JOSUÉ

Jos 1 El autor interpreta la historia que va a contar: la tierra de Canaán, como había ocurrido con Transjordania, es un don de Dios a los israelitas. Un don que no dispensa del esfuerzo humano. A quienes ya se habían establecido en Transjordania (Nm 32), se les exige ser solidarios con las tribus hermanas; más adelante se contará cómo cumplieron esta exigencia (Jos 22, 2-4).

Jos 2 La tierra es un don, pero hay que conquistarla; lo cual lleva consigo tomar la precaución del espionaje. En una clara evocación del éxodo y la victoria de Israel sobre los reyes de Transjordania, Rajab, mujer cananea y ramera, hace una magnífica confesión de fe (de estilo deuteronomista) en el Señor, el Dios único, Creador y Señor de la Historia. Mt 1, 5 la incluye entre los antepasados de Jesucristo; Hb 11, 31 la alaba por su fe y St 2, 25 por sus obras.

Jos 3, 1-4, 18 En primavera, con el deshielo, el Jordán baja imponente; ello suponía un grave problema para los hombres, no para Dios, pues las aguas se dividirán ante el Arca de la Alianza, trono visible del Señor invisible, que participa en la guerra al frente de las huestes de Israel (Jos 6; Nm 10, 35ss; 1S 4, 3-8); así, la peligrosa aventura se convierte en una tranquila procesión litúrgica. El relato marca el paralelismo con el paso del mar Rojo (Ex 14-15). Como en Josué culminó la epopeya del antiguo éxodo, los Padres ven en él la figura de Cristo, autor del nuevo éxodo: los nombres de ambos son idénticos en hebreo.

Jos 7, 1 Los israelitas habían sido advertidos (Jos 6, 18) sobre las consecuencias de un posible quebrantamiento de la ley del exterminio: si no se llevaba a cabo, todo el campamento de Israel quedaría expuesto a él. Una tradición sobre un desastre guerrero en la montaña de Benjamín se eleva a paradigma: la obediencia al Señor es la única que da la victoria a Israel; la desobediencia lo conduce a la perdición. Ya estaba anunciado en Jos 1

Jos 9 Este relato responde a la pregunta de por qué los israelitas hicieron, contra las leyes de la guerra santa, una alianza con los gabaonitas (véase Ex 23, 32ss; Ex 34, 12; Dt 7, 1-6; Dt 20, 16-18). Por otra parte, algunos miembros de este pueblo servían como leñadores y aguadores (trabajos serviles) en el templo de Jerusalén. Así se explica que, una vez descubierto el engaño, se les salvara la vida para cumplir el juramento, pero se les castigara a prestar ese servicio.

Jos 13, 1-7 Sorprende que, después de las enumeraciones exhaustivas de regiones conquistadas y reyes vencidos, se diga que quedaba todavía mucha tierra por conquistar. La incongruencia se explica por tratarse de territorios que nunca fueron ocupados por Israel –o a lo sumo en tiempos de David–, pero eran reivindicados por los israelitas.

Jos 20 Cuando se producía un homicidio, el vengador de la sangre restablecía la justicia dando muerte al homicida. Pero si el homicidio era involuntario, o por lo menos no premeditado, el homicida se refugiaba en el santuario y se agarraba al cuerno del altar (Ex 21, 12-14; 1R 2, 28-35). Había dos modos de poner fin a la situación: comparecer en juicio ante la comunidad o que muriera el sumo sacerdote (quizá, a la muerte de este, se proclamaba amnistía general y el nuevo consagrado ofrecía un sacrificio por los pecados involuntarios del pueblo: Lv 8, 15).

Jos 21, 1-42 En la distribución de la tierra entre las tribus, nada corresponde a Leví. La situación resultante para los levitas se resolvía en los capítulos anteriores diciendo que el Señor es su heredad (Jos 13, 14. 33; Jos 14, 3ss; Jos 18, 7); pero ocurría que muchos levitas no ejercían el sacerdocio, ni vivían del altar. Nm 35, 1-8 quiere resolver el problema disponiendo que las tribus de Israel cedan, para residencia de los levitas, cuarenta y ocho ciudades, cada una con su campiña para pasto del ganado: las seis de asilo y cuarenta y dos más. En cuanto al reparto, como Leví tuvo tres hijos (Gn 46, 11; Ex 6, 16ss), pero el segundo, Queat, es abuelo de Aarón, se hacen cuatro grupos, dividiendo a los hijos de Queat en aaronitas y queatitas a secas. A los aaronitas les corresponden ciudades en las tribus del sur; a los demás, en el centro y en el norte.

Jos 21, 43-45 Este pasaje representa la idea fundamental del libro: la ocupación no fue una conquista de Israel, sino un don del Señor, que puso a los enemigos en sus manos y le concedió, tras la guerra, la posesión pacífica del país que había prometido con juramento a los patriarcas.

Jos 23 En su testamento espiritual Josué interpreta el pasado y da la clave para el futuro de Israel. El redactor da mucha importancia a que aquella generación fue testigo ocular de las hazañas del Señor. Cuando mueran esos testigos, y venga otra generación que conozca al Señor solo de oídas, Israel comenzará a apartarse de él: Jos 24, 31; Jc 2, 7-10.

Jos 24, 1-28 Un redactor ha conservado el recuerdo de otro discurso final de Josué, el cual reúne a todas las tribus en Siquén, ante Dios –es decir, en el santuario– y habla como los profetas –Así dice el Señor...–. Tras resumir escuetamente las narraciones del Génesis, ofrece una síntesis de la historia de la salvación, que es un compendio libre de la historia de Israel, puesto en boca del Señor y no del fiel israelita, con detalles, digresiones e imprecisiones. Siquén era, por su situación en el centro de Palestina y por su historia (Gn 12, 6ss; Gn 33, 18-20; Gn 35, 2-4), un buen lugar para la reunión de las tribus (véase Jos 8, 30-35; 1R 12).

Jos 24, 29-31 Solo le quedaba a Josué morir en paz. Vista la trayectoria de toda su vida, su condición de instrumento de Dios, humilde, fiel y eficaz, no se duda en canonizar a aquel que había comenzado como simple ayudante de Moisés (Jos 1, 1), dándole el título de siervo del Señor, que antes se había otorgado solo al mismo Moisés (Dt 34, 5). Se proponen así a los israelitas dos grandes modelos a imitar: Moisés y Josué. Se sobrentiende que, cuando estos murieran, Israel dejaría de servir al Señor. Este es ya el tema del libro de los Jueces (Jc 2, 7-13).