– Esd 1, 1-6: Reedificad el templo del Señor. Vuelven los desterrados para sacrificar en el templo del Señor. El templo de Jerusalén, mandado construir por Salomón, sin hacer caducos los demás santuarios, será el centro del culto de Yahvé. A él se acude desde todo el país para " contemplar el rostro de Dios " (Sal 42, 3) y es para todos los fieles objeto de un amor conmovedor (Sal 84, 12). Se sabe que la sede de Dios es el cielo (Sal 2, 4; Sal 103, 19; Sal 115, 3). Pero el templo es como una réplica de su sede celestial, a la que en cierto modo hace presente aquí en la tierra. Sin embargo, no todos tienen un sentido adecuado del culto en el templo: sus vidas no responden al culto. Por eso los profetas fustigan ese culto suyo y esa confianza supersticiosa (Jr 7, 4; Is 1, 11-17; Jr 6, 20; Ez 8, 7-18). Con la purificación del pueblo en el destierro, Dios quiere la reconstrucción del templo (Esd 3-6), como centro del judaísmo.
Jesús tiene un respeto profundo al templo, pero con su muerte termina su función de signo de la presencia divina. El mismo Cristo es el templo por antonomasia y también los que lo siguen (Jn 2, 21 ss; Hch 7, 48 ss; 1Co 3, 10-17; 2Co 6, 16 ss; Ef 2, 20 ss). Todo será finalmente sublimado con las iglesias, en donde se celebra y se guarda la sagrada Eucaristía.
– El Salmo 125 canta la alegría del volver del destierro y la reconstrucción de Jerusalén y del templo: " El Señor ha estado grande con nosotros. Cuando el Señor cambió la suerte de Sión nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas y la lengua de cantares. Hasta los gentiles decían: "el Señor ha estado grande con ellos". Los que sembraron con lágrimas, camino del destierro, cosechan entre cantares al volver a la patria. Al ir iban llorando; al volver, vuelven cantando, trayendo sus gavillas ".
– Pr 3, 27-34: El Señor aborrece al perverso. Hay una lucha. Querer el bien está al alcance del hombre, pero no el realizarlo: no hace el bien que quiere sino el mal que no quiere (Rm 7, 18 ss). La concupiscencia le arrastra como contra su voluntad. El hombre que sigue las enseñanzas de la sabiduría halla su gozo en hacer el bien en torno de sí. Sólo Jesucristo puede atacar el mal en su raíz (Rm 7, 25), triunfando en el mismo corazón del hombre. Escogiendo el cristiano vivir así con Cristo para obedecer a los impulsos del Espíritu Santo, se desolidariza de la opción de Adán. Así, el mal moral queda verdaderamente vencido en él.
Los hombres, criaturas inteligentes y libres, han de caminar hacia su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por eso pueden desviarse y de hecho se desviaron y se desvían. Dios lo permite, porque respeta su libertad y, misteriosamente, sabe hacer bienes de los males. Dice San Agustín:
" Porque el Dios todopoderoso... por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir bien del mismo mal " (Enchiridion 11, 3).
– El Salmo 14 nos ayuda a meditar en esta ocasión con estas palabras: " El justo habitará en tu monte santo, Señor... El que procede honradamente y practica la justicia, el que tiene intenciones leales y no calumnia con su lengua. El que no hace mal al prójimo ni difama al vecino, el que considera despreciable al impío y honra a los que temen al Señor. El que no presta dinero a usura, ni acepta soborno contra el inocente, el que así obra nunca fallará ". Es como el decálogo del que sirve al Señor no solo en su templo santo, sino en toda su vida. Dios está presente en toda la nación. " Así pues, ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios " (Ef 2, 19).
– Lc 8, 16-18: La luz se coloca sobre el candelero, para iluminar a los hombres. Orígenes afirma:
" Que Cristo trata aquí de la luz espiritual. La lámpara tiene un gran significado en la Sagrada Escritura. Israel para significar la fidelidad a Dios y la continuidad de la oración, hace arder perpetuamente una lámpara en el santuario (Ex 27, 20 ss); dejar que se extinga sería dar a entender a Dios que se le abandona (2Cro 29, 7). Viceversa, dichosos los que velan en espera del Señor, como las vírgenes sensatas (Mt 25, 1-8) o el servidor fiel (Lc 12, 35), cuyas lámparas se mantienen encendidas. Dios aguarda todavía más de su fiel: en lugar de dejar la lámpara bajo el celemín o la cama (Mt 5, 15 ss; Lc 8, 16-18), él mismo debe brillar como un foco de luz en medio de un mundo perverso en tinieblas (Flp 2, 15), como en otro tiempo Elías, ''cuya palabra ardía como una antorcha'' (Si 48, 1) o como Juan Bautista: ''lámpara que ardía y lucía'' (Jn 5, 35), para dar testimonio de la verdadera Luz, que es Cristo. Así la Iglesia, sobre Pedro y Pablo, los dos olivos y los dos candeleros que están delante del Señor de la tierra (Ap 11, 4), debe hacer irradiar hasta el fin de los tiempos la gloria del Hijo del Hombre (Comentario a San Lucas 1, 12ss).