A lo largo de su noveno quinquenio, la Comisión Teológica Internacional ha tenido la ocasión de profundizar en el estudio sobre la libertad religiosa en el contexto actual. Este estudio ha sido realizado por una comisión especial presidida por el Rvdo. Javier Prades López y compuesta por los siguientes miembros: Rvdo. Željko Tanjic, Rvdo. John Junyang Park, Prof.ª Moira Mary McQueen, P. Bernard Pottier, S.I., Prof.ª Tracey Rowland, Mons. Pierangelo Sequeri, Rvdo. Philippe Vallin, Rvdo. Koffi Messan Laurent Kpogo y P. Serge-Thomas Bonino, O.P.
Las discusiones generales sobre el tema en cuestión tuvieron lugar tanto en el curso de varios encuentros de la subcomisión como con ocasión de las sesiones plenarias de la comisión, en los años comprendidos entre el 2014 y el 2018. El presente texto ha sido aprobado en forma específica mediante voto escrito por la mayoría de los miembros de la Comisión Teológica Internacional en la sesión plenaria del 2018. A continuación, el documento fue sometido a la aprobación de su Presidente, su Eminencia el Sr. Card. Luis F. Ladaria, S.I., Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, quien, tras haber recibido el parecer favorable del Santo Padre Francisco, ha autorizado su publicación con fecha de 21 de marzo de 2019.
1. En 1965 se aprobó la declaración conciliar Dignitatis humanae en un contexto histórico significativamente diferente del actual, también en lo que se refiere al tema que constituía su argumento central, esto es, el de la libertad religiosa en el mundo moderno. Su valiente puntualización de las razones cristianas para el respeto de la libertad religiosa de los individuos y de las comunidades, en el ámbito del Estado de derecho y de las prácticas de justicia de las sociedades civilizadas, todavía despierta nuestra admiración. La contribución del Concilio, que bien podemos definir como profética, proporcionó a la Iglesia un horizonte de credibilidad y de aprecio que ha favorecido enormemente su testimonio evangélico en el contexto de la sociedad contemporánea.
2. Mientras tanto, un nuevo protagonismo de las tradiciones religiosas y nacionales del área del Oriente Medio y de Asia ha cambiado sensiblemente la percepción de la relación entre religión y sociedad. Las grandes tradiciones religiosas del mundo ya no aparecen solo como el residuo de épocas antiguas y de culturas premodernas superadas por la historia. Las distintas formas de pertenencia religiosa inciden de un modo nuevo en la constitución de la identidad personal, en la interpretación de los vínculos sociales y en la búsqueda del bien común. En muchas sociedades secularizadas las distintas formas que adquieren las comunidades religiosas son aún percibidas como factores relevantes de intermediación entre los individuos y el Estado. El elemento relativamente nuevo, en la configuración actual de estos modelos, reside en el hecho de que la relevancia de las comunidades religiosas está comprometida hoy en el afrontar, directa o indirectamente, el modelo democrático-liberal del Estado de derecho y de la organización tecno-económica de la sociedad civil.
3. Dondequiera que se plantee hoy el problema de la libertad religiosa en el mundo, este concepto se discute en referencia (ya sea positiva o negativa) a una concepción de los derechos humanos y de las libertades civiles que está asociada a la cultura política liberal, democrática, pluralista y secular. La retórica humanista que apela a los valores de la convivencia pacífica, de la dignidad individual, del diálogo intercultural e interreligioso se expresa en el lenguaje del Estado liberal moderno. Por otro lado, y aún más profundamente, se basa en los principios cristianos de la dignidad de la persona y de la proximidad entre los hombres, principios que han contribuido a la formación y a la universalización de ese lenguaje.
4. La actual radicalización religiosa calificada de «fundamentalismo» en el ámbito de las diferentes culturas políticas no parece un simple retorno más «observante» a la religiosidad tradicional. A menudo, esta radicalización tiene la connotación de una reacción específica frente a la concepción liberal del Estado moderno, debido a su relativismo ético y a su indiferencia ante la religión. Por otro lado, muchos critican al Estado liberal a causa del motivo contrario, es decir, por el hecho de que su proclamada neutralidad no parece capaz de evitar la tendencia a considerar la profesión de la fe y la pertenencia religiosa como un obstáculo para la admisión a la plena ciudadanía cultural y política de los individuos. Podría decirse que estamos ante una forma de «totalitarismo mórbido» que nos hace especialmente vulnerables a la difusión del nihilismo ético en la esfera pública.
5. La pretendida neutralidad ideológica de una cultura política que se quiere construir a partir de la elaboración de reglas de justicia meramente procedimentales, que prescindan de toda justificación ética y toda aspiración religiosa, muestra la tendencia a elaborar una ideología de la neutralidad que, de hecho, impone la marginación, cuando no la exclusión, de las expresiones religiosas de la esfera pública y, por lo tanto, de la plena libertad de participación en la formación de la ciudadanía democrática. Aquí queda al descubierto la ambivalencia de una neutralidad de la esfera pública que lo es solo en apariencia y de una libertad civil que es objetivamente discriminadora. Una cultura civil que define su humanismo a través de la supresión del componente religioso del ser humano se ve forzada a eliminar también partes decisivas de la propia historia, del propio saber, de la propia tradición y de la propia cohesión social. El resultado es la supresión de partes cada vez más importantes de la humanidad y de la ciudadanía que conforman esa sociedad. La reacción ante esta debilidad humanista del sistema llega incluso a hacer que a ojos de muchos (sobre todo jóvenes) parezca justificado el desembocar en un fanatismo desesperado que puede ser tanto ateo como teocrático. La incomprensible atracción que ejercen algunas formas violentas y totalitarias de ideología política o de militancia religiosa, que parecían relegadas al juicio de la razón y de la historia, debe cuestionarnos de una manera nueva y hacernos profundizar aún más en nuestro análisis.
6. En contraste con la tesis clásica, que preveía la reducción de la religión como efecto inevitable de la modernización técnica y económica, hoy se habla de una vuelta de la religión al escenario público. A decir verdad, esa correlación automática entre progreso civil y extinción de la religión había sido formulada según un prejuicio ideológico que veía la religión como la construcción mítica de una sociedad humana que aún no era dueña de los instrumentos racionales capaces de producir la emancipación y el bienestar de la sociedad. Este esquema resultó inadecuado, no solo en relación con la verdadera naturaleza de la conciencia religiosa, sino también respecto a la ingenua confianza puesta en los efectos humanizadores de la modernización tecnológica. Ahora bien, ha sido precisamente la reflexión teológica la que ha contribuido a aclarar, en estas décadas, la gran ambigüedad de lo que a veces se ha denominado regreso de la religión, un tanto apresuradamente. De hecho, el llamado «regreso» también presenta aspectos de «regresión» frente a los valores personales y de convivencia democrática que están en la base de la concepción humanística del orden político y del vínculo social. Muchos fenómenos asociados a la nueva presencia del factor religioso en la esfera política y social son completamente heterogéneos –si no contradictorios– con respecto a la tradición auténtica y al desarrollo cultural de las grandes religiones históricas. Algunas formas nuevas de religiosidad, cultivadas al abrigo de contaminaciones arbitrarias debidas a la búsqueda del bienestar psicofísico y a algunas construcciones pseudocientíficas de la visión del mundo y del yo, se presentan más bien, incluso para los mismos creyentes, como inquietantes desviaciones de la orientación religiosa, por no hablar de la burda motivación religiosa de algunas formas de fanatismo totalitario que tratan de imponer la violencia terrorista dentro de las grandes tradiciones religiosas.
7. Sin lugar a dudas, la progresiva supresión posmoderna del compromiso con la verdad y con la trascendencia plantea en términos nuevos el tema político y jurídico de la libertad religiosa. Por otra parte, las teorías del Estado liberal que lo conciben como radicalmente independiente de la aportación de los argumentos y del testimonio de la cultura religiosa, llevan a concebir al Estado también como más vulnerable ante la presión de las formas de religiosidad –o de pseudoreligiosidad– que tratan de afirmarse en el espacio público fuera de las reglas de un diálogo cultural respetuoso y de una confrontación democrática civil. La tutela de la libertad religiosa y de la paz social presupone un Estado que no solo desarrolle lógicas de cooperación recíproca entre las comunidades religiosas y la sociedad civil, sino que también sea capaz de activar la circulación de una adecuada cultura religiosa. La cultura civil debe superar el prejuicio de una visión puramente emocional o ideológica de la religión. La religión, a su vez, ha de ser continuamente estimulada a elaborar una visión de la realidad y de la convivencia que se inspiren en un lenguaje humanista comprensible.
8. El cristianismo –de manera especial el catolicismo, precisamente con el sello del Concilio– ha concebido una línea de desarrollo de su calidad religiosa que pasa a través del rechazo de todo intento de instrumentalizar el poder político, aunque se practique en vista del proselitismo de la fe. La evangelización tiende hoy a valorar positivamente un contexto de libertad religiosa y civil de la conciencia, que el cristianismo interpreta como espacio histórico, social y cultural favorable a una llamada de la fe que no quiere ser confundida con la imposición, ni aprovecharse de un estado de sometimiento del hombre. La proclamación de la libertad religiosa, que debe valer para todos, y el testimonio de una verdad trascendente, que no se impone por la fuerza, parecen profundamente pertinentes a la inspiración de la fe. La fe cristiana, por su misma naturaleza, está abierta a la confrontación positiva con las razones humanas de la verdad y del bien que la historia de la cultura saca a la luz en la vida y en el pensamiento de los pueblos. La libertad en la búsqueda de las palabras y de los signos de la verdad de Dios y la pasión por la hermandad de los hombres van siempre juntas.
9. Las recientes transformaciones del escenario religioso, así como también de la cultura humanista, en la vida política y social de los pueblos confirman –por si fuese necesario– que la relaciones entre estos dos aspectos son estrechas, profundas y de vital importancia para la calidad de la convivencia y para orientar la existencia. Desde este punto de vista, la búsqueda de las formas más adecuadas que garanticen las mejores condiciones posibles para su interacción, en la libertad y en la paz, son un factor decisivo del bien común y del progreso histórico de las civilizaciones humanas. La imponente oleada de pueblos enteros que se ven obligados a emigrar porque sus tierras se han vuelto hostiles a la vida y a la convivencia, sobre todo a causa de un asentamiento endémico de la pobreza y de un estado de guerra permanente, está creando sociedades estructuralmente interreligiosas, interculturales e interétnicas en Occidente. ¿No sería el momento de discutir, más allá de esta emergencia, el hecho de que la historia parece estar imponiéndonos la verdadera y propia invención de un futuro nuevo para la construcción de modelos de relación entre libertad religiosa y democracia civil? El tesoro de cultura y de fe que hemos heredado a lo largo de los siglos y que hemos acogido libremente, ¿no debe, tal vez, generar un humanismo que esté realmente a la altura de esta llamada de la historia y que sea capaz de responder a la llamada en favor de una tierra más habitable?
10. En referencia a los «signos de los tiempos» que vienen y que ya han comenzado a suceder, es necesario dotarse de instrumentos adecuados para actualizar la reflexión cristiana, el diálogo religioso y la confrontación civil. La resignación frente a la dureza y a la complejidad de algunas involuciones que se están dando en el presente sería una debilidad injustificable para la responsabilidad de la fe. La relación entre la libertad religiosa y la dignidad humana se ha convertido en algo central para el ámbito político: las dos se mantienen firmemente unidas de una manera que hoy nos es especialmente evidente. Una Iglesia creyente que vive en sociedades humanas cada vez más caracterizadas por lo multirreligioso y lo multiétnico –parece que este es el movimiento por el que nos conduce la historia– debe saber desarrollar una competencia adecuada para con la nueva condición existencial de su testimonio de fe. Una situación que, vista de manera retrospectiva, no es muy distinta de aquella en la que el cristianismo fue llamado a sembrar y que fue capaz de hacer florecer.
11. Este documento comienza recordando la enseñanza de la declaración conciliar Dignitatis humanae y su recepción en el Magisterio y en la teología tras el Concilio Vaticano II (cf. cap. 2). Después, al modo de un cuadro sintético de principios, sobre todo antropológicos, de la comprensión cristiana de la libertad religiosa, se trata de la libertad religiosa de la persona, primero en su dimensión individual (cf. cap. 3) y después en su dimensión comunitaria subrayando, entre otras cosas, el valor de las comunidades religiosas como cuerpos intermedios en la vida social (cf. cap. 4). Los dos aspectos son inseparables en la realidad, sin embargo, dado que el enraizamiento de la libertad religiosa en la condición personal del ser humano indica el fundamento último de su dignidad inalienable, parece que es útil proceder por este orden. A continuación, se considera la libertad religiosa ante al Estado y se ofrecen algunas aclaraciones con respecto a las contradicciones inscritas en la ideología de esa concepción de un Estado religiosa, ética y axiológicamente neutral (cf. cap. 5). En los últimos capítulos el documento se detiene en la contribución de la libertad religiosa a la convivencia y a la paz social (cf. cap. 6), antes de resaltar el lugar central de la libertad religiosa en la misión de la Iglesia hoy (cf. cap. 7).
12. El enfoque general de la reflexión que proponemos se puede resumir brevemente en los siguientes términos. No tratamos de ofrecer un texto académico sobre los muchos aspectos del debate sobre la libertad religiosa. La complejidad del tema, tanto desde el punto de vista de los distintos factores de la vida personal y social que están implicados, como desde el punto de vista de las perspectivas interdisciplinares que reclama, es una evidencia común. Nuestra elección metodológica fundamental se resume diciendo que es una reflexión teológico-hermenéutica con una doble intención: (a) En primer lugar, proponer una actualización razonada de la recepción de Dignitatis humanae. (b) En segundo lugar, explicitar las razones de la justa integración –antropológica y política– entre la instancia personal y la comunitaria de la libertad religiosa. La exigencia de esta aclaración depende fundamentalmente de la necesidad que tiene la misma doctrina social de la Iglesia de incluir las evidencias históricas más relevantes de la nueva experiencia global.
13. La absoluta indiferencia ético-religiosa del Estado debilita a la sociedad civil para discernir de modo adecuado la aplicación de un derecho verdaderamente liberal y democrático que sea capaz de dar cuenta efectivamente de las formas comunitarias que interpretan los vínculos sociales en vistas al bien común. Al mismo tiempo, la correcta elaboración del pensamiento sobre la libertad religiosa en la esfera pública pide a la teología cristiana una profundización, consciente de la complejidad cultural de la actual forma civil, que pueda cerrar el camino desde el punto de vista teórico a una regresión en clave teocrática del derecho común. El hilo conductor de la reflexión que se propone en estas páginas está inspirado en la utilidad de tener estrechamente conectados, en clave tanto antropológica como teológica, los principios personales, comunitarios y cristianos de la libertad religiosa de todos. El desarrollo no aspira al carácter sistemático de un «tratado» (ni, por lo demás, podría hacerlo). En este sentido, no hay que esperar de este texto una detallada exposición teórica de las categorías (políticas y eclesiológicas) que están implicadas. Por otra parte, es de todos conocido que estas categorías están expuestas a oscilaciones de significado, tanto a causa del distinto contexto cultural en que se usen como a causa de las distintas ideologías de referencia. A pesar de este límite objetivo, impuesto por la materia misma y por su evolución, este instrumento de actualización podrá ofrecer una ayuda válida para mejorar el nivel de comprensión y de comunicación del testimonio cristiano: ya sea en el ámbito de la conciencia eclesial en referencia al justo respeto de los valores humanistas de la fe, ya sea dentro del actual conflicto de interpretaciones sobre la doctrina del Estado, que pide elaborar mejor la nueva relación entre comunidad civil y pertenencia religiosa, no solo en el orden teológico, sino también antropológico y político.
El capítulo quiere resaltar el significado que dieron los Padres conciliares a la libertad religiosa como derecho inalienable de toda persona. Valoraremos la enseñanza magisterial considerando brevemente la percepción que tenía la Iglesia antes Concilio Vaticano II y su recepción en el Magisterio reciente.
14. La Declaración del Concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa revela una maduración del pensamiento del Magisterio sobre la naturaleza propia de la Iglesia en conexión con la fórmula jurídica del Estado 1. La historia del documento muestra la importancia esencial de esta correlación para la evolución homogénea de la doctrina, debido a cambios fundamentales del contexto político y social en los que se transforma la concepción del Estado y su relación con las tradiciones religiosas, con la cultura civil, con el orden jurídico y con la persona humana 2. Dignitatis humanae atestigua un progreso sustancial en la comprensión eclesial de estas relaciones debido a una inteligencia más profunda de la fe, que permite reconocer la necesidad de un progreso en la exposición de la doctrina. Esta mejor inteligencia de la naturaleza y de las implicaciones de la fe cristiana, que bebe de las raíces de la Revelación y de la tradición eclesial, implica una novedad de perspectiva y una actitud distinta con respecto a algunas deducciones y aplicaciones del Magisterio anterior.
15. Una cierta configuración ideológica del Estado, que había interpretado la modernidad de la esfera pública como emancipación de la esfera religiosa, había provocado que el Magisterio de entonces condenara la libertad de conciencia, entendida como legítima indiferencia y arbitrio subjetivo frente a la verdad ética y religiosa 3. La aparente contradicción entre reivindicación de la libertad eclesial y condena de la libertad religiosa debe ser clarificada –y superada– en nuestros días, teniendo en cuenta los nuevos conceptos que definen el ámbito de la conciencia civil: la legítima autonomía de las realidades temporales, la justificación democrática de la libertad política y la neutralidad ideológica de la esfera pública. La primera reacción de la Iglesia se explica a partir de un contexto histórico en el que el cristianismo representaba la religión de Estado y era, de hecho, la religión dominante en la sociedad occidental. El planteamiento agresivo de un laicismo de Estado que rechazaba el cristianismo en la comunidad obtuvo, en primera instancia, una lectura teológica en términos de «apostasía» de la fe, más que la lectura de una legítima «separación» entre Estado e Iglesia. Han sido dos los factores que han contribuido fundamentalmente a la evolución de este planteamiento inicial: una mejor autocomprensión de la autoridad de la Iglesia en el contexto del poder político y una progresiva ampliación de las razones de la libertad de la Iglesia dentro del marco de las libertades fundamentales del hombre 4.
16. Siguiendo la estela del dinamismo de los derechos humanos, san Juan XXIII despejó el camino hacia el Concilio. En Pacem in terris describe los derechos y deberes de los hombres con una perspectiva que está abierta a la Declaración universal de los derechos del hombre, y enseña que la convivencia humana debe realizarse en libertad, porque «la sociedad humana se va desarrollando conjuntamente con la libertad, es decir, con sistemas que se ajusten a la dignidad del ciudadano, ya que, siendo éste racional por naturaleza, resulta, por lo mismo, responsable de sus acciones» 5. Como tal, la libertad favorece el dinamismo de la convivencia humana en la historia y encuentra su verificación en el orden creatural querido por Dios. Esta es, de hecho, la capacidad con la que Dios ha dotado al hombre, para que pudiera buscar la verdad con su inteligencia, elegir el bien con su voluntad y adherirse con todo su corazón a la promesa divina de la salvación, que rescata y cumple en el amor de Dios su vocación a la vida. Esta disposición de la libertad del ser humano debe ser defendida de cualquier tipo de prevaricación, intimidación o violencia 6.
17. Nos dirigimos ahora, aunque sea en una apretada síntesis, a la enseñanza del Concilio Vaticano II. De modo solemne la Declaración afirma: «El derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se la conoce por la palabra revelada de Dios y por la misma razón natural. Este derecho de la persona humana a la libertad religiosa ha de ser reconocido en el ordenamiento jurídico de la sociedad, de tal manera que llegue a convertirse en un derecho civil» (DH 2a). Dignitatis humanae propone cuatro argumentos que justifican la opción de la libertad religiosa como un derecho que se fundamenta en la dignidad de la persona humana (cf. DH 1-8). Estos argumentos serán retomados ampliamente a la luz de la Revelación divina (cf. DH 9-11), libremente acogida en el acto de fe (cf. DH 10), especificando también el ejercicio que la Iglesia ha hecho de ella (cf. DH 12-14) 7.
18. El primer argumento es el de la integridad de la persona humana, es decir, la imposibilidad de separar su libertad interior de su manifestación pública. Este derecho de libertad no es un hecho subjetivo, sino que brota ontológicamente de la naturaleza y de la vocación radical por la que todo ser humano es persona, dotada de razón y de voluntad en virtud de las cuales está llamada a entrar en una relación existencialmente comprometida con el bien, la verdad y la justicia. En términos religiosos, esta vocación intrínseca del ser personal es el ser humano según el originario designio divino: creado como capax Dei, abierto a la trascendencia. Este es el fundamento radical y último de la libertad religiosa (cf. DH 2a, 9, 11, 12). El punto central es, por lo tanto, la libertad sagrada del individuo para no ser forzado o mortificado en el ejercicio auténtico de la religión. En este sentido, cada individuo debe responder responsablemente de sus acciones: en la seriedad de su conciencia del bien y en la libertad de su búsqueda de la verdad (y la justicia; cf. DH 2, 4, 5, 8, 13).
19. El segundo argumento es intrínseco al deber de buscar la verdad, que requiere y presupone el diálogo entre los seres humanos, de acuerdo con su naturaleza y, por lo tanto, de manera social. La libertad religiosa, lejos de vaciar de importancia los vínculos sociales, sigue siendo una condición compartida de la búsqueda de la verdad digna del hombre. El valor del diálogo es decisivo ya que «la verdad no se impone de otra manera, sino por la fuerza de la misma verdad, que penetra suave y fuertemente en las almas» (DH 1c). El diálogo que se activa con tal búsqueda permitirá que todos, sin discriminaciones, puedan exponer y argumentar la verdad recibida y descubierta, con el objetivo de reconocer su importancia para toda la comunidad humana (cf. DH 3b) 8. El sujeto de la libertad religiosa no es únicamente, por lo tanto, el individuo, sino también la comunidad y, en particular, la familia. De aquí surge la llamada a ejercer la libertad en la transmisión de los valores religiosos a través de la educación y de la enseñanza (cf. DH 4, 5, 13b). En lo que respecta a la familia y a los padres se afirma: «Cada familia, en cuanto sociedad que goza de un derecho propio y primordial, tiene derecho a ordenar libremente su vida religiosa doméstica bajo la dirección de los padres. A estos corresponde el derecho de determinar la forma de educación religiosa que se ha de dar a sus hijos, según sus propias convicciones religiosas. Así, pues, la autoridad civil debe reconocer el derecho de los padres a elegir con verdadera libertad las escuelas u otros medios de educación» (DH 5a).
20. El tercer argumento brota de la naturaleza de la religión, que el homo religiosus, en cuanto ser social, vive y manifiesta en la sociedad mediante sus actos internos y el culto público 9. De hecho, el derecho a la libertad religiosa se ejerce en la sociedad humana y permite al hombre, sobre todo, la inmunidad a cualquier coerción externa con respecto a su relación con Dios (cf. DH 2, 3c-e, 4, 10, 11, 13). Las autoridades civiles y políticas, cuyo objetivo principal es cuidar el bien común temporal, no tienen derecho a interferir en asuntos relacionados con la esfera de la libertad religiosa personal que permanece intangible en la conciencia del individuo y, al mismo tiempo, en su manifestación pública, a menos que se trate de una cuestión de orden público justo fundada, en cualquier caso, en hechos comprobados e informaciones correctas (cf. DH 1, 2, 5).
21. Finalmente, el cuarto argumento toca los límites del poder puramente humano, civil y jurídico en materia de religión. También es necesario que la misma religión tenga pleno aviso de la legitimidad o no de las formas de su manifestación pública. De hecho, la explicación de los límites de la libertad religiosa, con respecto a la salvaguarda de la justicia y a la custodia de la paz, son partes integrales del bien común (cf. DH 3, 4, 7, 8) e involucra a los propios creyentes (cf. DH 7, 15).
22. Una vez definido claramente el principio de la libertad religiosa en cuanto derecho civil del ciudadano y de los grupos para vivir y para manifestar la dimensión religiosa inherente al ser humano, los Padres conciliares dejan abierta la posibilidad de profundizar más. Habiendo subrayado los cimientos, la Dignitatis humanae favorece la maduración de los puntos que emergen del documento conciliar. De hecho, tampoco hoy «faltan regímenes en los que, si bien su constitución reconoce la libertad de culto religioso, sin embargo, las mismas autoridades públicas se empeñan en apartar a los ciudadanos de profesar la religión y en hacer extremadamente difícil e insegura la vida de las comunidades religiosas. Saludando con alegría los venturosos signos de este tiempo, pero denunciando con dolor estos hechos deplorables, el sagrado Concilio exhorta a los católicos y ruega a todos los hombres que consideren con toda atención cuán necesaria es la libertad religiosa, sobre todo en las presentes condiciones de la familia humana» (DH 15b-c). Así, cincuenta años después, las nuevas amenazas a la libertad religiosa han adquirido dimensiones globales, poniendo en riesgo otros valores morales y cuestionando el Magisterio papal en sus principales intervenciones internacionales, discursos y enseñanzas10. Los Papas de nuestra época dejan claro que este tema, como expresión más profunda de la libertad de conciencia, plantea cuestiones antropológicas, políticas y teológicas que ahora aparecen como discriminantes para el destino del bien común y de la paz entre los pueblos del mundo.
23. Para san Pablo VI el derecho a la libertad religiosa es una cuestión que está ligada a la verdad de la persona humana. Dotado de entendimiento y voluntad, el hombre tiene una dimensión espiritual que lo convierte en un ser de apertura, de relación y de trascendencia11. La verdad del hombre revela que busca atravesar los límites de la temporalidad, hasta llegar al reconocimiento de su ser criatura de Dios y, en cuanto creyente, alcanzar la conciencia de estar llamado a participar en la Vida divina. Esta dimensión religiosa está enraizada en su conciencia y su dignidad consiste, precisamente, en corresponder a la verdad de los compromisos morales y en dialogar con otros. En el contexto actual el diálogo incluye también a las religiones, que deben tener una actitud de apertura las unas hacia las otras, sin condenas previas y evitando polémicas que puedan ofender sin razón a los otros creyentes.
24. San Juan Pablo II afirma que la libertad religiosa, fundamento de todas las demás libertades, es una exigencia irrenunciable de la dignidad de todo hombre. No es un derecho entre otros, sino que constituye «la garantía de todas las libertades que aseguran el bien común de las personas y de los pueblos»12. Se trata de «una piedra angular del edificio de los derechos humanos» 13 como aspiración y tensión hacia una esperanza más alta, como espacio de libertad y de responsabilidad. Por lo tanto, la libertad del hombre en la búsqueda de la verdad y en la profesión de las convicciones religiosas debe encontrar una clara garantía en el ordenamiento jurídico de la sociedad, es decir, debe ser reconocida y sancionada por el derecho civil. Es necesario que los Estados se comprometan, a través de documentos normativos, a reconocer el derecho de los ciudadanos a la libertad religiosa, que es la base de la coexistencia civil pacífica y un elemento esencial de una verdadera democracia, garantía necesaria para la vida, la justicia, la verdad, la paz y la misión de los cristianos y de sus comunidades14.
25. Como síntesis del pensamiento de Benedicto XVI sobre la libertad religiosa se puede indicar el mensaje para la celebración de la Jornada mundial de la paz del año 201115. Afirma que el derecho a la libertad religiosa está enraizado en la dignidad de la persona humana en cuanto ser espiritual, relacional y abierto a lo trascendente. No es, por lo tanto, un derecho reservado solo a los creyentes, sino a todos, porque es síntesis y ápice de los demás derechos fundamentales. Como origen de la libertad moral, si la libertad religiosa es respetada por todos, se convierte en signo de civilización política y jurídica que garantiza la realización de un auténtico desarrollo humano integral. Por eso promueve la justicia, la unidad y la paz para la familia humana, favorece la búsqueda de la verdad que se focaliza en Dios, en los valores éticos y espirituales, universales y compartidos y, finalmente, suscita el diálogo de todos para el bien común. Así es como se construye el orden social pacífico. Y, al contrario, cuando no se respeta la libertad religiosa en cualquier nivel de la vida individual, comunitaria, civil y política se ofende a Dios, a la misma dignidad humana y se crean situaciones de desarmonía social. Desafortunadamente, en el mundo todavía se producen frecuentes episodios de negación de la libertad religiosa que se manifiestan en formas equívocas de la religión, como el sectarismo o el fundamentalismo violento, en la discriminación religiosa e incluso en las manipulaciones ideológicas de sello secularista. Por lo tanto, se necesita una laicidad positiva en las instituciones estatales para promover la educación religiosa, «vía privilegiada que capacita a las nuevas generaciones para reconocer en el otro a su propio hermano o hermana, con quienes camina y colabora»16. Las religiones deben, por su parte, introducirse en una dinámica de purificación y de conversión, obra de la recta razón iluminada también ella por la religión.
26. El papa Francisco subraya que la libertad religiosa no pretende preservar una «subcultura», como desearía un cierto laicismo, sino que constituye un precioso don de Dios para todos, una garantía básica de cualquier otra expresión de libertad, un baluarte contra el totalitarismo y una contribución decisiva a la fraternidad humana. Algunos textos clásicos de las religiones tienen una fuerza de motivación que abre siempre nuevos horizontes, estimula el pensamiento y hace crecer la inteligencia y la sensibilidad. Así es como pueden ofrecer un significado para todas las épocas. Los gobiernos deben –entre todas sus tareas– tutelar, proteger y defender tanto los derechos humanos como la libertad de conciencia y la religiosa. De hecho, respetar el derecho a la libertad religiosa hace que una nación sea más fuerte, renovándola. Por este motivo, Francisco concede gran importancia a los muchos mártires de nuestro tiempo, víctimas de la persecución y de la violencia por motivos religiosos, así como también víctimas de las ideologías que excluyen a Dios de la vida de los individuos y de las comunidades. Para el Pontífice, la religión auténtica, desde dentro, debe poder dar cuenta de la existencia del otro para favorecer un espacio común y un entorno de colaboración con todos, en la determinación de caminar juntos, orar juntos y trabajar juntos, para ayudarnos juntos a establecer la paz17.
27. Frente a algunas dificultades en la recepción de la nueva orientación de la Dignitatis humanae, el Magisterio postconciliar ha enfatizado la dinámica inmanente al proceso de la evolución homogénea de la doctrina, que Benedicto XVI ha indicado como «“hermenéutica de la reforma”, de la renovación dentro de la continuidad del único sujeto-Iglesia»18. La Declaración misma ya anticipaba su sentido: «La Iglesia, por consiguiente [...] conservó y enseñó en el decurso de los tiempos la doctrina recibida del Maestro y de los Apóstoles. Aunque en la vida del Pueblo de Dios, peregrino a través de las vicisitudes de la historia humana, se ha dado a veces un comportamiento menos conforme con el espíritu evangélico, e incluso contrario a él, no obstante, siempre se mantuvo la doctrina de la Iglesia de que nadie sea forzado a abrazar la fe» (DH 12a). El texto conciliar lleva así a su evidencia fundamental la enseñanza cristiana según la cual no se debe forzar a abrazar una religión, porque este forzamiento no es digno de la naturaleza humana creada por Dios y no corresponde a la doctrina de la fe profesada por el cristianismo. Dios llama hacia sí a toda persona, pero no obliga a ninguno. Por lo tanto, esta libertad se convierte en un derecho fundamental que el hombre puede reivindicar en conciencia y responsabilidad frente al Estado.
28. Esta es la dinámica de la inculturación del Evangelio, que es una inmersión libre de la Palabra de Dios en las culturas para transformarlas desde el interior, iluminándolas a la luz de la revelación, de modo que incluso la fe misma sea desafiada por realidades históricas contingentes –la interculturalidad– como punto de partida para poder discernir significados más profundos de la verdad revelada que, a su vez, debe ser recibida en la cultura del contexto19.
29. En la antropología cristiana, toda persona está siempre en relación con la comunidad humana, desde su concepción y a lo largo de la maduración de su vida: «Cuando se habla de la persona, nos estamos refiriendo tanto a la identidad e interioridad irreductible que constituyen a cada individuo, como a la relación fundamental con los otros que está en el cimiento de la comunidad humana»20. Esta relación, en la que se configura históricamente la calidad humana del individuo y de la sociedad, es una dimensión propia de la existencia humana y de su propia condición espiritual. El bien de la persona y el bien de la comunidad no deben entenderse como principios opuestos, sino como objetivos convergentes del compromiso ético y del desarrollo cultural.
30. El diálogo sobre la verdad buscada por todos y sobre el bien que todos quieren, en el horizonte de la convivencia social, nos compromete, en consecuencia, a desarrollar las mejores condiciones para pensar y practicar la verdad sobre la antropología y los derechos de las personas en ese diálogo. Ciertamente necesitamos hacer más, porque este es probablemente el tema cultural más decisivo para la recomposición de la civilización moderna, de la economía y de la tecnología, con el humanismo integral de la persona y la comunidad. También es una cuestión crucial para la credibilidad humana de la fe cristiana, que reconoce en la dedicación a la justicia de este humanismo integral un testimonio de importancia universal para la conversión de la mente y el corazón a la verdad del amor de Dios.
31. La reacción contra la experiencia traumatizante de los totalitarismos que en el siglo XX han masacrado a los individuos en nombre del poder del Estado, considerado este como un absoluto en donde las personas son absorbidas como funciones e instrumentos al servicio de su realización, ocupa un lugar central en el desarrollo y en la defensa actual de los derechos inalienables del individuo. En este marco el derecho a la libertad religiosa se sitúa como uno de los derechos fundamentales de toda persona humana21. Casi todos están de acuerdo en el hecho de que los «derechos fundamentales del hombre» están fundados sobre la «dignidad de la persona humana», pero la naturaleza de esta dignidad es objeto de discusión y motivo de contraste. Este fundamento, ¿trasciende objetivamente la autodeterminación humana o depende exclusivamente del reconocimiento social? ¿Es de orden ontológico o de naturaleza puramente legal? ¿Cuál es su relación con la libertad de las opciones personales, con la tutela del bien común, con la verdad de la naturaleza humana? A falta de algún tipo de consenso –o, al menos, de una orientación común– para identificar los criterios del justo ejercicio del derecho a la libertad religiosa, el arbitrio de las actuaciones prácticas y el conflicto de las interpretaciones se convertirán en algo ingobernable para la sociedad civil (y peligroso para la comunidad humana). El peligro se duplica en aquellas sociedades donde la apertura religiosa a la trascendencia ya no se percibe como un elemento unificador para la confianza compartida en el sentido de la condición humana, sino como la supervivencia de una visión arcaica y obsoleta de la historia.
32. El comienzo de Dignitatis humanae atribuye los derechos de la persona humana, y especialmente el derecho a la libertad religiosa, a la dignidad de la persona humana. En un sentido muy general, la dignidad se refiere a la perfección inalienable del ser-sujeto en el orden ontológico, moral o social22. La noción se utiliza en el orden moral de las relaciones intersubjetivas para designar lo que posee un valor en sí mismo y, por lo tanto, nunca puede tratarse como si fuera un simple medio. La dignidad es, por lo tanto, una propiedad inherente de la persona como tal.
33. En la perspectiva de la metafísica clásica, integrada y reelaborada por la reflexión cristiana, la persona se ha definido tradicionalmente, en relación con su singularidad irreductible y su dignidad individual, como «una sustancia individual de naturaleza racional»23. Todos los individuos que, en virtud de su origen biológico, pertenecen a la especie humana participan de esta naturaleza. Por lo tanto, todo individuo de naturaleza humana, sea cual sea el estado de su desarrollo biológico o psicológico, sea cual sea su sexo u origen étnico, actualiza la noción de persona y exige a los demás el respeto absoluto que se le debe. La naturaleza humana, en su irreductibilidad, se sitúa en la intersección del mundo espiritual y el mundo corporal24. La dignidad de la persona humana, por lo tanto, también concierne al cuerpo, que es dimensión constitutiva y «participa en la imago Dei»25. El cuerpo no puede ser tratado como un simple medio o como un mero instrumento, como si no fuera una dimensión integral de la dignidad personal. El cuerpo comparte el destino de la persona y su vocación a la divinización26.
34. La dimensión intrínsecamente personal de la naturaleza humana se desarrolla en el orden moral como capacidad de autodeterminación y de orientación hacia el bien, es decir, como libertad responsable. Esta cualidad constituye radicalmente la dignidad de la naturaleza humana, en cuanto objeto de la responsabilidad y el cuidado de toda la comunidad humana. «Hay también una ecología del hombre. También el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo. El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El hombre no se crea a sí mismo»27. De hecho, desde el principio, el hombre y la mujer se descubren como donados-a-sí-mismos por Dios a través de sus padres. Este ser-donado requiere ser recibido, integrándose con el desarrollo de la conciencia, y no constituye un límite para la libertad de realizarse, sino que representa la condición que orienta la libertad como ser-don para el otro. Este reconocimiento original cierra el camino a una concepción autorreferencial de la individualidad, orientando la construcción de la persona hacia el desarrollo compartido de la reciprocidad.
35. «En la tradición cristiana, la persona presenta dos aspectos complementarios»28. La noción de persona «remite a la unicidad de un sujeto ontológico que, siendo de naturaleza espiritual, goza de una dignidad y autonomía que se manifiesta en la conciencia de sí y en el dominio libre de su actuar»29. Este mismo sujeto espiritual «se manifiesta en su capacidad de entrar en relación: despliega su acción en el orden de la intersubjetividad y de la comunión en el amor»30. La necesidad de llevar a una evidencia más completa la razón metafísica del nexo original entre ser individual y ser relacional, que se ha establecido dentro de la inteligencia de la fe, ha producido desarrollos que han enriquecido decididamente el pensamiento cristiano y su capacidad de diálogo con la cultura moderna. La filosofía, la ciencia y la antropología social de la modernidad, por su parte, habiendo recogido el estímulo de la visión cristiana original, han dado un vigoroso impulso a las estructuras del ser personal –en particular, a la conciencia y a la libertad– identificándolas como dimensiones constitutivas de la naturaleza humana.
36. En esta valoración moderna de la singularidad humana, las dimensiones de la historicidad y de la praxis han adquirido una importancia inédita en comparación con la tradición anterior. Esta apreciación legítima, en sus múltiples interpretaciones, no se ha producido sin contradicciones, que ahora se reflejan en muchos procesos de la sociedad y la cultura contemporánea. Por ejemplo, pensemos en el énfasis puesto en la instancia incondicional de la libertad individual, tanto en la esfera política como en la emocional y en la moral, en un contexto donde cada vez se insiste más en el relato científico de los condicionamientos impersonales y materiales que deciden sobre los pensamientos, los sentimientos y las decisiones. La teología, por su parte, incluso antes del Concilio Vaticano II, ya había empezado a confrontarse, a la luz de la Revelación, con las cuestiones de la nueva cultura antropológica, ya sea entendiendo más profundamente la vocación divina de cada persona individual a la responsabilidad de realizarse a través de su acción histórica, ya sea explorando más profundamente la cualidad social del ser personal, llamado a definirse a sí mismo en relación con Dios, con otros hombres, con el mundo y con la historia.
37. En este marco dialéctico, podríamos resumir brevemente el enfoque antropológico del documento conciliar. Dignitatis humanae establece el vínculo radical entre los derechos inviolables del hombre –y, por lo tanto, su libertad individual– y la naturaleza misma de su ser-persona. De hecho, solo hay un criterio para el reconocimiento efectivo del a priori personal: la pertenencia biológica al género humano. La dignidad personal y los derechos humanos inherentes ya se recogen incondicionalmente en esta pertenencia. El ser-persona, en este sentido, no es una atribución relacionada con una cualidad o dotación específica del ser humano, como su ser consciente o su capacidad de autodeterminación. Tampoco es una potencialidad o efecto de su maduración. La dignidad personal es radicalmente inherente al individuo, como un factor constitutivo de su condición humana: es la matriz de toda cualidad individual, de toda condición existencial, de todo grado de desarrollo. La existencia personal evoluciona y se desarrolla, ciertamente; el ser-persona, sin embargo, no es algo que nadie pueda añadirse a sí mismo (o a otro). No hay un proceso del ser humano en el que «algo» se convierta en «alguien»: ser-humano y ser-persona se es siempre e indivisiblemente, porque uno no se hace humano si es otra cosa. Y la forma humana de ser es la de ser individualidad personal.
38. El reconocimiento del ser personal, como una dimensión inherente del ser humano individual, establece la comunidad de los seres humanos, dentro de la cual cada uno ocupa un lugar irrevocable y se sitúa como titular de derechos inalienables. En estos términos, se puede decir que los derechos de la persona son los derechos humanos. La comunidad humana que pretendiese expropiar al individuo de su cualidad humano-personal, por lo tanto, comenzaría, en ese mismo momento, a violar su dignidad y a destruirse a sí misma: como comunidad y como humana. Por otra parte, parece igualmente claro que el reconocimiento de la cualidad personal inalienable de cada ser humano es el principio mismo de pertenencia de cada individuo a la humanidad. Precisamente, esta pertenencia que legitima el proyecto de una completa autorrealización, no queda consignada a la arbitrariedad, sino a la responsabilidad ante lo humano en común y, por lo tanto, hacia todos. El reconocimiento y la realización de la comunidad humana, en cuanto humana y formada por personas, es precisamente la forma en que cada persona realiza y honra su propia irreductible cualidad humana personal. En esta perspectiva, queda definitivamente claro que el respeto por la dignidad personal del individuo y la participación del individuo en la construcción de la comunidad humana se corresponden radicalmente.
39. El compromiso en apoyo de una concepción relacional del ser personal adquiere especial importancia mediante el desarrollo de una reflexión antropológica capaz de corregir persuasivamente las visiones individualistas del sujeto31. Por otro lado, no solo las líneas más importantes del pensamiento filosófico reciente, sino también corrientes relevantes del saber político, económico e incluso científico convergen significativamente para ilustrar la dimensión constitutiva de las dinámicas relacionales. La interacción y la reciprocidad que caracterizan la existencia personal se corresponden con la condición profunda de la singularidad humana, tanto en la vida del cuerpo como en la del espíritu. La persona se manifiesta en toda su belleza precisamente a través de su capacidad para realizarse tanto en relación con la interioridad espiritual, como en el orden de las relaciones intersubjetivas y en el orden de la naturaleza mundana. No es necesario enfatizar aquí la importancia fundamental que adquiere la comunión entre las personas, guiada en última instancia por la verdad del amor, según la visión cristiana de la persona y de la comunidad32.
40. Esta verdad de la condición humana interpela a la persona a través de la conciencia moral, o «juicio de la razón por el que la persona humana reconoce la cualidad moral de un acto concreto que piensa hacer, está haciendo o que ha hecho»33. La persona nunca debe actuar contra el juicio de su conciencia, que debe estar formada adecuadamente, con responsabilidad y con toda la ayuda necesaria. Eso supondría por su parte consentir a actuar en contra de lo que cree que es la exigencia del bien y, por lo tanto, en última instancia, la voluntad de Dios34. Porque es Dios quien nos habla en ese «núcleo más secreto y sagrario del hombre, en el que este se siente a solas con Dios»35. Y al deber moral de no actuar nunca contra el juicio de la conciencia, incluso cuando sea invenciblemente errónea, corresponde el derecho de la persona a no ser obligada nunca por nadie a actuar contra su conciencia, especialmente en asuntos religiosos. Las autoridades civiles tienen el deber correlativo de respetar y hacer cumplir este derecho fundamental dentro de los justos límites del bien común.
41. El derecho a no ser obligado a actuar contra la propia conciencia está en profunda armonía con la convicción cristiana de que la pertenencia religiosa está esencialmente definida por una actitud –la fe– que, por su propia naturaleza, no puede sino ser libre. Probablemente esta insistencia cristiana en la libertad indispensable del acto de fe desempeñó un papel importante en el proceso histórico de emancipación del individuo en la modernidad temprana. «La obediencia de la fe» (Rm 1, 5) es una adhesión libre de la persona al designio de amor del Padre que, a través de Cristo y en la potencia del Espíritu, invita a cada hombre a entrar en el misterio de la comunión trinitaria. El acto de fe es el acto mediante el cual «el hombre se confía libre y totalmente a Dios [...] asintiendo voluntariamente a la revelación hecha por Él»36. Así, a pesar de que ha habido comportamientos históricos de los cristianos en grave contradicción con su doctrina constante37, la Iglesia sabe que Dios respeta la libertad de la acción humana que se realiza en los procesos de la vida y de la historia. Al defender la libertad del acto de fe, la Iglesia ofrece a todos los hombres un gran testimonio: si es verdad que la libertad crece con la verdad, es igualmente evidente que la verdad necesita un clima de libertad para florecer (cf. Jn 8, 32).
42. De hecho, si reflexionamos en profundidad, la libertad de la fe es el modelo más alto que se pueda pensar para la dignidad del ser humano. En este marco entendemos que la Iglesia interpreta su misión fundamental en términos de redención de la libertad frente al poder del pecado y el mal, que quiere convencer a la criatura de la imposibilidad del amor de Dios. La sospecha insinuada por la serpiente malvada, de la que habla el libro del Génesis (cf. Gn 3), aprisiona al ser humano en el pensamiento de una secreta hostilidad por parte de Dios. Esta corrupción de la imagen de Dios genera conflicto entre los seres humanos, sofoca la libertad, daña las relaciones. La imagen despótica de Dios, insinuada por el engaño del Maligno, se proyecta en todas las relaciones humanas (comenzando con la del hombre y la mujer), generando una historia de violencia y sometimiento, que conduce a la degradación de la dignidad personal y a la corrupción de los vínculos sociales38. La doctrina social de la Iglesia afirma explícitamente que el centro y la fuente del orden político y social solo puede ser la dignidad de la persona humana, inscrita en la forma de la libertad39. Es un principio absoluto, incondicional. En este punto, el enfoque converge con un principio de la modernidad filosófica y política universalmente compartido: la persona humana nunca puede ser considerada simplemente como un medio, sino como un fin40.
43. La concepción cristiana de los derechos de la persona, que encontraría un eco en la antropología explícita o implícita de otras tradiciones religiosas, sostiene que la libertad inherente al sujeto humano está llamada a vivir responsablemente para el bien de todos. Sin embargo, no tiene posibilidad de crecer con vigor y sabiduría sin la mediación de relaciones humanizadoras que ayuden a esa misma libertad a comprometerse, a educarse, a fortalecerse e incluso a transmitirse, más allá de las alienaciones donde la pura individualidad, reducida a individualismo, sólo puede vegetar. En otras palabras, ninguna persona vive realmente sola en el universo, sino que siempre está junto a otras personas con quienes está llamada a construir una comunidad41. Hace mucho tiempo que se ha reconocido que no podríamos juzgar si una cosa es mejor que otra si no se nos hubiera inculcado ya una conciencia elemental de la verdad. El juicio de la conciencia sobre la justicia de la acción se elabora sobre la base de la experiencia personal, a través de la reflexión moral; y este juicio se define en relación con el espíritu de la comunidad que instruye y vuelve apreciables los comportamientos virtuosos conformes a la verdad del ser humano42. En este sentido, las comunidades de pertenencia (familia, nación, religión) preceden al individuo para darle la bienvenida y ayudarlo en la gran aventura antropológica de su personalización integral43. Aquí se verifica la forma histórica y social de realización de la naturaleza humana, que incluye un movimiento de integración recíproca entre la verdad y la libertad.
44. El reconocimiento de la «igual dignidad» de las personas, en cualquier caso, no se resuelve en la simple formulación legal de la «igualdad de derechos». Una concepción demasiado abstracta y formal de la igualdad jurídica de los individuos, en el contexto de la legalidad institucional, tiende a ignorar la riqueza de las diferencias que pueden y deben ser valoradas y puestas en relación como fuente de riqueza humana, y no neutralizadas como si fueran, en sí mismas, el fundamento de la discriminación y del vaciamiento de la identidad. Por otro lado, es necesario distinguir entre las diferencias que estructuran la condición humana y la arbitrariedad de las inclinaciones subjetivas privadas. El Estado que simplemente se limitara a tomar nota de estos deseos subjetivos, convirtiéndolos en vínculo jurídico, sin ningún reconocimiento de su relación con el bien común, correría el peligro de debilitar el apoyo institucional de las razones éticas que protegen el vínculo social44. La protección de lo humano, que es nuestro bien común más preciado, quedaría expuesta a una inevitable erosión, que termina dañando incluso al individuo45. En concreto, y hoy lo reconocemos con una evidencia que tal vez en otras épocas no era tan clara, la igual dignidad de las mujeres debe traducirse en el pleno reconocimiento de la igualdad de derechos humanos. De hecho, «la Biblia no ofrece ningún apoyo al concepto de una superioridad natural del sexo masculino respecto al femenino»46. La igual dignidad de la criatura de Dios –en cuya virtud la reciprocidad debe exaltar y no disminuir la diferencia de ser «hombre y mujer»– es claramente reconocible en el texto del Antiguo Testamento (cf. Gn 2, 18-25), y también en la palabra y la actitud de Jesús (cf. Mt 27, 55; Mt 28, 1-8; Mc 7, 24-30; Lc 8, 1-3; Jn 4, 1-42; Jn 11, 20-27; Jn 19, 25)47. A pesar de ello, la elaboración concreta y universal de este principio acaba de comenzar, no solo en el pensamiento cristiano, sino también en la cultura civil48.
45. El vaciamiento procedimental de las instituciones tiende a ignorar el papel humanizador que corresponde a la familia, en la que el vínculo íntimo del hombre y la mujer garantiza la continuidad personal de la generación y la educación de los hijos. La unidad –biológica y espiritual– de esta introducción a la condición humana y a la identidad personal, en un entorno primario de reciprocidad y responsabilidad afectiva, constituye una premisa indispensable para la adquisición del sentido humano de la sociabilidad49. La sociedad entera vive de este fundamento: la experiencia milenaria de las comunidades humanas, en todas sus variantes culturales, sabe muy bien que es insustituible.
En segundo lugar, la obsesión por una perfecta neutralidad de los valores respecto a la visión religiosa de los significados –que llega a rozar el agnosticismo–, va llevando inevitablemente a la legalidad institucional a distanciarse del universo simbólico de la comunidad civil, es decir, de la cultura humana propiamente dicha. Toda comunidad religiosa se refiere a este seno simbólico y se expresa a través de su clarificación e interpretación. La indiferencia del Estado lo hace progresivamente ajeno a las funciones simbólicas que sustentan la pertenencia social, y se vuelve cada vez más incapaz de entenderlas y, por lo tanto, de respetarlas, como afirma que quiere hacer.
46. La experiencia religiosa conserva ese orden de la realidad en el que reside la convivencia social y desde el que pueden afrontarse los temas y las contradicciones que son propios de la condición humana (el amor y la muerte, lo verdadero y lo justo, lo incomprensible y lo esperanzador). El testimonio religioso conserva estos temas de la vida y del significado con toda su profundidad misteriosa. De hecho, la religión hace explícita y sostiene la trascendencia de los fundamentos éticos y afectivos del ser humano: los aleja del nihilismo de la voluntad de poder y los devuelve a la fe en el amor al Otro. La indisoluble unidad del amor de Dios y del prójimo, sellada en la fe cristiana, confiere al relato familiar de la justicia y del destino de los afectos el horizonte de la única verdad de la esperanza que está a la altura de las promesas de la vida.
47. La promesa de una redención eterna para la aventura de los afectos humanos, que se corresponde con la esperanza de su justificación y su salvación, incluso más allá de toda esperanza humana, cierra el camino al repliegue melancólico, individualista y materialista, de la condición humana y de la cultura civil. La memoria afectiva universal de los difuntos, que ha sido y sigue siendo un acento típico de la comunidad religiosa, demuestra la fuerza de la fidelidad al carácter irrevocable de los vínculos humanos. En ellos hay algo inacabado que sigue a la espera de redención, incluso cuando son desafiados por la muerte. La tradición más antigua de la humanidad atestigua la disposición original del ser humano para recibir una verdad trascendente de los lenguajes simbólicos de la vida, que resiste espontáneamente frente al confinamiento biológico y abre sus vínculos al misterio de la vida divina. Por otro lado, en las condiciones límite de aquellos acontecimientos trágicos que se llevan por delante la vida y sus vínculos, la verdad simbólica de la celebración religiosa se hace pública, incluso en la mayoría de los Estados secularizados. Cuando un desastre de gran alcance hiere a la comunidad civil, la firmeza de la resistencia religiosa frente al nihilismo de la muerte se presenta ante todos como una protección insustituible de la humanidad. La justicia de los afectos de la familia y de la comunidad, que parece inalcanzable, dada la impotencia de los recursos humanos, no renuncia a su esperanza, la cual solo puede confiarse a la justicia y al amor del Creador. En tales casos, la cuestión del sentido y del destino final del ser humano aparece en toda su evidencia como cuestión pública. Y la «forma religiosa» de este reconocimiento se legitima por sí misma, por así decirlo, como una verdadera «función pública», incluso en el marco del Estado laico.
48. La historia nacional, en la que los destinos individuales quedan escritos a través de la sucesión de generaciones, para encontrar sus raíces y su identidad profunda antes y más allá de la forma específica del Estado, es hoy un desafío geopolítico global. Si es verdad que la libertad y la dignidad de las personas solo pueden formarse mediante las tradiciones e historias que las expresan y actualizan, entonces es urgente que la historia nacional se enriquezca, aceptando la complejidad y la diferenciación de sus contribuciones, a través de la historia familiar de cada ciudadano, y en referencia a la historia global del ser humano universal; por tanto, directa o indirectamente, también a través de la historia particular de la comunidad religiosa50. Por eso, quienes hoy desconocen el cristianismo y lo confunden con una ideología, un moralismo, una disciplina o con una superestructura arcaica, no pueden acercarse a él más que a través de un encuentro humano-familiar, para que, a través de ese encuentro, vuelvan a escuchar la historia que ha despertado el reconocimiento de Dios, para salvaguardar las generaciones: «Cuando el día de mañana te pregunte tu hijo: ¿Qué son esas normas, esos mandatos y decretos que os mandó el Señor, vuestro Dios?, le responderás a tu hijo: Éramos esclavos del faraón en Egipto y el Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte. [...] Nos sacó de allí para traernos y darnos la tierra que había prometido a nuestros padres. Y nos mandó cumplir todos estos mandatos, respetando al Señor, nuestro Dios, para nuestro bien perpetuo, para que sigamos viviendo como hoy» (Dt 6, 20-24).
49. La libre adhesión a la persona de Jesús, a sus palabras y gestos, se vive a través de una comunidad, la Iglesia, en donde la relación de cada uno de los creyentes con Cristo presente se hace posible existencialmente y se desarrolla socialmente en la comunión eclesial51. De este modo, la existencia cristiana puede unir la libertad singular del acto de fe y la inserción en una tradición comunitaria como las dos caras del mismo dinamismo personal. La evocación de esta genealogía de la fe cristiana nos remite a la creencia esencial de la antropología de que la libertad humana, defendida por el reconocimiento de los derechos humanos, no se puede realizar de manera espontánea e individual. Los hombres libres salen a la luz en la relación con otros que ya han conquistado más libertad, y aprenden de los más libres a corregir en sí mismos lo que queda en ellos de dependencia de los impulsos, de condicionamientos, de restricciones conformistas, de autoafirmación narcisista. Sean cuales fueren las calificaciones –«democrático», «liberal», «pluralista»– con las que el Estado moderno pretendía definirse como una estructura sólida y perenne, natural e histórica, en la que los ciudadanos podían desarrollar sus derechos humanos, es esencial comprender de qué modo se puede apoyar y regular este proceso de la manera más justa y eficaz.
50. En otras palabras, se trata de especificar de qué manera esas fórmulas generales son capaces de recoger el movimiento de la vida y de la participación de la ciudadanía, en condiciones adecuadas para armonizar las diferencias de los procesos de humanización y la unidad de la historia generativa de la comunidad nacional52. No hay otro modo de que un Estado pueda garantizar las comunidades que lo componen, y a través de ellas, la vitalidad de su «democracia» como un bien común53. De lo contrario, incluso las fórmulas más nobles seguirán siendo puro nominalismo o se convertirán en fetiches aún más engañosos y vacíos que los arcana imperii del pasado. La concepción cristiana del buen gobierno incluye la idea de que la libertad humana no tiene su fin en sí misma, como si su significado y su cumplimiento coincidieran con el arbitrio ilimitado e indeterminado de toda posibilidad del afecto y de la voluntad. El objetivo de la libertad está más bien en su coherencia con la dignidad humana del afecto y la voluntad, que siempre se refiere a la cualidad del bien respecto al que se determina.
51. La calidad personal y relacional de lo humano, que se realiza a través de la libertad educada por la razón y por la revelación del bien, es el fin propio de la libertad humana. Desde aquí su progreso se mide en la forma en que construye la historia y habita la tierra. Esta idea se incluye ahora en la conocida fórmula de la «ecología humana», que es el compromiso con el ordenamiento de la vida y del hábitat humano, en consonancia con las razones supremas (naturales y divinas) de su origen y destino. Por esta razón, la fórmula se ha ampliado hasta proponer una «ecología integral» que incluya claramente sus dimensiones humanas y sociales54. En la visión cristiana, que inspiró un nuevo curso en la historia de la libertad y de la responsabilidad humana con respecto a la constitución y el destino de la persona, la libertad es ciertamente el reflejo espléndido del gesto creatural de Dios hacia el hombre y la mujer. El paso a través de la conciencia y la libertad es fundamental para custodiar y aumentar la dignidad creatural y, en este sentido, es una condición esencial para la realización de la historia salutis. La voluntad libre y el afecto íntimo del ser humano para con Dios deciden la calidad salvífica de la historia humana, concebida como un proyecto de alianza y comunión con un Dios que quiere ser creído y amado, no simplemente padecido y sufrido.
52. Para ampliar esta reflexión sobre la dimensión social, todavía podemos recordar la importancia específica de los llamados «cuerpos intermedios», es decir, las formaciones sociales que se presentan y autorrepresentan en ciertos sectores o lugares de la sociedad civil55. Como tales, desempeñan una función de mediación entre los derechos personales y el gobierno del Estado. Deben distinguirse de los grupos de opinión o reivindicación (por ejemplo, los lobbies de presión o los grupos de acción colectiva –class action groups– que pretenden ser provechosos exclusivamente para su grupo de convicción, sin tener en cuenta el bien común. Los organismos intermedios ejercen una mediación activa con el Estado, con funciones de subsidiariedad institucional y en interés del bien común56.
53. La Iglesia católica rechaza ser identificada como un sujeto de interés privado que compite para afirmar sus privilegios. La misión de la Iglesia es la evangelización, que anuncia la justicia del amor universal de Dios y no se reduce a un interés político partidista. En consecuencia, su contribución a la buena cultura y a las prácticas de la ética pública pasa por los vínculos sociales y por la participación civil. La relevancia pública de esta mediación se refiere al interés por el bien común y a la solicitud propia de un humanismo político. En este sentido, se puede decir que esa mediación es el principio animador de las instituciones intermedias, que contribuyen de manera justa al apoyo de la ética pública y a los vínculos sociales dentro de las posibilidades y límites del gobierno estatal, a nivel nacional y también a nivel internacional. Por lo tanto, no se identifica con una simple opinión o grupo de presión. Tampoco compite con el Estado por la función de gobernar la sociedad civil. En esta perspectiva, que rechaza el modelo de un gobierno teocrático, la Iglesia contribuye, también desde un punto de vista metodológico, al correcto encuadre de la libertad religiosa en la esfera pública. La instancia de libertad en la que se inscribe la Iglesia se aleja, de hecho, del modelo de un multiculturalismo agnóstico, que acepta la pura autorreferencialidad de las corporaciones ideológicas o religiosas, excluyéndolas al mismo tiempo de toda función mediadora legítima –ética, cultural y comunitaria– entre la ciudadanía activa y el gobierno del Estado.
54. Tras el desarrollo de las comunicaciones a través de Internet y las redes sociales, podemos vislumbrar el potencial de los nuevos recursos tecnológicos para la interacción humana. El tema es bien conocido y su complejidad requiere atención constante. Las redes de información moderna proporcionan un relieve excepcional a las manifestaciones religiosas, pero también difunden y amplían teorías y prácticas que se les atribuyen indebidamente. La facilidad y la rapidez de la intervención en la red, a muchos niveles, abre un potencial para la participación social que era inaccesible hasta ayer. No podemos dejar de apreciar estas nuevas posibilidades. Sin embargo, la red favorece también un estilo emocional de interacción, con intensidad creciente, como destacan los observadores. La aparente libertad de las formas de expresión individual online, junto con la mayor dificultad para verificar la fiabilidad de los contenidos, favorece los fenómenos de masificación de noticias falsas (fake news) y la polarización de la violencia persecutoria (haters). Todos estos elementos hacen que la valoración de los efectos de la información/discusión y el consenso/disenso que caracterizan la participación en este nuevo ágora sea ambivalente. No podemos subestimar su importancia, incluso desde el punto de vista de sus efectos políticos y sociales.
55. La libertad de expresión puede separarse fácilmente de la responsabilidad de la participación en el entorno de la interacción online, exponiendo a los individuos y a la comunidad a nuevas formas de presión que, en lugar de favorecer una ética de la libertad reflexiva y participativa, se presten a una manipulación más sutil del ethos. En este nuevo marco, las formas expresivas de la religión están entre las más expuestas al emocionalismo descontrolado y a los malentendidos teledirigidos. Con el paso del tiempo, la comunidad global aprenderá reglas adecuadas para administrar las formas de este nuevo intercambio entre lo público y lo privado. Desde ahora, es necesario que la comunidad cristiana pueda identificar herramientas educativas adecuadas ante la omnipresencia de la esfera mediática en los procesos de construcción de la ética relacional y de la formación de consenso político57. En este sentido, la comunidad cristiana debe prestar especial atención a la necesidad de no dejarse encerrar mediáticamente en la imagen de una corporación partidista, como si fuera un lobby de presión o una ideología de poder en competencia con el gobierno legítimo del Estado de derecho y de la sociedad civil.
56. En términos generales, la revelación del Antiguo Testamento ya establece claramente la prioridad del supremo señorío de Dios, como un elemento de la obediencia libre de la fe en la lógica de la alianza exclusiva con Dios (cf. Dt 6, 4-6). Sin embargo, no coloca esta obediencia como una alternativa a la constitución de un poder legítimo de gobierno del pueblo, que responde a reglas intrínsecas del establecimiento de áreas institucionales –políticas, económicas y jurídicas– dotadas de su racionalidad de ejercicio, en correspondencia con las formas normales de desarrollo de las funciones administrativas y organizativas de la «nación». De hecho, la forma establecida del gobierno del pueblo de Dios en la historia conoce diferentes modos de organización y ejercicio (desde la federación de las tribus hasta la formalización de la [doble] monarquía). En este marco, aunque condicionado por la estrecha conjunción del perfil político-institucional y el teológico-cultural, característico de todas las civilizaciones antiguas, se pueden observar dos aspectos importantes. El primero radica en el hecho de que el vínculo de obediencia de la fe hacia los mandamientos de Dios está firmemente enraizado en la forma del pacto, como una opción libre de seguir a Dios. En segundo lugar, la fidelidad al pacto, y por lo tanto la observancia de la ley divina, está mediada por la libertad de una decisión, siempre renovada, de salvaguardar la coherencia entre el mandamiento de Dios y la preocupación por el bien común del pueblo (cf. Dt 7, 7-16; Jr 11, 1-7). Por lo tanto, este mismo pacto debe ser alimentado continuamente en la fidelidad del corazón y en la práctica de la justicia.
57. Precisamente la fidelidad al espíritu de la Alianza exige que esta no se convierta en el privilegio de una elección que exime de la observancia de la justicia económica, del bien común, del respeto mutuo, de la convivencia solidaria. En la historia de la antigua Alianza, aparece una cierta distinción entre el poder político y las instituciones religiosas durante el período de los reyes. El poder político del rey es distinto del poder religioso del sacerdote, incluso si el rey tiene el privilegio de nombrar al sumo sacerdote, y el sacerdote conserva una influencia práctica sobre el rey (cf. 2 Re 11–12). Cuando el dominio extranjero (Nabucodonosor) suprime la realeza, se produce una concentración del poder civil y el religioso en la persona del sumo sacerdote como persona de confianza: pero sigue existiendo una cierta distinción entre las funciones propiamente políticas y las prerrogativas específicamente religiosas58. La necesidad de armonizar la fidelidad a Dios y sus mandamientos con las prácticas de justicia y solidaridad en el ámbito de la vida social representa, sin embargo, la profunda inspiración del código de conducta de la vida política coherente con los principios de la alianza con Dios. Cuando los profetas denuncian la injusticia social y la corrupción política, la intimidación violenta y el abuso económico, atacan al mismo tiempo la traición a la alianza religiosa con Dios y la degeneración del espíritu político (pensemos en Samuel en 1 Sam 13, Natán en 2 Sam 12 y Elías en 1 Re 17-19, y también en escritos proféticos como Am 4-6; Os 4; Is 1; Miq 1, etc.). La concreción de la denuncia, con sus ejemplos detallados, apela, por así decirlo, a una «racionalidad intrínseca» de la justicia política, que la fe religiosa contiene como parte integral de la «ley divina».
58. En el inicio de su misión de proclamar y establecer el Reino de Dios, Jesús retomará, de manera radical, pero en el mismo sentido, el espíritu de la crítica profética: tanto en su enseñanza en parábolas como en su crítica del legalismo (cf. Mt 23, 13-28; Lc 10, 29-37; Lc 18, 9-14). Jesús se encuentra ciertamente en la línea que distingue entre el ejercicio del poder económico-político (según las posibilidades y dentro de los límites de las condiciones históricas) y la preocupación por el cuidado religioso-pastoral del pueblo, en la que se inscribe la absoluta novedad de la revelación y de la acción de Dios que encarna. La legitimidad en principio del poder político, distinto de la autoridad religiosa, no se cuestiona en la comunidad primitiva: indicio de una tradición atribuible pacíficamente al mismo Jesús. Las recomendaciones de san Pablo y de san Pedro en relación con el respeto de la autoridad civil legítima (cf. Rm 13, 1-7; 1P 2, 13-14) son claras sobre este tema. El poder de gobierno político, otorgado por Dios en vista del bien del pueblo, representa una mediación del orden histórico y mundano de la justicia que no se puede eliminar. De hecho, la representación de este orden, inscrita en el poder político legítimo, se refiere en última instancia al cuidado de Dios por la criatura. No hay motivo alguno para anular esta distinción; por otro lado, es precisamente en relación con ella como debe resultar evidente la especial diferencia de la misión evangélico-eclesial y del poder pastoral que toma forma en ella, según la indicación explícita de Jesús. En este sentido, debe quedar claro que el Reino inaugurado por Jesús no es «de este mundo» (Jn 18, 36); y que el ejercicio del poder pastoral no debe confundirse con las lógicas de los poderosos que «guían a las naciones» (Lc 22, 25). No se cuestiona el espacio para un reconocimiento legítimo y necesario de las prerrogativas de la autoridad política («César»), a condición naturalmente de que no pretenda ocupar el lugar de «Dios» (cf. Mt 22, 21)59. En este caso, para el cristiano, no hay duda de que la suprema obediencia ha de ser reservada a Dios, y a Él solo (cf. Hch 5, 29). La libertad de esta obediencia, que el discípulo del Señor reivindica precisamente como expresión radical de la libertad de la fe (cf. 1P 3, 14-17), en sí misma no prevarica contra la libertad individual de nadie y no pretende amenazar el legítimo orden público de ninguna comunidad (cf. 1P 2, 16-17).
59. Siguiendo en el contexto del imperio romano, no carecemos del testimonio de una resistencia cristiana frente a las interpretaciones persecutorias de la religio civilis y frente a la imposición del culto al emperador60. El culto religioso del emperador aparece como una verdadera y propia religión alternativa a la fe cristológica –que representa la única encarnación auténtica del señorío de Dios– impuesta por la violencia del poder político61. La inspiración evangélica –que justifica el poder civil en cuanto preocupado por el bien común, pero que resiste a su forma de sustitución de la religión– es retomada por san Agustín en la Ciudad de Dios62. Lejos de denigrar al Estado, la idea de que el compromiso supremo del Estado para garantizar la paz temporal se relaciona con el destino de paz prometido por Dios en la vida eterna, lleva a Agustín a restituir al Estado la integridad de su función. El bien temporal de la comunidad humana y el bien eterno de la comunión con Dios no son dos bienes completamente separados, como a menudo se hace creer en la divulgación del pensamiento agustiniano de las «dos ciudades». También la simplificación de la idea de que el Estado gobierna separadamente «los cuerpos» mientras que la Iglesia gobierna «las almas» ha de ser considerada –en ambas partes– como una simplificación reductiva del pensamiento de Agustín.
60. Las coordenadas del problema de la libertad religiosa y de las relaciones entre la Iglesia y las autoridades políticas cambian a partir de las leyes del emperador Teodosio (hacia el 380-390). Al llegarse a una cierta interpretación del concepto de «Estado cristiano», donde no queda espacio oficial al pluralismo religioso, se introduce una variante decisiva en la configuración del problema63. La reflexión cristiana ha buscado mantener una distinción correcta entre el poder político y el poder espiritual de la Iglesia sin renunciar nunca a pensar en su articulación intrínseca. Sin embargo, ese equilibrio siempre ha estado amenazado por una doble tentación. La primera es la tentación teocrática de hacer derivar el origen y la legitimidad del poder civil de la plenitudo potestatis de la autoridad religiosa, como si la autoridad política se ejerciera en virtud de una simple delegación, siempre revocable, del poder eclesiástico. La segunda tentación es la de absorber a la Iglesia en el Estado, como si la Iglesia fuera un órgano o una mera función del Estado encargada de la dimensión religiosa. La fórmula teológica del equilibrio, aunque siempre se busca en el marco de una formulación que contempla la superior competencia espiritual de la sacra potestas con respecto al cuidado del orden público reconocido como perteneciente al poder político, aparece en varias formas y en diferentes contextos desde el siglo V(Gelasio I, 494) hasta finales del siglo XIX (León XIII, 1885)64. Gaudium et spes confirma el modelo de búsqueda de una correcta armonización en la distinción, y propone interpretarlo a la luz de los principios de autonomía y cooperación entre la comunidad política y la Iglesia65. El cambio en las coordenadas sociopolíticas, que recomienda alejarse de la pretensión de legitimar religiosamente las competencias ético-sociales del gobierno político, se produce ya en nuestros días a través de la profundización en el valor de la libre adhesión de la fe y, en general, a través de la profundización en el valor de una convivencia civil que excluye cualquier forma de constricción, incluso psicológica, en el ámbito de la adhesión a los valores de la experiencia ético-religiosa. Esta visión aparece como un efecto maduro de la tradición cristiana y, al mismo tiempo, como un principio universal del respeto por la dignidad humana que el Estado debe garantizar.
61. La ciudad de Dios vive y se desarrolla «dentro» de la ciudad del hombre. De ahí la convicción de la doctrina social de la Iglesia, que reconoce como una bendición el compromiso de todas las personas de buena voluntad para promover el bien común dentro de la condición temporal de la vida humana66. La doctrina cristiana de las «dos ciudades» afirma su distinción, pero no la explica en términos de oposición entre las realidades temporales y espirituales. Dios, ciertamente, no impone una forma específica de gobierno temporal; sin embargo, el hecho teológico es que toda autoridad humana sobre el hombre deriva en última instancia de Dios y es juzgada de acuerdo con la justicia de Dios. A pesar de esta referencia al fundamento último establecido por Dios, los vínculos sociales y su gobierno político siguen siendo una empresa humana. Sin embargo, precisamente esto pone un límite concreto al poder otorgado a la autoridad terrena con respecto al gobierno de las personas y las comunidades humanas, así como una dependencia última del juicio de Dios67. Desde este punto de vista, por lo tanto, debe decirse que tanto una «teocracia de Estado», como un «ateísmo de Estado», que pretenden imponer, de diferentes maneras, una ideología para reemplazar el poder de Dios con el poder del Estado, producen respectivamente una distorsión de la religión y una perversión de la política. En estos modelos podemos ver una cierta analogía política del monofisismo cristológico, que confunde y, finalmente suprime, la distinción de las dos naturalezas llevada a cabo en la encarnación, comprometiendo la armonía de su unidad. En esta fase histórica, parece evidente que la tentación del «monofisismo político», conocida en la historia cristiana, reaparece más claramente en algunas corrientes radicales de tradiciones religiosas no cristianas.
62. El concepto de igualdad de los ciudadanos, que originalmente se limitaba a la relación legal entre el individuo y el Estado, de modo que cada miembro de un determinado sistema de gobierno se consideraba igual ante la ley en ese sistema de gobierno, se ha trasladado al mundo de la ética y de la cultura. En este traslado, la mera posibilidad de que una valoración moral diferente o una apreciación diferente de las prácticas culturales pueda ser superior a otras o contribuir al bien común en mayor medida que otras se ha convertido en un tema político controvertido. Según esta idea de neutralidad, el mundo de la moralidad humana y el conocimiento social debe ser democratizado68. El vaciamiento del espíritu y de la cultura que resulta de la aplicación de esta ideología igualitaria y a-valorativa solo puede ser motivo de preocupación. Las prácticas educativas y los vínculos sociales de la comunidad se ven llevados a la parálisis de sus propios presupuestos. Además, parece inevitable observar que cuando tal Estado «moralmente neutral» comienza a controlar el campo de los juicios humanos, va tomando las características de un estado «éticamente autoritario». En su relación original con la verdad, el ejercicio de la libertad de conciencia –en cuyo nombre se impone la censura de toda valoración– termina por estar en constante peligro. En nombre de esta «ética de Estado», la libertad de las comunidades religiosas para organizarse según sus principios a veces se cuestiona indebidamente, más allá del criterio del orden público adecuado 69.
63. La neutralidad moral del Estado puede vincularse con algunas de las diferentes maneras de comprender el Estado liberal moderno. De hecho, el liberalismo, como teoría política, tiene una historia larga y compleja, que no puede reducirse a una concepción unívoca y compartida. Dentro de sus diversas elaboraciones teóricas, en algunos casos más directamente relacionadas con una visión antropológica de inspiración radicalmente individualista, y en otros casos más cercanos a una concepción negociable de su aplicación político-social, podemos identificar al menos cuatro interpretaciones principales de la neutralidad del Estado. (a) Un enfoque que define pragmáticamente los temas que pueden estar sujetos a reglas vinculantes para la libertad individual; (b) una teoría que especifica el tipo de racionalidad que define la competencia legislativa del legislador; (c) una teoría que considera aceptables efectos diferenciados en relación con la ventaja de los diferentes grupos sociales, siempre que esta ventaja no sea la razón formal de la norma; (d) una teoría que garantiza un ejercicio de las libertades políticas que no implica la referencia vinculante a una noción trascendente del bien. En este último sentido, el liberalismo político parece estar estrechamente asociado con limitaciones de la libertad en lo que se refiere a la palabra, al pensamiento, a la conciencia y a la religión. La neutralidad de la esfera pública, de hecho, no se limita en este caso a garantizar la igualdad de las personas ante la ley, sino que exige la exclusión de un cierto orden de preferencias que asocian la responsabilidad moral y la argumentación ética con una visión antropológica y social del bien común. En este caso, el Estado tiende a adoptar la forma de una «imitación laicista» de la concepción teocrática de la religión, que decide sobre la ortodoxia y la herejía de la libertad en nombre de una visión político-salvífica de la sociedad ideal: decidiendo a priori su identidad perfectamente racional, perfectamente civil, perfectamente humana. El absolutismo y el relativismo de esta moralidad liberal chocan aquí con efectos propios de una exclusión antiliberal en la esfera pública, dentro de la supuesta neutralidad liberal del Estado.
64. La conciencia moral exige la trascendencia de la verdad y del bien moral: su libertad está definida por esta referencia, que indica precisamente lo que la justifica para todos, sin poder ser propiedad de nadie. Hablar de la libertad de la conciencia individual significa hablar de un derecho original del ser humano, que no puede verse amputado de esta remisión responsable a lo universal humano, a salvo de la arbitrariedad de los hombres. Por menos de eso, ya no hablamos de una conciencia éticamente inviolable, sino de un simple reflejo del mundo dado o de la arbitrariedad deseada. La instancia ética no se superpone con la libertad de conciencia y con el bien de la convivencia como un elemento opcional o ideológico: es más bien la condición de su armonización intrínseca con la dignidad de la persona. La referencia a Dios, como un principio trascendente de la instancia ética que habita el corazón del hombre, debe entenderse, en último término, como el límite impuesto a toda prevaricación del hombre sobre el hombre y como la defensa de la convivencia fraterna entre libres e iguales. Cuando el lugar de Dios, en la conciencia colectiva de un pueblo, está ocupado abusivamente por ídolos hechos por el hombre, el resultado no es una liberalidad más ventajosa para todos, sino una esclavitud más insidiosa para todos. La supuesta neutralidad ideológica del Estado liberal, que excluye selectivamente la libertad de un testimonio transparente de la comunidad religiosa en la esfera pública, abre una brecha para la falsa trascendencia de una ideología oculta del poder. El papa Francisco nos advierte contra esta minusvaloración de la indiferencia religiosa: «Cuando, en nombre de una ideología, se quiere expulsar a Dios de la sociedad, se acaba por adorar ídolos y, enseguida, el hombre se pierde, su dignidad es pisoteada y sus derechos violados»70.
65. El problema surge, para el cristianismo, cuando se induce a los mismos cristianos a concebirse como miembros de una «sociedad neutral», que no lo es ni en los principios ni en los hechos. En este caso, su estatus como habitantes de comunidades diferentes, pero no opuestas (la familia, el Estado, la Iglesia) se traduce en la opción de vivir privadamente (de forma autorreferencial) la familia y la comunidad eclesial y de concebir como pertenencia neutral (no religiosa) su modo de estar en la sociedad liberal y política. En otras palabras, a raíz de esta deriva, los cristianos comienzan a verse a sí mismos, en la esfera pública, solo como miembros de esa polis «moralmente neutral» que, por casualidad, se formó en un contexto históricamente cristiano. Cuando los cristianos aceptan pasivamente esta bifurcación entre ser gobernados exteriormente por el Estado e interiormente por la Iglesia, de hecho, ya han renunciado a su libertad de conciencia y de expresión religiosa. En nombre del pluralismo en la sociedad, los cristianos no pueden favorecer soluciones que comprometan la protección de requisitos éticos fundamentales para el bien común71. No se trata de imponer «valores confesionales» particulares, sino de contribuir a la protección de un bien común que no pierde de vista la referencia vinculante de la «esfera pública» con la verdad de la persona y la dignidad de la convivencia humana. Como veremos más adelante en los siguientes capítulos, la fe cristiana tiene una actitud de cooperación con el Estado, precisamente gracias a la debida distinción de sus tareas respectivas, para buscar lo que Benedicto XVI ha calificado de «laicidad positiva» en la relación entre el ámbito político y el religioso72.
66. En los capítulos anteriores hemos considerado bajo distintos aspectos el sujeto personal y comunitario de la libertad religiosa, profundizando sobre todo en las dimensiones antropológicas de la libertad religiosa y también en su ubicación respecto al Estado. Nuestra reflexión, desarrollada desde la perspectiva unitaria de la dignidad de la persona humana, ha descrito el significado y las implicaciones de la libertad de conciencia, por una parte, y el valor de las comunidades religiosas, por otra. En un segundo momento, hemos ofrecido algunas aclaraciones con respecto a las contradicciones presentes en la ideología del Estado neutral, cuando esta «neutralidad» se traduce en términos de «exclusión» de la participación legítima de la religión en la formación de la cultura pública y de los vínculos sociales. Ahora es el momento de detenerse en el ejercicio concreto de la libertad religiosa, es decir, en algunas cuestiones prácticas de la mediación entre la vida social y la institución jurídica que debe regular su ejercicio concreto.
67. Estar juntos, vivir juntos, es en sí mismo un bien, tanto para los individuos como para la comunidad. Este bien no se deriva de la adopción de una visión teórica particular; su justificación emerge en la evidencia misma de su acontecer73. En la medida en que este hecho es reconocido, apreciado y defendido, contribuye a la paz social y al bien común. La aceptación de la convivencia humana y la búsqueda de su mejor calidad, representan la premisa fundamental de un acuerdo, de una alianza, podemos decir, que crea de por sí las condiciones de una vida que es buena para todos. En efecto, uno de los datos más sorprendentes en relación con los conflictos que ahora más nos preocupan, es el hecho de que las rupturas y los horrores que encienden los estallidos de una guerra mundial «por partes»74 devastan con furia repentina la cohabitación pacífica experimentada y establecida a lo largo de los años, y dejan tras de sí un reguero interminable de sufrimiento para las personas y los pueblos75. En el contexto problemático de hoy, no podemos ignorar los efectos concretos que las migraciones causadas por los conflictos políticos o por las condiciones económicas precarias conllevan para el justo ejercicio de la libertad religiosa en el mundo, porque los migrantes se mueven con su religión76.
68. Solo donde exista la voluntad de vivir juntos será posible construir un futuro bueno para todos: de lo contrario no habrá un futuro bueno para nadie. En la era de la globalización, la necesidad humana fundamental de seguridad y comunidad no ha cambiado: nacer en un lugar concreto implica siempre interactuar con otros, comenzando con los más cercanos, pero en realidad interactuando con el mundo entero. Este mismo hecho nos hace responsables a unos de otros, cercanos y lejanos. Hoy las responsabilidades son cada vez más interdependientes, yendo más allá de las diferencias sociales o las fronteras. Los problemas decisivos para la vida humana no pueden resolverse adecuadamente si no es en una perspectiva de interacción, tanto local como temporal. Por esta razón, el bien práctico que supone la convivencia no es un bien estático sino en evolución constante que, para poder desarrollarse de modo adecuado, también debe garantizarse políticamente77. Las comunidades religiosas, capaces de promover las razones trascendentes y los valores humanistas de la convivencia, son un principio de vitalidad del amor mutuo para unir a la familia humana. El bien de vivir juntos se convierte en un tesoro para todos, cuando todos se preocupan por vivir bien juntos.
69. Especialmente importante para armonizar las dimensiones constitutivas de la vida común es la esfera de las creencias religiosas y de las convicciones éticas más íntimas de los hombres: es decir, aquellas de las que los hombres revisten su identidad profunda y que orientan sus actitudes hacia la conciencia y la conducta de los demás. No vemos por qué debería ser imposible, contando con el respeto mutuo, compartir la relación personal y comunitaria que las comunidades religiosas cultivan con Dios como un bien disponible para todos. En cualquier caso, no es bueno que esta experiencia se cultive de manera clandestina, sin la posibilidad de un libre reconocimiento y acceso por parte de todos los miembros de la sociedad. El espíritu religioso cultiva la relación con Dios como un bien que concierne al ser humano: la sinceridad y la bendición de esta convicción deben poder ser verificadas y apreciadas por todos. De aquí surge el compromiso de los creyentes para mejorar la calidad del diálogo entre la experiencia religiosa y la vida social, en función del interés común de superar una posible deriva del conocimiento social de los significados hacia un indiferentismo y relativismo radical.
70. Como hemos señalado, no se puede otorgar el mismo valor a todas las formas posibles (individuales y colectivas, históricas o recientes) de experiencia religiosa. Por lo tanto, es necesario examinar las diferentes formas de religiosidad y compararlas respecto a su capacidad para preservar el significado universal y el bien común de estar juntos78. En este sentido, cada una de las religiones activas en una sociedad debe aceptar «presentarse» ante las justas demandas de la razón «digna» del hombre. Corresponde a la autoridad política, como custodio del orden público, defender a los ciudadanos, especialmente a los más débiles, contra las tendencias sectarias de ciertas afirmaciones religiosas (manipulación psicológica y emocional, explotación económica y política, aislacionismo...). Entre las justas demandas de la razón, en sus implicaciones jurídico-políticas podemos incluir, en los últimos años, la reciprocidad pacífica de los derechos religiosos, incluido el de la libertad de conversión79. La reciprocidad pacífica de los derechos significa que la libertad de expresión y práctica que se otorga a la identidad religiosa de una minoría en un país corresponde a un reconocimiento simétrico de la libertad de las minorías religiosas en los países donde esa identidad es la mayoría. Esta pacífica reciprocidad de derechos supera el conocido principio cuius regio eius et religio consagrado por la Paz de Augsburgo (1555). La vinculación a una religión de Estado, que se propuso en un momento dado de la historia europea para contener los excesos de las llamadas «guerras de religión», parece obsoleta dada la evolución actual del principio de ciudadanía, que implica la libertad de conciencia.
71. De hecho, en algunos países no existe una libertad legal de religión, mientras que en otros la libertad legal se limita drásticamente al ejercicio comunitario de culto o a prácticas estrictamente privadas. En estos países no se permite la expresión pública de una creencia religiosa, generalmente está prohibida cualquier forma de comunicación religiosa, y se reservan penas severas, incluida la pena de muerte, para aquellos que desean convertirse o intentan que otras personas se conviertan. En los países dictatoriales donde prevalece un pensamiento ateo –y, con las debidas distinciones, incluso en algunos países que se consideran democráticos–, los miembros de las comunidades religiosas a menudo son perseguidos o sometidos a un trato desfavorable en el lugar de trabajo, se ven excluidos de cargos públicos y se les niega el acceso a ciertos niveles de asistencia social. Asimismo, las obras sociales nacidas de cristianos (en el campo de la salud, la educación, etc.) están sujetas a limitaciones de orden legislativo, financiero o de comunicación social, lo que dificulta o imposibilita su desarrollo. En todas estas circunstancias no hay verdadera libertad de religión. La verdadera libertad de religión es posible solo si puede expresarse mediante obras80.
72. Una conciencia libre y consciente nos permite respetar a cada individuo, impulsar la realización del hombre y rechazar un comportamiento que dañe al individuo o al bien común. La Iglesia espera que sus miembros puedan vivir su fe libremente y que se protejan los derechos de su conciencia cuando respetan los derechos de los demás. Vivir la fe a veces puede exigir la objeción de conciencia. De hecho, las leyes civiles no obligan en conciencia cuando contradicen la ética natural y, por lo tanto, el Estado debe reconocer el derecho de las personas a la objeción de conciencia81. El vínculo último de la conciencia es con el único Dios, Padre de todos. El rechazo de esta referencia trascendente expone fatalmente a la proliferación de otras dependencias, de acuerdo con el incisivo aforismo de san Ambrosio: «¡Cuántos señores tiene el que ha huido de uno solo!»82.
73. La evangelización no consiste solo en la proclamación confiada del amor salvador de Dios, sino en llevar una vida fiel a la misericordia que Él manifestó en el acontecimiento de Jesucristo, a través del cual la historia se abre a la realización del Reino de Dios. La misión de la Iglesia incluye una doble acción que se desarrolla en el compromiso con el humanismo de la caridad y en la dedicación a la responsabilidad educativa para con las generaciones venideras.
74. De este modo, la Iglesia expresa su profunda unión con los hombres y las mujeres en todas las condiciones de la vida, mostrando especial respeto por los pobres y los perseguidos. En esta predilección se puede ver claramente el sentido de su total apertura para compartir las esperanzas y angustias de la humanidad83. Este dinamismo corresponde a la verdad de la fe, según la cual la humanidad de Cristo, «hombre perfecto» (Ef 4, 13), es asumida integralmente y no es anulada en la encarnación del Hijo84. Y, por otro lado, el misterio de la salvación en Jesucristo implica el retorno completo del ser humano, como una «nueva criatura» (2Co 5, 17), a su naturaleza original «de imagen y semejanza» de Dios85. En este sentido, la Iglesia está orientada intrínsecamente al servicio del misterio salvador de Dios en el que la humanidad de los hombres es redimida radicalmente y se realiza en plenitud. Este servicio es propiamente un acto de adoración a Dios, dándole gloria a Él por su alianza con la criatura humana.
75. La libertad religiosa solo puede garantizarse verdaderamente dentro del horizonte de una visión humanista abierta a la cooperación y a la convivencia, profundamente arraigada en el respeto por la dignidad de la persona y por la libertad de conciencia. Por otro lado, si se mutila esta apertura humanista, que actúa como levadura de la cultura civil, la misma experiencia religiosa pierde su fundamento auténtico en la verdad de Dios y se vuelve vulnerable a la corrupción de lo humano86. El reto es grande. Las adaptaciones de la religión a las formas de poder mundano, incluso cuando se justifican en nombre de la posibilidad de obtener mejores ventajas para la fe, son una tentación constante y un riesgo permanente. La Iglesia debe desarrollar una sensibilidad particular en el discernimiento de ese compromiso, empeñándose constantemente en la purificación de las concesiones a la tentación de «mundanidad espiritual»87. La Iglesia debe examinarse para redescubrir con entusiasmo siempre renovado el camino de la verdadera adoración de Dios «en espíritu y verdad» (Jn 4, 23) y del amor «primero» (Ap 2, 4). Debe abrir, precisamente a través de esta conversión continua, el acceso del Evangelio a la intimidad del corazón humano, en ese punto donde se busca, en secreto e incluso sin saberlo, el reconocimiento del verdadero Dios y de la religión verdadera. El Evangelio es realmente capaz de desenmascarar la manipulación religiosa, que produce efectos de exclusión, degradación, abandono y separación entre los hombres.
76. En última instancia, la visión estrictamente cristiana de la libertad religiosa recibe su inspiración más profunda de la fe en la verdad del Hijo de Dios hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación. A través de Él, el Padre atrae hacia sí a todos sus hijos dispersos y a todas las ovejas sin pastor (cf. Jn 10, 11-16; Jn 12, 32; Mt 9, 36; Mc 6, 34). Y el Espíritu recoge los gemidos (cf. Rm 8, 22), incluso los más confusos e imperceptibles, de la criatura rehén de los poderes del pecado, transformándolos en oración. El Espíritu de Dios actúa libre y poderosamente. Ahora bien, donde el ser humano es capaz de expresar libremente su gemido y su invocación, la acción del Espíritu se vuelve reconocible para todos aquellos que buscan la justicia de la vida. Su consuelo da testimonio de una humanidad reconciliada. La libertad religiosa libera el espacio para que madure la conciencia universal de pertenencia a una comunidad de origen y destino que no quiere renunciar a mantener viva la expectativa de una justicia de vida, que podemos reconocer pero que no podemos honrar con nuestras solas fuerzas. El misterio de la recapitulación de todo en Cristo preserva, para nosotros y para todos, la expectativa amorosa de los frutos del Espíritu en beneficio de cada uno, así como el anuncio emocionado de la venida del Hijo, para todos (cf. Ef 1, 3-14).
77. La libertad religiosa fomenta el diálogo interreligioso en la búsqueda del bien común junto con representantes de otras religiones. Es una dimensión inherente a la misión de la Iglesia88. No es, como tal, el objetivo de la evangelización, pero contribuye a ella en gran medida; por lo tanto, no debe entenderse o realizarse como una alternativa o en contradicción con la misión ad gentes89. El diálogo ilumina, mediante su buena disposición al respeto y la cooperación, esa forma relacional de amor evangélico que encuentra su principio inefable en el misterio trinitario de la vida de Dios90. Al mismo tiempo, la Iglesia reconoce la particular capacidad del espíritu de diálogo para identificar, y alimentar, una necesidad particularmente sentida en el contexto de la civilización democrática actual91. La disposición al diálogo y la promoción de la paz están, de hecho, estrechamente vinculadas. El diálogo nos ayuda a orientarnos en la nueva complejidad de opiniones, conocimientos y culturas; también, y sobre todo, en materia de religión.
78. En el diálogo sobre los temas fundamentales de la vida humana, los creyentes de las diferentes religiones sacan a la luz los valores más importantes de su tradición espiritual, y hacen más reconocible su participación genuina en lo que consideran esencial para el significado último de la vida humana y para la justificación de su esperanza en una sociedad más justa y más fraterna92. Sin ninguna duda, la Iglesia está dispuesta a entablar un diálogo concreto y constructivo con todos los que trabajan por esa justicia y esa fraternidad93. En el ejercicio de la misión evangélica a través del diálogo, el Evangelio hace que su luz brille más entre los pueblos y las religiones.
79. Por otra parte, el propio cristianismo es capaz de captar, junto a diferencias y disonancias inevitables, algunas afinidades y similitudes que hacen que sea aún más apreciable el universalismo de la fe teologal94. El derecho de todos a la libertad religiosa está necesariamente relacionado con el reconocimiento del idéntico derecho para todos los demás, sin perjuicio de la protección general del orden público95. En este sentido, la cuestión de la libertad religiosa está conectada con el tema tradicional de la tolerancia civil. La verdadera libertad religiosa debe conciliarse con el respeto a la población religiosa y, simétricamente, también a la población que no tiene una identidad religiosa específica. Sin embargo, no debe pasarse por alto que la mera tolerancia relativista en este campo puede conducir, incluso en contradicción con su intención de respetar a la religión, a la evolución de la conducta hacia la indiferencia frente a la verdad de la propia religión96. Cuando, por otra parte, la religión se convierte en una amenaza para la libertad religiosa de otros hombres, tanto de palabra como de hecho, llegando incluso a la violencia en nombre de Dios, cruzamos una frontera que reclama una enérgica denuncia, en primer lugar, por parte de los mismos creyentes97. Con respecto al cristianismo, su «irrevocable despedida» de la ambigüedad de la violencia religiosa puede considerarse un kairós a favor de un replanteamiento del tema en todas las religiones98.
80. La búsqueda de una adhesión total a la verdad de la propia religión y a una actitud firme de respeto hacia otras religiones puede generar tensión en la conciencia individual, así como en la comunidad religiosa. La eventualidad, en modo alguno abstracta, que da lugar a un dinamismo de crítica de las realizaciones de la propia religión que, sin embargo, sigue siendo interna a la misma, da lugar dentro de la propia sociedad civil a un problema específico reciente sobre la libertad religiosa. Ya no se trata de aplicar la libertad religiosa para respetar la religión de los demás, sino también para criticar la propia. Esta situación plantea delicados problemas de equilibrio en la aplicación de la libertad religiosa. En estos casos, el desafío de proteger la libertad religiosa alcanza un punto límite tanto para la comunidad civil como para la comunidad religiosa. La capacidad de proteger a la vez la integridad de la fe común, el respeto por el conflicto de conciencia y el compromiso con la protección de la paz social requieren la mediación de una madurez personal y una sabiduría compartida que deben ser sinceramente suplicadas como una gracia y un regalo de lo alto.
81. El «martirio», como supremo testimonio no violento de la fidelidad a la fe, convertida en objeto de odio específico, intimidación y persecución, son el caso límite de la respuesta cristiana a la violencia dirigida contra la confesión evangélica de la verdad y el amor de Dios, introducida en la historia (mundana y religiosa) en el nombre de Jesucristo. El martirio se convierte así en el símbolo extremo de la libertad que opone el amor a la violencia y la paz al conflicto. En muchos casos, la determinación personal de fe del mártir para aceptar la muerte se ha convertido en una semilla de liberación humana y religiosa para una multitud de hombres y mujeres, hasta el punto de obtener la liberación de la violencia y superar el odio. La historia de la evangelización cristiana lo atestigua, incluso mediante procesos y transformaciones sociales de alcance universal. Estos testigos de la fe son motivo de admiración y de seguimiento por parte de los creyentes, pero también de respeto por parte de los hombres y mujeres que se preocupan por la libertad, la dignidad y la paz entre los pueblos. Los mártires han resistido la presión de las represalias, anulando el espíritu de venganza y de violencia con el poder del perdón, del amor y de la fraternidad99. De esta manera, han puesto de manifiesto la grandeza de la libertad religiosa como semilla de una cultura de libertad y justicia.
82. A veces, las personas no son asesinadas en nombre de su práctica religiosa y, sin embargo, padecen actitudes profundamente ofensivas, que las dejan al margen de la vida social: exclusión de los cargos públicos, prohibición indiscriminada de sus símbolos religiosos, exclusión de ciertos beneficios económicos y sociales, etc.; es lo que se denomina «martirio blanco», como ejemplo de confesión de la fe100. Este testimonio se sigue produciendo hoy en muchas partes del mundo: no debe atenuarse, como si fuera un simple efecto secundario de los conflictos por la supremacía étnica o por la conquista del poder. El esplendor de este testimonio debe ser bien comprendido e interpretado. Nos enseña la auténtica bondad de la libertad religiosa de la manera más clara y efectiva. El martirio cristiano muestra a todos lo que sucede cuando la libertad religiosa de los inocentes es perseguida y aniquilada: el martirio es el testimonio de una fe que permanece fiel a sí misma negándose hasta el final a vengarse y matar. En este sentido, el mártir de la fe cristiana no tiene nada que ver con el asesino suicida en nombre de Dios: tal confusión ya es en sí misma una corrupción de la mente y una herida del alma.
83. El cristianismo no encierra la historia de la salvación dentro de los límites de la historia de la Iglesia. Más bien, en la estela de la enseñanza del Concilio Vaticano II y en el horizonte de la encíclica Ecclesiam suam de san Pablo VI, la Iglesia abre la historia humana a la acción del amor de Dios, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tm 2, 4). La forma misionera de la Iglesia, inscrita en la disposición misma de la fe, obedece a la lógica del don, es decir, a la lógica de la gracia y la libertad, no a la del contrato y la imposición. La Iglesia es consciente del hecho de que, incluso con las mejores intenciones, esta lógica ha sido contradicha, y siempre está en peligro de serlo, debido a comportamientos discordantes e incoherentes con la fe recibida. Sin embargo, los cristianos profesamos con humilde firmeza nuestra convicción de que la Iglesia siempre es guiada por el Señor y apoyada por el Espíritu en el camino de su testimonio sobre la acción salvadora de Dios en la vida de todos los individuos y los pueblos. Y se compromete siempre de nuevo a honrar su vocación histórica, anunciando el evangelio de la verdadera adoración de Dios en espíritu y verdad. A lo largo de este camino, en el que la libertad y la gracia se encuentran en la fe, la Iglesia se alegra de ser confirmada por el Señor, que la acompaña, y de ser guiada por el Espíritu, que la precede. Una y otra vez, por lo tanto, declara su firme intención de convertirse a la fidelidad del corazón, del pensamiento y de las obras que restauran la pureza de su fe.
84. El testimonio de la fe cristiana vive en el tiempo y el espacio de la vida personal y comunitaria que son propios de la condición humana. Los cristianos son conscientes del hecho de que este tiempo y este espacio no están vacíos. Y ni siquiera son espacios indistintos, es decir, neutrales e indiferenciados con respecto a los significados, los valores, las creencias y los deseos que dan forma a la cultura de la vida propiamente humana. Son espacios y tiempos habitados por el dinamismo de comunidades y tradiciones, grupos y pertenencias, instituciones y leyes. La conciencia más viva sobre el pluralismo de las diferentes formas de reconocer y alcanzar el sentido de la vida individual y colectiva, que contribuye a la formación de un consenso ético y a la manifestación del consentimiento religioso, compromete acertadamente a la Iglesia en la elaboración de un estilo de testimonio de la fe que sea absolutamente respetuoso de la libertad individual y del bien común. Este estilo, lejos de atenuar la fidelidad al acontecimiento salvífico, que es el contenido de la proclamación de la fe, debe hacer aún más transparente su distancia de cualquier espíritu de dominación interesado en la conquista del poder como un fin en sí mismo. Precisamente la firmeza con que el Magisterio define hoy la salida teológica de este equívoco permite a la Iglesia reclamar una elaboración más coherente de la doctrina política.
85. Como miembros del Pueblo de Dios, nos proponemos humildemente permanecer fieles al mandato del Señor, que envía a sus discípulos a todos los pueblos de la tierra a proclamar el Evangelio de la misericordia de Dios (cf. Mt 28, 19-20; Mc 16, 15), Padre de todos, para que abran libremente sus corazones a la fe en el Hijo de Dios, hecho hombre para nuestra salvación. La Iglesia no confunde su misión con la dominación de los pueblos del mundo o el gobierno de la ciudad terrenal. Más bien ve como una tentación maligna la pretensión de instrumentalizar recíprocamente el poder político y la misión evangélica. Jesús rechazó la ventaja aparente de este proyecto como una seducción diabólica (cf. Mt 4, 8-10). Él mismo rechazó claramente el intento de transformar el conflicto con los guardianes de la ley (religiosa y política) en un conflicto destinado a reemplazar el poder de gobierno de las instituciones y de la sociedad. Jesús también advirtió claramente a sus discípulos acerca de la tentación de conformarse a los criterios y al estilo de los poderosos de la tierra en el cuidado pastoral de la comunidad cristiana (cf. Mt 20, 25; Mc 10, 42; Lc 22, 25). El cristianismo sabe bien qué significado y qué imagen debe asumir la evangelización del mundo. Su apertura a la libertad religiosa es, por lo tanto, una aclaración coherente con el estilo de un anuncio evangélico y una llamada a la fe que presuponen la ausencia de privilegios indebidos para ciertas políticas confesionales y la defensa de los justos derechos de la libertad de conciencia. Al mismo tiempo, esta claridad requiere el pleno reconocimiento de la dignidad de la profesión de fe y de la práctica del culto en la esfera pública. En la lógica de la fe y de la misión, la participación activa y reflexiva en la construcción pacífica de los vínculos sociales, así como el generoso intercambio del interés por el bien común, son implicaciones propias del testimonio cristiano.
86. El compromiso cultural y social en la actividad de los creyentes, que también se expresa en el establecimiento de organismos intermedios y en la promoción de iniciativas públicas, es una dimensión del compromiso que los cristianos están llamados a compartir con cada hombre y mujer de su tiempo, independientemente de las diferencias en cultura y religión. Al decir «independientemente» no se pretende, por supuesto, que estas diferencias se deban ignorar o considerar insignificantes. Significa más bien que deben ser respetadas y juzgadas como componentes vitales de la persona y valoradas adecuadamente en la riqueza de su contribución a la vitalidad concreta de la esfera pública. La Iglesia no tiene razones para elegir un camino diferente para dar su testimonio. Que se haga todo, recomienda el apóstol Pedro, «con dulzura y respeto. Mantened una buena conciencia, para que aquello mismo que os echen en cara, sirva de confusión a quienes critiquen vuestra buena conducta en Cristo» (1P 3, 16). No se ve ningún argumento razonable para imponer al Estado que excluya la libertad de religión para participar en la reflexión y promoción de las razones del bien común en la esfera pública. El Estado no puede ser ni teocrático, ni ateo, ni «neutral» (entendido como indiferencia que pretende la irrelevancia de la cultura y la pertenencia religiosas en la constitución del sujeto democrático real); más bien se le llama a ejercer una «laicidad positiva» hacia las formas sociales y culturales que aseguren la relación necesaria y concreta del Estado de derecho con la comunidad efectiva de los titulares de derechos.
87. De este modo, el cristianismo está preparado para sostener la esperanza de un destino común hasta la llegada escatológica de un mundo transfigurado, de acuerdo con la promesa de Dios (cf. Ap 21, 1-8). La fe cristiana es consciente del hecho de que esta transfiguración es un regalo del amor de Dios para la criatura humana y no el resultado de nuestros esfuerzos por mejorar la calidad de la vida personal o social. La religión existe para mantener viva esta trascendencia de la redención de la justicia de la vida y del cumplimiento de su historia. El cristianismo, en particular, se basa en la exclusión de la ilusión de omnipotencia de cualquier mesianismo mundano, secular o religioso, que siempre trae la esclavitud a los pueblos y la destrucción de la casa común. El cuidado de la creación, confiado desde el principio a la alianza del hombre y de la mujer (cf. Gn 1, 27-28), y el amor al prójimo (cf. Mt 22, 39), que sella la verdad evangélica del amor de Dios, son el contenido de una responsabilidad sobre la cual todos seremos juzgados, los cristianos los primeros, al final del tiempo que Dios nos ha dado para convertirnos a su amor. El Reino de Dios ya está en acción en la historia, esperando la venida del Señor, quien nos introducirá en su cumplimiento. El Espíritu que dice «¡Ven!» (Ap 22, 17), que recoge los gemidos de la creación (cf. Rm 8, 22) y hace «todas las cosas nuevas» (Ap 21, 5), trae al mundo la valentía de la fe que sostiene en favor de todos (cf. Rm 8, 1-27) la belleza de la «razón [logos] de la esperanza» (1P 3, 15) que está en nosotros. Y la libertad, para todos, de escucharlo y seguirlo.