Padres de la Iglesia

JUAN DAMASCENO

El jardín de la Sagrada Escritura

(Exposición de la fe ortodoxa, 1V 17)

Dice el Apóstol: Muchas veces y de muchos modos habló Dios antes por medio de los profetas; mas en estos últimos días nos ha hablado por medio del Hijo (Hb 1, 1-2). Por medio del Espíritu Santo hablaron la ley los profetas, los evangelistas, los apóstoles, los pastores y maestros. Por eso, toda Escritura es inspirada por Dios y es también útil (cfr. 2Tm 3, 16). Es, pues, cosa bella y saludable investigar las divinas Escrituras. Como un árbol plantado junto a cursos de agua, así el alma regada por la Sagrada Escritura crece y lleva fruto a su tiempo (Sal 1, 3); es decir, la fe recta, y está siempre adornada de verdes hojas, esto es, de obras agradables a Dios. Por las santas Escrituras, en efecto, somos conducidos a cumplir acciones virtuosas y a la pura contemplación. En ellas encontramos el estímulo para todas las virtudes y el rechazo de todos los vicios. Por eso, si aprendemos con amor, aprenderemos mucho; pues mediante la diligencia, el esfuerzo y la gracia de Dios que da todas las cosas, se obtiene todo: el que pide, recibe; el que busca, halla; a quien llama, se le abrirá (Lc 11, 10). Exploremos, pues, este magnífico jardín de la Sagrada Escritura, un jardín que es oloroso, suave, lleno de flores, que alegra nuestros oídos con el canto de múltiples aves espirituales, llenas de Dios; que toca nuestro corazón y lo consuela cuando se halla triste, lo calma cuando se irrita, lo llena de eterna alegría; que eleva nuestro pensamiento sobre el dorso brillante y dorado de la divina paloma (cfr. Sal 68, 14), que con sus alas esplendorosas nos lleva hasta el Hijo Unigénito y heredero del dueño de la viña espiritual, y por medio de Él al Padre de las luces (St 1, 17). Pero no lo exploremos con desgana, sino con ardor y constancia; no nos cansemos de explorarlo. De este modo se nos abrirá. Si leemos una vez y otra un pasaje, y no lo comprendemos, no nos debemos desanimar, sino que hemos de insistir, reflexionar, interrogar. Está escrito, en efecto: interroga a tu padre y te lo anunciará, a tus ancianos y te lo dirán (Dt 32, 7). La ciencia no es cosa de todos (cfr. 1Co 8, 7). Vayamos a la fuente de este jardín para tomar las aguas perennes y purísimas que brotan para la vida eterna (cfr. Jn 4, 14). Gozaremos y nos saciaremos, sin saciarnos, porque su gracia es inagotable. Si podemos tomar algo útil también de los de fuera [de los escritores profanos], nada nos lo prohíbe; pero comportémonos como expertos cambistas, que recogen el oro genuino y puro, mientras rechazan el oro falso. Acojamos sus buenas enseñanzas y arrojemos a los perros sus divinidades y sus mitos absurdos, pues de todo eso sacaremos más fuerzas para combatirlos

La fuerza de la Cruz

(Exposición de la fe ortodoxa, 114 11)

Todas la obras y milagros de Cristo son sobresalientes, divinos y admirables; pero lo más digno de admiración es su venerable cruz. Porque por ninguna otra causa se ha abolido la muerte, se ha extinguido el pecado del primer padre, se ha expoliado el Infierno, se nos ha entregado la resurrección, se nos ha concedido la fuerza de despreciar el mundo presente y la muerte misma, se ha enderezado nuestro regreso a la primitiva felicidad, se han abierto las puertas del Paraíso, se ha situado nuestra naturaleza junto a la diestra de Dios, y hemos sido hechos hijos y herederos suyos, no por ninguna otra causa-repito-más que por la cruz de nuestro Señor Jesucristo. La cruz ha garantizado todas estas cosas: todos los que fuimos bautizados en Cristo, dijo el Apóstol, fuimos bautizados en su muerte (Rm 6, 3). Todos los que fuimos bautizados en Cristo nos revestimos de Cristo (Ga 3, 27). Cristo es la virtud y la sabiduría de Dios (2Co 1, 24). Por tanto, la muerte de Cristo, es decir, la cruz, nos ha revestido de la auténtica sabiduría y potencia divina. El poder de Dios es la palabra de la cruz, porque por ésta se nos ha manifestado la potencia de Dios, es decir, la victoria sobre la muerte; y del mismo modo que los cuatro extremos de la cruz se pliegan y se encierran en la parte central, así lo elevado y lo profundo, lo largo y lo ancho, esto es, toda criatura visible e invisible, es abarcada por el poder de Dios. La cruz se nos ha dado como señal en la frente al igual que a Israel la circuncisión, pues por ella los fieles nos diferenciamos de los infieles y nos damos a conocer a los demás. Es el escudo, el arma y el trofeo contra el demonio. Es el sello para que no nos alcance el ángel exterminador, como dice la Escritura (cfr. Ex 9, 12). Es el instrumento para levantar a los que yacen, el apoyo de los que se mantienen en pie, el bastón de los débiles, la vara de los que son apacentados, la guía de los que se dan la vuelta hacia atrás, el punto final de los que avanzan, la salud del alma y del cuerpo, la que ahuyenta todos los males, la que acoge todos los bienes, la muerte del pecado, la planta de la resurrección, el árbol de la vida eterna. Así, pues, ante este leño precioso y verdaderamente digno de veneración, en el que Cristo se ofreció como hostia por nosotros, debemos arrodillarnos para adorarlo, porque fue santificado por el contacto con el cuerpo y sangre santísimos del Señor. También hemos de obrar así con los clavos, la lanza, los vestidos y los sagrados lugares donde el Señor ha estado: el pesebre, la cueva, el Gólgota que nos ha traído la salvación, el sepulcro que nos ha donado la vida, Sión, fortaleza de la Iglesia, y otros lugares semejantes, según decía David, antepasado de Dios según la carne: entraremos en sus mansiones, adoraremos en el lugar donde estuvieron sus pies (Sal 132, 7). Las palabras que se exponen a continuación demuestran que David se refiere a la cruz: levántate, Señor, a tu descanso (Ibid. 8). La resurrección sigue a la cruz. Pues si entre las cosas queridas estimamos la casa, el lecho y el vestido, ¿cuánto más queridas serán para nosotros, entre las cosas de Dios y de nuestro Salvador, las que nos han procurado la salvación? ¡Adoremos la imagen de la preciosa y vivificante cruz, de cualquier materia que esté compuesta! Porque no veneramos el objeto material- ¡no suceda esto nunca!-, sino lo que representa: el símbolo de Cristo. Él mismo, refiriéndose a la cruz, advirtió a sus discípulos: entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo (Mt 24, 30). Y, por eso, el ángel que anunciaba la Resurrección dijo a las mujeres: buscáis a Jesús Nazareno, el crucificado (Mc 16, 6). Y el Apóstol: nosotros anunciamos a Cristo crucificado (1Co 1, 23). Hay muchos Cristos y muchos Jesús, pero uno solo es el crucificado. No dijo atravesado por la lanza, sino crucificado. Hay que adorar, por tanto, el símbolo de Cristo; donde se halle su señal, allí también se encontrará Él. Pero la materia con que esté construida la imagen de la cruz, aunque sea de oro o de piedras preciosas, no hay que adorarla después de que se destruya la figura. Adoramos todas las cosas consagradas a Dios para rendirle culto. El árbol de la vida, el plantado por Dios en el Paraíso, prefiguró esta venerable cruz. Puesto que por el árbol apareció la muerte (Gn 2 y 3), convenía que por el árbol se nos diera la vida y la resurrección. Jacob, que fue el primero en adorar el extremo de la vara de José, designó la cruz, porque al bendecir a sus hijos con las manos asidas al bastón, delineó clarísimamente la señal de la cruz. También la prefiguran la vara de Moisés, después de golpear el mar trazando la figura de la cruz, de salvar a Israel y de sumergir al Faraón; sus manos extendidas en forma de cruz y que pusieron en fuga a Amalec; el agua endulzada por el leño y la roca agrietada de la que fluía un manantial; la vara de Aarón, que sancionaba la dignidad de su jerarquía sacerdotal; la serpiente hecha, según la costumbre de los trofeos, sobre madera, como si estuviera muerta (aunque esta madera fue la que dio la salvación a los que con fe veían muerto al enemigo), como Cristo fue clavado con carne incapaz de pecado. El gran Moisés exclamó: veréis vuestra vida colgada en el leño ante vuestros ojos (Dt 28, 66). E Isaías: todo el día extendí mis manos ante el pueblo que no cree y que me contradice (Is 15, 2). ¡Ojalá los que adoramos la cruz participemos de Cristo crucificado!

El coro de los ángeles

(Exposición sobre la fe ortodoxa, 11, 3)

El ángel es un ser inteligente, dotado de libre arbitrio, en continua actividad incorpórea al servicio de Dios; enriquecido con la inmortalidad gracias al don del Altísimo, aunque sólo el Creador sabe en qué consiste su sustancia y puede definirla (...). El ángel es una naturaleza racional, inteligente, libre, sujeto a razonamiento y determinado en la voluntad, pues todo lo que ha sido creado debe estar sujeto a cambio: sólo lo increado está fuera de la esfera de la mutabilidad. También lo que es racional está dotado de libertad y, por eso, el ángel, al tener razón y ser inteligente, goza de libre arbitrio; es una naturaleza creada y mutable, pues libremente puede adherirse al bien y progresar en él, o plegarse al mal (...). Tiene la inmortalidad, pero sólo por gracia y don divinos, no por naturaleza, pues todo lo que tiene principio ha de tener un fin. Sólo Dios existe desde siempre. Quien ha creado el tiempo y se encuentra por encima de él, no está sujeto al tiempo. Los ángeles son luces espirituales que reciben su esplendor de esa primera Luz, que no tiene principio. No necesitan lengua, ni oídos, pues se comunican las experiencias e ideas sin auxilio de voz. Han sido creados por medio del Verbo y recibieron su perfección a través del Espíritu Santo, para que cada uno reciba, según su dignidad y orden, la gracia y la gloria. Están circunscritos o limitados en el sentido de que, mientras se encuentran en el Cielo, no están en la tierra, o si son enviados por Dios al mundo, no permanecen en el Paraíso. Pero no están sujetos a un lugar fijado por muros, puertas, vallas o cerraduras; ni son reducidos a unos confines precisos. Tampoco están vinculados a figura alguna; aparecen a los que Dios quiere pero no como son, sino en la forma adecuada a la vista de quienes los ven. Por otro lado, sólo lo que es increado rechaza por naturaleza cualquier límite; las criaturas, por el contrario, están limitadas por los términos fijados por el Creador. De otra parte, los ángeles reciben la santidad no de su propia naturaleza, sino de otra fuente, que es el Espíritu Santo. Gracias a la iluminación de Dios pueden predecir el futuro y no tienen necesidad de connubio porque son inmortales (...). Los ángeles son poderosos y prontos a cumplir la voluntad de Dios; dotados de tal agilidad que se encuentran al instante allí donde Dios quiere. Cada uno tiene en custodia una parte de la tierra, preside a una nación o a un pueblo, según las disposiciones del Creador: dirigen nuestros asuntos y nos ayudan en cuanto, por voluntad divina, están por encima del hombre y se encuentran siempre en torno a Dios (...). Contemplan al Altísimo en el grado en que el Señor se lo permite a cada uno y de este manjar se alimentan. Superiores a nosotros porque son incorpóreos e inmunes a las pasiones corporales, aunque no de cualquier pasión, porque esto sólo compete a Dios. Se transforman en todo lo que la divinidad quiere, y, de este modo, se hacen visibles a los hombres, descubriéndoles los misterios divinos. Se encuentran en el Cielo y tienen la misión de alabar a Dios y cumplir su voluntad.

Asunción. Madre de la gloria

(Homilía 2 en la dormición de la Virgen Marta, 2 y 14)

Hoy es introducida en las regiones sublimes y presentada en el templo celestial la única y santa Virgen, la que con tanto afán cultivó la virginidad, que llegó a poseerla en el mismo grado que el fuego más puro. Pues mientras todas las mujeres la pierden al dar a luz, Ella permaneció virgen antes del parto, en el parto y después del parto. Hoy el arca viva y sagrada del Dios viviente, la que llevó en su seno a su propio Artífice, descansa en el templo del Señor, templo no edificado por manos humanas. Danza David, abuelo suyo y antepasado de Dios, y con él forman coro los ángeles, aplauden los Arcángeles, celebran las Virtudes, exultan los Principados, las Dominaciones se deleitan, se alegran las Potestades, hacen fiesta los Tronos, los Querubines cantan laudes y pregonan su gloria los Serafines. Y no un honor de poca monta, pues glorifican a la Madre de la gloria. Hoy la sacratísima paloma, el alma sencilla e inocente consagrada al Espíritu Santo, salió volando del arca, es decir, del cuerpo que había engendrado a Dios y le había dado la vida, para hallar descanso a sus pies; y habiendo llegado al mundo inteligible, fijó su sede en la tierra de la suprema herencia, aquella tierra que no está sujeta a ninguna suciedad. Hoy el Cielo da entrada al Paraíso espiritual del nuevo Adán, en el que se nos libra de la condena, es plantado el árbol de la vida y cubierta nuestra desnudez. Ya no estamos carentes de vestidos, ni privados del resplandor de la imagen divina, ni despojados de la copiosa gracia del Espíritu. Ya no nos lamentamos de la antigua desnudez, diciendo: me han quitado mi túnica, ¿cómo podré ponérmela? (Ct 5, 3). En el primer Paraíso estuvo abierta la entrada a la serpiente, mientras que nosotros, por haber ambicionado la falsa divinidad que nos prometía, fuimos comparados con los jumentos (cfr. Sal 49, 13). Pero el mismo Hijo Unigénito de Dios, que es Dios consustancial al Padre, se hizo hombre tomando origen de esta tierra purísima que es la Virgen. De este modo, siendo yo un puro hombre, he recibido la divinidad; siendo mortal, fui revestido de inmortalidad y me despojé de la túnica de piel. Rechazando la corrupción me he revestido de incorrupción, gracias a la divinización que he recibido. Hoy la Virgen inmaculada, que no ha conocido ninguna de las culpas terrenas, sino que se ha alimentado de los pensamientos celestiales, no ha vuelto a la tierra; como Ella era un cielo viviente, se encuentra en los tabernáculos celestiales. En efecto, ¿quién faltaría a la verdad llamándola cielo?; al menos se puede decir, comprendiendo bien lo que se quiere significar, que es superior a los cielos por sus incomparables privilegios. Pues quien fabricó y conserva los cielos, el Artífice de todas las cosas creadas -tanto de las terrenas como de las celestiales, caigan o no bajo nuestra mirada-, Aquél que en ningún lugar es contenido, se encarnó y se hizo niño en Ella sin obra de varón, y la transformó en hermosísimo tabernáculo de esa única divinidad que abarca todas las cosas, totalmente recogido en María sin sufrir pasión alguna, y permaneciendo al mismo tiempo totalmente fuera, pues no puede ser comprehendido. Hoy la Virgen, el tesoro de la vida, el abismo de la gracia-no sé de qué modo expresarlo con mis labios audaces y temblorosos-nos es escondida por una muerte vivificante. Ella, que ha engendrado al destructor de la muerte, la ve acercarse sin temor, si es que está permitido llamar muerte a esta partida luminosa, llena de vida y santidad. Pues la que ha dado la verdadera Vida al mundo, ¿cómo puede someterse a la muerte? Pero Ella ha obedecido la ley impuesta por el Señor1 y, como hija de Adán, sufre la sentencia pronunciada contra el padre. Su Hijo, que es la misma Vida, no la ha rehusado, y por tanto es justo que suceda lo mismo a la Madre del Dios vivo. Mas habiendo dicho Dios, refiriéndose al primer hombre: no sea que extienda ahora su mano al árbol de la vida y, comiendo de él, viva para siempre (Gn 3, 22), ¿cómo no habrá de vivir eternamente la que engendró al que es la Vida sempiterna e inacabable, aquella Vida que no tuvo inicio ni tendrá fin? (...) Si el cuerpo santo e incorruptible que Dios, en Ella, había unido a su persona, ha resucitado del sepulcro al tercer día, es justo que también su Madre fuese tomada del sepulcro y se reuniera con su Hijo. Es justo que así como Él había descendido hacia Ella, Ella fuera elevada a un tabernáculo más alto y más precioso, al mismo cielo. Convenía que la que había dado asilo en su seno al Verbo de Dios, fuera colocada en las divinas moradas de su Hijo; y así como el Señor dijo que El quería estar en compañía de los que pertenecían a su Padre, convenía que la Madre habitase en el palacio de su Hijo, en la morada del Señor, en los atrios de la casa de nuestro Dios. Pues si allí está la habitación de todos los que viven en la alegría, ¿en donde habría de encontrarse quien es Causa de nuestra alegría? Convenía que el cuerpo de la que había guardado una virginidad sin mancha en el alumbramiento, fuera también conservado poco después de la muerte. Convenía que la que había llevado en su regazo al Creador hecho niño habitase en los tabernáculos divinos. Convenía que la Esposa elegido por el Padre, viviese en la morada del Cielo. Convenía que la que contempló a su Hijo en la Cruz, y tuvo su corazón traspasado por el puñal del dolor que no la había herido en el parto, le contemplase, a El mismo, sentado a la derecha del Padre. Convenía, en fin, que la Madre de Dios poseyese todo lo que poseía el Hijo, y fuese honrada por todas las criaturas.

1 Es de fe la Asunción de la Virgen en cuerpo y alma al Cielo; sobre si Nuestra Señora sufrió o no la muerte corporal, el Magisterio de la Iglesia no se ha pronunciado.