencias que su elección pueda tener para su familia y para los demás.

Yendo más a fondo, es importante tener muy presente que es propio de todos buscar el bien común y, muchas veces, el trabajo profesional sirve de palanca de cambio social. Hay situaciones que a todos nos llaman la atención por su grave injusticia; sin embargo, otras quizá las hemos aceptado como parte inevitable del sistema en el que vivimos. Pienso, por ejemplo, en sistemas laborales que hacen muy difícil, cuando no imposible, armonizar la vida profesional con la vida familiar. Es también competencia de los cristianos el tratar de humanizar la sociedad –base también para hacerla cristiana–, proponiendo nuevos modelos laborales, favoreciendo políticas que velen por el bien de las familias y de los ciudadanos en su dimensión personal.

Poner a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas forma parte del núcleo del mensaje del Opus Dei. Pero hoy parece evidente que el mundo está experimentando un alejamiento, por no decir rechazo, de esta idea. Así lo muestra el mundo de la cultura, las artes, donde se aprecia un deslizamiento hacia otros "humanismos". ¿Cómo responder hoy día para hacer realidad esa misión fundacional?

Como ya he recordado antes, san Josemaría vio el núcleo del mensaje del Opus Dei –la llamada universal a la santidad– el 2 de octubre de 1928. En los años siguientes, Dios le fue concediendo otras gracias que pueden calificarse como «fundacionales» y que le ayudaron a perfilar y desarrollar ese mensaje originario. Entre otras, hay una fundamental que tuvo lugar el 7 de agosto de 1931, fiesta entonces de la Transfiguración, mientras celebraba la santa Misa. Durante la consagración, en el momento de alzar la Hostia, escuchó dentro de su alma, sin ruido de palabras, una frase de la Escritura: Et ego si exaltatus fuero a terra, Omnia traham ad me ipsum! (Jn 12, 32). «Cuando sea levantado sobre la tierra, todo lo atraeré hacia mí». Y lo entendió «en el sentido de que me pongáis en lo alto de todas las actividades humanas; que, en todos los lugares del mundo, haya cristianos con una dedicación personal y libérrima, que sean otros Cristos» (Carta 29-XII-1947/14-II-1996, n. 89). En otro momento, explicaba: «Comprendí que serán los hombres y mujeres de Dios, quienes levantarán la Cruz con las doctrinas de Cristo sobre el pináculo de toda actividad humana… Y vi triunfar al Señor, atrayendo a Sí todas las cosas» (Apuntes íntimos, n. 217). De ese modo, Dios le dio a entender que la búsqueda de la santidad en medio del mundo, para los fieles del Opus Dei, incluía desempeñar con la mayor perfección humana y sobrenatural posible el trabajo profesional. Cualquier actividad honrada puede ser lugar de encuentro con Dios. Cuando san Josemaría recibió esta luz divina, la situación del mundo no era más fácil de lo que es ahora. Basta recordar que solo cinco años después el país en el que vivía, España, quedaría dividido por una guerra fratricida.

Por voluntad de Dios, el Opus Dei ha venido al mundo en la época moderna, en la que el trabajo cobra cada vez más relieve en la configuración de la sociedad, para recordar a los hombres y a las mujeres que pueden encontrar a Dios en el corazón de ese mundo que tanto aman, en la belleza que tanto les atrae, en la verdad y la justicia que les interpelan. Los cristianos estamos llamados a contribuir, con iniciativa y espontaneidad, a mejorar el mundo y la cultura de nuestro tiempo, de modo que se abran a los planes de Dios para la humanidad, sin perder la esperanza ante una situación ciertamente nada fácil. Sobre cómo hacer realidad esa misión, dependerá de la iniciativa y posibilidades de cada uno, pero será siempre –o principalmente– a través del apostolado de amistad, de la convivencia, y con una concepción del trabajo y de la cultura como verdadero servicio al hombre, como verdadera caridad, y no como pretexto de autoafirmación o ejercicio de poder.

¿Y qué ve en la sociedad? El mundo del siglo XXI, caracterizado por la globalización, ha traído tanto cosas positivas como negativas: las relaciones globales han dado lugar también a grandes desigualdades entre los pueblos; las redes sociales conectan a personas de todo el mundo, pero pueden también potenciar situaciones de soledad; conocemos lo que pasa en todo el mundo y, sin embargo, a veces nos confundimos en esa abundancia y no tenemos tiempo para formarnos criterios veraces… ¿Va nuestra sociedad en la dirección incorrecta?

Cada tiempo tiene sus peculiaridades, sus luces y sus sombras. Analizar un momento histórico poniendo el énfasis en lo que no va, no sería justo. No podemos olvidar que, sin ignorar los problemas propios de cada época, Dios es el Señor de la Historia. Es Él quien nos ha dado este mundo para cuidarlo y dirigirlo a su gloria, nos lo ha dejado en herencia y cuenta con nuestro esfuerzo para hacerlo cada día mejor.

San Josemaría nos invitaba a amar al mundo apasionadamente, porque ha salido de las manos de Dios. Dios mismo ha enviado a su Hijo al mundo para salvar al mundo y para implicarnos en esa misma historia de Amor redentor. Y la salvación tiene lugar también hoy. C. S. Lewis se refiere con ingenio, en Cartas del diablo a su sobrino, a la tentación de mirar con excesiva preocupación al futuro o mirar con demasiada añoranza al pasado, olvidándonos de que Dios nos dona el presente. Ciertamente, con nuestra libertad, podemos hacer este mundo un poco peor, pero con esa misma libertad también podemos hacerlo mejor. Por ejemplo, se refiere usted a las redes sociales que, junto a aspectos negativos, pueden convertirse también en un instrumento eficaz de encuentro e incluso de evangelización. La sociedad, la que cada uno vive, su momento concreto, es el ámbito en que cada uno puede buscar y encontrar a Jesucristo. El futuro se transforma santificando el presente.

La fe en el progreso está siendo duramente cuestionada. Algunos vaticinan que más pronto que tarde entre el lujo y la miseria no quedará siquiera un espacio intermedio, como ya se aprecia en algunas macrociudades de Hispanoamérica. ¿Qué papel podemos desempeñar en este momento los ciudadanos corrientes que no tomamos las grandes decisiones?

Todas las personas somos responsables de cuidar nuestro mundo y de colaborar con Dios en ayudarnos unos a otros a ser santos. Como recordaba el papa Francisco en la Encíclica Laudato si, el mundo es nuestra casa común. Y cuidar esa casa, como cualquier casa, es responsabilidad de todos los que la habitan.

Claro que dentro de la preocupación ecológica ocupa un lugar principal lo que los últimos pontífices han llamado la «ecología humana»: las personas que conviven con nosotros. Siguiendo lo que el Santo Padre recuerda tantas veces, todos podemos rechazar la «cultura del descarte», que es fuente de desigualdades en la sociedad. Podría ser valioso pensar personalmente cómo vivirlo en la propia realidad concreta y no solo de una manera abstracta y universal.

Cada uno, desde su lugar y situación en el mundo, puede adoptar estilos de vida que reflejen una auténtica pobreza cristiana, que no se construyan sobre una comodidad egoísta, sino sobre un compromiso responsable con los demás. Puede que no sean grandes decisiones, pero de pequeñas acciones está construida también la historia humana. Por eso, es urgente que cada uno tenga una actitud constante de agrandar el corazón, para que entren en él todas las preocupaciones, necesidades y sufrimientos de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

En la actual sociedad de consumo parece que siempre surgen nuevas necesidades y eso puede conducir a una sensación de frustración e insatisfacción, ¿Se puede seguir hablando de templanza en este contexto del siglo XXI? ¿Podría ser lo que nos lleve a superar ese agobio consumista que puede derivar a veces en asfixia espiritual?

Cada día hay más personas que, por distintos motivos, se deciden por una vida templada, por una vida que prescinde de lo superfluo. Muchas veces ni siquiera habían escuchado hablar de las virtudes de la sobriedad o de la templanza, mucho menos de la felicidad que estas nos procuran. Por ejemplo, vivir desprendido de las cosas materiales da al alma una gran libertad y permite al corazón estar donde importa. No se trata de despreciar los bienes materiales. La virtud cristiana de la pobreza, que lleva a usar de los bienes materiales en cuanto son necesarios y en su justa medida, tiene su fundamento en el amor, nos ayuda a ser libres para amar.

En este mismo sentido, se podría entender el valor de la templanza para superar las asfixias espirituales que usted menciona. Se trata de una virtud que ayuda a dirigir la propia vida hacia lo más alto, pues nos hace más libres frente a lo más inmediato, frente a los mil estímulos que nos alcanzan a diario, frente a las necesidades –y no tan necesidades– que nos pueden agobiar.

El afecto y la sensualidad se han adueñado de los sentimientos, que hoy guían nuestras decisiones y son el objetivo básico de los mensajes publicitarios. A su juicio, ¿cómo educar sólidamente los sentimientos –además de la inteligencia y la voluntad– para cimentar un criterio verdaderamente humano? En ocasiones parecen incompatibles razón y corazón.

El corazón, la razón y la voluntad han de trabajar juntos. Cuando el sentimiento no tiene raíces y es un «puro sentimiento» no dirigido al amor, fácilmente cambia, y puede llevar nuestra vida de aquí para allá, haciéndonos sufrir en cada desgarro.

También la razón es importante, y es preciso formarla, estudiar, leer, para poder actuar conforme a nuestra realidad. Pero eso solo no basta, del mismo modo que no basta dejarse guiar solo por el sentimiento. Hay que guiarse por el amor, no entendido como sentimiento, sino como acto libre de la voluntad, que puede ir, o no, acompañado del sentimiento. Es importante pedir a Dios que refuerce nuestra libertad, porque cuando uno es libre para amar, cuando uno descubre aquello que puede saciar su sed de plenitud y lo abraza, la razón y el corazón van a una y se forma así un criterio verdaderamente humano del actuar.

Cada vez vemos más gente con problemas de ansiedad a nuestro alrededor. El mundo profesional, social y familiar reclama cierta competencia por la perfección y el éxito que genera heridas interiores que pocas veces nos atrevemos a compartir. Cuando las personas nos «rompemos» en medio de esas exigencias, a veces no nos dejamos ayudar, no nos dejamos querer, no pedimos ayuda… Parece contradictorio. ¿Qué piensa usted, que trata con tantas almas?

Lo que usted describe es un panorama muy real en muchos lugares. Cada época tiene sus retos, y los cristianos hemos de saber dar respuesta y aliento a los hombres de nuestra época, no porque estemos libres de esas mismas heridas, sino precisamente porque nos afectan del mismo modo y buscamos sanarlas de la mano de Dios. San Josemaría recordaba que «a nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio» (Es Cristo que pasa, 132).

Como cristianos, no podemos olvidar que, ante nuestra propia vulnerabilidad, y la de quienes tenemos a nuestro alrededor, Jesucristo ofrece consuelo y respuestas. Mi experiencia es que las expectativas de las personas, en medio de esta competencia agresiva que usted menciona, suelen cambiar cuando descubren que somos hijos amados por Dios. A veces nos juzgamos a nosotros mismos con parámetros que no son los más saludables, consideramos demasiado importantes cosas que tal vez no lo son tanto. Ciertamente, abrirse a Dios y a los demás y reconocer la propia necesidad puede ser todo un desafío. Pero si empezamos por descubrir a Cristo ahí, sabremos también compartir con los demás el consuelo que encontramos en esa ayuda sincera.

En nuestra sociedad hay también, sin duda, muchas cosas buenas y enriquecedoras; pero le confieso que ante el panorama general, los padres vivimos angustiados ante el futuro que espera a nuestros hijos. Nos vemos obligados a responder continuamente a lo inmediato, a lo urgente, y perdemos la perspectiva de lo necesario, de lo que sería conveniente a largo plazo. La capacidad de influir en la educación de nuestros hijos parece que ha perdido peso ante otras muchas influencias a las que están sometidos de forma irremediable. ¿Qué cree usted que podemos hacer los padres para, al menos, equilibrar la balanza?

Los hijos son el primer interés a largo plazo que puede tener un matrimonio. Los padres habéis de recordar con frecuencia que los hijos son lo más importante que Dios ha puesto en vuestras manos, más importante que vuestro trabajo, que vuestro descanso. Pero no conviene tampoco plantearse oposiciones innecesarias. Con el día a día, con el modo de afrontar vuestro trabajo, el descanso, la vida en el hogar, estáis ya educando a vuestros hijos, que ven continuamente vuestro ejemplo. El ejemplo tiene una gran fuerza formativa.

Es verdad que reciben muchas influencias, pero la presencia, el cariño y el interés de los padres es lo que más influye en los hijos. Lo decisivo es que los padres no pierdan de vista la responsabilidad que tienen. Como escribió el papa Francisco: «La familia es el lugar de la formación integral, donde se desenvuelven los distintos aspectos, íntimamente relacionados entre sí, de la maduración personal» (Laudato si', 213).

Por otra parte, la convivencia y la conversación son los modos mejores de transmitir lo que consideráis verdaderamente valioso en la vida. En este empeño diario de querer verdaderamente a los hijos en una multitud de detalles pequeños, tal vez no se vean los frutos de una manera inmediata, pero es lo que deja huella en lo profundo de la personalidad. Por eso hace falta dedicar tiempo, encontrar espacios de convivencia donde conocerse, compartir, dialogar, divertirse juntos.

Quizá los padres solemos responder ante esta inquietud sobreprotegiendo a los hijos: estaríamos dispuestos a todo por facilitarles el camino… pero lo que necesitan es que los eduquemos para que sean libres y responsables. Ahí es donde nos cuesta acertar, porque su libertad muchas veces nos da miedo: ayudarles, pero sin decidir por ellos; que sepan que pueden contar con nosotros, pero que asuman su responsabilidad… ¿Dónde está el punto de equilibrio?

Educar a los hijos en la libertad de espíritu requiere un gran empeño. A cualquier padre o madre puede producirle cierta inquietud el uso de la libertad que hagan sus hijos, porque desean su bien en todo. Hay quienes, hablando a los padres, recuerdan que lo importante es preparar a los hijos para el camino, y no el camino para los hijos. Es un buen consejo.

Los padres necesitan escuchar mucho a sus hijos, mostrarles confianza y aconsejarles, explicándoles los porqués de lo que se recomienda. Después, es bueno dejar espacio para que ellos decidan, como aconsejaba san Josemaría: «Los padres que aman de verdad, que buscan sinceramente el bien de sus hijos, después de los consejos y de las consideraciones oportunas, han de retirarse con delicadeza para que nada perjudique el gran bien de la libertad, que hace al hombre capaz de amar y de servir a Dios» (Conversaciones, 104).

No cabe duda de que al mismo tiempo crece el interés por el arte, la música, el teatro. A veces podrían parecer válvulas de escape, refugios donde cobijarse en un mundo agresivo. ¿Cree usted que este tipo de experiencias "positivas", de creatividad y belleza, nos pueden llevar a Dios?

La música y el arte, en sus diversas formas, son manifestaciones de la creatividad humana que dan cauce a la tendencia natural a buscar y contemplar la belleza. Fomentar esa búsqueda es algo muy sano, que además puede ayudar a que muchas personas aprendan a encontrar y a contemplar a Dios en medio del mundo. Esas realidades no están fuera de lo que Dios nos ha dado como herencia, ni de lo que hemos de santificar; al contrario: ¡son un don maravilloso! De hecho, toda la tradición cristiana ha visto en la belleza una de las vías que conducen a Dios que es el Bien, la Bondad, la Verdad y la Belleza. Santo Tomás de Aquino hablaba de la virtud de saber distraerse y divertirse. Justamente en un mundo que puede a veces resultar agresivo, es importante ver, disfrutar y enseñar a valorar la belleza.

En los más jóvenes se aprecia también una capacidad y un deseo de disfrutar de las cosas sencillas, de las pequeñas hermosuras que esconde lo cotidiano. Me parece una bocanada de aire fresco que no podemos desperdiciar. Ante la celeridad de nuestro tiempo, que tanto ha mermado la posibilidad de contemplación, ¿cómo cree usted que podríamos rescatar ese amor por la belleza que nos ayudase a recuperar la auténtica sensibilidad?

La belleza contiene una llamada de Dios al corazón humano, para recordarle su vocación a la trascendencia. En este sentido, pienso que son muy positivos esa capacidad y ese deseo en los jóvenes, tal y como menciona en su pregunta. Actualmente existe una fuerte atracción por la belleza; en cambio, quizá sea menor, al menos en apariencia, la atracción que ejercen el bien o la verdad. Por eso, es muy actual la afirmación del personaje de Dostoievski de que «la belleza salvará al mundo». Es, a día de hoy, una vía importante de evangelización.

A veces ocurre que unas personas no ven la belleza en los mismos lugares donde otras la ven; sobre todo sucede cuando hay mucha diferencia de edad o de ambiente cultural. Es todo un reto aprender a descubrir lo bello allí donde otros lo ven; no es solo una muestra de empatía, sino un modo de dar respuesta a las inquietudes de cada uno.

También llena de esperanza ver a jóvenes solidarios, generosos, que no se arrugan ante las necesidades de los demás, con iniciativa para lanzarse a ayudar. Sigue habiendo muchas carencias, materiales y de compañía, de cariño, de afecto, muy cerca de nosotros. ¿Qué más hacer? ¿Cree usted que la Iglesia tiene hoy capacidad para invitar a los jóvenes a la aventura de la santidad?

La Iglesia ve en la gente joven una gran potencialidad, y por eso busca también dedicarle sus mejores esfuerzos. Muchos jóvenes se sienten interpelados por el sufrimiento de los demás, y manifiestan generosidad con su tiempo, su dinero y sus esfuerzos en favor de quienes lo necesiten. Hacen así brillar la caridad con los demás, que se encuentra en el núcleo del Evangelio. Es ciertamente un signo de esperanza, una semilla que Dios ha plantado y que la Iglesia puede ayudar a crecer.

El papa habla a los jóvenes animándoles a ser valientes para que, a la vez que descubren el amor hacia los demás, se dejen amar por Dios: «No tengas miedo de la santidad. No te quitará fuerzas, vida o alegría. Todo lo contrario, porque llegarás a ser lo que el Padre pensó cuando te creó y serás fiel a tu propio ser» (Gaudete et exultate, n. 32). Cuando la Iglesia anima a ver a los demás como hijos de Dios y a volcarse en el amor hacia el prójimo, está planteando la llamada a la santidad que, lejos de ser una tarea costosa, se convierte en una aventura que da pleno sentido a la vida: recibir el don de Dios para ofrecerlo generosamente al prójimo.

Decía usted en una entrevista reciente que «nuestras vidas no son novelas rosas sino un poema épico». Me gustaría que lo explicase un poco más. Muchos tenemos la sensación de luchar sin parar, de estar agotados… pero tal vez lo hagamos porque no tenemos más remedio, porque la celeridad de la vida social no nos deja escapatoria. Más que una experiencia heroica parece una penalidad. ¿Qué podemos hacer para retomar el auténtico protagonismo y dar un sentido verdaderamente "épico" a nuestras vidas?

Nuestras vidas son poemas épicos porque están llamadas a grandes metas –la identificación con Jesucristo y la entrega a los demás–, debiendo afrontar continuos obstáculos, contradicciones, sufrimientos… Pero eso es precisamente lo que caracteriza el heroísmo: dirigirse hacia un objetivo noble y hermoso, superando dificultades, fortaleciéndose y adquiriendo sabiduría en el camino. Ningún héroe se ha forjado en la comodidad del sillón de su casa, aunque este caso no sea el que usted menciona. No podemos pretender ser felices solo cuando todo va bien, sino que podemos ser felices también con dificultades, descubriendo en ellas, a través de una vida de oración, el amor de Dios. Y sabiendo que la misión que llevamos adelante puede seguir cumpliéndose aun con momentos de dificultad.

Si no me equivoco, mencioné el «poema épico», en Madrid en el año 2017, recordando que san Josemaría hablaba de componer el poema de nuestra vida con endecasílabos, que son el verso heroico. En esa ocasión, añadí que lo importante es no perder de vista que nunca estamos solos, porque contamos con la ayuda del Señor. Por eso, miramos los sufrimientos y las penas desde una perspectiva esperanzada y seguimos adelante con alegría, a pesar de las cosas que cuestan o nos hacen sufrir. No estamos solos en esta batalla: contamos con la gracia de Dios y, por la comunión de los santos, con la ayuda de todos en la Iglesia. Es muy consolador considerar, como san Pablo, que somos miembros de un mismo cuerpo, el Cuerpo de Cristo.

En este mundo que en apariencia progresa continuamente, se generan contradicciones: crece nuestra preparación profesional y también el fraude y el desempleo; mejora la formación política y seguimos viendo corrupción en la esfera pública; la ciencia da respuestas a enfermedades antes incurables, pero nos asentamos en la cultura de la muerte. ¿No estará Dios confiando demasiado en el hombre? ¿Está teniendo la Iglesia el papel que le corresponde en cuanto al progreso social?

Todos los momentos de la historia han tenido sus aspectos buenos y malos. Además, si miramos hacia atrás, nos podemos dar cuenta que en muchos aspectos vivimos en un mundo mejor. Aunque, de vez en cuando, se haga más visible lo negativo, no podemos pensar que Dios nos da la espalda. San Josemaría decía que «Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad» (Amigos de Dios, 134). Es un riesgo, verdaderamente, así como una muestra de confianza y amor.

Dios sigue actuando en la historia, también a través de cada cristiano. Todos los cristianos somos apóstoles, colaboradores de Jesucristo, que, con gran amor, nos ha confiado la tarea de ayudarle para devolver el mundo a Dios, para curar las heridas del pecado. Quizá deberíamos preguntarnos si somos conscientes de esta maravilla y, después, si hacemos lo suficiente, si contribuimos a mejorar el mundo en que vivimos, comenzando por lo que tenemos más cerca. No observemos el curso de la historia como algo ajeno que solo otros deciden. Sería despreciar el don que Dios nos ha hecho.

En medio de este panorama, afortunadamente, son muchas las personas que, gracias a la voz de la Iglesia y de muchas otras personas e instituciones de buena voluntad, descubren el valor de la dignidad personal de cada hombre y mujer, en cada etapa de su vida, y se convierten en anunciadores de esos bienes que han descubierto.

El perfil materialista de nuestras sociedades ha orientado el "bienestar" y la "calidad de vida" únicamente en este sentido. El egoísmo posmoderno, experto en convertir caprichos en necesidades, ha encontrado un nuevo desarrollo en el culto al narcisismo hedonista, que anula toda perspectiva espiritual y trascendente. ¿Qué puede significar hoy una experiencia "espiritual" de la vida? ¿Cree usted que la llegada de espiritualidades orientales a Occidente tiene que ver con esa necesidad de encuentro?

Desde luego, una vida orientada solo hacia el bienestar material tiende a anular esa perspectiva espiritual y trascendente. Sin embargo, en medio de esta sociedad del bienestar, cada vez se evidencia más la necesidad de algo que satisfaga también otras dimensiones. No faltan, en amplios sectores culturales, actitudes que buscan liberar a la persona del dominio de lo material proponiendo nuevos estilos de vida. En muchos casos, crece la conciencia de que, cuando se alcanza un alto nivel de bienestar material, enseguida la persona reclama llenar otros vacíos más profundos, paliar otro tipo de insatisfacciones. Incluso hay muchas personas que, sin saber hacia dónde dirigirse, buscan esa trascendencia y encuentran espiritualidades no cristianas, algunas –como apunta usted– venidas de Oriente.

Hay que entender el fondo de lo que la gente anhela y acompañarla desde ahí. Es muy interesante, en este contexto, lo que dice san Josemaría: «No es verdad que toda la gente de hoy –así, en general y en bloque– esté cerrada, o permanezca indiferente, a lo que la fe cristiana enseña sobre el destino y el ser del hombre; no es cierto que los hombres de estos tiempos se ocupen solo de las cosas de la tierra, y se desinteresen de mirar al cielo» (Es Cristo que pasa, 132).

La extensión de diversas formas de materialismo, y, en sentido contrario, la búsqueda de realidades que llenen el alma, nos ayudan a enfocar la mirada en lo más central de nuestra fe, que no es una teoría, sino el encuentro con una persona, con Jesucristo. Todos deseamos una plenitud en la vida, y los cristianos podemos vivir y anunciar que esa plenitud solo se alcanza con un corazón enamorado.

La velocidad en la que vivimos inmersos afecta a todas las realidades, los cambios sociales van demasiado rápido y casi cualquier realidad queda obsoleta en poco tiempo. Por ejemplo, desde hace unos años se suele tildar al Opus Dei de hiperconservador, cuando en sus inicios pasaba todo lo contrario. Su mensaje fue rompedor, incluso criticado y temido por demasiado moderno. ¿Cómo se puede entender este giro tan radical? ¿Acaso las formas externas no transparentan el auténtico mensaje? ¿Tal vez no se ha sabido adecuar a la velocidad de los tiempos?

Como ya he mencionado, el Opus Dei es un fenómeno eclesial reciente. El mensaje que transmite sobre la llamada universal a la santidad es hoy en día ampliamente aceptado, gracias a las enseñanzas del Concilio Vaticano II, donde se subrayó también el papel fundamental de los laicos en la vida de la Iglesia y de la sociedad. Piense, por otra parte, en la Exhortación apostólica Gaudete et exultate del papa Francisco, que cité antes. Este es el mensaje que san Josemaría venía predicando, por inspiración divina, desde el 2 de octubre de 1928. Siendo una verdad que se encuentra en el corazón del Evangelio, por diversas circunstancias históricas había quedado difuminada. Las biografías del fundador del Opus Dei recogen que, cuando se presentó en Roma para pedir la aprobación pontificia de la institución, un alto prelado en el Vaticano afirmó que el Opus Dei había llegado «con un siglo de anticipación».

Años después, la fidelidad a la doctrina eclesial pudo ser interpretada como conservadurismo. En realidad, san Josemaría afirmaba que, en el Opus Dei, por ser algo vivo, con el pasar de los tiempos cambiarían los modos de decir y de hacer, permaneciendo inmutable el núcleo, la esencia, el espíritu. Naturalmente, no todo modo de hacer y de decir puede ser expresión adecuada del espíritu; de ahí la necesidad del discernimiento.

Con todo, a veces se difunde en la opinión pública una imagen de conservadurismo en los modos y las formas del Opus Dei. ¿Es una consecuencia de la fidelidad? ¿En qué medida es esto compatible con la espontaneidad apostólica y la libertad interior en la que usted mismo insiste en sus cartas pastorales? ¿No parece lógico que esa espontaneidad y libertad se tradujeran con naturalidad en cambios formales?

Las personas del Opus Dei tenemos defectos y cometemos errores como los demás. Es posible, entonces, que en ocasiones concretas no se haya sabido expresar mejor la naturaleza o los modos de hacer de la Obra. Cada uno de sus miembros está llamado a encarnar el mensaje con su propia vida, y los defectos personales pueden ser un obstáculo para hacer ver la realidad del espíritu del Opus Dei. Es posible que, en ocasiones concretas, no se sepa expresar mejor la naturaleza o el espíritu del Opus Dei. Pero también en las limitaciones podemos ver una manifestación del amor de Dios, que se sirve de la lucha contra nuestros defectos para llevarnos poco a poco hacia la santidad, a la que todos estamos llamados.

En cuanto al otro punto que señala, como he procurado explicar en otras ocasiones, conservar con fidelidad la fe recibida en la Iglesia no hace a nadie ultraconservador, de la misma manera que progresar en la misión de extender la luz de Cristo, atentos a las características de cada momento, no nos hace acreedores de la etiqueta de progresistas. En todo caso, no considero acertado comparar la fidelidad con el inmovilismo, como si aplastara toda forma de espontaneidad e iniciativa, sino al contrario. Como afirmaba Benedicto XVI, «la fidelidad en el tiempo es el nombre del amor» y el amor es, por su misma naturaleza, creativo, inventivo. De ahí que, como he mencionado antes, fidelidad e inmovilismo no sean términos equivalentes, ni mucho menos.

Más aún, en un clima de amor a Dios y a los demás, lo lógico es que se den la iniciativa apostólica y la libertad interior. Los cambios formales dependen de la realidad a la que responden. Por eso, el cambio por el cambio puede conllevar una falta de ponderación y criterio, que denotaría superficialidad y una notable irresponsabilidad. Pero sería irresponsable también la resistencia a cambiar si la prudencia lo juzgase necesario o conveniente. Cuando responden a necesidades reales, los cambios permiten hacer más efectiva la transmisión del Evangelio. Es cuestión de mantener el corazón encendido, unido a Dios y muy unido a quienes nos rodean. Así, para quienes seguimos a Jesucristo, cambiar debe ser caminar al paso de Dios.

Como hombre de Iglesia, prelado del Opus Dei, consultor de distintos Dicasterios en el Vaticano, ¿cómo se ve desde dentro de la Iglesia la misión de los laicos? El protagonismo que les quiso dar el Vaticano II ha tenido altibajos en su realización, pero parece que el siglo XXI ya no va a permitir otra opción. ¿Estamos entonces en el momento del Opus Dei y de otras instituciones de laicos?

Como usted ha señalado, el Concilio Vaticano II puso de relieve el papel de los laicos: entre otros textos, la constitución dogmática Lumen Gentium, el documento sobre la Iglesia, dedica el capítulo 4 a los laicos y el capítulo 5 a la universal vocación a la santidad. Entre otras afirmaciones, se subraya la importancia de la vocación bautismal, la índole secular de los laicos y su lugar en el mundo. Esta doctrina fue tratada de nuevo y enriquecida por el magisterio de Juan Pablo II, mediante la Exhortación apostólica Christifidelis laici, un texto dedicado íntegramente a la vocación y misión de los laicos en la Iglesia y en el mundo.

El tiempo en que vivimos, marcado por fenómenos como la secularización y el desarrollo tecnológico, parece exigir especialmente la actuación de los laicos, llamados a vivificar cristianamente realidades basilares como la familia, las relaciones de amistad y parentesco, y el trabajo, con todos sus posibles ámbitos de realización: la ciencia, el arte, la política, la industria, la salud, la economía, la tecnología, la moda, el deporte y un largo etcétera.

En este contexto, san Josemaría hablaba de la necesidad de mantener una mentalidad laical. Se trata de una actitud distante tanto del laicismo como del clericalismo, precisamente porque lleva consigo la conciencia de la propia responsabilidad de actuar en los asuntos temporales (profesionales, sociales, políticos…) con competencia profesional y con espíritu cristiano, es decir, según Dios y en servicio a los demás. Comporta, evidentemente, no pretender descargar sobre otros, o sobre la Iglesia, las consecuencias de las decisiones personales. En este sentido, la mentalidad laical se apoya en un auténtico amor a la libertad personal.

Además, diría que la mentalidad laical conlleva no tener miedo –o superarlo, si se presenta– a dar un testimonio personal claro de la verdad y de la justicia, cuando en un determinado ambiente pueda resultar contracorriente o, incluso, peligroso para la buena marcha de la propia carrera profesional o pública. Desde luego, es necesario trabajar por la concordia, por la serenidad y apertura de espíritu en la confrontación de pareceres, pero no a costa de reducir el cristianismo al ámbito puramente privado. Si se cayera en ese extremo, el mismo bien temporal, terreno, de la sociedad civil quedaría seriamente comprometido.

Por supuesto, destacar la misión de los laicos no significa restar importancia a los sacerdotes y a las personas que han recibido la vocación religiosa, con el inmenso bien que con su vida de oración y servicio prestan a la entera sociedad. Significa, sencillamente, poner en práctica que todos en la Iglesia somos «piedras vivas» (1P 2, 5), todos somos responsables, todos somos protagonistas. Fieles laicos, sacerdotes y religiosos están llamados a trabajar de forma complementaria, cada uno según su propia vocación personal, en la tarea de redimir el tiempo presente, todos llamados por el bautismo a identificarnos con Cristo.

Familia siglo XXI

Misión y destino

Vivimos sin duda una época de mayor sensibilidad ante las reivindicaciones de la mujer. Son indudables los logros sociales conseguidos, aunque otros muchos –igualdad de derechos, de salarios, de acceso a cargos y responsabilidades, etc.– estén todavía pendientes. Sin embargo, junto a estos avances, son bastantes las mujeres que tienen un cierto sentido de culpa por no llegar a todo como les gustaría: tiempo para educar a los hijos, compatibilizar una vida de hogar con el desarrollo de una carrera profesional. ¿Qué opinión tiene acerca de esta situación?

Desde luego, el mundo laboral de hoy es más exigente y competitivo que en otras épocas, pero también la creatividad para encontrar soluciones puede ser mayor. Por otro lado, los hombres pueden experimentar igualmente ese sentido de culpa de no llegar a todo, pues también ellos deben sentirse responsables de su propia familia. Precisamente así, compartiendo la preocupación de llegar a los hijos, al cuidado de la casa y al trabajo, se camina juntos en la aventura del proyecto de vida familiar. Pienso que puede ayudar no plantear oposiciones innecesarias y tampoco imaginar un estado perfecto en el que la entrega no cueste. Cualquier persona que trabaja y tiene familia ha de esforzarse en equilibrar esas dos esferas, tanto hombres como mujeres, y contar con la ayuda de Dios para santificar sus circunstancias ordinarias.

En efecto, cada vez son más los hombres que sufren también ese agobio de no poder llegar a todo. No solo los casados, sino muchos otros que viven en familias monoparentales, o que por causa de una separación se tienen que hacer cargo del hogar y los hijos sin el apoyo necesario. Sin duda el hombre también se está enfrentado a situaciones nuevas que no sabe cómo afrontar. La figura del padre, del esposo, del varón, también parece que se desdibuja, necesita reinventarse y adaptarse a los tiempos…

Efectivamente, no es sostenible la nueva situación de la mujer en la sociedad sin un cambio en la situación del hombre. En muchos lugares, para la gente joven, este agobio al que usted se refiere no se ve ya como algo extraño, sino como algo propio de cualquier proyecto de vida familiar. Esto abre también un panorama interesante para la paternidad, que no puede limitarse a una visión de «proveer para la familia»; ser padre es una relación profunda, afectiva, que requiere una implicación plena.

En la calle vemos que cada pareja es única, que cada familia es un mundo. ¿Cómo hacer realidad esa aspiración tan elemental de formar una familia feliz en un mundo tan complejo? A su juicio, ¿cuántos modelos de familia caben? ¿Por dónde podemos orientar la creatividad humana en el diseño de nuevas formas que sigan respondiendo a las aspiraciones humanas de felicidad?

Cada familia es única y cada familia debe afrontar desafíos particulares. Para un cristiano, en sentido estricto, el único modelo es la familia de Nazaret, donde lo que prima en cada uno de sus miembros es hacer la voluntad de Dios y servir a los demás con alegría y espíritu de sacrificio. Pero en la tierra, a veces podemos pensar que hablar de «modelos de familia» significa presentar un modelo más válido comparándolo con otros. Entonces corremos el riesgo de proponer imágenes irreales de lo que es una «familia feliz», olvidando la situación real de las familias. La felicidad es una meta que no es fácil de conseguir. Sin embargo, no es imposible alcanzar esa aspiración, porque una familia puede ser feliz a pesar de las dificultades, las heridas, los golpes y los fracasos, o justamente a través de ellos.

Respecto a su pregunta por la creatividad humana, a veces cabría preguntarse si realmente el hombre del siglo XXI es tan distinto a los hombres de otras épocas, si la aspiración humana a la felicidad ha cambiado. No sé hasta qué punto podemos ser creativos para inventar nuevas formas o nuevas respuestas a esa humanidad común a toda persona, a esa humanidad que trasciende el espacio y el tiempo. La aspiración a la felicidad es la misma y, como encontramos en el cine, en la literatura, en la historia, en el arte, parece que las formas para alcanzarlas son sustancialmente similares.

Luego, hay situaciones diferentes que la sociología y las leyes van reflejando como pueden. Ante cualquier situación, un cristiano debería preguntarse siempre por el querer de Dios y, partiendo de la caridad, ayudar a todas las personas –se encuentren en la situación que se encuentren– a descubrir lo que Dios les pide.

El matrimonio cristiano es un sacramento y una vocación, una vocación que da cierto vértigo y nos invita a una experiencia de crecimiento continuo. ¿Qué significa esa llamada? ¿Están todos los matrimonios llamados a ese horizonte de santidad? ¿No resulta una meta inalcanzable vivir la santidad de ese modo?

Primero habría que aclarar que la santidad no supone una vida perfecta, sino más bien una permanente apertura a Dios y una lucha por hacer crecer el don que nos ofrece en beneficio nuestro y de los demás. Por otro lado, si consideramos que la santidad en esta vida es estar ya en una unión con Dios constante, perfecta y consciente, se convierte en algo utópico; utópico no solo para la persona casada, sino para cualquiera. En cambio, si vemos la santidad como la relación de amor con Dios que se hace vida, pero que está siempre en crecimiento, siempre amenazada, siempre empezando, entonces entendemos que el matrimonio puede ser uno de los caminos que el hombre tiene para llegar a ese encuentro.

Decía san Josemaría: «La vida familiar, las relaciones conyugales, el cuidado y la educación de los hijos, el esfuerzo por sacar económicamente adelante a la familia y por asegurarla y mejorarla, el trato con las otras personas que constituyen la comunidad social, todo eso son situaciones humanas y corrientes que los esposos cristianos deben sobrenaturalizar» (Es Cristo que pasa, 23). No se trata de acabar con las dificultades, pues no siempre es posible, sino de afrontarlas desde la conciencia de que Dios es nuestro Padre, que nos mira, nos quiere inmensamente y nos acompaña.

Dios no solo llama a la santidad en el matrimonio, sino que otorga su gracia, su fuerza, a los cónyuges para que puedan responder y vivir verdaderamente así, santamente. El matrimonio cristiano, además de vocación, es sacramento. No es un camino fácil de santidad, pero Dios actúa eficazmente: su ayuda no falta a quien abre su alma a recibirla.

Consecuencia de lo anterior, puede entenderse también la paradoja que se da en tantos jóvenes: son muy atrevidos, aventureros, asumen riesgos de todo tipo, pero cuando llega el momento del compromiso matrimonial tienen miedo a verse atados, se sienten inseguros ante esa responsabilidad.

Contraer matrimonio no es una decisión que deba tomarse a la ligera, pues compromete toda la vida y todo el corazón. Como ante toda decisión importante, puede sentirse una cierta inquietud, pero se abre a una felicidad y alegría grandes. Si muchos jóvenes asumen todo tipo de riesgos por su afán de aventura y, sin embargo, se bloquean ante la posibilidad de comenzar el camino del matrimonio, hemos de reflexionar sobre el modo en que se facilita la misma comprensión del matrimonio. Una de las conclusiones del último Congreso General de la Prelatura, que recogí en una carta pastoral, se refiere precisamente al cuidado de la familia, para lo que resulta conveniente estudiar «modos prácticos para desarrollar la preparación al matrimonio, sostener el amor mutuo entre los esposos y la vida cristiana en las familias» (Carta pastoral, n. 21).

Considero que es preciso ayudar a entender qué es verdaderamente amar a una persona, para evitar que se confunda con el solo sentimiento de la satisfacción que se experimenta con su presencia y trato. Amar es, sobre todo, desear y procurar el bien, la felicidad, de la otra persona, con lo que esto pueda comportar también de sacrificio personal. Ante tantos matrimonios que, por desgracia, hoy en día se separan, incluso después de poco tiempo de vida conyugal, surge la duda de si realmente experimentaron este tipo de amor alguna vez. Por otra parte, gracias a Dios, son una realidad los innumerables matrimonios y familias en las que el verdadero amor es su origen y su fuerza; y también las no pocas familias que ayudan a otras familias, a través de la amistad y de diversas iniciativas, a afrontar las dificultades –incluso las rupturas y sus dolorosas consecuencias– y a descubrir o redescubrir la belleza de la vida matrimonial y familiar.

Nadie se casa para separarse, pero lo cierto es que el número de separaciones y divorcios es altísimo en muchos lugares. El creciente número de familias rotas parece que sea un tema sin solución. Necesito preguntarle sobre la libertad: libertad para casarse y libertad para separarse. ¿Estamos hablando de la misma libertad? ¿Es, entonces, la libertad, la responsable de tanto sufrimiento en las familias?

Partamos de algo que hemos dicho antes: la libertad es un don de Dios y es lo que nos hace capaces de amar. Por eso, no es la libertad en sí, sino su equivocado uso, el origen del sufrimiento en las familias; son los pecados personales, que acaban cargando sus consecuencias sobre otros, en ocasiones inocentes.

Dicho esto, hay que reconocer que el matrimonio es una realidad muy delicada, en la que entran en juego el amor y la libertad de dos personas; por eso no se pueden dar recetas cerradas, pretendiendo abarcar todos los casos. Cuando un matrimonio se rompe, se percibe mejor esa estrecha relación entre amor y libertad, ya que, en ocasiones, el conflicto puede haber surgido de una pretendida –e imposible– libertad sin límites. En esos momentos, se ve también cómo se tambalea el amor y se experimenta cómo el pecado, que debilita la fuerza de la libertad hacia el bien, se convierte en una esclavitud. Pero, como digo, no se puede dar una respuesta que valga para todos. En muchos casos, lo que se interpone es la fragilidad humana, o tantas formas de sufrimiento en que uno, más que decidir separarse, tiene que sobrellevarlo como la solución menos mala.

En términos generales, no podemos poner al mismo nivel de libertad la decisión de casarse y la de separarse. Las separaciones matrimoniales no son todas iguales, pero, en cualquier caso, no cabe plantearlas como quien elige otro camino al mismo nivel que el matrimonio, sino como quien decide romper con un compromiso que, en principio, se había abrazado libremente y del que se derivan consecuencias importantes. Nadie se casa por amor verdadero con la perspectiva de separarse o divorciarse. Ciertamente, la fragilidad humana hace posible que un amor verdadero vaya poco apoco apagándose e incluso desaparezca, pero lo que no cabe es amar de verdad ad tempus, de modo «provisional». Un amor con fecha de caducidad no es un amor auténtico.

Todo esto nos habla también de la importancia de fomentar relaciones llenas de amor y de libertad; a pensar con más creatividad y profundidad sobre el modo de acompañar a las familias que se encuentren en situaciones difíciles y, desde luego, sobre el modo de acompañar y de preparar cristianamente a quienes se dirigen al matrimonio.

Usted ha hecho referencia, en alguna conversación, a las «relaciones líquidas», esta especie de descomposición de los compromisos, de ligereza y volatilidad en la manera que tenemos de acercarnos a los otros; incluso cuando pretendemos compartir sentimientos profundos parece que necesitamos salvaguardar nuestra independencia. Y si la auténtica felicidad se gesta en las relaciones, ¿qué oportunidad de felicidad real tiene el siglo XXI?

La expresión «sociedad líquida», acuñada por el sociólogo de origen polaco Zygmunt Bauman, refleja con acierto que la disolución del sentido de pertenencia social de la persona humana da paso a un marcado individualismo. La búsqueda de autoafirmación y espacios de libertad es positiva, siempre y cuando no conduzca a una ruptura de las relaciones o a un consumismo que ahoga el espíritu.

Los cristianos tenemos ante nosotros un precioso desafío: trabajar por lo perdurable, por ideales bellos y definitivos, por dar esperanza a cada persona, especialmente a los jóvenes, a las familias, y a quienes padecen más necesidades materiales o espirituales. Eso es algo que solo se puede hacer uno a uno. Dentro de la tarea apostólica propia de todos los cristianos, los fieles del Opus Dei procuramos reavivar, cada uno en su ambiente, el tesoro precioso de la amistad, una forma de amor que produce unión y felicidad. No pienso que el hombre de hoy esté cerrado a las relaciones, basta ver la proliferación de redes sociales e interconectividad que nos rodea. Quizá la clave esté en redescubrir qué significa la amistad, mostrar cuáles son sus manifestaciones concretas. Predicarla no solo con la palabra, sino con la vida: con la compresión, el interés, la escucha y el servicio. En definitiva: volver a poner la gratuidad en el centro de las relaciones, no el mero interés.

Y, en relación con lo anterior, la fidelidad también ha sido uno de los pilares de la cohesión social que se ha visto arrasada por el vértigo de los reclamos constantes de nuestra sociedad. Mantener la palabra dada parece algo inmovilista, que nos hace perder las oportunidades que van surgiendo. Incluso, en el ámbito matrimonial.

En la cultura actual –por usar esta generalización, que tiene evidentes límites–, no es que se haya optado por la infidelidad de modo social y general, sino que ha cambiado la comprensión de la libertad. La pasión por la libertad es un signo muy positivo de nuestro tiempo; a fin de cuentas, es la libertad la que nos permite elegir y la que nos hace capaces de amar verdaderamente. Sin embargo, en algunos ambientes existe un desconocimiento de lo que la libertad es realmente. Como recordaba Benedicto XVI, es necesario «fortalecer el aprecio por una libertad no arbitraria, sino verdaderamente humanizada por el reconocimiento del bien que la precede» (Caritas in veritate, 68). En efecto, la libertad no consiste solamente en la posibilidad de elegir entre distintas alternativas, sino también en la capacidad de descubrir y abrazar un bien tan valioso por el que merezca entregar la vida entera.

Cuando alguien encuentra un gran bien, no suele abandonarlo, ni cuando se presenta la dificultad. Es ahí precisamente donde se manifiesta la grandeza de su libertad. Pienso en todas esas personas involucradas y comprometidas en las causas por las que luchan, sin desanimarse por las dificultades. Cuando vemos esas crisis de «fidelidad», puede ser que estemos viendo más bien una crisis de prioridades o cierta dificultad para descubrir y optar por ese bien que cambia y llena la vida.

A propósito de fidelidad matrimonial, me viene a la cabeza el primer punto del libro Conversaciones, en el que san Josemaría identifica el aggiornamento con la fidelidad, y el primer ejemplo que pone es el de un marido: será tanto mejor marido cuanto más fielmente sepa hacer frente en cada momento, ante cada nueva circunstancia de su vida, a los firmes compromisos que adquirió un día. Y concluye que esa fidelidad delicada, operativa y constante, es la mejor defensa de la persona contra la vejez de espíritu, la aridez de corazón y la anquilosis mental. En este sentido, más que inmovilismo, mantener la palabra dada supone el desafío creativo de renovar el amor cada día, que realiza la persona sacando lo mejor de ella. Es verdad que asistimos a una crisis en muchos matrimonios, pero también son una realidad muchos otros en cuya vida ordinaria se refleja la serenidad y la alegría del amor verdadero.

Y sobre fidelidad en otro ámbito, en el Opus Dei se habla constantemente de fidelidad al espíritu fundacional aunque cada persona encarne el mensaje a su manera. Desde que es Padre no ha dejado usted de hablar de libertad de espíritu y de esperanza. Son dos conceptos llenos de optimismo que, por lo que vemos, lleva usted grabados en el alma. ¿Puede la libertad desfigurar el espíritu? ¿Podría, acaso, ser auténtica una vida espiritual sin libertad?

Me parece importante entender, en primer lugar, el porqué de la fidelidad al espíritu fundacional. Cuando san Josemaría vio el Opus Dei, recibió un carisma, una luz que Dios confía a ciertas personas, no solo para su propio beneficio, sino sobre todo para el bien de muchas otras. Por eso es importante la fidelidad al espíritu fundacional, porque es fidelidad a ese don de Dios. Por supuesto, esta fidelidad no debe decaer en inmovilismo, ni seguir modos concretos de actuar y moverse que estén ligados a una época histórica, porque Dios no se queda encerrado en el tiempo. La fidelidad apunta a la acogida personal de la centralidad del mensaje.

En cuanto a su pregunta, ¿puede una persona, con su libertad, desfigurar el espíritu? Lo puede hacer en su propia vida personal. En la totalidad de la Obra, en cambio, resultaría incluso humanamente difícil, más aún si contamos con la gracia de Dios. También porque las decisiones de gobierno en el Opus Dei, a todos los niveles, nunca son individuales, sino contrastadas y colegiales; por eso la libertad de uno o de un grupo, difícilmente podría desfigurar el espíritu.

Esto lleva a la segunda parte de su pregunta, que pienso que tiene que ver con la idea que apunta de «encarnar el mensaje». El mensaje del Opus Dei –y, en general, el mensaje cristiano– tiene que ver con el descubrimiento y el amor a una persona, a Jesucristo, que da sentido a la vida. Por eso ha de ser libre la vida espiritual, porque solo libremente se puede amar. Solo con libertad se puede dar una verdadera vida de relación de amor con Dios.

Por otra parte, y cambiando un poco de enfoque, quería plantearle otra cuestión que me parece de total actualidad y necesitada de comprensión. La enorme dificultad que tenemos para asumir que un hijo o un familiar pueda tener mermada su calidad de vida a causa de una enfermedad grave. Puede resultar muy difícil decirle que su vida tiene sentido, o hasta más sentido precisamente por eso. Incluso nos cuesta aceptar el nacimiento de un niño que ya sabemos que va a vivir con graves deficiencias físicas o psíquicas. El dolor no tiene sitio en nuestra sociedad. ¿Cree que los cristianos estamos obligados a dar una respuesta diferente? ¿Cómo dar razón del sentido de su vida?

Aunque podamos y debamos empeñarnos en disminuirlo, el sufrimiento, de un modo u otro, es inevitable. Por eso es importante aprender a convivir con él. Cuando obedece a una decisión personal, no nos cuesta comprender que el sufrimiento tiene un sentido. Por ejemplo, cuando hacemos renuncias importantes por estudiar tal o cual carrera, por obtener o mantener un trabajo, o por alcanzar un cierto bien, desde algo material hasta algo tan elevado como el amor de una persona. Sin embargo, en otros muchos casos, ese sentido puede resultar difícil de ver o presentarse incluso como humanamente incomprensible. El ejemplo que usted plantea es de este segundo tipo.

Aceptar que un hijo sufra o vaya a sufrir es difícil. El sufrimiento de un inocente es de las realidades más difíciles de entender para la mente humana. En este sentido, la fe cristiana nos ayuda a reconocer el sentido de ese sufrimiento, sabiéndonos hijos queridos de Dios sobre todo en esas circunstancias, e invitándonos a contemplar a Jesucristo en la Cruz. Decía Madre Teresa que el sufrimiento en sí mismo no tiene sentido, «pero el sufrimiento que participa del sufrimiento de Cristo tiene un sentido tremendo. El sufrimiento ofrecido como reparación tiene todo el sentido», y concluía: «El sufrimiento es en realidad la manera más bella de crecer en santidad para identificarse con Jesús». Ya antes mencioné este texto de san Pablo: «Cumplir en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24). No podemos entender del todo el misterio de la Cruz, pero podemos verlo como manifestación del amor inmenso de Dios, de Cristo, por cada uno de nosotros. Hay muchos testimonios de familias que, sin evitar el sufrimiento que conllevan, han logrado hacer de estas situaciones su camino hacia una santidad llena de alegría.

En el contexto de ver el sentido del dolor, suelo recordar también unas palabras de san Josemaría: «Durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe» (Es Cristo que pasa, 172). Mirando a santa María, no comprenderemos del todo, pero veremos un poco más el sentido de nuestro sufrimiento como un modo de acompañar a Jesucristo en la redención del mundo.

Por otra parte, es posible aprender a vivir con personas que sufren alguna limitación en un ambiente de alegría. Muchas veces, las familias que cuentan con algún hijo o pariente enfermo coinciden en que esa persona se convierte en foco de unión familiar y de alegría. Volcarse con toda la capacidad de amar a la persona es la respuesta más convincente que se puede dar a esos hijos, que se sabrán queridos por sí mismos.

Asumir el dolor en la experiencia cristiana, aceptándolo incluso con alegría, parece hoy día una locura, hasta el punto de que los propios creyentes nos preguntamos a veces si no estaremos agarrándonos a un clavo ardiendo. ¿Cómo seguir caminando cuando no se ve la salida? A veces perdemos las fuerzas, la serenidad… humanamente hablando llegamos a la desesperanza. ¿Cómo se vive la esperanza cuando no se ve ninguna luz?

El dolor es una realidad siempre presente en la vida; no se puede evitar del todo. Por supuesto, hemos de poner los medios para suprimirlo o atenuarlo en la medida de lo posible, pero sabiendo al mismo tiempo que nunca se conseguirá completamente. Muchas veces, puede ser muy difícil ver su sentido solo desde el punto de vista humano. En esas situaciones, puede ser bueno –y tenemos tantos ejemplos en la Iglesia– tratar de comprender la lección que allí se esconde, porque no son momentos en los que Dios ha abandonado al hombre, sino todo lo contrario. Cuando uno se encuentra golpeado por el dolor, le es más difícil tener una mirada esperanzada y, por eso, se hace más necesario pedir a Dios que nos aumente la virtud de la esperanza. En esos momentos en que no se ve la luz, hay que levantar los ojos al Cielo, y saber que Dios nos sostiene, que no nos abandona nunca.

Suelo recordar que es importante luchar por estar alegres también cuando las cosas cuestan, cuando encontramos dificultades. La alegría del cristiano está en saberse hijo de Dios; y cuando nos fallan las fuerzas, la esperanza nos ayuda a darnos cuenta de que, en medio de esa oscuridad, Dios Padre sigue velando por nosotros, sus hijos y sus hijas. San Josemaría adquirió una más viva conciencia de la paternidad de Dios en momentos de agudo sufrimiento. Comprendió que, en esta tierra, participar del dolor es también camino para identificarse con Cristo. Además, e inseparablemente, ante el dolor en cualquiera de sus manifestaciones, cada uno puede mirar y unirse a Él en la Cruz, recordando quizá aquello de san Pablo: «Cumplir en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1, 24).

La Iglesia en nuestro tiempo

Misma doctrina: tiempos nuevos

Las posiciones morales de la Iglesia se suelen apoyar todavía en el derecho natural y en conceptos como el de "naturaleza humana", que han sido ampliamente revisados en los últimos siglos. ¿Tiene sentido que la Iglesia opte por ese tipo de filosofía heredera de las cosmovisiones medievales? ¿Debería cambiar la Iglesia de discurso filosófico, no solo para hacerse más comprensible?

Al concepto de naturaleza humana, propuesto por una filosofía realista –medieval o no medieval–, se le oponen completamente diversos planteamientos filosóficos, especialmente los más directamente derivados del idealismo alemán, como el marxismo y sus variadas formas pasadas y actuales. En ocasiones, al concepto de una naturaleza humana común a todos los hombres de todos los tiempos, se opone el hecho innegable de la historicidad de la persona. Pero, en realidad, hay una radical y experimentable diferencia entre el devenir temporal de las criaturas irracionales –que podemos llamar desarrollo, evolución, etc.– y el devenir propio de la persona, al que llamamos historia. En esta, es la misma persona quien en definitiva se otorga, por su libertad, muchas determinaciones que configuran y constituyen su propio devenir. Por eso, la contraposición entre naturaleza e historia es ambigua.

La persona humana es naturalmente histórica o histórica por naturaleza, no porque su naturaleza cambie sustancialmente con la historia, sino porque posee una naturaleza libre. Entender la historicidad de la persona, por tanto, supone comprender que la persona posee una naturaleza sustancialmente permanente y dotada de libertad; si se niega una u otra, se vacía de sentido la auténtica historicidad humana y, en consecuencia, el orden moral. En cambio, entender a la vez la historicidad de la persona y la permanencia de su naturaleza, conduce directamente al orden ético o moral, como el único que afecta al hombre en su totalidad, es decir, como persona.

Solo en una naturaleza humana, sujeta a historicidad pero que mantiene un núcleo inmutable, se puede apoyar un derecho natural que contenga verdaderos derechos humanos concretos. De lo contrario, los derechos, y el derecho en su totalidad, serían un simple aparato decorativo del poder, como pretendía Karl Marx.

Decía un sacerdote checo ordenado en tiempos de clandestinidad que los ateos tienen mucho que enseñarnos a los creyentes, pues esa lejanía de Dios que viven tiene grandes similitudes con la "noche oscura" de los santos. ¿Cómo aprovechar esta propuesta? El diálogo con los no creyentes fue una recomendación muy fuerte del Vaticano II, y sin embargo nos sigue costando mucho establecerlo. ¿Cree usted que la Iglesia debiera revisar el supuesto atrincheramiento dogmático que le echan en cara ateos, agnósticos e incluso algunos creyentes que consideran que la Iglesia debería renovarse en muchos de sus planteamientos? ¿Cómo hablar de Dios en un mundo descreído, y que –sobre todo– parece no necesitarle?

Plantea usted una pregunta que incluye aspectos muy distintos. En primer lugar, la Iglesia puede dialogar y dialoga; y puede revisar lo que sea revisable, ciertamente no el núcleo del contenido de la fe, por la sencilla razón de que no es origen de la doctrina sino receptora. En este sentido, la Iglesia ha de hablar de Dios, pues es tarea que ha recibido de Jesucristo. Esto, sin embargo, no quiere decir que no se pueda seguir siempre profundizando para entender mejor la fe, adecuar el lenguaje y explicar más eficazmente algunos aspectos doctrinales. En cualquier caso, sería poco sensato abandonar una convicción firme por razones de popularidad. No sería justo con las personas a las que Cristo quiere llegar con su mensaje de amistad y consuelo.

Respecto a las personas que se declaran ateas o agnósticas, muchas veces los creyentes podemos aprender, entre otras cosas, de sus cualidades humanas y, siempre, debemos verlas como personas por las que Cristo ha dado su vida en la Cruz, como por nosotros, aunque ellos no lo crean o ni siquiera tengan de eso noticia.

Cabe recordar también que la Iglesia somos cada uno de nosotros, y el diálogo de la Iglesia con los que no conocen a Dios es también –y quizá en primer lugar– el diálogo cotidiano, de amigo a amigo, de cada uno de nosotros con las personas que encontramos en nuestro camino, con motivo de parentesco, amistad, trabajo… La apertura a una amistad sincera en la que, por verdadero interés y afecto mutuo, se habla de todo, el trato con un cristiano que viva plenamente su fe, puede ser un primer paso para que, en muchas almas alejadas de Dios, se encienda el interés por conocerle y tratarle. En la vida de muchos santos brilla el haber cultivado una amistad cálida y enriquecedora con personas muy distantes por convicciones y creencias.

Aunque lo ha recordado más arriba, vuelvo a una afirmación de san Josemaría que usted cita en su primera carta como prelado del Opus Dei: «Cada generación de cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales…». ¿No nos alejamos del resto con un planteamiento así, como si fuésemos distintos de los demás o, peor aún, como si estuviéramos por encima? Con frecuencia se nos tacha a los cristianos de soberbia espiritual, de que nos creemos ya santos, o sencillamente superiores, por el hecho de creer en Dios y cumplir una serie de preceptos.

La misión apostólica excede con mucho las fuerzas humanas. No es un motivo de vanagloria, sino un mandato de Cristo: «Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda criatura» (Mc 16, 15). Por eso escribía san Pablo a los Corintios: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y, ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1Co 9, 16). Los cristianos, cada uno de nosotros, también podemos decir, como el Apóstol de las gentes: «Yo mismo he sido alcanzado por Cristo Jesús» (Flp 3, 12), sin mérito alguno por nuestra parte. Es precisamente esta experiencia de la gratuidad y la precedencia del amor de Dios, de su misericordia, la que nos lleva a desear para otros todo el bien y la felicidad con que hemos sido sorprendidos.

La fe es siempre un don. El conocimiento de nuestra poquedad e indigencia está presente en nuestra experiencia cotidiana, pero, lejos de desalentarnos, nos debe llevar a apreciar la magnitud del regalo que hemos recibido. Desde este reconocimiento, nos abrimos al obrar salvífico de Dios en nuestras almas. Por eso, la acción apostólica no puede hacerse nunca mirando «desde arriba», como señala usted, sino compartiendo hombro con hombro, en igualdad de condiciones, las ansias, pero también las alegrías de nuestros contemporáneos. No como agentes externos incontaminados, que no existen, sino como miembros de la única familia humana. Por otro lado, como recordaba san Josemaría, «el cristiano no es un maníaco coleccionista de una hoja de servicios inmaculada» (Es Cristo que pasa, 75).

En otras palabras, el cristianismo no consiste solo ni principalmente en el cumplimiento de una serie de preceptos. Los mandamientos del Antiguo Testamento se completan con las bienaventuranzas del Nuevo; unos y otras solo adquieren su verdadero significado desde la lógica del amor gratuito e incondicional de Dios y del mandamiento nuevo de la caridad con el prójimo.

También decía usted que debiéramos ser «constructores de puentes», una expresión que se oye en muy distintos ambientes y ciertamente con enfoques y sentidos que imagino muy diferentes a los que usted propone. ¿Qué significa tender puentes en la sociedad plural del siglo XXI? ¿Serían los mismos puentes los que hay que tender en Europa o América, que aquellos que se precisan en África, Asia, o en países donde la Iglesia está perseguida y los cristianos son mártires?

El mandamiento del amor al prójimo tiene plena vigencia, también en un mundo globalizado, fragmentado y complejo. Los avances técnicos nos permiten estar conectados en tiempo real con los cinco continentes. Esto, lejos de hacernos caer en partidismos o trincheras, en vez de conducir al enfrentamiento, debería ser una oportunidad para construir puentes de solidaridad humana. Una solidaridad que no ha de confundirse con uniformidad o pensamiento único, y que lleva al respeto de un sano pluralismo. Como es natural, no estamos todos de acuerdo en todo, pero podemos tratarnos con afecto.

En cada lugar y situación, serán los fieles cristianos –unidos a sus conciudadanos– quienes hayan de discernir qué medidas tomar para la edificación de esos puentes, pues son ellos los que mejor conocen las situaciones y las idiosincrasias particulares. No pueden darse soluciones únicas ante problemas tan graves como la pobreza, los movimientos migratorios o la educación de los jóvenes. No sería inteligente ni eficaz. Sin embargo, sí hay una serie de principios inalienables, que siempre han de estar presentes, como es el respeto a la dignidad de la persona humana, la acogida a las personas necesitadas, la necesidad de espacios de libertad, etc.

La verdad es que resulta verdaderamente escandaloso, incluso para los no creyentes, que en pleno siglo XXI siga existiendo el martirio. No se nos ha borrado de la retina ni del corazón la imagen de los cristianos coptos ejecutados en una playa de la provincia de Trípoli, ni tantas otras noticias que ya son habituales. ¿Cómo desarrollar un talante dialogante por encima de estas atrocidades? ¿Cómo hablar de una Iglesia del siglo XXI, una Iglesia moderna que dialoga con el mundo con sus mismas categorías, cuando esa misma Iglesia puede sufrir el martirio de sus fieles?

La tragedia de los mártires y los cristianos perseguidos no puede dejarnos indiferentes. La Iglesia es el cuerpo de Cristo, y el dolor de un miembro hace que se resienta todo el organismo. Mirando atrás, vemos que la Iglesia desde sus inicios ha crecido en un clima de incomprensión y persecución. Pero, a pesar de todo, ha continuado adelante en el devenir de la historia. Como escribía Tertuliano en el año 197: «La sangre de los mártires es semilla de cristianos». Por otro lado, en muchos países hay una persecución más refinada, pero no por eso menos eficaz: un secularismo empeñado en reducir la fe al ámbito de la esfera privada, prácticamente hasta hacerla desaparecer. El ejemplo de los mártires de la fe es un despertador para los cristianos adormecidos, una invitación a tomarse en serio el ser discípulos de Cristo.

Nuestra fe se basa en el seguimiento de Jesús de Nazaret, que murió clavado en una cruz, en el abandono hasta de los suyos, pero que, a los tres días, resucitó. Precisamente su ejemplo de perdón hacia sus perseguidores nos impulsa a procurar construir formas de reconciliación o diálogo. Un diálogo –al que ya me he referido en una pregunta anterior– que no es negar los propios principios, sino que más bien se asienta sobre el respeto a las diferencias, sobre valores compartidos. Un diálogo que tiene sentido mantenerlo, aunque haya quienes parezcan empeñados en hacerlo ineficaz. ¿Vamos a responder con el revanchismo o la ruptura? ¿Acaso actuó así Jesucristo? Hay que respetar, aunque uno en ocasiones pueda sentirse, no digo no respetado, sino frontalmente atacado. El mandamiento del amor a los demás no es solo para los momentos fáciles.

Volviendo a los "puentes", ¿cómo ve el apostolado digital que nos permiten las nuevas tecnologías? ¿Cree que puede llegar a sustituir al contacto personal propio de la misión evangélica? En realidad, ha convertido al mundo en un pañuelo, pero aún desconocemos si las relaciones humanas van a salir fortalecidas o no.

Internet ofrece una gama inmensa de posibilidades. Nunca, como hasta ahora, habíamos sabido con tanta rapidez qué ocurre en cualquier lugar de la tierra, prácticamente en tiempo real. El mundo se nos ha quedado pequeño. En este nuevo espacio de encuentro, las iniciativas dirigidas a fomentar la unión entre los seres humanos o la difusión del mensaje de Cristo han de ser acogidas como positivas. Hay muchas iniciativas apostólicas de ámbito digital, algunas llenas de creatividad, que facilitan el acceso a recursos formativos o incluso son un apoyo a la vida de oración, en un día a día agitado como es el de las grandes ciudades.

Al mismo tiempo, no pienso que la comunicación digital pueda llegar a sustituir el contacto personal. Como dato curioso, cuando dos personas hablan por medio de una pantalla –al menos actualmente– en ningún momento pueden establecer entre ellas un contacto visual, pues para fijar la vista tienen que mirar a la cámara.

En el Evangelio vemos la importancia del trato personal, cara a cara, persona a persona. Jesucristo podía haber realizado curaciones masivas, de golpe, pero el texto sagrado nos refiere que curaba uno a uno.

El Señor nos ha invitado a una especial caridad hacia nuestro prójimo, es decir, aquel que tenemos cerca. Es cierto que esta cercanía no tiene por qué ser solo física –puede ser espiritual o afectiva–, pero pienso que la corporeidad tiene una gran importancia en nuestro modo de relacionarnos con los demás, mayor de lo que pueda parecer a primera vista. Claro que, cuando esa cercanía física no puede darse, o cuando se trata de llevar un primer anuncio a quienes están alejados de Dios, la tecnología contribuye a establecer ese puente, no sustituyendo el trato personal, sino ofreciendo una vía de contacto que supere las barreras de la distancia.

En una entrevista en Alfa y Omega afirmaba usted que «pedir perdón y perdonar son actitudes cristianas que no humillan sino que engrandecen». ¿Podría explicar esto mejor?

En nuestra relación con Dios, no debemos separar la petición de perdón de la alabanza, propia del agradecimiento por sus continuos dones. Por otro lado, en el trato con los demás, el perdón es una actitud básica de la caridad. Considero muy positivo integrar en nuestra vida, como algo habitual, el pedir perdón y el perdonar. Es algo que repetimos todos los días en el Padrenuestro, pero que quizá a veces olvidamos en la práctica. Uno perdona más fácilmente cuando se sabe perdonado. Esa experiencia permite comprender que pedir perdón a Dios no humilla, sino todo lo contrario: da la capacidad de acoger el don de la gracia, nos abre a la misericordia de Dios. Pero también en nuestra relación con quienes nos rodean es necesario adquirir el hábito de pedir perdón; solo así se restauran adecuadamente las relaciones con los demás y podemos vivir en amistad. El perdón siempre abre la posibilidad de un retorno, de un nuevo inicio, de una nueva amistad. Por eso puede ser muy conveniente preguntarse: ¿cuándo fue la última vez que pedí perdón por haber ofendido o molestado a alguien de mi entorno?

Al cumplirse el 90 aniversario del Opus Dei quise, junto a la acción de gracias a Dios, pedir perdón en nombre de todos los miembros de la Obra. Pensaba, entre otras, en aquellas personas que hayan estado en contacto con el Opus Dei y a las que no hayamos atendido con la generosidad y el cariño que ellos merecían o necesitaban, también a aquellas para las que hemos sido causa de algún sufrimiento. Perdonar y pedir perdón –no hablo ahora de un meaculpismo superficial– nos sitúa en una lógica de verdadera dignidad humana y, con la gracia de Dios, en una lógica sobrenatural de hijas e hijos de Dios en Jesucristo.

Usted habla siempre de la «libertad de los hijos de Dios». Tal vez los cristianos no nos atrevemos a defender esa gran libertad, por miedo o por respeto a otros puntos de vista. No podemos invadir con «nuestra Verdad», ni queremos caer en el fundamentalismo, el sectarismo. ¿Acaso los cristianos no somos tolerantes? ¿Qué claves nos puede dar para vivir una tolerancia respetuosa y una libertad sin miedos?

La grandeza humana de la libertad se manifiesta en la capacidad de elegir y muy especialmente en la de dirigirnos al bien por nosotros mismos; esto es, en la capacidad de amar. En expresión de san Josemaría, que ya cité antes, Dios «ha querido correr el riesgo de nuestra libertad», precisamente porque no quiere esclavos, sino hijos. Además, desde la fe cristiana, la libertad se nos presenta elevada por la gracia hacia una nueva y más alta libertad, como gustaba llamarla san Josemaría: la «libertad de los hijos de Dios». Es la libertad «con la que Cristo nos ha liberado» (Ga 4, 31).

La defensa de la propia libertad no debe confundirse con la falta de respeto ni con el sectarismo. El llamado fundamentalismo, entre otras cosas tiende a imponer la verdad –o lo que considera tal sin serlo– por la fuerza; eso no sería cristiano. Como explicaba san Juan Pablo II, la verdad no se impone, se propone.

La tolerancia ha sido siempre una cuestión de gran trascendencia para la paz, ya sea para la paz interior de la persona que convive con quienes no comparten los propios principios ideales, o para la paz en las relaciones interpersonales a nivel nacional e internacional. El término «tolerancia» posee una notable complejidad semántica. El Diccionario de la Lengua Española define el verbo «tolerar» como «permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente». Así, la tolerancia presupone la existencia de un sistema de principios o de normas. Sin embargo, en la actualidad está bastante difundido otro significado del término, según el cual es tolerante la persona o la autoridad civil que se abstiene de formular juicios de valor sobre las opiniones o comportamientos diversos de los propios.

Los distintos sentidos que se dan al término hacen necesario distinguir adecuadamente el principio de libertad del principio de tolerancia, así como sus respectivos fundamentos y aplicaciones. Una primera aclaración importante es explicar que la tolerancia no se aplica a las cosas buenas. No puedo «tolerar» que una persona haga el bien. La tolerancia se refiere a no impedir el mal, pudiéndolo hacer, para evitar un mal mayor. Por otra parte, la tolerancia no es simplemente dejar pasar; eso es indiferencia.

En cuanto a las claves que usted me pide, me parece que, ante un pensamiento predominantemente relativista, en el que el diálogo es difícil, la solución consiste en restaurar la relación de confianza. En ese marco se inscribe la importancia de la amistad, del testimonio personal, de hacer amable la verdad con la propia vida, a la vez que se aprende de los valores positivos de los demás.

Permítame que le pregunte sobre un tema casi tabú: el pecado. ¿Qué es el pecado en el siglo XXI? No dudo que Dios es misericordioso con quien desconoce otras opciones mejores. ¿Es entonces el pecado algo que existe solo en la Iglesia, entre quienes reconocen que su acción ofende a Dios?

Hace ya mucho tiempo, concretamente en 1946, Pío XII pronunció una frase que llegó a ser famosa: «Quizá hoy el mayor pecado del mundo es perder el sentido del pecado» (Radiomensaje 26-X-1946). Palabras recordadas recientemente por el papa Francisco (Homilía, 31.I.20). Este diagnóstico resulta más actual ahora que entonces. Conviene recordar la definición tradicional de pecado como ofensa a Dios, que se realiza mediante un acto libre contrario a su voluntad; y la voluntad de Dios se ha expresado en la ley natural y en lo que la ley divino-positiva añade. Esto es lo que ha explicado siempre la teología y la catequesis.

Como digo, me parece una definición adecuada, pero es necesario tener presente que, si algo ofende a Dios en nuestras acciones, es porque eso es un mal para nosotros. La ley de Dios no es un conjunto de normas arbitrarias, sino indicaciones que nacen de nuestro ser creado y que, por eso, marcan el camino de la felicidad humana, con la que precisamente damos gloria a Dios. Como escribió san Ireneo hace siglos, «la gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es el conocimiento de Dios».

La Iglesia habla de pecado porque reconocernos pecadores y, por tanto, necesitados de perdón es necesario para disponer la propia alma a recibir el perdón de Dios, que nos levanta y nos fortalece. Eso no es algo que nos humilla o denigra, sino todo lo contrario; es una liberación. Es cierto que, como apunta en su pregunta, vivimos en tiempos de ignorancia. Hay muchos que desconocen sus ofensas a Dios porque apenas han oído hablar de Él. En muchas personas, también en numerosos cristianos, se ha perdido el sentido del pecado, al que me refería antes: ignoran que actúan contra la ley de Dios, tal vez porque han recibido una educación que niega que se pueda cometer algún mal o que lo restringe a unas pocas actuaciones externas.

Ciertamente, solo Dios puede ver si hay culpa o en qué grado. Sin embargo, es importante tener presente que obrar el mal, aunque por ignorancia sea sin culpa, es un daño para la persona, un daño que puede ser incluso muy grande. Gran parte de la misión apostólica consiste en acompañar a cada persona –como lo han hecho con nosotros– en su itinerario de vuelta a Dios, con cariño, comprensión y paciencia –con la palabra, pero sobre todo con el ejemplo y la amistad–, haciendo comprensible el magisterio de la Iglesia, mostrando un camino capaz de llenar de sentido y felicidad la existencia.

Sabemos que los sacerdotes también son humanos, con limitaciones y defectos; y a la vez, pasan la vida perdonando en nombre de Jesucristo y escuchando miserias y grandezas. ¿Cómo seguir siendo fieles a la Iglesia, al papa, cuando se ven sus miserias? ¿Cuál es la responsabilidad de los laicos con la Iglesia?

El sacerdocio es un gran don de Dios al mundo. El sacerdote, incluso el que fuese menos digno de llevar este nombre, por virtud del orden sagrado, actuaría en la persona y en el nombre de Cristo, perdonando los pecados y haciendo presente en la Eucaristía el sacrificio de nuestra redención. La Iglesia ha sufrido enormemente en los últimos años por el comportamiento indigno e incluso delictivo de algunos pastores. Tanto el papa Francisco, como anteriormente Benedicto XVI, han tomado medidas importantes para hacer justicia a las víctimas y evitar más eficazmente que se repitan esos abusos.

¿Cómo es posible seguir creyendo? Quizá poniendo en primer plano la realidad divino-humana de la Iglesia. Los Padres solían hablar de ella con la imagen de la luna: en sí misma, es una fría roca, gris e inerte. En cambio, al recibir la luz del sol, es capaz de llenar la noche con su luminosidad. La Iglesia es una realidad divina, santa, pero no por las cualidades de sus miembros, sino por la luz que Dios le concede. Ante la realidad del pecado, podemos escandalizarnos… o volver los ojos a Él. Todas las personas tenemos defectos y pecados, también los sacerdotes, pero Cristo nos recuerda siempre que ha venido a llamar a los pecadores, no a los justos. Todos los cristianos avanzamos hacia Dios, convencidos de nuestra debilidad. Considerarnos perfectos e inmaculados no tendría sentido.

Por otra parte, lo que ha sucedido nos puede servir para recordar que los bautizados hemos de sabernos responsables de la familia de la Iglesia. No son solo los sacerdotes quienes velan por el Pueblo de Dios, los laicos tienen también un papel esencial en el cuidado de la Iglesia. Todos, sacerdotes, personas consagradas y laicos, debemos comportarnos como apóstoles que somos, cada uno según sus circunstancias.

La Iglesia no deja de buscar fórmulas para atraer a los jóvenes, porque es evidente que necesitamos una Iglesia joven. Hace poco hubo un sínodo dedicado a ellos. Los jóvenes reclaman nuevas formas, pero ¿teme usted que en este proceso se pueda descafeinar la exigencia cristiana? Los medios, ¿no cambian en cierta manera los contenidos? O dicho de otra forma: ¿qué puede hacer la Iglesia para transmitir la riqueza de su tradición sin desvirtuarla?

La juventud de hoy –al menos, buena parte de ella– responde con generosidad a ideales grandes. Un ejemplo claro lo vemos a la hora de involucrarse en actividades de servicio a los más necesitados. A la vez, muchos de ellos sufren una falta de esperanza, motivada por problemas reales: la falta de ofertas laborales, situaciones familiares desestructuradas, una mentalidad consumista o distintas adicciones que oscurecen esos ideales o los presentan como algo tan hermoso como irreal. En la Iglesia, naturalmente, hay conciencia de todo esto y se sabe que los jóvenes son, no solo el futuro, sino parte integrante del hoy del cristianismo y de la sociedad.

A través del sínodo se trató de dar voz y protagonismo a los jóvenes, creando mecanismos de escucha. Esto sirvió para favorecer dos desafíos importantes que hoy tenemos de cara a la juventud: por un lado, ayudarlos a que se planteen preguntas profundas, preguntas que encuentran plena respuesta en el Evangelio. Por otro, escucharlos más y entenderlos mejor. Como he tenido ocasión de afirmar en otras ocasiones, en esto juegan un papel principal los padres, los abuelos y los educadores. Es importante tener tiempo para los jóvenes, estar de su lado, darles cariño, derrochar paciencia con ellos, ofrecerles compañía, devolverles la confianza en sí mismos y saber proponerles metas exigentes.

Quizá ocurre también que, con cierta frecuencia, los jóvenes no encuentren en los adultos referentes en los que inspirarse y apoyarse. Cuando se presenta a una persona joven el Evangelio sin paliativos, lo atrae con su fuerza perenne. Quizá el reto está en ayudarles a perseverar en el empeño por mejorar el mundo, sin ceder al desánimo, y en ofrecerles el testimonio cercano de una vida transformada por Dios.

Hablando del sínodo que acabo de mencionarle. Se tituló "Los jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional". Los últimos papas han alertado sobre la persistencia de la crisis de vocaciones en la vida de la Iglesia. ¿Percibe usted esta crisis de vocaciones? ¿Qué medios sugiere para suscitar en los jóvenes el deseo y la necesidad de una vida de entrega y generosidad?

Percibo las mismas dificultades que todos en la Iglesia, propias del tiempo en que vivimos, y pido al Señor, que es el «dueño de la mies», que envíe «trabajadores a su mies». Pienso que es necesario ayudar a todos, especialmente a la gente joven, a comprender que la entrega a Dios no es solo renuncia sino sobre todo un don, un gran regalo que se recibe y que hace feliz.

En cuanto a los medios, el fundador del Opus Dei decía que «si queremos ser más, seamos mejores». La vitalidad en la Iglesia no depende tanto de fórmulas organizativas, nuevas o antiguas, cuanto de una apertura total al Evangelio, de un impulso real y profundo por amar más y mejor a Dios y los demás. Solo el descubrimiento del amor de Dios puede hacer que más personas quieran responder a su llamada personal y, como recuerda el papa Francisco, si los cristianos no somos alegres y transmitimos la alegría del Evangelio, ¿qué atractivo puede encontrar un joven en la vocación a una entrega generosa?

La verdad es que el concepto de vocación es muy amplio. Hay personas que dan el paso como si tomasen una cruz, otras como si encendiesen una lámpara. Si es un camino que recorrer, ¿dónde está la vocación entonces: al principio o al final del camino? ¿Podría usted hablarnos de lo que considera que debiera ser esa experiencia en nuestro tiempo?

Todos tenemos vocación, llamada divina. No tendría sentido pensar que alguno puede estar excluido del querer de Dios, como si el Señor al crearlo no hubiera pensado en un camino para él porque no le interesase. No hay ninguna persona en este mundo que le sea indiferente a Dios, o para la que Dios no tenga un plan en el que colaborar. Por eso, a la hora de plantearse qué quiere Dios de cada uno, la pregunta no es: «¿tengo vocación?». Las preguntas correctas podrían ser: «¿a qué me llama Dios?», «¿por qué camino concreto me está llamando el Señor?», «¿de qué modo me siento invitado a poner a su servicio los talentos que me ha concedido?» o, «¿qué consecuencias específicas tiene en mi existencia la universal vocación a la santidad?».

¿Qué es entonces la vocación? En sus diversas expresiones, es un don de Dios, una llamada a colaborar estrechamente con Jesús en la misión evangelizadora, una invitación que orienta y da sentido a toda la existencia, un ideal de amor a Dios y a los demás por el que vale la pena comprometerse de modo pleno, con todas nuestras potencialidades y deseos.

San Josemaría hablaba de la vocación como una luz, que ilumina con resplandor nuevo todo el quehacer o, con una imagen expresiva, como un alud arrollador, que da un sentido nuevo a toda la existencia. En la vocación es esencial tanto la llamada divina como la respuesta humana. Como afirma san Pablo en el inicio de la Carta a los Efesios, Dios nos eligió «antes de la creación del mundo para que fuésemos santos e inmaculados en su presencia por el amor» (Ef 1, 4). Cada uno puede decir, sin miedo a equivocarse: Dios ha pensado en mí desde siempre. A la vez, el descubrimiento de la llamada requiere un camino de discernimiento y aquí no solo la inteligencia sino también la libertad juega un papel fundamental. Dios no nos da ya un recorrido completo, que hayamos de seguir paso a paso, sino que es en nuestra respuesta cotidiana como esa vocación se va desplegando y perfilando. Suelo afirmar que, al plantearse la vocación, hay que pedir a Dios no solo luz para ver, sino también fuerza para querer.

Si debe ser uno mismo quien realmente descubra su propia vocación, si el alma es terreno sagrado que solo Dios pisa, ¿qué papel ha de tener el director espiritual o los padres? ¿No es de alguna manera invasivo? Sinceramente, ¿no se fuerzan a veces algunas vocaciones a edad muy joven? ¿Cabe pensar que tantos casos de actitudes erradas que estamos viendo en la Iglesia tengan en su base una vocación forzada desde fuera?

La vocación, como usted dice, es una cuestión entre Dios y cada alma. A la vez, es lógico que una persona que se plantea la vocación acuda a la ayuda de un guía espiritual en busca de consejo; entre otras cosas, porque Dios suele contar también con ese medio para darle a conocer su voluntad. Muchos ejemplos en la Escritura y en la historia de la Iglesia lo muestran de forma clara. Un caso conocido es el de san Juan Pablo II, que atribuía el crecimiento de su vocación al sacerdocio a un laico, Jan Tyranowski, que le orientó como guía espiritual durante la II Guerra Mundial. El papa Francisco lo declaró venerable en 2017.

En la pregunta anterior, me refería a la importancia de la libertad. Dios, de ordinario, no nos hace conocer con una certeza absoluta qué quiere de nosotros, precisamente porque respeta nuestra libertad, porque no desea que nos sintamos forzados. En la dirección espiritual se puede sugerir y orientar, pero la persona que aconseja tampoco sabe con certeza cuál es el plan de Dios para uno. Por eso, aunque puede proponer o invitar, será siempre el propio interesado quien habrá de responder personalmente y con plena libertad ante el Señor.

Sobre la juventud, habrá que valorar la madurez de cada persona y, en ciertas edades, actuar siempre de acuerdo con los padres. Desde luego, se puede señalar una edad mínima para el discernimiento, pero no es aventurado pensar que un chico o una chica joven sea capaz de asumir decisiones que orientarán de modo decisivo su vida. Hay veces que en esos momentos de la vida son mucho más maduros que personas que ya han alcanzado, al menos desde un punto de vista biológico, la edad adulta. En cualquier caso, debe ser respetada la legislación canónica y la civil en cada país en cuanto a la mayoría de edad suficiente para adquirir determinados compromisos.

En cuanto a las actitudes erradas en la Iglesia, se ha demostrado muy importante realizar una mejor selección de los candidatos al sacerdocio. Un discernimiento que, sobre todo, ha de hacerse durante los años de formación en el seminario. Lo mismo diría, teniendo en cuenta las similitudes y diferencias, de otras formas de dedicación de la propia vida a Dios.

La vocación sin duda la da Dios, pero es evidente que hay circunstancias y ambientes que ayudan o perjudican. La propia personalidad es un factor determinante. Y aquí entramos en el eterno debate de la libertad. ¿Cuánto respeta Dios nuestra propia personalidad y cuánto nos exige cambiar lo que sea necesario? ¿La vocación es solo divina? ¿Es humana y divina? ¿Es elaboración humana?

De algún modo, ya me refería antes a que la vocación es a la vez divina y humana. Es divina, en el sentido de que es el Señor quien toma la iniciativa, quien llama, y es humana, porque implica que la persona ponga en juego su inteligencia y su libertad. Es verdad que hay circunstancias y ambientes que ayudan o dificultan. Dios se sirve muchas veces del entorno familiar o de amistad para despertar en una persona la llamada a una determinada forma de entrega cristiana. Todo eso forma parte del plan de Dios para cada uno.

Lo mismo cabe decir de la propia personalidad. Viendo el ejemplo de san Pablo, que perseguía a la Iglesia, no cabe duda de que todas sus dotes humanas y su personalidad arrolladora fueron instrumento para su conversión y le sirvieron luego en su ingente labor evangelizadora. Recuerdo, en este contexto, que san Josemaría, refiriéndose a la Virgen María, decía: «Nada perfecciona tanto la personalidad como la correspondencia a la gracia» (Surco, 443). La vocación es siempre una llamada a la santidad, a la identificación con Jesucristo. Es la gracia de Dios la que santifica, pero cuenta con el esfuerzo de la persona por responder a las invitaciones divinas, de tal modo que la personalidad, también en lo humano, va identificándose con Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre.

No se gobierna una Prelatura como se dirige una empresa, porque no existe algo así como una "cuenta de resultados", pero supongo que a usted, en su actual responsabilidad, le preocupará mantener el espíritu, hacer crecer el Opus Dei llegando a más gente. ¿Cómo se manejan estos conceptos tan poco espirituales con respecto a su misión? ¿Corremos el riesgo de llegar a proponer un apostolado por objetivos, llevar una cierta contabilidad de las «almas conquistadas»?

Respondiendo a una pregunta en una entrevista publicada en Conversaciones, san Josemaría explicaba que el apostolado principal del Opus Dei es el que realizan sus fieles en medio del propio trabajo ordinario. Y esto no cabe en estadísticas. Naturalmente, también es necesario un cierto conocimiento de la situación de las diversas labores apostólicas.

Por otra parte, efectivamente, es fundamental mantener el espíritu; un mantener que no puede ser inmovilismo. Ya he mencionado en respuesta a otras preguntas que san Josemaría explicó claramente que el espíritu permanece inalterado, pero con el variar de las circunstancias cambian también los modos de hacer y de decir.

Volviendo a lo primero, me parece que ponerse objetivos apostólicos es natural, pero teniendo en cuenta que no se trata de buscar un éxito personal o corporativo, sino de cooperar con el Señor en difundir la alegría del Evangelio, para la gloria de Dios y felicidad de las personas.

Cuando se habla de los fieles del Opus Dei y de las personas que se hacen de la prelatura, siempre se habla de libertad para entrar. Es más, san Josemaría decía que el que quisiera entrar «empujase la puerta». Parece que no siempre se ha vivido así. También se le tacha al Opus Dei de un «exceso» de celo apostólico, de que su empeño principal fuese el buscar vocaciones. ¿Por qué tanto afán apostólico en el Opus Dei? ¿Y tanto interés porque haya constantes vocaciones?

No tendría ningún sentido desear que alguien forme parte de la Obra si no ha recibido la vocación de Dios a este camino. Por eso, en los estatutos de la prelatura está previsto que pasen varios años hasta la incorporación jurídica definitiva, de modo que la persona pueda discernir, con ayuda de la orientación espiritual, si efectivamente el Opus Dei es el camino al que Dios la llama, y si esa vocación se realiza en el matrimonio o en el celibato apostólico. Hay numerosas personas que, sin formar parte de la Obra, aprecian la tarea que realiza y son nombradas cooperadoras, de modo que se benefician de la actividad formativa y de la oración de todos los miembros del Opus Dei.

Desear que una persona comparta toda la felicidad con la que uno ha sido sorprendido está, junto al amor a Jesucristo, en la base del afán apostólico. Como vemos en el Evangelio, es esa invitación al «ven y verás» con que los primeros discípulos acercaron a Cristo a sus amigos o familiares (cfr. Jn 1, 46). También en el Opus Dei deseamos que muchos puedan beneficiarse de este camino. Y es verdad que hacen falta muchas personas, para sacar adelante todo el trabajo apostólico en los cinco continentes, pero no deseamos –sería absurdo– que venga a la Obra alguien sin sentirse personalmente llamado y sin ser plenamente libre. No sería un bien para nadie.

En el siglo XXI suena muy radical una vocación al celibato, ya sea al sacerdocio, a la vida consagrada o laical, en medio del mundo. Pero, ¿no cree que la vocación al matrimonio pueda llegar a ser más exigente en nuestra sociedad? Y sin embargo, el matrimonio parece que va siempre un paso por detrás, que es menos vocacional, como si los casados tuvieran menos vocación, o una menor exigencia de santidad. ¿Qué piensa sobre esto?

La vida matrimonial es objeto de una vocación que exige tanto o más que la llamada al celibato: en muchos casos puede presentar mayores dificultades. A la vez, el matrimonio sacramental posee una gran belleza, porque es imagen de la unión de Cristo con la Iglesia (Ef 5, 32). Los padres cristianos son cooperadores directos del plan de Dios con la humanidad, y esto otorga una dignidad grandísima a su misión.

San Josemaría predicó, desde el inicio de su actividad pastoral, que el matrimonio y la familia son un camino de santidad. Por ejemplo, escribió en Camino: «¿Te ríes porque te digo que tienes "vocación matrimonial"? –Pues la tienes: así, vocación» (n. 27). El matrimonio implica que, para la persona casada, su camino de entrega a Dios pasa por el amor a su cónyuge, por la dedicación a su familia, haciendo presente en ella el amor de Dios.

También afirmaba el fundador que, en el Opus Dei, no hay categorías o clases de fieles. La vocación es una, la misma para todos, aunque luego en cada persona se concrete de un modo diverso en función de sus circunstancias particulares. Todos en la Obra compartimos una misma espiritualidad, una idéntica misión, un mismo carácter definitivo y omnicomprensivo de la existencia personal vista a la luz de la vocación divina. Lo decisivo para cada persona es la apertura plena al amor de Dios, ya sea casado, soltero, viudo o sacerdote.

Y en relación con estos temas. Que la castidad y la pureza potencian la capacidad de amar es algo que nos creemos algunos, pero, ¿se puede seguir por esta vía? ¿Qué argumentos se pueden dar en pleno siglo XXI en el que el sexo hace mucho que se desligó del amor y la entrega? ¿Hemos perdido definitivamente esa batalla?

El Génesis muestra cómo el ser humano, varón y mujer, se maravilla al descubrir su complementariedad, también en la diferencia sexual. Desde esta perspectiva, la Iglesia siempre ha considerado la sexualidad como un don de Dios en el plan de la creación.

Es cierto que vivimos en una sociedad en la que la llamada «revolución sexual», que estalló hace cincuenta años, no siempre ha llevado a una mayor valoración de la sexualidad, sino más bien, en general, a banalizarla. Una muestra de esto puede ser una difusión de la pornografía como nunca antes había ocurrido. Ahora estamos recogiendo los frutos de esa pretendida liberación. Con todo, y a pesar de que todavía prima una concepción general muy alejada de la propuesta cristiana, no es infrecuente observar hoy algunos signos esperanzadores: jóvenes que, después de haber navegado en relaciones frágiles o intermitentes, buscan una persona que dé verdadero sentido a su deseo de ser amados y de amar; movimientos sociales que reclaman la dignidad de la mujer y su rechazo a ser tratada como un objeto…

El ideal cristiano con respecto a la castidad, la sexualidad y el amor conyugal no es obsoleto. Más bien, ha de ser propuesto siempre de nuevo, porque responde a ansias profundas del corazón humano: al deseo de amar y ser amado de forma exclusiva y total, y al respeto que toda persona merece.

San Juan Pablo II realizó un esfuerzo importante para volver a proponer la antropología que fundamenta la castidad, que no podemos dar por descontada. Principios como la dignidad humana, que nadie puede ser tratado como medio, que el amor es don de sí, etc., ayudan a comprender que las exigencias morales de la sexualidad no responden a una arbitrariedad de la Iglesia, sino que hunden sus raíces en lo hondo de la persona. En este terreno ayuda también una buena formación intelectual, que ofrezca las razones.

En particular, es importante reconocer y afirmar el gran valor de la sexualidad humana, por su ordenación natural al amor y a la transmisión de la vida. Desligar el sexo del amor, de la entrega y de su ordenación a la transmisión de la vida, es especialmente negativo; me viene a la memoria una conocida afirmación, según la cual de la corrupción de lo mejor resulta lo peor (corruptio optimi pessima). De esto hay una experiencia universal, por desgracia, aunque muchas veces no se vea o no se quiera ver. Tanta frustración y vacío parecen así indicarlo. Viéndolo en positivo, los novios y las familias cristianas –y tantos otros que quizá no comparten la fe, pero sí el mismo ideal en lo humano–, sin ser perfectos, ofrecen un testimonio de vida hermoso y atractivo también para el momento presente. Su ejemplo es, en muchos casos, más persuasivo que las argumentaciones discursivas, aunque estas sean también necesarias.

Volviendo al celibato. En toda vocación hay renuncias y se abren nuevos horizontes. ¿A dónde lleva el celibato? ¿Qué oportunidades nuevas abre y por qué en un mundo tan respetuoso con la libertad está tan cuestionado?

El celibato, como opción de vida por un motivo vocacional de seguimiento de Cristo, configura una relación de entrega total a ese seguimiento, en imitación e identificación con el Señor: tiene en Él su modelo. Fue Jesús quien habló de esta opción de vida «por el reino de los Cielos» (Mt 19, 11-12 y Mc 10, 29). La peculiar totalidad de la entrega a Dios e identificación con Cristo que supone, lleva a dedicar por entero todas las potencialidades y energías de la persona a una misión cristiana concreta. De modo especial, el celibato otorga al alma una gran apertura, la posibilidad de una ilimitada capacidad de verdadera amistad y de desarrollar la paternidad o maternidad espiritual, consecuencia de vivir radicalmente la filiación divina. Naturalmente, para reconocer el celibato como don de Dios y no considerarlo una patología afectiva, es necesario comprender previamente el amor y, en consecuencia, el valor humano de la castidad.

De cualquier forma, parece que se está dando un pequeño resurgimiento de vocaciones, vocaciones rompedoras que impresionan en sus propios ambientes, vocaciones en familias que no son ni creyentes. ¿Está llegando Dios por otras vías?

Es muy esperanzador comprobar cómo Dios sigue llamando y se sigue haciendo presente en la vida de tantas personas, que vienen a ser los «Saulos de Tarso» de nuestro tiempo. Estos ejemplos son una luz para aquellos que están lejos de Dios, pero también para los creyentes, pues nos confirman en que «Non est abbreviata manus Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos poderoso Dios hoy que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres» (Es Cristo que pasa, 130).

El Señor no deja de llamar a la puerta de cada corazón –en modos que a veces no podemos ni siquiera imaginar–, esperando una respuesta de amor, libre y afirmativa, con el deseo de hacer resplandecer en cada uno la imagen de su Hijo. El papa Francisco insiste en que los católicos podemos contribuir a hacer presente a Dios entre nuestros hermanos los hombres a través de nuestro ejemplo de alegría y esperanza. Al mismo tiempo, ha recordado recientemente que «el valor del testimonio no significa que se deba callar la palabra. ¿Por qué no hablar de Jesús, por qué no contarles a los demás que Él nos da fuerzas para vivir, que es bueno conversar con Él, que nos hace bien meditar sus palabras?» (Christus vivit, 176). Ejemplo de vida y palabra, dos realidades que surgen de modo natural en nuestra vida de hijos de Dios y se manifiestan de modo especial en contextos de amistad.

El papa Francisco, al poco de tomar posesión del pontificado en 2013, habló sin tapujos del demonio. Recomendaba leer la novela de Robert Hugh Benson, Señor del mundo, para entender cómo se mueve el demonio a sus anchas por el mundo. Hay quienes creen que tantos abusos sexuales, tanto desorden moral, tanta violencia de todo tipo, es obra directa del demonio. Da un poco de pánico personalizar el mal de esa manera. ¿Le parece a usted que es el demonio quien se mueve a sus anchas? ¿Está de verdad más presente que en otras épocas de la Iglesia?

También hay mucho bien. Recuerdo que Mons. Javier Echevarría, el anterior prelado de la Obra, nos decía con frecuencia: «¡Cuánta gente buena hay en el mundo!». Pero, sí, es también innegable la amplitud de la presencia del mal. La doctrina de la Iglesia sobre la existencia del demonio, a la que se refiere el papa Francisco, es clara y tiene un preciso y sólido fundamento bíblico. No nos es dado medir –por decirlo de algún modo– hasta qué punto el mal presente tiene que ver directamente con la actividad diabólica. Por eso, la presencia del mal y del dolor será siempre un misterio, que solo ofrece algo de luz desde la comprensión de la libertad humana y el modo desviado o incorrecto con que a veces la ejercitamos.

Más que intentar mediciones de este tipo, la situación actual nos invita a considerar que los miembros de la Iglesia en este mundo no somos ajenos a los males y dolencias que aquejan a la sociedad. Esto nos puede llevar a examinarnos sobre la responsabilidad personal que cada uno tenemos para hacer del mundo un lugar mejor, para contribuir al bien común y al respeto de la dignidad de cada ser humano. Viene a mi memoria el viejo adagio de Edmund Burke: «Lo único que necesita el mal para triunfar en el mundo es que los buenos no hagan nada». A la vez, hay también en nuestro tiempo personas comprometidas con el bien y la justicia social, y tantas que en su existencia cotidiana ofrecen un valioso testimonio de fe y vida cristiana. Quizá no hacen tanto ruido o su presencia no es tan vistosa, pero qué duda cabe de que son una fuente de bien y esperanza para la Iglesia y para el mundo.

Oración y piedad en el siglo XXI

El alcance de la libertad

Dicen que la oración de los niños y los enfermos es poderosa. Dios se desarma ante la sencillez. Los santos han logrado esa sencillez, la confianza que lo pide y lo espera todo. ¿Cómo se conjuga la lucha interior con la confianza ciega? ¿Cree usted que hoy sigue existiendo el ascetismo? Porque, si todo es don, ¿basta con dejarle hacer? ¿Qué es eso de «fiarse de Dios»?

Con motivo de otras preguntas, me he referido a dos realidades que son fundamentales y, en cierto modo, inseparables en la vida cristiana: la filiación divina y la libertad. La filiación divina, el hecho de ser y sabernos hijos de Dios Padre en Jesucristo, es nada menos que la finalidad de la Encarnación y Redención. Como escribe san Pablo: «Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la Ley, para redimir a los que estaban bajo la Ley, a fin de que recibiésemos la adopción de hijos» (Ga 4, 4-5). La confianza en Dios es consecuencia de la fe en su amor por nosotros; ese amor creador, redentor y paterno, es aquel al que se refiere san Juan, como resumen de la experiencia de los Apóstoles en su conocimiento de Cristo: «Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene» (1Jn 4, 16).

Si creemos en la paternidad amorosa de Dios por cada una y cada uno, sabemos que en lo que Él nos pide está nuestra felicidad, aunque humanamente no lo entendamos. Con frecuencia, no podemos comprender lo que Dios quiere, pero siempre podemos, con su gracia, amarlo y ser felices en ese amor. Como escribió en una ocasión san Josemaría: «Cuando el cristiano vive de fe –con una fe que no sea mera palabra, sino realidad de oración personal–, la seguridad del amor divino se manifiesta en alegría, en libertad interior» (Las riquezas de la fe, en el periódico ABC, 2-XI-1969). A la vez, fiarnos de Dios, abrazar sus planes para nuestra existencia, implica en muchos casos el esfuerzo por romper con todo aquello que nos aleja de Él.

Fiarse de Dios es una conjugación entre gracia y correspondencia, un asentimiento libre a su acción, un decir, como la Virgen: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Confiar en alguien no significa abdicar de la propia capacidad de razonamiento, porque esa confianza se traduce después en muchas decisiones personales: con el paso de los años, es bueno hacer memoria de que la vida es un diálogo con Dios y de que, en ese diálogo, le hemos dicho que sí a tantas cosas, lo cual ha configurado nuestra misión.

Por otro lado, seguir hablando de santidad en esta época puede sonar arcaico. ¿Quiénes son los auténticos santos del siglo XXI? ¿Qué es, de verdad, la santidad? ¿Es tan exclusiva y complicada como la tradición nos ha enseñado? Leer vidas de santos y comprobar sus virtudes y sus exigencias, más que animar en ocasiones desanima, porque la mayoría de nosotros no llegamos a esas heroicidades. ¿Qué han hecho ellos que parece que no está en nuestra mano?

La santidad, hoy como ayer, es la plenitud de la caridad, la plenitud de la filiación divina en Cristo. Toda santidad es heroica, porque exige un compromiso que abarca la existencia entera. Es un dejar entrar a Dios en toda nuestra vida, y eso con frecuencia supone una opción generosa y arriesgada.

Muchas biografías de santos han subrayado con tanta fuerza los eventos extraordinarios de sus vidas, que nos han dejado quizá con una imagen incompleta o incluso, en algún caso, algo distorsionada de la santidad. Ya he mencionado, respondiendo a otra pregunta, cómo san Josemaría predicó, desde el comienzo del Opus Dei en 1928, la universalidad de la vocación a la santidad, precisamente en la vida ordinaria. Por ejemplo, leo ahora estas palabras suyas, en las que recordaba «que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad» (Carta 24-III-1930, n. 2).

¿Los auténticos santos del siglo XXI? En la Exhortación apostólica Gaudete et exsultate, el papa emplea dos expresiones llenas de fuerza comunicativa: «Los santos de la puerta de al lado» y «la clase media de la santidad». Quizá sería en ellos en quienes pensaría.

En cuanto a lo que han hecho los santos, la santidad es siempre cosa de dos: la acción de Dios y la persona que se abre a la gracia. La santidad es un don divino, pues nadie puede hacerse santo a sí mismo por mucho que se empeñe. La clave es dejar obrar a Dios en nuestra vida. A propósito de biografías de personas imitables en su santidad, me viene a la cabeza Guadalupe Ortiz de Landázuri, la primera fiel laica del Opus Dei, beatificada en mayo de 2019 en Madrid. Al leer las cartas que enviaba a san Josemaría, publicadas con ocasión de su beatificación, muchos padres de familia y personas corrientes han comentado que se han sentido identificados con sus luchas «normales», contando con limitaciones, talentos, defectos, virtudes, pequeñas derrotas y victorias.

En efecto, hasta hace bien poco hablar de santidad era pensar en perfección humana, en heroísmo y hechos extraordinarios, y es cierto que hoy tenemos una espiritualidad más abierta a lo cotidiano, que todos de alguna manera podemos ser santos, porque sabemos que nuestra debilidad no nos aleja de Dios sino todo lo contrario, nos puede acercar a Él. ¿Es ahora la Iglesia más acogedora? ¿Ha cambiado la doctrina?

La doctrina de la Iglesia sigue siendo la misma, porque el mensaje de la llamada a la santidad es evangélico. Fue Jesucristo quien afirmó: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48); y san Pablo escribe: «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Ts 4, 3). Como leemos también en las cartas paulinas, los primeros cristianos se llamaban unos a otros «santos», no porque se considerasen perfectos o superiores a los demás, sino porque se sabían llamados, por el bautismo, a la plenitud de la vida en Cristo. Es cierto que entre los primeros cristianos se dieron situaciones heroicas, porque hubieron de afrontar la persecución e incluso el martirio, pero si no hubieran sido fieles en su respuesta cotidiana a Cristo, posiblemente no habrían sido capaces de abrazarse a aquella cruz y ofrecer el testimonio supremo de la fe.

Por otro lado, las páginas del Evangelio están repletas de ejemplos de la cercanía del Señor con los pecadores: comía con ellos, los acogía, no los rechazaba, les quería, precisamente para acercarlos al perdón. Jesús nos habla de esa conversión como una vuelta a casa, en la parábola del hijo pródigo, e instituye el sacramento de la penitencia, para que podamos volver siempre a Él.

En resumen, como le digo, la doctrina no ha cambiado. Quizá hoy seamos más sensibles a la vulnerabilidad propia y ajena. Los últimos papas no se han cansado de subrayar en su predicación y sus escritos la misericordia de Dios; especialmente el papa Francisco, con la convocación de un Jubileo de la misericordia: de diciembre de 2015 a noviembre de 2016. Tal vez porque nuestro tiempo esté especialmente necesitado de oír hablar de esta expresión del amor divino. Es significativo que el Señor revelara a una santa contemporánea, la religiosa polaca Faustina Kowalska, la devoción a la Divina Misericordia. Juan Pablo II mostraba su coincidencia en el tiempo con las manifestaciones más inhumanas de maldad y de sufrimiento que ha sufrido Europa.

Durante mucho tiempo se ha interpretado la santidad en clave de voluntarismo, de «hacer» cosas, de empeñarse, más que de amar y dejarse amar. ¿Cree que los cristianos de hoy tenemos clara la diferencia?

Los cristianos de hoy somos hombres y mujeres de nuestro tiempo. Igual que nuestros contemporáneos, vivimos en ambientes en que predomina una lógica que podríamos llamar «de mercado», donde el rendimiento y la eficacia son elementos centrales. Precisamente por eso, es bueno subrayar la misericordia frente al mérito, el amor incondicional frente al interés o el beneficio.

El esfuerzo por la adquisición de virtudes puede llevar a caer en alguna forma de voluntarismo. Para evitarlo, un camino es redescubrir las virtudes sobrenaturales, ante todo las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad, que son las que dan auténtico valor a nuestras obras y nos permiten seguir adelante cuando nos topamos con la realidad del mal y del pecado. La santidad es perfección, sí, pero no como perfección de quien hace todo bien o no tiene defectos; la santidad es la perfección del amor. Podemos quizá pasar toda la vida luchando contra los mismos defectos, pero con la gracia de Dios, se puede luchar cada vez con más amor a Dios y a los demás: eso es caminar hacia la santidad.

En la carta a la que me referido antes sobre el aún reciente Congreso General de la Obra, señalaba la conveniencia de «alimentar la confianza en la gracia de Dios, para salir al paso del voluntarismo y del sentimentalismo; exponer el ideal de la vida cristiana sin confundirlo con el perfeccionismo, enseñando a convivir con la debilidad propia y la de los demás; asumir, con todas sus consecuencias, una actitud cotidiana de abandono esperanzado, basada en la filiación divina» (Carta pastoral 14.II.17, n. 8).

Entre el León de Judá del Apocalipsis y el Jesús misericordioso, a veces almibarado, hecho a nuestra medida, del que hoy se habla tanto, parece que hay un abismo. La exigencia del primero es inalcanzable. La compasión del segundo hace que nuestros errores y pecados casi dejen de serlo. Entre el temor de Dios y la confianza en el amor infinito de nuestro Padre, también se abre una zona que podría llevar a la ambigüedad espiritual. ¿En qué medida nos estaremos engañando si nos quedamos con una sola de estas imágenes? En un mundo tan egoísta, pero a la vez tan desamparado, ¿qué aspecto piensa usted que es más necesario?

La clave para evitar la «ambigüedad espiritual» está en descubrir al verdadero Jesucristo, sin añadidos, y dejarnos interpelar por su vida y sus palabras. Si nos acercamos a Él con apertura de alma, con humildad, su verdad tocará nuestro corazón, y alcanzaremos la libertad de los hijos de Dios: «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32). Justicia y misericordia no se contraponen en Dios. Es conocida la afirmación de santo Tomás, en su comentario al Evangelio de san Mateo: «La justicia sin misericordia es crueldad; la misericordia sin justicia es la madre de la disolución».

Por otra parte, es necesario comprender el significado del temor de Dios. Este don del Espíritu Santo no tiene nada que ver con el miedo o la coacción. Dice el libro de los Proverbios que «el temor de Dios es el inicio de la sabiduría» (Pr 1, 7). Un temor de este tipo es necesario en la lucha contra el pecado. San Josemaría, en Camino, explica: «Santo es el temor de Dios. Temor que es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano» (n. 435). Y en este mismo libro ofrecía una sencilla explicación, que permite intuir cómo era su relación con Dios, basada en la filiación divina: «¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?» (n. 746).

Más que uno u otro aspecto, lo necesario es encontrar al Cristo real, el mismo que nos habla en los evangelios y que está presente en la Eucaristía, y en la fuerza transformadora de los sacramentos. Y encontramos a Cristo también en los más necesitados, y en todos aquellos a quienes podemos dar un poco de amor, recordándoles lo mucho que valen para Dios.

En algunos ambientes parece que se está redescubriendo la Biblia y las Adoraciones Eucarísticas. ¿Considera usted que estas prácticas que creíamos desfasadas pueden seguir ayudándonos? ¿Puede el hombre del siglo XXI seguir adorando? ¿Qué tipo de adoración, y de oración en general, necesita nuestro mundo?

La Palabra de Dios en la Sagrada Escritura y especialmente la Eucaristía sostienen la vida de la Iglesia. Por eso, las prácticas y costumbres orientadas a conocer mejor la Biblia y a intensificar la devoción al Santísimo Sacramento son siempre muy necesarias, y en el momento actual se experimenta un gran anhelo de sentir la cercanía de Dios. En la Eucaristía, el Señor se presenta especialmente cercano a nuestro corazón: con su cuerpo, con su sangre, con su alma, con su divinidad. Nos habla de un amor hecho donación «hasta el extremo» (Jn 13, 1), y nos recuerda que nadie está excluido de este amor.

Se preguntaba hace unos años el papa Francisco: «¿Qué quiere decir adorar a Dios? Significa aprender a estar con Él, a pararse a dialogar con Él, sintiendo que su presencia es la más verdadera, la más buena, la más importante de todas» (Homilía, 14.IV.13).

Las «primeras» actitudes del hombre ante la realidad de Dios son, precisamente, las de adoración, alabanza, agradecimiento, y sumisión total de la voluntad, que responden adecuadamente a la real situación del hombre ante Dios. Esta actitud, el ponerse de rodillas –sobre todo con el corazón– ante Dios, no solo no humilla al hombre, sino que le revela su verdadera grandeza, al reconocerse no solo creado sino también amado como hijo en Jesucristo. El mundo está muy necesitado de esta adoración silenciosa y agradecida ante el Señor sacramentado.

Da la impresión de que corre algo de aire fresco también en el Opus Dei, una cierta apertura en los modos de hacer, un giro que llega incluso a la afectividad, como si el afecto ya no fuese un enemigo de la santidad sino un aliado. ¿Había necesidad de algún cambio? ¿O es algo superficial, simple apariencia?

Ya mencioné que san Josemaría afirmaba que, permaneciendo inmutable la esencia, el espíritu, cambian los modos de hacer y de decir. No es esto algo nuevo. Por otra parte, en el nivel personal siempre hay que estar abiertos a mejorar.

En relación con la afectividad, diría que en san Josemaría se descubre a una persona con una grandísima riqueza afectiva. Muchas veces, en sus escritos, cuando impulsa a sus hijos espirituales a vivir la caridad entre ellos, emplea el término «cariño», y en más de una ocasión recordó que «no hay nada que arrastre tanto como el cariño». Las personas que se acercaban a él notaban enseguida un sentimiento de acogida, de afecto sincero, de cariño, expresión de su paternidad espiritual. De esto he tenido experiencia personal directa en no pocas ocasiones. Con su obrar, con su predicación y con sus escritos, nunca transmitió una concepción negativa de la afectividad, como si fuese algo contrario a la santidad. Por el contrario, solía afirmar que tenía un solo corazón, y que con ese mismo corazón amaba a Dios y a los demás. A la vez, advertía del peligro del sentimentalismo o de ir con el corazón en la mano, como ofreciendo una mercancía.

Vivimos un momento en el que la fragilidad, la volatilidad en las relaciones humanas ha llevado a formular la necesidad de una «emergencia afectiva», que sane las heridas del corazón y ayude a alcanzar la madurez, sobre todo en la identificación con Jesucristo. Sin embargo, esto no implica negar la afectividad, sino únicamente reconducirla a su verdadero fin. Los afectos son buenos; son propios de la naturaleza humana creada por Dios. Bien orientada, la afectividad facilita, hace amable la consecución del bien. Las páginas del Evangelio están llenas de pasajes que nos permiten adivinar en Jesús una vida afectiva intensa y vibrante.

Se cumplen 50 años de la publicación del libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer. Uno de los vocablos que más aparecía en aquel volumen era el de «libertad», un tema que siempre ha sugerido muchos comentarios no precisamente benevolentes con el Opus Dei. ¿Hay, de verdad, libertad de espíritu? ¿No le parece que los enfoques son a veces un poco estrechos de miras, que la Obra tiene miedo a la crítica? ¿Qué margen de autocrítica hay dentro de la Obra por parte de sus miembros? Decía un sabio que la falta de crítica interna es lo que mata las instituciones.

San Josemaría ha dejado como legado el espíritu sobrenatural de la Obra, y añadía que, en lo humano, nos dejaba en herencia el amor a la libertad y el buen humor. En otras preguntas he dicho ya algunas cosas sobre la libertad y la libertad de espíritu. Escribí una extensa carta pastoral sobre este tema con fecha 9 de enero de 2018, que se puede leer y descargar en internet. Para limitarme a lo que me pregunta ahora, le diré que la libertad de espíritu no solo se respeta en el Opus Dei, sino que se promueve y favorece. Sin embargo, hay que tener en cuenta que la libertad de espíritu no basta conocerla y admitirla teóricamente: hay que conquistarla y reconquistarla personalmente, porque significa actuar por amor –«porque me da la gana», decía san Josemaría–, también cuando ese actuar es obligado por leyes justas, compromisos adquiridos, etc.

Respecto a la autocrítica, en la Obra todos tienen la posibilidad –de hecho, ejercitada de modo habitual– de transmitir directamente cualquier sugerencia, observación, etc., a los directores de cualquier nivel, incluido el prelado. Y estos tienen la obligación –gustosa, por otra parte– de escuchar e impulsar lo que ven en conciencia. Es verdad que a veces el tiempo parece demasiado corto, pero me parece que la actitud de escucha es una obligación perenne… y una realidad también.

El Opus Dei insiste en la necesidad de la formación de sus miembros y de todos los católicos. Otro aspecto que probablemente necesite amoldarse a los tiempos y modos del siglo XXI. ¿Qué tipo de formación puede cubrir las necesidades y expectativas de la sociedad actual? ¿Podría especificar qué proyectos concretos tiene en mente para dar cuenta de esa necesidad?

La formación que ofrece la Obra tiene una única finalidad: «dar forma» a la imagen de Cristo en nosotros, identificarnos con Él. Entenderá que la centralidad de la persona de Cristo es algo en lo que no me cansaría de insistir y esto es algo siempre actual, permanente, válido para todos los tiempos. A la vez, como bien señala en su pregunta, en cada momento histórico o lugar habrá que tener en cuenta las diferentes circunstancias o modos de vida. Pero siempre considerando que el fin no es otro que la identificación con Jesucristo: llegar a ser el mismo Cristo, ipse Christus, como solía expresarse san Josemaría. Llegar, con la gracia de Dios, a que nuestro modo de pensar sea como el del Señor, así como nuestro modo de reaccionar ante las personas, ante lo que agrada y ante lo que disgusta… El Opus Dei puede ayudar de muchas maneras, pero está claro que la finalidad de la formación supera cualquier intento humano: es obra del Espíritu Santo. De cada uno, al implicar la vida entera de la persona en su relación personal con Dios, requiere una respuesta libérrima, llena de amor.

San Josemaría destacaba cinco aspectos o ámbitos en la formación –espiritual, doctrinal-religiosa, profesional, humana y apostólica–, y señalaba que ha de adecuarse a las circunstancias de cada uno. En cada persona, esto se traducirá en unas consecuencias concretas: dependerá de la mentalidad, de la educación que se haya recibido en la familia y fuera de ella, del desempeño profesional, etc. Lo que quiero decir con todo esto es que la formación, por afectar a personas que son únicas, tiene algo de único, requiere una atención delicada por la persona que se tiene delante. En términos generales, desde luego, es importante saber comunicar fielmente la fe haciéndola comprensible a la sensibilidad o a la mentalidad contemporáneas, pero tampoco en esto hay recetas universales. El mundo es muy variado y cada persona, incluso en iguales circunstancias que otras, es única e irrepetible.

Dicho esto, me pregunta usted por proyectos concretos. Recuerdo que, en la carta que escribí en febrero de 2017, donde traté sobre las conclusiones del Congreso General en que fui elegido prelado, se habla sobre esta centralidad de Cristo que lleva, entre otras consecuencias, al deseo de renovarse en el modo de hacer oración, a reforzar el sentido de misión, a trabajar con espíritu de servicio y a vivir con el corazón desprendido de las cosas materiales. En otras dos cartas –de 2018 y 2019–, me he detenido en exponer, siguiendo las enseñanzas de san Josemaría, dos temas de gran relevancia, también en el ámbito de la formación: la libertad y la amistad. Con estas cartas, he intentado dar luz sobre aspectos de fondo, para que luego en cada contexto, estas ideas se traduzcan en iniciativas y actividades de formación concretas y adecuadas en función de las personas.

¿Cómo es la fe del Prelado? ¿En qué momentos de su vida se ha tenido que lanzar al vacío para caer en las manos de Dios? Debe dar mucho vértigo saber que estás eligiendo un camino que no tiene vuelta atrás. ¿En qué o quién se apoya cada día?

Como la de todos los creyentes, mi fe es una virtud que da Dios. Es una fe en la que se experimenta la luz y la oscuridad. Esto es parte de la esencia de la fe. Como ya he recogido en otra respuesta, refiriéndose a santa María, llena de gracia y, por tanto, con la fe más intensa, san Josemaría nos hace considerar que «si Dios ha querido ensalzar a su Madre, es igualmente cierto que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe» (Es Cristo que pasa, 172). Desearía una fe muy fuerte, muy segura, por así decir, inconmovible; una fe operativa y, concretamente, una fe en la que sea cada día más realidad lo que dice san Pablo: «La fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6). Pero para esto necesitamos, como los Apóstoles, decir a Jesús: «Auméntanos la fe» (Lc 17, 5), aunque no siempre sepamos qué nos traerá el mañana. Es elocuente el ejemplo de Abraham, quien fue recibiendo luz mientras adelantaba en el camino: «Vete de tu tierra y de tu patria (…) a la tierra que yo te mostraré» (Gn 12, 1-3). Por esto, san Pablo dice que Abraham es «padre de todos los creyentes» (Rm 5, 11).

Las decisiones sin vuelta atrás son siempre serias, y como tales hay que tomarlas. Pero me parece que no necesariamente se afrontan con sensación de vértigo, al menos si por vértigo entendemos una cierta inseguridad o inquietud. De hecho, en la vida se toman muchas decisiones así: casarse, ser ordenado sacerdote, elegir unos estudios que, de un modo u otro, van a condicionar el futuro, etc. Pienso que esas decisiones sin vuelta atrás no conllevan el vértigo cuando su motor es el amor.

En el trabajo de gobernar la prelatura me apoyo, lógicamente, en el Señor, en la Eucaristía, en la oración de los muchos miles de personas que se unen a la mía cada día; además, en la intercesión de san Josemaría y de sus sucesores. En lo humano, tengo un apoyo decisivo en el Consejo General y en la Asesoría Central de la Obra, siguiendo lo que dispuso san Josemaría: que el gobierno sea colegial. Además, existe una muy notable descentralización, por lo que, en las diversas regiones del Opus Dei, los correspondientes órganos de gobierno llevan grandísima parte de la dirección de los apostolados.

¿Qué cosas le preocupan de verdad, le quitan el sueño, le duelen en el alma? ¿Cuáles le hacen clamar con insistencia o, como decía san Josemaría, «aporrear las puertas del Sagrario»? Y, con todo el peso y responsabilidad que lleva, ¿cómo se explica una sonrisa tan sincera y amable?

Lo que de verdad más me preocupa son los problemas de la Iglesia: divisiones, críticas al papa, confusiones doctrinales, abusos, descristianización creciente en algunos países de tradición católica… Recuerdo muy bien unas palabras que escribió san Josemaría en una carta a los miembros del Opus Dei: «Hijos míos, no podemos mirar solo a la Obra: miramos primero y siempre a la Iglesia santa» (Carta 14-IX-1951, n. 27). También en este sentido, me da alegría conocer tantísimas cosas buenas y aun heroicas presentes en la Iglesia. Como es natural, las personas y los apostolados del Opus Dei ocupan un lugar permanente en mi oración y en mi trabajo, con lo que hay de alegrías y de penas. Si mi sonrisa es como usted dice, seguro que tiene que ver con los miles de personas que cada día rezan por mí y por mi trabajo.

Le estoy muy agradecida por el tiempo que nos ha dedicado. Para acabar, y dejarle descansar: ¿cómo descansa un prelado? Vivimos en un mundo tan atareado que descansar, del modo que sea, se puede considerar un lujo o una pérdida de tiempo… Además de jugar al tenis, ¿tiene tiempo de leer, de pasear, de escuchar música? ¿Qué lee? Imagino que no podrá dedicarle todas las horas que le gustaría a la Teología. ¿Sigue estudiando? ¿Qué temas le interesan? En fin, por mí continuaría conversando. Espero que tengamos una nueva oportunidad. Muchas gracias.

Desde luego, descansar es necesario. En mis circunstancias, el mejor descanso es dormir bien y el tiempo justo; eso procuro hacer. También el ejercicio físico, en mi caso el tenis, una vez a la semana, si las circunstancias y la lluvia no lo impiden. Como es lógico, no tengo tiempo para leer todo lo que me gustaría. Desde hace bastantes años, mi dedicación a la teología se ha tenido que centrar casi exclusivamente al estudio de temas, bastante variables, para la Congregación para la Doctrina de la Fe, de la que soy consultor. ¿Qué temas me interesan? Interesarme, me interesan todos, pero más especialmente los de teología fundamental, cristología y eclesiología.

Yo también le agradezco a usted sus preguntas y su tiempo, y espero que se presente una nueva ocasión de conversar.

Epílogo

Preparada la presentación del libro en los primeros días del confinamiento por el COVID-19, cuando el libro iba a salir a la calle y ayudar a dar respuesta a cuestiones que a todos nos ocupan, las más urgentes se imponían sobre la pandemia que hemos vivido y nos ha afectado a todos en distintos aspectos de nuestra vida.

De un día para otro se había frenado nuestro ritmo habitual, cambiando rutinas, preocupaciones y miedos. Familias estudiando y trabajando desde casa, separados de amigos, compañeros y familiares en un aislamiento en el que la tecnología ha sido la gran aliada. Y médicos y sanitarios, sacerdotes y fuerzas de seguridad, voluntarios y demás personas trabajando sin descanso.

Poco antes de enviar el texto a imprenta, surgió la oportunidad de hacer a Monseñor Ocáriz unas preguntas sobre la inédita situación que llevamos viviendo más de dos meses en la casi totalidad del planeta.

La vuelta a la normalidad supone, entre otros esfuerzos, el de asimilar todo lo vivido y pararnos a reflexionar sobre temas que se han convertido en inevitables: muerte, vulnerabilidad, soledad, responsabilidad social…

Las palabras de D. Fernando pueden servirnos de guía en esta tarea que se nos presenta.

Nos hemos encontrado inesperadamente en una situación insólita. La pandemia del COVID-19 ha llegado a la práctica totalidad del planeta, generando una crisis sanitaria que ha hecho que la pregunta sobre la muerte no se pueda esquivar. La mayoría de la población ha permanecido confinada en sus casas durante meses, teletrabajando y atendiendo a las necesidades familiares al mismo tiempo. La pandemia ha supuesto una sacudida en nuestro modo de vida, una frenada en seco que nos ha hecho cuestionarnos diferentes temas. Esta situación ha permitido descubrir a muchos qué es de verdad lo importante: la persona –cada persona– ha recobrado la centralidad que merece. La búsqueda de sentido se hace más urgente que nunca y puede que nos falten las preguntas adecuadas. ¿Qué preguntas deberíamos hacernos y no dejar sin contestar? ¿Qué podemos decir de la muerte ahora que la tenemos tan cerca?

Efectivamente, una situación tan dolorosa e imprevisible como esta hace cuestionarse sobre temas esenciales. A medida que avanzaba el tiempo de pandemia, lo que parecía lejano ha venido a tocar a la puerta de cada uno de nosotros. Todos hemos mirado, impresionados, como miles y miles de personas fallecían en medio de la incertidumbre, lejos –en muchas ocasiones– de sus familiares. Muchos hemos perdido a personas cercanas, otros ya innumerables han sido afectados por el virus y han visto peligrar su propia vida; nadie puede quedar indiferente ante eso. Pero no solo nos hemos enfrentado con las preguntas que provoca el contacto con la muerte, también con las de la propia fragilidad e impotencia. Me pregunta por las cuestiones que no podemos dejar sin contestar en esta época… Pienso que las fundamentales van en dos direcciones: unas miran hacia Dios y otras hacia nosotros. Muchos habremos elevado nuestras preguntas a Dios ante el dolor: "¿Por qué has permitido esto?". Dios es amor, como escribe san Juan en su primera epístola, y su amor es el amor de quien todo lo sabe y todo lo puede. Es cuestión de fe. No podemos llegar a entender del todo la providencia de Dios, pero con la fe –que obra mediante la caridad– podemos siempre amarla, y llegar a entender así el sentido del sufrimiento. Por otra parte, también nos hemos preguntado por nuestra propia vida. ¿Qué quiero que haya sido mi vida al llegar el momento de la muerte? Aunque la muerte siempre impresiona, muchos hemos tenido la experiencia de haber encontrado el consuelo de reconocer una vida feliz y realizada en quienes nos han dejado. Ese resquicio de paz fortalece también nuestra esperanza.

En esta situación límite de necesidad los ciudadanos han dado lo mejor de sí. La respuesta ha sido en general ejemplar, tanto en el cumplimiento de las normativas cívicas, como el apoyo a necesitados, voluntariado, cadenas de oración, etc. Parece que sentirnos necesarios nos ha hecho crecer a todos, olvidarnos de muchos egoísmos y pensar en los demás. ¿Tenemos que llegar a estos niveles de dolor para descubrir las necesidades de los demás por encima de las nuestras? ¿Cómo podemos aprovechar esta oportunidad, en la que economía y salud se han presentado como elementos enfrentados, para de veras avanzar hacia un mundo más solidario y humano?

Como dice, estos momentos nos han vuelto a poner frente a la realidad de que somos seres sociales, de que la persona humana necesita de los demás. Esta pandemia ha traído grandes lecciones, que hemos de procurar asimilar, empezando por cada uno. A veces, podemos tener la tentación de pensar que la sociedad civil, la "gente", no ha aprendido la lección, pero hay que examinarse también en primera persona: ¿qué he hecho yo para mantener esta actitud solidaria? Para algunos, esta pandemia quizá haya supuesto un redescubrir el efecto de su labor profesional en el ámbito social –desde luego los profesionales del ámbito de la salud han sido heroicos–. Otros tal vez han podido descubrir que tienen más tiempo para darlo a los demás de lo que pensaban. Un fenómeno generalizado ha sido también la preocupación y cercanía con nuestros familiares y amigos, incluso aquellos para quienes no encontrábamos tiempo. El descubrimiento de las inmensas facilidades de las tecnologías nos ha hecho buscar y aumentar los contactos personales. Todos hemos descubierto o redescubierto de un modo nuevo que necesitamos a los demás, que somos todos parte del mismo mundo.

Los que tenemos fe hemos revivido una situación que recordaba muchas escenas de la Biblia: una plaga que nos acecha y contra la que nuestras fuerzas humanas resultan irrisorias; y un encierro en nuestras arcas para protegernos del diluvio. Desplegados todos los recursos humanos, solo quedaba rezar y esperar. Y en paralelo hemos contemplado algunas imágenes verdaderamente apocalípticas, como la del santo Padre envuelto en silencio, celebrando la liturgia de Semana Santa en una plaza de san Pedro desierta y mojada por una lluvia incesante. ¿Qué le han sugerido estas imágenes?

Toda esta situación alcanzó un pico de tensión –por lo menos en Europa y Asia– durante la Cuaresma. Ha sido muy impresionante ver esta ciudad de Roma, que en esas fechas se llena de peregrinos, vacía y confinada. La situación de dolor y temor ha permitido una mayor cercanía a la Cruz de Jesús, nos ha hecho contemplar, con una renovada participación personal, su Pasión. El Papa Francisco quiso estar cerca de toda la humanidad, presentando al Señor su oración y la de todos los cristianos en varios momentos de los que hemos podido participar. Todos, y en modo especial los sacerdotes, hemos sufrido pensando en tantísimas personas que durante un tiempo, más o menos prolongado, no han podido recibir los Sacramentos ni rezar ante el Santísimo Sacramento. Estoy seguro de que otras tantísimas personas hemos tenido siempre presentes en nuestra oración y en nuestra Misa a todas esas otras que, en cierto modo, han compartido más la Pasión del Señor.

Haciendo referencia directa al espíritu del Opus Dei: san Josemaría hablaba del verso heroico, de hacer endecasílabo de la prosa diaria, de saber descubrir lo divino en las cosas ordinarias de cada día. Ahora la situación es más bien a la inversa, porque vivimos una situación completamente extraordinaria prolongada en el tiempo más de lo que esperábamos. ¿Cómo no perder la paz y la alegría, de las que tanto hablaba el santo, como elementos esenciales de la santidad en medio del mundo, en un contexto de tensión y ante el panorama que presenta la crisis del coronavirus –pérdidas económicas, personales, laborales, etc.– que puede percibirse como sombrío y desalentador?

Un mensaje que se ha repetido mucho estos días ha sido el de "adaptarse a la nueva normalidad". En el contexto de esta pandemia, el confinamiento y todo lo que esto conllevaba, se ha convertido en nuestra normalidad, en nuestra vida ordinaria. Pienso que, tras los primeros momentos de desconcierto general, todo el mundo procura adaptarse a una nueva "vida ordinaria". El trabajo, el cuidado de la familia –especialmente de los niños y de los ancianos, más vulnerables–, las relaciones sociales, en todos estos ámbitos han surgido multitud de iniciativas para hacer ahí "verso heroico". Poco a poco, la situación va evolucionando hacia otros nuevos retos, hacia otras "nuevas normalidades". San Josemaría hablaba mucho de las cosas pequeñas, del hoy, del ahora. Esta época extraordinaria se construye con pequeños actos y momentos, en los que podemos encontrar a Dios: "¿Quieres de verdad ser santo? –Cumple el pequeño deber de cada momento: haz lo que debes y está en lo que haces" (San Josemaría, Camino, 815).

Además, la reacción ejemplar de tantas y tantos profesionales, creyentes o no, ante la pandemia, ha manifestado la dimensión de servicio. Esto ayuda a pensar que el destinatario último de cualquier tarea o profesión es alguien con nombre y apellido, alguien con una dignidad irrenunciable. Todo trabajo noble es reconducible, en última instancia, a la tarea de «cuidar personas». Cuando procuramos trabajar bien y en apertura al prójimo, nuestro trabajo, cualquier trabajo, adquiere un sentido completamente nuevo y puede hacerse camino de encuentro con Dios. Hace mucho bien integrar en el trabajo, aún el más rutinario, la perspectiva de la persona, que es la del servicio, que va más allá de lo debido por la retribución percibida. Pienso que es otra buena lección que esta emergencia sanitaria nos deja para el futuro: buscar, en nuestro trabajo –en cualquier trabajo– esa dimensión fundamental del servicio.