Tt 1, 1-4. El encabezamiento de la carta es particularmente largo y solemne. Contiene, como es habitual (cfr Rm 1, 1-2; 1Co 1, 1-3; etc.), el nombre del remitente: Pablo; el destinatario: Tito; y el saludo: «Gracia y paz». Pero en este caso, se destaca con particular fuerza el título de Apóstol y las prerrogativas de su autoridad, a la vez que se invoca el mandato de predicar, recibido de Dios (v. 3). A partir de estos datos algunos autores quieren deducir que la epístola habría sido escrita por un discípulo de San Pablo, que pondría de relieve las prerrogativas del Apóstol, para que el documento quedara más autorizado. Pero es más lógico suponer que cuando San Pablo escribe la carta está pensando en Tito, y también en la comunidad de Creta a la que falsos maestros comenzaban a perturbar; el tono solemne y oficial viene motivado por la gravedad de los errores y por la necesidad de dotar a aquella iglesia de una organización adecuada.
Se ofrece una explicación muy condensada de la misión apostólica: su origen es Dios mismo. Salvador universal (vv. 1.3); el Apóstol es mandatario y representante de Dios (v. 3); su finalidad es transmitir la palabra de Dios, que es verdadera, que reclama la piedad (v. 1) y conduce a la vida eterna (v. 2). Los destinatarios son los fieles, a quienes, engendrados en la fe (v. 1), hay que llevar al Cielo (v. 2).
Tt 1, 1. «Siervo de Dios»: Servir a Dios en el lenguaje bíblico es tributarle el culto debido. Sin abandonar este sentido básico, el servidor de Dios es el que cumple los encargos de su Señor. San Pablo, como los profetas del AT -que se sabían depositarios de una misión sagrada e ineludible (cfr Am 3, 7; Jr 7, 25)-, se sabe enviado por Dios y no puede dejar de cumplir su tarea.
«Para instruir a los elegidos de Dios en la fe»: Dios envía a sus apóstoles para que formen a los hombres en la fe, de modo que puedan conocer la verdad salvífica y contemplar las realidades naturales, que constituyen el entramado de su vida ordinaria, desde una perspectiva sobrenatural. El Magisterio reciente de la Iglesia ha insistido en que la evangelización comienza por enseñar las verdades fundamentales que nos han sido reveladas. «No es superfluo recordarlo: evangelizar es, ante todo, dar testimonio, de una manera sencilla y directa, de Dios revelado por Jesucristo mediante el Espíritu Santo. Testimoniar que ha amado al mundo en su Hijo; que en su Verbo Encarnado ha dado a todas las cosas el ser, y ha llamado a los hombres a la vida eterna» (Evangelii nuntiandi, n. 26).
La verdad, «que entraña nuestra religión»: Una traducción al pie de la letra sería: «La verdad que es conforme a la piedad». Pero la virtud de la piedad mencionada en este texto abarca sobre todo la apertura del corazón a Dios, la docilidad a sus mandatos y el reconocimiento de su divinidad; en una palabra, la religión. La piedad y la verdad están íntimamente relacionadas: para adquirir una piedad sólida y bien fundamentada es preciso tener un conocimiento exacto de la verdad. Santa Teresa de Jesús explicaba así, con su peculiar estilo, que para tener auténtica vida interior es necesario conocer la buena doctrina: «Espíritu que no vaya comenzado en verdad, yo más le querría sin oración; y es gran cosa letras, porque éstas nos enseñan a los que poco sabemos y nos dan luz, y llegados a verdades de la Sagrada Escritura, habernos lo que debemos. De devociones a bobas nos libre Dios» (Libro de su vida, cap. 13, 16).
Tt 1, 2. El Apóstol, al cumplir su misión, tiene como punto de mira la «esperanza de la vida eterna», tanto en el contenido de su predicación, como en la prioridad de fines que pretende alcanzar: la eterna bienaventuranza para él y para todos los que reciben la palabra de Dios, la consecución de ese gozo indescriptible con el que Dios premiará a quienes le aman: «¿Qué discurso podrá representar lo que luego ha de seguirse: el placer, la dicha, el júbilo de la presencia y el trato con Cristo? No hay lengua que pueda explicar la bienaventuranza que goza, ni la ganancia de que es dueña, el alma que ha tornado a su propia nobleza y que puede en adelante contemplar a su Señor. Y no sólo se goza de los bienes que tiene en sus manos, sino de saber con certidumbre que esos bienes no han de tener fin jamás» (San Juan Crisóstomo, Ad Theod. lapsum, 1, 13).
«Basada en la esperanza de la vida eterna»: La esperanza de la vida eterna ha de orientar no sólo la piedad, sino también la verdad que se enseña, la fe que se profesa y aun el ministerio apostólico.
«Desde toda la eternidad»: Esta expresión semita es ambigua, pues cabe traducirla por «desde tiempos remotos», con lo que abarca la promesa salvadora hecha desde antiguo por medio de los patriarcas y profetas del Viejo Testamento; pero principalmente se refiere al proyecto eterno de Dios: desde toda la eternidad había decidido salvar a los hombres. Esta decisión divina es el fundamento de la esperanza, virtud teologal, cuyo objeto es Dios «que no miente», que no puede engañarse ni engañarnos.
Tt 1, 3-4. «En el tiempo oportuno»: La salvación, decidida desde toda la eternidad y comunicada veladamente a los profetas, ha sido manifestada en la plenitud de los tiempos con la venida al mundo del Hijo de Dios (cfr Hb 1, 1); la predicación tiene como único objeto este mensaje salvador. El Apóstol lo lleva a cabo «por mandato de Dios nuestro Salvador» y no por iniciativa personal. Es digno de señalar, como propio del estilo de San Pablo, que estas frases son muy densas, expresando con pocas palabras muchas ideas: la más importante es el decreto divino de salvación de los hombres; pero también el modo de comunicarlo -mediante la predicación, como transmisora de la tradición más antigua-, y el modo de realizarlo, pues la palabra divina, además de transmitir el designio de salvación, ella misma es salvífica, es instrumento eficaz de salvación. No olvida el Apóstol el carácter divino de su misión, pues Dios le urge imperativamente: para eso le eligió y le concedió el título de «servidor» suyo (cfr v. 1).
Para el sentido del saludo «gracia y paz», cfr nota a 1Tm 1, 2 y Rm 1, 7.
Tt 1, 5-9. Las cualidades que deben adornar a los pastores de la Iglesia coinciden con las recomendadas en la primera Epístola a Timoteo (cfr 1Tm 3, 2-7 y nota). En ningún caso se pretende hacer una enumeración exhaustiva de virtudes, sino exhortar vivamente a que los ministros sean modelo de santidad para sus fieles. Hay un cierto énfasis en cuatro aspectos que parecen más importantes: conducta irreprensible (vv. 6-7); familia fiel y ejemplar (v. 6); carácter recto y acogedor (vv. 7-8); y, finalmente, formación doctrinal firme (v. 9). Son cualidades por las que siempre ha velado la Iglesia. Así, el último Concilio Ecuménico recuerda que los pastores, en la búsqueda de su santidad, tienen especial obligación de ser ejemplares ante los demás: «Abunden en todo bien espiritual y sean para todos un vivo testimonio de Dios» (Lumen gentium, 41).
Tt 1, 5. Dos parecen ser los encargos de San Pablo a Tito: uno, que aquí aparece implícito, es completar la instrucción y catequesis de aquella joven comunidad; a lo largo de la carta hay gran insistencia sobre la firmeza en la verdad, en la oposición a los falsos maestros, en la necesidad de que todos los fieles, y especialmente los pastores, estén firmemente enraizados en la fe.
El segundo encargo es completar la organización jerárquica. Los presbíteros aquí mencionados ejercen las mismas funciones que los obispos de la primera Epístola a Timoteo, y se exigen a todos ellos idénticas cualidades (sobre la terminología presbítero-obispo, todavía no fijada, cfr nota a 1Tm 3, 1). La insistencia de San Pablo en asumir la responsabilidad de establecer sucesores es un indicio de la Apostolicidad de la Iglesia: los Obispos no sólo tienen la misión de los Apóstoles, sino que la han recibido de ellos: «(Los Apóstoles) en efecto, no sólo tuvieron diversos colaboradores en el ministerio, sino que, a fin de que la misión a ellos confiada se continuase después de su muerte, dejaron a modo de testamento a sus colaboradores inmediatos el encargo de acabar y consolidar la obra comenzada por ellos, encomendándoles que atendieran a toda la grey, en medio de la cual el Espíritu Santo los había puesto para apacentar la Iglesia de Dios (cfr Hch 20, 28)» (Lumen gentium, 20).
Sobre el momento en que Pablo pasó por Creta y la evangelizó se conservan pocos datos. Probablemente cuando iba prisionero hacia Roma, en el otoño del año 60, pudo enseñar el Evangelio a algunos compatriotas que abrazarían la fe (cfr Hch 27, 7-12); quizás también había allí cristianos desde la primera predicación de San Pedro en Jerusalén (cfr Hch 2, 11). Es posible que el Apóstol pasara alguna otra vez, y estableciera una comunidad cristiana en aquella isla tan importante en las comunicaciones, al ser paso obligado entre Grecia y Asia Menor.
Tt 1, 10-11. Como en la primera Epístola a Timoteo, San Pablo desenmascara a los enemigos de la fe; en Creta, lo mismo que ocurría en Éfeso (cfr 1Tm 1, 6), tenían éxito algunos filósofos que hacían un arte de sus falacias y sofismas. El mayor peligro consistía en que muchos cristianos, sencillos y de buena fe, se dejaban engañar por aquellos profesionales de la palabra, que sólo buscaban intereses terrenos.
Se denuncia como más peligrosos a los provenientes, del judaísmo (v. 10), probablemente porque era bastante numerosa la colonia hebrea en aquella región, como se sabe por escritores judíos como Flavio Josefo y Filón; algunos de ellos, que pertenecían a familias influyentes, mezclaban sus antiguas tradiciones con la filosofía griega decadente, presentando teorías más brillantes que profundas.
Tt 1, 12-14. Estas palabras, cargadas de ironía, caracterizan a los habitantes de Creta, citando un verso de algún poeta antiguo (algunos autores piensan en Epiménides, siglo VI a.C.), verdaderamente mordaz; parece que los cretenses tenían fama de mentirosos, hasta el punto de que se utilizaba el verbo krethízein ('cretear') como sinónimo de engañar. Este modo tan peculiar de rebatirles da idea de la inconsistencia de sus argumentaciones. San Pablo prefiere ponerlos en ridículo, como medio de «taparles la boca» (v. 11).
El objetivo de Tito, como pastor de aquellos cristianos, es mantener sana la fe, es decir, sin la contaminación de fábulas (cfr 1Tm 1, 4; 1Tm 4, 7) ni falsos preceptos (cfr 1Tm 4, 3); con esta última palabra es posible que se refiera a la minuciosidad con que se reglamentaba la distinción entre alimentos puros e impuros. La Iglesia, a lo largo de los siglos, ha mantenido una solicitud maternal por defender y consolidar la fe de los cristianos: «Trata así, enseñaba Pablo VI, de profundizar, consolidar, alimentar, hacer cada vez más madura la fe de aquellos que se llaman ya fieles o creyentes, a fin de que lo sean cada vez más. Esta fe está casi siempre enfrentada al secularismo, es decir, a un ateísmo militante; es una fe expuesta a pruebas y amenazas, más aún, una fe asediada y combatida. Corre el riesgo de morir por asfixia o por inanición, si no se la alimenta y sostiene cada día. Por tanto, evangelizar debe ser, con frecuencia, comunicar a la fe de los fíeles -particularmente mediante una catequesis, llena de savia evangélica y con un lenguaje adaptado a los tiempos y a las personas- este alimento y este apoyo necesarios» (Evangelii nuntiandi, n. 54).
Tt 1, 15-16. «Todo es limpio para los limpios»: Este principio de libertad cristiana contrasta con la hipocresía de quienes pretendían compaginar la conducta depravada con la doctrina (v. 16). Ya Jesús había insistido en la pureza interior frente a los ritos externos (cfr Mt 23, 25-26). Era importante entonces, y lo será siempre, que los cristianos vivan coherentemente, reflejando en su conducta la fe que confiesan.
Tt 2, 1-10 Frente a las falacias de quienes con su conducta depravada niegan lo que dicen creer, Tito es urgido a enseñar un comportamiento sincero, reflejo fiel de la fe que se profesa. Característica importante de la conducta moral cristiana es la de no reducirse a un código ético abstracto o sin fundamento teológico, sino ser la consecuencia lógica de la profunda verdad que se confiesa: la ortodoxia doctrinal lleva a un comportamiento justo y, a su vez, una conducta recta capacita para comprender y aceptar la verdad revelada. La fe, como enseña el Concilio Vaticano II, configura la vida de cada cristiano: «Vigilen (los Obispos) para que la instrucción catequética, cuyo fin es que la fe ilustrada por la doctrina se torne viva, explícita y activa, se dé con diligente cuidado tanto a los niños y adolescentes como también a los jóvenes y a los adultos; que al darla se observen el orden debido y el método acomodado no sólo a la materia de que se trata sino también al carácter, aptitudes, edad y condiciones de vida de los oyentes, y que dicha instrucción se funde en la Sagrada Escritura, en la Tradición, Liturgia, Magisterio y vida de la Iglesia» (Christus dominus, 14) En esta sección de la carta se recuerdan los deberes y las virtudes que deben cultivar las personas de diversa condición (edad, sexo, estado, posición social, etc.), consejos que coinciden fundamentalmente con los recogidos en la primera Carta a Timoteo (cfr 1Tm 5, 1-1Tm 6, 2).
Tt 2, 2-3. «Fuertes en la fe, en la caridad y en la paciencia»: Mas literalmente: «Sanos en la fe…». La imagen de la salud física aplicada a la doctrina y a su exposición, es frecuente en las Cartas Pastorales (cfr 1Tm 6, 3; 2Tm 1, 13; 2Tm 4, 3; Tt 1, 9; Tt 2, 8). También se aplica a las personas, de modo que, con el paso de los años, debe ser mayor el vigor y la firmeza en la vida cristiana.
«Se comporten como conviene a los santos»: A las mujeres mayores se les da un tratamiento particularmente honorable (ctr 1Tm 5, 2-16); su comportamiento ha de ser ejemplar, pues de ellas han de aprender las más jóvenes.
Tt 2, 4-5. Cada miembro de la Iglesia es responsable de la formación y vida cristiana de quienes le siguen en edad; este principio general es aplicable a las mujeres adultas: han de enseñar a las más jóvenes el valor inestimable de su función materna y familiar por encima de sus actividades públicas y profesionales fuera del hogar a las que, por otra parte, tienen derecho. El Papa Juan Pablo II explica la función de la mujer en la sociedad y en la familia, y, entre otras cosas dice: «Se debe superar la mentalidad según la cual el honor de la mujer deriva más del trabajo exterior que de la actividad familiar. Pero esto exige que los hombres estimen y amen verdaderamente a la mujer con todo el respeto de su dignidad personal, y que la sociedad cree y desarrolle las condiciones adecuadas para la labor doméstica» (Familiaris Consortio, 23).
«Para que no sea ultrajada la palabra de Dios»: La expresión es muy similar a la utilizada al aconsejar sumisión a los esclavos (1Tm 6, 1). El Apóstol no bendice unas costumbres vejatorias para las mujeres o los siervos; por encima de circunstancias históricas está la enseñanza de que la obediencia y la humildad son el camino más seguro para honrar a Dios y dar testimonio de amor a los hombres, siguiendo el ejemplo del Maestro, que «se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte» (cfr Flp 2, 6-11).
Tt 2, 6-8. El modelo para los hombres jóvenes debe ser el propio Tito: la exigencia de ejemplaridad, lo mismo que para Timoteo en Éfeso (1Tm 4, 12), nace de que los pastores han de plasmar en su vida la de Jesucristo: «Haceos imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Co 11, 1; cfr Flp 3, 17; 2Ts 3, 9). «La personalidad sacerdotal -enseña Juan Pablo II- debe ser para los demás un claro y límpido signo a la vez que una indicación. Es ésta la primera condición de nuestro servicio pastoral. Los hombres, de entre los cuales hemos sido elegidos y para los cuales somos constituidos, quieren sobre todo ver en nosotros tal signo e indicación, y tienen derecho a ello» (Carta a todos los sacerdotes, 8- IV-1979, n. 7).
Tt 2, 9-10. Si se recogen aquí los deberes de los esclavos, como en la primera Epístola a Timoteo (cfr 1Tm 6, 1-2), es señal de que eran muy tenidos en cuenta en la primitiva comunidad cristiana. El cristianismo produce grandes transformaciones sociales, porque lleva consigo una exigencia profunda de que todos reconozcan, desde su puesto en la sociedad, el honor y la gloria de Dios nuestro Salvador y la dignidad de toda persona humana, cualquiera que sea su condición.
Tt 2, 11-14. Esta sección reviste una cierta forma de himno a la gracia salvífica y la benevolencia divina, que se han manifestado en Jesucristo. El estilo conciso y sobrio, con frases yuxtapuestas sin apenas verbos, refleja el espíritu y la pluma de San Pablo. Las obligaciones descritas hasta ahora (Tt 2, 1-10) de los ancianos, mujeres, jóvenes y siervos manifiestan un estilo de vida cristiana, común a todos, fruto de la gracia. Ésta tiene su origen en Dios, su finalidad es la salvación, y se nos da por medio de Jesucristo.
En efecto, la acción de la gracia divina manifestada en la Encarnación tiene eficacia redentora, puesto que es portadora de salvación; es fuente de santificación al educar para un comportamiento moral recto; además, fundamenta la esperanza de la gloriosa venida del Señor. Estos elementos, con que San Pablo describe la acción de la gracia, son un precioso resumen de la doctrina revelada sobre la justificación en Jesucristo. Así, en la Encarnación, se manifiesta especialmente la voluntad salvífica de Dios (cfr 1Tm 2, 4), que alcanza a todos los hombres; en la Redención, Cristo, único Mediador y Salvador (cfr 1Tm 1, 5), nos obtiene el don de la gracia, por la que el hombre se hace partícipe de los bienes salvífícos. Jesucristo es nuestro modelo, que, a través de la gracia, instruye al cristiano para corregir los defectos y crecer en las virtudes; no se trata de una enseñanza meramente externa, sino que interiormente nos impulsa hacia la santidad (cfr Rm 5, 1-5 y nota). Además, la gracia orienta la esperanza, pues los deberes cristianos no sólo se basan en el recuerdo de un hecho pasado, la vida terrena del Señor, sino que tienen siempre presente la gloria definitiva de Jesucristo y nuestra participación en ella (cfr 2P 3, 12-13).
Tt 2, 13. «La gloria del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo»: En esta fórmula hay una clara confesión de la divinidad de Jesucristo, de quien se afirma simultáneamente -con un solo artículo en el texto original griego- que es Dios y Salvador. Todo el himno gira en torno a esta expresión: Jesucristo Dios es quien se ha manifestado en la Encarnación, quien se manifestará plenamente en la segunda venida, y quien con su obra redentora posibilita al hombre un comportamiento digno y meritorio.
Este versículo evoca el texto de Rm 9, 5, donde San Pablo había escrito: «De ellos son los patriarcas y de ellos según la carne desciende Cristo, el cual es sobre todas las cosas Dios bendito por los siglos. Amén».
Tt 2, 14. La mención de Jesucristo al final del versículo anterior le sugiere a San Pablo este bello resumen de la doctrina de la Redención. Cuatro elementos esenciales son señalados: donación de Sí mismo; redención de toda iniquidad; purificación; y apropiación del pueblo que, a partir de entonces, tiene como único empeño las obras buenas. La entrega de Cristo es una alusión clara al sacrificio voluntario de la Cruz (cfr Ga 1, 9; Ga 2, 20; Ef 5, 2; 1Tm 2, 6), mediante el cual nos ha librado de la esclavitud del pecado; el sacrificio de Cristo es la causa de la libertad de los hijos de Dios, de modo análogo a como la acción de Dios en el Éxodo operó la liberación del pueblo de Israel. La purificación es consecuencia de la Redención, en orden a formar un pueblo, propiedad de Dios (cfr Ez 37, 23). La expresión «pueblo en propiedad», o «su pueblo, propiedad suya», es una alusión clara a Ex 19, 5: mediante la Alianza del Sinaí Dios hizo de Israel su propio pueblo, frente al resto de las naciones; con la nueva Alianza de su sangre, Jesucristo hace de la Iglesia su pueblo elegido, llamado a incorporar a todas las naciones: «Así como al pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia, así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne, también es designado como Iglesia de Cristo, porque fue Él quien la adquirió con su sangre, la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social (…). Debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien trasciende los tiempos y las fronteras de los pueblos» (Lumen gentium, 9).
Tt 3, 1-8. En la parte final de la epístola se ocupa San Pablo del comportamiento de los fieles en medio de la sociedad (vv. 1-8); advierte a Tito que esté vigilante para que no sea la Iglesia un lugar de discusiones (vv. 9-11); y, finalmente, le hace algunos encargos personales (vv. 12-14), para terminar con la despedida habitual (v. 15).
El esquema de la primera sección (vv. 1-8), similar al del capítulo anterior, es el siguiente: primero describe las exigencias de la vida cristiana, en concreto, el comportamiento con las autoridades civiles y con sus conciudadanos (vv. 1-2); después aduce la motivación teológica (vv. 3-8): para un cristiano la conducta moral es consecuencia de las exigencias de la fe.
Tt 3, 1-2. El acatamiento a la autoridad legítima (cfr Rm 13, 1-7; 1Tm 2, 2; 1P 2, 13-14) era especialmente difícil y meritorio en la isla de Creta, donde los habitantes, muchos de ellos de raza judía, no soportaban gustosamente la dominación romana. Pero la libertad de los hijos de Dios (cfr Rm 8, 21), que el cristiano adquiere con el Bautismo, no le lleva a una oposición por principio a las estructuras existentes, sino, ante todo, a un mejoramiento personal: «La urgencia de reformas radicales de las estructuras que producen la miseria y constituyen, ellas mismas, formas de violencia no puede hacer perder de vista que la fuente de las injusticias está en el corazón de los hombres. Solamente recurriendo a las capacidades éticas de la persona y a la perpetua necesidad de conversión interior se obtendrán los cambios sociales que estarán verdaderamente al servicio del hombre. Pues a medida que los hombres, conscientes del sentido de su responsabilidad, colaboran libremente, con su iniciativa y solidaridad, en los cambios necesarios, crecerán en humanidad» (Libertatis nuntius, n. XI, 8).
La modestia y la comprensión son virtudes que brotan del mandamiento nuevo del amor; suponen madurez espiritual y son más eficaces para acercar las almas a Cristo: Hacer crítica, destruir, no es difícil: el último peón de albañilería sabe hincar su herramienta en la piedra noble y bella de una catedral.
- Construir: ésta es la labor que requiere maestros (Camino, 456).
Tt 3, 3-7. El fundamento teológico de las obligaciones sociales (vv. 1-2) es el punto culminante del capítulo; cada cristiano es testigo de la historia de la salvación, del paso del pecado a la gracia, de la etapa de esclavitud y error a la era de la libertad y regeneración inaugurada por Cristo.
La situación antigua está descrita con pinceladas vivas (v. 3), que reflejan las consecuencias del pecado en la triple vertiente del hombre: respecto de sí mismo, el pecador se hace insensato, rebelde, extraviado, esclavo; respecto de Dios, es «aborrecible», al constituirse en un rebelde soberbio; respecto de los hombres, se convierte en enemigo, «odiándose unos a otros».
Pero la venida de Cristo ha abierto un panorama nuevo (vv. 4-7). Como en otros lugares de estas epístolas (cfr 1Tm 3, 15; Tt 2, 11-14), hay aquí un bello canto a Jesucristo, que bien pudo haber servido de himno litúrgico o de confesión de fe. En él se resume la doctrina sobre la Encarnación, la Redención y la aplicación de la salvación a cada cristiano.
La Encarnación, según este texto, es la manifestación de Dios Salvador, que da a conocer su «benignidad» (término habitual en el AT, que aparece también en el NT: p. ej., Rm 2, 4; Rm 11, 22; Ga 5, 22; Ef 2, 7) y su amor a los hombres (literalmente, «filantropía», término tomado del lenguaje helenista). La Redención está expresada con palabras usuales en el lenguaje del AT: «Nos salvó según su misericordia».
Finalmente, la participación del cristiano en la salvación es gratuita, puesto que, sin méritos personales precedentes, hemos sido objeto de la misericordia divina (v. 5; cfr nota a Rm 3, 27-31); el Bautismo es la puerta de entrada, pues es el sacramento de la «regeneración y la renovación» (cfr Ef 5, 26); el Espíritu Santo, enviado por Cristo (cfr Jn 14, 26), da eficacia a las aguas bautismales, vivifica con la gracia y obtiene la herencia de la vida eterna (cfr Ga 4, 7; Rm 8, 16-17). El Concilio de Trento precisaba que «la justificación no es sólo el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior, por la voluntaria recepción de la gracia y de los dones, por la que el hombre se convierte de injusto en justo y de enemigo en amigo, para ser 'herederos de la vida eterna que esperamos'» (De iustificatione, cap. 7).
El resumen magnífico de nuestra fe en Cristo, contenido en Tt 3, 3-7, ilumina a los cristianos también en su quehacer profesional y social; el Concilio Vaticano II ha vuelto a recordar que «la restauración prometida, que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada con la misión del Espíritu Santo y por Él continúa en la Iglesia; en la cual, por la fe, somos instruidos también acerca del sentido de nuestra vida temporal, mientras que con la esperanza de los bienes futuros llevamos a cabo la obra que el Padre nos encomendó en el mundo y labramos nuestra salvación» (Lumen gentium, 48).
Tt 3, 8. San Pablo exige al pastor firmeza en la fe para estimular en los fieles la práctica del bien. Frente a la pereza proverbial de los cretenses (cfr Tt 2, 12), los bautizados han de ser diligentes en la consecución de las virtudes. Una vez más, la moral se fundamenta en la doctrina, y de ésta es particularmente responsable el que dirige aquella comunidad cristiana: «En el ejercicio de su deber de enseñar, (los Obispos) anuncien a los hombres el Evangelio de Cristo; esta misión es la más importante de los Obispos; llamándolos a la fe por la fortaleza del Espíritu o confirmándoles en la fe viva, propónganles el misterio íntegro de Cristo, es decir, aquellas verdades cuya ignorancia es ignorancia de Cristo, y también el camino que ha sido revelado por Dios para glorificarle y, por lo mismo, para alcanzar la bienaventuranza eterna» (Christus dominus, 12).
Tt 3, 9. Como en 1Tm 1, 3-4, se aconseja evitar disputas y discusiones, tan frecuentes en algunos círculos judíos. Tales debates quizá no eran positivamente erróneos (cfr Tt 1, 10-16), pero suponían una pérdida de tiempo y de energías necesarias para cumplir la auténtica misión del pastor de almas (cfr nota a 1Tm 1, 3-4).
Tt 3, 10-11. «Al cismático»: Literalmente, al hereje. Es la única vez que aparece este término en el NT; en aquella época todavía no tenía el sentido técnico y negativo de persona que niega alguna verdad revelada, sino que indicaba únicamente al que seguía sus propias ideas erróneas, aunque no se opusiera frontalmente a la fe de la Iglesia. De todas formas, aquí se refiere a aquellos falsos maestros que, aunque no fuera de modo organizado, rechazaban la enseñanza de Tito. Estos, si no atienden la corrección fraterna tal como Jesús enseñó (cfr Mt 18, 15-17), han de ser considerados como alejados de la Iglesia. Conviene notar que no es la Iglesia quien los condena -ellos mismos son los pervertidos-, sino que se limita a declarar su situación, para indicar a los fieles dónde puede estar la fuente del error. «Los Obispos, enseña el Concilio Vaticano II, son pregoneros de la fe que atraen nuevos discípulos para Cristo y son los maestros auténticos, es decir, revestidos de la autoridad de Cristo, que predican al pueblo a ellos encomendado la fe que han de creer (…), la hacen fructificar y con vigilancia apartan de su grey los errores que la amenazan» (Lumen gentium, 25).
Tt 3, 12-14. Las instrucciones finales de la epístola, tan personales y concretas, evidencian la pluma de San Pablo, preocupado de los detalles más pequeños. Hoy no resulta fácil apreciar el alcance de tales indicaciones, porque no conocemos a todas las personas mencionadas, ni las funciones que desempeñaban.
Nicópolis, que significa «ciudad de la victoria», era el nombre de varias ciudades griegas; quizás en este pasaje se refiera a una que se encontraba junto al mar Adriático, en el Épiro. Artemas y Tíquico eran dos colaboradores del Apóstol; al primero sólo se le menciona en esta carta, mientras que a Tíquico le conocemos como compañero de San Pablo en su tercer viaje (cfr Hch 20, 4) y portador de las Epístolas a los Efesios y a los Colosenses (cfr Ef 6, 21-22 y Col 4, 7-9).
Se citan dos personajes más: Zenas y Apolo. El primero no aparece en otros textos del NT. Apolo, en cambio, es mencionado como persona muy versada en la cultura griega y buen orador (cfr Hch 18, 24-26); además de su actividad apostólica en Éfeso, colaboró intensamente en Corinto (cfr 1Co 1, 12; 1Co 3, 4-6.22; 1Co 4, 6; 1Co 16, 12).
Estas indicaciones muestran la importancia de la hospitalidad entre los primeros cristianos. Tito ha de ser también en este aspecto modelo para los demás fieles. A este respecto comentaba Santo Tomás de Aquino: «El pueblo de Dios, como viña del Señor, ha de dar frutos no sólo espirituales, sino también materiales, con los que poder socorrer las necesidades que surjan; de otro modo, los cristianos serían infecundos» (Comentario sobre Tit, ad loc.).
Tt 3, 15. Los acostumbrados saludos van dirigidos primero a Tito, como destinatario inmediato de la epístola, y luego a los demás cristianos.
«Nuestros amigos en la fe», o más literalmente: «Los que nos aman en la fe». Esta expresión designa a los cristianos, cuyo amor mutuo tiene origen sobrenatural. San Jerónimo comenta: «Si todo el que ama, amara en la fe, no habría añadido San Pablo la fe al amor; las madres aman a sus hijos y están dispuestas a dar la vida por ellos, pero ese amor no es necesariamente en la fe; también las esposas aman a sus maridos y con frecuencia llegan a morir con ellos, pero tampoco es amor de fe. Sólo los santos aman en la fe, pues su amor abarca también a los incrédulos; más aún, aman incluso a sus enemigos. Éste es el amor en la fe, porque se basa en Aquél que ha prometido el premio a quienes cumplen el mandamiento nuevo» (Comm. in Tit, ad loc.).