Con agradecimiento a Cobel Ediciones y a la Fundación Studium reproducimos a continuación la Nota editorial con la que se presentó la edición en papel de este libro, publicada unos meses antes de la beatificación de Álvaro del Portillo.
La beatificación de monseñor Álvaro del Portillo, sucesor de san Josemaría Escrivá de Balaguer, tendrá lugar en Madrid el 27 de septiembre de 2014. Este evento constituye de por sí una ocasión espléndida para dar a conocer a un público amplio algunos textos tomados de la predicación del primer Prelado del Opus Dei.
Las palabras de don Álvaro, fruto de su plegaria personal, ayudan a dialogar con el Señor en oración sencilla y confiada. Siguiendo las enseñanzas de san Josemaría, el Autor ilustra la llamada a santificarse en la vida ordinaria, que Jesucristo dirigió a todos los hombres sin excepción.
Ediciones Cobel se honra con la publicación de estos textos espirituales y agradece a Monseñor Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, su favorable acogida. No dudamos que la meditación pausada de estas frases servirá a muchas personas –jóvenes y menos jóvenes– para acercarse más a Dios.
1.1. El Señor quiere, para la generalidad de los hombres, que cada uno, en las circunstancias concretas de su propia condición en el mundo, procure ser santo: haec est enim voluntas Dei, santificatio vestra (1Ts 4, 3); ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación. La llamada de Dios no ha de ser necesariamente un requerimiento para apartarse del mundo –no te pido que los saques del mundo, sino que los preserves del mal (Jn 17, 13)–; para abandonar aquellas realidades temporales en las que una determinada criatura se encuentra inmersa. Esa llamada reclama, eso sí, estar presente de un modo nuevo, porque con esa luz de Dios las distintas ocupaciones temporales se convierten para el cristiano en medio de santificación y de apostolado. Una vida para Dios 46-47 (Discurso 12-VI-1976)
1.2. El Señor nos ha dado esa maravillosa posibilidad, al bendecirnos en Cristo con toda bendición espiritual en los Cielos, pues en Él nos eligió antes de la creación del mundo, para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia (Ef 1, 3-4).
Dios nos ha llamado a cada uno de nosotros, no de cualquier manera, sino de modo personal, por nuestros nombres. Tú mismo lo has dicho, Señor: vocavi te nomine tuo: meus es tu! (Is 43, 1), nos has llamado con todo cariño, como Padre y como Señor. Como Padre, utilizando –¡cuánto le gustaba saborearlo a nuestro amadísimo fundador! [san Josemaría]– el apelativo familiar, como hace un padre cuando se dirige a su hijo pequeño; como Señor, diciéndonos con imperio: meus es tu! Y nosotros te hemos respondido: ecce ego quia vocasti me! (Is 43, 1), aquí nos tienes, porque nos has llamado.
Desde entonces, con un esfuerzo renovado cada día, tratamos de convertir nuestra existencia, con la gracia divina, en un himno de alabanza a Dios. Nuestra vida se transforma en una sinfonía sobrenatural en la que no hay rupturas, con unidad completa y plena armonía, porque reconocemos que somos para el Señor y todo lo queremos hacer por Él, por su gloria, del mejor modo posible. Romana 5 [1987] 233 (Homilía 28-XI-1987)
1.3. Cada cristiano ha de vivir su vocación de acuerdo con sus circunstancias particulares, pero esto no significa bajar el punto de mira. Una concepción reductiva y superficial del cristianismo es inconciliable, más aún, no tiene nada que ver, con el necesario y radical compromiso cristiano, propio de los hijos de Dios, para identificarse con Jesucristo. Un cristiano que se contentase con unir algunas prácticas de piedad a una vida que transcurre al margen de la Voluntad de Dios, no merecería llevar ese nombre. Cristo nos pide que seamos cristianos en cada momento, en cada ambiente. Romana 15 [1992] 271. (Entrevista en M. Artigas, "Ciencia y conciencia", Madrid 1992)
1.4. Hemos escuchado con íntima emoción el texto que san Pablo escribía a los Romanos de su época, y a los hombres de todos los tiempos: no habéis recibido el espíritu de esclavos, para recaer en el temor, sino el espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre! El mismo Espíritu da testimonio a nuestro espíritu de que somos hijos de Dios (Rm 8, 15-16).
La filiación divina es el fundamento de la espiritualidad del Opus Dei. Nuestro fundador [san Josemaría] redescubrió de manera absolutamente nueva, para sí y para todos nosotros, esas palabras de san Pablo –Abba, Pater!– un día concreto de los años treinta, en un tranvía abarrotado, que no fue obstáculo para una ardiente oración de unión con Dios. Fue tal su intensidad que esas palabras –Abba, Pater!– le vinieron a los labios con el ímpetu de una oración continua. Una vida para Dios 184 (Homilía 26-VI-1976)
1.5. Cada uno de nosotros es hijo de Dios, unido a Cristo por el Bautismo y vivificado por su Cuerpo y por su Sangre en la Eucaristía, que nos hace crecer interiormente y nos identifica con Él. Este título nos hace también hijos de María, Madre de Jesús. El mismo Señor nos lo hizo saber en la Cruz, cuando, dirigiendo su mirada a la Santísima Virgen, dijo a cada uno de nosotros: he aquí a tu Madre (Jn 19, 27). Por esto, la devoción a Nuestra Señora, el trato filial con María, no es algo accidental en la vida de un cristiano, ni algo infantil, sino característica propia de personas maduras que se saben hijos pequeños delante de Dios y de la Virgen. Una vida para Dios 255 (Homilía 27-VI-1988)
1.6. El Espíritu Santo (…) despierta en cada uno la certeza de saberse hijo de Dios y, por tanto, otro Cristo, el mismo Cristo, llamado a servir con amor a todas las almas, a corredimirlas con Jesús. Es preciso tomar conciencia de la profunda dimensión apostólica escondida en nuestra vocación cristiana. No es propio de un cristiano encerrarse en sí mismo y despreocuparse de las personas que tiene alrededor. Una vida para Dios 296 (Homilía 26-VI-1991)
1.7. ¡Qué bueno es Dios, hijos míos! Qué bueno es Dios, que ha venido a despertarnos, a decirnos que Jesucristo ha consumado la Redención de una vez para siempre, en el Calvario, pero que es preciso aplicarla a las almas y a las situaciones concretas del mundo, en cada momento, en cada época histórica, en cada año, en cada día, en cada instante; y que nosotros, los cristianos, hemos de ser corredentores: instrumentos de Cristo para divinizar todas las actividades humanas y a los hombres que trabajan en ellas, muy metidos en Dios y muy metidos en las tareas de nuestro trabajo ordinario. Romana 3 [1986] 269-270 (Meditación 20-VII-1986)
1.8. Muy grande es la misión y muy alta la meta a la que el Señor nos llama: identificarnos con Cristo y hacer que Él reine en el mundo, para el bien y la felicidad de nuestros hermanos, los hombres y las mujeres de este tiempo y del futuro. Si contásemos sólo con nuestras pobres fuerzas, motivo tendríamos para pensar en este ideal como en una utopía irrealizable: no somos superhombres, ni estamos por encima de las limitaciones humanas. Pero –si queremos–, la fortaleza de Dios actúa a través de nuestra debilidad. Como escribió hace trece siglos un Padre de la Iglesia, «el hombre tiene dos alas para alcanzar el Cielo: la libertad y, con ella, la gracia» (san Máximo el Confesor, Cuestiones a Talasio, 54). Ejercitemos nuestra libertad correspondiendo a esa gracia que el Señor nos ofrece constante y superabundantemente. Para esto –lo tenemos bien experimentado–, se requiere el esfuerzo por comenzar y recomenzar cada día las luchas de la vida espiritual y del apostolado cristiano. Romana 13 [1991] 262 (Homilía 7-IX-1991)
1.9. El Señor podía haber venido al mundo para realizar la Redención del género humano revestido de un poder y majestad extraordinarios; pero eligió venir en medio de una pobreza increíble. Viendo estos lugares, se queda uno asustado: ¡no había nada de nada!; nada más que mucho amor de Dios ¡y mucho amor a nosotros! Por eso Jesús decidió tomar nuestra carne, y no consideró una humillación –Él, que era Dios– dejar de tener el aspecto de Dios –que es un aspecto inefable, que no se puede explicar– para hacerse igual a nosotros en todo menos en el pecado (cfr. Flp 2, 7 y Hb 4, 15). Con la diferencia de que Él decidió morir, ¡y con qué muerte!: la de cruz, una muerte tremenda. Ese Niño que nace en Belén, nace para morir por nosotros. Romana 18 [1994] 109 (Homilía 19-III-1994)
1.10. Esforzaos por conocer más y más al Señor: no os conforméis con un trato superficial. Vivid el Santo Evangelio: no os limitéis a leerlo. Sed un personaje más: dejad que el corazón y la cabeza reaccionen. Tened hambre de ver el rostro de Jesús. Como sal y como luz 271 (Carta pastoral 1-IV-1985)
1.11. El Señor ha dispuesto que muchas almas encuentren su camino en los años de vida callada y normal, porque esos años ocultos del Redentor no son algo sin significado, ni tampoco una simple preparación de los que vendrían después, hasta su muerte en la Cruz: los de su vida pública. Jesús, creciendo y actuando como uno de nosotros, nos revela que la existencia humana, el quehacer corriente y ordinario, adquiere un sentido divino. Una vida para Dios 47 (Discurso 12-VI-1976)
1.12. Como hombre, Jesús necesitaba recogerse de vez en cuando en un ambiente de paz, porque se hallaba rodeado de insidias, de asechanzas, de gente que le odiaba o de otros que, con una interpretación equivocada de su mensaje, querían arrebatarle para ponerle al frente de un reino terreno. Algunas veces –quizá muchas–, a lo largo de sus tres años de vida itinerante, Nuestro Señor se retiraba pernoctans in oratione Dei (Lc 6, 12), pasaba la noche en oración, hablando con su Padre Dios. Otras veces se aislaba para descansar, huésped de amigos suyos, como aquella familia de Betania: Lázaro, Marta, María. Romana 3 [1986] 268 (Meditación 20-VII-1986)
1.13. Hemos de procurar ser uno más, viviendo en intimidad de entrega y de sentimientos, los diversos pasos del Maestro durante la Pasión; acompañar con el corazón y la cabeza a Nuestro Señor y a la Santísima Virgen en aquellos acontecimientos tremendos, de los que no estuvimos ausentes cuando sucedieron, porque el Señor ha sufrido y ha muerto por los pecados de cada una y de cada uno de nosotros. Pedid a la Trinidad Santísima que nos conceda la gracia de entrar más a fondo en el dolor que cada uno ha causado a Jesucristo, para adquirir el hábito de la contrición. Como sal y como luz 284 (Carta pastoral 1-IV-1987)
1.14. Contemplemos a Jesús en el Huerto de los Olivos, miremos cómo busca en la oración la fuerza para enfrentarse a los terribles padecimientos, que Él sabe tan próximos. En aquellos momentos, su Humanidad Santísima necesitaba la cercanía física y espiritual de sus amigos; y los Apóstoles le dejan solo: ¡Simón!, ¿duermes? ¿No has podido velar una hora? (Mc 14, 37). Nos lo dice también a ti y a mí, que tantas veces hemos asegurado, como Pedro, que estábamos dispuestos a seguirle hasta la muerte y que, sin embargo, a menudo le dejamos solo, nos dormimos.
Hemos de dolernos por estas deserciones personales, y por las de los otros, y hemos de considerar que abandonamos al Señor, quizá a diario, cuando descuidamos el cumplimiento de nuestro deber profesional, apostólico; cuando nuestra piedad es superficial, ramplona; cuando nos justificamos porque humanamente sentimos el peso y la fatiga; cuando nos falta la divina ilusión para secundar la Voluntad de Dios, aunque se resistan el alma y el cuerpo. Como sal y como luz 286 (Carta pastoral 1-IV-1987)
1.15. Mira a Cristo en la Cruz, mira a Santa María junto a la Cruz: ante su mirada se abren cauce, con seguridad pasmosa, la traición, la burla, los insultos…; pero Cristo, y secundando esa acción redentora, María, siguen fuertes, perseverantes, llenos de paz, con optimismo en el dolor, cumpliendo la misión que la Trinidad les ha confiado.
Es un aldabonazo para cada uno de nosotros, recordándonos que a la hora del dolor, de la fatiga y de la contradicción más horrenda, Cristo –y tú y yo hemos de ser otros Cristos– da cumplimiento a su misión, llegando, como nos decía nuestro Padre [san Josemaría], hasta la última gota de su Sangre, hasta el último aliento de su vida.
Y te repito: ante esta escena, ¿quién hubiera podido decir que ese Malhechor –para los hombres– podía salvar al mundo? Me decido a aconsejarte que vuelvas tus ojos a la Virgen, y le pidas, para ti y para todos: Madre, que tengamos confianza absoluta en la acción redentora de Jesús, y que –como Tú, Madre– queramos ser corredentores, ¡aunque nuestro cuerpo se tronche y nuestra voluntad se resista! Romana 4 [1987] 74 (Carta pastoral 31-V-1987, 19)
1.16. Porque amamos el mundo, deseamos y nos empeñamos seriamente en que Cristo reine sobre todas las cosas. Regnare Christum volumus!: esta ardiente aspiración de nuestro fundador [san Josemaría], que –como sabéis– he asumido como lema de mi escudo episcopal, ha de ser verdaderamente nuestra. Y, para esto, hemos de procurar que Cristo reine, ante todo, en nuestras almas: cada uno en la suya. En esto consiste la santidad a la que estamos llamados desde antes de la constitución del mundo, como hemos escuchado en la segunda lectura de la Misa: elegit nos in ipso ante mundi constitutionem, ut essemus sancti (Ef 1, 4). Una santidad –una búsqueda de la santidad– que no nos aleja del mundo, precisamente porque el mundo, el trabajo y el descanso, la vida en familia y las relaciones sociales, son medio y ocasión de ese encuentro íntimo con el Señor, de esa identificación con Él. Romana 13 [1991] 260 (Homilía 7-IX-1991)
1.17. El Señor se nos entrega por entero a cada uno. Viene a nosotros con todo su Poder, con toda su Sabiduría, con todo su Amor. Vamos a abrir bien los oídos de nuestra alma y a franquearle nuestro corazón, de modo que la Trinidad Beatísima establezca cada vez más plenamente su morada en nosotros.
El Espíritu Santo, si queremos oírle, nos sugerirá que llevemos una vida de oración y de mortificación constantes, nos pedirá rectitud de intención al realizar nuestro trabajo, nos estimulará con sus mociones, de modo que lo que ofende al Corazón Sacratísimo de Cristo nos hiera también a nosotros, y nos cause alegría todo lo que le llene de gozo. Esta es la obra del Espíritu Santo en las almas. Su actuación llena de paz y de alegría, virtudes tan propias de los hijos de Dios en el Opus Dei. Romana 6 [1988] 105 (Homilía 22-V-1988)
1.18. La actividad del Espíritu Santo pasa inadvertida. Es como el rocío que empapa la tierra y la torna fecunda, como la brisa que refresca el rostro, como la lumbre que irradia su calor en la casa, como el aire que respiramos casi sin darnos cuenta. Acabo de citaros algunos ejemplos que la Sagrada Escritura utiliza para hablar de la acción del Paráclito, de este Santificador que se manifestó a los Apóstoles como viento impetuoso y bajo la forma de lenguas de fuego (cfr. Hch 2, 4), y a quien el Señor mismo comparaba con un manantial del que nacerían –en el seno de los que creyeran en Él– ríos de agua viva (cfr. Jn 7, 38). Como sal y como luz 62 (Carta pastoral 1-V-1986)
1.19. La Tercera Persona de la Santísima Trinidad viene a nosotros, y es entonces cuando nuestra naturaleza –carne y sangre, alma y cuerpo, espíritu y materia– se hace capaz de realizar actividades divinas. Entonces sí podemos amar al Señor con nuestro corazón de carne, y conocer los misterios de su vida íntima, que Él ha querido revelarnos; entonces nuestra alma adquiere sensibilidad para detectar las mociones divinas y se hace capaz de seguirlas.
De este modo, el Paráclito se convierte en «fuente de santificación, luz de nuestra inteligencia. Él es quien da, de sí mismo, una suerte de claridad a nuestra razón natural, para que conozca la verdad. Inaccesible por naturaleza, se hace accesible por su bondad. Todo lo llena con su poder» (san Basilio, Sobre el Espíritu Santo, 23).
Estamos llenos del Espíritu Santo, hijos míos. Por la bondad de Dios se aloja en nosotros el dulce huésped del alma (Secuencia Veni, Sancte Spiritus). Agradezcamos este Don inmerecido. Su venida nos hace capaces de vencer cualquier obstáculo por servir a nuestro Amor; capaces, en primer término, de superar las insidias del propio yo. Si le dejamos actuar en nosotros, se reproducirá el milagro que hoy contemplamos. Podremos hablar a los hombres en todas las lenguas, acomodándonos a la mentalidad de quienes nos escuchen de modo que nos entiendan y sean capaces de entender también ellos las magnalia Dei (Hch 2, 11), las grandezas de Dios que celebramos. Romana 6 [1988] 104 (Homilía 22-V-1988)
1.20. El Paráclito desea contar con la colaboración de los hombres. ¡Vamos a ser fieles! Nos dirigimos al Espíritu Santo, evocando la exclamación que tantas veces repitió nuestro Padre [san Josemaría], e imploramos: ure igne Sancti Spiritus!, ¡abrasa con tu fuego las impurezas de mi alma! Haz que desaparezca la ganga y dentro de mí quede solamente oro purísimo para mi Dios. Decídselo de todo corazón, pero de modo cabal, non verbo neque lingua, sed opere et veritate (1Jn 3, 18): con vuestra lucha constante, con el firme propósito de ser fieles a la vocación y a todas las consecuencias de la llamada divina.
Resolveos a escuchar con atención las clases que el Paráclito imparte dentro del alma, para recorrer después con paso firme los caminos de la vida interior, para avanzar hacia la santidad y prepararnos al encuentro con Dios, mientras procuramos hacer el bien a todos los que nos rodean. Sí, hijos míos, vamos a pedirle al Señor –al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo: a la Trinidad Beatísima– que este amor, que nos ha comunicado, crezca impetuosamente: veni, Sancte Spiritus, reple tuorum corda fidelium et tui amoris in eis ignem accende! (Misa del Espíritu Santo); ven, Dios Espíritu Santo, y llena nuestros corazones con el fuego de tu amor, para que seamos fieles de verdad. Romana 6 [1988] 105 (Homilía 22-V-1988)
1.21. La gracia es siempre capaz de devolver frescura de juventud a nuestra existencia, aunque hayan transcurrido muchos años, si somos fieles en las cosas pequeñas de cada jornada. Aquí se concreta también la receta que nos ha transmitido nuestro Padre [san Josemaría], ¡y no hay otra!, para hacernos santos: el cuidado amoroso del seguimiento de Cristo, en lo cotidiano, en el deber de cada instante, que lejos de ser monótono se convierte en un dichosísimo canto de alabanza a Dios, y nos da interés por todos los caminos de los hombres y mujeres, nuestros iguales. Romana 7 [1988] 269 (Carta pastoral 8-IX-1988, 31)
1.22. No penséis que la santidad exige realizar cosas extraordinarias, o que entrega la vida por Cristo sólo quien sufre el martirio, o que se deben abandonar las ocupaciones de este mundo nuestro. Además, no esperéis situaciones excepcionales, que quizá no se presentarán nunca. Buscad la santidad en la vida ordinaria de cada día. Dios os espera en esos modos corrientes de vuestra existencia: cuando estudiáis o trabajáis, cuando estáis con las personas que tratáis, mientras prestáis un servicio, cuando acompañáis al que sufre, o procuráis –con el ejemplo y la palabra– que uno de vuestros compañeros se acerque a Dios.
«¡No tengáis miedo!», exclamaba Juan Pablo II al inicio de su pontificado. «¡No tengáis miedo a ser santos!», nos repite ahora. No tengáis miedo de embarcaros en esa espléndida aventura de ser otros Cristos. No tengáis miedo de decir al Señor que sí, cuando notéis su voz dentro de vosotros que os impulsa a una mayor entrega, a una dedicación completa al servicio de Dios y de los hombres. No tengáis miedo a que, en medio de un ambiente obstinado en alejarse de Dios, os señalen como cristianos, como hombres y mujeres que creen, que luchan para ajustar su conducta entera a los mandatos de Dios. Romana 13 [1991] 253 (Homilía 14-VIII-1991)
1.23. Este mensaje de santificación en, desde y a través de las realidades humanas, es providencialmente actual en la situación de nuestro tiempo, que necesita urgentemente encauzar el desarrollo científico y técnico no a la simple e infrahumana cultura del bienestar material, sino hacia una cultura –podríamos decir– del bienestar integral: de todo el hombre y de todos los hombres, para edificar el reino de Cristo en la tierra: un reino de justicia, de amor y de paz (Cristo Rey, Prefacio). Este reino, del que es portadora la Iglesia, comienza en el corazón del hombre, y se propaga desde ahí a la vida familiar, profesional y social. Romana 14 [1992] 31-32 (Homilía 18-V-1992)
1.24. Para alcanzar este fin, se advierte inmediatamente otra condición: trabajar en serio, trabajar bien, con la máxima perfección humana posible. El nexo entre trabajo y santidad se hace entonces más evidente, porque se ve claro que el trabajo puede transformarse en oración sólo en virtud de un esfuerzo constante para ejercitar las virtudes humanas y la sobrenaturales. El trabajo pone en marcha todo el organismo sobrenatural. Un texto de Mons. Escrivá de Balaguer, entre tantos otros, describe eficazmente esta realidad: «El trabajo nace del amor, manifiesta el amor, se ordena al amor. Reconocemos a Dios no sólo en el espectáculo de la naturaleza, sino también en la experiencia de nuestra propia labor, de nuestro esfuerzo. El trabajo es así oración, acción de gracias, porque nos sabemos colocados por Dios en la tierra, amados por Él, herederos de sus promesas» (Es Cristo que pasa, 48). Como sal y como luz 37 (Discurso 24-XI-1984)
1.25. Hijas e hijos míos: sed optimistas, con un optimismo sobrenatural que hunde sus raíces en la fe, que se alimenta de la esperanza y a quien pone alas el amor. Hemos de impregnar de espíritu cristiano todos los ambientes de la sociedad. No os quedéis solamente en el deseo: cada una, cada uno, allá donde trabaje, ha de dar contenido de Dios a su tarea, y ha de preocuparse –con su oración, con su mortificación, con su trabajo profesional bien acabado– de formarse y de formar a otras almas en la Verdad de Cristo, para que sea proclamado Señor de todos los quehaceres terrenos.
Fe: evitad el derrotismo y las lamentaciones estériles sobre la situación religiosa de vuestros países, y poneos a trabajar con empeño, moviendo –lo vuelvo a repetir, de intento– a otras muchas personas. Esperanza: Dios no pierde batallas, os recordaré con palabras de nuestro Padre [san Josemaría]. Si los obstáculos son grandes, también es más abundante la gracia divina: será Él quien los remueva, sirviéndose de cada uno como de una palanca. Caridad: trabajad con mucha rectitud, por amor a Dios y a las almas. Tened cariño y paciencia con el prójimo, buscad nuevos modos, iniciativas nuevas: el amor aguza el ingenio. Aprovechad todos los cauces –os he hablado frecuentemente de este tema– para esta tarea de edificar una sociedad más cristiana y más humana. Romana 2 [1986] 83 (Carta pastoral 25-XII-1985, 10)
1.26. La fe, bajo la guía del Espíritu, nos enseña el fin sobrenatural de la criatura humana, el amor de predilección de que Dios la ha hecho objeto, la dignidad excelsa a la que ha sido elevada; nos descubre –colmo de amor– el anonadamiento del Dios hecho Hombre, que se abaja y se entrega para redimir al hombre de la postración del pecado; nos muestra la intimidad de un Dios que se prodiga en cuidados paternos para que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad (1Tm 2, 4); nos señala esa ley escrita por Dios mismo en los corazones (Gaudium et spes, 16), que empuja hacia el abrazo del Padre, hacia la felicidad terrena y eterna. Romana 3 [1986] 274 (Homilía 15-X-1986)
1.27. Pedid a María Santísima que nos obtenga de su Hijo, para todos los cristianos, una renovación y un aumento de fe. Ella la poseyó de modo eminente, y a lo largo de su vida fue creciendo más y más en esta virtud que es propia de los que caminamos aún en la tierra. Beata, quae credidit! (Lc 1, 45), le repetimos con las palabras de Santa Isabel, que el Santo Padre glosa profundamente en su Encíclica [Redemptoris Mater]. ¡Bienaventurada Tú, que has creído, porque se cumplirá todo lo que se te ha anunciado de parte de Dios! Romana 4 [1987] 76 (Carta pastoral 31-V-1987, 23)
1.28. Entre otras maravillas obradas por el Espíritu Santo, la Escritura pone de relieve especialmente la conversión radical de los discípulos. Los que hablan ahora ante millares de personas, sin ningún empacho, son los mismos que habían huido, cobardes, a la hora de la Pasión. En primer lugar Pedro, que, cegado por el miedo, había afirmado tres veces –y lo había ratificado con juramento– que no conocía al Señor. Hoy, el Espíritu Santo le transforma y, ante un inmenso concurso de gentes, pronuncia un discurso fogoso proclamando, sin ningún temor, que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios. Romana 6 [1988] 104 (Homilía 22-V-1988)
1.29. Vale la pena rechazar con decisión todo lo que nos pueda apartar de Dios, y responder afirmativamente a todo lo que nos acerque a Él. El Señor nos ayudará, porque no pide imposibles. Si nos manda que seamos santos, a pesar de nuestras innegables miserias y de las dificultades del ambiente, es porque nos concede su gracia. Por lo tanto, possumus! (Mc 10, 39), ¡podemos! Podemos ser santos, a pesar de nuestras miserias y pecados, porque Dios es bueno y todopoderoso, y porque tenemos por Madre a la misma Madre de Dios, a la que Jesús no puede decir que no.
Vamos, pues, a llenarnos de esperanza, de confianza: a pesar de nuestras pequeñeces, ¡podemos ser santos!, si luchamos un día y otro día, si purificamos nuestras almas en el Sacramento de la Penitencia, si recibimos con frecuencia el Pan vivo que ha bajado del Cielo (cfr. Jn 6, 41), el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo, realmente presente en la Sagrada Eucaristía. Romana 9 [1989] 243 (Homilía 15-VIII-1989)
1.30. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros, como Yo os he amado (Jn 13, 34). ¡Con que fuerza pronunció Jesús estas palabras!, ¡con qué hondura se grabaron en el corazón de los primeros cristianos! Que nos amemos de veras, con la medida de su Amor: esto nos pide el Señor. Romana 15 [1992] 248 (Homilía 6-IX-1992)
1.31. El divino Maestro nos ha enseñado que amar significa comprender, excusar, perdonar, ayudar, darse a sí mismo para servir, como hizo Él, hasta la entrega de la vida. Pero, a la vez, el Señor nos ha comunicado la fuerza que nos hace capaces de cumplir este programa. Dios lo consagró en el Espíritu Santo (Hch 10, 38) y Jesús, con su Pasión y su Muerte en la Cruz, nos ha obtenido el don del Paráclito: el Amor de Dios con mayúscula, que habita en nuestro corazón y colma de Sí toda nuestra vida. Nos transforma, nos diviniza. Una vida para Dios 295-296 (Homilía 26-VI-1991)
1.32. El afán de atender y remediar en lo posible las necesidades materiales del prójimo, sin descuidar las demás obligaciones propias de cada uno, como el buen samaritano, es algo característico de la fusión entre alma sacerdotal y mentalidad laical. Lo que Dios nos pide, en primer término, es que santifiquemos el trabajo profesional y los deberes ordinarios. En medio de esas actividades, permite que os encontréis con la indigencia y el dolor de otras personas; entonces, señal clara de que realizáis vuestras tareas con alma sacerdotal, es que no pasáis de largo, indiferentes; y señal no menos clara es que lo hacéis sin abandonar los demás deberes que tenéis que santificar. Como sal y como luz 128 (Carta pastoral 9-I-1993, 20)
1.33. Las obras de misericordia, además del alivio que causan a los menesterosos, sirven para mejorar nuestras propias almas y las de quienes nos acompañan en esas actividades. Todos hemos experimentado que el contacto con los enfermos, con los pobres, con los niños y adultos hambrientos de verdad, constituye siempre un encuentro con Cristo en sus miembros más débiles o desamparados y, por eso mismo, un enriquecimiento espiritual: el Señor se mete con más intensidad en el alma de quien se aproxima a sus hermanos pequeños, movido no por un simple deseo altruista –noble, pero ineficaz desde el punto de vista sobrenatural–, sino por los mismos sentimientos de Jesucristo, Buen Pastor y Médico de las almas. Romana 4 [1987] 79 (Carta pastoral 31-V-1987, 31)
2.1. Crecer en santidad derrotando al pecado: ésta es, hijas e hijos míos, la gran tarea que nos ha asignado nuestro Padre Dios. Sabemos muy bien, porque lo experimentamos a diario, que este esfuerzo requiere una lucha constante contra todo aquello que en nosotros y a nuestro alrededor se opone a los misericordiosos designios del Señor. ¡Tened confianza!, porque con la ayuda de la gracia, con la intercesión de Santa María, seremos capaces de cumplir este deber. ¡Madre nuestra –nos atrevemos a tratarla así, seguros de que nos oye–, libra a tus hijas y a tus hijos de toda mancha, de todo aquello que nos aleja de Dios, aunque sea a costa de sufrir, aunque sea a costa de la vida, porque de este modo seremos gratos a tu Hijo y obtendremos la vida eterna! Romana 9 [1989] 248 (Homilía 7-XII-1989)
2.2. La juventud es la edad del inconformismo, de las rebeldías, de las ansias de todo lo que es bello, y bueno, y noble. Por eso, es joven de verdad quien mantiene vivos en su espíritu estos impulsos, aunque el cuerpo se desgaste por el paso del tiempo; y al contrario, es viejo –aunque tenga pocos años– quien se deja subyugar por la rutina, por el egoísmo, por la vejez del pecado. El Señor espera vuestra rebeldía juvenil, que yo bendigo con mis manos de sacerdote, contra todo lo que intente apartaros del cumplimiento de la ley de Cristo, que es un yugo suave y ligero (cfr. Mt 11, 30). Romana 1 [1985] 63 (Homilía 30-III-1985)
2.3. Rebelaos contra los que pretenden inculcaros una visión materialista de la vida. Rebelaos contra los que intentan apagar, con mentiras que narcotizan el espíritu, vuestras ansias de verdad y de bien. Rebelaos contra los torpes mercaderes del sexo y de la droga, que tratan de enriquecerse a vuestra costa. Rebelaos contra los que quieren aprovecharse de vuestra juventud y de vuestra carga ideal, para perpetuar sistemas opresivos de la dignidad humana. Rebelaos contra los que intentan arrancar a Dios de vuestras mentes y de vuestras vidas, de vuestra familia, de vuestro lugar de estudio o de trabajo. Romana 1 [1985] 63 (Homilía 30-III-1985)
2.4. ¿Y qué significa esta rebelión a la que os invito? Quiere decir negar obediencia a esa siembra de males e injusticias. Quiere decir no ausentarse de tomar posición clara, no quedarse en una ambigua neutralidad ante las imposiciones que mortifican la dignidad del hombre. Quiere decir, y ésta es la rebelión de los hijos de Dios, no tener miedo a dar testimonio de la Cruz de Cristo ante un mundo arraigado en el egoísmo. Rebelaos ante los falsos profetas de la paz, que claman contra la guerra y, a la vez, financian la matanza de los que están por nacer. Amad, amad a Dios y a los hombres, que el Amor es el nuevo nombre de la rebelión contra el mal. Amad la Verdad que se nos ha manifestado en Cristo, que éste es el modo cristiano de rebelarse contra las tinieblas del error. Romana 1 [1985] 63 (Homilía 30-III-1985)
2.5. La decisión de asumir las responsabilidades apostólicas que nos competen como cristianos de nuestra época, no es compatible con visiones pesimistas o negativas del presente. Para anunciar eficazmente el Reino de Dios y trabajar en su propagación, es necesario amar el mundo en que vivimos –amarlo «apasionadamente», en expresión del fundador del Opus Dei y de esta universidad–: es decir, contemplar esta precisa situación histórica y las personas que la constituyen «con los ojos del mismo Cristo», como escribió Juan Pablo II en su primera Encíclica (cfr. Redemptor Hominis, 74).
Así, entre el claroscuro de fenómenos cambiantes, que en muchos casos la hacen irreconocible, se descubre también hoy aquella inquietud del alma humana –que anhela y siente nostalgia de Dios– expresada por san Agustín en el famoso inicio de sus Confesiones: fecisti nos ad te, et inquietum est cor nostrum donec requiescat in te [nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti] (Confesiones I, 1, 1). La acelerada dinámica que caracteriza en líneas generales nuestra época, va acompañada y como plasmada por la inquietud de tantos corazones, que caminan en un continuo desasosiego, sin acertar a descubrir un norte claro para la propia existencia ni un sentido a la historia humana. Pues bien, justamente ahí, en medio de esa inquietud, se ha de proclamar a viva voz que a Quien buscan es a Cristo, y lo que ignoran y anhelan es el amor paterno de Dios, que se les ofrece, a todos y a cada uno, en Cristo y en la Iglesia. Escritos sobre el sacerdocio 175-176 (Discurso 24-IV-1990)
2.6. Acudamos al Señor para ser fuertes. En la pelea espiritual que hemos de sostener, a veces venceremos y a veces seremos vencidos. Pero todos hemos de luchar, llenos de esperanza. Nadie puede desertar de esta guerra interior, personal: en la vida del alma, quien no pelea es un vencido; en cambio, quien recomienza una vez y otra, gana siempre. En Roma, cerca del Puente Milvio, donde Constantino venció aquella batalla que señaló el fin de las persecuciones contra los cristianos y el principio de una nueva era para la Iglesia, hay una inscripción sobre un arco, que reza: Victores victuri, los que vencen serán vencedores. Hijo mío, hija mía: tú, a pesar de tus derrotas, si cada vez reanudas la pelea, con la ayuda de Dios te llamarás vencedor, vencedora. Al Señor le basta con esa buena voluntad nuestra, para darnos graciosamente la corona. Romana 7 [1988] 277-278 (Homilía 24-VII-1988)
2.7. Fijaos en la diferencia que hay entre el espíritu de Cristo y el espíritu del mundo. En las batallas del mundo se dice: Vae victis!, ¡pobres de los vencidos!: para ellos es el deshonor, la infamia, la muerte. El espíritu cristiano, en cambio, nos asegura que podemos ser vencedores aunque seamos derrotados, si sabemos humillarnos y pedir perdón. Tenemos siempre la posibilidad de levantarnos para seguir peleando las batallas de Cristo: con el sacramento de la Confesión, con la Eucaristía, con la oración y las prácticas de piedad que entretejen la vida diaria de un buen cristiano. Con todo eso, el Señor nos hace soldados suyos, nos diviniza, y nos promete la victoria definitiva. Romana 7 [1988] 278 (Homilía 24-VII-1988)
2.8. Contamos con la fuerza que nos da Dios. Y en esta pelea espiritual –que eso es la vida: ¡lucha!–, a veces venceremos y otras veces seremos derrotados. Normalmente, por la gracia de Dios, serán faltas de generosidad, que nos duelen porque amamos al Señor, y cuando hay amor ninguna cosa es pequeña; en otras ocasiones, por nuestra fragilidad, serán verdaderos pecados. En cualquier caso, no hemos de desanimarnos: Dios cuenta con nuestras miserias, y las aprovecha para que seamos humildes. Nuestra vida ha de ser como la de nuestro fundador [san Josemaría]: un continuo recomenzar, una conversión constante, un procurar poner de nuestra parte todo lo que podamos, para ser dignos apóstoles de Jesucristo, que el resto –¡todo!– lo hará el Señor. Apóstoles que transmitan la fe, que infundan la esperanza, que inflamen en el amor de Dios a muchas criaturas, siendo instrumentos dóciles en sus manos. Romana 7 [1988] 277 (Homilía 24-VII-1988)
2.9. Esta batalla durará lo que nuestra existencia terrena. Es milicia la vida del hombre sobre la tierra (Job 7, 1), está escrito en el libro de Job. No penséis, pues, que con el paso de los años amainará la urgencia de la pelea interior. Dios no quiere para sus hijos la falsa tranquilidad de los comodones, ni de los egoístas, ni de los cobardes. La vida humana se desarrolla en la gran palestra del mundo y, como escribe un antiguo Padre de la Iglesia, «estáis bajo la mirada del público. Y no sólo del género humano; también la muchedumbre de los ángeles contempla vuestras luchas (…) y el Señor de los ángeles es quien preside la pelea» (san Juan Crisóstomo, Catequesis III, 8). Jesucristo se complace en vuestro esfuerzo personal cuando tratáis de seguirle a Él, cuando os esforzáis por imitarle a pesar de la debilidad del ser humano. Romana 1 [1985] 62 (Homilía 30-III-1985)
2.10. Hay que pelear, hijos míos, si no queremos ser derrotados por el enemigo de Dios y de nuestras almas. Contamos con toda la ayuda de la gracia y con la intercesión poderosísima de la Madre de Dios. No podemos temer. Lo que hay que hacer es acudir al Señor y poner los medios que la Iglesia nos ofrece: la oración, la mortificación, la recepción frecuente de los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Vamos a decir a Jesús que deseamos ser fieles. Y a la Santísima Virgen: Madre mía, yo quiero ser fiel a tu Hijo, y para eso cuento con que Tú intercederás por mí. El Señor no puede dejar de oírte. Romana 9 [1989] 242 (Homilía 15-VIII-1989)
2.11. La paz es un bien de valor incalculable, necesario para que las personas y los pueblos puedan vivir y progresar de un modo digno del hombre, imagen y semejanza de Dios. Por contraste, ¡hay tanta falta de paz en el mundo!, ¡hay tanta injusticia, tanto odio, tanta división! Como recordaba el Santo Padre (Juan Pablo II) «los cristianos, iluminados por la fe, saben que la razón definitiva por la que el mundo es teatro de divisiones, tensiones, rivalidades, bloques e injustas desigualdades, en lugar de ser lugar de genuina fraternidad, es el pecado, es decir el desorden moral del hombre.
»Pero los cristianos saben también que la gracia de Cristo, que puede transformar esta condición humana, es ofrecida constantemente al mundo, porque donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia (Rm 5, 20)» (Mensaje para la jornada mundial de la paz, 8-XII-1985). De ahí que no sea posible la paz del mundo, mientras no haya paz con Dios en los corazones humanos. Romana 3 [1986] 260 (Carta pastoral 11-X-1986)
2.12. Hoy se habla mucho de paz. Sin embargo, quizá nunca como ahora ha asistido nuestro mundo al desatarse de la guerra y la violencia. Se repiten casi al pie de la letra las exclamaciones engañosas de los falsos profetas de tiempos antiguos, que anunciaban: paz, paz; y no había paz (Jr 6, 14) (…).
Si queréis –como queréis– ser operadores de paz, «sembradores de paz y de alegría por todos los caminos de la tierra» (….), debéis hacer un gran acopio de paz en vuestro corazón. Así, de vuestra abundancia, podréis dar a los demás hombres, comenzando por los que se encuentran más cerca de vosotros: vuestros parientes, vuestros amigos, vuestros compañeros, vuestros conocidos. Romana 1 [1985] 61 (Homilía 30-III-1985)
2.13. En la vida sobrenatural –la enseñanza viene de san Pablo– nadie puede decir Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo (1Co 12, 3): no somos capaces de llevar a cabo la más pequeña acción, con alcance eterno, sin la ayuda del Paráclito. Él nos empuja a clamar Abba, Pater!, de manera que paladeemos la realidad de nuestra filiación divina. Él, como Abogado, nos defiende en las batallas de la vida interior; es el Enviado que nos trae los dones divinos, el Consolador que derrama en nuestras almas el gaudium cum pace, la alegría y la paz que hemos de sembrar por el mundo entero. Procuremos, pues, aumentar nuestra intimidad con el Espíritu Santo. Renovemos con obras, con esfuerzos cotidianos, el propósito de tratarle mucho. Como sal y como luz 60 (Carta pastoral 1-V-1986)
3.1. Para llevar a cabo esta misión de cristianizar el mundo, es preciso que nos identifiquemos con Cristo, asimilando a fondo sus enseñanzas, tratando al Señor en la oración y recibiendo su gracia en los sacramentos. Porque lo que el Maestro nos pide no es difundir una ideología, sino dar al mundo un testimonio vivo, real, del Amor que Dios nos profesa.
Pero no podemos ofrecer este testimonio, con la palabra y con la conducta, si no estamos plenamente identificados con Cristo, si no estamos unidos a Él por la doctrina y por la gracia que nos comunica. Somos débiles, pero Él es nuestra fortaleza; y para remediar nuestra miseria, nos sale al encuentro en el Sacramento de la Penitencia, donde el mismo Cristo, por boca del sacerdote nos dice: Yo te absuelvo de tus pecados, en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Así, debidamente purificados, nos acercamos a la Eucaristía, en la que recibimos al Señor como alimento, para unirnos a Él, para transformarnos en Él. Romana 13 [1991] 251-252 (Homilía 14-VIII-1991)
3.2. El Señor ha dejado a su Iglesia todos los medios para llevar a cabo la salvación del mundo. Entre esos medios, querría detenerme especialmente en el Sacramento de la Penitencia, pues es indudable que para recristianizar la sociedad es imprescindible el recurso a la Confesión sacramental, en la que cada cristiano recibe la fuerza necesaria para ser testigo eficaz de Cristo, con el ejemplo y con la palabra, en todas las realidades terrenas que hay que reconducir a Dios Padre. Cada uno de nosotros necesita acudir a esta fuente de la gracia; y hemos de ayudar a muchos otros –parientes, amigos, colegas, vecinos– a recurrir a este Sacramento maravilloso del Perdón divino. El apostolado de la Confesión es una importante expresión de la unidad de vida, de la coherencia entre nuestra conducta y nuestro pensamiento. Una vida para Dios 257 (Homilía 27-VI-1988)
3.3. El único motivo realmente serio de preocupación y de amargura es el pecado, ese voluntario apartamiento de Dios que deja el alma a oscuras, con la desazón de haber perdido el sentido auténtico de la vida, o de haber enfriado al menos tan incomparable amistad: ¡la amistad con Dios! Pero ni siquiera en esas circunstancias, que pueden ser frecuentes debido a nuestra fragilidad, hemos de dejar que el descontento nos abata. Sentiremos pena de haber ofendido a Dios y correremos a recuperar la paz, reconciliándonos con Dios y con los demás en el sacramento de la Penitencia. Experimentaremos la verdad de estas palabras del Santo Padre: «Cuantos se acercan al confesonario, a veces después de muchos años y con el peso de pecados graves, en el momento de dejar el confesonario, encuentran el alivio deseado; encuentran la alegría y la serenidad de la conciencia, que fuera de la Confesión no podrán encontrar en otra parte» (Juan Pablo II, Homilía 16-III-1980). ¡Agradezcamos al Señor este sacramento del perdón y de la alegría! Como sal y como luz 252 (Homilía 12-IV-1984)
3.4. Ante nuestras caídas y pecados, la misericordia divina nos sale al encuentro, especialmente en el sacramento de la paz y la reconciliación, el sacramento de la Penitencia. Acercaos a la Confesión siempre que lo necesitéis, para limpiaros de vuestros pecados y recuperar la gracia de Dios, y poder así recibir la Sagrada Eucaristía, donde «se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, a saber, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan vivo por su carne, que da la vida a los hombres» (Presbyterorum ordinis, 5). Acercaos también al sacramento de la Penitencia, y frecuentemente, aunque no tengáis conciencia de pecado grave, porque en la Confesión vuestra alma se fortalecerá para combatir con alegría las batallas de la paz, para la gloria de Dios y la salvación de las almas. Romana 1 (1985) 62-63 (Homilía 30-III-1985)
3.5. Cada día, en el examen de conciencia, el Señor nos ofrece una nueva ayuda para rectificar el rumbo de nuestros pasos: luz en la inteligencia, con el fin de que reconozcamos nuestros personales errores y pecados; afectos en el corazón, para dolernos de esas faltas; mociones en la voluntad, para que nos decidamos a luchar con más determinación. Esmeraos cada día.
Invocad al Espíritu Santo con fe y con humildad. Desechad la rutina. No os dejéis vencer por el cansancio de una jornada de trabajo. Fomentad de veras la contrición, el dolor por vuestras miserias y pecados, que es lo más importante del examen, el punto que ha de ocupar la mayor parte de esos tiempos en los que miramos nuestra alma con la claridad de Dios. Luego, concretad propósitos –pocos– para el día siguiente.
De un examen de conciencia hecho así, a conciencia, depende, hija mía, hijo mío, en gran medida, la realidad de tu lucha ascética y de tu vida cristiana, con la que has de iluminar al mundo. Como sal y como luz 193 (Carta pastoral 1-VII-1984)
3.6. Confesaos frecuentemente. Haced el propósito de mejorar vuestra reconciliación sacramental con Dios. Preparadla bien, examinando a fondo vuestra conciencia; sed sinceros, fomentad la contrición del corazón, renovad los deseos de luchar más por hacer el bien. Pocas alegrías tan grandes como la de sentir, después de una confesión bien hecha, lo mismo que sintió el hijo pródigo: ¡el abrazo de nuestro Padre Dios que nos perdona! Como sal y como luz 255 (Homilía 12-IV-1984)
3.7. Para que las personas que tratamos escuchen las mociones del Señor, que a todos llama a la santidad, se requiere que vivan habitualmente en estado de gracia. Por eso, el apostolado de la Confesión cobra una importancia particular. Sólo cuando media una amistad habitual con el Señor –amistad que se funda sobre el don de la gracia santificante–, las almas están en condiciones de percibir la invitación que Jesucristo nos dirige: si alguno quiere venir en pos de mí… (Mt 16, 24). Como sal y como luz 350 (Carta pastoral 1-XII-1993)
3.8. La Santa Misa, lo sabéis bien, es la renovación incruenta del Sacrificio del Calvario. El pan y el vino que ofrecemos se convertirán en el Cuerpo, en la Sangre, en el Alma y en la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo. Jesús se da como alimento, no para saciar nuestra hambre durante un día o dos, sino como Pan vivo que baja del Cielo y dura hasta la vida eterna (cfr. Jn 6, 58). Hijos míos, ¡qué bueno es Dios, que hace este gran milagro para nosotros! Acrecentad vuestra fe, con la gracia de Dios, en el Santísimo Sacramento. Admirad la Bondad y la Omnipotencia de Dios. Amadle más, porque a Quien tanto nos ama hemos de devolverle amor por amor. Romana 7 [1988] 277 (Homilía 24-VII-1988)
3.9. La Misa es centro; debe ser, por tanto, el punto de referencia de cada uno de nuestros pensamientos y de cada una de nuestras acciones. Nada ha de desarrollarse en la vida tuya al margen del Sacrificio eucarístico. En la Misa encontramos el Modelo perfecto de nuestra entrega. Allí está Cristo vivo, palpitante de amor. En aparente inactividad, se ofrece constantemente al Padre, con todo su Cuerpo místico –con las almas de los suyos–, en adoración y acción de gracias, en reparación por nuestros pecados y en impetración de dones, en un holocausto perfecto e incesante. Jesús Sacramentado nos da un impulso permanente y gozoso a dedicar la entera existencia, con naturalidad, a la salvación de las almas. Como sal y como luz 244 (Carta pastoral 1-IV-1986)
3.10. La Misa es la raíz de la vida interior. Hemos de estar bien unidos a esa raíz, y esto depende también de nuestra correspondencia. De ahí que nuestra entrega vale lo que sea nuestra Misa (…); nuestra vida es eficaz, sobrenaturalmente hablando, en la medida de la piedad, de la fe, de la devoción con que celebramos o asistimos al Santo Sacrificio del Altar, identificándonos con Jesucristo y sus afanes redentores. Como sal y como luz 245 (Carta pastoral 1-IV-1986)
3.11. Algunos Santos Padres comentan que el alimento natural, cuando alguien lo toma, se convierte en la sustancia del que lo recibe. En cambio, cuando nos alimentamos con el Pan eucarístico, es nuestra alma y nuestro cuerpo, nuestro ser entero, el que se convierte en Cristo, identificándose poco a poco con Él (cfr. san Agustín, Confesiones, 7, 10). El Señor nos diviniza y, de este modo, nos hace dignos del amor gratuito que nos ha manifestado. Romana 7 [1988] 277 (Homilía 24-VII-1988)
3.12. Cuando el sol parece que toca la tierra y se pone rojo, el cielo se incendia, y hay colores maravillosos: rojos, amarillos, violetas, oro… Todo por un efecto óptico, porque parece que el sol toca la tierra, cuando realmente no la toca; está muy lejos, muy lejos… Pues el Sol de soles, el Creador del sol, Dios Nuestro Señor, ha venido realmente a nuestra alma y la ha tocado, y está en nuestro cuerpo en gracia –ahora–, mientras duren las especies sacramentales.
¡Qué incendio habrá dentro de nuestra alma! Aunque nosotros no lo notemos, por nuestra miseria, por nuestra pequeñez, por nuestra fe que es escasa todavía. ¡Qué incendio habrá en nuestra alma cuando el Sol de soles ha venido y nos ha tocado, y está dentro de nosotros! ¡Qué transformación, qué manera de quemar lo que sobra, de hacer desaparecer la escoria, de hacer que todo brille para gloria de Dios!
Dios mío, que no te eche yo nunca de mi alma por el pecado, ni la ensucie por la indiferencia. Que estés Tú contento dentro de mí, porque yo no quiero vivir más que para ti. Díselo tú, hijo mío, díselo. Dile que quieres ser fiel. Yo se lo digo: te lo digo, Señor, en el nombre de todos. Como sal y como luz 258 (Acción de gracias después de la Comunión 20-VIII-1976)
3.13. No hay mejor momento que el de la Sagrada Comunión, para suplicar a Jesús –realmente presente en la Eucaristía– que nos purifique, que queme nuestras miserias con el cauterio de su Amor; que nos encienda en afanes santos; que cambie el corazón nuestro –tantas veces mezquino y desagradecido– y nos obtenga un corazón nuevo, con el que amar más a la Trinidad Santísima, a la Virgen, a san José, a todas las almas. Como sal y como luz 259 (Carta pastoral 1-XII-1986)
3.14. ¿Os acordáis de aquella escena del Antiguo Testamento, cuando David desea levantar una casa para el Arca de la Alianza, que por entonces se guardaba en una tienda? En aquel tabernáculo, Yavé hacía notar su presencia de una manera misteriosa, mediante una nube y otros fenómenos extraordinarios. Y aquello no era más que una sombra, una figura. En cambio, el Señor se encuentra realmente presente en los Sagrarios donde está reservada la Santísima Eucaristía. Aquí tenemos a Jesucristo –¡cómo me gusta hacer un acto explícito de fe–, con su Cuerpo, con su Sangre, con su Alma y su Divinidad. Desde el Tabernáculo, Jesús nos preside, nos ama, nos espera. Romana 3 [1986] 271 (Meditación 20-VII-1986)
3.15. Colocándose en el surco de una antigua tradición, el Magisterio pontificio ha enseñado siempre que cada cristiano ha de convertirse en alma de oración. Mas, para que este coloquio íntimo con Dios pueda desarrollarse, no es suficiente dedicar a la oración un poco de tiempo cada semana. Incluso rezar todos los días sería poco, si se tienen presentes las expectativas del Señor en relación a cada uno de nosotros. El Evangelio afirma claramente que es preciso rezar siempre y no desfallecer (Lc 18, 1). Por su parte, san Pablo exhorta: sine intermissione orate (1Ts 5, 17), orad sin interrupción.
Toda la existencia del cristiano ha de convertirse en oración; una plegaria ininterrumpida como el latir del corazón, de día y de noche (cfr. Lc 21, 36; 1Tm 5, 5). Y esto Dios lo pide a todos, porque todos están llamados a la santidad. El Señor llama a la plenitud del amor también a todos esos millones de fieles que ha puesto en medio del mundo para compartir las inquietudes, las aspiraciones, los problemas del mundo en la familia, en la profesión, en las relaciones sociales. Rendere amabile la verità 647-648 (Discurso 24-XI-1984)
3.16. Afirmar que toda la vida puede convertirse en oración no significa, de ninguna manera, olvidar que han de existir momentos dedicados específica y exclusivamente a la oración. Estas pausas de recogimiento son indispensables: sólo los sacramentos, junto con la oración mental y otras prácticas de piedad, nos consiguen la fuerza espiritual necesaria para mantener vivo el diálogo con Dios en todo momento.
Sin embargo, esos ejercicios no pueden considerarse como interrupciones del tiempo dedicado al trabajo; no son paréntesis cerrados en sí mismos. Cuando rezamos, no abandonamos lo "profano" para sumergirnos en lo "sagrado". Al contrario, la oración constituye el momento de mayor intensidad de una actitud que debería acompañar al cristiano en todas sus actividades y crea el lazo más profundo –por ser el más íntimo– entre el trabajo realizado antes y el que se realizará inmediatamente después. Al mismo tiempo, el cristiano será capaz de sacar de su trabajo materia para alimentar el fuego de la oración mental y vocal, motivos renovados de adoración, de agradecimiento, de confiado abandono en Dios. Rendere amabile la verità 650-651 (Discurso 24-XI-1984)
3.17. El seguimiento y la identificación con Jesucristo requieren, junto a la oración, aquel tomar sobre sí la Cruz cada día (cfr. Lc 9, 23), la voluntaria participación en el misterio de la Cruz redentora (…). No se trata necesariamente de seguir un determinado camino de penitencia, pero es necesario afirmar que la identificación con Cristo (…) requiere una fuerte experiencia de la Cruz en la propia carne y en el propio espíritu. Y esto, más aún en nuestros días, más aún para la nueva evangelización de un mundo en gran parte sumergido en el hedonismo. Sólo a la luz de la fe, tiene todo esto sentido: a la luz de la fe en el misterio de la Redención, en el misterio del Hijo de Dios, hecho obediente hasta la muerte y muerte de Cruz (Flp 2, 8). Escritos sobre el sacerdocio 189-192 (Discurso 24-IV-1990)
3.18. ¡Señor, no más! De ahora en adelante, quiero vibrar con mucho amor por ti. Quiero que Tú seas el norte de mis pensamientos, que todas mis acciones vayan dirigidas a ti, que te ofrezca realmente todo lo que haga. Muchos días, al final de la jornada, veremos que ese todo se reduce a nada; pues le ofrecemos también esta nada, esta nada… llena de amor, del amor que nos da Él. Romana 3 [1986] 273 (Meditación 20-VII-1986)
3.19. La vida corriente, lo habitual, lo de cada día (…). Ahí se despliegan las virtudes humanas: la prudencia, la veracidad, la serenidad, la justicia, la magnanimidad, la laboriosidad, la templanza, la sinceridad, la fortaleza, etc. Virtudes humanas y cristianas, porque la templanza se perfecciona con el espíritu de penitencia y de mortificación; el austero cumplimiento del propio deber se engrandece con el toque divino de la caridad (…). Se vive en medio de las cosas que usamos, pero desprendidos, con corazón limpio. Una vida para Dios 124
3.20. Si queremos que nuestra vocación cristiana llegue a su pleno desarrollo, hemos de tratar de identificarnos con el Señor, consentir que el Espíritu Santo forme a Cristo en nosotros (cfr. Ga 4, 19). Debemos, por una parte, extirpar de nuestra alma los obstáculos que paralizan la acción de la gracia; y por otra, cultivar los elementos esenciales de la madurez cristiana. Extirpar el orgullo, la pereza, la ira, la sensualidad con todos los vicios y pecados; cultivar las virtudes de Cristo: la humildad, el trabajo, la fidelidad, la santa pureza y tantas otras, informadas todas ellas por la caridad. Pero el Espíritu Santo necesita nuestra colaboración. El proceso de identificación con Cristo se desarrolla a condición de que se recorran las etapas obligadas, entre las que destacan, sobre todo, la oración y los sacramentos. Una vida para Dios 297 (Homilía 26-VI-1991)
3.21. Tened paciencia, como el Señor la tiene con cada uno de nosotros. Ayudad, a las personas que tratáis, a recomenzar una y otra vez. Acogedles siempre con afecto: que puedan acudir a vosotros para recuperar el entusiasmo, después de una derrota, porque se sienten comprendidos, estimulados, ¡queridos! (…). Si realizáis así vuestra labor apostólica; si sois comprensivos, optimistas, constantes; si seguís sembrando paz y alegría a vuestro alrededor, estad seguros de que acabaréis venciendo las dificultades que se os presenten –siempre las habrá, hijos, porque no es el discípulo más que el Maestro (Mt 10, 24)–, y alzaréis bien alto a Cristo en la cumbre de todas las actividades humanas. Como sal y como luz 363 (Carta pastoral 2-X-1986)
3.22. Para ser fortaleza de los demás, cada uno ha de apoyarse en el cimiento sólido, inconmovible, de la fe cristiana, de la doctrina de los Apóstoles, de la Tradición de la Iglesia, que ha sustentado al Pueblo de Dios durante veinte siglos y lo seguirá manteniendo firme hasta el fin de los tiempos. Y junto a la doctrina, la piedad, un amor sincero a Jesucristo, piedra angular de esta construcción divina.
«Uniéndonos a esta piedra –decía san Agustín–, encontramos la paz; reposando sobre ella, conseguimos firmeza. Ella es, al mismo tiempo, cimiento, porque nos sostiene, y piedra angular, porque nos une. Ella es la piedra sobre la que el hombre prudente edifica su casa y se mantiene firme contra todas las tentaciones de este mundo; ni los torrentes de lluvia la hacen caer, ni los ríos desbordados la derrumban, ni la fuerza de los vientos la sacude» (san Agustín, Sermón 337, 1). Romana 2 [1986] 90 (Homilía 2-V-1986)
3.23. La nueva evangelización, a la que el Santo Padre convoca a todos los cristianos, exige fortaleza. Esta virtud consiste, sobre todo, en la disposición profunda de vencer ese miedo sin sentido a lo que Dios nos pide cada día, que induce a tantas almas a no escuchar su llamada. Ven en el cristianismo sólo el sacrificio y no piensan que es, sí, renuncia, pero renuncia al egoísmo, a la comodidad, al pecado, a todo aquello que convierte al alma en esclava e incapaz de amar. Y es, sobre todo, la gran alegría de poder amar, con todas la fuerzas del alma, antes que nada a Dios y, con el Señor, a todas las almas, comenzando por aquellas que nos rodean. Una vida para Dios 273 (Homilía 14-II-1990)
3.24. Es propio del Espíritu Santo infundir valor a las almas. Él da gallardía para confesar a Dios, y fortaleza para luchar contra las tendencias torcidas. Esta decisión será siempre necesaria, porque cada uno de nosotros nota en su alma aquellas dos leyes que describe san Pablo (cfr. Rm 7, 23): la ley de la carne, que tira para abajo; y la ley del Espíritu, que nos hace sentir la atracción de las cosas altas. ¡Y vence el Espíritu! Pero nosotros hemos de querer, porque el Señor, aun cuando desea ardientemente llevarnos para arriba, para hacernos disfrutar el premio del Cielo, respeta nuestra libertad. Romana 6 [1988] 104 (Homilía 22-V-1988)
3.25. Non est abbreviata manus Domini, la fuerza de Dios no ha disminuido, repitió muchas veces [san Josemaría] con el profeta Isaías (Is 59, 1). Dios no se ha retirado del mundo, ni permanece en los márgenes de la historia, sino que continúa siendo el Señor que lo atrae todo hacia Sí. Su gracia, presente en el corazón del cristiano, puede divinizar todas las cosas. El hombre de fe no debe situarse ante la vida con corazón encogido, sino con espíritu magnánimo, con ansias de bien que se manifiesten en obras, en santificación real y efectiva, desde dentro de las múltiples, variadas y en ocasiones complejas situaciones humanas. Romana 4 [1987] 96 (Mensaje 22-IV-1987)
3.26. Vale la pena decir al Señor que sí. Vale la pena comportarnos como san José, que en cuanto recibía una indicación de Dios, por medio de un ángel, en sueños, o como fuera, inmediatamente la ponía en práctica sin dudar, aunque supusiese un desgarrón en su vida.
Ante la Anunciación del Ángel, la Santísima Virgen contestó: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). San José actuó de igual modo: se puso inmediatamente en la presencia de Dios y decidió ir a buscar a la Santísima Virgen para recibirla en su casa, como correspondía, puesto que ya estaban desposados. Es una lección muy grande –primero de la Santísima Virgen y después de san José– de obediencia a la Voluntad divina. Romana 18 [1994] 108 (Homilía 19-III-1994)
3.27. Soy un pecador que ama a Jesucristo, decía [san Josemaría] con una expresión llena de sinceridad, que ponía de manifiesto la honda desestimación que tenía de sí mismo. Esta conciencia de su condición de instrumento estaba tan lejos de la soberbia como de una falsa humildad, inconciliable con su recto entendimiento de la dignidad del hombre. Rechazaba esa falsa humildad que denominaba «humildad de garabato», ridícula caricatura de virtud. Por eso, solía repetir, llevado de su realista sentido teológico, que no concedía ningún crédito a una concepción de la humildad que la presentara como apocamiento humano o como una condena perpetua a la tristeza. Una vida para Dios 20-21 (Discurso 12-VI-1976)
3.28. Ocultarse y desaparecer no quiere decir encubrir nuestra condición de cristianos o enmascararnos en el ambiente paganizado que con frecuencia influye sobre las relaciones sociales, el trabajo profesional o los momentos de ocio. ¡Eso significaría querer esconder a Cristo, avergonzarse de Cristo! Ocultarse y desaparecer significa, en cambio, pisotear la propia vanidad, el propio egoísmo, la soberbia de la vida, como dice san Juan (1Jn 2, 16), para que «sólo Jesús se luzca». Él es la luz que brilla en las tinieblas (Jn 1, 5) y nosotros, como hijos de Dios en Cristo (cfr. Ef 1, 4-5), somos la luz del mundo (Mt 5, 14). Cada uno debe ser otro Cristo, el mismo Cristo. Romana 12 [1991] 130 (Homilía 7-I-1991)
3.29. El hedonismo se ha convertido en un espejismo de nuestra cultura, que por este motivo se manifiesta trágicamente incapaz de descifrar el mandamiento de la caridad. A esta cultura incluso le parece contradictorio que el amor pueda ser objeto de un mandamiento; querría separar el amor de la renuncia, del sacrificio, y rechaza la advertencia de Jesús: nadie tiene un amor mayor que quien da su vida por los amigos (Jn 15, 13).
En este contexto todos los cristianos, y entre ellos las mujeres, están llamados a testimoniar un amor modelado sobre el amor de Cristo: un amor fiel y fecundo, acogedor y capaz de perdonar; un amor que da sin cálculos, paciente, comprensivo, que se olvida de sí. Pero a la vez un amor exigente, porque Dios pide a cada persona todo lo que está en condiciones de dar, precisamente porque nos ama y nos quiere santos, y de este modo (…) todo se convierte en algo grande: incluso las acciones más normales, más insignificantes, con el Señor adquieren un valor eterno. Romana 15 [1992] 273. (Entrevista en M. Artigas, "Ciencia y conciencia", Madrid 1992)
3.30. Tengamos el orgullo santo de la práctica de la virtud de la pureza, cada uno dentro de su estado, porque así adquiere su verdadera dimensión la capacidad de amor que el Señor ha puesto en cada uno. Pensadlo bien, también a la hora de la tentación: una vida limpia, casta, animada por la caridad, orienta a Dios –a la plenitud del Amor y de la Felicidad– toda la persona humana, incluida su corporeidad. Con su gran corazón y con la experiencia de su dura pelea, san Pablo proclama con palabras claras la estrecha unión de la castidad con la caridad: ésta es la Voluntad de Dios –afirma–, vuestra santificación (…), que sepa cada uno de vosotros usar del propio cuerpo santa y honestamente, no con pasión libidinosa como hacen los gentiles, que no conocen a Dios (1Ts 4, 3-5). Como sal y como luz 358 (Carta pastoral 1-VII-1988)
3.31. Cada uno ha de considerarse movilizado en una «cruzada de pureza» (cfr. Camino, 121), que tan imprescindible se demuestra en los momentos actuales. Con señorío, con el orgullo santo de quienes se saben hijos de Dios, hemos de difundir en torno nuestro un ambiente de castidad, de pudor, de modestia, enseñando a quienes nos rodean a abandonar la antigua costumbre del hombre viejo, que se corrompe conforme a su concupiscencia seductora, y a revestirse, en cambio, del hombre nuevo, que ha sido creado conforme a Dios en justicia y en santidad verdadera (Ef 4, 22 y 24). Como sal y como luz 361 (Carta pastoral 1-VII-1988)
3.32. Esta revelación del amor, de saber vivir cumpliendo la Voluntad de Dios, es el testimonio que el mundo actual espera de los cristianos. Testimonio de generosidad sin medida, de santa pureza, de delicado respeto, de solicitud, de fidelidad. Y de vigor, porque todas estas virtudes exigen que no se las relegue a los confines de la vida privada, sino que han de manifestarse –a pesar de los obstáculos, y de modo tangible– en las costumbres, en la familia, en la educación de los hijos, en las relaciones sociales, en los ambientes profesionales.
Pienso en la defensa de la vida desde la concepción, en la revalorización sin complejos de la maternidad y de la fecundidad del matrimonio, y también de la virginidad y de la castidad en el noviazgo. Romana 15 [1992] 273. (Entrevista en M. Artigas, "Ciencia y conciencia", Madrid 1992)
3.33. «Vivir santamente la vida ordinaria» significa vivir heroicamente, en diálogo con Dios Uno y Trino, que nos escucha siempre, en el trabajo y en el descanso, en la vida familiar y en las relaciones sociales, en la salud y en la enfermedad, en los momentos favorables y en los adversos, en los pequeños deberes de cada día y cuando se presentan las grandes decisiones que pueden transformar nuestra existencia. Romana 15 [1992] 271. (Entrevista en M. Artigas, "Ciencia y conciencia", Madrid 1992)
3.34. El Opus Dei invita a cada cristiano a santificar su profesión, recordándole que ha de realizar su trabajo con la mayor perfección posible y con una gran rectitud de intención, esto es, no como un mero ámbito de búsqueda de afirmación personal o de hegemonía de grupo. Esa santificación implica que el trabajo debe estar orientado y vivificado por la fe, porque una fe que no informara la vida entera sería simplemente retórica religiosa. Ahora bien, la luz de la fe trasciende toda cultura porque es un don de Dios, participación del conocimiento que Dios tiene de sí mismo, mientras que la cultura es fruto de la reflexión y del quehacer humanos.
La experiencia demuestra que la unidad en la fe se ha sabido expresar en un real pluralismo cultural, que no contradice la fe, sino que testimonia su trascendencia. Basta pensar en la riqueza y en la variedad del patrimonio cultural que floreció, gracias al cristianismo, en los diversos pueblos, a través de los siglos. Romana 1 [1985] 87 (Entrevista julio-agosto 1985)
3.35. La finalidad sobrenatural [del trabajo] no es, por tanto, como un sello que se adhiere exteriormente al trabajo del hombre y que lleva la mercancía –sana o averiada– a su destino sin rozarla siquiera, sin incidir en su calidad intrínseca. La contemplación corrige la acción cada vez que ésta no alcanza el nivel de la dignidad de la persona humana o de la dignidad –aún mayor– de los hijos de Dios; o cuando no sirve para la edificación del Pueblo de Dios. Romana 1 [1985] 81 (Artículo 23-VI-1985)
3.36. Nuestra vocación [cristiana] nos impulsa a trabajar mucho y bien, cada uno en la profesión u oficio que desempeña. No se trata de trabajar por trabajar, ni de esforzarse sin más por llevar a cabo una tarea humanamente perfecta, sino de luchar por convertir todos los momentos y circunstancias de la jornada –también el ejercicio de la profesión– en ocasión de amar con todas nuestras fuerzas a Dios y de hacerle amar. Pero, ¿lograremos cumplir este objetivo último de la llamada recibida, si no nos empeñamos en conocer cada vez más y mejor al Señor? Romana 9 [1989] 236 (Carta pastoral 1-VII-1989)
3.37. Si toda la vida es oración –trato con Dios, por el Pan y la Palabra–, el hombre puede advertir que el trabajo –su actividad ordinaria, lo que llena la casi totalidad de las horas del día– es también una plegaria continua. El trabajo, santificado, santifica y es ocasión para que cooperemos, con la gracia de Dios, en la santificación de los demás. Una vida para Dios 116
3.38. ¿Pero es en verdad posible transformar toda la existencia, con sus conflictos y sus turbulencias, en auténtica oración? Hemos de responder decididamente que sí. De otra forma, sería como admitir que la solemne proclamación de la llamada universal a la santidad, por parte del Concilio Vaticano II (cfr. Lumen gentium, 39-42), no ha sido más que una afirmación de principio, un ideal teórico, una aspiración incapaz de traducirse en la realidad vivida de la inmensa mayoría de los cristianos.
Pero la santidad requiere una vida de oración intensa y plena, capaz de abrazar la totalidad de la existencia en sus aspectos singulares. Es preciso, pues, concluir que resulta indispensable lograr transformar el trabajo en oración: el trabajo manual o intelectual, que constituye el tejido de la vida cotidiana de tantos millones de hombres y de mujeres, con la ayuda de la gracia, puede convertirse para cada uno en el ámbito de esa conversación con Dios, que es como la sed para cada alma contemplativa. Si alguien tuviera el temor de ser radical en este punto –el trabajo que se convierte en oración mediante el empeño ascético de todos los fieles corrientes–, ese, repito, negaría de hecho la llamada universal a la santidad. Y, lo que aún es más grave, hasta tal punto se difuminaría el horizonte teologal de la vida cristiana, que se llegaría a crear una escisión insanable, totalmente contraria al proyecto divino, entre el ser y el hacer. Rendere amabile la verità 648 (Discurso 24-XI-1984)
3.39. Una nueva visión del trabajo humano entraba así a formar parte del acervo común de los cristianos. A lo largo de los siglos, en efecto, se había considerado –incluso por personas de ingenio poderoso– que la dedicación a una tarea laboral era una necesidad penosa e inevitable, de la que sólo algunos –privilegiados por la sangre o por la fortuna– podían evadirse. Ahora, millones de personas corrientes saben que nel bel mezzo della strada, en medio de sus ocupaciones habituales, está el lugar de su encuentro con Dios. Romana 7 [1988] 261 (Carta pastoral 8-IX-1988, 17)
3.40. Tal coherencia o unidad de vida requiere –insisto– que Cristo reine efectivamente en nuestra alma y que nos esforcemos por erradicar toda servidumbre a los ídolos terrenos: al ídolo del bienestar, de la vanidad, de la sensualidad o de la riqueza (…). Ninguno puede servir a dos señores (Mt 6, 24), nos advierte Cristo, a fin de que rechacemos la tentación del compromiso y amemos con todo el corazón, con toda el alma y con toda las fuerzas al único Dios verdadero, fuente de la auténtica felicidad sobre la tierra y, después, en el Cielo. Romana 12 [1991] 131 (Homilía 7-I-1991)
3.41. La Virgen María, desde el primer momento de su existencia terrena, es la estrella que alumbra la noche de la humanidad, la luminaria que ilumina las tinieblas, en las que las criaturas quisimos –y queremos– meternos por el pecado. Con su aparición en el mundo, hace dos mil años, una lumbre de pureza y de bondad se encendió en la tierra. Como la aurora es anuncio de la llegada del nuevo día, «así María desde su concepción inmaculada ha precedido la venida del Salvador, la salida del sol de justicia en la historia del género humano» (Redemptoris Mater, 3). De esta Virgen Inmaculada nacerá la Estirpe que aplastará la cabeza de la Serpiente (cfr. Gn 3, 15), Cristo Señor Nuestro, que ha bajado del Cielo para rescatarnos del pecado y darnos su propia Vida, con el Espíritu Santo. Romana 4 [1987] 67 (Carta pastoral 31-V-1987, 5)
3.42. En Nazaret contemplamos la divina embajada de Gabriel, a la que María responde con una fe heroica entretejida de humildad sin límites. Confesando la propia nada –ecce ancilla Domini! (Lc 1, 38)–, la Virgen se nos presenta totalmente identificada con el designio de Dios, hasta el punto de prestar inmediatamente su asentimiento a lo que le comunica el Arcángel, con una confianza inquebrantable en Dios.
Así ha de ser también nuestra fe, hijos míos, al afrontar los obstáculos que se presenten en nuestra misión cristiana: una fe firme y humilde, que parte de la convicción sincera de la personal incapacidad para una tarea tan grande y, al mismo tiempo, se muestra llena de seguridad en el cumplimiento de lo que Dios pide, porque no contamos con nuestras pobres fuerzas, sino con la omnipotencia de Dios. Romana 4 [1987] 73-74 (Carta pastoral 31-V-1987, 18)
3.43. La Virgen junto a la Cruz: otra lección que nos viene de María. Cuando la misión de Cristo parece consumarse en el fracaso más absoluto, y los discípulos dejan solo al Maestro, Nuestra Señora avanza con paso decidido en la peregrinación de la fe y cree, contra toda esperanza, que se cumplirá cuanto Dios le ha dicho acerca de su Hijo, que obrará la redención del género humano. Ecce filius tuus … Ecce Mater tua (cfr. Jn 19, 26-27): nos acepta como hijos, y nosotros, en la persona de san Juan, la recibimos como Madre nuestra.
La fe, la esperanza y la ardiente caridad de la Virgen en la cima del Gólgota, que la hacen Corredentora con Cristo de modo eminente, son también una invitación a crecernos, a ser fuertes sobrenatural y humanamente ante las dificultades externas; a insistir, sin desanimarnos, en la acción apostólica, aunque en alguna ocasión parezca que no hay frutos, o el horizonte aparezca oscurecido por la potencia del mal. Romana 4 [1987] 74 (Carta pastoral 31-V-1987, 19)
3.44. La identificación con Cristo tiene esta dimensión fundamental. Ser alter Christus, ipse Christus lleva consigo necesariamente ser hijos de Santa María. Y, del mismo modo que esa identificación con el Señor es, a la vez, don y tarea, también la filiación a la Santísima Virgen es un don: «un don que Cristo mismo hace personalmente a cada hombre» (Redemptoris Mater, 45); y es también una tarea, que el evangelista condensa en pocas palabras: y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa (Jn 19, 27). «Entregándose filialmente a María –comenta el Romano Pontífice–, el cristiano, como el Apóstol Juan "acoge entre sus propias cosas" a la Madre de Cristo y la introduce en todo el espacio de su vida interior» (Redemptoris Mater, 45). Escritos sobre el sacerdocio 198-199 (Discurso 24-IV-1990)
3.45. Llenémonos de confianza, hijas e hijos míos, porque en cada momento de la historia está siempre presente la Virgen Santísima con su amor de Madre. El hombre –la mujer– de los años futuros, con todo su bagaje científico y su eficacia técnica, está tan necesitado de Cristo como sus predecesores. Aquí no puede haber adelantos, porque Cristo es el Principio y el Fin del universo: omnia per ipsum et in ipsum creata sunt (Col 1, 16), todo ha sido hecho por Él y en orden a Él, tanto en el plano natural como en el sobrenatural.
Con Cristo y bajo Cristo, la Virgen es y será siempre la Madre de los hombres y, por hallarse particularmente asociada a la misión redentora de su Hijo, «está presente en la misión y en la obra de la Iglesia» (Redemptoris Mater, 28), que –contando con la colaboración de cada uno de los cristianos– «introduce en el mundo el Reino de su Hijo» (ibid.). Y los cristianos hemos de contar con su «presencia activa» (ibid. 1) en la obra evangelizadora, al planear y llevar a término cualquier iniciativa apostólica. Romana 4 [1987] 72 (Carta pastoral 31-V-1987, 15)
3.46. Deseo también considerar con vosotros uno de los modos más tradicionales y eficaces de dirigirse a la Virgen: el Santo Rosario, que puede rezarse individualmente o en familia. No olvidéis que el Rosario continúa siendo "arma poderosa" para vencer todas las batallas del espíritu. Es lógico, por tanto, que la empleemos abundantemente en la actualidad, cuando es necesario despertar la fe de muchos y llamar a la conversión a los indiferentes o a aquéllos que se han alejado de Dios.
El Santo Padre [Juan Pablo II], que desde el principio de su pontificado ha manifestado claramente su predilección por esta plegaria, afirmaba en cierta ocasión: «El Rosario es mi oración predilecta. ¡Oración maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad!». Ayudemos al Papa, como buenos hijos, ofreciendo el Rosario –si es posible, todos los días– por su persona y sus intenciones. Pedid también la protección de Nuestra Señora sobre el Cardenal Vicario y sobre los obispos de todo el mundo. Supliquemos a María que haga de la humanidad una verdadera familia, en la que cada uno sirva a los demás en la vida diaria. Romana 9 [1989] 249 (Homilía 7-XII-1989)
3.47. Al desgranar el rosario, suplicad a la Reina del Mundo que vuelque con más abundancia las gracias de su Hijo. Confiadle de modo especial la santidad de la familia, tan dañada por la plaga del divorcio, por el pecado gravísimo del aborto y por la difusión de una mentalidad hedonista que corrompe las costumbres. Invoquemos a María para que nos ayude a combatir este buen combate (2Tm 4, 7) de la fe y a llevar a las almas los grandes dones que Dios quiere darnos.
Hablo de la belleza y grandeza del matrimonio y de la familia cristiana, del enorme valor de las vidas humanas en el seno materno, destinadas a gozar de la misma felicidad de Dios; hablo de la vocación matrimonial, querida por el Creador como compromiso primordial del hombre y de la mujer para colaborar con Él en la procreación y en la educación de los hijos; hablo de la espléndida vocación al celibato apostólico, que abrazan tantos hombres y mujeres llamados por el Dueño de la mies, con el deseo de cumplir un servicio total por el Reino de Dios. Romana 9 [1989] 249-250 (Homilía 7-XII-1989)
4.1. La Iglesia no es una entelequia (…), es una sociedad presidida por el Papa y por los Obispos en comunión con él, e integrada por el clero y el pueblo fiel. Si amamos a la Iglesia, hemos de amar al Papa, a los Obispos, al clero, a los religiosos y al pueblo fiel. Si no, no es verdad que amamos a Dios. Haciendo examen de conciencia, vemos que en nosotros están esas semillas de amor (…). Y respondemos: Señor, te damos gracias, queremos amar todavía más, comprender más, disculpar más; ser siempre buenos hijos de Dios, que aman al Padre Celestial y, por Él, a todas las almas. Como sal y como luz 45 (Homilía 26-VI-1982)
4.2. [En Pentecostés] conmemoramos la manifestación de la Iglesia al mundo. Y nosotros, que somos y nos sentimos Iglesia, damos gracias a Dios. Le agradecemos que nos haya hecho miembros del Cuerpo místico de Jesucristo, haciéndonos renacer por el Bautismo. Más tarde, se asentó con más fuerza en nuestra alma por la Confirmación, y cada día se nos entrega de nuevo en el sacramento de la Eucaristía. Considerad, hijos míos, que al comulgar recibimos el Cuerpo y la Sangre, el Alma y la Divinidad de Nuestro Señor Jesucristo; y con el Hijo inhabitan en nuestra alma el Padre y el Espíritu Santo, que establecen en nosotros su morada. Romana 6 [1988] 103 (Homilía 22-V-1988)
4.3. En la Iglesia disponemos, por gracia de Dios, de graneros rebosantes de buen trigo, capaces de mantener y acrecentar las necesidades sobrenaturales de las almas. Es el depósito de la fe, que Jesucristo ha instituido y confiado a su Esposa para que, con la asistencia constante del Espíritu Santo, se esfuerce por facilitar a los hombres –como el siervo fiel y prudente del Evangelio (cfr. Mt 24, 45)– las provisiones que se precisan para el viaje que cada uno emprende al llegar al mundo. Romana 9 [1989] 237 (Carta pastoral 1-VII-1989)
4.4. La Iglesia quiere también que veamos, en el templo material, la edificación espiritual de la familia cristiana. En la lectura de la primera carta de san Pedro, hemos escuchado la invitación a unirnos a Jesucristo como a la piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida y honrada por Dios. Si nos comportamos así –continúa el Príncipe de los Apóstoles–, sois también vosotros a manera de piedras vivas edificadas encima de Él, siendo como una casa espiritual, como un orden de sacerdotes santos, para ofrecer víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo (1P 2, 4-5).
¡Piedras vivas de la Iglesia! ¡Cómo me gusta esa expresión de san Pedro! «Piedras vivas, formadas por la fe, robustecidas con la esperanza y unidas por la caridad» (san Agustín, Sermón 337, 1). Eso quiere el Señor que seamos. Romana 2 [1986] 89 (Homilía 2-V-1986)
4.5. Hablar de los laicos, de los cristianos corrientes –hombres y mujeres– esparcidos por el mundo en las más diversas situaciones y circunstancias, es, a fin de cuentas, hablar de la Iglesia entera, pues si el laicado no puede ser entendido sino a partir de la Iglesia, la Iglesia a su vez no es comprendida a fondo sino cuando se comprende y valora la vocación y misión de los laicos.
Toda reflexión sobre el laicado obliga a ir al núcleo de la verdad cristiana. Es decir, a la realidad de Cristo Jesús, que, siendo Dios de Dios y Luz de Luz, se hizo hombre para, asumiendo la condición humana, realizar la obra divina de la Redención; y a la realidad de la Iglesia, Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo, a través de la cual Jesús se hace presente a lo largo de la historia, atrayendo todas las cosas hacia Sí.
Es, en efecto, desde ese núcleo central, desde donde hay que recordar a todos los cristianos –cualquiera que sea su condición, su profesión o su oficio– que son Iglesia, es decir, que son Cristo: que en ellos actúa Cristo, que a través de ellos quiere darse a conocer al resto de los hombres y ordenar hacia Sí la creación entera. Romana 4 [1987] 94 (Mensaje 22-IV-1987)
4.6. [El Opus Dei] es una «organización apostólica que, formada por sacerdotes y laicos, hombres y mujeres, es al mismo tiempo orgánica e indivisa» (Juan Pablo II, Bula Ut sit, Proemio). Unidad de un mismo fenómeno espiritual y pastoral, de una sola realidad eclesial, bajo una sola jurisdicción. Y, esto, que desde el primer momento era una característica constitutiva en la percepción y en el carisma del fundador, ha ido poco a poco consolidándose bajo el impulso de una sucesión incesante de gracias divinas. Una vida para Dios 276 (Homilía 14-II-1990)
4.7. Nosotros somos parte de esa Iglesia que está construida sobre el fundamento de los Profetas y de los Apóstoles, sobre la roca de Pedro, y que tiene como piedra angular al mismo Jesucristo. Hemos de mantenernos firmes en la fe. Podremos entonces ser lo que Dios quiere que seamos: apóstoles de Cristo en medio del mundo. Con nuestra vida de fe, con nuestra existencia entregada. Hemos de examinarnos: ¿cómo anda nuestra vida de fe? ¿Nos impulsa a estar cerca del Señor? ¿Nos empuja a vivir una entrega tal que digamos que sí al Señor, enseguida, cuando comprendemos que nos pide algo? ¿Nos lleva a ser más generosos? Todo esto son las obras de la fe, que actúa por la caridad. Una fe sin obras es una fe muerta (cfr. Ga 5, 6; St 2, 17). Como sal y como luz 46 (Homilía 4-II-1990)
4.8. Sólo el alma contemplativa sabe vibrar continuamente al unísono con toda la Iglesia y, por tanto, acierta a responder de modo preciso –y según la propia vocación– a cada uno de los servicios que le requieren. Y ella sola advierte, por propia experiencia, que el Espíritu sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va (Jn 3, 8); y conoce también que en este mundo de enredos y de relativismo, hay un solo lugar del que puede afirmarse siempre y con absoluta certeza "aquí está el Espíritu de Jesús": en la Iglesia. «Ubi ecclesia, ibi Spiritus Domini; ubi Spiritus Domini, ibi ecclesia et omnis gratia» (san Ireneo, Contra las herejías III, 24), donde está la Iglesia, allí está el Espíritu del Señor; donde está el Espíritu del Señor, allí está la Iglesia y toda gracia.
Por esta razón, los que son movidos por el Espíritu Santo a realizar un proyecto divino, «currunt ad Ecclesiam», corren hacia la Iglesia, por decirlo también con palabras de san Ireneo: la certeza interior de lo específico de la propia llamada tiene el sello del auténtico carisma, sólo si se está convencido de que cuando se obra en la Iglesia y con la Iglesia, se está viviendo y actuando con el Espíritu de Dios. Romana 1 [1985] 81-82 (Artículo 23-VI-1985)
4.9. Por Cristo, con Cristo y en Cristo, sobre el fundamento de los Apóstoles y de los Profetas, los fieles de la Prelatura del Opus Dei, sacerdotes y laicos, nos sentimos unidos por la Comunión de los santos a todos los demás miembros de la Iglesia, y nos sostenemos unos a otros mediante el vínculo de la fraternidad espiritual, que deriva del hecho de haber recibido una misma vocación, para servicio de la Iglesia y del mundo (…).
Al ver cómo camina el Opus Dei en el mundo –«firme, compacto y seguro», escribió una vez nuestro Fundador (san Josemaría), aunque no falten las lógicas dificultades externas que siempre hay para hacer el bien–, no puedo dejar de dar gracias a Dios por el desarrollo del Opus Dei, en el tiempo transcurrido desde su erección como Prelatura personal por el Romano Pontífice. Bien se nota cómo nuestro queridísimo Fundador gobierna y bendice desde el Cielo esta organización apostólica suscitada por el Espíritu Santo en el seno de la Iglesia Santa, constituida tanto por clérigos como por laicos, que la Sede Apostólica ha puesto bajo la jurisdicción del Prelado (Ut sit, art. III). Romana 2 (1986) 90 (Homilía 2-V-1986)
4.10. La labor apostólica de la Obra es el resultado de la aportación de todos sus miembros, sacerdotes y laicos, mujeres y hombres. La eficacia proviene del mutuo complementarse de las actividades apostólicas que –con la gracia de Dios, y con correspondencia personal de cada uno– se llevan a cabo en tantos ambientes. La unidad de la Obra se realza y resplandece más mediante la multiplicidad de situaciones que existe entre los fieles de la Prelatura. Y el tapiz primorosamente acabado que, entre todos, procuramos ir tejiendo día tras día para Dios, se enriquece con belleza nueva en cada jornada, hasta el fin de los tiempos. Carta pastoral, 24-I-1990, 36
4.11. El Romano Pontífice es el fundamento del edificio espiritual de la Iglesia. Y las puertas del infierno –aseguró el Señor– no prevalecerán contra ella (Mt 16, 18). La barca de Pedro, tantas veces azotada por los vientos y las tempestades, no puede hundirse porque Jesucristo va en ella. La nave de Pedro es la de Jesús, el Hijo de Dios vivo. Y nosotros hemos de servir a la Iglesia Santa con toda nuestra alma (…). Cristo nos ha llamado para que ayudemos a la edificación de su Iglesia. Esa construcción la lleva adelante el Señor con la correspondencia y la colaboración de todos los cristianos, pero es Jesucristo quien acrecienta constantemente su Cuerpo místico, su Pueblo elegido.
Hijos míos, vamos a decirle al Señor que sí, que queremos ser fieles. Esta lealtad nos llevará a no separarnos del cimiento, de Pedro, porque entonces el templo de Dios que es cada uno de nosotros se arruinaría. Es imprescindible la unión con la Persona y el Magisterio del Romano Pontífice, Sucesor de San Pedro y Vicario de Cristo en la tierra. Romana 6 [1988] 101 (Homilía 2-V-1988)
4.12. Hoy hacemos el propósito de renovar nuestra lealtad, de ser siempre muy fieles al Romano Pontífice. Así, Nuestro Señor se servirá de nosotros, como piedras vivas, para construir día tras día su Iglesia en medio de la sociedad de los hombres, que hoy especialmente parece alejarse de Él. A pesar de nuestra pequeñez, por bondad de Dios, seremos fortaleza para los demás, apoyándonos siempre en la piedra angular, que es Cristo Jesús, y en la piedra fuerte también –cimiento para la Iglesia–, que es Pedro, el Romano Pontífice. Romana 2 [1986] 91 (Homilía 2-V-1986)
5.1. El encargo que recibió un puñado de hombres en el Monte de los Olivos, cercano a Jerusalén, durante una mañana primaveral allá por el año 30 de nuestra era, tenía todas las características de una "misión imposible". Recibiréis el poder del Espíritu Santo que descenderá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaria y hasta los confines de la tierra (Hch 1, 8). Las últimas palabras pronunciadas por Cristo antes de la Ascensión parecían una locura. Desde un rincón perdido del Imperio romano, unos hombres sencillos –ni ricos, ni sabios, ni influyentes– tendrían que llevar a todo el mundo el mensaje de un ajusticiado.
Menos de trescientos años después, una gran parte del mundo romano se había convertido al cristianismo. La doctrina del crucificado había vencido las persecuciones del poder, el desprecio de los sabios, la resistencia a unas exigencias morales que contrariaban las pasiones. Y, a pesar de los vaivenes de la historia, todavía hoy el cristianismo sigue siendo la mayor fuerza espiritual de la humanidad. Sólo la gracia de Dios puede explicar esto. Pero la gracia ha actuado a través de hombres que se sabían investidos de una misión y la cumplieron. "Catholic Familyland", Issue XXVII, 1998 (Meditación 1989)
5.2. Es preciso renovar las gestas de Pedro y Pablo, de Santiago, Patricio y Agustín, de Servacio, Wilibrordo y Bonifacio, de Cirilo y Metodio: de todos los evangelizadores que, a lo largo de los siglos, han surcado los caminos del viejo Continente. A todos les pedimos que intercedan por nosotros ante la Santísima Trinidad. Y, tiene que ser así, los hijos de Dios en el Opus Dei acudimos con seguridad a la intercesión de nuestro Padre [san Josemaría], que tantas veces volvió sus ojos a esas naciones del Nuevo Continente, y tantos kilómetros recorrió por las carreteras de Europa, en viajes llenos de alegre penitencia, sembrando por todas partes la semilla de sus avemarías, de su predicación, y de sus canciones a lo divino. Romana 2 [1986] 81 (Carta pastoral 25-XII-1985, 5)
5.3. Cuando se habla de la misión de la Iglesia, se corre el riesgo de pensar que es algo que corresponde a quienes hablan desde el altar. Pero la misión que Cristo encomienda a sus discípulos ha de ser llevada a cumplimiento por todos los que constituyen la Iglesia. Todos, cada uno según su propia condición, han de cooperar de modo unánime en la común tarea (cfr. Lumen gentium, 30) (…).
La dimensión apostólica de la vocación cristiana ha estado siempre presente en la vida de la Iglesia; pero ha habido una larga época en la que la realización de su misión salvadora parecía estar encomendada a unos pocos cristianos; el resto era tan sólo sujeto pasivo de la misma. El Concilio Vaticano II ha supuesto en este campo un retorno a los principios, al poner repetidamente de manifiesto la universalidad de esa llamada al apostolado, que constituye no sólo una posibilidad entre otras, sino un auténtico deber: «Les ha sido impuesta, por tanto, a todos los fieles la gloriosa tarea de esforzarse para que el mensaje divino de la salvación sea conocido y aceptado por todos los hombres de cualquier lugar de la tierra» (Apostolicam actuositatem, 3). "Catholic Familyland", Issue XXVII, 1998 (Meditación 1989)
5.4. Permitidme ahora una digresión que me parece de justicia. La llamada universal a la santidad y al apostolado, tan clara en los primeros cristianos y recordada por el último Concilio, es una de las realidades que están en la base del espíritu de la Prelatura del Opus Dei. Desde 1928 su Fundador (….) Josemaría Escrivá de Balaguer, no cesó de repetir que la santidad y el apostolado eran derecho y deber de todo bautizado. Así, por ejemplo, escribía en 1934: «Tienes obligación de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: "Sed perfectos, como mi Padre celestial es perfecto"» (Camino, 291). Y, refiriéndose al apostolado, escribe: «Aún resuena en el mundo aquel grito divino: "Fuego he venido a traer a la tierra, ¿y qué quiero sino que se encienda?" –Y ya ves: casi todo está apagado… ¿No te animas a propagar el incendio?» (Camino, 901).
Justamente, pues, puede considerarse a Mons. Escrivá como un pionero de las enseñanzas del Concilio Vaticano II en este campo. Lo afirmaba claramente el Cardenal Poletti en el Decreto de Introducción de la Causa de Beatificación del Fundador del Opus Dei con las siguientes palabras: «Por haber proclamado la vocación universal a la santidad, desde que fundó el Opus Dei en 1928, Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer ha sido unánimemente reconocido como un precursor del Concilio, precisamente en lo que constituye el núcleo fundamental de su magisterio, tan fecundo para la vida de la Iglesia». "Catholic Familyland", Issue XXVII, 1998 (Meditación 1989)
5.5. En los momentos actuales, hijas e hijos míos, una profunda ignorancia religiosa impera sobre millones de almas, fuera y dentro de la Iglesia. Quizá muchos se sentirían ofendidos ante esta afirmación, que desgraciadamente es real. Hijos: no miremos jamás como desde arriba a ninguno: porque, aparte de que en esas o parecidas circunstancias nos encontraríamos también nosotros, si el Señor no nos hubiera buscado, resulta evidente que cada uno puede y debe ahondar en las riquezas de Dios. Por eso es especialmente urgente que cuidemos nuestra personal formación y que nos lancemos a una siembra abundante de doctrina en todos los ambientes. Romana 9 [1989] 236-237 (Carta pastoral 1-VII-1989)
5.6. Mucha gente huye hoy despavorida ante el Dios de la misericordia y del amor, de la paz y del perdón. Innumerables personas se apartan de Él en todos los ambientes de la sociedad. Nosotros, con tantos otros cristianos que también trabajan por Cristo en el seno de la Iglesia, hemos de construir –¡cómo me gusta repetir esta idea!– como un muro de contención que frene a los hombres en su loca huida de Dios, con el deseo de convertirlos en apóstoles que contribuyan a que las almas tornen a Dios.
¿Y qué somos nosotros? Un poco de sal, un poco de levadura metida en la masa de la humanidad (cfr. Mt 5, 13). Pero esta sal y esta levadura, con la gracia de Dios y nuestra correspondencia, devolverá el sabor divino a quienes se han vuelto insípidos, hará fermentar la harina, hasta transformarla en buen pan. Romana 5 [1987] 234 (Homilía 28-XI-1987)
5.7. El Reino de los Cielos es semejante a un rey que celebró las bodas de su hijo (Mt 22, 2). Todos recordaréis esta parábola evangélica. El rey prepara un banquete y manda a sus siervos a invitar a los comensales: id, pues, a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis (Mt 22, 29). He aquí cómo se comportan los que quieren servir al Reino de Dios: invitan a los otros al banquete, a participar en la Mesa del Señor, en la Sagrada Eucaristía.
La enseñanza es clara. Si queremos sinceramente que Cristo reine, hemos de actuar como los siervos de la parábola: invitar a los demás a acercarse a Dios. Debemos ver en las personas que nos rodean almas que el Señor ha llamado. En cualquier parte, en el trabajo profesional, en el seno de la familia o en la vida social, hemos de ser instrumentos de Cristo para que muchos le conozcan y le amen. Debemos llamarles e insistir con el ejemplo, con la palabra, con la amistad sincera: ¡no podemos abandonarles! «Si os encamináis hacia Dios, tratad de no ir solos hacia Él», escribe san Gregorio (Homilías sobre los Evangelios, 6, 6). Todos hemos recibido una misión divina: id, pues, a los cruces de los caminos. Todos los cristianos son, deben ser, apóstoles. Romana 12 [1991] 132 (Homilía 7-I-1991)
5.8. Para acercar a cada alma al amor de Dios Padre, la senda que habrá que recorrer es la de enseñar a amar los sacramentos, fuentes de la gracia –y, especialmente, el Santo Sacramento del perdón: la Confesión, y la Santa Eucaristía: Cristo que se da como alimento del alma–, para que, con la paz de Cristo en la conciencia y bien enraizados en la intimidad divina, aprendiendo a convertir todo en ocasión de encuentro con el Señor, es decir, en oración, los cristianos puedan difundir a su alrededor esta misma paz: en la familia, en la sociedad entera, en el mundo. Una vida para Dios 190 (Homilía 26-VI-1978)
5.9. Pero hay más: ¿cuántos, de las personas que nos rodean, no son capaces de gustar la dulzura de la Eucaristía, e ignoran que en este sacramento Cristo se da al hombre, al alma en estado de gracia, con su Cuerpo, su Sangre, su Alma y su Divinidad? ¿Cuántos jóvenes, atraídos por el ideal de una vocación, se alejan a causa de la visión humana de sus padres, parientes y amigos, que piensan que Dios no merece el ofrecimiento total de la propia vida? A estos jóvenes y a sus padres les digo: ¡daos al Señor sin miedo, sin cálculo! Dios es buen pagador.
Y, una última pregunta, ¿cuántos entre nuestros conocidos no se han dado cuenta –a causa de nuestra languidez espiritual y de nuestra inactividad apostólica– de que somos cristianos? Ved, hermanos e hijos míos, qué horizontes tan apasionantes se presentan ante nuestros ojos. Una vida para Dios 270 (Homilía 26-VI-1989)
5.10. No podemos tratar a las personas como si fueran objetos. Sean quienes sean –altos o bajos, simpáticos o antipáticos, gordos o delgados, enfermos o sanos–, son personas por las que el Señor ha derramado su Sangre. Cada uno vale toda la Sangre de Cristo (cfr. 1P 1, 18-19). Los has de mirar como a hermanos tuyos, porque son hermanos de Jesucristo e hijos de la misma Madre. Cuando estaba a punto de morir, Jesús nos hizo el regalo de su Madre; desde entonces todos los hombres somos más íntimamente hermanos de Cristo y hermanos entre nosotros.
Algunos conciben la amistad de manera bien distinta. Y no es así. La amistad supone entrega, sacrificio por la persona a quien amamos. Es un cariño vivido y práctico que nos impulsa a mortificarnos, a procurar hacer el camino fácil a los demás, a comprender, a disculpar, a perdonar.
La verdadera amistad es consecuente y llega hasta el final. Si tú no buscas que esa persona se salve, no eres amigo suyo. Sentirás en todo caso una simpatía humana, que quizá esté teñida de egoísmo o de sensualidad. Si eres amigo de verdad, desearás que se santifique, que se haga santo. Y para eso has de poner los medios. Así que no se instrumentaliza la amistad al hacer apostolado; por el contrario, se están cumpliendo los deberes que impone la verdadera amistad. Como sal y como luz 337 (Palabras en una reunión familiar, 7-IV-1982)
5.11. Luchemos, con la gracia de Dios, para ser apóstoles. Entonces podrás decir: Señor; yo, que estoy tan lleno de miserias, ¿puedo ser apóstol tuyo? Sí, hijo mío. Puedes ser apóstol de Jesucristo, porque Él te llama y te da su fuerza, infundiéndote la fe, alimentándote con la esperanza y encendiéndote en su amor. Y como prenda de estas virtudes teologales, que derrama generosamente en nuestras almas mediante el Espíritu Santo (cfr. Rm 5, 5), nos entrega su Cuerpo y su Sangre, alimento de caminantes, Pan de Vida eterna. Romana 7 [1988] 277 (Homilía 24-VII-1988)
5.12. Es evidente que, por ley natural, los padres tienen que educar a los hijos y que esa misión les corresponde primordialmente. Los padres no son unos animalillos que traen al mundo otros animalillos. Son hijas e hijos de Dios que traen al mundo nuevas criaturas para que sean y se comporten como hijos de Dios. Ésa es la misión excelsa, maravillosa, de un padre o de una madre de familia cristiana.
Cada hijo que nace es una prueba de la confianza de Dios con los padres. Y es preciso corresponder con esfuerzo, porque es muy cómodo decir: que os eduquen en el colegio, o que el Estado se encargue de vosotros. No obstante, también es verdad que los padres no pueden llegar a todo y, por consiguiente, son necesarios medios subsidiarios para instruir a los hijos en todas las ramas del saber humano. Con esa finalidad, muchos católicos promueven colegios donde los hijos pueden estudiar todas las disciplinas impregnadas por un criterio católico, de tal forma que se acerquen a Dios. Romana 15 [1992] 272. (Entrevista en M. Artigas, "Ciencia y conciencia", Madrid 1992)
5.13. En esa educación, los padres son una parte fundamental, porque los hijos imitan el comportamiento generoso o egoísta de los padres. Si los padres, por ejemplo, no quieren tener hijos por egoísmo, no porque Dios no se los mande sino porque prefieren tener más aparatos de televisión u otros objetos para vivir más cómodamente, el hijo que tienen aprende también a ser egoísta. Y cuando los padres envejecen, los envían a un asilo, porque no los aman. Es una cosa horrorosa que se evita cuando los hijos aprenden a ser buenos cristianos, y como buenos cristianos aman, más que nadie, a sus padres.
Para educar a los hijos, los padres tienen que ser amigos de ellos. Más que regañar y castigar es preciso, sobre todo, comprenderlos, disculparlos, quererles de tal manera que tengan confianza, para que los hijos sean también amigos de los padres. De este modo, cuando les surgen inquietudes íntimas, no acuden a personas sin criterio, sino a sus padres. Romana 15 [1992] 272. (Entrevista en M. Artigas, "Ciencia y conciencia", Madrid 1992)
5.14. Los frutos vendrán, necesariamente, si colocamos a nuestra Madre en el centro de toda la labor. Es una de las enseñanzas que podemos sacar del Cenáculo de Jerusalén, donde contemplamos a los Apóstoles perseverando en la oración cum Maria, Matre Iesu (cfr. Hch 1, 14). Si no dejamos de poner los medios sobrenaturales con fe inconmovible, si perseveramos en la oración y en el sacrificio, si secundamos el consejo que nos sugiere la Virgen –haced lo que Él os dirá (Jn 2, 5)–, obedeciendo a la voz del Magisterio como hasta ahora, el Espíritu Santo volverá eficaces nuestros trabajos en servicio de la Iglesia Santa, y nuestras redes –redes divinas– estarán siempre llenas de almas, que pondremos a los pies de Cristo, para gloria de Dios Padre. Romana 4 [1987] 74-75 (Carta pastoral 31-V-1987, 20)
5.15. Si la nueva evangelización, como la primera, como la de toda la historia, y como toda labor verdaderamente sobrenatural, es imposible para nuestras fuerzas humanas –las de cada uno y las de todos juntos en la Iglesia–, es sin embargo posible para Dios, es posible para Cristo: resulta, por eso mismo, posible para nosotros, para todos y para cada uno, en la medida en que todos y cada uno seamos –pienso que es necesaria esta insistencia, que siempre será actual–«no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!» (Es Cristo que pasa, 104). Aquí está la honda razón teológica de la necesidad de la santidad personal, para toda obra apostólica concreta y para la recristianización del mundo en su totalidad. Escritos sobre el sacerdocio 182-183 (Discurso 24-IV-1990)
5.16. Llevaremos a cabo esta labor viviendo fidelísimamente nuestro espíritu –contemplativo y apostólico– en medio de cada una de las ocupaciones diarias, que hemos de realizar con toda la perfección humana de que seamos capaces. Esta es y será la gran medicina que necesita la sociedad secularizada, en la que parece no haber sitio para Dios. Por querer divino, el espíritu del Opus Dei posee un atractivo especial para los hombres y mujeres que –como los de nuestra época– se sienten plenamente inmersos en el mundo laboral, político, social, etc., que es nuestro mundo. Lo único que se requiere es que abran los ojos a la luz de Dios, porque los tienen –como nos hubiera sucedido a ti y a mí, sin el auxilio de la vocación– llenos del barro de las cosas mundanas. ¡Qué alegría la suya –conocéis todos esa experiencia, como la conozco yo– cuando por fin descubren al Señor, precisamente en medio de esos mismos afanes que antes les impedían contemplarlo! Romana 2 [1986] 82 (Carta pastoral 25-XII-1985, 7)
5.17. Ante este mundo nuestro, está claro que –insisto– la evangelización será nueva no por el contenido esencial de la doctrina que se anuncie, ni por el modelo de vida que se proponga a nuestros contemporáneos. La novedad habrá de residir en las nuevas energías espirituales y apostólicas puestas en juego por todos los fieles, pues todos somos partícipes y responsables de la misión de la Iglesia Escritos sobre el sacerdocio 176-177 (Discurso 24-IV-1990)
5.18. Considerad que es urgente –con urgencia grande– volver los ojos a la Virgen Inmaculada, exenta de todo pecado, de cuyo seno nace el Hijo de Dios hecho hombre, vencedor de todo mal, para llevar a cabo la gran tarea de la nueva y profunda evangelización que el mundo necesita. En todas las latitudes, una imponente ola de materialismo teórico o práctico amenaza con arrasar lo que nuestros predecesores en la fe, movidos por el Espíritu Santo, construyeron con tanto amor y sacrificio.
El Romano Pontífice ha denunciado este grave peligro en su Magisterio por el mundo entero, en muchas ocasiones: y no se cansa de convocar a todos los cristianos –de modo especial a los fieles laicos, a quienes corresponde por vocación específica la santificación ab intra de las estructuras temporales– a dedicarse con empeño a esta tarea, que tanta abnegación requiere, para que los hombres abran sus corazones a la luz de Dios. Romana 4 [1987] 71 (Carta pastoral 31-V-1987, 13)
5.19. La primera evangelización en los albores de la Iglesia –la que Pedro lleva a cabo el mismo día de Pentecostés– fue preparada en el Cenáculo de Jerusalén, junto a la Madre del Señor. Con sus cuidados maternales, María aúna a los discípulos; con su oración rebosante de fe, atrae al Espíritu Santo que colma los corazones de los primeros fieles e inflama sus voluntades. Ciertamente, como recuerda el Papa (Juan Pablo II), la Virgen «no se encontraba entre los que Jesús envió por todo el mundo para enseñar a todas las gentes (cfr. Mt 28, 19), cuando les confirió esta misión» (Redemptoris Mater, 26); pero colabora en su calidad de Madre y de principal Corredentora a que la predicación recia y vibrante de los Apóstoles resuene primero en las calles y plazas de Jerusalén, y luego en toda Palestina y en el mundo entero, haciendo realidad el mandato de Cristo.
Desde entonces, la Virgen María está presente en el quehacer de la Iglesia peregrina en la tierra. Más aún, «precede constantemente a la Iglesia en este camino suyo a través de la historia de la humanidad. María es también la que, precisamente como Esclava del Señor, coopera sin cesar en la obra de la salvación llevada a cabo por Cristo, su Hijo» (ibid. 49). Por esto, me decido a añadiros a cada uno, para los momentos duros: si la tarea se nos hace pesada, si el cansancio nos puede, si las pruebas nos desalientan, con toda seguridad falla el recurso a la Virgen, la certeza de que con Ella las dificultades se allanan. Romana 4 [1987] 68 (Carta pastoral 31-V-1987, 6)