Vida de Cristo

I. EL ANUNCIO A ZACARÍAS

1. LA OFRENDA DEL INCIENSO

Lc 1, 5-13

Esta historia que ha dado la vuelta al mundo tantas veces comienza en el Templo de Jerusalén, en tiempos del rey Herodes 1, durante una de las ceremonias del culto sagrado que oficiaba un sacerdote llamado Zacarías. Estaba casado con Isabel, que, como él, pertenecía a la clase sacerdotal, descendiente de Aarón. Los dos eran justos ante Dios, y caminaban intachables en todos los mandamientos y preceptos del Señor. No tenían hijos, y ambos eran de edad avanzada. Vivían en una aldea cercana a Jerusalén, Ain-Karim, a unos siete kilómetros al suroeste de la ciudad. Eran parientes de María.

El acontecimiento singular que marca el comienzo de la Redención tuvo lugar en el Sancta Sanctorum, durante la ofrenda del incienso. Era un recinto donde se encontraba el altar del Templo; a su derecha, el candelero de los siete brazos 2; y a su izquierda, la mesa de los panes de la proposición 3. A este lugar solo podían entrar los sacerdotes, para ofrecer el incienso y renovar los panes. Estaba separado del atrio llamado de los israelitas, donde permanecía el pueblo separado por un gran velo. Detrás se encontraba el Sancta Sanctorum, el Santísimo, donde se había guardado el Arca de la Alianza con las tablas de la Ley 4, y al que únicamente tenía acceso el sumo sacerdote en el día del perdón, el Yom Kippur. Ahora se encontraba completamente vacío. Entre ambas estancias colgaba un segundo velo 5.

Esta ceremonia tenía un profundo sentido mesiánico; el humo del incienso era la oración y la esperanza de los justos que aguardaban la llegada del Mesías. Mientras Zacarías la oficiaba, probablemente al final, se le apareció un ángel del Señor. Estaba de pie a la derecha del altar del incienso, precisa san Lucas. No le fue difícil al anciano sacerdote comprender que se hallaba ante una aparición sobrenatural. Por eso quedó sobrecogido y con una gran turbación, como otros en circunstancias similares.

El ángel se dio a conocer: Yo soy Gabriel. Zacarías sabía bien que este era uno de los arcángeles nombrados en las Escrituras. Había sido ya elegido por Dios para revelar al profeta Daniel el advenimiento del Redentor 6. El ángel lo llamó por su nombre en señal de amistad y le tranquilizó con estas palabras: No temas, Zacarías. Y le comunicó que su oración había sido escuchada. ¿Qué oración era esta? Es muy posible que Zacarías pidiera con insistencia y confianza la venida del Mesías y de aquel que vendría primero para preparar sus caminos, según anunciaban los libros sagrados. Todos los hombres justos de Israel tenían en su corazón y en sus labios esta petición.

Ahora él conoce por medio del ángel que su propio hijo será el precursor del Mesías, ya muy próximo.

2. GOZO Y ALEGRÍA

Lc 1, 13-24

El mensaje de Gabriel contenía tres anuncios: a pesar de su vejez y de la esterilidad de Isabel, Zacarías tendrá un hijo; estará dotado de cualidades muy excepcionales y su misión será preparar al pueblo de Israel para la llegada del Mesías. Él mismo habrá de ponerle el nombre, Juan, que significa Dios se inclina o, mejor. Dios se compadece. Dar nombre a una persona en el mundo semita era señalar su quehacer futuro, lo que va a ser.

El ángel le comunicó además que el hijo sería, para él y para muchos, motivo de gozo y alegría. No bebería vino ni licor, como los antiguos profetas, estaría lleno del Espíritu Santo ya desde el seno de su madre y convertiría a un gran número de los hijos de Israel. Muchos personajes del Antiguo Testamento escogidos para importantes misiones se abstuvieron de tomar vino y licores. Jeremías también fue llamado por Dios antes de ser formado en el vientre de su madre.

Para un judío instruido, el mensaje resultaba especialmente grandioso y sobrecogedor. Así pues, el hijo anunciado estaba claramente relacionado con los grandes personajes que habían cambiado la suerte del pueblo judío. Marchará delante del Mesías con el espíritu y

Con todo, parece que a Zacarías le asombró aún más la promesa de tener un hijo en sus circunstancias. Por eso, incrédulo y falto de confianza, pidió un signo, y Gabriel se lo dio: se quedaría mudo hasta el nacimiento de Juan.

Mientras Zacarías ofrecía el incienso, el pueblo piadoso participaba en la ceremonia desde el atrio exterior y esperaba a que terminara la acción litúrgica para recibir su bendición.

La ceremonia de la incensación requería poco tiempo, y estaba recomendado que el sacerdote no se detuviera en el santuario. Sin embargo, Zacarías se quedó más tiempo en oración, tratando de asimilar aquel suceso. El pueblo que le esperaba fuera estaba extrañado de que se demorase en el Templo. Sorprendidos por la tardanza del sacerdote, los asistentes dirigían sus miradas hacia la entrada del recinto donde tenía lugar la ofrenda del incienso. Apareció por fin Zacarías y se aproximó a la escalinata que conducía al atrio de los sacerdotes. Desde allí debía dar la bendición, extendiendo los brazos y pronunciando la fórmula usada desde los tiempos de Aarón 8. Él intentaba explicarse por señas, y permaneció mudo, escribe san Lucas.

Zacarías volvió a su ciudad, en las montañas de Judá. Comunicaría a su esposa lo sucedido en cuanto entró en la casa. Poco tiempo después Isabel comprendió que no tardaría en ser madre. Muchos matrimonios, a los que Dios no ha concedido aún hijos, han visto en Zacarías e Isabel buenos intercesores en el Cielo ante Dios para que les conceda ese don.

II. LA ANUNCIACIÓN A MARÍA

1. NAZARET

Lc 1, 26

Seis meses más tarde del mensaje a Zacarías, volvió de nuevo el arcángel Gabriel a una pequeña ciudad de Galilea llamada Nazaret.

Este pueblo del interior de la región está situado sobre las colinas que cierran por el norte el valle de Yzreel o Esdrelón, a unos 140 km de Jerusalén 9. Aunque no se menciona en ninguna ocasión en el Antiguo Testamento, Nazaret debió de ser habitada desde muy antiguo, según se desprende de las excavaciones llevadas a cabo 10. Frecuentemente, el origen de muchos pueblos y asentamientos humanos se debe a la existencia de un manantial de agua. En Nazaret no faltaba tampoco una fuente, hoy conocida como fuente de la Virgen, en torno a la cual los apócrifos han tejido numerosas leyendas. La fuente debía de ser una de las razones principales para la existencia misma del pueblo.

2. MARÍA

La historia importante de Nazaret comienza con María, aunque nadie lo había advertido; vino al mundo como los demás niños, pero, de una manera oculta, fue a la vez la primera señal de una Redención ya muy cercana. Era el comienzo del amanecer definitivo. Nazaret se va a convertir en el centro del Cielo y de la tierra.

Una antigua tradición, de la que ya tenemos constancia en el siglo II, señala que sus padres se llamaban Joaquín y Ana. Quizá nunca supieron que su hija María había sido concebida sin la mancha del pecado original y que poseía en su alma la gracia desde el primer momento de su existencia en el seno materno. Quizá no llegaron a saber que Dios la miró y la custodió en cada instante con un amor único e irrepetible.

San Lucas, tan diligente en examinar todas las fuentes que le pudieran aportar noticias y datos, omite cualquier referencia a esos primeros años de María. Muy probablemente, Nuestra Señora nada dijo de este tiempo, porque poco había que contar: todos los hechos extraordinarios transcurrieron en la intimidad de su alma, mientras el Espíritu Santo y Dios Padre esperaban sin prisa el momento de la Encarnación del Hijo. Luego vendrán los evangelios apócrifos e inventarán leyendas increíbles para llenar estos años de normalidad. Y nos dirán que vivía en el Templo, que los ángeles le llevaban de comer y hablaban con ella...

La crítica ha rechazado las narraciones apócrifas que suponían a María en el Templo, desde la edad de tres años, consagrada a Dios con un voto de virginidad 11. La idea de un voto como tal es incomprensible en el ambiente judío de hace dos mil años, y tampoco se compagina bien con el matrimonio contraído por María. Pero se debe pensar con toda lógica que la Virgen, movida por el Espíritu Santo, se dio a sí misma al Señor ya desde su infancia.

Por esta plena pertenencia, que incluye la dedicación virginal, Nuestra Señora podrá decir al ángel: no conozco varón, desvelando delicadamente una historia de entrega que había tenido lugar en la intimidad de su alma 12. María es ya una primicia del Nuevo Testamento, en el que la excelencia de la virginidad cobrará todo su valor, sin menguar por eso la santidad del matrimonio.

María fue una niña normal, que llenó de gozo a todos cuantos la trataron en la vida corriente de un pueblo no demasiado grande. Alegró con su presencia la vida de todos.

3. UNA VIRGEN DESPOSADA

Lc 1, 27

Entre los judíos, el matrimonio constaba de dos actos esenciales, separados por un período variable de tiempo: los esponsales y las nupcias. Los primeros no eran simplemente la promesa de una unión matrimonial futura, sino que constituían ya un verdadero matrimonio. El novio depositaba las arras en manos de la mujer, y se seguía una fórmula de bendición. Desde este momento la novia era la esposa de... El enlace era válido, y su fruto, legítimo. Si el desposado moría, ella pasaba a ser su viuda, y en caso de infidelidad era castigada como adúltera.

La costumbre fijaba el plazo de un año como intermedio entre los esponsales y las nupcias. Este tiempo se empleaba en terminar los preparativos de la nueva casa, completar el ajuar, etc.

De ordinario, los esponsales de una joven tenían lugar entre los doce y los trece años, y las nupcias, entre los trece y los catorce. Tal era probablemente la edad de la Virgen. El hombre solía desposarse entre los dieciocho y los veinticuatro. Esta debía de ser, en consecuencia, la edad de José.

La segunda parte, las nupcias, constituía la perfección del contrato matrimonial, que ya se había realizado. La esposa era llevada a la casa del esposo en medio de grandes festejos y de singular regocijo. Al contrato privado (privado, pero conocido por todos) se le daba ahora toda su publicidad.

La visita del ángel a María tuvo lugar, entendemos, en el tiempo que mediaba entre los esponsales y las nupcias.

Sabemos por san Lucas que María estaba ya desposada y, como es lógico pensar, con la intención de convivir con su marido después de realizadas las nupcias, unos meses más tarde. José no aparece en el misterio de la redención para cubrir las apariencias: era el esposo de María (Mt). Nadie -excepto Jesús- quiso tanto a Nuestra Señora, y la amó con amor de esposo. Y así quiso María a José. No como hermanos, sino como marido y mujer.

¿Cómo se entiende entonces la respuesta de la Virgen al ángel: ¿De qué modo se hará esto, pues yo no conozco varón? (Lc).

Las palabras de María no conozco no solo se refieren al presente, sino que se extienden también al futuro: expresan un propósito de mantener su virginidad. Si no fuera así, María no habría preguntado nada al ángel, pues habría entendido que el hijo que le anuncia sería también hijo de José, con el que estaba desposada. La Virgen, sin embargo, da a entender su virginidad presente y el propósito de virginidad en el porvenir. En casi todas las lenguas, en hebreo también, existe este presente con indicación de futuro: «no me hago religioso», «no me caso», etc. Si María no hubiera estado desposada, quizá se podrían entender sus palabras -no conozco varón- como un deseo implícito de tener en el futuro un marido que en ese momento no tiene, en el sentido de «no conozco aún pero sí más tarde». Sin embargo, en su vida existía ya ese compañero con el que podría traer al mundo, de un modo natural y lógico, al hijo anunciado. María, sin embargo, declara al ángel su virginidad, presente y futura, incluso cuando este le habla de un hijo. Así lo ha entendido la Iglesia desde sus comienzos 13.

Entonces -nos preguntamos-, si María tenía el propósito firme de permanecer virgen, ¿por qué consintió en contraer matrimonio? ¿Cómo se explica el matrimonio de una persona virgen que desea mantenerse en este estado? ¿Puede existir como tal un matrimonio así?

Los evangelios no nos dan explicaciones sobre esta cuestión. Hemos de intentar hallarlas en los usos de la época. En primer lugar, en el mundo judío de entonces no era apreciado el estado célibe. San Pablo nos habla en cierta ocasión de los padres que se avergonzaban de tener en casa hijas núbiles 14. El matrimonio de las hijas apenas cumplían los once o doce años era una de las primeras preocupaciones de sus progenitores, que intervenían directamente en los arreglos y convenios necesarios con otras familias. Esto era lo normal, como ahora en muchos pueblos de Oriente.

Por otra parte, el objeto de la unión matrimonial son los derechos que recíprocamente se otorgan los cónyuges sobre sus cuerpos en orden a la generación. Hemos de pensar que la Virgen se desposó en verdadero matrimonio con san José porque eso era lo establecido. Sus padres actuaron como los demás padres: buscaron al muchacho más adecuado para su hija. Y Dios también lo había previsto así. Era necesario que alguien cuidara de María y del Niño. Como escribe san Agustín, José, «virgen por la Virgen», sería el mejor custodio de María y de su virginidad 15. Dios intervino en ese matrimonio de una manera discreta, eficaz y divina. ¿Cómo no iba a tomar parte ahora, cuando desde generaciones venía preparándolo todo? Intervino sin duda escogiendo a Joaquín y a Ana como padres de María y guiándolos hasta José. Y también influyó en el corazón de María, dándole luces y gracias para que siguiera ese camino difícil de comprender por los hombres: ser madre sin perder la virginidad. Santo Tomás señala las razones por las cuales convenía que la Virgen estuviera casada con José en matrimonio verdadero 16: para evitar la infamia de cara a los vecinos y parientes cuando vieran que iba a tener un hijo; para que Jesús naciera en el seno de una familia y fuera tomado como legítimo por quienes no conocían el misterio de su concepción sobrenatural; para que ambos encontraran apoyo y ayuda en José; para que fuera oculta al diablo la llegada del Mesías; para que en la Virgen fueran honrados a la vez el matrimonio y la virginidad 17.

Podemos considerar también que los derechos propios del matrimonio en orden a la generación existían en la unión de María y de José. Si no hubieran existido, no habría un verdadero matrimonio. Y eran un verdadero matrimonio, y se querían con amor de marido y mujer. Por eso hemos de pensar que María y José, de mutuo acuerdo, habrían renunciado al uso de estos derechos; y esto, por una inspiración y con gracias muy particulares de Dios 18, que, como decimos, estuvo siempre muy presente -¡cómo no lo iba a estar!- en todo lo que concernía a la que iba a ser Madre de su Hijo. La exclusión de los derechos habría anulado el matrimonio, pero no lo invalidaba el propósito de no usar de ellos. Todo se llevó a cabo en un ambiente delicadísimo, que nosotros entendemos bien cuando lo miramos con un corazón puro.

Hemos de suponer que José y María se dejaron guiar en todo por las mociones divinas. A ellos, como a nadie, se les puede aplicar aquella verdad que exponen los teólogos: es frecuente y normal que los justos sean inducidos a obrar por inspiración del Espíritu Santo 19. Dios siguió muy de cerca aquel amor humano entre los dos, y lo alentó con la ayuda de la gracia para dar lugar a los esponsales entre ambos. Fue el principal artífice de esta unión. En el Cielo hubo una particular fiesta y alegría por aquella boda.

Cuando María se desposó con José en Nazaret recibió una dote integrada, según la costumbre, por alguna joya de no mucho valor, vestidos y muebles. Recibió un pequeño patrimonio, en el que quizá habría un poco de terreno... Tal vez todo ello no sumara mucho, pero cuando se es pobre se aprecia más. Siendo José carpintero, le prepararía los mejores muebles que había fabricado hasta entonces. Como ocurre en los pueblos pequeños, la noticia correría de boca en boca: «María se ha desposado con José, el carpintero»... Algo parecido debió de suceder entre los ángeles.

4. LA EDAD DE SAN JOSÉ

Los evangelios nada nos dicen de la edad de san José al desposarse con María; debió de ser algo mayor que Ella, pero no demasiado. Por muchas razones debemos pensar que la Virgen se casó con un muchacho joven, de grandes cualidades humanas; entre otras, la misma normalidad de las cosas. Son los evangelios apócrifos los que nos cuentan sucesos increíbles (en el pleno sentido de la palabra) 20. Intentan rellenar con una imaginación a veces desbordante lo que los evangelistas no mencionaron. Y nos hablan de un hombre anciano y viudo, para así salvaguardar mejor la virginidad de María. Estas ideas tuvieron acogida en algún escritor antiguo, especialmente en san Epifanio 21. Así se ve a san José frecuentemente pintado en los lienzos y estampas, en la Edad Media y en siglos posteriores, también en nuestros días 22.

Sin embargo, los monumentos más antiguos se apartan por completo de esta figura de los apócrifos, puesto que representan al esposo de María como un hombre joven y vigoroso; solamente en los siglos V y VI y en los tiempos posteriores aparecen vestigios de esas narraciones 23. A la misma conclusión han llegado otros historiadores y arqueólogos 24.

De los relatos evangélicos se puede deducir que el esposo de María era joven y con energía para levantar varias veces la casa y trasladarse a otro lugar, y para sacar adelante a su familia en circunstancias nada fáciles. Además, Jesús pasaba como hijo carnal de José, cosa que no sucedería si éste hubiera sido un anciano.

5. EL NOMBRE DE LA VIRGEN

Lc 1, 27

El nombre de María, en hebreo Miryan, era bastante frecuente en tiempos de Jesús, mientras que en el Antiguo Testamento solo es llamada así la hermana de Moisés. Su significado no es seguro, pese a los estudios y a las muchas interpretaciones (unas 75) que se han propuesto 25. Unas se refieren a la etimología y otras al sentido popular y piadoso de los cristianos.

En tiempo de los asmoneos se pronunciaba Mariam y se relacionaba con la palabra aramea marya (señor). En este caso el nombre de la Virgen significaría «señora», «princesa». Desde San Jerónimo -quien afirma que proviene del sirio 26hasta nuestros días se repite este nombre –Señora- como la etimología más probable de María 27.

En la Edad Media adquirió mucho relieve el significado de Estrella del Mar, por la autoridad de san Jerónimo 28.

Sea cual sea el significado original de María, Ella llenó este nombre de un contenido nuevo y único.

6. LA CASA

Lc 1, 28

Y habiendo entrado el ángel donde ella estaba...

Los cristianos orientales sitúan la escena de la Anunciación en la fuente del pueblo -que hoy se llama «de la Virgen»-, a la que acudían las mujeres a recoger el agua necesaria para beber y para el consumo de la casa. En el camino se habría encontrado María con el ángel 29.

Pero el texto evangélico nos dice que el ángel «entró» a donde estaba Ella. Podemos, pues, pensar que fue en la intimidad de la casa donde tuvo lugar la aparición del ángel.

El hogar donde vivió María, primero en casa de sus padres y después con José, no tendría probablemente jardín, ni galería, ni pórtico..., ni la Virgen llevaría un libro y un rosario en las manos, como nos la pintan los artistas y los poetas. La casa de María era pequeña, sencilla, pobre, limpia. Quizá una parte de ella estaba cavada en la roca, como parecen indicar las más recientes excavaciones arqueológicas. Esta zona de la edificación era a la vez bodega, despensa y pequeño almacén. Allí se guardaba el grano para ser molido, algo de vino, aceite... La riqueza de aquella vivienda era, sin embargo, María. Y su alma se traslucía en la limpieza, en el orden, en el buen gusto de los pequeños adornos que Ella habría sabido encontrar. En aquella morada de pocas habitaciones se estaba bien; mejor que en un palacio. Cerca de la casa, José tenía su pequeño taller.

7. EL ÁNGEL

Lc 1, 28-29

Habiendo entrado el ángel donde ella estaba, le dijo: Dios te salve, llena de gracia...

Es posible que el ángel se apareciera con forma humana. En el libro de Daniel se dice que así se le presentó al profeta dos veces, y una tercera también como un hombre, pero resplandeciente de gloria: Su cuerpo era claro como el topacio; su rostro brillaba como el relámpago...El día de la Resurrección, el ángel que encontramos al lado del sepulcro tenía aspecto como de relámpago, y su vestidura, blanca como la nieve (Mt).

Delante de María no eran necesarias estas apariencias: se ha dicho con acierto que el esplendor del alma de la Virgen era mayor que el de todos los ángeles y arcángeles. El mensajero hubiera quedado como oscurecido ante el resplandor de la gracia en el alma de la Virgen.

Nos sorprende que María no se asombrara. Cuando se manifestó a Zacarías, san Lucas nos indica que se alteró al verlo. La Virgen se turbó ante las palabras de Gabriel, no de su presencia. Pudo reconocer, incluso, que se trataba de un ángel, aunque él no dio explicación alguna. Su mundo interior, sin dejar de ser el de una joven normal de su tiempo, estaba muy cerca de Dios. La realidad de lo sobrenatural también era su mundo, su realidad vivida. El hombre de hoy, tan acostumbrado a ponderar solo lo sensible y lo material, no está con frecuencia capacitado para comprender la presencia y la realidad de los ángeles. A veces los mismos cristianos tienden a considerar a estos mensajeros de Dios como algo teórico, de menos entidad que la vida tangible de cada día: el trabajo, el sueldo, el colegio, la hipoteca... El universo de María tenía una apertura inmensamente mayor. Un ángel era para Ella algo misterioso, sí, pero real; tan cierto como la fuente del pueblo y tan posible como los sarmientos que brotaban de las vides plantadas en las afueras de Nazaret. En la Sagrada Escritura -alimento diario de su alma- aparecían con mucha frecuencia esos espíritus puros, como parte de la creación. Las páginas que oía los sábados en la sinagoga hablaban con toda naturalidad de esos mensajeros de Dios 30. El ángel se llamaba Gabriel.

8. EL MENSAJE

Lc 1, 30-33

María no tuvo miedo de la presencia del ángel, pero se estremeció al oír sus palabras: ¡Alégrate, llena de gracia! ¡El Señor está contigo! Ella comprendió enseguida que se trataba de una acogida muy singular. Sabía que la expresión el Señor está contigo se reservaba en el Antiguo Testamento para aquellos a los que se confiaba una misión particular en orden al cumplimiento de las promesas redentoras de Dios. Y nunca se había dicho a ninguna criatura que estaba llena de gracia. Era Él mismo quien, por medio de Gabriel, saludaba a María.

Después, según contó a san Lucas y a los primeros cristianos que la conocieron, Ella se turbó al oír estas palabras, y consideraba qué significaría esta salutación. Algo muy grande la aguardaba 31.

María percibía bien que en su vida existía un gran misterio. Y ahora el ángel parecía querer darle la clave para comprenderlo: le dice que no tema, que ha hallado gracia a los ojos de Dios. Concebirá y dará a luz a un hijo que llevará el nombre de Jesús. Le anuncia con palabras muy claras que va a ser la madre del Mesías prometido: Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin.

Estas palabras fueron como el relámpago que ilumina la noche en medio de una tormenta. Ahora vislumbraba lo que en tantos momentos había sospechado: una llamada que la movía en su corazón a vivir solo para los planes de Dios.

¡Ya sabía para qué estaba en el mundo! ¡Toda su vida adquiría sentido! Comenzaba a entender el profundo deseo de su corazón de ser virgen y, a la vez, de maternidad. Todo era ahora más simple y sencillo. El ángel la había llenado de paz y de consuelo: No temas, le había dicho. Le ayuda a superar ese temor inicial que, de ordinario, se presenta cuando Dios da las primeras luces de una vocación divina.

En el mensaje se hablaba de un Niño que debía ser concebido por Ella. Pero el camino para esa fecundidad era demasiado misterioso para María, pues aquel proyecto suyo de virginidad era lo mejor que Ella había puesto en las manos de Dios como prueba de la plenitud de su amor.

Por eso preguntó, conmovida: ¿De qué modo se hará esto, pues no conozco varón? Las palabras de la Virgen son profundas y misteriosas. Suponen toda una historia de trato personal con Dios, de luces y mociones del Espíritu Santo, que nosotros desconocemos. Incluían la aceptación de lo que el ángel anunciaba, pero pedían un poco más de luz. No veía cómo Ella podría concebir y ser madre si el Espíritu Santo la había movido a entregar a Dios su virginidad.

Y el ángel aclaró que el Espíritu Santo descendería sobre Ella, y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra, le dice. Por eso, este Niño se llamará Santo, Hijo de Dios.

Se podía entender con claridad que el ángel anunciaba, con abundantes señales, la llegada del Mesías. Le había dado muchos datos: el Hijo del Altísimo, el que ocuparía el trono de su padre David, el que reinaría eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin. ¿Qué otro podría ser? 32.

Te cubrirá con su sombra, dijo el ángel. La sombra en el Antiguo Testamento era símbolo de la presencia de Dios. Cuando Israel caminaba por el desierto, la gloria de Dios llenaba el Tabernáculo y una nube cubría el Arca de la Alianza. Le anuncia el ángel que Ella, concebida sin mancha de pecado, quedará constituida en nuevo Tabernáculo de Dios.

Todas estas referencias del ángel le eran familiares a María. Las había oído y meditado muchas veces 33. Reconocería sin duda las palabras que el profeta Natán había dicho a David: Tu trono permanecerá eternamente. Y quizá le vinieron a su mente otros muchos pasajes 34.

La Virgen entendió que iba a ser ¡Madre de Dios! De Ella, que apenas había salido de Nazaret, se hablaba desde hacía siglos, y cada vez con más nitidez.

9. LA RESPUESTA DE MARÍA

Lc 1, 34-35

El Señor colmó el alma de María con un gozo incontenible. Es lógico pensar que la Encarnación del Hijo de Dios estuviera rodeada de alegría, de una alegría inmensa y singular. ¡Alégrate!, le había dicho el ángel 35. Y tenía todos los motivos para estar llena de gozo.

El ángel y la creación entera y, sobre todo, Dios mismo esperaban la respuesta de María, que en aquel momento se encontraba henchida de Dios. Además de las gracias que ya tenía en su alma, ¡cuántas otras no derramaría el Señor en su corazón! Si el Señor se vuelca en una criatura cuando se decide por Él en el momento de dar el sí a su vocación, ¡qué no haría con la que iba a ser su Madre!...

Dijo entonces María: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra 36. Este hágase de la Virgen no es una aceptación resignada de la voluntad de Dios, sino un deseo alegre y lleno de ansiedad, como expresa mejor el verbo griego. Este suceso, la llegada por fin del Mesías, es considerado por María como un felicísimo acontecimiento que debe realizarse cuanto antes.

Y en aquel momento formó Dios un cuerpo de las purísimas entrañas de la Virgen, creó de la nada un alma, y a este cuerpo y alma se unió el Hijo de Dios. El que antes era solo Dios, sin dejar de serlo, quedó hecho hombre 37. María es ya Madre de Dios. En ese mismo instante comienza a ser también Madre de todos los hombres. Lo que un día oirá de labios de su Hijo moribundo: he ahí a tu hijo (...), he ahí a tu madre 38, no será sino la proclamación de lo que había tenido lugar en el silencio de aquella casa de Nazaret 39.

Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer 40. En ese instante tuvo lugar la plenitud de los tiempos. San Pablo dice literalmente que fue hecho de mujer. Jesús no aparecerá en la tierra como una visión fulgurante, sino que se hizo realmente hombre, como nosotros, tomando la naturaleza humana. Dios en el mundo se comportará desde el comienzo con extremada sencillez 41.

Siete siglos antes, el profeta Isaías había predicho: He aquí que la virgen está grávida y parirá un hijo, y le llamará Emmanuel (que significa Dios-con-nosotros) 42.

Y san Mateo, atento siempre a señalar el cumplimiento de las profecías 43, cita esta como cumplida en Jesús y en su Madre 44.

Después, según nos indica san Lucas, el ángel se retiró de su presencia, desapareció.

10. DE LA DESCENDENCIA DE DAVID. LAS GENEALOGÍAS

Mt 1, 1-17; Lc 3, 23-38

Si treinta años más tarde alguien hubiese preguntado al Señor: «¿Quién eres tú?, ¿quiénes son tus padres?, ¿de qué estirpe provienes?», hubiera podido contestar: Antes que Abraham naciese, era yo (Jn). Pero también podría haber respondido que Él era de la casa y familia de David (Lc). El Mesías tanto tiempo esperado había de descender del Cielo -nos vino del Padre (Jn)-, pero a la vez nació de una mujer. Será el Dios fuerte, Príncipe de la paz, pero será también un niño, un hijo 45. Por ser el Hijo Unigénito del Padre, es Dios; por haber nacido de Santa María, es verdaderamente uno de nosotros. No solo por tener un cuerpo y un alma como los nuestros, sino también por estar entroncado en la familia humana. Él proviene del linaje de David según la carne 46. Por eso san Mateo y san Lucas tienen especial interés en darnos su genealogía, tan importante en el pueblo judío.

San Juan busca su origen en el misterio de la vida divina: En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios... El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros...El apóstol indaga allí la raíz de la vida eterna de Jesús, en la Segunda Persona de la Trinidad, en el Verbo. No comenzó a existir al hacerse hombre, sino que antes de encarnarse en el seno de María, antes que el mundo, Él existía en la eternidad divina. Y en un momento concreto de la historia el Hijo de Dios se hizo hombre. No bajó a un hombre para establecer en él su morada, sino que se hizo uno de nosotros. Y, para disipar cualquier duda, san Juan recalca con insistencia que se hizo carne; palabra que designa al hombre en su totalidad. Asumió una naturaleza humana.

San Mateo y san Lucas quieren señalar que Cristo es a la vez, con pleno derecho, miembro de la familia humana y del pueblo de David. Se hizo hombre, no se vistió unos ropajes humanos. Y hombre permanece para siempre.

San Mateo y san Lucas han querido mostrarnos estos registros genealógicos para señalar que Jesús pertenece al pueblo hebreo y, de una manera especial, a la familia de David, de quien estaba profetizado que había de nacer el Mesías. La lista genealógica tiene un verdadero valor apologético para los dos evangelistas. La tradición ha subrayado siempre esta descendencia davídica de Jesús.

Los evangelistas nos transmiten estas series con el estilo propio de cada uno de ellos. San Mateo procede con orden descendente, desde Abrahán hasta José, esposo de María. Comienza con ella su evangelio a modo de presentación, mostrando que Cristo está enraizado en el pueblo escogido, con una ascendencia que se remonta hasta Abrahán.

San Lucas, que escribió en primer lugar para los cristianos procedentes de los gentiles, destaca en cambio la universalidad de la Redención realizada por Cristo. Así, en su genealogía asciende desde Jesús hasta Adán, cabeza del género humano, vinculando a Cristo no solo a los judíos, sino a toda la humanidad.

La verdad histórica de estas listas no ofrece dificultad, a pesar de las diferencias de algunos nombres que existen entre ambas 47. Los judíos eran muy exigentes en el conocimiento y en la conservación de las genealogías. Eran para ellos algo familiar y sagrado, el sello de su identidad, que estaba más ligada al clan familiar que a la ciudad o el territorio, y era a la vez origen de derechos y de deberes. Al regreso del destierro de Babilonia 48, por ejemplo, muchos judíos pudieron acreditar a sus ascendientes y así entraron en posesión de las tierras de sus antepasados 49. Los sacerdotes y levitas que pudieron presentar en regla sus tablas genealógicas volvieron a desempeñar sus funciones en el Templo; los demás fueron excluidos 50. Todos los judíos conocían a qué clan y familia pertenecían. San Pablo, por ejemplo, conoce y se gloría de sus ascendientes: Soy del linaje de Israel -dice-, de la tribu de Benjamín, hebreo, hijo de hebreos y, ante la Ley, fariseo 51. Esto debía de ser lo ordinario, y más en quienes pertenecían a la tribu de Judá y a la familia de David, de la que llegaría el Mesías salvador de su pueblo. ¡Era una gloria y un orgullo pertenecer a este clan!

Las tablas genealógicas escritas se guardaban como un tesoro en cada familia, para exhibirlas cuando hacía falta, y también constaban en los archivos públicos. Sabemos, por ejemplo, que en el Templo de Jerusalén, en el patio de los gentiles, había una comisión permanente encargada de comprobar y confirmar las listas genealógicas de sacerdotes y levitas. La frase se sentaron y comprobaron las genealogías llegó a ser una fórmula protocolaría. San José y la Virgen suben a Belén, porque conocen su árbol genealógico.

Las listas se hacían por vía masculina. José, al ser esposo de María, era el padre legal de Jesús, por quien llegaban los derechos. Por él, el Señor es el Mesías descendiente de David. Muchos autores y Padres de la Iglesia piensan que también María pertenecía a la familia de David. Las palabras del ángel Gabriel a María son un testimonio directo que señala su procedencia de la casa de David. Al mismo tiempo muestran que María tenía conciencia de ello. El ángel le anuncia: concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús. Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre. El ángel llama a Jesús hijo de María. Y, a la vez, descendiente de David, según la carne. Para que esto sea así, María debía pertenecer a la casa de David. Solo así pudo ser Jesús hijo suyo y vástago al mismo tiempo de David. Después de escuchar al ángel, María le pregunta sobre su propósito de guardar la virginidad; pero, fuera de esto, no se sintió obligada a preguntar o declarar ninguna otra cosa. No habría sucedido así si no hubiera pertenecido a la casa de la realeza judía, como presuponía el ángel en su mensaje.

San Mateo termina de esta manera la genealogía del Señor: Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús llamado Cristo. El evangelista usa en el nacimiento de Jesús esta fórmula completamente diversa de la empleada en los demás personajes. Nos señala así, expresamente, la virginidad de María. De José solo dice que era el esposo de María, pues solo María es la madre de Jesús.

III. LA VISITACIÓN

1. SE PUSO EN CAMINO

Lc 1, 39

Por aquellos días..., quizá muy poco tiempo después del anuncio del ángel, María se puso en camino cum festinatione, con presteza, con alegría, con buen ánimo, hacia la casa de Zacarías y de Isabel. Estos vivían en una pequeña ciudad de la zona montañosa de Judea, en la región alta cercana a Jerusalén. El ángel le había anunciado que Isabel, su parienta, había concebido un hijo y se encontraba ya en el sexto mes. María había visto en este anuncio una señal de que Dios la llamaba allí.

La Virgen deseaba comunicar a alguien la alegría que llenaba su corazón. La noticia era demasiado grande para Ella sola. Y el ángel le señaló la dirección en que debía dirigirse, pues el hijo de Isabel estará íntimamente relacionado con su Hijo, formará parte del mismo misterio. Uno de los sentimientos más puros y de los gozos más delicados del corazón humano -también en el de la Virgen- es precisamente el compartir con los demás algo que llena el alma y que además produce una gran dicha. Y su alma se rompía de gozo.

Por otra parte, su prima -quizá su tía- necesitaba ayuda 52. Si toda mujer la precisa en esas condiciones, mucho más aquella que, además, está ya entrada en años.

No sabemos con certeza el lugar donde habitaba Isabel. El evangelista dice que María se dirigió a la montaña, a una ciudad de Judá. Basados en una antiquísima tradición, y en que su situación cuadra bien con los datos del texto sagrado, los autores están hoy de acuerdo en señalar a Ain-Karim, o Ayn Karem 53, a pocos kilómetros al oeste de Jerusalén, como el lugar a donde se dirigió María. Se trata de un pequeño valle, al pie de verdes colinas. Debe su nombre a su fuente (Ain) y a los viñedos que la circundan (kerem en hebreo, karm en árabe, significa viña). Ninguna otra ciudad reivindica tal privilegio.

2. EN CASA DE ISABEL

Lc 1, 40-45

Entró María en casa de Isabel y la saludó. A Isabel se le iluminó la cara, y en cuanto oyó el saludo de María quedó llena del Espíritu Santo. Santificada por la presencia del Mesías y de su Madre, sintió que se conmovía lo más profundo de su ser 54. Su mismo hijo saltó de gozo en su seno, como si tuviera prisa en iniciar su misión de precursor 55. Y María no tuvo que explicarle nada: ella lo sabía ya todo; el Espíritu Santo se había anticipado. Por eso, Isabel exclamó en alta voz, nos dice san Lucas, estas palabras que serían repetidas por tantas bocas a lo largo de los siglos: Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre. Y añadió: ¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme? Ella misma debió de sorprenderse por las frases que salían de su boca. Era la primera alabanza a María, que no cesaría ya hasta el fin del mundo. Nosotros la hemos repetido incontables veces.

Isabel llama a María, que por edad podía ser su hija o su nieta, la madre de mi Señor, en clara alusión al Mesías que lleva en su seno, y experimenta el inmenso bien que diferencia aquel encuentro 56. La expresión tiene más fuerza aún si consideramos la diferencia de edad entre ambas mujeres. La llama bienaventurada, dichosa, por su fe, porque ha creído en aquel misterio tan grande de ser la Madre del Salvador. Y le asegura, inspirada por Dios: porque se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor. Es como un nuevo mensaje del Cielo a María, que confirma el anterior.

3. EL MAGNIFICAT

Lc 1, 46-56

Ante todos estos prodigios, María se siente arrastrada a manifestar los pensamientos que le han servido de alimento desde el instante de la Anunciación. No eran raras las improvisaciones poéticas entre los hebreos. El Magníficat es el espejo de su alma, refleja lo que hay en ella. En este bellísimo cántico evoca algunos pasajes del Antiguo Testamento que Ella conocía bien. Habían sido -¡tantas veces!- materia de su oración. La mayor parte de las palabras están tomadas de los profetas y de los salmos, pero adquieren un sentido completamente nuevo en sus labios..

En primer lugar, María glorifica a Dios por haberla hecho Madre del Salvador. Y expone el motivo por el cual la llamarán bienaventurada todas las generaciones y la causa de su alegría. Muestra cómo en el misterio de la Encarnación se manifiestan a la vez el poder, la santidad y la misericordia divinas.

María exclamó:

Glorifica mi alma al Señor,

y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador:

porque ha puesto los ojos

en la bajeza de su esclava;

por eso desde ahora me llamarán

bienaventurada todas las naciones.

Porque ha hecho en mí cosas grandes

el Todopoderoso,

cuyo nombre es Santo,

cuya misericordia se derrama

de generación en generación

sobre los que le temen.

María anuncia que la llamarán bienaventurada todas las naciones. Parece inconcebible que una muchacha con quince años escasos, desprovista de fortuna y de toda posición social, desconocida en aquella nación pequeña, pudiera proclamar confiadamente que la llamarán bienaventurada todas las naciones. Y así ha sido. Nosotros seguimos cumpliendo ahora aquellas palabras proféticas. Millones de personas cada día, de formas diversas, la honran y alaban y acuden a su intercesión bajo advocaciones diversísimas.

En segundo lugar, la Virgen declara cómo el Señor tiene predilección por los humildes, resistiendo a los soberbios y a los que creen bastarse a sí mismos sin querer necesitar a Dios. Ella se sitúa entre los pobres, los necesitados...

Manifestó el poder de su brazo, dispersó a los soberbios de corazón.

Derribó a los poderosos de su trono y ensalzó a los humildes.

Colmó de bienes a los hambrientos, y a los ricos los despidió sin nada.

En tercer término, María proclama que Dios, según su promesa, cuida del pueblo escogido, al que otorga el mayor título de gloria: el nacimiento de Jesucristo, judío según la carne:

Acogió a Israel su siervo,

recordando su misericordia,

según había prometido a nuestros padres,

a Abrahán y a su descendencia para siempre.

El canto refleja la visión profunda de María acerca de la historia de los hombres y de Dios; su vida verdadera, que reconoce las grandezas propias, pero llega hasta sus raíces: son gracia de Dios. En todo el canto, María sabe retirarse a un segundo plano. Dios es el verdadero protagonista en su vida y en la historia. Aparece aquí la Virgen en momentos de luz, de juventud, de una maternidad feliz.

San Lucas termina la escena con estas palabras: María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa. La mención expresa de los tres meses, tiempo que faltaba para el nacimiento de Juan, lleva a pensar con toda lógica que María se quedó con Isabel hasta el nacimiento de Juan. Muy probablemente algunos días más, pues imaginamos que no faltaría a la circuncisión y a la imposición del nombre ocho días más tarde, y a la pequeña fiesta familiar que tenía lugar con este motivo.

4. NATIVIDAD DE JUAN

Lc 1, 57-80

Estos días de la Virgen en casa de Zacarías fueron de gran gozo para todos. María daba un nuevo sentido a los pequeños sucesos cotidianos. Esta alegría contagiosa, de la que participaron vecinos y parientes, culminó con el nacimiento del niño. Y a los ocho días llegó el momento de la circuncisión, y con ella la imposición del nombre. Los parientes hicieron diversas propuestas, pero Isabel señaló que se llamaría Juan, aunque nadie en la familia se nombrara así. La decisión de Isabel fue ratificada por el padre, que era a quien realmente le correspondía este derecho. Zacarías escribió con seguridad y con gesto solemne: Juan es su nombre. Así se cumplía lo que Dios había mandado por medio del ángel. Zacarías recobró enseguida la palabra, que empleó para alabar y dar gracias a Dios.

Los presentes comprendieron que estaban delante de algo sobrenatural, aunque no tuvieran un conocimiento completo de lo que estaba sucediendo. Y al asombro siguió un temor religioso. Y se comentaban estos acontecimientos por toda la montaña de Judea; y cuantos los oían los grababan en su corazón, diciendo: ¿Quién pensáis ha de ser este niño? Porque la mano del Señor estaba con él. Estas palabras insinúan que Juan, desde pequeño, fue objeto de una providencia especial y que desde su nacimiento apareció como alguien predestinado a una gran misión, pues iba a estar relacionado estrechamente con el Mesías prometido. Sería su heraldo y precursor, manifestando la misericordia divina.

Zacarías, inundado por el Espíritu Santo, después de dar gracias a Dios y movido por Él, declaró que el Mesías anunciado por los profetas ya estaba cercano. Su canto era un resumen de sus más hondos sentimientos, de todo aquello que comprendió mejor con la presencia de María en su casa. El anciano sacerdote aportaría su conocimiento de la Sagrada Escritura, y María, la ciencia y la sabiduría de su cercanía e intimidad con Dios, que daban sentido a esas Escrituras.

Las palabras de Zacarías fueron como una respuesta a las preguntas que le hacían sobre el niño. El santo sacerdote se dirigió a su hijo pequeño con estas palabras: Y tú, niño, serás llamado Profeta del Altísimo; porque irás delante del Señor para preparar sus caminos.

Desde el seno de su madre, Juan fue inundado del Espíritu Santo para preparar la manifestación de Jesús a su pueblo. Y, mientras llegaba este momento, iba creciendo y se fortalecía en el espíritu, y habitaba en el desierto.

5. LAS DUDAS DE JOSÉ

Mt 1, 18-20

Después de aquellos meses acompañando y prestando ayuda a Isabel, María volvió a Nazaret. Fue entonces cuando José pudo darse cuenta de la gravidez de su esposa. El Hijo de Dios encarnado se amoldaba a los ritmos de la naturaleza y crecía en su seno. Fue para José una enorme sorpresa, un descubrimiento que le sumió en una gran confusión. Aquello no encajaba de ningún modo. Esto no quiere decir que José no sospechara el camino de la verdad, que no entreviera entre nieblas la sombra del misterio. Él nunca pensó mal de María. El conocimiento que tenía de Ella, sus conversaciones íntimas, la gracia reflejada en su cara, su alegría... no permitían ni un lejano mal pensamiento.

Por su parte, María no se comportaba como una mujer culpable; no se avergonzaba, como si hubiera hecho algo malo. Su mirada era clara, limpia, serena, como siempre, aunque a veces le mirara a él, a José, con una especial compasión. Su semblante era incluso más radiante que en meses anteriores. No se manifestaba como la persona que tiene un problema, como a quien le resulta violento dar una explicación de lo que está a la vista. ¿De dónde le venía esa fuerza interior que le permitía comportarse como siempre, incluso con más alegría? A Ella se la veía cambiada, eso sí, con el cambio de aquella madurez propia de la persona que por fin sabe para qué ha nacido y se encuentra ya realizando acabadamente los planes de Dios, y con el semblante de la maternidad.

José estaba perplejo; no sabía qué pensar. Pero esa perplejidad no llevaba consigo ninguna turbación ni reproche. No podemos olvidar que José ha sido con toda probabilidad la persona que, después de María, ha recibido más gracias de Dios. Dones y ayudas específicas para esos momentos de dificultad y para llevar a cabo la misión de ser padre legal del Hijo de Dios. José no era un muchacho vulgar, uno más de Nazaret, sino el hombre escogido y preparado por la Trinidad para cuidar de las personas más queridas aquí en la tierra, Jesús y María. Dios puso especial cuidado en elegirlo y en formarlo interiormente para esta situación del todo única.

José tuvo como misión cuidar de la casa y de la familia de Dios.

El evangelio nos revela su actitud de un hombre justo, bueno, unido a Dios, que no se ahoga en la complejidad de las cosas. Y los justos, los santos, no se escandalizan ante lo que no entienden, ni ante el silencio de Dios, ni ante acontecimientos de difícil comprensión.

Enseña san Agustín que aquellos en quienes habita Dios son semejantes al oro: todas las pruebas les hacen mejores 57. Esto ocurrió ciertamente con san José y esto debe suceder en la vida de todo aquel que siga de cerca al Señor.

Sin embargo, la realidad estaba ahí: María se halla encinta de al menos tres meses. Por ser un hombre de bien, un hombre justo, su justicia le llevaba a no querer encubrir con su nombre a un niño que no era hijo suyo.

Y estos eran los posibles caminos que se le planteaban: entregarse al riguroso procedimiento de la Ley 58 y denunciar a la que era su esposa. Pero él estaba convencido de la virtud de María. Por eso, ante un misterio que no comprende, se niega a emplear este recurso 59. Hubiera sido una notoria injusticia con la persona que más quería en el mundo. También podía darle el libelo de repudio. Ambos recuperarían entonces su libertad y podrían rehacer sus vidas. Esto entraba dentro de la ley establecida por los judíos. Pero equivalía a proclamar que allí había algo oscuro. En aquel pueblo pequeño esto hubiera bastado para que la Virgen quedara infamada. ¿Qué habría sucedido –dirían- para que, apenas desposados, se separaran de un modo tan rotundo y repentino? Las familias de ambos querrían investigar, preguntarían las razones de aquella decisión... Y no había razones, al menos que él pudiera explicar. María sería desde entonces una mujer aislada por un pasado poco claro.

José decidió adoptar otra solución. Y san Mateo dice la razón por la que emprendió este tercer camino: porque era justo y no quería exponerla a infamia. Pensó dejarla en secreto, quitarse él de en medio y dejar incumplidas las promesas de los desposorios. María se convertiría en una mujer abandonada que sufre una desgracia por una falta ajena, pero no en una mujer rechazada por un pecado o una tara oculta. Él sería el culpable, por haber abandonado sin explicación a su mujer y al fruto del matrimonio. Se marcharía, con el corazón desgarrado, eso sí, a otro lugar para comenzar de nuevo. Era sin duda una decisión muy dura, que quizá le obligaba a no volver nunca más por Nazaret, pero era también la que menos daño produciría a María.

La grandeza del alma de José queda reflejada en su silenció y en estos pensamientos, que él contaría más tarde a la Virgen en momentos de intimidad. Y mientras pensaba estas cosas y esperaba el momento oportuno para hablar con Ella, se le apareció un ángel en sueños y le dijo: José, hijo de David, no temas recibir a María, tu esposa, pues lo que en ella ha sido concebido es obra del Espíritu Santo. ¡Cómo se llenaría de gozo! ¡Qué peso le quitaba el ángel! José salió de aquel sueño como de un túnel oscuro. Terminaba un mundo de perplejidad y de inseguridad, para entrar en un camino luminoso. Su alma estaba preparada para este rayo de luz que despejaba todas las tinieblas 60. José entendió que el Señor contaba con él como una pieza fundamental en sus planes.

José, en lo que estaba de su parte, adelantaría las ceremonias de las nupcias y llevaría enseguida a María a su casa. Esta misma prisa es una prueba más de que la indicación del ángel responde a los sentimientos más profundos y sinceros de su corazón. Conoce el plan divino y entra en él con toda su voluntad. Toma a María como esposa y acepta la paternidad legal de este Niño, que es obra de Dios.

Y al saber que el hijo de María era fruto del Espíritu Santo, que Ella sería la Madre del Salvador, la quiso más que nunca, con un amor limpio, profundo y delicado, y se convirtió no solo en testigo de la pureza virginal de María, sino en su custodio. Dios Padre estaba preparando detenidamente la familia en la que nacería su Hijo Unigénito.

6. RECIBIÓ A MARÍA

Mt 1, 21-25

Pero el ángel le dijo aún más: Dará a luz a un hijo, y le pondrás (tú, José, padre de él ante la ley) por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados. Y José tomó a María con todo el misterio de su maternidad; la tomó junto con el Hijo que llegaría al mundo por obra del Espíritu Santo, demostrando así una disponibilidad, una gran apertura a los planes de Dios, semejante a la de María 61.

San Mateo, que quiere reseñar además el cumplimiento de las profecías en Jesús y la virginidad de su Madre, añade que todo esto ocurrió para que se cumpliera el anuncio de Isaías 62 siete siglos antes: He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien llamarán Enmanuel, que significa Dios-con-nosotros.

La boda propiamente dicha, que completaba los desposorios, se debió de realizar muy poco tiempo después. El texto sagrado da cierta impresión de prisa: Al despertarse José hizo como el ángel del Señor le había mandado, y recibió a su esposa.

Debemos recordar que con los desposorios la pareja ya se había convertido en marido y mujer. Era una ceremonia que formalizaba ante dos testigos el acuerdo que ya habían realizado ambas familias. La celebración de la entrada de la esposa en casa del esposo -que eso eran las nupcias- tenía lugar un año más tarde, y se llevaba a cabo con una fiesta en la casa del esposo, en la que participaban parientes y amigos.

El día empezaba con una procesión en la que las amigas de la esposa, llevando luces y tocando diversos instrumentos, conducían a esta a casa del esposo. Jesús se refiere a esta procesión en su parábola de las vírgenes necias, que se quedaron sin aceite en las lámparas (Mt).

José y María iniciaron un camino nuevo en el que lo importante era la llegada ya próxima del Hijo de Dios. Pocos meses más tarde se conoció en Nazaret la orden del emperador romano, que mandaba empadronar a todo el mundo. Y comprendieron que debían ir preparando el viaje a Belén, la cuna del Mesías.

Belén se encontraba a menos de dos horas de camino de Jerusalén. María y José habían recorrido ya más de ciento cuarenta kilómetros. En aquella época, a pie y por caminos no muy buenos, era un viaje muy largo.

IV. NACIMIENTO DE JESÚS

1. EL EMPADRONAMIENTO DE CIRINO

Lc 2, 1-3

San Lucas tuvo un gran interés en situar el nacimiento de Cristo, el acontecimiento más grande de la humanidad, en un lugar preciso -en Belén de Judá- y en un momento de la historia determinado: como no dispone de otra referencia, nos dirá que nació en tiempos de César Augusto 63. En concreto, en los días en que se promulgó un edicto del emperador para que se empadronase todo el mundo. Este censo fue un acontecimiento social y político y era bien conocido en los años en que escribe el evangelista.

Existían razones muy diversas para que la administración del Imperio quisiera disponer de un censo al día de la población. Entre otras, el cobro de los impuestos. En Judea, este primer empadronamiento fue hecho cuando Cirino era gobernador de Siria. Dios se sirvió de este decreto del emperador romano para que María y José se encaminaran a Belén y allí naciera el Mesías, como había sido anunciado por los profetas.

La Virgen comprendió enseguida que aquel empadronamiento era providencial en su vida: las palabras del ángel, guardadas en su corazón como un tesoro, la movían a meditar las Escrituras de un modo nuevo, como nadie antes lo había hecho. El mensaje del ángel iluminaba los pasajes oscuros o incompletos del texto sagrado.

Había vivido tres meses en casa de Isabel y de Zacarías, quien, como sacerdote, poseía una cultura que le permitía acceder directamente al texto sagrado. María, Isabel y él mismo tenían profundas razones para buscar en ellas un sentido más pleno. La Virgen comprendería a su vez cómo en las Escrituras se hablaba siempre de una mujer en relación directa con la llegada del Mesías. Al comienzo del Génesis se dice que de la descendencia de una mujer saldría quien aplastará la cabeza de la serpiente. Por su parte, Isaías había profetizado: Una virgen concebirá y alumbrará un hijo, que se llamará Emmanuel. Y, casi al mismo tiempo, el profeta Miqueas señala al Mesías con estas palabras: la que ha de parir, parirá... Siempre se habla de una mujer, jamás de un varón. Y eso en un pueblo para el que la figura del padre lo era todo o casi todo, y donde las mujeres carecían de importancia en el mundo social e, incluso, religioso.

La Virgen sabía que su Hijo debía nacer en Belén. Habría leído y escuchado muchas veces los textos del profeta Miqueas: Y tú, Belén, tierra de Judá, de ninguna manera eres la menor entre las tribus de Judá, pues de ti saldrá un caudillo que apacentará a mi pueblo, Israel...

Los entendidos en la Ley, consultados por Herodes a la llegada de los Magos, contestaron sin vacilar que el Mesías vendría al mundo en Belén de Judá.

2. BELÉN. EL NACIMIENTO DE JESÚS

Lc 2, 4-7

Belén era la tierra de David 64. Allí estaba su parentela. Situada al sur de Jerusalén, en tiempos de Jesús no era más que un puesto avanzado en el desierto, fortificado con muros y torres. La modesta población vivía una vida sosegada, dedicada casi exclusivamente al pastoreo y al cultivo de las pocas tierras de labor que, en forma de terrazas escalonadas, la rodeaban.

Sin embargo, Belén era llamada la fructífera, Efrata, nombre patronímico de la región. Su situación, no lejos del camino de montaña entre Hebrón y Jerusalén, constituía un buen albergue de fin de etapa para los viajeros.

Era realmente la más pequeña de las ciudades de Israel (Miq), pero, a pesar de su insignificancia, era ilustre en la historia del pueblo escogido. Es mencionada por vez primera en los Libros Sagrados con motivo de la muerte de Raquel, mujer de Jacob, que fue sepultada en el camino de Efrata, que es Belén, como dice el Génesis 65. Pero su gloria principal era la de haber sido la patria de David, el glorioso caudillo del que habría de descender el Mesías.

María sabía que su Hijo era también Hijo de David. Este apelativo se convirtió en el más popular de los títulos mesiánicos. Los enfermos y las multitudes lo repetirán con frecuencia en el curso de la vida pública de Jesús. Y Él lo aceptará; únicamente añadirá que es también el Hijo de Alguien más grande que David 66.

La Virgen tenía puesto su corazón en Belén. Y allí se dirigió con José, llevando lo imprescindible. El camino, en no muy buenas condiciones, lo harían en seis o siete jornadas, con un borrico que cargaba con las vituallas y la ropa; a veces llevaría a la Virgen sobre sus lomos. Se unirían a alguna pequeña caravana que se dirigía a Jerusalén, última etapa antes de llegar al lugar de sus antepasados. En esta ciudad entrarían en el Templo, pues ningún israelita piadoso dejaba de hacerlo. ¡Quién podrá imaginar la oración de la Virgen en aquel Santuario, llevando en su seno al Hijo del Altísimo!

Casi dos horas más de camino y ya estaban en Belén. Pero allí no encontraron dónde instalarse. Hemos de pensar en el cansancio -la Virgen está ya a punto de dar a luz-, en el polvo de aquellas rutas, en las comidas hechas al paso muchas veces... No hubo lugar para ellos en la posada, dice san Lucas con frase escueta.

Se presenta cierta dificultad para conocer la traducción correcta de «aposento», diversorio en latín, katályma según el texto griego del evangelio. Esta palabra tiene significados algo diferentes. Unas veces expresa la posada oriental de la época. Otras, la habitación alta y más espaciosa de las casas, que podía servir de salón o cuarto de huéspedes 67. Tal vez estaba ocupada ya. Quizá resultaba demasiado fría en época de invierno para María en las circunstancias en las que llegaba.

Cuando san Lucas escribe que no había lugar para ellos en la posada parece referirse a la situación de María. Si hubiera querido decir simplemente que la posada no podía hospedar a más personas, le habría bastado con hacer notar que no había sitio. Sin embargo, dice que no lo había para ellos. Quizá quiere indicar que no era el lugar adecuado para la Virgen, cercana ya al parto.

Con todo, José debió de llamar a muchas puertas en busca de alojamiento. Su situación era difícil. Nos imaginamos bien la escena: el día avanzaba, él explicaba una y otra vez, con angustia creciente, la misma historia, «que venían de Nazaret», y María a pocos metros, viendo a José y oyendo las negativas; siente pena por su esposo, pero no pierde la serenidad. Quizá fuera Ella la que propuso a José instalarse provisionalmente en alguna de aquellas cuevas que servían de establo, a las afueras del pueblo 68. Probablemente le animó, diciéndole que no se preocupara, que ya se arreglarían... José se sintió confortado en medio de sus inquietudes. Y allí se aposentaron con los enseres que habían podido traer desde Nazaret: los pañales, alguna ropa que Ella misma había preparado con la ilusión que solo saben poner las madres en su primer hijo...

Y en aquel lugar, con la mayor sencillez, nació Jesús: Sucedió -escribe san Lucas- que, estando allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito. María -fuente histórica de estas noticias- nos ha dicho lo que hizo: envolvió a Jesús en pañales y lo recostó en un pesebre. Su cuna fue ciertamente un comedero de animales (esta palabra, fátne, tiene el significado cierto de pesebre). Y María, a través del evangelista, parece querer indicarnos de una manera intensiva que el Hijo de Dios, y también su Hijo, no apareció de una manera asombrosa, no nació el día en que fue destruido el Templo ni al principio del mundo 69. Por el contrario, el anuncio del ángel a los pastores subraya que el Mesías os ha nacido hoy (Lc). Se trata de un recién nacido. Como señal, les asegura que lo encontrarán envuelto en pañales, tal como lo ha vestido su Madre unas horas antes, y reclinado en un pesebre, indicando así su extrema pobreza. Ninguna mente podría haber sospechado jamás que Quien dispone que el sol caliente la tierra hubiera de necesitar un día a un buey y a una muía para que le calentaran con su aliento 70. Quizá estuviera también el borrico que habría llevado a María buena parte del camino de Nazaret a Belén.

San Lucas nos da a entender que el parto tuvo lugar sin la asistencia de otras personas, ya que es la misma madre quien atiende al recién nacido: lo faja y lo coloca en el pesebre, a modo de cuna. Ni siquiera se nombra a san José.

Esta maternidad de María implicaba una relación personal y única con Dios, que la situaba por encima de todo lo creado, sin dejar de ser Ella misma. Nuestra Señora poseía la unión más íntima que pueda darse entre Dios y los hombres, salvo la unión hipostática. El Espíritu Santo la vinculaba a Dios de una manera nueva y especialísima y de un modo real y permanente. En el

Cielo hubo gran fiesta aquella noche, mientras todos contemplaban al Hijo encarnado y a la Madre de Dios, que resplandecía de gracia y de gozo. Y José no cabía en sí de alegría.

San Lucas nos ha dicho que María dio a luz a su hijo primogénito. Este término no indica que María tuviera más hijos. Cuando una recién casada tiene su primer hijo, este es el primogénito por el hecho de ser el primero. Así lo hacía constar san Jerónimo: «Omnis unigenitus est primogenitus» 71. Y así se le llamaba después, haya tenido o no más hermanos. La condición de primogénito llevaba consigo en Israel una serie de derechos y deberes 72. Algunos sugieren que la mención expresa del primogénito por san Lucas es probable que se refiera a la descendencia davídica y a los derechos que debía heredar.

3. LOS PASTORES DE BELÉN

Lc 2, 8-20

María se quedaría mucho tiempo contemplando a su Hijo, mirándolo en el silencio de la noche. Después, lo pondría en brazos de José, que sabe bien que es el Hijo del Altísimo, al que deberá cuidar y proteger, y enseñarle un oficio. Toda su vida estará centrada en este Niño indefenso. Ellos saben que ha comenzado para la humanidad una nueva edad: la era cristiana, la del Mesías, su Hijo.

Jesús, María y José estaban solos. Pero Dios buscó para acompañar a la Sagrada Familia a unos pastores sencillos y humildes 73, que no se escandalizaron al encontrar al Mesías en un pesebre, envuelto en pañales 74.

A los pastores de aquellos contornos ya se había referido el profeta Isaías: el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz. En esta primera noche, solo en ellos se cumple la profecía. Ven una gran luz: la gloria del Señor los envolvió de claridad. No temáis, les dice un ángel, pues vengo a anunciaros una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy, en la ciudad de David, os ha nacido el Salvador, que es el Cristo, el Señor.

Y les dio una señal: un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre. No podía ser una señal más sencilla, pero a ellos les bastó. Quizá el ángel les indicó también el camino para llegar a la gruta.

Este anuncio sigue inmediatamente al relato del Nacimiento. Sin duda san Lucas quiere darnos a entender que entre estos dos hechos no mediaron más que unas pocas horas. Jesús, pues, tal como lo celebramos, parece que nació de noche (en la Nochebuena), pues también de noche tuvo lugar la aparición del ángel a los pastores.

Y vinieron presurosos..., casi corriendo, parece decir el evangelista. Es la prisa de la alegría y de los acontecimientos importantes. Se pondrían en camino con algún regalo para el recién nacido. En el mundo oriental de entonces era inconcebible presentarse sin algún don. Llevaron lo que tenían a su alcance: algún cordero, queso, manteca, leche, requesón, algo de abrigo... No es demasiado desacierto figurarse la escena tal como la representan los innumerables «belenes» de la Navidad y la pregonan los «villancicos».

María y José debieron de instruir con detalle a estos pastores acerca del Mesías, que estaba allí delante de ellos. Con estas explicaciones, los pastores se convirtieron en los primeros mensajeros, pues ellos regresaron a Belén y contaron a la gente lo que habían visto, y todos se maravillaron (Lc). Algunos se acercarían hasta el lugar donde estaba la Sagrada Familia, aquel joven matrimonio que había llegado hacía poco tiempo, y prestarían alguna ayuda, que la Virgen tanto agradecería. Ella conquistaría sus corazones con su simpatía personal.

Pero Belén siguió su vida de siempre. Cuando Jesús comience su vida pública nadie aludirá a hechos extraordinarios ocurridos durante su nacimiento. Ni siquiera recordarán que nació en Belén. Le llamarán el Nazareno.

Solo María tendrá presente toda su vida esta noche inolvidable. Ella guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón, escribe Lucas, como citando la fuente de sus informaciones; pensaba en todo esto, y con suma alegría lo consideraba una y otra vez en su interior.

4. CIRCUNCISIÓN DEL SEÑOR

Lc 2, 21

Belén era una ciudad pequeña. En tiempo de Nuestro Señor no llegaría a los dos mil habitantes. Y, aunque hubiera aumentado por aquellos días la población con motivo del empadronamiento, no pasaría inadvertido aquel joven matrimonio que había tenido su primer hijo en las afueras del pueblo. Tampoco olvidemos que Belén era la cuna del Mesías esperado y que las esperanzas mesiánicas estaban muy vivas en todas partes, pero especialmente allí, donde había de surgir.

José buscó enseguida un lugar más confortable para Jesús y para su Madre. Ocho días más tarde, cuando tuvo lugar el pequeño festejo que acompañaba a la circuncisión, aquella Familia de recién llegados no se encontrarían del todo solos. Por su parte, también ellos tendrían algo que ofrecer dentro de su pobreza y de estar lejos de su residencia habitual. Quizá los mismos presentes que habían llevado los pastores servirían para este pequeño agasajo.

La circuncisión constituía un acontecimiento importante en la vida del niño judío, pues por esta ceremonia los varones entraban a formar parte del pueblo elegido. Su origen no era exclusivamente hebreo, pero solo el pueblo judío le dio sentido religioso. Esta ceremonia era la señal visible del pacto que Dios hizo con Abrahán y con sus descendientes. Según el núcleo fundamental de este pacto, Yahvé sería el Dios de Abrahán y de su descendencia.

Los profetas repiten esta idea muchas veces mirando a sus tiempos y a la época mesiánica: Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo. El incircunciso quedaba excluido del pacto y, por tanto, del pueblo de Dios, excomulgado. Uno de los mayores insultos para un judío era ser llamado «incircunciso». Por el contrario, el esclavo podía participar incluso de la cena pascual si estaba circuncidado. Pero ya el profeta Jeremías proclama que la circuncisión material no basta si en el adulto no va acompañada de la búsqueda de Dios y de la fidelidad interior, lo que llama la circuncisión del corazón 75. Insta a la conversión interior para ser verdaderos hijos de Abrahán. La circuncisión en tiempos de nuestro Señor es considerada, junto al sábado, como el soporte esencial del judaísmo.

Todo nos revela la importancia de esta ceremonia en el pueblo hebreo. Era tan central este rito que tenía primacía sobre el descanso sabático, y solo podía ser diferido por razones de gran peso. Con esta luz se puede comprender mejor la polémica originada en los comienzos del cristianismo cuando los apóstoles declaraban que no era necesario circuncidarse para pertenecer al nuevo Pueblo de Israel, la Iglesia. San Pablo explica que la circuncisión, después de la venida de Cristo, ya no es nada, como tampoco la incircuncisión; ya no hay circunciso ni incircunciso. Una sola cosa cuenta: Cristo, que en el Bautismo imprime en el neófito una señal indeleble y misteriosa que le configura con Él mismo.

En virtud de este precepto de la Ley judía, Jesús fue circuncidado al octavo día. María y José cumplieron puntualmente con esta obligación, como las demás familias israelitas.

La ceremonia tenía lugar en la casa donde vivía el niño con sus padres, y el ministro de la circuncisión era una especie de practicante o cirujano, hábil en su oficio, habitualmente encargado de verificarla. Se requerían testigos y un padrino, y se procedía de acuerdo con un determinado rito en el que el padre tenía una breve intervención. Con esta sencilla ceremonia, Jesús entró de modo oficial a formar parte del pueblo judío.

6. LE PUSIERON POR NOMBRE JESÚS. PURIFICACIÓN DE MARÍA

Lc 2, 21

La circuncisión llevaba consigo otro acto muy importante en el pueblo judío: la imposición del nombre, que en el caso de Nuestro Señor fue fijado por Dios mismo a través del ángel: le pondrás por nombre Jesús, le había dicho a José.

Con el nombre no solo se designaba a una persona; se quería indicar además algo propio y exclusivo de ella, expresaba su misma naturaleza, su misión o sus cualidades más características 76. Con el nombre queda señalado lo que de él se deseaba o se esperaba.

Jesús significa Salvador. Con Él llegó la salvación al mundo entero: Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos 77. Para los judíos el nombre que está sobre todo nombre es el nombre de Dios (Adonay), al que la Ley mosaica obligaba a tener un respeto extraordinario.

Así, el nombre de Jesús, al significar salvador, indicaba lo que Jesús es. Existe en este caso una profunda y especial unidad entre la persona y su misión. Su nombre es santo y tiene una virtud que no se ha concedido a ningún otro.

Terminada la circuncisión del Niño, María y José le llamaron por su nombre, Jesús. Así le nombrarían sus amigos y conocidos de Nazaret: Jesús, el hijo de María, Jesús Maestro... Jesús, Hijo de David...

Después de la circuncisión había que cumplir dos ceremonias, según lo dispuesto: la madre debía purificarse de la impureza legal contraída; y el hijo primogénito debía ser presentado, entregado, al Señor y después rescatado.

Emprendieron el camino hacia Jerusalén. Desde Belén, el viaje de ida y vuelta se hacía con comodidad en una jomada.

La Virgen, acompañada de san José y llevando a Jesús en sus brazos, se presentó en el Templo confundida entre el resto de las mujeres, como una más. Se cumple la antigua profecía.

La Ley de Moisés prescribía en primer lugar la purificación de la madre de una impureza legal que le impedía tocar cualquier objeto sagrado o entrar en un lugar de culto.

En virtud de esta ley, cuarenta u ochenta días después del alumbramiento, según se tratase de un hijo o de una hija, estaban obligadas las madres a presentarse en el Templo de Jerusalén 78. Se podía retrasar el viaje si existían razones de cierto peso. En este caso, otra persona podía en su nombre ofrecer los sacrificios prescritos. Sin embargo, las madres israelitas procuraban con empeño cumplir personalmente la ley. Aprovechaban además esta ocasión para llevar consigo a su primogénito, cuyo rescate asociaban a la ceremonia de su purificación. La Virgen hizo aquel corto viaje de Belén a Jerusalén con gozo, y se presentó en el Templo con su Hijo de pocos días en brazos.

Este precepto, en realidad, no obligaba a María. Así pensaron los primeros escritores cristianos 79, pues Ella era purísima y concibió y dio a luz a su Hijo milagrosamente. Por otra parte, la Virgen no buscó nunca a lo largo de su vida razones que la eximieran de las normas comunes de su tiempo. Como en tantas ocasiones, la Madre de Dios se comportó como cualquier mujer judía de su época. Quiso ser ejemplo de obediencia y de humildad: una humildad que la llevaba a no querer distinguirse de las demás madres por las gracias con las que Dios la había adornado. Como una joven madre más se presentó aquel día, acompañada de José, en el Templo. La purificación de las madres tenía lugar por la mañana, a continuación del rito de la incensación y de la ofrenda llamada del sacrificio perpetuo. Se situaban en el atrio de las mujeres, en la grada más elevada de la escalinata que conducía desde este atrio al de Israel. El sacerdote las rociaba con agua lustral y recitaba sobre ellas unas oraciones. Pero la parte principal del rito consistía en la oblación de dos sacrificios. El primero era el expiatorio por los pecados: una tórtola o un pichón constituían su materia. El segundo era un holocausto, que para los más pudientes consistía en un cordero de un año y, para los pobres, en una tórtola o un pichón. María ofreció el sacrificio de las familias modestas.

7. LA PRESENTACIÓN DE JESÚS Y SU RESCATE. SIMEÓN Y ANA

Lc 2, 22-24

Después de la purificación tenía lugar la presentación y rescate del primogénito. En el Éxodo estaba escrito:

El Señor dijo a Moisés: Declara que todo primogénito me está consagrado. Todo primogénito de los hijos de Israel, lo mismo hombre que animal, me pertenece siempre.

Esta ofrenda de todo primer nacido recordaba la liberación milagrosa del pueblo de Israel de su cautividad en Egipto y la especial soberanía de Dios sobre él. Todos los primogénitos eran presentados, entregados, a Yahvé, y luego eran restituidos a sus padres. Los primogénitos del pueblo habían sido destinados primeramente a ejercer las funciones sacerdotales; pero más tarde, cuando el servicio del culto fue confiado únicamente a la tribu de Leví, esta exención se compensó con el pago de cinco siclos para el mantenimiento del culto 80. La ceremonia consistía, de hecho, en la entrega de estas monedas al Templo.

Nuestra Señora preparó su corazón para presentar a su Hijo a Dios Padre y ofrecerse Ella misma con Él. En este acto ponía una vez más su propia vida en las manos de Dios. Jesús fue presentado a su Padre en las manos de María. Jamás se hizo una oblación semejante.

Cuando estaban en el Templo se presentó ante ellos un anciano, Simeón, del que traza san Lucas el mejor elogio: era justo y temeroso de Dios, esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Era un hombre de fe que ansiaba la llegada del Mesías. Simeón era un hombre bueno, lleno de virtudes. El Espíritu Santo habitaba en él, dirigía su vida y le había inspirado la certeza de que no había de morir sin ver al Mesías. También le movió a ir al Templo el día en que Jesús, en brazos de su Madre, hizo en él su primera entrada. Dios mismo había preparado el encuentro.

El anciano vio a Jesús con sus padres, se detuvo y con gran piedad lo tomó en sus brazos. La Virgen no tuvo ningún inconveniente en dejarlo en sus manos. ¡Sabía que le daba un tesoro! Y dijo este hombre santo con verdadera alegría: Ahora, Señor, puedes sacar en paz de este mundo a tu siervo, según tu palabra.

Cada término de este canto profético tiene su valor propio. «Ahora» ya puede morir en paz, sin pena, porque se han cumplido todos sus deseos, pues ha contemplado con sus ojos maravillados al que tantos reyes y profetas ardientemente desearon ver, sin llegar a conseguir esta dicha. Como el patriarca Jacob, cuando recobró a su hijo José, siente colmada su alegría. Ahora ya puedes dejarme partir 81. Aquel encuentro fue lo verdaderamente importante en su vida; ha vivido para este instante. No le importa ver solo a un niño pequeño, que llegaba al Templo llevado por unos padres jóvenes, dispuestos a cumplir lo preceptuado en la Ley, igual que otras familias. Él sabe que aquel Niño es el Salvador: mis ojos han visto a tu Salvador. Esto le basta.

Después, Simeón bendijo a María y a José. Los proclamó bienaventurados, los felicitó por tener una misión tan estrecha con aquel Niño que sería la gloria de Israel. Con Jesús todavía en sus brazos, se dirigió a María y, movido por el Espíritu Santo, le descubrió los sufrimientos que su Hijo padecerá y la espada de dolor que traspasará el alma de Ella misma:

Este -le dice, señalando a Jesús- ha sido puesto para ruina y resurrección de muchos en Israel, y para signo de contradicción -y tu misma alma la traspasará una espada-, a fin de que se descubran los pensamientos de muchos corazones.

El sufrimiento de la Virgen -la espada que traspasará su alma- tendrá como único motivo los dolores de su Hijo, su persecución y muerte, la incertidumbre del momento en que sucedería y la resistencia a la gracia de la Redención, que ocasionaría la ruina de muchos. El destino de María es paralelo al de Jesús. Esta es la primera vez que en el evangelio se alude a los padecimientos del Mesías y de su Madre 82.

María y José no olvidarían nunca las palabras que oyeron aquella mañana en el Templo.

Quizá estaban ya a punto de marcharse del Templo cuando llegó otra persona llena también de virtudes y de esperanza en el Mesías. Y, movida igualmente por el Espíritu Santo, se acercó a la Sagrada Familia. Era Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser. El evangelista ha querido señalar su ascendencia, lo que prueba que no escribe según esquemas literarios prefabricados, sino según los datos que ha recibido de la tradición. Y en pocas palabras expone su estado y condición: viuda después de siete años con su único marido, anciana de 84 años, piadosa. Y llegando en aquel mismo momento alababa a Dios, y hablaba de él a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Hablaba de Él, del Niño. Todo el que de verdad se encuentra con Jesús se siente movido a hablar de Él.

José y María, con el Niño, volvieron a Belén. José lo llevaría entre sus brazos una buena parte del camino. Y comentarían con todo detalle estos admirables acontecimientos. La Virgen los guardaba en su corazón.

V. LA ESTRELLA DE BELÉN

1. HEMOS VENIDO A ADORARLE

Mt 2, 1-12

Se presentaron en Jerusalén unos personajes regios, unos Magos, dice san Mateo, que provenían del Oriente. Y preguntaban a las gentes, un tanto desconcertadas al verlos y oírlos: ¿Dónde está el Rey de los Judíos que ha nacido? Y con sencillez explicaban el motivo de sus consultas: Vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle.

Ellos pensaban que todo el mundo conocía el nacimiento del Salvador, pero nadie les sabía dar respuesta alguna. Se notaba en su lenguaje y en sus vestiduras que venían de lejos y que habían realizado un largo viaje.

San Mateo, al darnos noticia de este suceso, supone que el lector conoce ya los pormenores del nacimiento de Jesús, y los pasa por alto como algo sabido. Recuerda, sin embargo, el momento -en tiempos del rey Herodes- y el lugar: repite por dos veces que se trata de Belén de Judá, que dista unos pocos kilómetros de Jerusalén, para evitar la confusión con otra ciudad del mismo nombre, menos conocida.

La visita de los Magos tendría lugar después de los cuarenta días de la purificación de María y cumplidas ya en Jerusalén las prescripciones que manda la Ley. Se puede suponer con toda lógica que la Sagrada Familia se había instalado en Belén, en un lugar más confortable que el establo donde se cobijó en un primer momento. De hecho, los Magos la encuentran en la casa, dice el texto; casi puede traducirse en su casa. Podemos suponer que la Sagrada Familia se ha establecido en Belén con ánimo de permanecer allí. Lo insinúa el propio san Mateo cuando nos dice que, después de volver de Egipto, José pensó en quedarse en Belén. Estaba convencido de que el Hijo de David debía crecer en la ciudad de David, donde había nacido, y estaba dispuesto a vivir con exactitud lo que cree que es la voluntad divina. Dios mismo le indicará más adelante sus planes. ¿Cómo iba a dejar a la casualidad lo que más quería en el mundo? 83.

Pero ¿quiénes son estos personajes, que se presentan tan de improviso en la ciudad?, ¿de dónde vienen?, ¿de qué estrella se trata?

El nombre de magos era dado por los medos y los persas a los sacerdotes sabios, muy considerados entre el pueblo y muy solicitados como consejeros de señores y de reyes. Eran hombres dedicados al estudio del cielo y acostumbrados a buscar signos en él. En esas observaciones encontraron un día algo singular: vimos su estrella, su astro, dicen. Sin duda ha llegado hasta ellos el proselitismo de los judíos de la diáspora, que esperaban el advenimiento del Mesías. La expectación mesiánica se había extendido por todo el Oriente.

Hemos de suponer que estos sabios, además, fueron esclarecidos por una luz interior, que les movió a investigar más aún y, por fin, a seguir esa estrella, que brillaba, quizá para ellos solos, con un fulgor especial 84. La interpretación literal del texto del evangelio hace suponer que se trata de una estrella que aparece, avanza y se oculta, hasta lucir de nuevo. Esta es y ha sido la opinión popular, y la de la mayor parte de los Padres 85; algo parecido a la nube de fuego que guiaba a los hebreos por el desierto 86. Se trataría, por tanto, de un hecho sobrenatural y de una gracia interior especial que movía a estos hombres buenos que también esperaban la Redención. Parecía como si la estrella invitara a seguirla 87.

Señalemos aquí, aunque solo sea de paso, cómo el Señor adapta sus gracias e inspiraciones a las disposiciones íntimas y a las circunstancias de aquellos a quienes se digna atraer hacia sí. Más tarde conquistaría Jesús el ánimo de los pescadores de Galilea a través de las redes milagrosamente repletas de peces; de los enfermos, por curaciones; de los doctores de la Ley, por la explicación de los textos de la Escritura...; de estos Magos, dedicados a investigar el firmamento, por la aparición de la estrella 88.

Los Magos aparecen por vez primera con nombre en un manuscrito del siglo vii, que se encuentra en la Biblioteca Nacional francesa. En el siglo IX son nombrados como Gaspar, Melchor y Baltasar en un mosaico de Rávena 89. Las pinturas de las catacumbas representan casi siempre a tres personajes portando uno oro, incienso otro y mirra el tercero. En otras pinturas se ven dos o cuatro. Desde san León Magno y san Máximo de Turín, los latinos han hablado de los tres Reyes Magos.El número de los presentes, aunque no constituye una prueba completa, se ha interpretado como indicio del número de los Magos. La tradición popular arranca ya de Orígenes 90.

En cuanto a si eran o no reyes, se puede afirmar que ningún autor anterior al siglo IV les da expresamente este título. Herodes no los trató como a tales, tampoco como a mercaderes.

Muy pronto la inesperada noticia que traían los Magos corría de boca en boca, y llegó enseguida a oídos del monarca. Y, al oír esto, el rey Herodes se turbó, y con él toda Jerusalén. Los motivos de la turbación son bien distintos. El soberano, cercano ya a los setenta, había reinado treinta años en medio de intrigas y violencias, y era detestado por la mayoría de sus súbditos por su conducta, por su poder despótico y por su falta de religiosidad, que tanto importaba a los judíos celosos. Había vivido pendiente del menor atisbo de un competidor del trono, para eliminarlo. Y en aquel tiempo estaba muy difundida la esperanza de la pronta venida del Mesías, concebido a la manera de un nuevo rey más grande que David.

También los habitantes de Jerusalén tenían sus razones para turbarse. De un lado, la posibilidad de la pronta realización de estas esperanzas mesiánicas que hacían latir los corazones; de otro, el temor a la cólera de Herodes, tantas veces puesta de manifiesto, que haría todo lo posible por suprimir a cualquier posible competidor de su trono y de su corona. Escribe san Mateo que se inquietó toda Jerusalén. Deja entender que la noticia corrió como la pólvora. No se hablaba en la ciudad de otra cosa 91.

Herodes, simulando tranquilidad, convocó enseguida a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas del pueblo para saber dónde había de nacer el Mesías. Los consultados respondieron, como por otra parte todo el mundo sabía, que en Belén de Judá, pues así está escrito por medio del profeta (Mt). Los expertos en la Ley comentaron la profecía de Miqueas, interpretada por la tradición judía como indicadora del lugar exacto del nacimiento del Mesías:

Y tú, Belén, tierra de Judá,

no eres ciertamente la menor

entre las principales ciudades de Judá;

pues de ti saldrá un jefe

que apacentará a mi pueblo, Israel.

Con estos datos, Herodes llamó en secreto a los Magos y les preguntó más detalles y, sobre todo, el tiempo en que había aparecido la estrella: se informó cuidadosamente, dice el evangelista. Y los envió a Belén, que estaba solo a unas dos horas de camino a paso no muy rápido, para que se informaran bien del niño y le avisaran a él, para ir yo también a adorarle, les dice. Los Magos, sin sospechar nada, se pusieron en camino hacia Belén.

Entonces ocurrió de nuevo algo asombroso: la estrella que habían visto en Oriente iba delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el niño. Es muy posible que ellos mismos contaran a la Virgen lo que experimentaron ante la nueva aparición de la estrella: se llenaron de inmensa alegría. El texto latino recalca de modo intensivo: gavisi sunt gaudio magno valde 92. Siempre recordarían aquellos momentos en los que, camino de Belén, volvieron a ver la luz que había sido su guía durante tantos días de viaje 93.

De repente se detuvo la estrella. Y ellos entendieron que allí se albergaba el rey a quien venían buscando desde tan lejos 94. Y entraron en la casa donde se había instalado la Sagrada Familia.

Como hemos dicho, esta habría realizado algún viaje a Nazaret; quizá solo José. Pueden darse varias razones puramente prácticas para ese viaje: deseo de presentar al Niño a la familia, necesidad de recoger los enseres que se habían dejado, arreglar algún asunto pendiente. Lo cierto es que cuando los Magos llegaron se encontraban de nuevo instalados en Belén.

Y, entrando en la casa, vieron al niño con María, su madre, y postrándose le adoraron. Se postraron, como correspondía a un rey entre los orientales: es un verdadero homenaje real. Y le adoraron, como a Dios 95.

Todo el contexto anterior y el siguiente señalan que esta expresión -le adoraron- tiene un significado religioso profundo, no solo en el sentido de un saludo respetuoso al modo oriental. El camino tan largo para conocer a este Niño, la aparición de la estrella, el gozo profundo que produce en ellos, los dones tan significativos que le ofrecen... indican claramente que reconocen su divinidad. Parece una visión anticipada de la adoración que más tarde se tributaría a Jesús resucitado. Y en esta visión queda también incluida María, como Madre del Mesías. Así lo han entendido los Padres de la Iglesia. Sin duda recibieron gracias especiales -la gracia debió de correr a torrentes en aquellos días- para que, rodeado de tanta sencillez, supieran reconocer al Rey de los Judíos, al Mesías, Hijo de Dios 96.

Los Magos mostraron enseguida los presentes, como corresponde a la costumbre oriental. Ofrecieron a Jesús una nueva muestra de aquella fe sencilla y generosa: abrieron sus cofres y le ofrecieron oro, incienso y mirra. ¿Por qué estos regalos? Porque eran verdaderamente regios y de gran valor 97. Estos dones tenían, además de su valor material, una significación simbólica, que los antiguos escritores cristianos han indicado con pocas variantes: en el oro han visto simbolizada su realeza; en el incienso, la divinidad; y en la mirra, que solía emplearse también en la sepultura de los muertos, su humanidad.

Es de suponer que aquellos viajeros no se marcharon enseguida, después de tan largo viaje. Contarían a María y a José cómo vieron en Oriente la estrella y cómo sintieron en su corazón una llamada para seguirla, y el encuentro con Herodes y lo que este les había indicado... La Virgen estaría atentísima, pendiente de sus palabras. Y Ella, por su parte, no se limitaría a sonreír, sin decir nada. Les diría que Dios les había conducido a través de la estrella; quizá les hablara de Gabriel y de su mensaje, y del Niño... Les explicaría que era Hijo del Altísimo y que Dios le iba a dar el trono de David, su padre... Porque no es lógico pensar que entraran en la casa y le adoraran y se marcharan, como puede sugerir una lectura poco atenta del evangelio.

Solo María podía encontrar explicación a todo lo que estaba ocurriendo. Entonces recordaría las palabras del ángel: Será grande y será llamado Hijo del Altísimo; el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, reinará eternamente sobre la casa de Jacob, y su Reino no tendrá fin.

La venida de los Magos y las razones por las que se habían puesto en camino debieron de ser motivo de inmensa alegría para José, cuando María se lo contara (nada dice san Mateo de su presencia en la adoración de los Magos). Con todo, había algo que les causaría una honda preocupación: el que Herodes hubiera dicho que pensaba venir a adorar al Niño. Herodes era rey desde hacía muchos años y no había un solo judío que ignorase su crueldad.

La estancia de los Magos en Belén duró poco, pero María recordaría siempre aquel suceso. Desde entonces vio a su Hijo, con más claridad aún, como Salvador de Israel y de todos los hombres. Los Magos eran los primeros de los que luego se acercarían a Él a través de los tiempos; gentes de todas las razas y de toda condición 98. Se hicieron más claras las palabras de Simeón cuando hacía referencia al que has puesto ante la faz de todos los pueblos como luz que ilumine a los gentiles...

El ángel del Señor advirtió a los viajeros que tomasen otro camino para su país. Los Magos obedecieron con presteza y desaparecieron misteriosamente, como habían venido.

Estos hombres sabios, escrutadores del cielo, fueron los primeros gentiles llamados a la fe. Por eso, la Iglesia celebró su fiesta desde el comienzo con especial solemnidad 99.

2. LA HUIDA A EGIPTO

Mt 2, 13-15

Inmediatamente después de la partida de los Magos, tal vez la misma noche, se apareció un ángel a José y le dijo: Levántate, toma al niño y a su madre, huye a Egipto y estate allí hasta que yo te diga. Y le dio el motivo de esta huida precipitada: Herodes va a buscar al niño para matarlo. A la gran alegría de la visita de aquellos hombres importantes siguió el abandono de la casa recién instalada y de la pequeña clientela que ya tendría José en Belén, el dirigirse a un país extraño y desconocido para él y, sobre todo, el temor a Herodes, que buscaba al Niño para matarlo.

José despertó a María, recogió lo indispensable y, de noche, se puso en camino hacia la frontera de Egipto. No había un instante que perder. Muchas cosas domésticas necesarias quedaron abandonadas. Y así, con lo indispensable y con el sobresalto de una amenaza de muerte real, iniciaron la marcha.

Existían fundamentalmente dos caminos que conducían desde Belén a Egipto. El más corto y también menos duro, pero más frecuentado, se dirigía hacia la costa hasta enlazar con la Via maris, paralela al mar, hasta Gaza; en esta ciudad se aprovisionaban las caravanas de víveres y agua, pues era la última ciudad antes de entrar en el desierto. Era un camino conocido y relativamente seguro por las numerosas caravanas que mantenían relaciones comerciales con el país vecino 100. Pero era también el más peligroso para la Sagrada Familia, pues los soldados de Herodes podían alcanzarles con más facilidad.

Por esta razón, es probable que José prefiriera marchar hacia Hebrón y Bersheba, hacia el Sur, por una ruta más larga y fatigosa, y también menos frecuentada. Es muy posible que el viaje se hiciera en un borrico, quizá el mismo que les sirvió para ir de Nazaret a Belén. Llevaría a la Virgen buena parte del camino, y también los enseres que habían juzgado indispensables: algo de ropa, una vasija para el agua, los instrumentos de trabajo de José, su bastón, algún cacharro de cocina...

Fue una travesía larga y penosa. Dios no quiso ahorrarles la zozobra de una huida precipitada, el continuo sobresalto y el temor a ser reconocidos, la sed, el cansancio, la incertidumbre acerca de dónde vivirían y de qué se alimentarían. La huida estuvo muy lejos del panorama idílico que nos presentan los evangelios apócrifos 101.

Una de estas leyendas nos cuenta que María, acalorada y fatigada del camino, reposaba bajo una palmera cargada de frutos. «Yo quisiera -dijo-, si fuera posible, gustar de la fruta de este árbol». «A mí -respondió José- lo que me inquieta es la falta de agua, porque nuestros odres están vacíos». Dijo entonces el Niño a la palmera: «Inclínate y da de tus frutos a mi madre». La palmera se encorvó, quedando su copa a los pies de María; y, cuando María y José hubieron arrancado los dátiles, Jesús ordenó de nuevo: «Enderézate ahora, y abre y descubre tus raíces, para que brote el agua que estas ocultan». La palmera obedeció al instante y manó de sus raíces agua fresca y límpida. Cuando los peregrinos reanudaron la marcha, el sendero desaparecía tras ellos como por encantamiento 102.

Nada de esto ocurrió en la realidad. Dios utilizó las vías ordinarias para salvar a los que más quería sobre la tierra. Podía haber fulminado a Herodes y a sus perseguidores, pero una vez más empleó medios normales: la obediencia pronta de José, su reciedumbre, su prudencia...

Después de un viaje extenuante, agravado por la persecución y por la falta de experiencia en aquellos malos caminos (el viaje más largo de José habría sido de Nazaret a Belén), llegaron a tierra egipcia, quizá a Leontópolis, al norte de Él Cairo. Por aquel tiempo residían en Egipto muchos israelitas, formando pequeñas comunidades; se dedicaban principalmente al comercio. Es de suponer que José se incorporó con su Familia a una de estas comunidades, dispuesto a rehacer una vez más su vida con lo poco que había podido traer desde Belén. Con todo, llevaba consigo lo más importante: a Jesús y a María, y su laboriosidad y empeño por sacarlos adelante.

En su mayoría, aquellas colonias judías se encontraban cerca de los límites fronterizos 103.

En Egipto, José comenzó como pudo, pasando estrecheces, realizando al principio todo tipo de trabajos. Procuró a María y a Jesús un hogar y los sostuvo, como siempre, con el trabajo de sus manos. Después de un tiempo, encontraría cierta estabilidad. Más tarde, de nuevo en Nazaret, recordarían aquella época como «los años de Egipto» y hablarían -como se comentan las cosas pasadas- de las preocupaciones y sufrimientos del viaje y de los primeros meses..., pero también de la paz y de la alegría de aquellos días.

Después de un tiempo, pasado el peligro, nada retenía ya a José en aquella tierra extraña, pero allí permaneció, sin otra razón que el cumplimiento del mandato del ángel: Estate allí hasta que yo te diga.

3. LA MUERTE DE LOS INOCENTES. LA VUELTA DE EGIPTO

Mt 8, 16-22

Herodes esperaba a los Magos, quizá con curiosidad y también con cierta preocupación por las noticias del nacimiento del que habían llamado rey de los judíos. No debía de estar muy lejos la Sagrada Familia cuando le dijeron que aquellos orientales se habían marchado con su pequeño séquito y que la casa donde había vivido el Niño estaba vacía. Herodes contaba con buenos informadores en todas partes. Y cuando recibió estas noticias se sintió burlado y en ridículo, y se irritó en extremo. Este estado de cólera y las medidas que tomó a continuación se explican bien si se tiene en cuenta que Herodes sufrió manía persecutoria, viendo siempre competidores de su realeza. Ha pasado a la historia en buena parte por su crueldad.

Entonces, probablemente al día siguiente de la noche en que la Sagrada Familia emprendió la huida, mandó matar a todos los niños que había en Belén y toda su comarca, de dos años para abajo, con arreglo al tiempo que cuidadosamente había averiguado de los Magos. Quería asegurarse así de que eliminaba al Niño.

Belén era un pueblo pequeño que apenas llegaría a los dos mil habitantes, contando los caseríos de los alrededores. Teniendo en cuenta el número de nacimientos en una población así, la mortalidad infantil -que en aquellos tiempos era muy alta- y que la mitad aproximadamente son niñas, se ha calculado que el número de los niños asesinados debió de estar entre los veinte y los treinta 104.

El dolor, y mucho más el de los inocentes, no tiene fácil explicación. Estos niños apenas se enteraron de su sacrificio; en el Cielo conocerían enseguida que habían muerto en lugar del Mesías y la gloria que les esperaba. Para los padres el dolor sería más largo. Pero más tarde comprenderían cómo Dios había estado en deuda con ellos y cómo ahora les pagaba con creces.

La noticia de la muerte de aquellos pequeños debió de llegar pronto a la colonia judía de Egipto donde se encontraba la Sagrada Familia, pues eran muchos los mercaderes que partiendo de Jerusalén hacían aquellos recorridos. María y José se conmovieron ante tanta barbarie. Nadie se explicaba aquella nueva locura de Herodes. Ellos sí sabían que el rey buscaba la muerte de su Hijo.

Herodes murió en su palacio de invierno de Jericó, en la primavera del año 750 de la fundación de Roma. Su cuerpo fue llevado a Belén y sepultado solemnemente cerca de la fortaleza-palacio llamada Heroclium 105.

José levantó una vez más su hogar y tuvo la intención de dirigirse a Judea, a Belén, de donde partieron para Egipto 106. Pero por el camino debió de enterarse del carácter del nuevo gobernante de Judea. De hecho, Arquelao era un hombre despótico como su padre, y fue mal recibido por el pueblo.

José llevaba un tesoro demasiado valioso para exponerlo a cualquier peligro, y temió ir allá. Mientras reflexionaba dónde sería más conveniente para Jesús instalarse -siempre es Jesús lo que motiva las decisiones de su vida-, fue de nuevo avisado en sueños y marchó a la región de Galilea, a Nazaret, el pueblo pequeño y desconocido donde había tenido lugar la Anunciación. Volvía de nuevo al lugar donde conocía a todos y todos le conocían a él.

Allí, en Galilea, gobernaba Herodes Antipas, con muchos errores, pero era menos sanguinario que su padre. Es de notar que Nazaret distaba solamente unos cinco kilómetros de Séforis, donde tenía su corte el rey Antipas, hasta que se trasladó a Tiberíades en el año 18. Fueron, pues, vecinos durante un buen número de años.

a Nazaret se dirigió José, con un ánimo que rondaba entre la inquietud por la seguridad de Jesús y la alegría de hallarse de nuevo en tierra conocida. Allí encontró antiguos amigos y parientes. Sin duda le harían preguntas de no fácil respuesta: de dónde venía, qué había pasado en todo ese tiempo... Reanudó amistades y pronto se adaptó a una nueva tierra, la suya, y vivió con Jesús y María unos años de felicidad y de paz hasta su muerte.

VI. EN NAZARET

1. JESÚS CRECÍA. LA PASCUA DE LOS DOCE AÑOS

Mt 2, 23; Lc 2, 39-50

José comenzó por acondicionar de nuevo la casa que, después de dos años sin habitar, estaba en malas condiciones. Pero ese era su trabajo. Le ayudarían vecinos y parientes, que se alegraban de su vuelta al pueblo. Instaló allí su pequeño taller y pronto le llegaron los primeros encargos...

Aquellos muros fueron testigos del amor de los miembros de la Sagrada Familia. En la casa, limpia y alegre, se reflejaba el alma de María; los modestos adornos, el orden, la limpieza, hacían que Jesús y José, después de una jornada de trabajo, encontraran el descanso junto a Nuestra Señora. Allí preparó Ella la comida muchas veces, remendó la ropa y procuró que aquel hogar estuviera siempre acogedor. Y estaría pendiente de esos momentos del mediodía, cuando se suele hacer un parón en el trabajo, o al atardecer, al dar por concluida la tarea. En aquella casa fue creciendo el Hijo de Dios.

Jesús siempre tuvo presentes aquellas paredes y aquel lugar sencillo, pero ordenado y agradable. Cuando, en su ministerio público, volvió a Nazaret, recordaría momentos inolvidables junto a su Madre y a san José. Entre las cosas que Santa María guardaba en su corazón estaban sin duda tantos pequeños sucesos corrientes de la vida de su Hijo, que fueron la alegría de su alma.

La vida oculta de Jesús transcurre aquí, en Nazaret. Nos lo dice san Mateo, y san Lucas lo repite dos veces con esta misma intención. Allí se educó. San Marcos y san Mateo escriben expresamente que esta es su patria 107, en la que han vivido o viven sus padres y parientes, la ciudad de José y de María. Ni siquiera insinúan que este sea su país natal: Mateo y Lucas han consignado que nació en Belén. Sin embargo, se ha desarrollado y ha adquirido su plenitud de hombre en Nazaret. Allí se ha relacionado con su tiempo, su tierra y su raza.

Jesús no hizo nada espectacular en Nazaret: ni en la escuela, ni en la sinagoga ni en ningún otro lugar. Los pájaros de barro que fabricaba en sus juegos no salían volando, como indican los evangelios apócrifos. Ni tampoco hizo surgir un manantial a las puertas de su casa para evitar a su madre el trabajo de ir a buscar el agua a la fuente del pueblo. Nada más lejos de la realidad. No podemos olvidar la extrañeza de sus paisanos al comenzar su vida pública, que indica un comportamiento anterior lleno de normalidad. San Lucas, después de narrar aquella ocasión en el Templo en la que Jesús actuó con independencia, pone de relieve que esto fue lo excepcional. Por eso señala enseguida: bajó con ellos, y vino a Nazaret, y les estaba sujeto, les obedecía. El evangelista recibió estas noticias de la Virgen o de alguien muy cercano a Ella.

Lo extraordinario, y san Lucas lo ha narrado anteriormente, es que el Hijo de Dios, consustancial al Padre, obedezca a dos criaturas jóvenes de Nazaret. Obedecía a sus padres, pero especialmente a José, porque él era quien ejercía la autoridad en aquel hogar.

Mientras tanto, Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres. Así resume san Lucas la vida de Jesús en Nazaret. El paso de los años fue acompañado de un progresivo crecimiento y manifestación de su sabiduría y de su gracia.

Según su naturaleza humana, Jesús crecía como uno de nosotros. Las acciones de Jesús no eran realizadas unas por Dios y otras por el Hombre. Todas pertenecían al Hijo de Dios encarnado. Y, al mismo tiempo, sus actos humanos eran genuinamente humanos, los propios de un niño inteligente, alegre, sin pecado ni tendencia alguna desordenada, con un alma que gozaba a la vez de la visión beatífica, esa visión directa de la Trinidad que el resto de los hombres solo podrá tener de modo parcial y limitado en el Cielo.

Como todos los niños, Jesús haría muchas preguntas sobre los asuntos que ignoraba: ¿Para qué sirve esto? ¿Por qué metes estas maderas en agua? ¿Cómo se llama aquel vecino?... Más tarde, en su vida pública, le veremos también haciendo preguntas: ¿Cómo te llamas? ¿Cuánto tiempo hace que sufres esa enfermedad? ¿Cuántos panes tenéis? Otras veces se sorprende y se admira. No fingía cuando se admiraba o preguntaba, porque estas son reacciones íntimas y profundas, propias del ser humano. Aunque Jesús poseía una ciencia divina con un conocimiento perfectísimo, quiso sin embargo vivir una existencia plenamente humana. Su divinidad no era un mecanismo para no tener que esforzarse. El Hijo de Dios no tomó la apariencia de hombre; era hombre, con un cuerpo y un alma racional humanos. Y ambos unidos estrechísimamente.

Jesús iba adquiriendo conocimientos a partir de las cosas que le rodeaban, de María y de José, de sus maestros, de sus vecinos, de la experiencia de la vida que posee todo ser humano con el paso de los años. En la sinagoga de Nazaret aprendería la Sagrada Escritura, con los comentarios clásicos que solían acompañar a la explicación. Jesús leía el Antiguo Testamento y aprendía lo que se decía del Mesías; es decir, de Él mismo.

Jesús recibió de José muchas enseñanzas; entre otras, el oficio con el que se ganó la vida y sostuvo luego la casa, cuando el Santo Patriarca abandonó este mundo. Y para aprender, Jesús utilizó sus sentidos, la inteligencia humana, la memoria..., pues los sentidos de Jesús y su entendimiento humano no estaban en él para parecerse externamente a los demás. En Cristo, la inteligencia humana correspondía a su alma racional.

Y esta inteligencia no estuvo dormida, como despojada de la actividad que le era propia. No era un adorno; Jesús empleó la inteligencia y los sentidos como todo niño y todo hombre.

La Virgen dejó una profunda impronta en su Hijo: en su forma de ser humana, en dichos y maneras de decir, en las mismas oraciones que los judíos enseñaban a sus hijos. Jesús aprendió de ella su lengua materna, el arameo, y recibió la educación más santa que podía recibir un niño israelita. En casa y en la sinagoga oía hablar el hebreo, la lengua sagrada de las Escrituras. Cuando llegue la ocasión sabrá expresarse en hebreo, citará las Escrituras y hará alguna de sus oraciones en esta lengua.

De su Madre le vino el encanto, la gracia, la dulzura arrolladora y compasiva. También aprendería Jesús de los vecinos, de aquellas conversaciones que José sostenía con los clientes que iban a encargarle alguna cosa, y que luego derivaba a la buena o mala cosecha de aquel año, a las lluvias, a la próxima peregrinación a Jerusalén...

Jesús, María y José constituían una familia real, en la que contaba el modo de ser de cada uno y donde se compartían muchas vivencias y experiencias sencillas del acontecer diario. Al principio, María lo guardaba y lo ponderaba todo en su corazón; más tarde, conforme su Hijo se iba haciendo mayor, hablaría con Él de la llegada del ángel, de su respuesta emocionada, del gozo profundo que experimentó después de la Encarnación, cuando supo que Dios habitaba en su seno...

No sabemos cuántos años vivió José. Los dos evangelios de la Infancia, y sobre todo san Mateo, muestran cómo desempeñaba su misión de padre. Le enseñó a Jesús a trabajar la madera, y quizá a labrar la tierra y el modo de cuidar la vid. Se dedicaron juntos a la misma tarea, todos los días, siguiendo el ritmo de las diferentes estaciones. Cuando Jesús salga de su vida oculta, sus compatriotas podrán afirmar que le conocen bien: es el hijo de José, el carpintero, y se ha empleado en su mismo oficio. Iría con su padre a colocar el maderamen de las casas, y juntos fabricarían o repararían el mobiliario de las viviendas. Hacían arados, yugos, mástiles... Y también catres, cofres, arcas, artesas... 108.

José conocía las Escrituras, como un buen judío piadoso, y se alimentaba de las esperanzas mesiánicas. Fue discreto, y se acostumbró a saborear en silencio el misterio del Hijo de Dios. Muchas veces, Jesús debió de quedar hondamente conmovido en presencia de un hombre tan bueno, tan justo. Veía en él la imagen de su Padre celestial. José desaparece del evangelio tan silenciosamente como había aparecido. Lo más probable es que muriera antes del comienzo de la vida pública. De hecho, no le vemos intervenir en las circunstancias familiares de este tiempo. Jesús derramaría lágrimas y sentiría en su corazón hondamente su muerte. Si lloró por Lázaro, ¿no lo iba a hacer por quien no había tenido otro fin en la vida que cuidarle? Le confortaría con sumo cariño y piedad, le prometería el Cielo... Nadie podía hacerlo mejor. Después de su muerte recordaría tantas conversaciones en la intimidad, los paseos por las cercanías de Nazaret, los pequeños regalos que llevarían a María...

Los judíos piadosos solían ir en peregrinación al Templo de Jerusalén en las fiestas principales: Pascua, Pentecostés y Tabernáculos. Aunque no obligaban a quienes vivían lejos, eran muchos los judíos de toda Palestina que se trasladaban a Jerusalén en alguna de esas fechas. Además del contenido religioso, esos días eran prácticamente las únicas ocasiones de ir a la gran ciudad y de salir de la rutina del pueblo. Estas peregrinaciones tenían, pues, un carácter religioso, pero también festivo.

En el siglo i, cada una de estas tres fiestas duraba una semana entera, sin contar los días de viaje. Por estas y otras razones no todos los judíos emprendían efectivamente las tres peregrinaciones. Desde luego, no las cumplían cada año los judíos de la diáspora, que procuraban subir a Jerusalén al menos una vez en su vida. En cuanto a los campesinos galileos, es poco probable que las hicieran todas, teniendo en cuenta los gastos de tiempo y de dinero, y que al menos los Tabernáculos se celebraban al final del período de recolección, más tardío en Galilea que en Judea. Por eso la fiesta más frecuentada era la Pascua.

Con esta solemnidad, relacionada con las cosechas, iba unido el recuerdo de la liberación de Egipto. Luego, al paso del tiempo, se celebró con esta ocasión el aniversario de los grandes acontecimientos de Israel: la realización de la promesa de descendencia a Abrahán, la liberación de Egipto y la pronta liberación mesiánica.

Como no todos los peregrinos podían alojarse en la ciudad santa, se ensanchaban sus límites en esta circunstancia y se ampliaban a las aldeas más cercanas.

En la tarde del 14 de Nisán (el primer mes de los judíos), los cabezas de familia (familia en sentido estricto, o bien un grupo de diez a quince personas conocidas, parientes o amigas, incluidos mujeres y niños) venían al Templo con un cordero para inmolarlo. Entretanto, en las casas se eliminaba el pan fermentado y se preparaban una especie de galletas sin levadura y unas «hierbas amargas» (ensaladas distintas), que recordaban las penurias del cautiverio. Comenzaba entonces el banquete de la fiesta.

El viaje de Nazaret a Jerusalén (unos ciento treinta kilómetros) duraba cinco o seis jornadas por el camino más recto. Al llegar la Pascua solían reunirse varias familias para hacer el trayecto juntas. El recorrido hasta la ciudad santa tenía un aire de fiesta, y los peregrinos solían cantar diversos salmos durante la marcha. El salmo 121 se entonaba cuando se divisaban los muros del Templo:

¡Oh qué alegría, cuando me dijeron: vamos a la Casa de Yahvé!

¡Ya estamos, ya se posan nuestros pies en tus puertas, Jerusalén!

No era obligatorio quedarse en Jerusalén toda la semana pascual, pero no estaba permitido marcharse antes del segundo día. San Lucas parece indicar que la Sagrada Familia permaneció en Jerusalén durante toda la semana. No sabemos con quiénes se reunían para la cena pascual. Quizá con unos parientes o con otras familias galileas. Terminados los ritos pascuales, se inició la vuelta a Nazaret. Jesús se quedó en Jerusalén, mientras María y José se ponían en camino. No notaron su falta.

¿Cómo se pudo quedar el Niño sin que sus padres se dieran cuenta? En parte, por la aglomeración de forasteros; en parte también, por la costumbre de viajar los hombres y las mujeres en caravanas separadas. Jesús, a los doce años, tendría una justa autonomía, aunque dependiera en todo de sus padres. Por la frase suponiendo que iba en la caravana se ve que los padres han depositado toda su confianza en Él, y que cada uno ha pensado que estaba con el otro o con un grupo de parientes y amigos con hijos de su edad. Esto explica que pudiera pasar inadvertida la ausencia de Jesús hasta el término de la primera jornada, cuando se reagrupaban todos para acampar. Entonces, ambos preguntaron por el Niño y comprendieron en un instante que lo habían perdido.

Para María y José fue un momento de gran dolor y desconcierto. No podían explicarse qué había sucedido. Nadie sabía nada de Jesús.

Aquella noche María y José no pudieron dormir ni descansar. Por la mañana, con las primeras luces, se dirigieron de nuevo a Jerusalén. Pasaron tres días, cansados, angustiados, preguntando a todo el mundo si habían visto a un niño de doce años... Todo fue inútil.

María y José, sin saber ya adónde ir ni a quién preguntar, entraron en una de las dependencias destinadas al culto y a la enseñanza de las Escrituras, quizá uno de los atrios del Templo. Y allí se encontraba Jesús con aire tranquilo, preguntando y respondiendo a los doctores en animada conversación. Estaba como uno de tantos oyentes, sentado en el suelo. Intervenía como lo hacían otros, y en sus preguntas se descubría una gran sabiduría que los dejaba a todos admirados.

Los rabinos solían comentar en el Templo la Sagrada Escritura. Para los forasteros de Jerusalén era esta la única ocasión de ver y oír a los maestros más relevantes de Israel. Los oyentes tomaban asiento sobre esteras alrededor del maestro y podían intervenir, y también ser preguntados sobre la cuestión que se explicaba.

Las preguntas y respuestas de Jesús llamaron poderosamente la atención de todos: Cuantos le oían quedaban admirados de su sabiduría y de sus respuestas.

Jesús desveló algo de la ciencia divina que ya existía en su corazón. Cuando inicie su vida pública, el evangelista nos dirá que las gentes se maravillaban de su doctrina, pues la enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas. Oyéndole, las multitudes se olvidarán del hambre y del frío de la intemperie.

María y José estaban maravillados y sorprendidos viendo a Jesús. No daban crédito a lo que veían y escuchaban. El verbo griego indica impresión y asombro. Es posible que oyeran algunas de las preguntas y respuestas de su Hijo. Esperarían un poco... Luego, María se dirigió a Él, llena de alegría por haberle encontrado, y quizá con un débil tono de reconvención. El hecho de que la Madre sea la que interpela al Niño y en nombre del padre, se puede explicar por la gran personalidad de María y por su misma relación con Jesús, de un relieve y en un plano distinto a la de José. El contenido de las palabras no es de reprensión, sino manifestación espontánea de la angustia de esos días. También habla en nombre de José: Mira cómo tu padre y yo, angustiados, te buscábamos...

La pérdida de Jesús no fue involuntaria por su parte. Teniendo plena conciencia de quién era y de la misión que traía, quiso comenzar de algún modo a cumplirla. ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que es necesario que yo esté en las cosas de mi Padre?

Es esta una expresión misteriosa que ya apunta a su misión en la tierra y al sentido de su filiación divina. Jesús estaba siempre en las cosas del Padre, tanto en Nazaret como en Jerusalén, en compañía de sus padres o sin ellos. Aquí contrapone el padre legal y visible, José, al Padre natural e invisible. Todo el peso de la respuesta está aquí: en que llama a Dios «su Padre». No hay ningún otro personaje de la Escritura que llame Padre a Dios de esta manera tan plena. Jesús posee, también a los doce años, no solo una conciencia puramente mesiánica, sino estrictamente divina 109. Ante sus relaciones del todo singulares con Dios, «su Padre», parece que se eclipsa el sentimiento filial humano. Esta respuesta se sitúa en la misma línea de otras afirmaciones posteriores que se encuentran particularmente en el evangelio de san Juan, donde llama a Dios «su Padre» con un sentido único y trascendente. La obediencia y entrega al Padre está a tal altura que ante ella debe ceder incluso el propio cuarto mandamiento, que manda la sumisión y obediencia a los padres. Son las primeras palabras que conocemos, y las únicas, de Jesús Niño. Son el preludio de las afirmaciones rotundas ante las gentes que escucharemos durante su vida pública.

San Lucas nos ha dejado la impresión que produjeron en sus padres. Con toda sencillez nos cuenta la realidad de las cosas. Es muy posible que lo oyera de labios de María o de alguien muy cercano a Ella. No nos dice muchas cosas que nos hubiera gustado saber: qué hizo Jesús cuando no estaba en el Templo, dónde pasó aquellas noches, quiénes le dieron alimento... Probablemente el evangelista nada nos dijo porque él tampoco lo sabía. ¿Lo sabría la Virgen? ¿Le contó algo más Jesús durante el camino de vuelta a Nazaret? Suponemos que sí. Y Ella lo guardó en su corazón.

En el plano humano es difícil de entender esta respuesta, pues nada más natural que buscar a un hijo perdido. Jesús no reprende a sus padres porque le hayan buscado; afirma en forma de pregunta su independencia y responsabilidad mesiánica.

Para ellos debió de ser una dolorosa prueba; pero también un rayo de luz, que les descubre un poco más el misterio de la vida de Jesús. Fue un episodio que jamás olvidarían.

Con todo, para penetrar un poco más en la respuesta habría que haber oído la entonación de la voz de Jesús mientras se dirigía a sus padres, sus gestos, quizá algún comentario posterior...

El viaje de vuelta a Nazaret debió de estar lleno de alegría. María y José ¡están tan contentos de haber hallado a Jesús! Después de aquellas palabras misteriosas, su Hijo es el de siempre, cariñoso, alegre, con sentido del humor... Este hecho no parece haber tenido más consecuencias; nunca más se menciona. El mismo asombro que produjo en sus padres revela unos años de normalidad; este parece ser el único suceso extraordinario. Incluso aquello mismo debió de ser pasajero, y no trascendería más allá del grupo de familiares y amigos que lo presenciaron. Probablemente en Nazaret no se supo nada. Pero María no lo olvidaría: Ella guardaba estas cosas en su corazón.

2. NAZARET. LOS HERMANOS Y HERMANAS DE JESÚS

Mt 2, 23; Lc 2, 39-40; Mc 6, 3

José conocía bien las Escrituras y, como todos los judíos piadosos de su época, esperaba la llegada del Mesías. Ahora lo tenía en su propia casa. ¡Y él le enseñaba! No terminaba de acostumbrarse.

En diversas ocasiones los evangelistas nos muestran a José como un hombre inteligente que se cerciora bien antes de tomar una decisión, que saca adelante a la Sagrada Familia en situaciones difíciles... Sabía callar, y era discreto y fiel. Estaba acostumbrado a saborear en silencio el misterio de Jesús. Ningún otro hombre estuvo tan asociado a Él, a lo largo de tantos años y en una intimidad tan profunda. El enseñó a Jesús a trabajar.

En el evangelio puede verse el sustrato de la vida de Jesús en Nazaret, su mentalidad de hombre que ha trabajado, su aprecio por las manifestaciones del trabajo en el mundo... Conocía bien las faenas del campo y el oficio de los pastores: el cuidado de la viña, la unión de los sarmientos a la vid; sigue paso a paso las vicisitudes de la siembra: la simiente que cae en el camino, entre espinas, entre piedras, en buena tierra; la aparición de la cizaña; el grano que se pudre bajo tierra, el crecimiento invisible, pero cierto; la mies que blanquea cuando está lista para la siega; sabe cómo crece la mostaza y el modo de abonar una higuera. Sabe que -la Virgen y san José lo mencionarían en más de una ocasión- los primeros invitados a su nacimiento fueron pastores. Distingue el buen pastor (el que llama a cada oveja por su nombre, va a buscar a la perdida...) del malo, del mercenario, que no tiene interés por el rebaño...; otras veces se para en el que lleva a abrevar al buey o saca a la oveja caída en un barranco: Él se llama buen pastor. Muchas de estas escenas de su predicación ya las había visto en Nazaret. Tiene experiencia de los más diversos trabajos de su tiempo: cómo edificar una casa de modo que quien ponga la primera piedra pueda también colocar la última; y el mundo variado del comercio: en perlas, en vino, en paños; sabe lo que dan por un cuarto: dos gorriones; y la posibilidad de negociar con el propio dinero... En sus enseñanzas aparecen muchas ocupaciones humanas que Él pudo observar de cerca: el publicano o recaudador de impuestos, el alguacil, el juez, los militares, las plañideras, etc. También menciona distintas faenas caseras, que vería realizar a su Madre: la fabricación del pan, el barrido, el servicio doméstico, la necesidad de atender a la despensa... El público que le escuchará estaba compuesto la mayoría de las veces por gentes que trabajan y se afanan para una vida ordinaria llena de normalidad. Conoció el mundo del trabajo como alguien que lo había experimentado.

Durante estos años sin relieve externo, Jesús trabajó bien, sin chapuzas, llenando las horas. Nos es fácil ver al Señor recogiendo los instrumentos de trabajo, dejando las cosas ordenadas... Tendría Jesús el prestigio de quien realiza su tarea con perfección, pues todo lo hizo bien, también las cosas materiales.

El Señor conoció también el cansancio y la fatiga de la faena diaria, y experimentó la monotonía de los días sin relieve y sin historia aparente. Así fueron los días de Nazaret, en los que con esa tarea corriente estuvo también redimiendo al mundo 110.

Jesús no solo tuvo una familia; perteneció a la vez a un clan familiar, que aparece con cierta frecuencia en los evangelios. Tanto en hebreo como en arameo, para designar los parentescos de diferentes grados se emplea la palabra hermano. Esta palabra denota la importancia que todavía tenían la tribu y el grupo familiar. La expresión comprende a los hermanos, a los sobrinos, a los primos carnales o políticos, etc. Los hombres de un clan son todos hermanos en este sentido.

Jesús, como bien sabemos, no tuvo hermanos, hijos de José o de María. En ningún escrito del Nuevo Testamento se hace mención ni de un hijo de María ni de un hijo de José, fuera de Jesús.

Acerca de estos parientes de Jesús, san Pablo habla en su primera Carta a los Corintios de los hermanos del Señor como de un grupo de hombres respetables. En la Carta a los Gálatas, Santiago, el hermano del Señor, aparece como uno de los apóstoles. En los Hechos de los Apóstoles, san Lucas menciona también a los hermanos de Jesús y los coloca después de María, la Madre de Jesús, al lado de los apóstoles.

Esta expresión, los hermanos, se presenta como una frase ya hecha, recibida de las primeras comunidades cristianas de Palestina. Procede de la manera de hablar aramea y pasa al griego conservando su sentido original primitivo. Mateo y Lucas dicen expresamente que Jesús no tuvo hermanos mayores, y este último descarta de manera categórica que después de Él María tuviera otros hijos. Solo Él es llamado el hijo de María.

En la vida pública del Señor aparece una buena parte de sus parientes. Cuando Jesús entra en conflicto con sus compatriotas, las gentes de Nazaret dicen despectivamente: ¿No es el hermano de Santiago y de José y de Judas y de Simón? (Mc).

La madre de dos de ellos es nombrada en el Calvario, entre aquellas que habían seguido a Jesús desde Galilea para servirle y habían subido con Él a Jerusalén; esta mujer se llama María y es la madre de Santiago y de José (Mt; Mc). No es, como es lógico, la madre de Jesús 111.

San Lucas se refiere el domingo de resurrección a María la de Santiago (Lc) por el nombre de su hijo, que fue el más ilustre de los hermanos del Señor y del que habla frecuentemente en los Hechos de los Apóstoles como jefe de la Iglesia de Jerusalén 112.

Los otros dos hermanos, Judas y Simón, no son hijos de esta mujer; por consiguiente, son primos de Jesús por otra rama distinta. Igual ocurre con las hermanas de Jesús que aparecen en otros lugares del evangelio. Los habitantes de Nazaret se refieren a todos ellos con cierta afectación, queriendo probar así los lazos estrechos que unen al nuevo profeta con sus parientes, que no son sino campesinos o artesanos de pueblo, como lo fue Él mismo.

En sus últimos momentos en la Cruz, Jesús confiará su Madre al discípulo amado, como si se tratara de una mujer sola y sin hijos. La tradición es unánime desde los comienzos, al considerar que María no tuvo más hijos que Jesús.

VII. EL PRECURSOR

1. UN NUEVO PROFETA

Mt 3, 1-4; Mt 1-6; Jn 1, 6-8; Lc 3, 7-18

Desde el seno de su madre, Juan fue inundado del Espíritu Santo para preparar la manifestación de Jesús a su pueblo. Y, mientras llegaba este momento, iba creciendo y se fortalecía en el espíritu, y habitaba en el desierto (Lc). Se preparaba para su misión en la soledad y en la oración. Mateo menciona el desierto de Judea, es decir, la parte más árida del país. Esta región montañosa se extiende al oriente de Jerusalén y desciende hacia la llanura de Jericó y la gran depresión del Jordán. No es un desierto en sentido estricto, sino una región reseca y pedregosa de difícil cultivo y, por eso, prácticamente despoblada.

Cuando inició Juan su predicación vestía de un modo austero: llevaba un vestido de pelos de camello, y un ceñidor de cuero a la cintura, y comía langostas y miel silvestre (Mc). Este ropaje era la vestimenta habitual de los moradores del desierto.

La vida pública de Jesús comienza con la misión del Bautista. Juan hablaba de Jesús como del que viene detrás de mí, ante el que no se considera digno de inclinarse para desatar la correa de sus sandalias. El es el último de los profetas del Antiguo Testamento, que anuncia y señala al Mesías ya próximo (Mt; Jn). Es el primero de los testigos de Jesús.

Mateo comienza también el relato de la vida pública con un párrafo lleno de solemnidad: En aquellos días se presentó Juan el Bautista...El verbo empleado por Mateo indica una repentina e impresionante aparición.

San Lucas quiere precisar el tiempo y el espacio en que irrumpe Juan como Precursor de Cristo y se muestra muy documentado. Tuvo lugar, nos dice, en el año decimoquinto del imperio de Tiberio César 113. Era Poncio Pilato procurador de Judea 114, y Herodes, tetrarca de Galilea...

El apóstol san Juan, en quien el Bautista produjo una impresión imborrable, se muestra respetuoso con el que fue su maestro antes de conocer a Cristo, y se refiere a él con la mayor solemnidad en el prólogo al cuarto evangelio: Hubo un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan. Este vino para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por él. Este evangelista lo menciona hasta siete veces. Los discursos de san Pedro y de san Pablo, recogidos en los Hechos de los Apóstoles, también mencionan el testimonio de Juan como la culminación de todas las profecías anteriores acerca del Mesías.

Jesús dirá de Juan que es el más grande entre los nacidos de mujer (Mt) y la antorcha que ardía y que alumbraba (Jn), señalando el camino a muchos. Cristo era la luz, y Juan vino para dar testimonio de la luz (Jn),

Los evangelistas sitúan los hechos que narran con gran precisión.

para preparar el camino del Señor: el pregonero que anuncia la salvación. Por eso señala a Cristo: He aquí el Cordero de Dios, he ahí al Hijo de Dios; y ve con alegría que sus propios discípulos se vayan con Cristo. Su postura ante el Señor viene expresada por estas palabras: Es necesario que Él crezca y que yo disminuya (Jn).

La aparición de Juan es tan importante que san Lucas lo presenta con estas palabras: vino la palabra de Dios sobre Juan, el hijo de Zacarías, en el desierto.

Vino la palabra de Dios sobre... Este es el giro empleado para los grandes mensajes de los profetas más sobresalientes, Elías, Isaías, Jeremías, Ezequiel. Y Juan, por su misión, está a la cabeza de todos ellos.

Impulsado por el Espíritu Santo, Juan abandonó el desierto y bajó de la montaña para extender su predicación por el valle del Jordán. Ningún evangelista lo muestra en las ciudades ni en los pueblos. Estaba rodeado de multitudes que iban a buscarlo. Hacía mucho tiempo que no había aparecido en Israel un hombre de Dios portador de la palabra divina. Por eso fue muy grande la emoción que el pueblo experimentó al saber que un profeta, un verdadero profeta, habitaba en el desierto de Judá.

Juan, con su llamada al arrepentimiento, se situaba en la línea de los grandes profetas de Israel. ¿Qué debemos hacer?, le preguntaban las gentes. Y él respondía: Él que tenga dos túnicas que las reparta entre los que no tienen ninguna; y el que tiene qué comer que haga lo mismo (Lc). Hasta los publícanos se iban a bautizar. Entre el auditorio había fariseos y saduceos, a los que Juan dijo tremendas verdades: Raza de víboras, ¿quién os ha dicho que podréis escapar a la cólera inminente? (Mt). Y, sin embargo, estas gentes también se sentían atraídas por él.

San Lucas ve en la persona de Juan y en su predicación el cumplimiento de lo que había profetizado Isaías:

Voz del que clama en el desierto; preparad el camino del Señor, haced rectas sus sendas...

Estas metáforas eran elocuentemente expresivas. Cuando un personaje importante hacía su entrada en un pueblecito de la montaña, cercano al desierto, los aldeanos realizaban un trabajo importante: rehacer los senderos, rellenar los barrancos y rebajar los altozanos, enderezar los trazados sinuosos y suavizar los ásperos. En la antigua y en la nueva profecía, todas estas expresiones son simbólicas. El estado de las calzadas es figura del de los espíritus. Si el pueblo deseaba que Dios se abriera camino hasta ellos, era necesario rellenar muchos vacíos, rebajar orgullos empinados, enderezar las almas equivocadas y esponjar las endurecidas.

Y Juan buscó esta renovación interior. Por eso repetía sin cesar: haced penitencia. Y añadía: el Reino de los Cielos está cerca 115. La etapa que se inicia constituye tal cambio en la historia que exige una conversión radical en la conducta y en el pensamiento. La llegada de Cristo implica una intervención salvadora especial de Dios en favor de los hombres, pero también una exigencia de que estos se abran a la gracia divina y rectifiquen su conducta. Esta era la tarea del Bautista.

Ya en el Antiguo Testamento la conversión había constituido un tema de predicación constante de los profetas; pero ahora, con la venida de Jesucristo, esa conversión se hace urgente y del todo indispensable.

2. EL BAUTISMO DE JUAN

Mt 3, 5-12; Mc 1, 1-8

San Juan no solo predicaba la penitencia y conversión, sino que exhortaba a someterse al rito de su bautismo. Unía a su predicación un acto simbólico que subraya su significado y refuerza sus efectos. No es solamente un pregonero público, como le gustaba calificarse (Jn), sino el que bautiza, el Bautista. En Israel ya se conocía el empleo de las abluciones religiosas: se practicaban para admitir a los prosélitos en la comunidad judía; también, y con mucha más frecuencia, en las múltiples purificaciones legales. Pero el bautismo inaugurado por Juan era algo distinto: recordaba a los antiguos profetas y era un rito que formaba parte de su misión.

El bautismo de Juan era un modo de preparar interiormente a los que se acercaban a él y hacerles comprender la inminente llegada del Señor. Sus exhortaciones a la conversión y a una vida recta con el reconocimiento humilde de sus pecados disponían para recibir a Cristo.

El movimiento de gentes originado por el Bautista fue tan general que Marcos y Mateo se atreven a decir que toda Judea, con Jerusalén a la cabeza, se conmovió. El cuarto evangelio nos informa de cómo esta conmoción afectó también a Galilea, puesto que algunos jóvenes de esta región, y hasta del valle alto del Jordán, frecuentaban la escuela del nuevo profeta y figuraban entre sus discípulos más cercanos.

El prestigio de Juan era solo comparable con el de los más grandes profetas. Aún más, Juan los superaba. Su misión alcanzará enorme resonancia en el territorio judío y se prolongará a lo largo del tiempo. Unos lustros más tarde Pablo encontrará discípulos de Juan incluso entre los judíos de la dispersión (Jn y Hch).

3. JESÚS ES BAUTIZADO

Mt 3, 13-17; Mc 1, 9-11; Lc 3, 21-22

Juan, con su vida austera y su predicación, mantenía al pueblo en suspenso, y provocaba una expectación llena de fervor. Los judíos estaban a la espera de grandes acontecimientos religiosos, y la misión de Juan presagiaba, en efecto, sucesos extraordinarios. Sus palabras daban un nuevo aliento a la esperanza mesiánica y muchos se preguntaban en su interior si él mismo no sería el Cristo. Pero Juan decía: Yo no soy el Cristo (Jn), y añadía: Yo os bautizo con agua; pero viene quien es más fuerte que yo, al que no soy digno de desatar la correa de sus sandalias: él os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego (Lc).

Esta declaración, envuelta en cierto misterio, estaba penetrada de una profunda humildad. Con una comparación sencilla se colocaba en el sitio que le correspondía: el que viene -dicees un gran señor, y los grandes señores tienen siervos para quitarles las sandalias cuando llegan de un largo camino. Yo soy tan poca cosa a su lado que ni siquiera soy digno de servirle de criado. En comparación de él, yo no existo, venía a declarar 116.

Juan no presentaba directamente al Señor, pero lo tenía, sin duda, en el corazón. Al declarar que él no era el Cristo empleaba la misma discreción, y por los mismos motivos que mostrará Jesús para decir que Él sí es el Cristo.

El evangelio no nos dice si hubo algún encuentro anterior entre Jesús y Juan. Los años de juventud de ambos fueron muy diversos, y no parece por los textos -habitaba en el desierto (Lc); yo no le conocía (Jn) que se hubieran visto antes de estos sucesos.

Toda la vida del Precursor culmina con el bautismo de Jesús. Un día se presentó el Señor entre la multitud. Venía de Galilea para ser bautizado por Juan (Mt), aunque Él no lo necesitaba, pues tenía la plenitud de la gracia.

Cuando Juan vio venir a Jesús sabía que era Él, el Mesías tanto tiempo esperado. Quizá no conocía la divinidad del Señor y su íntima y eminente relación con Dios Padre. Esto le será revelado de modo parcial. Aparentemente, Jesús iba, como los demás, a escuchar su palabra y recibir su bautismo. Lo solicita con modestia, pero el Bautista se negó, diciendo: Soy yo quien necesita ser bautizado por ti, ¿cómo vienes tú a mí? Y Jesús le replicó: Déjame ahora, así es como debemos nosotros cumplir toda justicia (Mt), es decir, todo lo establecido por Dios Padre. «El significado pleno del bautismo de Jesús, que comporta cumplir toda justicia, se manifiesta en la cruz: su bautismo es la aceptación de la muerte por los pecados del mundo. Estas palabras pueden considerarse como un anticipo de las que pronunciará Jesús en Getsemaní: no se haga mi voluntad, sino la tuya» 117.

Déjame ahora... Estas son las primeras palabras que conocemos de Jesús en su vida pública; están en la misma línea de aquellas que dirigió a sus padres cuando le encontraron en el Templo. A lo largo de los tres años de predicación repetirá de modos diversos que Él ha venido a cumplir la voluntad del Padre.

Y el Señor recibió el bautismo de manos de Juan. Inmediatamente después de ser bautizado, Jesús salió del agua (Mt) y se recogió interiormente: estaba en oración, nos indica expresamente san Lucas 118. Y entonces, mientras dialogaba con su Padre del Cielo, tuvo lugar la manifestación del misterio de la Santísima Trinidad 119. Esta escena, junto a la de la Transfiguración, es una de las más bellas de la vida del Señor. Y vio al Espíritu de Dios que descendía en forma de paloma y venía sobre él. Una voz del Cielo atestiguó: Este es mi Hijo, el amado, en quien me he complacido (Mt).

Literalmente ha de leerse: Este es el Hijo mío, el amado. Y el Amado, precedido del artículo y unido a la expresión el Hijo, normalmente en la Escritura se refiere al hijo único. Con toda propiedad y fuerza se declara aquí que Jesús es el Hijo de Dios, el Unigénito,

Hijo en un sentido distinto a los demás hombres. Por esa filiación poseía la plenitud del Espíritu Santo. Este nuevo descendimiento significa que la Tercera Persona de la Trinidad comenzaba su acción por medio del Mesías. Muchos textos del Antiguo Testamento anunciaban esta especialísima manifestación del Espíritu Santo.

El Señor no necesitaba ser bautizado, como tampoco precisaba de la circuncisión, a la que, sin embargo, también se sometió. El evangelista indica la razón: era la voluntad de su Padre que se sometiese a la Ley, como Él mismo enseñará más tarde.

Los cielos abiertos son el primer elemento de la teofanía; si se abren sobre el nuevo profeta, es un signo de su unión en la intimidad de Dios. A este primer elemento se agregan los otros dos: el vuelo de la paloma, símbolo del Espíritu, y la voz del Padre que sale de lo más profundo.

El testimonio del Precursor, a partir de este momento, será más completo y más apremiante. Ved al Cordero de Dios -escribirá Juan-, ved al Elegido.

Cuando el Bautista comprendió cómo le había sido mostrado el Cristo, pensó quizá que debía él retirarse para dejarle el lugar. Pero Jesús desapareció tan súbitamente como había aparecido, y durante más de un mes, el tiempo que permaneció en ayuno y en oración en el desierto, nadie lo vio, ni probablemente nadie sabía dónde estaba. Juan comprendió que debía continuar su misión.

Jesús quiso comenzar su vida pública a partir del movimiento religioso iniciado por su Precursor. Es tan importante este momento que Pedro exigirá haber acompañado a Jesús desde el Bautismo de Juan para cubrir la vacante dejada por Judas en el Colegio de los Doce (Hch).

Tenía Jesús al comenzar como unos treinta años. Después del Bautismo 120, regresó del Jordán y fue conducido por el Espíritu al desierto (Lc).

VIII. LAS TENTACIONES DE JESÚS

1. EN EL DESIERTO DE JUDEA

Mt 4, 1-11; Mc 1, 12-13; Lc 4, 1-13

Después de haber sido bautizado Jesús, el Espíritu Santo lo impulsó al desierto (Mc).

La vida de Cristo, desde su concepción hasta su glorificación, todos sus actos, cada una de sus palabras, todo «procede de la plenitud del Espíritu que hay en Él» 121. Esta unión con el Espíritu Santo, «unión de la que es plenamente consciente», será siempre «su fuente secreta», «la fuente íntima de su vida y de la acción mesiánica» 122. Y este fue el Don, el inmenso regalo, que el Señor nos dejaría antes de partir al Padre: el Espíritu Santo.

Este lugar era la zona árida del llamado desierto de Judea. Desde las orillas del Jordán caminó el Señor unos ocho kilómetros, la distancia entre aquellas riberas y la ciudad de Jericó; luego se encaminó hacia el Oeste y se detuvo, según nos indica san Mateo con precisión, en la región más elevada del desierto. Con mucha probabilidad en lo que hoy se llama el monte de la Cuarentena (el Djebel Garantal, de 323 m de altura), a unos pocos kilómetros del Jericó moderno. Es un terreno seco, de piedras peladas y surcado por profundas torrenteras. San Marcos nos dice, señalando su extrema soledad, que moraba con las fieras (Mc). En aquellos parajes deshabitados eran sobre todo chacales, zorros y buitres. San Mateo especifica que fue allí Jesús para ser tentado por el diablo.

Con buen fundamento se supone que el ayuno del Señor tuvo lugar en los meses más fríos y lluviosos del año, en enero y febrero, pues poco después -indica el evangelista- vino la Pascua, que tenía lugar a finales de marzo o comienzos de abril.

Después de estos días, en los que la naturaleza humana de Jesús se encuentra debilitada, se acercó el Tentador para tenderle la primera trampa. El evangelio nos muestra al príncipe de los demonios acercándose de modo insidioso, probablemente con forma humana. Los distintos nombres que le dan los escritores sagrados son los mismos que se suelen encontrar en otros lugares de la Escritura: Satán, palabra hebrea que significa «adversario»; diablo o calumniador; y también tentador. Contra Cristo manifestará toda su astucia y su maldad 123.

La imagen del Mesías que tiene el demonio es semejante a la que tenían muchos judíos de aquel tiempo: un gran profeta, pero hombre al fin y al cabo.

Advierten los Santos Padres 124 que Jesús quiso someterse a las tres tentaciones que ordinariamente más estragos hacen en los hombres: la falta de templanza, la soberbia y la avaricia. Quiso darnos ejemplo de fortaleza contra las intenciones de nuestro enemigo de perder nuestra alma por uno de esos caminos.

Estas tentaciones del Señor son difíciles de comprender por nosotros. Jesús, como dice la Carta a los Hebreos 125, quiso ser tentado para compadecerse de nuestras debilidades y servirnos de ejemplo. Tienen, además, estas pruebas un sentido mesiánico, en cuanto que el demonio trataba de averiguar si Jesús era el Mesías. Si era así, procuraría atraerle hacia un mesianismo popular, político y triunfal, según la idea más extendida de la época. Le propone la comodidad en vez de la cruz, los milagros aparatosos en vez de la vida trabajosa, la dominación política del universo en vez de un reinado en las almas. Nunca pudo imaginar el diablo que aquel hombre era el Hijo de Dios, Dios mismo.

Hemos de recordar aquí que el Señor fue tentado porque Él quiso y que su absoluta perfección no permitía sino lo que llamamos tentación externa. Cristo, la santidad misma, era esencialmente impecable y careció del desorden que provocó el pecado original en el mundo. Tuvo la experiencia, real y auténtica, de la tentación, pero no la del pecado. Soportó sobre sí la presión del demonio, de los hombres, de las circunstancias, que le pedían desnaturalizar su mesianismo. Fueron tentaciones reales, pero no implicaban desorden interior alguno, aunque para ser rechazadas requerían fortaleza: no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino que, siendo como nosotros, fue probado en todo, menos en el pecado.

En el Señor existían las apetencias normales de lo que era bueno para su cuerpo y para su alma, y también el rechazo de lo que les era nocivo. Cuando se dice que Él no padeció el desorden de la concupiscencia no se afirma la ausencia o la negación de la sensibilidad. Al contrario, Jesús poseía una sensibilidad delicada, como muestran sus reacciones con quienes encontró a su paso y en su predicación: se compadeció ante las necesidades de los demás; sintió hambre y apeteció el comer; tuvo sed y sueño, y experimentó la necesidad de saciarlos; se indignó con ira santa; saboreó el gozo de la amistad; lloró con auténtico dolor de hombre; sintió miedo y angustia ante la muerte.

Su santa Humanidad rechazó los tormentos y la muerte, sin que ese rechazo fuese desordenado, pues corresponde al orden de las cosas. Pero esa misma naturaleza humana libre dominó la repulsión hacia los tormentos y la muerte, y obedeció al Padre: si es posible, pase de mí este cáliz, pero no se haga mi voluntad, sino la tuya (Lc).

Las tentaciones del Señor se sitúan, con todo, en un contexto más amplio: el de la lucha entre Satanás y el Hijo de Dios, el Mesías, tan señalada en los evangelios. Jesús sufre los ataques de Satanás, quien, a pesar de emplear todos los medios a su alcance, es vencido siempre y en todo 126.

Las tres tentaciones se refieren de un modo u otro al mesianismo de Cristo y guardan estrecha relación con la interpretación terrena que la mentalidad de la época daba a la misión del Mesías. Satanás emplea sus poderes contra Jesús para que oriente su misión en provecho propio y, por tanto, a espaldas de la voluntad del Padre. De hecho, el Señor hubo de rechazar a lo largo de su vida las presiones de su ambiente, que le empujaban en esta dirección, contraria al plan del Padre. Es la misma tentación que promueven los judíos al final de su vida, cuando está ya en la cruz: Si eres el Hijo de Dios, baja de la cruz, y creeremos (Mt; Me).

Se trata, pues, de tentaciones numerosas y reales, que Cristo vence con perseverancia. El gran tentador de Jesús es Satanás, pero la tentación brotará también más tarde de sus enemigos, del ambiente, de sus mismos discípulos y de los familiares.

Para que la experiencia de la tentación sea real y su vencimiento una auténtica victoria, no es necesario que el corazón del hombre esté inclinado al mal, que tenga el fomes peccati. En Jesucristo no hay ninguna connivencia con el mal; no reina en sus miembros ninguna ley del pecado 127; pero fue tentado verdaderamente. Sus victorias sobre estas tentaciones no tienen solo un sentido pedagógico (enseñarnos a luchar); forman parte además de su lucha y de su victoria sobre el príncipe de este mundo (Jn).

La victoria de Cristo sobre el diablo se consumó en la cruz; pero comenzó ya -y de forma contundente- mucho antes. Uno de los momentos cruciales de esa lucha y victoria de Jesús fueron precisamente estas tentaciones en el desierto de Judea.

2. LAS TENTACIONES EN SÍ MISMAS

El enemigo toma ocasión del hambre que sufre Jesús después de un ayuno tan prolongado, y le propone usar su poder en provecho propio. Había oído al Bautista predicar que Jesús era el Mesías; y también la voz del Padre en el bautismo, que le proclamaba su Hijo. Sin duda, el demonio -buen conocedor de la naturaleza humana- observaba en Él algo extraordinario, distinto a los demás hombres. Ahora le ve hambriento, y tal vez duda de si efectivamente es el Mesías esperado 128. Muchos Padres suponen que Satanás ignoraba la dignidad mesiánica de Cristo, o al menos no estaba seguro de ella. Le incita entonces a que manifieste su poder con un portento: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes (Mt). El demonio parece mostrarse compasivo con el Señor.

Jesús responde a la invitación del demonio con unas palabras tomadas de la Escritura 129. Moisés dijo al pueblo de Israel: (Dios) te ha alimentado con maná, que no conocías ni habían conocido tus padres, para que supieses que no solo de pan vive el hombre, pues el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Yahvé.

La vida del hombre no pende solamente del pan o de los alimentos, sino de Dios, que puede crear un alimento extraordinario, como el maná. Satanás invita a Jesús a que emplee su poder sobrenatural en su propio provecho, y el Señor le responde que es necesario poner la confianza en Dios, que puede proveer de muchas maneras.

3. EL DEMONIO VUELVE A LA CARGA

Había mostrado el Señor un total abandono en Dios. Quiere ahora el demonio inducirle a una confianza presuntuosa. Le lleva consigo a la ciudad santa. No quiere decir esto que el demonio le obligase a seguirle con violencia ni que Cristo le acompañase amigablemente 130. Es más probable que fuera solamente una representación de tipo imaginativo, sin que Jesús le acompañase «físicamente». La ciudad santa era Jerusalén, centro del culto judío. El pináculo parece referirse a alguno de los ángulos de los pórticos del Templo que se levantaban sobre el torrente Cedrón, a unos 180 m de altura sobre el fondo del torrente. De una de estas alturas, según la tradición, fue precipitado Santiago el Menor.

Según una creencia judía muy corriente en tiempo del Señor, el Mesías había de manifestarse pública y repentinamente sobre una de las terrazas del Templo y desde allí anunciar con gesto triunfal la liberación del pueblo de Israel. Parece que el enemigo tiene presente esta opinión judía, e invita a Jesús a que comience su ministerio mesiánico con un acto espectacular, arrojándose del pináculo del Templo y asombrando a todos. Acude de nuevo a la Escritura para argumentar su sugerencia. Le recuerda unas palabras del salmo 90:

Dará órdenes acerca de ti a sus ángeles,

de que te lleven en sus manos

no sea que tropiece tu pie contra alguna piedra.

Pero el demonio tergiversa su sentido. No quiso decir el salmista que todo lo que emprenda el justo le saldrá bien, sino que en todas las cosas que lleve a cabo por seguir la justicia, aunque todo el mundo se le oponga, experimentará el auxilio divino, de tal manera que le parecerá ser llevado en manos de los ángeles. Así lo hace ver el Señor: Escrito está también: No tentarás al Señor tu Dios.

A continuación, de nuevo lo llevó el diablo a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo y su gloria. Ignoramos qué monte pudo ser este a donde el demonio llevó al Señor. Algunos piensan que quizá fuese la cumbre del que hoy se llama el monte de la Cuarentena, cercano al mismo sitio donde Jesús había ayunado, pero es más probable que se trate también de una representación imaginaria, pues no hay ningún monte en la tierra desde el que se vean todos los reinos del mundo.

En el Antiguo Testamento se promete al Mesías el reinado sobre todo el mundo, pero debía conquistarlo por medio de la humildad y de los sufrimientos de la Pasión. Satanás le ofrece un camino más cómodo y fácil de poseerlo. Fingiéndose Dios y dueño del universo, le muestra y le ofrece la gloria, las riquezas y las maravillas de todos los reinos de la tierra; basta con que se postre en tierra y le adore. Esta visión debe interpretarse en sentido figurado o como meramente interna. San Lucas parece indicar que todo tuvo lugar en un instante. Pretende el diablo comprobar si Jesús busca sinceramente la gloria de Dios o su comodidad y su propia gloria, si está realmente dispuesto a desprenderse de las honras humanas y de las riquezas de las que podría gozar si dominara todos los reinos del mundo 131.

La respuesta de Jesús a esta proposición es enérgica y, como las dos primeras, tomada de la Escritura 132. Con voz imperiosa alejó de Sí al enemigo llamándole por su nombre y descubriendo su maldad: Apártate, Satanás, pues escrito está: Al Señor tu Dios adorarás y a Él solo darás culto.

San Lucas advierte que esta retirada del diablo no fue definitiva, sino solo hasta el tiempo señalado (Lc). Fue probablemente el de la Pasión, que el mismo Cristo llamó la hora de sus enemigos y el poder de las tinieblas (Lc). Terminada esta lucha con el demonio, los ángeles vinieron y le servían (Mt) 133. Quizá le proporcionaran algunos alimentos con que reparar las fuerzas extenuadas por el ayuno.

IX. LOS PRIMEROS DISCÍPULOS

1. EL CORDERO DE DIOS

Jn 1, 29-31

El Bautista predicaba y seguía bautizando en Betania, la que está al otro lado del Jordán. Lo señala así el evangelista para distinguirla de otra Betania, cercana a Jerusalén. Allí Juan daba testimonio de Jesús a quienes acudían a él: Yo no soy el Cristo (Jn), dirá a una legación de sacerdotes y levitas enviada desde Jerusalén, mientras la expectación en torno a la llegada del Mesías, próxima ya, era muy grande.

Al día siguiente del testimonio del Bautista ante los enviados de Jerusalén, vio a Jesús que se dirigía hacia él. Al acercarse, dijo: He aquí el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Este nombre tenía resonancias muy profundas entre los judíos y hacía referencia al sacrificio redentor del Mesías. Los oyentes conocían bien el significado del cordero pascual, cuya sangre era derramada en el altar de los holocaustos en conmemoración de la noche en que los judíos fueron liberados de la esclavitud en Egipto. También habían leído muchas veces las palabras de Isaías en las que compara los sufrimientos del Siervo del Señor, el Mesías, con el sacrificio de un cordero.

El cordero pascual, que cada año era el recuerdo de la liberación y del pacto que Dios había estrechado con su pueblo, se sacrificaba en el Templo. Todo ello era promesa y figura de la verdadera Víctima en el sacrificio del Calvario en favor de toda la humanidad. Más tarde, san Pablo dirá a los primeros cristianos de Corinto que nuestro Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado, y les invita a una vida nueva, a una vida santa 134.

2. LOS PRIMEROS

Jn 1, 35-39

Un día después estaba allí de nuevo Juan y dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, volvió a decir: He aquí el Cordero de Dios. Y puso así a dos de sus mejores discípulos en contacto con el Mesías.

En esto se revela también la grandeza de alma del Bautista y su amor y respeto hacia Jesús. Esta narración, la más detallada del evangelio de san Juan, tiene toda la apariencia de ser un recuerdo bien guardado en su memoria y en su corazón, como sucede con esos gratos acontecimientos que cambian el rumbo de una vida. Más adelante, nos dirá que uno de ellos era Andrés, el hermano de Simón Pedro. Una antiquísima tradición señala que el otro discípulo era el propio Juan, el que nos narra estos sucesos. Otros datos -la viveza del relato, la tendencia del apóstol a quedar en el anonimato, etc., así lo confirman.

El Bautista se quedó mirando a Jesús con toda atención. Se fija en Él con expresión de interés, para dirigir las miradas de Juan y de Andrés hacia Jesús que pasa.

Es del todo probable que, después del testimonio del día anterior, Juan se hubiera extendido hablando del Señor. Y en los discípulos se encendería el deseo de conocerlo más y de tratarlo. Ahora, en una sola frase resume todas sus enseñanzas: He aquí el Cordero de Dios..., el Mesías esperado, parece decir. Y los dos discípulos, al oírle hablar así, siguieron a Jesús.

Nunca se olvida el encuentro decisivo con Jesús. La llamada del Señor, ser recibido en el círculo de sus más íntimos, es la mayor gracia que se puede recibir en este mundo. Representa ese día feliz, inolvidable, en el que el hombre es invadido por la clara invitación del Maestro, ese don inmerecido que da sentido a la vida e ilumina el futuro, llenándolo de sentido. Hay llamadas de Dios que son como una invitación dulce y silenciosa; otras, como la de san Pablo, fulminantes como un rayo que rasga la oscuridad, y también hay llamadas en las que el Maestro pone sencillamente la mano sobre el hombro, mientras dice: ¡Tú eres mío! ¡Sígueme! Entonces, el hombre, lleno de alegría, va, vende cuanto tiene y compra aquel campo (Mt), porque en él ha encontrado su tesoro 135.

San Juan nos relata con todo detalle este primer encuentro. Un poco más adelante, se volvió Jesús y, viendo que le seguían, les preguntó: ¿Qué buscáis? Era una pregunta muy directa. Quizá ellos mismos no sabían qué deseaban: lo buscaban todo, le buscaban a Él. De ahí la respuesta en forma de pregunta, que parece dirigida a ganar tiempo: Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives? El evangelista, junto a la traducción, ha querido dejar el nombre hebreo Rabí, que tanta fuerza tenía en su corazón 136. Era el modo con el que más tarde se dirigirán a Él, y significaba algo así como «Maestro mío», o «Dueño mío». Será también el tratamiento que el pueblo sencillo aplique a Jesús.

El Señor les respondió: Venid y veréis. Fueron y vieron dónde vivía. Y permanecieron aquel día con Él. Es más, ya nunca se separaron de Él. En Jesús encontraron realmente todo lo que buscaban. San Juan, que escribe ya en la ancianidad, guardó para sí los recuerdos de aquel día memorable, y anota con precisión el momento de ese encuentro con el Maestro: era alrededor de la hora décima, hacia las cuatro de la tarde. Es como si nos dijera: allí comenzó todo. Esa hora revela en el que escribe todo un mundo de recuerdos.

El Bautista «perdió» aquel día a sus dos mejores discípulos, pero recibió sin duda una de las alegrías más grandes de su vida: ver cómo seguían a Jesús.

3. EL ENCUENTRO CON PEDRO. LA MIRADA DEL SEÑOR

Jn 1, 40-42

Andrés buscó a su hermano Simón y le dijo: Hemos encontrado al Mesías, ¡al que todo el mundo esperaba! Era una voz de júbilo que revelaba un alma llena de fe. Le hablaría a su hermano con la seguridad del que está convencido, de quien ha descubierto algo muy grande. Y lo llevó a Jesús. La fe tiende a comunicarse y tiene consecuencias prácticas, y Andrés comienza por el más próximo: su hermano.

El Señor se vale con frecuencia de los lazos de la sangre, de la amistad... para llamar a otras almas a seguirle. Esos vínculos pueden abrir la puerta del corazón de parientes y amigos a Jesús, que a veces no puede entrar debido a los prejuicios, los miedos, la ignorancia, la reserva mental o la pereza. Cuando la amistad es verdadera no son necesarios grandes esfuerzos para hablar de Cristo: la confidencia surgirá como algo normal. Entre amigos es fácil intercambiar puntos de vista, comunicar hallazgos...

Cuando Simón estuvo en su presencia, Jesús le miró con predilección. A Pedro le quedó grabada esta mirada de su Maestro toda la vida; le penetró hasta lo más hondo del alma.

San Marcos, que recoge la catequesis de Pedro, nos hablará en otros lugares de este mirar inolvidable. Los evangelistas lo resaltan en las más variadas circunstancias. Con su mirada invitará a dejarlo todo y a seguirle, como en el caso de Mateo; o se llenará de amor, como en el encuentro con el joven rico; o de ira y de tristeza, viendo la incredulidad de los fariseos; de compasión, ante el hijo de la viuda de Naín; sabrá remover el corazón de Zaqueo, logrando su conversión; se enternecerá ante la fe y la grandeza de ánimo de la pobre viuda que dio como limosna todo lo que poseía. Su mirada penetrante ponía al descubierto el alma frente a Dios, y suscitaba al mismo tiempo el examen y la contrición. Así miró Jesús a la mujer adúltera, y así miró al mismo Pedro que, después de su traición, lloró amargamente.

Mirándolo Jesús le dijo: Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas.

Jesús se impone desde el principio a Pedro, que permanece anonadado, felizmente anonadado, por esta acogida que él no esperaba. El Maestro conoce su nombre propio, Simón. Sabe que es hijo de Juan, que equivalía a su apellido paterno. Y le anuncia con cierta solemnidad el nombre que ha de llevar en adelante como imagen de su misión: Tú te llamarás Cefas, piedra 137.

Cefas es transcripción griega de una palabra aramea que quiere decir piedra, roca. Y san Juan, que escribe en griego, se ve en la necesidad de explicar el significado del término empleado por Jesús. Cefas no era nombre propio, nadie se llamaba así, pero el Señor lo impone al apóstol para indicar la misión que le será revelada más adelante: Simón estaba destinado a ser la piedra, la roca sobre la que se asentaría la Iglesia. Desde aquel momento perteneció por entero al Señor. Aquella noche no dormiría al recordar la mirada y las palabras afectuosas del nuevo Maestro. Toda su vida quedó marcada por aquel instante.

Los primeros cristianos consideraban tan significativo este nuevo nombre que lo emplearon sin traducirlo; después se hizo corriente su traducción -Pedro-, que ocultó el antiguo nombre del apóstol -Simón-. Cefas dejó de utilizarse.

4. HACIA GALILEA

Jn 1, 43-44

Después de la vocación de Pedro, al día siguiente, concreta san Juan, Jesús decidió marchar al Norte, a Galilea, la patria de estos primeros discípulos que habían bajado para oír al Bautista. Y fue entonces, quizá al iniciar la marcha en la misma ribera del Jordán, cuando Jesús encontró a Felipe; se hizo encontradizo con él, viene a decir el texto sagrado. Felipe era de Betsaida, ciudad de Andrés y de Pedro. Y Jesús le dijo: Sígueme. Era la invitación usual del Maestro a acompañarle, a escuchar su doctrina y a imitar su modo de vida...

La relación de los discípulos con Jesús tenía algo propio y distinto de la que existía entre otros maestros y sus seguidores. Para el seguimiento de Jesús lo determinante no era la decisión del discípulo, sino la voluntad de Jesús que llamaba a los suyos, que invitaba con autoridad. En segundo lugar, Jesús les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas (Mc). Por último, los discípulos no se limitaban a aprender del Maestro, sino que recibían una misión: la de ser pescadores de hombres, transmisores de la doctrina y de la fe que ellos habían recibido.

Además, entre los que seguían a Jesús había también mujeres, puesto que estas le seguían y le servían cuando estaba en Galilea, y... habían subido con Él a Jerusalén (Mc). Esto era insólito en aquella época y en aquel ambiente, y chocaba frontalmente con las costumbres de los judíos.

5. NATANAEL

Jn 1, 45-51

Felipe buscó enseguida a su amigo Natanael, que era de Caná de Galilea; allí precisamente se dirige el Señor. Quizá sea en la misma Caná donde se desarrolle esta escena. Con emoción, el nuevo discípulo comunicó a su amigo el gran descubrimiento: Hemos encontrado a aquel de quien escribieron Moisés en la Ley, y los Profetas: Jesús de Nazaret, el hijo de José. ¡Es el Mesías que espera todo el mundo! Pero este amigo no estimaba en mucho a la gente de Nazaret, y no parece dispuesto a admitir que el Mesías pudiera surgir de un lugar tan oscuro: ¿Acaso puede salir algo bueno de Nazaret? Pone en duda que Jesús sea el Mesías porque se lo presentan como hijo de José y natural de Nazaret, cuando, según la tradición, el Mesías debía nacer en Belén y permanecer de una manera misteriosa y oculta hasta su aparición al pueblo de Israel. Esta reacción debió de ser en parte motivada por la rivalidad existente entre Caná y Nazaret, que eran localidades vecinas.

La respuesta de Natanael no desalentó a Felipe, que se limitó a responder: Ven y verás. Su propia experiencia le decía que bastaba conocer al nuevo Maestro para creer en Él. ¡Él nunca defrauda! Felipe tenía ya una fe firme en Jesús.

Cuando el Señor vio a los dos amigos que se acercaban, refiriéndose a Natanael y quizá señalándole con la mano, dijo en voz alta: He aquí un verdadero israelita en quien no hay doblez.

Pone de manifiesto la sinceridad de Natanael y su piedad para con Dios: un verdadero israelita es aquel que no tiene otro Dios y Señor que Yahvé. Esto desconcertó al amigo de Felipe, quien le contestó: ¿De qué me conoces? ¿A qué viene esto?

Jesús alude entonces a algún hecho desconocido del que solo Dios sería testigo; quizá una oración más profunda o una petición relacionada con la llegada del Mesías... Recordaba a Natanael, en términos velados para los demás, una singular situación de ánimo en que entonces se hallaba el futuro discípulo: Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas bajo la higuera, yo te vi. Algo había pasado debajo de la higuera.

Esta inesperada revelación llegó a lo más hondo del corazón de Natanael, que profesó la primera confesión explícita de fe en Jesús como Mesías y como Hijo de Dios. Tenía razón Felipe con el «ven y verás». Jesús no le defraudó. Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel, exclamó Natanael. La gracia había entrado en su corazón hasta llenarlo.

Jesús recompensó enseguida este acto de fe del nuevo discípulo: ¿Porque te he dicho que te vi bajo la higuera crees? Cosas mayores verás. Y añadió, dirigiéndose ahora al pequeño grupo que le rodeaba, estas palabras, con cierta solemnidad: En verdad, en verdad os digo que veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar en tomo al Hijo del Hombre.

El Señor alude al sueño de Jacob en Betel, narrado en la Sagrada Escritura. Jesús había pasado por esa ciudad en este viaje de Judea a Galilea. Los que están en su compañía verán cosas mayores que las reveladas a Jacob en el sueño: la manifestación progresiva de su divinidad. Los ángeles, que suben y bajan en una procesión ininterrumpida entre el cielo y la tierra, con Jesús en el centro, recuerdan la misteriosa escala de ese sueño de Jacob, a lo largo de la cual subían y bajaban de continuo estos espíritus puros. Allí la presencia de los ángeles significaba que Dios tomaba al hijo de Isaac bajo su protección durante su peligroso viaje y su permanencia en la remota Mesopotamia. Aquí representa la continua sucesión de favores divinos que Jesús había de recibir, el incesante despliegue de fuerzas milagrosas que sus manos habían de dispensar y la continua compañía de los ángeles.

Natanael quedó para siempre unido al Maestro. Con mucho sentido, la mayor parte de los autores identifican desde antiguo a Natanael con el apóstol Bartolomé.

Aquellas fueron unas jornadas de muy buenos frutos. Era imposible que Juan las olvidara.

6. LAS BODAS DE CANÁ. EL PRIMER MILAGRO

Jn 2, 1-12

Al tercer día, después de estos acontecimientos, se celebraron unas bodas en Caná de Galilea, y estaba allí la madre de Jesús. También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos. Así nos lo cuenta san Juan, que estuvo presente.

Caná de Galilea estaba situada a poco más de una hora de camino de Nazaret. Allí se encontraba María; quizá había llegado la víspera de la fiesta o días antes, para ayudar a la familia. El interés que muestra y su actividad en la boda señalan que no es una simple invitada. Es muy posible que los novios fueran parientes o, al menos, amigos íntimos. San Juan la llama la Madre de Jesús, nombre con el que la veneran los primeros cristianos 138. No se nombra a José, lo que nos hace suponer que ya había muerto. San Juan no lo habría olvidado.

Era costumbre que las mujeres amigas de la familia preparasen todo lo necesario. Y la Virgen, mientras colaboraba en los preparativos, recordaría su propia boda. De esto hacía ya sus buenos años, pero Ella se acordaba bien. Se lo había contado muchas veces a su Hijo, lo había comentado en diversas ocasiones con José. Se reirían juntos hablando de aquellos pequeños sucesos que habían tenido lugar, y recordarían las personas que habían estado presentes, y lo jóvenes que eran...

Llevaba meses sin ver a Jesús. Ahora lo encuentra allí: acaba de llegar del Sur, de Judea. María conoció en esta boda a los discípulos de su Hijo. Es el primer encuentro de María con Juan, con Pedro... ¿Qué impresión les produjo la Virgen? No lo sabemos, pero Ella los ganaría con su alegría, con su corazón de Madre... Juan estaba bien lejos de pensar que aquella mujer sería también, pocos años más tarde, su Madre, y que cuidaría de Ella con inmensa ternura. Fue el encargo de su vida.

La Virgen se dio cuenta enseguida de que escaseaba el vino. Los jarros ya no volvían llenos de la pequeña bodega. Pero estaba Jesús, su Hijo; acaba de inaugurarse públicamente la predicación y el ministerio del Mesías. Ella lo sabe mejor que ninguna otra persona. Con motivo de este problema doméstico, tiene lugar entre ambos un diálogo lleno de interés: La Madre de Jesús le dijo: No tienen vino. Pide sin pedir, expone una necesidad: no tienen vino. No existe petición más fuerte y, a la vez, más delicada.

Jesús le respondió con unas palabras un tanto misteriosas para nosotros: Mujer, ¿qué nos va a ti y a mí? Todavía no ha llegado mi hora. La llama Mujer, que encierra un gran respeto y cierta solemnidad y puede traducirse por Señora. La volverá a emplear Jesús en la cruz (Jn). Y a continuación utiliza un giro idiomático que es preciso interpretar en su propio contexto, pues puede emplearse con diversos matices: Mujer, dice Jesús, ¿qué nos va a ti y a mí? A nuestros oídos puede parecer una frase un tanto dura, que equivaldría a «¿qué nos importa a nosotros?», «¿qué tenemos tú y yo que ver con el vino?». Tendríamos que haber oído la voz y el tono de Jesús al pronunciar estas palabras, quizá su sonrisa... para comprender que no fue así, como se ve en el milagro que a continuación realizará. Por debajo de las palabras existe un lenguaje oculto, de mutuo entendimiento, entre María y su Hijo, que nosotros apenas podemos percibir a través del texto. Ellos se entendían muy bien con pocas palabras.

Y añade el Señor: No ha llegado mi hora. ¿Qué quiere decir el Señor?, ¿a qué hora se refiere?

Cuando comenzó a predicar y hablaba de su hora se refería con frecuencia a su muerte y a su resurrección gloriosa, pero aquí no parece tener ese sentido. Más bien podría indicar que no había llegado el momento de manifestar su poder divino al mundo mediante los milagros. María sabía, sin embargo, que, a pesar de todo, lo iba a mostrar; de hecho, lo muestra. Unos momentos antes su hora no había llegado; unos instantes después, cuando interviene su Madre, llega...

El Espíritu Santo estaba actuando a través de María en el alma de Jesús. Sabemos que, pocas semanas antes, el Señor fue conducido al desierto por el Espíritu para ser tentado por el Diablo. Sus palabras acerca de su hora quizá querían expresar que el Espíritu Santo no le había manifestado aún el momento de mostrar públicamente su poder. Y ahora, en medio de una fiesta de bodas, su Madre le pide que haga un milagro de carácter casi familiar y doméstico. Y llega su hora; se adelanta.

En Nazaret no habían abundado precisamente los milagros. Los días habían transcurrido llenos de normalidad; los parientes que habían vivido a su lado no tenían la menor idea del poder de Jesús y les costó mucho convencerse de que no era un hombre como todos. En Nazaret, pocos creyeron en él. Ahora, la petición de su Madre, movida por el Espíritu Santo, pudo ser el comienzo de la hora de su Hijo. Ella nunca le había pedido nada extraordinario, por muy grande que fuera la necesidad: ni alimentos, ni ropa, ni salud en momentos de dolor o de enfermedad. Si ahora se dirige a Él, debe de ser porque se siente impulsada por el Espíritu Santo a hacerlo. Fue, aquí también, un instrumento dócil.

Ella conocía bien el corazón de su Hijo. Por eso, actuó como si hubiera accedido a su petición inmediatamente: haced lo que Él os diga, dice a los sirvientes.

San Juan, testigo del milagro, escribe que había allí seis tinajas de piedra preparadas para las purificaciones de los judíos, cada una con capacidad de dos o tres metretas. No eran vasijas para vino (este no se guardaba en ese tipo de recipientes), sino para agua, para las purificaciones. La metreta o «medida» correspondía a algo menos de 40 litros 139. Por tanto, estos cántaros podían contener entre 80 y 120 litros, en total 480 a 720 litros. El evangelista tiene interés en señalar el número y la capacidad de las vasijas para poner de manifiesto la generosidad del Señor, como hará también cuando narre el milagro de la multiplicación de los panes, pues una de las señales de la llegada del Mesías era la abundancia de bienes.

Estas vasijas habían quedado en gran parte vacías, pues las abluciones tenían lugar al comienzo y durante el banquete. Jesús mandó que las llenaran. Y san Juan, que omite otros detalles, como los comentarios de los invitados, etc., nos dice que los sirvientes las llenaron hasta arriba.

Jesús se dirigió de nuevo a ellos y les dijo: Sacad ahora y llevad al maestresala. Así lo hicieron. Y todos se dieron cuenta de que se trata de un vino excepcional. De ahí el comentario del maestresala al esposo: Todos sirven primero el mejor vino, y, cuando ya han bebido bien, el peor; tú, al contrario, has guardado el vino bueno hasta ahora.

Hubiera bastado un vino normal, incluso peor del que se había ya servido, y muy probablemente habría sido suficiente una cantidad mucho menor. Pero el Señor siempre da con largueza. Nosotros también lo hemos comprobado.

Aquellos primeros discípulos, entre los que se encuentra san Juan, quedaron asombrados. El milagro sirvió para que dieran un paso adelante en su fe primeriza. Jesús los confirmó en su entrega, como hace siempre con quienes le siguen 140.

Haced lo que Él os diga. Son las últimas palabras de Nuestra Señora que aparecen en el evangelio. No podían haber sido mejores.

Así, en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros con el que manifestó su gloria, y sus discípulos creyeron en él.

Después de la fiesta, Jesús se dirigió a Cafarnaún. Le acompañaban su Madre, algunos parientes y sus discípulos. Allí permaneció poco tiempo.

X. LA PASCUA

1. EXPULSIÓN DE LOS VENDEDORES DEL TEMPLO. LA MIRADA DE JESÚS

Jn 2, 23-25

De Caná de Galilea, Jesús bajó a Cafarnaún, en la ribera del mar de Galilea o de Tiberíades 141. Ambas poblaciones estaban separadas por siete u ocho horas de camino. En esta ciudad permaneció Jesús pocos días. Algún tiempo después establecería aquí su residencia en la casa de Pedro. Ahora, era lo usual, va al encuentro de alguna de las caravanas de peregrinos que se formaban para ir a Jerusalén, pues ya estaba próxima la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén 142.

La Pascua era una de las fiestas nacionales y religiosas por excelencia de los judíos; recordaba la salida de Egipto y el pacto que Dios había realizado con los Patriarcas. En tiempos de Nuestro Señor duraba una semana entera, sin contar los días de viaje, que bien podían ser cuatro de ida y cuatro de vuelta para los que vivían en la alta Galilea. Viajaban a pie, en caravana, formando grupo los peregrinos de una o varias aldeas: así el camino tenía aires de fiesta y era más fácil evitar malas sorpresas de los bandidos.

En la gran explanada exterior del Templo y en los diversos atrios reservados a los judíos se reunían los peregrinos de todas partes, intercambiaban noticias, discutían sobre la Escritura y se confirmaban mutuamente en la grandeza del pueblo elegido y en la esperanza del Mesías. Era una especie de foro nacional.

Los sacrificios que se ofrecían en las fiestas exigían millares de víctimas, sin contar la harina, el vino, el aceite y la sal, que eran la materia de las ofrendas y de la cena pascual. Era, pues, razonable que se facilitase su adquisición a los peregrinos que venían de regiones más o menos lejanas. Además, los israelitas varones mayores de veinte años debían pagar cada año medio siclo. Era esta una moneda especial, llamada también moneda del Templo; las demás monedas en uso -denarios, dracmas, etc.-, por llevar impresa la efigie de autoridades paganas, eran consideradas impuras y, por tanto, no aptas para satisfacer este impuesto de carácter religioso. Esto dio origen a cambistas y a verdaderos banqueros que prestaban dinero, a veces con un interés que llegaba al veinte por ciento. Muchos peregrinos, sobre todo los que llegaban de tierras lejanas, aprovechaban para satisfacer el impuesto del medio siclo 143.

En estas fiestas existía un floreciente comercio de animales para los sacrificios, sobre todo en el atrio exterior del Templo o patio de los gentiles. Este lugar se llenaba de vendedores, cambistas, palomas, bueyes y corderos, etc., con las consecuencias imaginables: ruido, vocerío, altercados, mugidos... De hecho, parecía una verdadera feria. Este abuso se había introducido con el permiso tácito de las autoridades del Templo, que obtenían también sus buenos beneficios. Y lo que había comenzado como un servicio a los peregrinos degeneró en muchos abusos. Llegó Jesús a Jerusalén y se dirigió al Templo, y allí encontró a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados. El subía a la fiesta con verdadero espíritu religioso. Iba a adorar a su Padre del Cielo. Por eso, al ver aquella feria en el lugar sagrado, se llenó de una santa indignación; y, dueño de Sí mismo, tomó del suelo algunas cuerdas que habían servido para atar a los animales, hizo con ellas un látigo y arrojó de aquel recinto a los animales y a los mercaderes, y después volcó las mesas de los cambistas. Las monedas de plata y cobre rodaron por el suelo en todas direcciones. Y decía: no hagáis de la casa de mi Padre un mercado. San Marcos añade estas otras palabras del Señor: ¿No está escrito que mi casa será llamada casa de oración para todas las gentes? Vosotros, en cambio, la habéis convertido en una cueva de ladrones.

El corazón del Señor, que se deja ganar por la sonrisa de un niño o por la mirada de una mujer desconsolada, es también capaz de una indignación tal que nosotros no podemos imaginar. Un día, cuando se disponía a curar a un hombre que tenía una mano paralizada, se dirigió a los judíos que permanecían callados. Estos le observaban con evidente mala fe. El Señor los miró con ira, señalan los evangelistas; a la vez, quedó entristecido por la ceguera de sus corazones. La misma santa ira brilló en sus ojos cuando ahuyentó la sugestión diabólica: ¡Retírate de mi vista, Satanás!, y cuando increpó a Pedro, que quería disuadirle del camino de la Cruz: ¡Apártate, Satanás! ¿Quién podrá imaginar la fuerza de su mirada en el momento en que decía a los fariseos ¡hipócritas!? ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos!... ¡Ay de vosotros... Serpientes, raza de víboras! La bondad del Corazón de Jesús no es ciertamente la de un hombre amorfo. Lo supieron bien los traficantes aquella mañana en los atrios del Templo. No lo olvidarían nunca.

Entre la muchedumbre que presenció este rápido acontecimiento nadie opuso a Jesús ninguna resistencia. Aquella figura indignada, llena a la vez de majestad, debió de sobrecoger a los asistentes. El proceder enérgico del Maestro recordó a sus discípulos un texto del Salmo: Él celo de tu casa me consume.

Avisadas enseguida, o atraídas por el tumulto, aparecieron las autoridades del Templo. ¿Qué señal nos das para hacer esto?, le preguntaron. No se pone en cuestión la legitimidad de la expulsión. Ellos bien sabían en su conciencia -lo sabían todos- que aquel estado de cosas desdecía de un lugar sagrado. Lo toleraban, quizá, por las ganancias que les reportaba.

Jesús, como señal de su autoridad, les dijo: Destruid este Templo y en tres días lo levantaré.

Los judíos quedaron sorprendidos y desconcertados: ¿En cuarenta y seis años ha sido construido este Templo, y tú lo vas a levantar en tres días? Pensaban que el Señor hablaba del Templo material en el que se encontraban, el que Herodes el Grande había comenzado a construir en los años 19-20 a.C. y no quedaría concluido hasta el año 64 d.C., seis antes de su destrucción. Les resultaban especialmente sorprendentes las palabras de Jesús, pues el Templo, que había sustituido a la antigua Tienda del desierto, era para ellos el lugar escogido por Dios para manifestar de una manera particular su presencia en el pueblo escogido.

Jesús, como los profetas, sintió el más profundo respeto por el Templo. En él es presentado por su Madre; a él acude en las fiestas y solemnidades; aprueba el culto que en él se realiza, aunque condena el formalismo que amenaza viciarlo; en el Templo predicó muchas veces...

A lo largo de los siglos, también la Iglesia ha sabido manifestar su fe y su amor a Dios en un culto espléndido y lleno de generosidad en los templos cristianos.

Con una mayor lógica al considerar que en el Sagrario no hay una imagen de Dios o una presencia moral de Él, sino Dios mismo, en Persona. Y el sacrificio que se ofrece sobre el altar es el sacrificio real, pero incruento, del mismo Hijo de Dios. Los judíos estaban orgullosos del Templo. Era sin duda el centro de la vida religiosa y nacional de los judíos palestinos, y también de todos aquellos que andaban dispersos en la Diáspora.

En realidad, contemplado con una mirada más honda, el Templo era solo una figura y un anticipo bastante imperfecto de la verdadera presencia de Dios entre los hombres, que comenzó en Nazaret en el momento de la Encarnación del Hijo de Dios en el seno purísimo de María. En Cristo habita toda la plenitud de la divinidad corporalmente, enseñará san Pablo; Jesús era la plena presencia de Dios aquí en la tierra y, por lo tanto, el verdadero Templo de Dios, que resucitaría al tercer día.

Las autoridades judías interpretarán la respuesta de Jesús como un insulto, una blasfemia contra el Templo, contra Dios mismo. Era la acusación más grave que se podía levantar contra un judío, y merecía la pena de muerte. La utilizaron después contra el Señor agonizante en la cruz y, más tarde, les bastó oírla repetir a san Esteban para acusarle frente al Sanedrín y condenarle.

2. NICODEMO

Jn 3, 1-17

Después de esta primera Pascua, Jesús permaneció un corto tiempo en Jerusalén, y recorrió a continuación buena parte de la región de Judea.

Un día, puesto ya el sol, vino a verle un fariseo llamado Nicodemo. San Juan dice de él que era un judío influyente, un hombre culto, rico, probablemente escriba o doctor de la Ley, y miembro del Sanedrín de Jerusalén (Jn). San Juan señala de modo explícito que este vino a Él de noche. Jesús reconoció enseguida en Nicodemo a un hombre de alma grande, que sería más tarde, en las horas duras de la Pasión, un discípulo fiel y generoso. Viene a Jesús porque anda buscando la verdad y porque ha visto los milagros y señales que Jesús llevó a cabo en esa semana de la Pascua. Esos mismos prodigios también habían atraído, de modo superficial sin embargo, a aquellos judíos de los que Jesús no se fiaba.

A san Juan, el único evangelista que nos da noticias de Nicodemo 144, debió de llamarle la atención la hora ya avanzada de la visita, pues siempre que lo nombra señala esa circunstancia: aquel que vino de noche a Jesús.

Nicodemo se sintió conmovido por las noticias que le llegaban de Jesús; quizá presenció alguno de sus milagros o tuvo noticias muy directas de ellos. Las obras del Señor eran el reflejo de su divinidad. Jesús mismo dirá más tarde: Si no me creéis a mí, creed a mis obras; ellas dan testimonio de mí. Nicodemo se acercó a Él sin prejuicios, llevado por la contundencia de los hechos: Rabbí -le dice-, sabemos que has venido de parte de Dios como Maestro, pues nadie puede hacer los prodigios que tú haces si Dios no está con él.

Vino a ver a Jesús de noche, con prudencia. Por prudencia, o sencillamente porque aquellas veladas en Jerusalén en el mes de abril, cuando tiene lugar la Pascua, eran un buen momento para hablar con calma. No era Nicodemo un hombre cobarde; lo demostró más tarde en las horas difíciles en las que precisamente irá a ver a Pilato para hacerse cargo del cuerpo muerto del Señor.

Este hombre culto trata a Jesús con todo respeto. Le llama Rabbí, Maestro mío, mi Maestro. San Juan nos ha dejado un trasunto de lo que debió de ser una larga conversación de mucha hondura. Es posible que la reconstruyera más tarde con el propio Nicodemo.

Jesús comienza abriéndole unos horizontes del todo nuevos: En verdad, en verdad te digo que, si uno no nace de nuevo, no puede ver el reino de Dios.

Nacer significa entrar en la vida, y nacer de nuevo aparecer otra vez en la tierra. Nicodemo no entiende las palabras de Jesús. ¿Cómo puede un hombre nacer siendo viejo? ¿Acaso puede entrar en el seno de su madre y nacer? Es el único nacimiento que todos conocemos. Pero Jesús se refería a vivir otra vida más alta, de una calidad infinita, la que da a la persona una capacidad para participar de la gracia, de la misma vida divina.

La Iglesia utilizará más tarde el término vida sobrenatural para distinguirla de la natural, la que recibimos al ser concebidos. Jesús habla de la Vida que gozarán sus discípulos, que se prolonga más allá del tiempo aquí en la tierra. Este segundo nacimiento y esta segunda Vida difícilmente podían ser conocidos por Nicodemo. Más tarde diría el Señor explícitamente: Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia. Nicodemo no comprendió qué podría ser ese nuevo nacimiento, ya que las palabras de Jesús no estaban a su alcance. Tampoco pudo comprender que esa nueva vida se identificaba con la misma Vida del Señor, pues todavía no lo había declarado ante la tumba de Lázaro: Yo soy la Resurrección y la Vida; ni a Tomás en la última cena: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Los discípulos vivirán en Él y Él en ellos, como sucede en la vid y en los sarmientos. Jesús comienza en esta conversación nocturna enseñando a Nicodemo esta doctrina, que llegará más tarde a todos sus discípulos a través de los tiempos, a nosotros también.

Jesús comparó con el viento la acción del Espíritu Santo en el alma. Al viento no lo podemos ver; no podemos ordenar que sople a nuestro gusto; no sabemos de dónde viene ni adonde va, solo sentimos su aliento... Pues bien, la gracia en el alma actúa de manera parecida. Y, cuando Nicodemo no acaba de entender lo que oye, Jesús se lo reprocha con cariño: ¿Tú eres maestro en Israel y lo ignoras? Debería haber recordado aquellas palabras del profeta Ezequiel 145: Y les daré otro corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo, quitaré de su cuerpo su corazón y pondré en ellos un espíritu nuevo, quitaré de su cuerpo su corazón de piedra y les daré un corazón de carne... Jesús anuncia ahora por primera vez la necesidad de una renovación interior completa, que solo el Espíritu Santo puede llevar a cabo.

La conversación debió de prolongarse hasta las primeras horas de la mañana. San Juan nos recuerda aquí el tema central. Quizá fue al final cuando Jesús habló de su entrega en la cruz. Como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es preciso que sea levantado el Hijo del Hombre. Este signo, alzado por Moisés en un mástil, fue el remedio indicado por Dios para curar a quienes habían sido mordidos por las serpientes del desierto 146. De modo semejante, Cristo en la cruz traerá la salvación a todos los que tengan la mirada fija en Él 147. Como maestro de Israel, Nicodemo conocía el episodio de la serpiente de bronce. No sabía, sin embargo, que Jesús estaba anunciando su muerte en la cruz, donde alcanzaría la vida eterna a los hombres heridos de muerte por la mordedura del pecado. A nosotros, tales palabras nos recuerdan que la muerte que le esperaba estaba siempre ante sus ojos. Su pensamiento se encontró siempre bajo la sombra de la cruz. Los cristianos de todas las épocas han encontrado su fortaleza en ese mirar a Jesús: poniendo ante los ojos su Humanidad Santísima, contemplándole en los misterios del Santo Rosario, en el Vía crucis, en las escenas que narra el evangelio o en el Sagrario, donde se encuentra presente para fortalecer a los débiles, para perdonar a los pecadores...

Las palabras que siguen, y que cierran la conversación, bien pueden ser un comentario del propio evangelista dirigido a los primeros cristianos: Tanto amó Dios al mundo, que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Y añade que Dios envió a su Hijo al mundo para salvarlo, no para condenarlo. Son palabras llenas de contenido para tantos momentos de la vida del cristiano.

Nicodemo debió de tener más contactos con el Maestro y fue un fiel discípulo. Cuando los fariseos quisieron detener a Jesús, Nicodemo se opuso a aquel proceder injusto de condenar a un hombre sin haberle juzgado, y se enfrentó con firmeza a los demás. Logró que la conspiración se desvaneciera por entonces.

En los momentos trágicos de la Pasión se manifestarán su valentía y su amor al Maestro. Según una tradición muy antigua, Nicodemo fue uno de los primeros cristianos, conocido por todos y muy querido y considerado. Su nombre se lee en el Martirologio Romano, porque se dice que su cuerpo fue hallado con el de san Esteban 148.

XI. A TRAVÉS DE SAMARIA

1. CAMINO DE GALILEA. LOS SAMARITANOS

Jn 4, 1-4

Después de unas semanas en Jerusalén y en otros lugares de Judea, Jesús se dirigió a Galilea acompañado de sus discípulos 149. Existían dos rutas principales. Una, más larga, bordeaba el Jordán. La otra, que tomará en esta ocasión el Señor, atravesaba Samaría y seguía el eje norte-sur por la línea de las cumbres. Esta vía secundaria existía desde siempre. Por ella caminaron los patriarcas, y aparece expresamente citada en la época de los Jueces. Tenía la ventaja de atravesar territorios bastante poblados, con agua y alimentos, pero contaba con un serio inconveniente para el peregrino que iba o volvía de Jerusalén: pasaba por aldeas de samaritanos, enemigos tradicionales de los judíos y siempre dispuestos a poner trabas a las peregrinaciones a Jerusalén. Por eso los galileos desistían normalmente de tomar este camino, que en principio era más directo.

El fuerte antagonismo entre judíos y samaritanos existía ya antes del Destierro (587 a.C.). Sin embargo, ambos pueblos habían compartido, hasta la división de los reinos del Norte y Sur, religión y Templo común, el de Jerusalén. Samaría fue repoblada más tarde con habitantes de otros lugares sometidos. Con el tiempo se originó una mezcla de razas y de religión. Estas poblaciones, extrañas y ajenas entre sí, acabaron, por una parte, venerando al Dios de Samaría, Yahvé, pero sin abjurar de los propios dioses. A tal fin les fue enviado por el rey de Asiría un sacerdote hebreo, de aquellos que habían sido deportados, para que les enseñara el culto del Dios de la región 150. Y resultó, con el paso de los años, como era de esperar, una amalgama religiosa, semejante a la étnica. El nuevo culto samaritano tuvo su panteón propio, puesto que las razas emigradas conservaron sus antiguas divinidades, haciendo lugar entre ellas, claro está, al Dios local, Yahvé. Los samaritanos perdieron la pureza de la fe y esto ocasionó, con el tiempo, la enemistad entre estos dos pueblos.

Los samaritanos construyeron su propio templo en el Monte Garizín, semejante al templo de Jerusalén. Lo dedicaron, como es lógico, a Yahvé. Poco a poco los habitantes de Samaría empezaron a considerarse como los auténticos herederos de los patriarcas, los únicos que habían permanecido en su patria mientras los judíos erraban por países extraños.

A principios del siglo II a.C., el libro del Eclesiástico refleja la mentalidad judía frente al pueblo samaritano: afirma que el judío rechaza profundamente a los edomitas y a los filisteos -cosa natural entonces, dada la vieja enemistad entre Israel y estos dos pueblos extranjeros-, pero inmediatamente después añade que además de estos dos hay un tercero que ni siquiera es pueblo 151. No se podía expresar de un modo más drástico la aversión hacia los samaritanos; se guardaba para ellos un rechazo más fuerte que para los edomitas y los filisteos. Negar que eran un «pueblo» era como llamarles impíos y ateos. Con razón escribe san Juan un poco más adelante que no se tratan los judíos con los samaritanos. La enemistad era profunda.

2. CONVERSACIÓN CON UNA MUJER SAMARITANA

Jn 5, 5-42

Llegó la pequeña comitiva al pozo en el que, siglos antes, Jacob abrevaba a sus ganados. Este pozo era el fin obligado de una etapa del camino que se había iniciado a primeras horas del día. Era alrededor de la hora sexta, mediodía, y los discípulos siguieron hasta la cercana ciudad para comprar alimentos. El Señor, fatigado del camino, cansado, se sentó junto al pozo. Quizá ha preferido quedarse solo.

Su descanso se vio interrumpido por la llegada de una mujer que venía a sacar agua del pozo. Jesús, sediento, le pidió agua: Dame de beber, le dice.

La sed de Jesús era real, pero la petición tenía algo de insólito porque los judíos no le dirigían la palabra a los samaritanos, y mucho menos a una mujer. Esta petición revela además la pobreza de Jesús, que no tiene el pequeño cuero que todos los peregrinos llevaban consigo para sacar agua. Jesús podía haber esperado el regreso de sus discípulos. De hecho, ellos llegan cuando el Maestro está todavía hablando con la mujer y, como anota san Juan, esta conducta les produjo gran extrañeza. La misma samaritana no ocultó su asombro: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana? Ha conocido que Jesús es judío por el vestido o por el habla o por la misma dirección del viaje.

El Señor ha pospuesto la sed y el cansancio, los prejuicios de la época y las rencillas vecinales a la conquista del alma de esta mujer. El siempre tuvo con las mujeres un trato especialmente delicado, que contrastaba con las costumbres de la época, y supo sacar a la superficie lo mejor del alma femenina.

Jesús no entró en la cuestión que planteaba la mujer. Su respuesta alcanzaba el corazón de verdades no reveladas todavía: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice dame de beber, tú le habrías pedido y él te habría dado agua viva 152.

Cuando le habló a Nicodemo de nacer otra vez, este lo entendió en el sentido corriente de las palabras. La samaritana pensó también en un manantial abundante, como el que alimentaba el pozo. ¿Quién era aquel peregrino cansado que pretendía darle agua sin tener medios para sacarla? Con todo, le trata con gran respeto:

Señor -le dice-, no tienes ni con qué sacar agua y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas, pues, el agua viva? ¿Acaso eres tú mayor que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebió él, sus hijos y sus ganados?

El agua viva tiene doble sentido. Uno material: el agua que mana y corre, en oposición al agua estancada de las cisternas. Aquí tiene un sentido trascendente: es el agua que da la vida eterna, como el pan vivo, la única que puede saciar la sed del hombre; es la gracia de Cristo, Cristo mismo.

Jesús le respondió: Todo el que bebe de esta agua tendrá sed de nuevo, pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá nunca sed. Además, esta agua que da Jesús se hará en él fuente de agua que salta hasta la vida eterna.

La mujer, con bastante ingenuidad, piensa que se refiere al agua corriente, a la que ella necesita cada día: Señor, dame de esa agua, para que no tenga sed ni deba venir hasta aquí a sacarla.

Jesús hablaba de la vida de la gracia; por eso se enfrenta con el obstáculo principal que se opone a ella: el pecado. Anda, le dice, llama a tu marido y vuelve aquí. Y, con toda sencillez, la mujer respondió: No tengo marido.

Su sinceridad le abre las puertas a la gracia. El Señor conocía bien su situación moral: Bien has dicho no tengo marido, pues cinco has tenido y el que tienes ahora no es tu marido; en esto has dicho la verdad.

Estas palabras tuvieron sobre ella un efecto semejante a las que Jesús dirigió a Natanael: Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas bajo la higuera, yo te vi.

Comenzó la mujer a llamarle: Señor... Ahora está convencida de que es un profeta: aquel peregrino ¡conoce su vida y los secretos de su corazón!, ¡lee en su alma!

Esta mujer que, a pesar de su mala vida anterior, tiene un sentido religioso profundo, pregunta en qué lugar se puede encontrar y adorar a Dios:

Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres adoraron a Dios en este monte, y vosotros decís que el lugar donde se debe adorar está en Jerusalén.

Era la vieja cuestión, que afectaba a la esencia de la vida religiosa de aquellos dos pueblos: la legitimidad del lugar donde debía darse culto a Dios. Los judíos consideraban el Templo de Jerusalén como el único en el que se debía alabar a Yahvé. Su Templo era único, y era el centro de todo. Por el contrario, los samaritanos reclamaban también la legitimidad para el santuario del monte Garizín, que estaba destruido.

3. QUIEN ENCUENTRA A DIOS, LO ENCUENTRA PARA TODOS

Si los judíos hubieran oído a Jesús, se habrían escandalizado: ha llegado el tiempo –dijo- en que la adoración a Dios no irá unida a un lugar concreto, ni a este monte donde se había edificado el templo samaritano, ni tampoco a Jerusalén. La salvación, desde luego, viene de los judíos, pero no es solo para ellos: es para todos cuantos adoren a Dios. El lugar del culto verdadero es el corazón de cada hombre y de cada mujer, en cualquier lugar donde se encuentren. Dios es espíritu, y los que le adoran han de adorarle en espíritu y en verdad.

La contestación de la mujer revela hasta qué punto estaba arraigada, también entre los samaritanos, la esperanza mesiánica: Sé que el Mesías, el llamado Cristo, va a venir. Cuando él venga nos anunciará todas las cosas. ¡Ellos también le esperaban! Intuyó que el peregrino judío era un profeta. ¿Sospechó que tenía delante al Mesías? De cualquier modo, Jesús le reveló lo que había ocultado a las turbas: Yo soy, el que habla contigo, le dijo Jesús. Declara que Él es el Mesías, el Cristo, y lo hace diciendo: Yo soy, como el Señor se había revelado a Moisés. Estas palabras en boca de Jesús se dirigen a una revelación no solo de su mesianidad, sino también de su divinidad.

Es la primera vez que Jesús hace esta asombrosa afirmación. Pocos días antes, Natanael lo había afirmado en su presencia y el Señor no lo había negado. En los años siguientes muchos otros se lo preguntarán y el Señor evitará una respuesta directa. Inmediatamente después de decir a Pedro que era la roca sobre la que edificaría su Iglesia, advirtió a los apóstoles que no dijeran a nadie que Él era el Cristo. Incluso cuando el Bautista, desde la prisión, le envió unos mensajeros para que le preguntaran si era el Cristo, les dijo que contaran a Juan lo que habían visto y oído (las profecías cumplidas en Él), pero no afirmó directamente: «Yo soy». Lo declaró ante el Sanedrín, cuando lo preguntó el sumo sacerdote Caifás. Ahora no tiene inconveniente en descubrirlo a una mujer samaritana de vida irregular, pero con un corazón grande y muy bien dispuesto.

El alma de aquella mujer se llenó de la fe en Jesús y reaccionó como todo aquel que le halla: dejó su cántaro, se olvidó del agua y de todo, y fue al pueblo -corrió, se lee en algunos manuscritos- para anunciar que el Mesías estaba allí mismo, en la fuente de Jacob. Se cumplió lo que tantas veces sucedió en aquellos años y veinte siglos más tarde: quien encuentra a Cristo lo encuentra para todos. Es esta una alegría que necesita siempre ser comunicada.

Los discípulos habían querido pasar inadvertidos en aquella ciudad de samaritanos. No se les ocurrió decir -o no se atrevieron- que Jesús estaba en las afueras, junto a la fuente. Por el contrario, esta mujer, sin respetos humanos, lo proclama con toda naturalidad.

La atención de esta mujer se centra exclusivamente en Jesús. Él lo llena todo. Se olvida del motivo por el que ha ido al pozo y corre al pueblo a comunicar su gran descubrimiento.

En ese momento habían vuelto los discípulos de comprar alimentos y se admiraron (¿se escandalizaron?) de que hablara con una mujer. Seguramente no hicieron ningún comentario: se limitarían a sacar lo que hubieran comprado y a invitarle a que comiera. Por eso, Jesús dijo: Yo tengo para comer un alimento que vosotros no conocéis.

Ellos interpretaron sus palabras en sentido literal, material. Dieron por supuesto que alguien -la mujer- le había traído comida mientras ellos estaban en la ciudad. Jesús les hace ver su error: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra.

La obediencia a su Padre era, en realidad, su comida y su bebida, lo que le mantenía en la tierra.

Mientras tanto, los habitantes de aquel pueblo comenzaron a llegar con muy buenas disposiciones. El Señor vio en ellos a muchas almas que estaban preparadas para recibirle y corresponder a su llamada. Y de la alegría que llenaba su alma hizo partícipes a sus discípulos: ¿No decís vosotros que después de cuatro meses viene la siega? Pues yo os digo: Levantad vuestros ojos y mirad los campos que están dorados para la siega.

Jesús envía a sus discípulos a recoger lo que los profetas y Juan habían sembrado. Y añadió:

Pues en esto es verdadero el refrán de que uno es el que siembra y otro el que siega. Yo os envié a segar lo que vosotros no habéis trabajado; otros trabajaron y vosotros os habéis aprovechado de su esfuerzo.

La mujer habló enseguida a todo el mundo de Jesús. Y, como ocurrió con Andrés y con Felipe, el que está convencido convence. Sus argumentos tienen una fuerza oculta poderosa. Ella habla de lo que ha visto y experimentado. Sus palabras dieron fruto: Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por la palabra de la mujer que atestiguaba: Me ha dicho todo cuanto hice.

Y fueron al pozo donde estaba Jesús.

Pasaron la tarde con Él. Y le pidieron que se detuviese más tiempo con ellos. Y Jesús se quedó allí nada menos que dos días. Las conversiones fueron abundantes. Todos se olvidaron de que aquel peregrino era judío y ellos, samaritanos. Ante Jesús desaparecieron odios y prejuicios de siglos. Unos días antes de este encuentro les hubiera parecido imposible. San Juan nos dice:

Creyeron en él muchos más por su predicación. Y decían a la mujer: Ya no creemos por tu palabra; nosotros mismos hemos oído y sabemos que este es en verdad el Salvador del mundo.

San Juan no nos habla de lo que ocurrió en aquellos dos días en el pueblo samaritano, pero hemos de suponer que las conversiones fueron duraderas. Poco después de la Ascensión, dos de los discípulos, Pedro y Juan, volverán a Samaría para confirmar a los convertidos que habían sido ya adoctrinados con más detalle por el diácono Felipe y otros. Algunos, sin duda, recordarían los días en que el Señor permaneció con ellos.

XII. EN TIERRAS DE GALILEA

1. PREDICA EN LA SINAGOGA DE NAZARET

Jn 4, 43-45; Lc 4, 14-30

San Juan nos indica que dos días después de su llegada a la ciudad de Sicar marchó de allí hacia Galilea. Fueron dos jornadas gozosas entre los habitantes de aquel pueblo; servirían también para que el Señor descansara de sus viajes ¡en un pueblo samaritano! y repusiera fuerzas. Allí quedaron unos buenos amigos; es muy posible que en otros viajes Jesús recalara entre estos nuevos discípulos.

Los habitantes de Galilea le hicieron también una buena acogida pocos días más tarde, porque habían visto todo cuanto hizo durante la fiesta en Jerusalén, pues también ellos habían ido a la fiesta (Jn).

Los discípulos que le acompañan son galileos: Simón y Andrés procedían de Betsaida, pequeño puerto de pescadores al norte del lago de Tiberíades; también eran galileos Felipe, Natanael, Santiago y Juan. Han conocido a Jesús en Judea y ahora vuelven a su patria, su trabajo como pescadores en el lago. Después de la Ascensión, al extenderse el cristianismo por toda Palestina, los apóstoles serán llamados galileos (Hch), porque muchos de sus discípulos más cercanos eran de esta región.

La primera etapa del camino hacia el lago era precisamente Nazaret, donde Jesús se había criado. Allí se dirigió el Señor para visitar a sus parientes y, sobre todo, a su Madre.

El sábado, según su costumbre, entró en la sinagoga y se levantó para leer (Lc).

Esta lectura en la tarde del sábado se remonta a Esdras, después del exilio. Al principio, el que tenía esta función era el sacerdote o el levita. Después de la primera destrucción del Templo, leía estos pasajes el fiel que era llamado. A su lado, si era necesario, había un traductor (del hebreo al arameo), el cual, con lenguaje sencillo y claro, interpretaba o traducía los textos leídos. El uso, mantenido hasta hoy, prescribía que la lectura la hiciera un hombre instruido. El libro de la Ley era objeto de un profundo respeto.

Nazaret, aunque era pequeño, tenía también su sinagoga. El responsable invitaba a uno de los presentes a hacer la lectura y, si era posible, un comentario sobre lo leído. A veces, alguno se ofrecía para ese cometido. Así actuó Jesús, y el mismo camino seguirían después san Pablo y los apóstoles en numerosas ocasiones. Todos estaban pendientes de sus gestos y de sus palabras, también su Madre; quizá era la primera vez que veía a su Hijo en esta función de lector. San Lucas nos relata los movimientos del Señor. Su fuente fue María, que estaba al tanto de su Hijo.

Le entregaron el libro del profeta Isaías, y lo abrió por un pasaje claramente referido al Mesías. Como era costumbre, primero lo leyó en hebreo y luego en arameo. Jesús, intencionadamente, buscó este pasaje:

El Espíritu del Señor está sobre mí,

por lo cual me ha ungido

para evangelizar a los pobres,

me ha enviado para anunciar

la redención a los cautivos

y devolver la vista a los ciegos,

para poner en libertad a los oprimidos

y para promulgar el año de gracia del Señor.

En estas palabras se describía la misión del Mesías: la redención de todo mal, la liberación de la esclavitud del pecado y de la muerte eterna 153. El año de gracia alude al año jubilar judío, establecido por la Ley cada cincuenta años; simbolizaba la época de salvación y de libertad que iba a traer el Mesías. Este momento abarca todo el período mesiánico, que empieza con la llegada de Jesús y acaba con su vuelta gloriosa al fin de los tiempos 154.

El evangelista nos sigue diciendo que Jesús enrolló el libro, se lo devolvió al ministro y se sentó. Todos en la sinagoga tenían fijos en él los ojos. Nos imaginamos con facilidad a la Virgen narrando estos pormenores de aquel día en la sinagoga. Jesús, con gran solemnidad, dijo: Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír.

Es la primera declaración pública de su mesianismo; y la hace precisamente en Nazaret. Allí todo el mundo le conocía. Nos hubiera gustado oír los comentarios de sus paisanos a la salida de la sinagoga, las primeras dudas que nacieron en sus almas acerca del misterio de Jesús...

El Señor había crecido a la vista de sus parientes y compatriotas. Los mayores lo vieron, niño aún, cerca de su Madre, aprendiendo de su boca después los salmos. Y, más tarde, caminar vacilante al encuentro de los brazos que se le abrían a pocos pasos. Y en el taller del carpintero, al lado quizá de otros niños, jugando con trozos de madera o corriendo con los demás por la calle. Aunque él siempre mantendría esa reserva natural de quien tiene en plenitud, también de niño, al Espíritu Santo y participa de la vida de la Trinidad en grado sumo.

Más tarde lo verían pasar llevando algún apero que su padre habría de arreglar, o trabajando a su lado en las labores sencillas de desbastar la madera o de llevarla al taller. Después, muerto ya José, pudieron observar cómo se hacía cargo del taller y del oficio. Es fácil pensar que quienes frecuentaron su trato sintieron el encanto de su persona.

Por eso, ahora el pueblo entero estaba gratamente sorprendido. El evangelista nos dice que todos daban testimonio en favor de él, y se admiraban de las palabras de gracia que procedían de su boca, y decían: ¿No es este el hijo de José?

A continuación san Lucas nos relata, como si hubiera sucedido en la misma ocasión, un intento de despeñar a Jesús desde la cima del monte sobre el que estaba edificada la ciudad. Pero se trata sin duda de un acontecimiento muy posterior, que el evangelista ha querido unir porque ambos suceden en el mismo lugar, y así entraba mejor en el plan de su evangelio. El cambio de actitud de los asistentes es muy brusco y el ritmo, muy diferente. Aquí sus paisanos se muestran admirados, y no irritados. En este suceso primero se nota el afecto, el buen sabor, con el que se recuerdan los detalles más pequeños que tuvieron lugar en un día feliz. El cambio de actitud se produciría más tarde.

2. CANÁ: CURACIÓN DEL HIJO DE UN FUNCIONARIO REAL

Jn 4, 46-54

Desde Nazaret, Jesús se dirigió al lago, bajó en concreto a Cafarnaún, que se encuentra en sus orillas. En el camino hacia esta ciudad, a pocos kilómetros de Nazaret, se encuentra Caná, donde había convertido el agua en vino, recuerda san Juan.

A pesar de tan corto espacio de tiempo, a Jesús se le conoce ya por toda Galilea, y es bien recibido en todas partes. Muchos le piden milagros 155.

Un funcionario real de Cafarnaún, probablemente al servicio de Herodes, salió al encuentro del Señor. El sabía que el Maestro había llegado a la región y le encontró en el camino, en Caná. Tenía un hijo enfermo, y mucha fe en Jesús. Por eso, se acercó a él y le rogaba que bajase y curara a su hijo, pues estaba muriéndose.

El Señor se dirigió a los que le rodeaban, y dijo: Si no veis signos y prodigios, no creéis.

Y el padre no cejaba: Señor, baja antes de que se muera mi hijo. Conmueve esta insistencia. El piensa que Jesús debe estar presente para que se produzca la curación, y el camino de Caná a Cafarnaún es largo, unas cinco horas o más 156. Por eso insiste con cierta premura. Entonces le dijo Jesús: Vete, tu hijo vive. Y aquel hombre tuvo fe y se volvió a su ciudad. El Señor hace el milagro, como tantas veces, por la perseverancia en la petición 157.

En el camino, el funcionario real encontró a sus criados, que habían salido a buscarle desde Cafarnaún, y le dijeron que su hijo estaba sano. El padre preguntó a qué hora había curado, y le dijeron: ayer a la hora séptima, hacia la una de la tarde. Comprobó entonces el padre que aquella era la hora en la que Jesús le había dicho esas palabras -tu hijo vive- que recordaría toda su vida. Y creyó él y toda su casa. Se hizo más firme su fe 158. El Maestro contaría en Cafarnaún, desde entonces, con unos amigos incondicionales. Podemos pensar que, al día siguiente o a los pocos días, cuando llegó a Cafarnaún le estaría esperando la familia entera. Jesús conocería al muchacho, quizá le invitaron a comer...

San Juan nos dice que este fue el segundo milagro en Caná: lo hizo Jesús cuando vino de Judea a Galilea.

3. PESCADORES DE HOMBRES

Mt 4, 18-22; Mc 1, 16-20

Los discípulos que le habían seguido desde Galilea volvieron a su trabajo. Jesús, solo, continuó predicando en las sinagogas de Galilea y también hacía milagros.

Un día, mientras caminaba junto al mar de Galilea, se encontró a Simón el llamado Pedro y Andrés su hermano, que echaban la red al mar, pues eran pescadores. Y les dijo: Seguidme y os haré pescadores de hombres. Con toda probabilidad estaban esperando esta llamada, porque, al instante, dejaron las redes y le siguieron. No se lo pensaron mucho. El mismo día, un poco más adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y Juan su hermano, que estaban en la barca con su padre Zebedeo remendando sus redes; y los llamó. Y, lo mismo que los anteriores, al instante, dejaron la barca y a su padre, y le siguieron. Estos dos nuevos discípulos eran de una familia acomodada. Su madre, Salomé, siguió también a Jesús, sirviéndole con sus bienes en Galilea y en Jerusalén, y acompañándole hasta el Calvario.

Estos cuatro discípulos ya conocían a Jesús, y habían sentido por Él una atracción indescriptible. El Señor los había ido preparando poco a poco para la llamada definitiva. Lo más probable es que, una vez en Cafarnaún, después del viaje a través de Samaría, volvieran a sus casas y a sus tareas, aunque hemos de pensar que acompañarían al Maestro en alguno de sus recorridos y tendrían con Él charlas inolvidables, en las que se iba preparando su alma para una entrega definitiva. Ahora ya ha llegado el momento de dejarlo todo por Él 159.

San Mateo emplea la misma expresión que la usada para quienes seguían a un maestro: se fueron detrás de Él, le siguieron. La primera invitación en Judea, descrita por san Juan, pudo ser sencillamente una llamada a la fe en Jesús Mesías. Habían pasado a ser discípulos del nuevo Maestro, como antes lo habían sido del Bautista. Ahora se trata de una llamada a permanecer con Él, tomando parte en los trabajos apostólicos. Vendrá otra tercera llamada para formar parte de los Doce.

En esta escena se nos muestra cómo en el seguimiento de Jesús lo determinante no es la decisión del discípulo, sino la voluntad de Jesús que elige. La iniciativa está de su parte. No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, les dirá más tarde. La elección fue siempre cosa del Señor. Por eso, cuando hubo que cubrir la vacante que dejó Judas echan suertes, remitiendo la decisión a Dios. Cristo elige a los suyos, y este llamamiento es su único título. Pablo comienza así sus cartas: Pablo, siervo de Cristo Jesús, llamado al apostolado, elegido para predicar el evangelio de Dios 160. Llamado y elegido no por los hombres ni por obra de los hombres, sino por Jesucristo y Dios Padre 161.

Jesús llama, como llamó Dios a Moisés, a Samuel, a Isaías..., sin que los llamados merecieran en modo alguno la vocación para la que fueron elegidos. San Pablo lo dice explícitamente: nos llamó con vocación santa, no en virtud de nuestras obras, sino en virtud de su designio 162.

La relación entre Jesús y sus discípulos se diferencia claramente de la existente entre un maestro judío rabínico y los suyos, ya que en este caso los discípulos buscaban a su rabí y solían elegir a aquel de quien esperaban aprender más cosas o con el que simpatizaban más, pudiendo luego dejarlo por otro. Jesús, en cambio, une sus seguidores a su persona. No se inicia el seguimiento a Jesús porque Él fuera un rabí conocido, sino porque llamaba con autoridad divina. Su palabra, su mirada, su Persona entera tenían un atractivo y un poder que cautivaba a todos. Cuando sus discípulos lo dejaban todo por Él, sabían que en realidad no habían abandonado nada en comparación de lo que significaba estar con el Maestro. Ninguno echaba de menos lo que había entregado 163.

Aunque el Señor hace estos llamamientos del todo singulares, toda su predicación tiene algo que comporta una vocación, una invitación a seguirle en una vida nueva cuyo secreto Él posee y comparte: si alguno quiere venir en pos de mí..., repetirá en ocasiones diversas.

4. CAFARNAÚN

Mt 4, 13-16; Lc 4, 31-32

Al abandonar Caná, Jesús se dirigió, como hemos visto, a Cafarnaún. Esta ciudad se encontraba al norte de Galilea, en el centro de una zona muy poblada y fértil, en la que se situaban una serie de poblaciones que ocupaban la orilla oriental del lago de Genesaret. Desde allí iba a irradiar su acción a toda Galilea y aun a todo el país. El lugar por el que se moverá el Señor es pequeño (unos 100 km2) y tiene el lago como punto de referencia.

Así como Nazaret, escondida entre las montañas, estaba alejada de los grandes centros de comunicación, Cafarnaún, por el contrario, era una ciudad muy transitada. El evangelio mismo nos dice que tenía aduana, una guarnición, mercado de pesca y abundante tráfico marítimo.

Mateo, que la conocía bien, evoca su posición geográfica e histórica. Situada al borde del mar, era una de las más bellas de todo el litoral.

En Cafarnaún, Jesús se hospedó en casa de Simón Pedro, y convirtió esta ciudad en el centro de sus expediciones por toda la región. No hay, quizá, ninguna población, después de Jerusalén, en la que se narren tantos sucesos de la vida del Señor como en Cafarnaún. No hay ningún lugar de Tierra Santa en el que se hayan realizado tantos milagros como en torno a la casa de Simón, que pasó a ser también la casa de Jesús 164.

En la sinagoga de esta ciudad tendrá lugar el sermón del pan vivo. San Juan dirá expresamente: dio estas enseñanzas en Cafarnaún, en la sinagoga. Muchas curaciones y enseñanzas tuvieron por escenario el mar y las montañas, las pequeñas playas y las praderas que rodean el lago, las más hermosas de toda Palestina.

Es posible que estos meses sean los más gratos, desde un punto de vista humano, de la vida pública de Jesús. San Mateo 165 cita aquí, en los comienzos de la predicación estable en Galilea, la profecía de Isaías 166: Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí en el camino del mar, al otro lado del Jordán, la Galilea de los gentiles, el pueblo que yacía en tinieblas ha visto una gran luz; para los que yacían en región y sombra de muerte una luz ha amanecido.

Los paisanos del Señor que habían estado en Jerusalén con motivo de la Pascua trajeron las noticias de la expulsión de los vendedores del Templo y de los prodigios que había realizado en la ciudad. Más tarde llegó la fama de su predicación y de sus seguidores por toda la orilla del Jordán. Ahora -lo sabemos por san Marcos y por san Mateo- Jesús predica al aire libre y en las sinagogas el mismo mensaje que ya había difundido el Bautista: Desde entonces comenzó Jesús a predicar y a decir: Haced penitencia, porque está al llegar el Reino de los Cielos 167.

Al oírle las gentes quedaban admiradas, pues les enseñaba como quien tiene potestad y no como los escribas. Los rabinos eran simples expositores de la Escritura y dependían de ella. Jesús poseía autoridad propia. Enseñaba en su nombre, con plena seguridad interna. No habla como un profeta o un enviado para regenerar al pueblo escogido. Habla en su nombre: Pero Yo os digo..., repetirá en diversas ocasiones. El pueblo se daba perfecta cuenta de la radical diferencia que había entre el modo de enseñar de escribas y fariseos, y la seguridad y el aplomo con que Jesucristo exponía su doctrina. Las palabras del Señor nunca presentan duda, ni exponen una mera opinión o una interpretación de la Ley. Jesús hablaba con dominio absoluto de la verdad y con un conocimiento perfecto del verdadero sentido de la Ley y los Profetas; es más, no pocas veces hablaba en su propio nombre y con la autoridad misma de Dios. Todo ello confería una singular fuerza y autoridad a sus palabras, como jamás se había oído en Israel.

San Lucas nos resume así esta etapa de Jesús en Galilea, después de la primera Pascua: se extendió su fama por toda la región. Y enseñaba en sus sinagogas, y era honrado por todos.

5. LOS DEMONIOS

Mc 1, 21-23; Lc 4, 33-37

En estos primeros tiempos, era costumbre de Jesús asistir los sábados a la sinagoga de Cafarnaún y enseñar allí. Así nos lo indica san Marcos. A esta ciudad se acercaban los habitantes de otros pueblos vecinos, y era fácil para el Señor llegar a más gentes. Todos le escuchaban con gusto.

Un sábado entró en la sinagoga, y allí se encontraba un hombre poseído de un espíritu inmundo, y decía a gritos: ¿Qué hay entre nosotros y tú, Jesús Nazareno? ¿Has venido a perdemos? ¡Sé quién eres tú, el Santo de Dios!

De los treinta y tres milagros de Nuestro Señor explícitamente narrados en los evangelios, seis se refieren a la curación de endemoniados. Estos casos de posesión adquieren mayor relieve, sobre todo, porque en el Antiguo Testamento apenas se mencionan. Parece más bien como si se multiplicaran ahora, conforme se acercaba el Mesías. Esto entraba en los planes de Dios. La acción mesiánica comporta una dura lucha con los poderes malignos. Satanás moviliza todas sus fuerzas contra el Santo de Dios. La Providencia permite que esta lucha revista un aspecto sensible. Una de las señales externas de la llegada del Reino será este pleno dominio que Jesús ejerce sobre los demonios 168.

En nuestros días es difícil para muchos admitir la existencia del demonio y creer en su poder para dominar las almas y los cuerpos. Algunos piensan que Jesús se dejaba llevar por las creencias populares acerca del diablo y por la confusión provocada por enfermedades poco estudiadas entonces (como la epilepsia), que eran achacadas al demonio. Sin embargo, la existencia del diablo y su capacidad para hacer el mal en el mundo, y en las personas, afecta directamente a la Redención. El Señor no habría dejado nunca este punto en la oscuridad. Por el contrario, vemos -en este pasaje también- cómo el Señor les habla, les ordena, les pregunta... Cuando envíe a los Doce en su primera misión apostólica, les dirá: Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, sanad a los leprosos, arrojad a los demonios.El mismo nos dice que ha venido a poner fin al reino de Satanás, y los exorcismos son una prueba de ello: si yo expulso los demonios por el dedo de Dios, está claro que el Reino de Dios ha llegado a vosotros. Y continúa diciendo más adelante: Cuando uno que es fuerte y está bien armado custodia su palacio, sus bienes están seguros; pero, si llega otro más fuerte y le vence, le quita sus armas en las que confiaba y reparte su botín. El fuerte es Satanás; el más fuerte es Jesucristo, que viene a vencerle. Por eso, declara: ahora el príncipe de este mundo va a ser arrojado afuera.

Con todo, después de la resurrección, Pedro alerta a los primeros cristianos para que vivan con sobriedad y estén vigilantes, pues vuestro adversario el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar. Y, a la vez, exhorta: Resistidle firmes en la fe 169. Aunque limitado, aún tiene poder. Las referencias explícitas a su existencia y actividad son muy numerosas. Es imposible negarlas sin dejar a un lado una buena parte de la Revelación.

Los demonios poseen un saber sobrehumano; por eso reconocen a Jesús como el Mesías. Por medio de los poseídos, los demonios tenían capacidad para dar a conocer el carácter mesiánico de Jesús. Pero el Señor les manda guardar silencio. Lo mismo ordena en otras ocasiones a los discípulos; y a los enfermos, después de su curación, les insta a no propagar la noticia. Este proceder del Señor puede explicarse como pedagogía divina para ir enseñando la verdadera naturaleza del Reino, pues la mayoría de los contemporáneos de Jesús tenían una idea del Mesías demasiado terrena y politizada. También podemos pensar, con algunos Santos Padres, que Jesús no quiere aceptar en favor de la verdad el testimonio de aquel que es el padre de la mentira.

Y por eso, aunque le reconocen, no les deja decir quién era.

Aquel día, en la sinagoga de Cafarnaún, Jesús conminó a este demonio: Calla, y sal de él. La expectación creada fue enorme, porque el espíritu inmundo, zarandeándolo y dando una gran voz, salió de él. San Marcos nos relata el estado de los asistentes, que debían de ser numerosos: Se quedaron todos estupefactos. Y comentaban entre sí: Manda incluso a los espíritus inmundos y le obedecen. Y su fama se extendió por todas partes.

6. LA SUEGRA DE PEDRO. OTRAS CURACIONES EN SÁBADO

Mt 8, 1.14-17; Mc 1, 29-34; Lc 4, 36-41

Aquel mismo día, al salir de la sinagoga se dirigieron a casa de Pedro. San Marcos habla de la casa de Pedro y de Andrés. Con toda seguridad este evangelista oyó el relato de labios del propio Pedro, pues, como sabemos, el evangelio de Marcos es en sustancia la catequesis de Pedro 170. Estos hermanos, aunque son de Betsaida, pescan también en las inmediaciones de Cafarnaún. Es explicable que tuvieran allí una casa en la que recoger los aparejos y las redes. Les sirve de descanso y, quizá, para vender el pescado. Les acompañan Santiago y Juan. La parte norte del lago es una zona que ellos conocían bien.

Al llegar, le dijeron a Jesús que la suegra de Pedro estaba en cama con fiebre alta (Lc). El Señor se acercó, la tomó de la mano y la levantó; enseguida le desapareció la fiebre. San Lucas señala que mandó con energía a la fiebre. Jesús habla aquí con imperio a la fiebre, como más tarde lo hará al viento y al mar, o a la higuera. Es Dueño de todo lo que existe. Toda la naturaleza le está sometida.

El resultado fue que aquella mujer se encontró tan bien de salud que se puso a servirles. Restablecida de su mal, atendería con especial gozo a los comensales.

Aquel sábado fue un día intenso. Estaba toda la ciudad agolpada junto a la puerta, indica san Marcos. Y, como era sábado y habían de cumplir todo lo referente al riguroso descanso que imponía ese día, las gentes esperaron a la puesta del sol para llevar a Jesús sus enfermos. El Señor, una vez más, se llenó de compasión por aquella gente, y poniendo las manos sobre cada uno, los curaba (Lc). No lo hacía en serie; se fija atentamente en cada uno de los enfermos y le dedica todo su interés. No faltaría una palabra de afecto y de ánimo, y un gesto comprensivo y cordial. Cada hombre era bien recibido por Cristo, de tal manera que todos podrían haber dicho más tarde: «a mí el Señor me trató de manera especial» 171.

7. LA MUJER ENCORVADA

Lc 13, 10-17

En otra ocasión similar, Jesús entró a enseñar un sábado en la sinagoga. Indica el Evangelista que esta era su costumbre, aunque predicaba –además- cualquier día y a cada minuto. Y había allí una mujer poseída por un espíritu, enferma desde hacía dieciocho años, y estaba encorvada sin poder enderezarse de ningún modo. Y Jesús, sin que nadie se lo pidiera, movido por su compasión, la llamó y le dijo: Mujer, quedas libre de tu enfermedad. Y le impuso las manos, y al instante se enderezó y glorificaba a Dios.

El jefe de la sinagoga se indignó porque Jesús curaba en sábado. Con su alma pequeña no comprende la grandeza de la misericordia divina que libera a esta mujer postrada desde hacía tanto tiempo. Celoso en apariencia de la observancia del sábado prescrita en la Ley, el fariseo no sabe ver la alegría de Dios al contemplar a esta hija suya sana de alma y de cuerpo. Su corazón, frío y embotado -falto de piedad-, no sabe penetrar en la verdadera realidad de los hechos que están sucediendo: no ve al Mesías, presente en aquel lugar, que se manifiesta como anunciaban las Escrituras. No se atreve a murmurar directamente de Jesús, lo hace de quienes se acercan a Él: Seis días hay en los que es necesario trabajar; venid, pues, en ellos a ser curados y no en día de sábado. No se da cuenta de que este sábado era distinto por completo.

La mujer quedó libre del mal espíritu que la tenía encadenada y de la enfermedad del cuerpo. ¡Ya podía mirar a Cristo, y al cielo, y a las gentes, y al mundo!

La consideración de estas escenas del Evangelio llevan al cristiano a confiar más en Jesús, especialmente cuando se ve más necesitado del alma o del cuerpo, cuando experimenta con fuerza la tendencia a mirar solo lo material, lo de abajo, y a imitarle también en el trato con las gentes: no pasa con indiferencia ante el dolor o la desgracia. Toma buen ejemplo del Maestro, que se compadece y pone remedio.

Estas curaciones las hizo, añade san Mateo, para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades 172. Tomó sobre sí de modo particular nuestros pecados, que son la carga más pesada y dura de llevar 173.

8. LA PESCA MILAGROSA

Lc 5, 1-11

Los discípulos de Cafarnaún acompañaron a Jesús por las diversas ciudades y pueblos a orillas del lago de Genesaret. Le seguían de modo permanente pero, ocasionalmente, volvían a su tarea de la pesca. Un día, estos pescadores acababan de dejar sus barcas y estaban lavando las redes. La jornada no había sido buena y apenas habían pescado nada. Jesús se encontraba en la orilla y la gente había ido llegando de tal manera que hubo un momento en el que se agolpaba a su alrededor para oír la palabra de Dios. Estaban sedientos de escuchar al Maestro. {{{

Entonces subió a una de aquellas barcas, que era de Simón, y, alejado un poco de la orilla, estuvo enseñando.

Cuando terminó de hablar, dijo a Simón: Guía mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca. Cualquiera hubiera podido comentar que no era el momento más oportuno; ciertamente había pasado ya la mejor hora. Además, estaban con sueño y cansados después de una noche de brega, más aún cuando había sido un trabajo sin frutos. Pedro lo hizo saber a Jesús, pero a la vez obedeció a sus palabras. Es la fe lo que ahora le mueve, porque Jesús es de tierra adentro, de Nazaret, y tiene poca experiencia en aquellas faenas. Pedro, sin embargo, conoce ya bien a Jesús y se fía de Él: Maestro, hemos estado fatigándonos durante toda la noche y nada hemos pescado; pero, no obstante, sobre tu palabra echaré las redes 174.

Y llegó la sorpresa.

La pesca fue abundantísima: recogieron gran cantidad de peces, tantos que las redes se rompían. Pocas veces -quizá ninguna- Pedro había pescado tanto como en aquella ocasión, cuando todos los indicios apuntaban al fracaso.

Mientras Jesús contemplaba en aquellas redes una pesca más abundante a través de los siglos, Pedro se arrojó a sus pies y confesó con humildad: Apártate de mí, Señor, que soy un hombre pecador.

Estaba asombrado. Parece como si en un momento lo hubiera visto claro: la santidad de Cristo y su condición de hombre pecador. Apártate de mí, Señor: no soy nada, no tengo nada... Se encontraba ante la divinidad de Jesús, manifestada en el milagro. Y mientras sus labios decían que se sentía indigno de estar junto a Él, los ojos y toda su actitud rogaban a su Maestro que le tomara con Él para siempre. De ninguna manera quería separarse de su lado. ¡Buena pesca había realizado el Señor!

Jesús quitó el temor a Simón y le descubrió el nuevo sentido de su vida: no temas; desde ahora serán hombres los que has de pescar. Recoge la imagen del pescador para enseñarle su misión en la tarea redentora.

Aquellos pescadores sacaron las barcas a tierra y, dejadas todas las cosas, le siguieron. Sus vidas tendrían especialmente desde este día un formidable objetivo: seguir a Cristo y ser pescador de hombres. Todo lo demás en su existencia sería medio e instrumento para ese fin.

Pedro es el centro de la narración. En ella san Lucas emplea el doble nombre de Simón-Pedro. Hasta ahora ha usado solo el de Simón; en adelante usará solo el de Pedro. El Señor ha querido aquí atraerlo más a Sí -ya lo había llamado- y, a la vez, explicarle con un lenguaje que él entendía bien -la pesca- en qué iba a consistir su vocación, su existencia entera. Pedro es ahora un pescador por los cuatro costados.

El Maestro comenzó pidiéndole prestada una barca y se quedó definitivamente con su vida. Muchas veces hará lo mismo a lo largo de los siglos. No quiere las ramas, quiere el árbol.

9. CURACIÓN DE UN LEPROSO

Mt 8, 1-4; Mc 1, 40-45; Lc 5, 12-16

Se encontraba Jesús en una ciudad cercana al lago, en un momento en el que va y viene por aquella región de Galilea. En uno de estos viajes se le acercó un leproso y se postró en tierra ante Él. Aunque san Lucas nos habla de una ciudad, lo más probable es que estuviera en las afueras, pues los leprosos se debían mantener alejados de la gente por temor al contagio.

La lepra en aquel tiempo era incurable, y se pensaba que era muy contagiosa (y quizá lo era, dadas las condiciones higiénicas en que muchas veces se vivía). Los miembros del enfermo eran invadidos sin remedio por el mal, entre grandes padecimientos. Muchas veces su vida era una lenta agonía. Quedaban socialmente aislados, por el miedo al contagio, y se les apartaba además de los lugares habitados cuando se les declaraba legalmente impuros. Se les obligaba a llevar la cabeza desnuda y los vestidos desgarrados, y cuando iban a pasar por un camino habían de advertirlo desde lejos. Hasta los mismos familiares huían de ellos. Estos enfermos habían visto muchas veces el horror y el miedo en el rostro de quien se les había acercado. Aquel mal -se pensaba- era un castigo por los pecados. Su situación no podía ser más extrema y desesperanzada.

Este hombre tenía la enfermedad ya muy avanzada: estaba cubierto de lepra, indica san Lucas. Es muy posible que hubiera oído hablar de Jesús y lo estuviera buscando.

El enfermo se postró ante Jesús, le miró, le enseñó cómo iba avanzando incontenible su dolencia. Solo le dijo: Señor, si quieres, puedes limpiarme. Solo eso.

Si quieres, puedes...

Esta es toda su oración. En ella se manifiesta la fe: puedes. Parece un eco del salmo: El Señor hace cuanto quiere en los cielos, en la tierra y en el mar y en todos los abismos (Sal 135, 6). De la voluntad del Señor depende todo. En Él ha puesto su confianza. Casi ni llega a pedir. Muestra su desgracia. Los motivos son los mismos de siempre: la bondad de Dios y su poder.

Los tres evangelistas nos han dejado el mismo gesto del Señor: Jesús le tocó. Podía haberlo curado a distancia, como en otras ocasiones, pero quiso tocar su carne enferma. Esto era bastante insólito. Muchos habían huido de él con horror. El leproso había visto a tantos que se separaban de él con repugnancia y con miedo. Jesús no se separa, como habían hecho otros; le mira, por el contrario, con afecto, con expresión amable, compasiva. Luego, extendió su mano y le tocó. Quizá quiera decir el texto: lo abrazó, o lo levantó con las manos, pues el leproso estaba postrado a sus pies. ¡Cómo agradecería el enfermo aquel gesto! Y enseguida dijo: Quiero, queda limpio. Apenas había pronunciado aquellas palabras cambió toda su vida: al instante desapareció de él la lepra.

Su propia enfermedad fue la ocasión para acercarse a Cristo. Nunca lo olvidaría. Quizá dio gracias por ella.

El Señor le pidió que no lo dijese a nadie, pero ¡cómo iba a poder callar! ¡Le sale a borbotones la alegría y el deseo de comunicarlo a todo el mundo!

Después de haberle curado le envió al sacerdote, para que certificara su curación y pudiera integrarse a la vida normal. También le mandó que llevara la ofrenda por la curación prescrita por Moisés para estos casos, sumamente raros.

Este milagro debió de conmover hondamente a las gentes y ser objeto constante de la primitiva catequesis. Así se deduce de los detalles con los que los tres evangelios sinópticos nos lo han transmitido 175.

XIII. CURACIÓN DE UN PARALÍTICO EN JERUSALÉN

1. CURACIÓN DE UN PARALÍTICO EN JERUSALÉN

Jn 5, 1-18

Cuando llegó Jesús a Galilea era ya el final del otoño o principios del invierno, muy probablemente del año 28, y faltaban todavía algunos meses para la Pascua. De este tiempo junto al lago, san Juan solo menciona su llegada a esta región y la curación del hijo del funcionario real en Caná. Según el plan de su evangelio, selecciona solo algunos sucesos, omitidos en general por los otros tres, y deja a un lado también los que ya han sido narrados. No olvidemos que, cuando san Juan escribe el suyo, a finales del siglo i, ya hace años que han sido redactados los demás evangelios. El precisa y complementa en muchas ocasiones a los sinópticos.

Si hubiéramos seguido solamente el relato de Juan, tendríamos la impresión de que Jesús volvió a Jerusalén inmediatamente después del milagro de Caná. Pero no fue así. Es preciso intercalar los relatos que hemos comentado más arriba, que él omite.

Llegó Jesús a Jerusalén. Nos dice san Juan que había allí, junto a la puerta de las ovejas, una piscina, llamada en hebreo Betzata, o Bethesda, que tiene cinco pórticos. En estos yacía una muchedumbre de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos 176. La existencia de esta piscina tan singular fue negada por la crítica racionalista hasta que excavaciones de finales del siglo XIX y principios del xx la pusieron al descubierto, tal como la describe san Juan 177. También se le llamaba Probática por estar situada junto a la puerta de las ovejas, en las afueras de Jerusalén, por la que entraba el ganado destinado a los sacrificios del Templo. Es una cavidad rectangular, rodeada de cuatro pórticos y dividida en dos cuadrados iguales por un quinto pórtico 178.

Había allí un hombre que padecía una enfermedad desde hacía treinta y ocho años. Jesús le vio tendido y supo -señala san Juan- que llevaba mucho tiempo. Entonces, le preguntó: ¿Quieres ser curado? El Señor le pregunta para mover su fe y su esperanza, pues ya sabía que deseaba su curación, Y el enfermo le contestó: Señor, no tengo un hombre que me introduzca en la piscina cuando se mueve el agua; mientras voy, desciende otro antes que yo 179. Jesús le dijo: Levántate,toma tu camilla y anda. Al instante aquel hombre quedó sano, tomó su camilla y echó a andar.

Aquel día era sábado, señala san Juan. Y los judíos le dijeron: Es sábado y no te es lícito llevar la camilla. No les importa el milagro grandioso que ha realizado el Señor, ¡les importan más sus prescripciones sobre el descanso sabático!; y les pasa inadvertida la obra que acaba de realizar Dios. Verdaderamente estaban ciegos.

Aquel hombre piensa que quien le ha curado en un instante también tiene poder para disponer lo que se debe o no hacer en sábado. Con sencillez, les dice: Él que me ha curado es el que me dijo: Toma tu camilla y anda. Pero le seguían preguntando: ¿Quién es el que te dijo: toma tu camilla y anda? Y aquel hombre no conocía a Jesús, que se había apartado de la gente congregada en el lugar con motivo del milagro.

Más tarde, quizá el mismo día, Jesús se hizo encontradizo en el Templo con él. Es posible que haya ido allí para dar gracias por su curación. El Señor le recuerda que más importante que la salud del cuerpo es la del alma: Mira, le dice, has sido curado; no peques más para que no te ocurra algo peor.

Aquel hombre, con toda sencillez, sin malicia, dijo a los judíos que era Jesús el autor del milagro. Por eso perseguían los judíos a Jesús, porque había hecho esto en sábado. Y Jesús se defiende: Mi Padre trabaja siempre y yo también trabajo. Apela una vez más a su dominio sobre el mismo sábado, porque es igual al Padre. Jesús equipara su obrar al del Padre.

Por estas palabras, explica el evangelista, buscaban con más ahínco matarle, porque no solo quebrantaba el sábado, sino que también llamaba a Dios Padre suyo, haciéndose igual a Dios. Jesús tiene siempre plena conciencia de su divinidad.

Los judíos entendieron bien el alcance de las palabras del Señor. Se atribuye una filiación única, que lo hace igual a Dios. Por eso ahora lo quieren matar por blasfemo.

Jesús se retiró y decidió de nuevo volver a Galilea.

2. VUELVE A CAFARNAÚN. CURACIÓN DE UN PARALÍTICO

Mt 9, 1-8; Mc 2, 1-12; Lc 5, 17-26

San Juan, que nos cuenta el viaje a Jerusalén y lo que sucedió en esta ciudad, no se preocupa esta vez de hablarnos de la vuelta a Galilea. Es san Marcos quien nos dice que al cabo de unos días volvió de nuevo a Cafarnaún. La estancia en Jerusalén debió de ser muy corta. Con toda probabilidad, solo los días de la fiesta.

En cuanto se enteraron de que Jesús había vuelto, acudió gente de todas partes. Se supo que estaba en casa -en la casa de Pedro, se entiende 180-. Y se juntaron tantos que ni siquiera ante la puerta había ya sitio (Mc). San Marcos nos narra un suceso que tuvo lugar ese día en que la casa estaba a rebosar. El episodio está lleno de interés y de animación, como relatado por alguien que ha estado presente. Pedro describiría esta escena muchas veces en su catequesis con detalles y color, y san Marcos, su fiel escribano, así lo recogió.

De modo inesperado, cuatro hombres decididos comenzaron a abrir un agujero en el techo 181, sobre el lugar donde estaba el Señor 182. Después descendieron lentamente a un paralítico en su camilla, y lo colocaron delante de Jesús 183. Todos quedaron asombrados... No era para menos.

Lo que causó una honda impresión en los presentes no fue tanto el ingenio y la audacia de llevar a cabo esa empresa, sino la fe tan grande que suponía. Fe que enterneció el corazón del Maestro. Al ver Jesús la fe de ellos (de los amigos), dijo al paralítico: Hijo... Le llama hijo, indicio tal vez de que este hombre era todavía joven. Es una de las pocas veces que el Señor utiliza esta palabra.

La misericordia del Señor fue movida por la firmeza de la fe de aquellos hombres. Hijo, tus pecados te son perdonados. Estas palabras resonaron como un trueno en la casa y dejaron desconcertados a los presentes. Por una parte, el enfermo quizá se sintió al principio defraudado. ¡Tanto confiaban sus amigos en su curación!

Y los escribas, gente entendida, que también escuchaban al Maestro, estaban gravemente escandalizados: ¿Por qué habla este así? Blasfema. ¿Quién puede perdonar los pecados sino solo Dios? ¡No sabían que estaba delante de ellos!

Se tenían noticias de curaciones, incluso de muertos resucitados..., pero en toda la historia de Israel no había la menor señal de que un hombre, ni siquiera el Mesías, pudiera perdonar los pecados, aun el más pequeño de todos.

Jesús conoció enseguida sus pensamientos, que andaban bien descarriados. Por eso, les dijo: ¿Por qué pensáis estas cosas en vuestros corazones? ¿Qué es más fácil, decir al paralítico: tus pecados te son perdonados; o decir, levántate, toma tu camilla y anda? Y para mostrar que el Hijo del Hombre tiene en la tierra el poder de perdonar los pecados obrará el milagro.

Los evangelistas sinópticos nos transmiten las mismas palabras. Dijo al paralítico que tomara la camilla y volviera a su casa. Esta vez no tendría necesidad de salir por el techo: la multitud le abriría paso, admirada; sus amigos bajarían enseguida de la terraza y se reunirían con él. Lo celebrarían. ¡El Señor no les había defraudado! Y todos glorificaban a Dios, que ha dado tal poder a los hombres, escribe san Mateo. Podríamos preguntarnos: ¿por qué a los hombres, en plural, si solo se trataba de uno, de Jesús?... Quizá el evangelista se refiera no solo al Señor, sino también a los apóstoles y a sus sucesores, que perdonarían los pecados en el sacramento de la Penitencia. Cuando redacta su evangelio, esto era una práctica habitual en la Iglesia.

No todo, sin embargo, eran alabanzas. Para muchos, el tema de la blasfemia continuaba en pie, a pesar del milagro. En cierto modo, ellos tenían razón al preguntar: ¿Quién puede perdonar pecados sino solo Dios?

Jesús no quería declarar su divinidad abiertamente. Sus obras deberían proclamarla a todo hombre de buena voluntad. Mientras tanto, él se autodenominaba Hijo del hombre. Este título desaparece prácticamente después de su muerte. Con la revelación plena de su mesianismo y de su divinidad, se hace innecesario.

Jesús realiza el milagro para mostrar que el Hijo del hombre tenía todo el poder que manifiesta. Como entre velos muestra su divinidad, sin declararla expresamente con palabras.

4. LA VOCACIÓN DE MATEO

Mt 9, 9-13; Mc 2, 13-17; Lc 5, 27-32

Los tres evangelios sinópticos narran la vocación de Mateo, el publicarlo, inmediatamente después de la curación del paralítico de Cafarnaún. Quizá el mismo día del milagro o al siguiente, salió Jesús hacia la orilla del lago seguido de una gran muchedumbre, como advierte san Marcos. Pasó delante del puesto público de los impuestos (el telonio) donde se encontraba Mateo en su trabajo de recaudador.

Los romanos acostumbraban a entregar a particulares, mediante un sistema de subastas, los derechos a recaudar las cargas fiscales. Se quedaban con la puja quienes ofrecieran una recaudación más segura y un menor porcentaje como comisión. Esos recaudadores eran los publícanos, que empleaban a su vez a una serie de subordinados para tal misión. Como es lógico, los publícanos procuraban por todos los medios obtener de los particulares la mayor recaudación posible, ya que aumentaban sus ganancias. No se distinguían por ser muy cumplidores de la Ley ni por su asistencia al Templo o a la sinagoga. En el Nuevo Testamento son considerados por los fariseos como pecadores y paganos.

Pasó Jesús y vio a Mateo en su lugar de trabajo. Los otros dos sinópticos le llaman Leví, y san Marcos anota que era hijo de un tal Alfeo. Probablemente tuvo dos nombres, como era frecuente entre los judíos. Jesús le vio al pasar. Solo Dios sabe lo que vio aquel día al fijar su mirada en Mateo, y solo el apóstol sabrá lo que contempló en Jesús para dejar inmediatamente la mesa de las recaudaciones y seguirle.

Le dijo el Maestro: Sígueme. Y él se levantó y le siguió. Dejó atrás su caja, sus libros de registro y a los que estaban esperando en aquel momento para satisfacer su deuda. Su prontitud nos hace suponer que ya conocía al Señor y que su ánimo estaba preparado. Había escuchado al Maestro en otras ocasiones. Es muy probable que antes hubiera hablado ya con Él a solas. Jesús lo había conquistado, y ahora se trata de dar el paso definitivo.

La sorpresa de todos debió de ser enorme. ¡Un publicano entre sus íntimos! ¿Qué dirían las gentes, sus amigos? A Mateo no le importó. Al Señor, tampoco.

Mateo se convirtió en un testigo excepcional de la vida y de los hechos del Maestro. Un poco más tarde sería elegido uno de los Doce para seguir al Señor en todos sus pasos: escuchó sus palabras y contempló sus milagros, estuvo entre los íntimos que celebraron la Ultima Cena y asistió a la institución de la Eucaristía, oyó el testamento del Señor en el Mandamiento del amor y acompañó a Cristo al Huerto de los Olivos, donde empezaría, con los otros discípulos, un calvario de angustia, especialmente por haber abandonado también a Jesús. Después, muy poco después, saboreó la alegría de la Resurrección y, antes de la Ascensión, recibió el mandato de llevar la Buena Nueva hasta los confines de la tierra. Más tarde, también con los discípulos y la Madre de Jesús, recibió el fuego del Espíritu Santo, en Pentecostés. Al escribir su evangelio recordaría tantos momentos gratos junto al Maestro. Comprendió que su vida cerca de Cristo había valido la pena.

Leví quiso celebrar la llamada del Maestro y dio un gran banquete en su casa (debía de ser hombre rico), e invitó a Jesús y a sus discípulos. Por supuesto, sentados a la mesa estaban un buen grupo de colegas y amigos: publícanos y pecadores, escribe el propio Mateo, es decir, gente que no observaba muy bien la Ley y quizá gentiles. El Maestro asistió al banquete en casa del nuevo discípulo. Y lo haría de buen grado, con gusto, aprovechando aquella oportunidad para ganarse la simpatía de los amigos de Mateo. Los fariseos quedaron escandalizados. Los asistentes al banquete se sintieron acogidos por el Señor, y muchos de ellos con el paso del tiempo se bautizarían y serían cristianos fieles.

El Señor, como vemos a lo largo de su vida, no rehuía el trato social; más bien lo buscaba. Se entendía Jesús con los tipos humanos y los caracteres más variados: con un ladrón convicto, con los niños llenos de inocencia y de sencillez, con hombres cultos y pudientes como Nicodemo y José de Arimatea, con mendigos, con leprosos, con familias... Este interés manifiesta su afán salvador, que se extiende a todas las criaturas de cualquier clase y condición. En el evangelio se pone continuamente de manifiesto.

Los fariseos tenían incontables prescripciones rituales en torno a las comidas y celebraciones. Nunca visitaban la casa de un judío, ni se sentaban a su mesa, si no estaba ritualmente limpio, y mucho menos la de un gentil, que, por definición, era impuro. En sus labios, la palabra pecadores solía referirse a los judíos que no observaban las reglas y los ritos que los doctos en la Ley habían añadido a los preceptos de Moisés.

Los fariseos no entraron, por supuesto, en casa de Leví. Se quedaron fuera, vigilando, murmurando. Pudieron ver cómo Jesús y sus discípulos entraban sin ningún reparo en casa de Mateo. Después dirán a los discípulos: ¿Por qué vuestro Maestro come y bebe con publícanos y pecadores? Ya le habían acusado de blasfemia por perdonar los pecados. Una infracción ritual no era tan grave, desde luego, pero quizá les escandalizara más.

El Señor oyó lo que decían los fariseos. Y enseguida contestó a la pregunta que habían hecho a sus discípulos: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Y añadió: Id y aprended qué sentido tiene: Misericordia quiero y no sacrificio; pues no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.

El Señor se colocaba por encima del legalismo de su tiempo y apelaba a la autoridad de Dios mismo. Esto motivó que desde aquel día en Cafarnaún se rompiera la neutralidad de aquellos que se consideraban a sí mismos los mejores cumplidores de la Ley.

También en aquella jomada Jesús ganó muchos amigos (los de Mateo), y conquistó un discípulo que sería después un fiel instrumento para llevar a todas partes el Reino de Dios 184.

XIV. EL VINO NUEVO

1. LOS AMIGOS DEL ESPOSO. LOS ODRES

Mt 9, 14-17; Mc 2, 18-22; Lc 5, 33-39

Por aquellos días se encontraban en Cafarnaún algunos discípulos del Bautista que, imitando la austeridad de vida de su maestro, practicaban ayunos frecuentes y rezaban a horas fijas largas oraciones. También los fariseos, y en general los israelitas piadosos, ayunaban a menudo. Aunque la legislación mosaica no prescribía más que un solo ayuno cada año, en la fiesta del Gran Perdón (Yom Kippur) o de la Expiación, esta práctica de penitencia era tan normal en aquel tiempo que se recomendaba con frecuencia a las almas piadosas. Jesús tampoco quiso aboliría, y la Iglesia primitiva no solo la conservó, sino que la aconsejaba con insistencia a los cristianos como medio para purificar el alma y acercarse más a Dios.

El día del banquete de Mateo coincidió precisamente, según nos dice san Marcos, con un día de ayuno de los discípulos del Bautista y de los fariseos. Esta circunstancia ponía más de relieve el contraste entre unos y otros: quienes ayunaban y los que participaban en el banquete. Por eso vinieron a Jesús y le preguntaron: ¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos con frecuencia, y en cambio tus discípulos no ayunan? (Mt). Parecen molestos y reticentes.

El Maestro les responde con un lenguaje familiar: ¿Pueden estar de duelo los amigos del esposo mientras el esposo está con ellos? Días vendrán en que se les arrebatará al esposo; entonces ayunarán (Mt). La imagen empleada por Jesús era muy gráfica y tanto más eficaz cuanto poco antes la había empleado el mismo Juan para representar al Mesías como al esposo bajado del cielo para celebrar sus bodas. Los amigos del esposo son, naturalmente, sus discípulos, que viven el tiempo de las bodas y, por tanto, días de fiesta y de alegría. La imagen del esposo había sido empleada también por los profetas para señalar las relaciones de Dios con su pueblo 185. El Señor, comparándose aquí al esposo, hace una velada declaración de su divinidad. El Esposo, Jesús, es Dios mismo.

Jesús no censuraba los ayunos de los fariseos y de los discípulos de Juan Bautista, solo reclama libertad para los suyos en un asunto que la Ley de Moisés no prescribía 186.

Sin embargo, el Esposo, Jesús, les será arrebatado. Es la primera alusión clara del Señor a su pasión y muerte. Y entonces será necesaria la penitencia. Cuando Cristo no esté visiblemente presente, la penitencia será necesaria para verle con los ojos del alma.

El Señor añade nuevas consideraciones, presentadas en forma de breves parábolas. Nadie echa un remiendo... Quienes le escuchaban sabían de remiendos en los vestidos, y todos también, acostumbrados a las faenas del campo, conocían lo que pasa cuando se echa el vino nuevo, sacado de la uva recién vendimiada, en los odres viejos 187. Con estas imágenes sencillas y bien conocidas enseñaba el Señor las verdades más profundas acerca del Reino que llegaba ya a las almas.

Jesús declara la necesidad de acoger su doctrina con un espíritu nuevo, joven, con deseos de renovación; pues de la misma manera que la fuerza de la fermentación del vino nuevo hace estallar los recipientes ya envejecidos, así también el mensaje de Cristo tenía que romper todo anquilosamiento. Sus discípulos no recibieron su predicación como una interpretación más de la Ley, sino como una vida nueva que requería un cambio radical en el corazón, en la manera de pensar.

Hubiera sido desastroso intentar remendar con tela nueva el envejecido judaísmo. Los vestidos gastados y los odres viejos representan a las instituciones del Antiguo Testamento, que ya habían cumplido su fin. Una mezcla indiscriminada de ambos Testamentos hubiera producido lamentables consecuencias. Esta doctrina la desarrollará ampliamente san Pablo en la Carta a los Gálatas. Ya se echaron de ver las consecuencias cuando, poco después de la muerte de Jesús, los judaizantes promovieron en la naciente Iglesia un conato de cisma, al querer conservar viejas instituciones -como la circuncisión- que no tenían sentido alguno después de la llegada del Mesías.

San Lucas nos ha dejado una tercera comparación, que expresa en el fondo la misma verdad: Y ninguno acostumbrado a beber vino añejo quiere del nuevo, porque dice: el añejo es mejor.El añejo es mejor, ¡mucho mejor! Es más dulce y sabroso al paladar. Sin embargo, ahora ocurre al revés: Cristo es el mejor vino, más dulce que todo lo anterior.

2. EL HOMBRE DE LA MANO SECA. AGLOMERACIONES JUNTO AL MAR

Mt 12, 9-21; Mc 3, 1-12; Lc 6, 17-19

Otro sábado entró Jesús en una sinagoga. Se encontraba allí un hombre con una mano seca. San Lucas nos indica que era la derecha. Y todos le observaban de cerca por si lo curaba en sábado, para acusarle (Mt). No les interesaba mucho la curación en sí, sino la posible falta contra el descanso sabático.

Jesús dijo entonces a este hombre: Levántate y ponte en medio. Y se levantó y se puso en medio (Lc). El Señor preguntó a todos: ¿Es lícito curar en sábado? ¿Se puede hacer el bien, aunque por ello no se viva alguna de las prescripciones acerca del descanso? Y les propone algo de sentido común: ¿Quién de vosotros, si tiene una oveja y se le cae en día de sábado dentro de un hoyo, no la agarra y la saca? Y determina con toda claridad: por tanto, es lícito hacer el bien en sábado (Mt). El Señor debió de pronunciar estas palabras con mucha fuerza, porque a continuación, nos ha dejado escrito san Marcos, les dirigió una mirada airada. Y quedó entristecido por la ceguera de sus corazones. Todos pudieron darse cuenta de esta tristeza de Jesús y de la fuerza de su mirada. Esta es la única vez que los evangelistas aluden a la indignación en la mirada del Señor. Dijo entonces a aquel hombre: Extiende tu mano. Lo hizo y quedó curada.

Este hombre confió en el Señor y dejó a un lado su experiencia negativa anterior, que le hablaba de su incapacidad para mover la mano, y pudo extenderla ahora con soltura. Todo es posible con Jesús. La fe permite lograr metas que antes habrían parecido verdaderos imposibles, resolver viejos problemas personales insolubles...

La reacción ante el milagro fue sorprendente. Nos dice san Mateo que al salir tuvieron consejo contra Él para ver cómo perderle.

Los fariseos observaban cómo Jesús era muy superior a ellos: su doctrina tenía fuerza, su Persona era atrayente para todos, podía hacer milagros cuando lo deseaba... También comprobaban que la hondura de sus enseñanzas los dejaba empequeñecidos ante el pueblo y ante ellos mismos.

Los fariseos no poseían el sacerdocio ni tenían a su cargo el culto y los sacrificios del Templo; de esto se encargaban los saduceos. Sin embargo, dominaban en las sinagogas, que se encontraban en las principales ciudades y pueblos. Toda la vida religiosa estaba muy influida por ellos; después de la destrucción del Templo, solo los fariseos la conservaron 188. Eran respetados por el pueblo, y ellos fomentaban este respeto (alargan sus filacterias... gustan de ser llamados rabí).

Su norma de vida era hacer la voluntad de Dios. Y para conocerla aceptaban no solo la Escritura, sino también los escritos de los comentaristas, los escribas. En estos escritos veían una continuación de las enseñanzas de Dios a los hombres. Por eso se sentían respaldados por una especial autoridad divina. Estas interpretaciones de los escribas daban al fariseísmo su sello especial.

Se explica bien que los grupos más religiosos e ilustrados del pueblo judío se situaran enfrente de Jesús. Despreocupados en conocer quién era Dios en sí mismo, a los escribas y fariseos no les quedaba otro camino que fijar su atención en los mandamientos y en reglas y deberes de los hombres hacia Él. Esto significaba más y más minuciosas regulaciones rituales y ceremoniales. Convertían los medios en fines en sí mismos.

De un modo creciente se fue perfilando la idea de que el Señor se hacía igual a Dios. Ya le habían visto perdonar pecados, y un poco más tarde le oirían decir: Yo y el Padre somos uno. No encontraban otro camino: o se convertían a Él o debían hacerle desaparecer. Realmente no había más opción. Algunos fariseos principales se convirtieron.

Después de la curación del hombre de la mano seca, se reunieron los fariseos con los herodianos. Estamos en territorio de Herodes, y estos amigos del partido del rey eran necesarios para acabar con Jesús. Los herodianos no eran un grupo religioso, como los fariseos o los saduceos; eran un partido que quería un Israel bajo el cetro de Herodes y en buena amistad con los romanos.

Al ver el peligro que corría, Jesús con sus discípulos se alejó hacia el mar (Mc).

Jesús se enteró de esta asechanza que tramaban los judíos contra Él y se alejó de allí (Mt), sin duda de los núcleos de más población; se aleja de un peligro real. Se retira también de las sinagogas; en ellas se había manifestado con palabras y obras, pero encontró siempre mucha oposición. Al aire libre parece hallarse mejor. San Marcos hace esta observación llena de los recuerdos de Pedro: Jesús se alejó con sus discípulos del lado del mar. Designa los lugares familiares que Jesús frecuentaba y se sabía de memoria. Se trata del mar de Galilea, donde muchos de sus amigos son pescadores.

A pesar de todo, le siguieron muchos, dice san Mateo. Entre ellos, según san Lucas, un grupo numeroso de sus discípulos y también una gran multitud de gente. La estación era agradable (nos encontramos en los meses posteriores a la Pascua), los caminos estaban transitables y el lago, fácil de atravesar. Jesús es conocido ya en todo el país. Acudió a Él una gran muchedumbre de Galilea y de Judea; también de Jerusalén, de Idumea, de más allá del Jordán, y de los alrededores de Tiro y de Sidón, vino hacia él una gran multitud al oír las cosas que hacía (Mc). Todo el mundo manifestaba de dónde venía, y a los discípulos no les fue difícil enterarse de que había gentes de todas partes. Lo comentarían con Jesús.

Mateo enumera detalladamente, por orden geográfico, los pueblos que se apiñan en torno a Jesús: Le seguían grandes multitudes de Galilea y de la Decápolis, los dos países más próximos, y de Jerusalén y de Judea, y también del otro lado del Jordán, donde vivían todavía muchos israelitas.

Lucas, menos preocupado por la geografía, resume y simplifica la situación escribiendo que había gentes venidas de toda Judea y de Jerusalén y hasta del litoral de Tiro y de Sidón. Ninguno de los tres evangelistas hace mención de Samaría. Tal vez no acudían a Galilea por las malas relaciones con los judíos.

Le traen de lejos a familiares y amigos con todo tipo de miserias y enfermedades. Mateo nos ha dejado un resumen: y le traían a todos los que se sentían mal, aquejados de diversas enfermedades y dolores, a los endemoniados, lunáticos y paralíticos, y los curaba. San Marcos nos dice: sanaba a tantos, que se le echaban encima para tocarle todos los que tenían enfermedades. Y Lucas aclara que toda la multitud intentaba tocarle, porque salía de él una fuerza que sanaba a todos.

Todos estos sucesos podían haber provocado una exaltación turbulenta. Por eso, Jesús les ordenaba que no le descubriesen. Tenía que cumplirse en Él el anuncio profètico de Isaías en el que se presentaba al Mesías lleno de misericordia, lejos de superficiales exaltaciones. San Mateo recoge esa profecía:

He aquí a mi Siervo a quien elegí, mi amado en quien se complace mi alma.

Pondré mi Espíritu sobre él y anunciará la justicia a las naciones.

No disputará ni vociferará, nadie oirá sus gritos en las plazas.

No quebrará la caña cascada, ni apagará la mecha humeante, hasta que haga triunfar la justicia; y en su nombre pondrán su esperanza las naciones.

El Mesías había sido profetizado por Isaías, no como un rey conquistador, sino como alguien que sirve a los demás. Su misión se caracterizará por la mansedumbre, la fidelidad y la misericordia, que describe por medio de dos imágenes bellísimas: la caña cascada y la mecha humeante, que representan las miserias, dolencias y penalidades de la humanidad. No terminará de romper la caña ya cascada; al contrario, se inclina sobre ella, la endereza con sumo cuidado y le da la fortaleza y la vida que le faltan. Tampoco apagará la mecha de una lámpara que parece que se extingue; por el contrario, empleará todos los medios para que vuelva a iluminar con luz clara. Esta era la actitud de Jesús ante estas muchedumbres de todas partes que se le acercaban.

3. LA LLAMADA DE LOS DOCE

Mt 10, 1-4; Mc 3, 13-19; Lc 6, 12-16

No habían pasado muchos días desde que el Señor hablara del vino nuevo y del vestido viejo. Había sido con ocasión de las disputas sobre el descanso sabático.

Quizá los discípulos no entendieron al principio lo que el Señor quería expresar con aquellas imágenes, pero su sentido era cada vez más claro: Él iba a traer un vino nuevo mejor que el viejo. No una mejor cosecha que la anterior, sino otras vides, plantadas en una tierra y bajo un sol distintos (todo el mundo). Un vestido nuevo, no uno remendado. Iba a surgir un pueblo de Dios con una organización también distinta. Las viejas estructuras no podían sostener la novedad de Cristo.

Como fundamento de ese nuevo pueblo de Dios, su Iglesia, escoge ahora a los Doce, después de una noche en oración en el monte. ¿Por qué seleccionó a estos y no a otros? Es todo un misterio. Llamó a los que él quiso (Mc). Eligió a doce, para que estuvieran con Él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar demonios. Y formó el grupo de los doce: a Simón, a quien puso el nombre de Pedro... (Mc). Así se les llamó más tarde: los Doce. Constituirán un grupo bien determinado y completo: por eso, después de la muerte de Judas es elegido Matías para completar este número, que corresponde al de los doce Patriarcas de Israel. Los judíos se consideraban el pueblo de las doce tribus de Israel, que será reconstituido en estos términos al fin de los tiempos. El Señor les asegura que se sentarán en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel 189.

Es san Lucas quien nos dice que Jesús salió al monte a orar, y pasó toda la noche en oración. Al día siguiente, eligió a los Doce. Es la oración de Cristo por la Iglesia incipiente.

En muchos lugares del evangelio se nos muestra Cristo unido a su Padre Celestial en una íntima y confiada plegaria. Convenía también que Jesús, perfecto Dios y Hombre perfecto, orase para darnos ejemplo de oración humilde, confiada, perseverante, ya que Él nos mandó orar siempre, sin desfallecer (cfr. Lc 18, 1), sin dejarse vencer por el cansancio, de la misma manera que se respira incesantemente.

Desde un punto de vista humano los Doce no eran, de ningún modo, personas con condiciones excepcionales; ignorantes y plebeyos, llamarían a Pedro y a Juan más tarde. Parecían tan poco relevantes que después de la muerte del Señor nadie se preocupó de ellos, a pesar de ser sus más íntimos colaboradores. Consideraron que no merecía la pena. El Señor tiene unos criterios que no siempre se corresponden con los nuestros: Llamó a los que él quiso (Mc). Y con ellos, a pesar de su ignorancia y de su falta de virtudes, llevaría a cabo su misión redentora en la Iglesia 190.

XV. EL SERMÓN DEL MONTE

1. LAS BIENAVENTURANZAS

Mt 5, 1-12; Lc 6, 20-26

Jesús, en este tiempo en el que nos encontramos, ha enseñado ya una serie de verdades que habían sembrado la inquietud entre los fariseos y también, quizá, en alguno de sus propios discípulos: puede perdonar los pecados, es mayor que el Templo, es Señor del sábado...El Bautista nunca se había expresado de este modo. Pero los milagros, la elevación de su doctrina y su propia personalidad eran señal clara de autenticidad. Y las gentes le seguían desde todos los lugares: de Galilea, de la Decápolis, de Jerusalén, del resto de Judea y gentes del otro lado del Jordán (Mt). Es más, la muchedumbre le apretujaba y quería tocarle porque salía de él una virtud que sanaba a todos (Lc).

Por otra parte, habían pasado pocos días desde la elección de los Doce. Ahora se detendrá largamente en exponer a todos un resumen de su doctrina y de las condiciones que han de reunir sus discípulos. Nos encontramos en Galilea, en el segundo año de la vida pública, poco tiempo antes de aquella fiesta que muchos autores identifican con la primera Pascua de este ministerio público. Estamos, pues, en el llamado «año feliz», aunque han comenzado ya los primeros chispazos de la fuerte oposición de los fariseos.

La llamada de los Doce y esta catequesis conocida como el Sermón de la Montaña tienen un particular significado en la vida de Jesús. Algunos consideran estos hechos como los primeros pasos para la fundación de la Iglesia. Con la elección de los apóstoles preparaba sus continuadores; en el Sermón de la Montaña tenemos un compendio de la nueva Ley, en la que culmina la antigua dada por Moisés.

Así comienzan estas enseñanzas, según nos las ha transmitido san Mateo: Al ver Jesús a las multitudes, subió al monte; se sentó y se le acercaron sus discípulos; y abriendo su boca les enseñaba.

A las bienaventuranzas, con las que comienza esta larga catequesis, se las ha llamado la carta magna del reino de Dios. Resumen la esencia de la predicación del Señor y constituyen las palabras más certeras sobre la felicidad del hombre. Son como una entrada solemne a todo el discurso. El Señor aprovecha la gran concurrencia de gentes para dar una imagen completa del verdadero discípulo, en el que se refleja su propia imagen 191.

Bienaventurado quiere decir feliz, dichoso. Jesús nos enseña aquí cómo la felicidad no depende de lo que tiene el hombre, sino de lo que es, y no debe estar condicionada a los acontecimientos -la fortuna, la salud, las satisfacciones-, ni tampoco a la actitud de los demás hombres hacia el discípulo de Cristo, sino al modo como este reacciona frente a ellos; esa felicidad profunda que el Señor promete a sus seguidores tiene, en definitiva, su fuente en Dios 192.

Jesús no promete la felicidad y la salvación a unas determinadas clases de personas que aquí se indicarían, sino a todos los que le sigan y le imiten. Para entrar en el Reino de los Cielos que Él anuncia es necesario un estilo nuevo, una manera de comportarse distinta a la de los fariseos.

Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Para seguir a Cristo es necesario tener el alma libre de todo atadura: del amor a sí mismo en primer lugar, de la excesiva preocupación por la salud, del futuro..., de las riquezas y bienes materiales.

En su camino por ciudades y aldeas, Jesús pedía a unos la renuncia absoluta para disponer de ellos con más plenitud, como hizo con los apóstoles y lo hará con el joven rico, y con tantos, a lo largo de los siglos, que encontraron en Él su tesoro y su riqueza. A todo el que pretenda seguirle, le exige Cristo un desprendimiento efectivo de sí mismo y de lo que tiene y usa. Si este desasimiento es real, se manifestará en muchos hechos de la vida ordinaria, pues, siendo bueno el mundo creado, el corazón tiende a apegarse desordenadamente a las criaturas y a las cosas. Ahora promete el Señor un gran gozo, que va unido a la pobreza de espíritu y al desprendimiento. Bienaventurados... dichosos...

La pobreza que pide el Señor es un estado del alma de quien tiene su tesoro en Dios y utiliza las demás cosas como simples medios. El cristiano ha ser pobre en la tierra -aun en el caso de poseer muchos bienes- porque su tesoro ha de estar en el Señor, y los medios humanos tienen solo una función instrumental subordinada. El gran valor que ha descubierto es Jesucristo, que enseña a comunicar y compartir los bienes materiales.

Más que una condición social, esta pobreza expresa la actitud religiosa de indigencia y de humildad ante Dios: es pobre el que acude a Dios sin considerar méritos propios y confía solo en la misericordia divina para ser salvado; exige a la vez el desprendimiento real de los bienes materiales y una austeridad en el uso de ellos.

Este concepto religioso de la pobreza tenía ya una larga tradición en el Antiguo Testamento y presenta una clara evolución a lo largo de la Revelación. En los primeros Libros Sagrados parece existir una exaltación de los bienes materiales como don de Dios; la pobreza y la carencia serían siempre un mal, un castigo. Pero con la progresiva revelación de la retribución del «más allá» se perfila poco a poco su valor relativo. Se comprende, cada vez mejor, que los bienes de este mundo, buenos en sí mismos, pueden llevar al olvido de Dios por una confianza excesiva en ellos y por la autosuficiencia que generan.

Además de vivir con una austeridad de vida real, efectiva, el discípulo de Cristo debe aceptar y querer esas condiciones de pobreza no como algo impuesto por necesidad, sino voluntariamente, con afecto: no es pobre en el espíritu quien lo es solo obligado por su situación económica o social, sino quien, además, acepta ese estado de modo voluntario 193.

La pobreza que pide Jesús va más allá de la pobreza material. No es solo la pobreza del dinero; en ocasiones será la falta de salud, la situación de quien se siente aislado, incomprendido...

Esta actitud religiosa de la pobreza está muy emparentada con la llamada infancia espiritual. El cristiano se considera ante Dios como un hijo pequeño que no tiene nada en propiedad; todo es de Dios su Padre y a Él se lo debe. Esta misma forma de comportarse lleva consigo el desprendimiento de los bienes y una austeridad en su uso, también por parte de los cristianos que se han de santificar en medio del mundo.

Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.

Anuncia el Señor que, si se llevan las cruces de la vida -enfermedad, dolor, pobreza... con Él, no se harán pesadas: la fe convierte en bien lo que para otros sería un mal irremediable. El Señor promete, a quienes aprenden a sufrir con Él, abundante consuelo en esta vida y luego una felicidad sin término.

Llama aquí bienaventurados Nuestro Señor a quienes están afligidos por alguna causa y la llevan unidos a Él; y, de modo particular, a quienes están verdaderamente arrepentidos de sus pecados, o apenados por las ofensas que otros hacen a Dios, y llevan ese dolor con amor y deseos de reparación. El consuela con paz y alegría, también en este mundo, a los que lloran los pecados: «vivir bajo la protección del poder de Dios y cobijado en su amor, este es el verdadero consuelo» 194. Después participarán de la plenitud de la felicidad y de la gloria del Cielo: «el consuelo será total cuando también el sufrimiento incomprendido del pasado reciba la luz de Dios y adquiera por su bondad un significado de reconciliación; el verdadero consuelo se manifestará solo cuando el último enemigo, la muerte, sea aniquilado con todos sus cómplices» 195.

Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.

Venid a Mí todos los fatigados y agobiados, y Yo os aliviaré, decía Jesús a quienes se le acercaban. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas: porque mi yugo es suave y mi carga ligera 196. Se propone a Sí mismo el Señor como modelo de mansedumbre y de humildad, virtudes y actitudes del corazón que irán siempre juntas.

Se dirige Jesús a aquellas gentes que le siguen, maltratadas y abatidas como ovejas sin pastor, y se gana su confianza con la mansedumbre de su corazón, siempre acogedor y comprensivo.

Si observamos de cerca a Jesús, le vemos paciente con sus discípulos, lentos y distraídos. No tendrá inconveniente en repetir una y otra vez las mismas enseñanzas, explicándolas detalladamente. No se impacienta con sus tosquedades y con su lentitud para aprender.

Aquí enseña que los mansos serán dichosos porque ellos heredarán la tierra.

Los mansos no son los blandos ni los amorfos. La mansedumbre está apoyada sobre una gran fortaleza de espíritu. Ella misma implica en su ejercicio continuos actos de fortaleza. De modo semejante a como los pobres, según el evangelio, son los verdaderos ricos, los mansos son los verdaderos fuertes. Mansos son los que sufren con paciencia las persecuciones injustas; los que en las adversidades mantienen el ánimo sereno, humilde y fírme, y no se dejan llevar de la ira o del abatimiento.

Pero a la mansedumbre, íntimamente relacionada con la nobleza de alma y con la humildad, no se opone una cólera santa ante la injusticia o cuando está en juego la verdad. No es verdadera mansedumbre la que sirve para encubrir la cobardía. Ejemplo tenemos en la expulsión de los mercaderes del Templo.

Los mansos poseerán la tierra. Primero se poseerán a sí mismos, porque no serán esclavos de sus nervios, de su mal carácter; poseerán a Dios, porque su alma se halla dispuesta para la oración, para la contemplación; poseerán a los que les rodean, porque un corazón así es el que gana amistad y cariño.

A un corazón manso y humilde, como el de Cristo, se abren las almas de par en par. Allí, en su Corazón amabilísimo, encontraban refugio y descanso las multitudes; y en Él hallaban la paz. La fecundidad de todo apostolado estará siempre muy relacionada con esta virtud que abre las puertas a la felicidad.

Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados.

Hambre y sed de justicia es hambre y sed de Dios, de santidad. La justicia de la que habla la Sagrada Escritura es un concepto esencialmente religioso y tiene un sentido más amplio que el empleado en el lenguaje normal, con predominio jurídico. Se llama justo en la Sagrada Escritura a quien se esfuerza con sinceridad por cumplir la voluntad de Dios, manifestada de modos bien diversos. En muchos casos coincide con lo que hoy llamamos santidad.

La perfección cristiana incluye la justicia en sentido moral y jurídico, pero va más allá, hasta el interior del corazón y del amor a Dios y a las demás criaturas. Jesús promete en esta bienaventuranza la saciedad: Dios colma con su Vida a quien la desea firmemente y pone los medios para alcanzarla. Si alguno tiene sed, venga a Mi y beba... De su seno brotarán ríos de agua viva.

Bienaventurados los misericordiosos,

porque ellos alcanzarán misericordia.

Los discípulos habían oído muchas veces al Maestro: Siento profunda compasión por la muchedumbre. Esta era la razón que tantas veces movía el Corazón del Señor. La abundancia de bienes y la misericordia sin límites serían señales de la llegada del Mesías. Aquí dice el Señor que quien tenga un corazón compasivo y misericordioso será bienaventurado porque alcanzará misericordia de Dios, que es el gozo más profundo que el hombre puede experimentar.

Para aprender a ser misericordioso el discípulo debe fijarse en el Maestro, que viene a salvar lo que estaba perdido; no viene a terminar de romper la caña cascada ni a apagar del todo la mecha que aún humea, sino a cargar con las miserias de todos para salvarlos de ellas, a compadecerse de los que sufren y de los necesitados. Cada página del evangelio es una muestra y un verdadero compendio de la misericordia divina, de esa actitud constante de Dios hacia el hombre.

Pero el Señor impone una condición para obtener de Él compasión por nuestros males y flaquezas: que también nosotros tengamos un corazón grande para quienes nos rodean. En la parábola del buen samaritano enseñará el Señor de modo muy gráfico cuál debe ser nuestra actitud ante el prójimo que sufre. No nos está permitido «pasar de largo» con indiferencia, sino que debemos «paramos» junto a él. «El amor del prójimo es un camino para encontrar también a Dios», y «cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios» 197.

La actitud compasiva del discípulo de Cristo ha de manifestarse en primer lugar con las personas más cercanas. Los enfermos merecen una atención especial. La misericordia para con los demás se ha de extender a todas las manifestaciones de la vida; también en el juicio sobre el prójimo. Así se obtiene de Dios misericordia para la propia vida y se alcanzan una paz y un gozo insospechados.

Bienaventurados los limpios de corazón,

porque ellos verán a Dios.

Después del pecado original, el hombre ha de realizar un esfuerzo continuo por purificar sus intenciones íntimas. No basta con hacer buenas acciones externas; es necesario purificar la intención con que se llevan a la práctica.

El Señor enseña que la raíz de la bondad o malicia está en el corazón, en el interior del hombre, en el fondo de su espíritu. Como veremos, en cierta ocasión, unos escribas y fariseos preguntarán a Jesús: ¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de nuestros mayores?, pues no se lavan las manos cuando comen pan. El Maestro aprovechará la ocasión para hacerles ver que ellos descuidan preceptos importantísimos. Y les dice: Hipócritas, bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí.

Jesús convocará entonces al pueblo, porque va a declarar algo importante. No se trata de una interpretación más de un punto de la Ley, sino de algo fundamental. El Señor señala lo que verdaderamente hace a una persona pura o impura ante Dios.

Y después de llamar a la multitud les dijo: Oíd y entended. Lo que entra por la boca no hace impuro al hombre, sino lo que sale de la boca; eso sí hace impuro al hombre. Y un poco más tarde explicará aparte a sus discípulos: Lo que procede de la boca sale del corazón, y eso es lo que hace impuro al hombre. Pues del corazón proceden los malos pensamientos, homicidios...El hombre entero queda manchado o enriquecido por lo que ocurre en su corazón: malos deseos, despropósitos, envidias, rencores... o pensamientos indulgentes, compasivos... Los mismos pecados externos que nombra el Señor, antes que en la misma acción externa, se han cometido ya en el interior del hombre. Ahí es donde se ama o se ofende a Dios.

El Señor llama aquí bienaventurados y felices a quienes guardan su corazón. El premio es la visión de Dios 198, que no puede alcanzarse propiamente en plenitud sino en la vida eterna. La pureza del alma es el preámbulo de la visión, de la vida contemplativa. Ya desde ahora esta pureza nos permite ver según Dios, recibir a los demás como «prójimos», como hermanos, considerar el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, una manifestación de la belleza divina.

Bienaventurados los pacíficos,

porque ellos serán llamados hijos de Dios.

La paz era uno de los grandes bienes constantemente implorados en el Antiguo Testamento. Se promete este don al pueblo de Israel como recompensa a su fidelidad, y aparece como una obra de Dios de la que se siguen incontables beneficios 199. Pero la verdadera paz llegará a la tierra con la venida del Mesías. Por eso los ángeles cantaban en su Nacimiento: Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad. Con el Mesías se renuevan la paz y la armonía del comienzo de la Creación y se inaugura un orden nuevo.

El Señor es el Príncipe de la paz 200, y desde el mismo momento en que nace trae un mensaje de paz y de alegría, de la única paz verdadera y de la única alegría cierta. Después las irá sembrando a su paso por todos los caminos: Paz a vosotros. La presencia de Cristo en sus discípulos era, en toda circunstancia, la fuente de una paz serena e inalterable: Soy yo, no temáis, les dirá en diversas ocasiones. Sus enseñanzas constituyen la buena nueva de la paz 201. Y este es también el tesoro que dejará en herencia a sus discípulos de todos los tiempos: la paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo (Jn).

Bienaventurados los que saben traer la paz, dice ahora a toda aquella muchedumbre que le escucha. Dichosos quienes reconcilian a los contendientes, apagan el odio, unen lo que está separado. Ellos serán llamados hijos de Dios. La primera epístola de san Juan nos da la exégesis auténtica de esta bienaventuranza: Ved qué amor nos ha mostrado el Padre: que seamos llamados hijos de Dios y realmente lo somos. La filiación divina es el origen de toda paz verdadera.

Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.

Bienaventurados los que padecen persecución por ser fieles al Señor, y la Llevan con paciencia y con alegría. El cristiano que se mantiene unido a Él a pesar de las adversidades es de hecho un mártir, un testigo de su Maestro, aunque no llegue a la muerte corporal.

Al pronunciar estas palabras, el Señor contemplaba cómo se pretendería destruir la fe de sus discípulos con la violencia y el martirio a lo largo de los siglos. Y cómo, en otras ocasiones, se verían oprimidos en sus derechos más elementales, o algunos tratarían de manipular la opinión pública contra la fe religiosa de la gente. El Señor promete el Reino de los Cielos a quienes sufran a causa de su fe.

Y concluye el Señor: Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el Cielo: de la misma manera persiguieron a los profetas que os precedieron.

Estas palabras, a modo de recapitulación, eran una invitación a vivir esas enseñanzas 202.

2. SAL DE LA TIERRA Y LUZ DEL MUNDO

Mt 5, 13-16; Mc 9, 49-50; Lc 14, 34-35

Después de las bienaventuranzas recoge san Mateo una doble comparación, dirigida a sus discípulos de todos los tiempos. Dice el Señor: Vosotros sois la sal de la tierra... Vosotros sois la luz del mundo.

La tierra de Jesús era rica en sal; de hecho, el cercano mar Muerto era un verdadero depósito de ella. También abundaba en las aparcerías, en las pescaderías... Constituía una verdadera industria. En el Templo existía el llamado granero de la sal 203, para disponer de ella en las ceremonias rituales. Todo el mundo sabía que la sal conserva los alimentos y les da buen sabor; por eso, evocaba la sabiduría. Era un elemento apreciado. En el Levítico se prescribía que todo alimento que se ofreciera a Dios fuera condimentado con sal, significando la voluntad de ofrecer algo agradable. En la vida corriente, comer la sal con alguien significaba tener con él buena amistad; un pacto de sal era un pacto indisoluble.

Los discípulos de Jesús serán la sal para toda la tierra, pues darán un sabor nuevo a todos los valores humanos, evitarán la corrupción, traerán con sus palabras la sabiduría al mundo y darán sentido a lo que acontece.

Pero no hay sal para la sal. Si no cumple su misión, si se vuelve sosa, no vale sino para tirarla afuera y que la pisotee la gente.

El Señor hace una parecida advertencia con la imagen de la luz. El ha vivido en una región luminosa, y parecen gustarle los días en que brilla el sol, los horizontes despejados, las vistas de lejos de las ciudades. De la luz sacará muchas de sus enseñanzas.

Isaías había predicho que Israel sería una luz para las naciones 204. Jesús advierte precisamente a sus discípulos que en ellos se cumple este anuncio: Vosotros sois la luz del mundo. Sois -les dice- como una ciudad iluminada que se ve desde todas partes: no puede ocultarse una ciudad situada en lo alto de un monte. Vosotros sois la luz de la casa: no se enciende una lámpara para ponerla debajo de un celemín, sino sobre un candelero a fin de que alumbre a todos los de la casa 205.

Cada uno de vosotros, les dice, ha de ser luz para los suyos, a vuestro lado verán con claridad. Todos juntos seréis como una ciudad construida en la cima, que se ve desde todas partes y sirve de orientación.

¡Qué desgracia si la sal se desvirtúa!, pero no lo es menos si la luz se oscurece. Jesús lo repetirá en otras ocasiones. Aquí se conforma con añadir: Alumbre así vuestra luz ante los hombres, como la lámpara en la casa, como la ciudad en el horizonte, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los Cielos.

3. LA LEY ANTIGUA Y LA NUEVA

Mt 5, 17-20; Lc 16, 16-17

Todos habían oído declarar al Maestro cosas sorprendentes que se alejaban mucho, en ocasiones, de lo que enseñaban sus escribas y doctores. Ahora Jesús hablará de la Ley dada por Moisés, que los fariseos tanto respetaban y de la que pretendían ser buenos cumplidores.

Para comprender mejor las siguientes palabras del Señor es preciso entender que la Ley era la esencia de la nación judía, pues había servido para conducir la vida y las costumbres de muchas generaciones.

Comienza Jesús con estas palabras: No penséis que he venido a abolir la Ley o los Profetas; no he venido a abolirlos, sino a darles su plenitud. Quizá muchos habían pensado que Él venía a arrasar con todo lo anterior. La Ley y los Profetas designaban las dos primeras partes del Antiguo Testamento y, por extensión, toda la revelación de Dios a su pueblo. Eran el soporte de Israel.

Ni una sola partícula de este buen fondo dado por Dios podía perecer. En verdad os digo... Ahora surge este testimonio, tan emocionante en los labios de Jesús, acerca del tesoro que encerraba la Ley. Este misterio, dice, es más sólido que el cielo y la tierra; nada se desperdiciará y nadie será capaz de impedir que se realice. No se perderá ni el trazo más pequeño de una letra, hasta que todo se cumpla. Estas últimas palabras no solo se referían a la realización del Antiguo Testamento en su Persona, sino a la etapa que comenzaría a partir de Él, cuando fuera enviado el Espíritu Santo.

En la Ley dada por Moisés existían mandatos de carácter moral, judicial y ritual. Los preceptos morales seguirán teniendo su valor, pues muchos de ellos son modos de concretar la ley natural. El Señor los conservará, con unas exigencias más profundas. Los preceptos judiciales y ceremoniales fueron dados por Dios para una etapa concreta de la historia de la salvación, hasta la llegada de Cristo, y dejarán por tanto de tener vigencia.

Cristo es el nuevo legislador del nuevo pueblo de Dios, que viene a dar plenitud a los mandamientos y enseñanzas antiguas. Todo lo anterior había sido como un anticipo y preparación para la llegada del Mesías.

Habla Jesús en primera persona y expresa que su autoridad está por encima de la de Moisés y los profetas. Enseña con autoridad de Dios, como ningún hombre podría hacerlo jamás. Por eso utilizará a lo largo del discurso un modo de hablar que debió de impresionar a los oyentes: Habéis oído que se dijo a los antiguos... Pero yo os digo... No enseña, como Moisés o los profetas, en nombre de Dios; habla en el suyo propio, con autoridad divina: «el Yo de Jesús personifica la comunión de voluntad del Hijo con el Padre. Es un Yo que escucha y obedece» 206.

En la práctica no era menor ni menos vivo el contraste entre la piedad de los fariseos y la que propone el Señor. La limosna, el ayuno y la oración eran, entre los judíos de aquel tiempo, la piedra de toque del verdadero devoto. Los fariseos se ufanaban de sobresalir en esas tres cosas, pero muchas veces sus obras carecían de valor por la vanidad que encerraban y por la falta de amor a Dios. Eran obras vanas, hechas de cara a los demás. El Señor, por el contrario, aconsejaba: No seáis como ellos (Mc).

Los fariseos se esforzaban en distinguirse de los demás por los ayunos frecuentes y prolongados, por las oraciones públicas y por las limosnas. En cuanto a estas, se hacían colectas a domicilio, y existía la distribución pública del diezmo llamado de los pobres, la ofrenda que se depositaba para los indigentes en uno de los trece cepillos colocados en el atrio de las mujeres. Los fariseos acostumbraban a realizar esos diversos actos con la mayor ostentación posible.

El que siga al Maestro, por el contrario, no debe permitir que su mano izquierda sepa lo que ha dado la derecha. Era un modo de subrayar el deseo de hacerlo todo solo por Dios, y evitar incluso la propia complacencia en las obras buenas.

4. LA REGLA DE ORO

Mt 7, 12; Lc 6, 31-43

La llamada regla de oro será la expresión más concreta del amor cristiano, de cómo ha de compartirse con los demás: Todo lo que queráis que hagan los hombres con vosotros, hacedlo también vosotros con ellos: esta es la Iey y los Profetas.

Poner a los otros en nuestro lugar, tratarlos siempre y en todo como quisiéramos ser tratados: es una práctica difícil porque supone el olvido de uno mismo 207. Para alcanzarla, el cristiano ha de tener la convicción, fundada sobre la fe, de que Dios nos tratará como hayamos tratado a los demás:

No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados. Perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará; echarán en vuestro regazo una buena medida, apretada, colmada, rebosante: porque con la misma medida que midáis seréis medidos.

La experiencia nos enseña que podemos caer en las faltas de las que nos parece que los demás son culpables. Por eso dirá el Señor: No juzguéis y no seréis juzgados.El discípulo de Cristo no se constituye en juez de los demás:

¿Por qué miras la paja en el ojo de tu hermano, y no reparas en la viga que hay en el tuyo? ¿Cómo puedes decir a tu hermano: hermano, deja que quite la paja que hay en tu ojo, no viendo tú mismo la viga que hay en el tuyo? Hipócrita, saca primero la viga de tu ojo, y entonces verás con claridad cómo sacar la paja del ojo de tu hermano.

Las palabras y acciones tienen sus raíces profundas en los pensamientos: para que aquellas sean buenas es necesario que primero lo sean estos. Ningún árbol bueno da frutos malos, ni puede haber árbol malo que dé frutos buenos: porque por los frutos se conoce la naturaleza del árbol. No se cogen uvas de los espinos, ni higos tic los abrojos. A cada uno se le conoce por este criterio: por sus frutos los conoceréis.

Termina el Sermón del Monte. Todos están admirados y sobrecogidos por las enseñanzas del Maestro. Ahora es necesario llevarlas a la práctica:

Por tanto, todo el que oye estas palabras mías y las pone en práctica, es como un hombre prudente que edificó su casa sobre roca: Cayó la lluvia, llegaron las riadas, soplaron los vientos e irrumpieron contra aquella casa, pero no se cayó porque estaba cimentada sobre roca.

5. EL CENTURIÓN DE CAFARNAÚN

Mt 8, 5-13; Lc 7, 1-10

Jesús descendió de la montaña en que había predicado el gran sermón y se dirigió a Cafarnaún, su ciudad (Mt), donde ya había fijado su residencia. Le acompasaban sus discípulos y una buena parte de la multitud que había oído sus enseñanzas. Tenía ya la intención de ponerse en camino hacia la ciudad santa, pero antes tendrá lugar un suceso singular.

Vivía en Cafarnaún un centurión que tenía un siervo muy estimado; este se encontraba próximo a la muerte. San Lucas difiere ligeramente de Mateo en este relato y cuenta algunos pormenores de lo ocurrido aquel día; parece tener informaciones personales muy precisas y se preocupa con cuidado del suceso.

Este oficial era un centurión romano destacado en Cafarnaún a la cabeza de un puesto de vigilancia. Tenía a sus órdenes una compañía, que se componía de un número de entre sesenta y cien soldados. Ciertamente, era pagano. Parecía un hombre de buena sociedad, adinerado (había construido la sinagoga), muy humanitario con sus subordinados. Vivía en buenas relaciones con los judíos y estaba atraído sin duda por su religión.

Manifiesta ahora gran estima por Jesús, en quien ve un poder lleno de misterio y de majestad. Le impresionaba su dignidad. En todo caso, el oficial romano tenía el sentido de la jerarquía, y ante Jesús se muestra como un modesto soldado que recibe a su superior. Había oído hablar mucho del Señor -no se hablaba en Cafarnaún de otra cosa-, y le envió unos ancianos de los judíos para rogarle que viniera a curar a su criado. San Mateo nos dice que estaba paralítico y que sufría dolores muy fuertes. Los ancianos, que eran en realidad las personas relevantes de la ciudad, cumplieron bien su oficio de intermediarios. Rogaban encarecidamente a Jesús, y le decían: Merece que le hagas esto, pues aprecia a nuestro pueblo y él mismo nos ha construido una sinagoga 208. Era una buena recomendación.

El Señor se encaminó hacia la casa del oficial romano. Este se enteró de que el Maestro se dirigía hacia allí y estaba ya próximo a su casa. Entonces, abrumado por tal favor, envió una nueva embajada 209 para que le dijeran: Señor, no te tomes esa molestia, porque no soy digno de que entres en mi casa, por eso ni siquiera yo mismo me he considerado digno de venir a ti; pero di una palabra y mi criado quedará sano 210.

El centurión manifiesta con toda sencillez su fe en el poder de Jesús. De la misma manera que él da órdenes a sus subordinados y obedecen inmediatamente, cuánto más no va a obedecer la enfermedad al imperio de Jesús, aun de lejos 211.

Cuando el Señor oyó estas palabras, quedó admirado de la fe y de la humildad de este hombre y, vuelto a las muchas gentes que le seguían, dijo 212: Os digo que en nadie de Israel he encontrado una fe tan grande. Y añadió: Y os digo que muchos de Oriente y Occidente vendrán y se pondrán a la mesa con Abrahán, Isaac y Jacob en el Reino de los Cielos.

Y dijo Jesús al centurión: Vete y que se haga conforme has creído. Y en aquel momento quedó sano el criado (Mt).

Hemos de suponer que después de Pentecostés este centurión sería uno de aquellos primeros gentiles que recibieron el Bautismo, y se mantendría fiel al Maestro hasta el fin de sus días 213. Y con él, toda su casa.

XVI. CAMINO DE JERUSALÉN

1. LA VIUDA DE NAÍN

Lc 7, 11-17

Después del Sermón de la Montaña y de la curación del siervo del centurión, Jesús manifestó la firme intención de marchar a Jerusalén. Y envió por delante unos mensajeros. Decidió ir por el interior, a través de Samaria.

El Señor abandonó el lago y se dirigió primero a Nazaret, en el interior, para tomar la Vía maris. En el camino pasó por una pequeña ciudad, Naín 214, a 32 km de Cafarnaún, donde había curado al siervo del centurión. Le acompañaban sus discípulos y muchos otros que no se cansaban de verle y de oírle.

Al entrar en la ciudad, Jesús y quienes le acompañaban vieron una comitiva numerosa de gente que llevaba un muerto a enterrar. Los entierros normalmente tenían lugar la tarde del mismo día de la muerte. Cuando se producían estos encuentros, era costumbre esperar y dejar paso al cortejo fúnebre. El que llevaban a enterrar era hijo único, y su madre viuda, y la acompañaba una gran muchedumbre de la ciudad.El cementerio estaba situado, como era normal entre los hebreos, a cierta distancia de las viviendas, fuera de la población.

Jesús vio a la madre de cerca y se compadeció, le dio pena aquella mujer que lloraba a su hijo único. Se dirigió hacia ella y la consoló: No llores, le dijo. No fue un consuelo solo de palabras, como el de los demás. Se acercó y tocó el féretro. Este consistía en unas sencillas parihuelas en las que se llevaba el cadáver envuelto en una sábana. Los que lo llevaban se detuvieron. Todos estaban admirados de la majestad y la sencillez de Cristo ante el difunto.

Entonces, el Señor dijo: Muchacho, a ti te digo, levántate. Y, ante el estupor de todos, el que estaba muerto se incorporó y comenzó a hablar. A continuación, escribe san Lucas, Jesús se lo entregó a su madre. San Agustín comenta que aquella madre es imagen de la Iglesia, que se alegra cada día con sus hijos pecadores que vuelven a la vida de la gracia 215.

Al ver al hijo que hablaba como antes, se llenaron todos de temor y glorificaban a Dios diciendo: Un gran profeta ha surgido entre nosotros, y Dios ha visitado a su pueblo. San Lucas añade que la fama de Jesús se extendió por todas partes. El milagro no era para menos. Aquel muchacho se convirtió en un signo vivo de la divinidad de Jesús.

2. LOS ENVIADOS DEL BAUTISTA

Mt 11, 2-15; Lc 1, 12-28

El Bautista, mientras tanto, se encontraba encarcelado en la fortaleza de Maqueronte, en el límite de la provincia de Perea, al otro lado del Mar Muerto 216. Pocos meses más tarde sería degollado para complacer a Herodías.

Algunos de sus discípulos, sin embargo, podían visitarle y le mantenían informado, en términos generales, de lo que Jesús hacía y decía. Un día, desde la cárcel, el Bautista envió un mensaje a Jesús a través de dos de sus discípulos. Se presentaron al Señor y le dijeron: ¿Eres tú el que ha de venir, o hemos de esperar a otro? (Mt). No era Juan el que dudaba; eran sus discípulos los que se encontraban llenos de dudas. El Bautista debió de enviarles al Maestro para que ellos mismos se convencieran. Esto parece lo más probable. Juan había proclamado su fe sin fisuras en Jesús y había procurado que sus mejores discípulos se acercaran a Él y le siguieran.

Sabemos además que algunos de los seguidores de Juan estaban inquietos por el creciente éxito de Jesús y porque le encontraban menos austero que su maestro.

Un día le dijeron a Juan que Jesús estaba bautizando, y añadieron con cierta desazón: todos se van con Él (Jn). El Bautista les respondió con una imagen bien conocida por todos: Jesús es el Esposo, y él solo el amigo, el que se alegra mucho con la voz del esposo. Y añadió: Por esto mi gozo se ha colmado. Es necesario que él crezca y que yo disminuya. Reconoce la infinita distancia entre su condición de heraldo y la de Cristo, el Señor que llega. Un poco de tiempo más tarde, con motivo del banquete en casa de Mateo, algunos discípulos de Juan se unieron a los fariseos con cierto ánimo de crítica porque les parecía que Jesús y sus discípulos no ayunaban en los días en que ellos lo hacían, o al menos no siempre. Estaban reacios a creer en Él.

Por otra parte, no sabían del todo a qué atenerse: Jesús había obrado milagros y dado profundas enseñanzas morales, pero hasta el momento nadie sabía con certeza sus intenciones. Juan había hablado de Él como de alguien que lleva el bieldo en la mano para separar el trigo de la paja de Israel, pero hasta el momento la limpieza no había comenzado. Todos estaban a la expectativa.

¿Eres tú el Mesías?, ¿eres tú, realmente?, preguntaron de modo frontal los discípulos de Juan. Pero el Señor no les contestó enseguida, ni en directo. San Lucas nos indica que en aquella misma hora curó a muchos de sus enfermedades, de dolencias y de malos espíritus, y dio la vista a muchos ciegos. Entonces, Jesús se dirigió a los enviados del Bautista: Id y contad a Juan todo lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y los pobres son evangelizados. Eran los signos que anunciaban la llegada del Mesías. Con obras, Jesús les ha dicho: el Mesías ya está aquí. Por eso, añade: y bienaventurado quien no se escandalice de mí.

3. LAS LÁGRIMAS DE UNA PECADORA

Lc 7, 36-50

En una de estas ciudades en el camino a Jerusalén, quizá en la misma Naín, le invitó un fariseo, de nombre Simón, para que comiera con él, y Jesús aceptó. Simón y los asistentes al banquete sentían mucha curiosidad por Jesús. Y debió de ser grande el interés, pues Simón había invitado a Jesús con insistencia -tal es la traducción literal del texto- para que fuera a su casa. El Maestro no descartaba las invitaciones. En esta ocasión acudió a casa del fariseo.

Había también en la ciudad una mujer pública, una prostituta, conocida por todos como tal 217. Esta mujer ya había oído al Señor, sin duda, y se había sentido movida a cambiar de vida. Estaba hastiada de sus pecados.

Y se habría sentido impresionada por las palabras y por la actitud misericordiosa del Maestro con los pecadores. ¡Él no era como los fariseos, que despreciaban a las gentes impuras y desconocedoras de la Ley!

Simón no mostró mucho aprecio al Maestro cuando llegó a su casa y comenzó el banquete. Ni siquiera tuvo con Él las muestras de deferencia normales en estos casos. El fariseo guardaba distancias; no era ciertamente uno de sus discípulos.

Jesús está sin sandalias, reclinado sobre un diván y con el brazo izquierdo apoyado en la mesa; está con los pies desnudos, retirados hacia afuera, hacia el pasillo libre para el paso de los sirvientes.

En un momento de la comida sucedió algo inesperado y terrible para el anfitrión. De pronto, una mujer, que nadie supo de dónde había salido, entró en la sala y se puso detrás de Jesús, arrodillada a sus pies, llorando. Entonces comenzó a bañarlos con sus lágrimas, los enjugaba con sus cabellos, los besaba y los ungía con elperfm7ie. No fue cosa de un instante, pues todo esto requería su tiempo. Los invitados estaban desorientados.

Era algo insólito que una mujer irrumpiera así en la sala de un banquete, donde se reunían solo los hombres. Pero el escándalo creció cuando los comensales la reconocieron: era una mujer pública conocida en la ciudad. Lo que sucedió en el corazón de esta mujer se conoce por las palabras posteriores del Señor: amó mucho. Muestra que profesa a Jesús una veneración sin límites. Se olvidó de los demás y de sí; solo le importaba el Señor. Tenía mucha necesidad de perdón, de sentirse comprendida y acogida en medio de su gran miseria moral; deseaba cambiar. Todo lo demás le importaba muy poco. Y lo que pudieran pensar Simón y sus amigos nada, o casi nada.

Quizá su primera intención fue solo derramar sobre los pies de Jesús el perfume que llevaba en el frasco de alabastro y salir enseguida de la sala. Pero, sin poderse contener, se abrazó a los pies del Señor y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas hasta los pies de Jesús, que, lleno de comprensión, la contemplaba en silencio. Después, el amor incontenible de la pecadora hizo algo difícil de entender en una mujer de aquel tiempo: se quitó el velo, se soltó los cabellos sin pensar que estaba delante de hombres, que verían en esto un gesto inmoral, y comenzó a secar con ellos los pies mojados con sus lágrimas. Los besó muchas veces; después, vertió sobre ellos el perfume.

Se originó un silencio tenso. La mujer no dijo una palabra, ni nadie se atrevió a decirla. Pero el escándalo estaba en el corazón de todos. Simón contemplaba la escena y despreciaba en su interior a la mujer, como pecadora pública, y también a Jesús, que permitía la situación. Se sentía un poco juez de lo que estaba sucediendo. Pensaba que el Maestro, al que tanto había insistido y del que tanto se hablaba, era un hombre de poca talla sobrenatural: Si este fuera profeta -piensa-, sabría con certeza quién y qué clase de mujer es la que le toca: que es una pecadora. Todos lo sabían.

Jesús, como si todo fuera perfectamente normal, se dirigió entonces al dueño de la casa: Simón, tengo que decirte una cosa. Y este, hipócritamente, le contestó: Maestro, di.El Señor le puso una comparación sencilla: dos personas deben a otra un dinero: una, quinientos denarios y otra, cincuenta. Como ninguno de los dos puede pagar, el prestamista se los perdona a ambos. ¿Quién le estará más agradecido? La respuesta era lógica: le deberá amar más aquel a quien le condonó una deuda mayor. La parábola se convirtió entonces en una gran alabanza de la mujer pecadora.

Jesús, mirando a la mujer -en realidad se dirige a todos, sin dejar de mirar a la mujer-, le dice a Simón: ¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies; ella en cambio ha bañado mis pies con sus lágrimas y los ha enjugado con sus cabellos. No me diste el beso; pero ella, desde que entró, no ha dejado de besar mis pies. No has ungido mi cabeza con óleo; ella en cambio ha ungido mis pies con perfume. Y terminó con estas palabras: Por eso te digo: le son perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho.

Y añadió, invirtiendo el orden lógico de la frase: Aquel a quien menos se perdona menos ama 218. Y enseña que incluso el pecado, cuando va acompañado de una verdadera contrición, puede ser fuente de un mayor amor 219.

La mujer quedó llena de gozo, y también un tanto desorientada en medio de los hombres. El Señor la miró de nuevo y le dijo: Tus pecados quedan perdonados. Nunca había imaginado tanto.

Los convidados, escandalizados, comenzaron a comentar entre sí: ¿Quién es este que hasta perdona los pecados? ¡El Maestro se había atrevido a perdonar los pecados! ¡Solo Dios podía perdonar las culpas! El escándalo por esta cuestión fue mucho mayor que por la entrada de la mujer en la sala.

La mujer estaba ahora bastante asustada. Era la verdadera protagonista del banquete. Jesús hubo de decirle de nuevo: Tu fe te ha salvado; vete en paz. Se levantó, miró al Maestro y se marchó. Salió de la sala con el alma nueva y una alegría sin límites. Desde aquel instante comenzó una existencia distinta. Quizá dejó aquella ciudad para poder rehacer de nuevo su vida. Había nacido en ella un amor limpio y grande que no hubiera sospechado que pudiera existir.

Ahora el silencio se hizo aún más denso: Simón y sus amigos no habían quedado en buen lugar cuando el Señor les acusó públicamente de falta de hospitalidad. Pero luego el Maestro había hecho algo peor: ponía a aquella prostituta por encima de ellos, con un corazón más grande y más digna del perdón que ellos mismos. Estaban desconcertados y no se atrevían ni siquiera a formular en voz alta sus pensamientos: quién sabía qué respuesta podría darles Jesús. Ellos eran conscientes de las muchas cosas que debían ocultar. El rechazo al Maestro quedó en sus corazones; aparecería más tarde. El banquete quedó bastante deslucido.

4. LE SERVÍAN CON SUS BIENES

Lc 8, 1-4

Jesús recorría aldeas y ciudades en este viaje sin prisas hacia Jerusalén. Le acompañaban los Doce y algunas mujeres. San Lucas nos da los nombres de algunas de ellas: María Magdalena 220, Juana 221, mujer de Cusa, administrador de Herodes, Susana... y otras muchas que le asistían con sus bienes. La Virgen se unió en ocasiones a ellas, y las ayudaría a preparar el hospedaje y la comida de su Hijo y de los discípulos.

Este hecho, el tener mujeres como «discípulas» que le siguen, era del todo nuevo en las costumbres y usos de aquel tiempo 222. Jesús adoptó desde el principio una postura de respeto y de valorar a la mujer, que llamó poderosamente la atención. Los evangelios reflejan el asombro y, a veces, el desconcierto entre los suyos, y con más frecuencia el escándalo de sus enemigos 223.

Las costumbres judías de la época prohibían hablar por la calle con una mujer (aunque fuera de la familia), hacerse acompañar por ellas, ser servido por manos femeninas. Hoy difícilmente nos podemos imaginar hasta qué extremo llegó en el mundo antiguo la situación de la mujer. Desde el punto de vista jurídico era equiparada a un menor dependiente. El marido o el padre era su amo y señor, y la contaba entre sus posesiones 224.

Jesús mostró siempre hacia la mujer una extrema delicadeza y consideración 225. Nunca tuvo el menor reparo en conversar con ellas en público: con la madre de Santiago y Juan, con la samaritana, con la hemorroísa. Tampoco lo tuvo en dejarse servir por ellas, como dice aquí san Lucas (o en el caso de la suegra de Pedro). En sus palabras y en sus actitudes encontramos siempre una gran naturalidad. Su postura desconcertó incluso a los propios apóstoles, quienes se admiran cuando le ven hablar con la samaritana 226.

Precisamente a una mujer, la samaritana, revelará Jesús por vez primera que Él es el Mesías. Marta, hermana de María y de Lázaro, proclamará la divinidad de Jesús. Su hermana, con la unción de Betania, es la primera en darse cuenta del desenlace final de la vida de Jesús... El Señor restituyó a la mujer su dignidad, también dando valor definitivo e indisoluble a la unión conyugal.

Muchas de las protagonistas de las parábolas son mujeres, cosa del todo inusual en los rabinos de la época 227; o bien habla con estima de mujeres del Antiguo Testamento y las pone como ejemplo. Jesús siempre habló de modo positivo de la mujer, con aprecio, con elogios; a veces, con admiración.

En otras ocasiones, al trato de Jesús con mujeres se añade el agravante -grande para los judíosde hacerlo con extranjeras, consideradas como idólatras por sus contemporáneos; es el caso de la samaritana o el de la sirofenicia. Siempre se elogia su gran fe. En otras, pone a la mujer como modelo a imitar por los mismos discípulos y por los fariseos; así sucedió con la pobre viuda que echó en el cepillo todo lo que tenía.

En esta actitud positiva no le importó que algunos se escandalizaran fuertemente, Así sucedió, como hemos visto, con la pecadora en casa de Simón. Aceptar este gesto de una mujer de la calle era inaudito para cuantos le rodeaban. Jesús sabía además que este escándalo de los fariseos sería inevitable. Después de aquel suceso comenzaron a acusarle de mezclarse con publícanos y prostitutas. Y Jesús contestará que muchas de ellas y de ellos precederán a los demás en el Reino de los Cielos.

Es significativa la defensa por parte de Jesús de la mujer sorprendida en adulterio. El Señor reconoce que la mujer ha pecado y la trata como pecadora (por eso perdona sus pecados); pero no tolera, sin embargo, el ataque frontal a su dignidad de mujer, que conserva aun después de su falta, ni el castigo inhumano de la lapidación por parte de quienes se atribuían el poder de juzgar y sentenciar. Jesús la defiende contra todos, y la trata con suma dignidad, a pesar de su miseria moral.

Jesús enviará a varias mujeres como primeros testigos del hecho fundamental de su vida, la Resurrección. No eran testigos ocasionales, sino personas elegidas, oficialmente encargadas por Él mismo de testimoniar. Habían ido ellas al sepulcro solo para embalsamar el cuerpo del Señor, y se encontraron con la misión de transmitir la gran noticia a los apóstoles y al propio Pedro. Este hecho es narrado por los cuatro evangelistas.

La mujer cristiana enriquecerá más tarde de una manera singular a la Iglesia y a la sociedad 228.

Se puede afirmar que el cristianismo comenzó en Europa con una mujer, Lidia, que enseguida inició su misión de convertir desde dentro el nuevo continente, empezando por su hogar. La Iglesia tuvo siempre una profunda comprensión del papel que la mujer cristiana, como madre, esposa y hermana, debía desempeñar en la propagación del cristianismo. Los escritos apostólicos nos han dejado constancia de muchas de estas mujeres: Lidia en Filipo, Priscila y Cloe en Corinto, Febe en Cencreas, la madre de Rufo -que también para Pablo fue como una madre-, las hijas de Felipe el de Cesarea, Lidia y Eunice, madre y abuela respectivamente de Timoteo, etc.

5. NO LE RECIBEN LOS SAMARITANOS

Lc 9, 52-56

Habían penetrado ya en Samaría, y envió entonces el Señor a unos mensajeros para prepararles hospedaje en el pueblo vecino. Y los samaritanos no quisieron recibirle, porque se veía claramente que iba a Jerusalén, a la fiesta (Lc). Hicieron honor a su tradicional enemistad. San Lucas nos ha dejado escrito que dos de los discípulos, Santiago y Juan, dijeron al Señor: ¿Quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma? Quizá se acordaron de Elías, que sí lo hizo 229. ¡Cuánto habían de cambiar aún! Unos años más tarde san Juan nos transmitiría las páginas más preciosas sobre la caridad y la comprensión.

Jesús les reprendió. Y se fueron a otra aldea.

Es posible que Jesús se dirigiera entonces hacia el Este, hacia Salín, cerca de la fuente de Ainón, en el Jordán. Luego bajó a Jericó, y de aquí a Jerusalén, pasando por Betania. Era un largo recorrido.

6. EXIGENCIAS DE LA VOCACIÓN

Mt 8, 18-22; Lc 9, 57-62

Muchos pequeños acontecimientos, preguntas, respuestas, etc., tuvieron lugar mientras caminaban. A veces eran comentarios de los discípulos (mira, Señor, ¡qué edificios y qué construcciones!), o discusiones entre ellos (¿qué es eso que veníais hablando por el camino?), que el Maestro aprovecha para enseñar y formar a los suyos; en ocasiones impartía su doctrina según las circunstancias: las peticiones de las gentes, la peregrinación a una fiesta... Muchas veces, nos dicen los evangelistas, Jesús estaba de camino. En Cafamaún, después de un tiempo, dirá a sus discípulos: Vayamos a otra parte. Su casa era con frecuencia el camino, la cima de un monte, la popa de una barca o la sombra de un árbol.

San Lucas nos presenta aquí a tres personas que quieren seguir a Jesús como discípulos suyos. El primero se acerca a Él precisamente mientras iban de camino. San Mateo nos dice que era un escriba, un hombre culto 230. Su disposición parece muy buena: Te seguiré dondequiera que vayas, le dice. Pero el Maestro le expone el género de vida que le espera si le sigue, para que luego no se llame a engaños. La misión de Cristo es un ir y venir constante, predicando el evangelio y dando la vida eterna, y no tiene donde reclinar su cabeza. Así ha de ser la vida de sus discípulos: desprendidos de las cosas y con una disponibilidad completa. Han de vivir como el que está siempre de camino, sin instalarse en la comodidad. La Carta a los Hebreos lo recordará a los primeros cristianos: puesto que no tenemos ciudad estable y buscamos la ciudad futura 231, hemos de vivir como peregrinos y huéspedes sobre la tierra. El Señor lo advirtió a sus íntimos en la última noche antes de su muerte: en el mundo, pero no del mundo. Amando las cosas de esta tierra, pero como el que está de paso y luego ha de dejarlas.

A otro discípulo es el mismo Jesús quien le invita diciéndole: Sígueme. Y este quiere, pero no inmediatamente; no se le ve del todo decidido, piensa en un tiempo más oportuno, porque le retiene un asunto familiar. No comprende que, cuando el Señor llama, ese es el momento más oportuno, aunque aparentemente, miradas las cosas con ojos humanos, puedan aparecer razones que dilaten la entrega para más adelante. Dios tiene unos planes más altos para el discípulo y para los que, al parecer, saldrían perjudicados por su marcha. Tiene dispuestas desde la eternidad las cosas para que de ello resulte el bien de todos.

El tercero (solo Lucas lo menciona) quiere volver atrás para despedirse. Quizá quiere estar un tiempo más, el último, con su familia. Pero la llamada del Maestro urge, porque la mies es mucha y los operarios, pocos. Y hay mieses que se pierden porque no hay quien las recoja. Entretenerse, mirar atrás, poner «peros» a la entrega, todo es lo mismo.

Además, la nueva labor del llamado es como la del arado palestino 232, que es difícil de guiar y todavía más en la tierra dura del lago de Genesaret, y exigía una gran atención. La faena de arar, como la del discípulo, exige una plena dedicación a la tarea. No se puede mirar atrás después de haber puesto la mano en el arado, después de la llamada del Señor 233.

Mirar atrás, con nostalgia o tristeza, puede significar en muchos casos romper el arado contra una piedra, o por lo menos que el surco salga torcido.

Nada nos ha dejado escrito el evangelista sobre la respuesta que estos dieron al Señor. Ha querido dejamos sobre todo estas enseñanzas, aplicables a toda llamada de Dios.

7. ENVIADOS A PREDICAR

Mt 10, 5-16; Mc 6, 7-13; Lc 10, 1-12

Jesús había elegido a los Doce hacía ya algunos meses, y estos escuchaban su doctrina y eran testigos de sus milagros. No hicieron en este período nada especial; acompañaban al Maestro. Un tiempo después, cuando ya conocían lo esencial, el Señor los envió para que llevaran a cabo su primera misión apostólica, y les dio poder y autoridad sobre todos los demonios, y para curar enfermedades. Les encargó predicar el Reino de Dios.

Es posible que Jesús los enviara en otras ocasiones, pero los evangelistas solo hablan de esta misión 234. Y lo hizo, conmovido por la situación en que se encontraban las gentes: Al ver a las multitudes se llenó de compasión por ellas, porque estaban maltratadas y abatidas como ovejas que no tienen pastor. Llegaban en un estado verdaderamente lamentable. Era un pueblo abandonado por sus guías. Fue entonces cuando dijo a los discípulos: la mies es mucha, pero los obreros, pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies que envíe obreros a su mies. Parece como si el Señor sintiera la urgencia de llegar a muchos más de los que Él podía físicamente atender.

Les dio indicaciones concretas de cómo habían de comportarse y a quién dirigirse. En primer lugar, deberían ir solo a los judíos: no a los gentiles, ni siquiera a los samaritanos, sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel, al rebaño perdido y sin pastor.

Partirían de dos en dos. ¿Quién iría con Judas? Es posible que le acompañara el otro Simón, aquel que Mateo empareja con él en la lista de los Doce... No nos imaginamos a Judas predicando la cercanía del Reino de Dios. ¿Hablaría con entusiasmo de Jesús? ¿Qué significado tendría para él la misión? ¿Se habrían abierto ya las primeras grietas en su llamada?... Es posible, pues un poco más tarde, Jesús dirá: uno de vosotros es un diablo (Jn). Debió de ser emocionante para todos expulsar demonios.

¿Qué dirían a la gente? ¿Qué enseñarían? La muchedumbre preguntaría con insistencia si había llegado ya el Mesías. Harían también preguntas disparatadas. Todos en Israel esperaban al Cristo con impaciencia. ¿Qué responderían? Tal vez se quedarían algo cortados, pues todavía habrían de pasar unos meses antes de que el Espíritu Santo revelase a Pedro en tierras de Cesarea de Filipo que Jesús era el Hijo de Dios. Y, cuando lo afirmó Pedro, Jesús les ordenó que no dijeran aún a nadie que Él era el Cristo, pues el pueblo tenía una idea errónea acerca del Mesías. Así pues, no formaba parte de esta primera misión el declararlo. Aún no podían dar respuesta a todas las preguntas. Y si hubiesen empleado expresiones como Moisés dijo, pero Jesús dice, si hubiesen asegurado que su Maestro era mayor que el Templo y Señor del sábado, el pueblo les habría arrojado piedras.

Predicaban, pues, sobre el Reino que se aproximaba, aunque ellos mismos tenían serias dificultades para comprender en qué consistía este nuevo Reino que estaba a punto de llegar. Incluso después de declarar Jesús que iba a construir su Iglesia sobre Pedro, encontramos a los apóstoles discutiendo entre ellos, camino de Cafarnaún, acerca de quién sería el más grande en el Reino. Y en la Última Cena volverán a discutir sobre lo mismo. No parece que después de tanto tiempo junto al Maestro hubiesen calado en su verdadera naturaleza. Incluso después de la Resurrección aún le preguntarán: ¿Vas a instaurar ahora el Reino de Israel? Solo después de la Ascensión, el Espíritu Santo les hará comprender lo que el Señor les predicó con tanta insistencia: la naturaleza universal y espiritual del Reino de Dios, de su Iglesia.

Ahora comprendían la necesidad de un cambio profundo en el corazón. De esto sí predicarían, y también hablarían con entusiasmo de la Persona de Jesús, repetirían enseñanzas que habían oído a su Maestro... Quizá el Señor se hubiera sonreído al escucharlos. El Maestro les había dicho que predicaran, y quizá lo harían en las sinagogas. Y probablemente obrarían milagros: Curad a los enfermos, resucitad a los muertos, limpiad a los leprosos, arrojad los demonios (Mt). Jesús les había transmitido en buena parte sus propios poderes.

San Lucas nos da noticia del envío en otra ocasión de setenta y dos discípulos en una misión semejante. Y cuando volvieron, llenos de gozo, decían: ¡Hasta los demonios se nos someten en tu nombre! Y Jesús, en aquella ocasión, se contagió de su entusiasmo y, lleno de alegría, exclamó: Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo (Lc). La soberanía del demonio estaba llegando a su fin.

De esta primera aventura, que debió de ser apasionante, los evangelistas no nos han dejado ningún detalle. Contarían al Maestro mil pequeños sucesos. Y Él los acogió una vez más con toda comprensión.

8. EL BUEN SAMARITANO

Lc 10, 25-37

Es muy probable que el Señor propusiera esta nueva parábola a la salida de Jericó, en el camino que sube a Jerusalén a través del desierto de Judá (Lc). Con mucha frecuencia el Maestro utilizaba las cosas que veía para impartir enseñanzas más profundas y misteriosas acerca del Reino que estaba a punto de llegar: así, utiliza el agua del pozo de Jacob para referirse a la gracia, el pan para hablar de la Eucaristía, etc. El camino de Jericó a Jerusalén, donde se producían tantos asaltos de ladrones a los peregrinos, era un buen escenario para la parábola que narrará a continuación. Quizá estén a punto de iniciar el camino. Poco después, san Lucas nos hablará de su llegada a Betania, que se encontraba en esta misma ruta, a poca distancia ya de Jerusalén.

La enseñanza comenzó con una pregunta de un doctor de la Ley, con la intención de tentarle. Le preguntó algo que todos sabían: Maestro, dijo, ¿qué debo hacer para conseguir la vida eterna? Jesús le contestó: ¿Qué está escrito en la Ley? ¿Cómo lees? El doctor respondió: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo.

El doctor de la Ley respondió acertadamente, como se esperaba. Jesús lo confirma: Has respondido bien: haz esto y vivirás.

El precepto del amor al prójimo ya existía en la Ley judía, e incluso estaba especificado en detalles concretos y prácticos. Por ejemplo, se podía leer en el Levítico: Cuando hagáis la recolección de vuestra tierra, no segarás hasta el límite externo de tu campo, ni recogerás las espigas caídas, ni harás el rebusco de tus viñas y olivares, ni recogerás la fruta caída de los frutales; lo dejarás para el pobre y el extranjero. Y, después de indicar otras muestras de misericordia, dice el Libro Sagrado: No te vengues y no guardes rencor contra los hijos de tu pueblo. Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

Todo estaba claro. Sin embargo, no todos estaban de acuerdo en relación al alcance del término prójimo. No se sabía a ciencia cierta si se refería a los del propio clan familiar, a los amigos, a quienes pertenecían al pueblo de Dios... Había respuestas para todo. Por eso, el doctor de la Ley le pregunta a continuación al Señor: ¿y quién es mi prójimo?, ¿con quién debo tener esas muestras de amor y de misericordia? Esta era la cuestión debatida en las escuelas de la época.

Jesús responderá con una bellísima parábola: Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó y cayó en manos de unos salteadores que, después de haberle despojado, le cubrieron de heridas y se marcharon, dejándolo medio muerto. Este es mi prójimo: un hombre, un hombre cualquiera, alguno que tiene necesidad de mí. No hace el Señor ninguna especificación de raza, amistad o parentesco. Nuestro prójimo es cualquiera que esté cerca de nosotros y tenga necesidad de ayuda. Nada se dice de su país, ni de su cultura, ni de su condición social: homo quídam, un hombre cualquiera.

En el camino de la vida encontramos a gente herida, despojada y medio muerta, del alma y del cuerpo. La preocupación por ayudar a otros sacará al hombre de bien de su camino rutinario, del propio egoísmo, y ensanchará su corazón para preocuparse del que tiene necesidad de ayuda. En el camino diario es posible encontrar a gentes doloridas por falta de comprensión y de cariño, o que carecen de los medios materiales más indispensables; heridas por haber sufrido humillaciones que van contra la dignidad humana; despojadas, quizá, de los derechos más elementales...

El Señor hace desfilar por la parábola a dos personajes que pasaron de largo: un sacerdote y un levita. Volvían seguramente a casa después de haber terminado su turno en el Templo. En ellos está concretada la piedad cultual de entonces.

Dios se interfiere en los planes del sacerdote y del levita. Les pide algo que no tenían previsto. Pero no tenían tiempo, no querían complicarse el viaje... No hicieron un nuevo daño al hombre malherido y abandonado, como terminar de quitarle lo que le quedaba, insultarle, etc. Iban a lo suyo y no quisieron complicaciones. Dieron más categoría a sus asuntos, importantes o no, que al hombre necesitado.

Continuó el Señor: Pero un samaritano que iba de camino llegó hasta él y al verlo se movió a compasión, y acercándose vendó sus heridas echando en ellas aceite y vino, lo hizo subir sobre su propia cabalgadura, lo condujo a la posada y él mismo lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: Cuida de él, y lo que gastes de más te lo daré a mi vuelta 235

Jesús ha querido intensificar la parábola con la figura del samaritano. Este, a pesar del gran distanciamiento que había entre ellos y los judíos 236, enseguida se dio cuenta de la desgracia, y se movió a compasión. Es necesario, en primer lugar, querer ver la desgracia ajena, no ir tan deprisa en la vida que pueda justificarse con facilidad el pasar de largo ante la necesidad y el sufrimiento.

La compasión del samaritano no es mero sentimentalismo. Por el contrario, pone los medios para prestar una ayuda concreta y práctica. Lo que lleva a cabo este viajero no es, quizá, un acto heroico, pero sí hace lo necesario. Ante todo, se acercó; es lo primero que se debe hacer ante la desgracia o la necesidad: acercarse, no verla de lejos. Luego, el samaritano tuvo las atenciones que la situación requería: cuidó de él. El amor al prójimo es práctico y se demuestra en las obras. Se manifiesta llevando a cabo lo que se deba hacer en cada caso concreto.

El amor hace lo que la hora y el momento exigen. No siempre son actos heroicos, difíciles; con frecuencia son cosas sencillas, pequeñas muchas veces. Los quehaceres de este buen samaritano pasaron por unos momentos a segundo término, y sus urgencias también; empleó su tiempo y su dinero, sin regateos, en auxiliar a quien lo necesitaba 237.

Preguntó entonces el Señor al doctor de la Ley: ¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo de aquel que cayó en manos de los salteadores?

En la pregunta, Jesús ha invertido el orden: ¿... quién fue el prójimo de aquel...'? ¿Quién se comportó como prójimo? El concepto de prójimo es correlativo, exige dos términos. Y Jesús no quiere contestar quién es mi prójimo, sino quién se comportó como prójimo de aquel necesitado.

Concluye la parábola con una palabra cordial dirigida al doctor: Pues anda, le dice, y haz tú lo mismo. Sé prójimo inteligente, activo y compasivo con todo el que te necesite 238.

9. EN BETANIA

Lc 10, 33-42

Jesús dejó Jericó y reemprendió el viaje a Jerusalén (Lc). Pocos kilómetros antes de llegar a la ciudad se detuvo en casa de unos amigos de Betania 239: Marta, María y Lázaro. Jesús amaba entrañablemente a estos hermanos, y allí recaló muchas veces buscando un poco de paz y de descanso. Entre aquellos amigos se encontraba el Señor a gusto. Le trataban siempre bien, y es recibido cualquier día y a cualquier hora con alegría y afecto. Decir hoy Betania en el mundo cristiano es hablar de hospitalidad 240.

En este clima de amistad, las hermanas se desenvuelven con naturalidad y sencillez, y muestran actitudes diversas. Marta andaba afanada con los múltiples quehaceres de la casa; parece la mayor (san Lucas dice: una mujer llamada Marta le recibió en su casa), y es la que se ocupa con todo esmero de atender al Señor y a los que le acompañan; el trabajo debía de ser abundante. Atender a un grupo tan numeroso, aunque le hubieran avisado con cierta antelación, no era tarea fácil. Y Marta se ocupaba con eficacia en preparar lo conveniente.

María, en cambio, sentada también a los pies del Señor, escuchaba su palabra desentendida de los preparativos de la comida.

Es muy posible que Marta, ante la urgencia y el aumento del trabajo doméstico, prestara mayor atención y estuviera más preocupada de sus quehaceres que del Señor mismo. Además, parece como si María, sentada a los pies de Jesús, le irritara. Por eso, poniéndose delante, dijo: Señor, ¿nada te importa que mi hermana me deje sola en el trabajo de la casa? Dile, pues, que me ayude.

Dile... Tiene tanta confianza con el Maestro que parece mandarle a Él: Dile... ¿Nada te importa...? Estas palabras suponen una gran amistad con el Maestro y enseñan a tratarle con confianza 241.

Podemos imaginar fácilmente a Jesús dirigiéndole esta afectuosa reconvención: Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. En verdad una sola es necesaria. Así pues, María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada.

Es como si le dijera: Marta, estás ocupada en muchos menesteres, pero te estás olvidando de Mt; estás desbordada por muchas tareas necesarias, pero estás descuidando algo más esencial.

Jesús no hace una valoración de toda la actitud de Marta ni tampoco de todo el comportamiento de María. Cambia con hondura la cuestión y apunta a algo más fundamental: a la actitud interna de Marta; tan metida está en el trabajo y anda tan preocupada por él, que se llega casi a olvidar de Su presencia en aquella casa. El trabajo de Marta, y cualquier otro, lejos de ser obstáculo, ha de ser medio y ocasión de un trato afectuoso con el Maestro, que es lo más importante, lo necesario.

En Betania estuvo Jesús poco tiempo. Quizá al día siguiente marchó a Jerusalén. Muchos autores piensan que llegó a la ciudad para la fiesta de Pentecostés, que aquel año 28 cayó a mediados de junio 242.

10. LA ORACIÓN DEL SEÑOR

Lc 11, 1-13

Jesús se retiraba con frecuencia a solas y permanecía largo tiempo en oración; en ocasiones, noches enteras 243.

Y esto, con frecuencia. Emplearía en su oración los salmos -un salmo recitará en la cruz 244-, oraciones aprendidas de su Madre, las que se recitaban en la sinagoga... las propias de un judío piadoso de su tiempo 245. A la vez, esas oraciones tenían un sentido y una profundidad del todo nuevos, pues era la oración del Hijo de Dios con su Padre, movido por el Espíritu Santo, que poseía a la Humanidad Santísima de Jesús de un modo pleno 246.

Los evangelistas han dejado constancia de estos momentos en los que Jesús se retiraba a solas para orar: en el Bautismo, en la elección de los apóstoles, en la primera multiplicación de los panes, en la Transfiguración, en el huerto de Getsemaní antes de la Pasión, etcétera.

Quiso enseñar con su ejemplo, además, cuál había de ser la actitud de sus discípulos 247. Les debió de conmover mucho a los apóstoles este trato de Jesús con su Padre celestial 248.

Un día se le acercaron los discípulos y le dijeron: Señor, enséñanos a orar, como Juan enseñó a sus discípulos. Es posible que -como atestigua la tradición- se encontraran en el Monte de los Olivos, desde donde se divisaba el Templo 249.

Él les enseñó entonces aquella plegaria -el Padrenuestro- que millones de bocas, en todos los idiomas, habrían de repetir tantas veces a lo largo de los siglos. Son unas pocas peticiones que el Señor repetiría también, y quizá por eso difieren los textos de san Lucas y de san Mateo. Era un modo completamente nuevo de dirigirse a Dios. Cuando oréis, decid: Padre...

La primera palabra Abba, Padre, define el resto de la oración. Los primeros cristianos quisieron conservar sin traducirla la misma palabra aramea que utilizó Jesús: Abba, y es muy probable que así pasara a la liturgia más primitiva y antigua de la Iglesia.

«La palabra "nuestro” resulta muy exigente: nos exige salir del recinto cerrado de nuestro “yo”. Nos exige entrar en la comunidad de los demás hijos de Dios. Nos exige abandonar lo meramente propio, lo que separa. Nos exige aceptar al otro, a los otros, abrirles nuestros oídos y nuestro corazón. Con la palabra “nosotros” decimos “sí” a la Iglesia viva, en la que el Señor quiso reunir a su nueva familia. Así, el Padrenuestro es una oración muy personal y al mismo tiempo plenamente eclesial. Al rezar el Padrenuestro rezamos con todo nuestro corazón, pero a la vez en comunión con toda la familia de Dios, con los vivos y con los difuntos, con personas de toda condición, cultura o raza. El Padrenuestro nos convierte en una familia más allá de todo confín» 250.

Y continuó el Señor: Santificado sea tu nombre 251.

En la Sagrada Escritura, como hemos visto, el nombre equivale a la persona misma, en su identidad más profunda. Por eso, dirá Jesús al final de su vida, como resumiendo sus enseñanzas: Manifesté tu nombre a los hombres. Nos reveló el misterio de Dios. En el Padrenuestro formulamos el deseo amoroso de que el nombre de Dios sea conocido y reverenciado por toda la tierra; también expresamos el dolor por las ocasiones en que es profanado, silenciado o empleado con ligereza 252.

Venga a nosotros tu Reino.

La expresión Reino de Dios tiene un triple significado: en nosotros (la gracia), en la tierra (la Iglesia) y en el Cielo (la eterna bienaventuranza). En orden a la gracia, pedimos que Dios reine en el alma con su gracia santificante; también pedimos que nos ayude en la lucha diaria contra las tentaciones. Es un reinado en el alma, que avanza o retrocede según correspondamos o rechacemos las gracias y ayudas que recibimos.

El Reino de Dios está ahí, dirá el Señor en otra ocasión, está dentro de vosotros. Y se percibe su presencia en el alma a través de los afectos y mociones del Espíritu Santo.

Cuando decimos venga a nosotros tu Reino, pedimos que Dios habite en nosotros de una manera más plena, que seamos todo de Dios, que nos ayude a luchar eficazmente para que, por fin, desaparezcan esos obstáculos que cada uno pone a la acción de la gracia divina 253.

Hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo.

Queremos alcanzar del Señor las gracias necesarias para cumplir aquí en la tierra todo lo que Dios quiere, como lo cumplen los bienaventurados en el Cielo. La mejor oración es aquella que transforma nuestro deseo hasta conformarlo, con alegría, con la voluntad divina, hasta poder decir con el Señor: No se haga mi voluntad, Señor, sino la tuya: no quiero nada que Tú no quieras.

Danos hoy el pan nuestro de cada día.

En la palabra «pan» se contiene todo lo que el discípulo de Cristo necesita cada día para vivir como un hijo de Dios: esperanza, alegría, alimento para el cuerpo y para el alma... 254.

Cuando pedimos a Dios el pan de cada día, estamos aceptando que toda nuestra existencia depende de Él. Quizá el Señor ha querido que lo pidamos cada día para que constantemente recordemos que Él es nuestro Padre y nosotros, unos hijos necesitados, que no podemos valernos por nosotros mismos.

Perdónanos nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.

Perdonar a los demás: esta es la condición. El perdón ha de ser profundo, sincero, de corazón. No como quien hace un favor, porque no sería entonces un perdón total y sobrenatural. El verdadero discípulo es rápido en perdonar. Entonces imita a Jesús, que pide perdón para los que le crucifican 255. Así consigue la remisión de sus pecados, flaquezas, inconstancias... Esa es la condición 256.

No nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal, rogamos al Señor en la última petición del Padrenuestro 257.

Después de haber pedido a Dios que nos perdone los pecados, le suplicamos enseguida que nos dé las gracias necesarias para no volver a ofenderlo y que no permita que seamos vencidos en las pruebas que vamos a padecer 258. El discípulo ha de estar alerta, con la vigilia del soldado en el campamento, y la confianza de que nunca será tentado más allá de sus fuerzas 259.

La tentación puede ser una fuente inagotable de gracias y de méritos para la vida eterna. Porque eras acepto a Dios, fue necesario que la tentación te probara 260. Con estas palabras consoló el ángel a Tobías en medio de su prueba. También han servido a muchos cristianos a la hora de sus tribulaciones.

XVII. DE NUEVO EN GALILEA

1. EL REINO DIVIDIDO

Mt 12, 22-30; Mc 3, 20-27; Lc 11, 14-23

Llegó Jesús a Cafarnaún y una muchedumbre acudió a verle, pues hacía ya algunas semanas que había partido camino de Jerusalén. Ahora se juntó tanta gente en la casa que no podían ni siquiera comer. Todo el mundo se enteró de que estaba de vuelta. Todos querían verle.

También llegó la noticia a Nazaret. Y algunos, a quienes el evangelista menciona con el término general de los suyos, se presentaron de improviso con el designio de llevárselo consigo. Para justificar esta intervención violenta, decían: Ha perdido el juicio. San Juan nos dice expresamente, algo más adelante, que estos parientes no creían en Él, no aceptaban su misión o, al menos, la entendían de modo bien distinto. Les preocupaba aquella agitación de las masas y las críticas de los fariseos, que iban en aumento. Quizá pensaron que el descontento podría recaer sobre la familia. Todo esto les traía inquietos, y es posible que de común acuerdo preparasen esta intervención para librar más fácilmente a Jesús de los peligros que le amenazaban. No parece que el Señor les hiciera mucho caso.

En la figura, reconstrucción de la casa de Pedro según I. Aveta, y posible planta.

Poco después, refieren san Mateo y san Lucas, presentaron a Nuestro Señor un poseso ciego y mudo. Jesús expulsó al demonio, y enseguida el enfermo recobró la vista y hablaba. Así se obraron tres milagros a un mismo tiempo, como ya notó san Jerónimo 261. Esta liberación pudo ser comprobada por muchos testigos allí presentes, y produjo una gran conmoción: toda la multitud se asombraba, escribe san Mateo. Entonces, algunos comenzaron a pensar y a decir en voz alta: ¿No será este el Hijo de David?, el Mesías. Con todo, la muchedumbre, el grueso de sus seguidores, permanecía indecisa, sin atreverse a responder afirmativamente, porque Jesús, a pesar de su santidad, de sus milagros y de su doctrina, no se presentaba como el Mesías que ellos esperaban. Es más, algunos escribas que habían subido de Jerusalén 262 mezclados entre los asistentes, comenzaron a decir: Por Beelzebul, príncipe de los demonios, arroja a los demonios. Y otros, para tentarle, le pedían una señal del cielo (Lc) más explícita y contundente.

Se guardaban muy bien de negar el prodigio, que era evidente a todos. Pero le dan una interpretación que, aceptada, echaría por tierra la autoridad cada día mayor de Jesús. Poseía, es cierto, poder sobre los demonios, comprobado hasta la evidencia por múltiples hechos; pero, según estos fariseos retorcidos y poco dispuestos, aquel poder no venía de Dios, sino del demonio mismo.

Beelzebub era un nombre despectivo con el que los judíos designaban irónicamente a Satanás. En ninguna otra parte, fuera de los evangelios, se aplica al demonio 263.

Esta acusación de ahora era tan grave, tan monstruosa, que Jesús no podía dejarla sin una respuesta clara. Si llegaba a penetrar en la mente del pueblo sencillo, toda la obra mesiánica correría peligro. Jesús respondió con un sereno razonamiento.

¿Cómo puede satanás expulsar a satanás?, preguntó Jesús, según el segundo evangelio. El príncipe de los demonios batallando contra sí mismo es una contradicción. Un imperio no puede subsistir si todas sus partes no están estrechamente unidas entre sí. Si se enciende la guerra interior, se precipita en la ruina. Ni Satanás mismo y su imperio escapan de esta ley. Luego el lanzar los demonios en nombre de Beelzebub era una expresión malévola y sin sentido de los fariseos.

Jesús emplea luego un argumento igualmente irrefutable, tomado de lo que hacían los exorcistas judíos: Si yo expulso los demonios por Beelzebul -les dice-, vuestros hijos ¿por quién los arrojan? Los hijos, es decir, los discípulos de los fariseos, intentaban también expulsar al demonio de los cuerpos de los posesos, y tal vez en alguna ocasión lo lograban. ¿Eran también aliados del demonio? ¿Por qué, pues, esta injusta parcialidad respecto a Él?

De los dos argumentos deduce Nuestro Señor consecuencias manifiestas. Puesto que no ha recibido sus poderes de Satanás, Dios mismo se los ha conferido. Más aún: si el reino de Satanás comienza visiblemente a desmoronarse y camina derechamente a la ruina, se debe concluir que el Reino de Dios, el nuevo reino del Mesías, era ya una realidad en el seno de Israel.

Presentó después Jesús una breve parábola. Se describe en ella al demonio como un fuerte guerrero, armado de pies a cabeza, que hace guardia a la puerta de su casa. Para vencerle y apoderarse de su hacienda, transformada en fortaleza, y de los tesoros allí amontonados era preciso uno más fuerte que él. Este más fuerte que desaloja a Satanás y le arrebata su botín es el mismo Jesús, como atestiguaban sus obras.

Y termina el Señor: Él que no está conmigo está contra mí, y el que no recoge conmigo desparrama 264.

2. EL PECADO CONTRA EL ESPÍRITU SANTO

Mt 12, 31-32

Dijo Jesús a continuación que todo podía ser perdonado, pero al que hable contra el Espíritu Santo no se le perdonará ni en este mundo ni en el venidero.

Y explica el evangelista: Porque ellos decían: Tiene un espíritu inmundo. No se refiere el Señor aquí tanto a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad como a la acción divina que se manifestaba a través de los milagros que Él obraba. Era atribuir esas obras de Dios al poder del demonio y cerrar a Dios los caminos para llegar a las almas. El pecado contra el Espíritu Santo no es, pues, un pecado concreto, una transgresión de un precepto determinado, sino una actitud de rechazo a la gracia divina. Esta actitud ante su obra y su mensaje hace imposible el arrepentimiento y la conversión, y con ello el perdón de Dios.

3. UN ELOGIO A MARÍA

Lc 11, 27-28

En medio de estos sinsabores que le producían los fariseos, recibió el Señor una alegría. Alguien mencionó a su Madre.

Todavía estaba Él hablando cuando de entre la multitud exclamó una mujer: Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron. Era como decir: ¡qué afortunada es tu madre! ¡Qué envidia! En el ánimo de aquella mujer hicieron honda impresión el vigor y la sabiduría de las palabras de Jesús, y no pudo por menos de expresar su admiración con esta ingenua y tierna sencillez. Como madre que era, sin duda, imaginaba la dicha y noble orgullo que debía de experimentar la que había dado al mundo aquel hijo tan sabio en palabras y tan poderoso en obras. Su exclamación, natural y espontánea, recuerda la predicción de María: Desde ahora me llamarán bienaventurada todas las naciones. Es la primera voz entre las incontables que se levantarán a lo largo de los siglos en honor de la Virgen 265.

A esta bienaventuranza, de orden natural, añade enseguida Jesús otra de orden sobrenatural: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la guardan, la ponen en práctica. Con estas palabras no desvirtuaba Jesús el elogio tributado a María, la más dichosa de las madres, pues Ella siempre había observado fidelísimamente la voluntad divina; pero aprovecha la ocasión y eleva el elogio a un plano superior. Más vale, viene a decir, estar unidos por la fidelidad en el cumplimiento de la voluntad de Dios que por relaciones de parentesco, por muy estrechas que sean. Las dos bienaventuranzas se reúnen, pues, en María, como han anotado muchos Santos Padres.

4. LA SEÑAL DE JONÁS

Mt 12, 38-45; Lc 11, 29-32

Algunos escribas y fariseos, que no habían tenido parte en la discusión sobre el origen del poder de Jesús para lanzar demonios, se le acercaron y, con una mezcla de respeto y de osadía, le dijeron: Maestro (Rabbi), queremos ver de Ti una señal. Para aquellos hombres, que representaban un partido numeroso, los milagros de Jesús, y en especial el que había dado lugar a la blasfemia de sus colegas, no eran, pues, suficientes para demostrar su origen divino y su mesianidad. Para convencerse, pedían que el Mesías condescendiera en obrar una señal, un milagro extraordinario, decisivo, que acaeciese, no en la tierra, sino en el cielo, en las regiones de la atmósfera; por ejemplo, un eclipse, una tempestad en el cielo sereno... En el fondo, mostraban la misma exigencia que aquellos otros fariseos. Si el Señor hubiera realizado un prodigio, tampoco habrían creído. La fe exige buenas disposiciones. Sin ellas, todo puede ser mal interpretado. Por eso, san Lucas nos advierte que hicieron esta demanda a Jesús para tentarle, no porque desearan tener luz para dar un paso adelante y convertirse en discípulos del Maestro. El Señor respondió:

Esta generación malvada y adúltera pretende una señal, pero no se le dará otra señal que la del profeta Jonás. Pues, así como estuvo Jonás en el vientre de la ballena tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el seno de la tierra tres días y tres noches.

El Salvador responde a todos los que participaban de las mismas disposiciones. No se les dará este tipo de señal. Y, con todo eso, Jesús, movido por su infinita bondad, además de sus frecuentes milagros, que no terminarán sino con su vida, les otorgó un extraordinario prodigio, el que Él llama la señal de Jonás 266.

La alusión a los tres días y tres noches que el Señor debía pasar en el corazón de la tierra fue entendida por los fariseos. Después de su muerte fueron a Pilato para exigirle medidas, ya que ellos habían oído lo que Jesús dijo estando vivo aún: Después de tres días resucitaré. También el «signo de Jonás», que respondía en buena parte a sus peticiones, será rechazado, pues acudirán al procurador romano con el temor de que resucitase 267.

Obligado a rechazar a aquella generación malvada, a la que no había logrado mover para que creyese en Él, Jesús tomó de la historia de Israel otros dos hechos célebres que iluminaban bien la culpabilidad de muchos de sus compatriotas: los hombres de Nínive, que se convirtieron ante la predicación de Jonás, y la reina del

Mediodía, porque vino de los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón.

El primero de estos dos ejemplos se lee también en el Libro de Jonás. Describe la conversión de los ninivitas, de aquellos orgullosos paganos que, sin embargo, hicieron penitencia al oír la predicación de un desconocido, de un extranjero. La reina del Mediodía es la reina de Saba, cuyo reino estaba situado al sureste de Palestina. Vino de muy lejos -desde los confines del mundopara ver y consultar a Salomón, y se tornó a su tierra, asombrada de lo que había visto y oído. Estas contraposiciones, humillantes para los judíos, recuerdan el discurso del Señor en la sinagoga de Nazaret y las duras palabras que dirigirá más adelante contra tres ciudades incrédulas de las orillas del lago. Con singular energía, y en alusión a Sí mismo, dijo: Aquí hay algo más que Jonás. Debieron de ser pronunciadas con toda autoridad y convicción.

5. SU MADRE QUIERE VERLE

Mt 12, 46-50; Mc 3, 31-35; Lc 8, 19-24

Mientras así hablaba a la muchedumbre, agolpada a su alrededor, se presentaron su Madre y sus parientes para verle y conversar con Él. Pero tan apiñados estaban los que habían invadido la casa que no les fue posible acercarse a Él. Entonces le dijeron: Mira, tu Madre, tus hermanos y tus hermanas te buscan fuera.

Esta visita es distinta de aquella otra que, poco antes, hicieron a Jesús algunos de sus parientes o de sus discípulos. San Marcos, único que refiere ambos incidentes, distingue con claridad uno de otro. En la primera no intervino María. ¿Qué motivo especial la traía ahora cerca de su Hijo? No lo dicen los evangelistas.

Quizá no le había visto desde que inició el viaje a Jerusalén.

Llegó, pues, María con los parientes hasta la casa. Es probable que los recién llegados hicieran algunas preguntas nada más llegar: ¿cuánto tiempo lleva enseñando el Maestro?, ¿cuánto durará esto todavía? Muchos conocían a María, y quizá alguno de los parientes se diera a conocer. Algo querían de Él; o quizá solo verle.

San Mateo refiere que Él extendió sus manos sobre sus discípulos. A la vez, escribe san Marcos, dirigió una mirada a quienes estaban sentados en círculo a su alrededor. Y, puesto en pie en medio de la concurrencia, declaró solemnemente: Ved aquí a mi madre y mis hermanos. Porque quien haga la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre.

Cuanto más procura el discípulo cumplir la voluntad del Padre, tanto más cerca de Jesús se encuentra. El Señor colocó este parentesco espiritual por encima del de la tierra, porque tenía su origen en Dios mismo. Jesús no despreció los lazos de la sangre; por el contrario, los ennobleció. Como hijos de Dios, sus parientes subían en la escala de los valores.

La respuesta de Jesús fue una sorpresa para María, como para los demás. Pero esta sorpresa encontró un especial eco en su interior. En lo que hace referencia al cumplimiento de la voluntad de Dios, María era una misma cosa con Jesús; la diferencia estaba en que Ella no conocía en cada momento, con la misma clarividencia que Él, lo que la voluntad divina le señalaba. Pero, apenas averiguaba la voluntad de Jesús, deseaba Ella lo que quería Él. De todos los que oyeron sus palabras, Ella debió de ser la única que las comprendió, porque se daba cuenta de la profunda verdad que contenían. No tenía que esperar a que san Agustín le dijera que era más bienaventurada por haber recibido a Dios en su alma que por haberle concebido en la carne 268. Si por la naturaleza era la que estaba más cerca de Él, por la gracia nadie la igualaba en el más alto parentesco, pues nadie como Ella había cumplido, ni jamás lo haría, la voluntad del Padre.

XVIII. LAS PARÁBOLAS DEL REINO

Una «parábola» es sencillamente una «comparación». El Señor explicaba verdades profundas comparándolas con sucesos de la vida ordinaria: unas veces tenían un cierto argumento, como las parábolas del buen samaritano o del hijo pródigo; otras narran un simple hecho, como pescar o sembrar; y algunas se basan en un proceso natural, como el de la levadura en la masa o el crecimiento de la semilla. Todas se caracterizan por estar basadas en la vida real. No encontraremos en ellas -como en las fábulas- árboles que hablan o peces que vuelan. La enseñanza espiritual propuesta se relaciona con la comparación; el hecho de que esta fuera familiar a quienes le escuchaban les ayudaba a sentirse cerca de verdades más profundas. Se trataba normalmente de comparaciones muy plásticas, y aquel pueblo -como todos los orientales- estaba más acostumbrado a pensar con imágenes que con ideas. En las parábolas aflora la pequeña vida cotidiana de Palestina: las faenas del campo, las mujeres en las labores domésticas, el modo de vivir, de pleitear, etc. En su conjunto nos dan a conocer las costumbres de los pastores, la profesión del tratante en perlas finas, el modo de actuar de los malos jueces, de los administradores... Todo un mundo vivo y verdadero.

Es muy significativo que, aun tratándose de narraciones típicas de Palestina y del mundo oriental, enseñen verdades nucleares que son entendidas por hombres de diversas culturas y de todas las épocas.

En esta nueva etapa, Jesús enseñaba a las multitudes solo en parábolas, y las explicaba a veces a los apóstoles en la intimidad, cuando ya se habían marchado las muchedumbres 269.

1. PARÁBOLA DEL SEMBRADOR

Mt 13, 1-23; Mc 4, 1-20; Lc 8, 4-15

San Mateo nos dice que aquel día Jesús se sentó junto al mar y se le acercó tanta gente para oír su palabra que hubo de subirse a una barca, mientras la multitud le escuchaba desde la orilla. Estas parábolas, por su homogeneidad y por el contexto mismo en el que fueron expuestas, debieron de ser pronunciadas el mismo día.

El Señor, sentado ya en la pequeña embarcación, comenzó a enseñarles: He aquí que salió el sembrador a sembrar..., y la semilla cayó en tierra muy desigual.

En Galilea, terreno accidentado y lleno de colinas, se destinaban a la siembra pequeñas extensiones de terreno en valles y riberas; la parábola reproduce la situación agrícola de aquellas tierras. El sembrador esparce a voleo su semilla con generosidad, y así se explica que una parte caiga en el camino. La semilla caída en estos senderos era pronto comida por los pájaros o pisoteada por los transeúntes. El detalle del suelo pedregoso, cubierto solo por una delgada capa de tierra, correspondía también a la realidad. A causa de su poca profundidad, brota la semilla con más rapidez, pero el calor la seca con la misma prontitud por carecer de raíces más hondas.

El terreno donde cae la semilla es el mundo entero, cada hombre. Y, aunque la siembra es realizada con los cuidados necesarios, el fruto depende en buena parte del estado de la tierra donde cae. Las palabras de Jesús nos muestran la responsabilidad que tiene el hombre de disponerse para aceptar y corresponder a la gracia de Dios, que siembra en todos con largueza.

Parte cayó junto al camino y vinieron los pájaros y se la comieron. Todo el que oye la palabra del Reino y no entiende, viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón.El camino es la tierra pisada, endurecida; son las almas disipadas, vacías, abiertas por completo a lo externo...; son también las almas sin cultivo alguno, nunca roturadas, acostumbradas a vivir de espaldas a la verdadera interioridad. Son corazones duros, como esos viejos caminos continuamente transitados. Escuchan la palabra divina, pero con suma facilidad el diablo la arranca de sus almas.

Parte cayó en pedregal, donde no había mucha tierra y brotó pronto por no ser hondo el suelo; pero, al salir el sol, se agostó y se secó porque no tenía raíz. Este pedregal representa a las almas superficiales, con poca hondura interior, inconstantes, incapaces de perseverar. Tienen buenas disposiciones, incluso reciben la gracia con alegría, pero, llegado el momento de hacer frente a las dificultades, retroceden; no son capaces de sacrificarse por llevar a cabo los propósitos que un día hicieron, y estos mueren sin dar fruto.

Otra parte cayó entre espinos; crecieron los espinos y la sofocaron. Es el que oye la palabra, pero las preocupaciones de este mundo y la seducción de las riquezas sofocan la palabra y queda estéril.El amor a las riquezas, la ambición desordenada de influencia o de poder, una excesiva preocupación por el bienestar y el confort, y la vida cómoda son duros espinos que impiden la unión con Dios. Son almas volcadas en lo material.

Lo sembrado en buena tierra es el que oye la palabra y la entiende, y fructifica y produce el ciento o el sesenta o el treinta. Dios espera de nosotros que seamos un buen terreno que acoja la gracia y dé frutos; más y mejores frutos produciremos cuanto mayor sea nuestra generosidad con Dios. Supuesta la gracia, el fruto solo depende del hombre, que es libre de corresponder o no.

El sentido universal de la parábola enseña que la llegada del Reino no iba a significar una elevación en masa del pueblo elegido; dependería de la respuesta personal de cada uno a la verdad a él revelada: los que dieran una respuesta clara darían fruto espiritual por encima de toda medida; los demás, no. Con todo, la cosecha sería abundante.

Hay almas que son buena tierra, y en ellas la palabra de Dios crece y se multiplica. Pero aun entre esta tierra hay clases de fecundidad; unos producen el treinta por uno, otros el cincuenta, llegan algunos hasta el ciento por uno. Para los palestinos, una gran cosecha era la que daba el cincuenta por uno. Estas almas no son muchas; pero no faltarán. Son los santos.

Así pues, el pueblo elegido no iba a entrar en el Reino en masa, como los judíos esperaban. Es necesaria la correspondencia personal.

2. PARÁBOLA DE LA CIZAÑA

Mt 13, 24-30

Dios prepara a todos como tierra buena y siembra una semilla de primera calidad. Pero, mientras dormían los hombres, vino su enemigo, sembró cizaña en medio del trigo y se fue. La cizaña es una planta que se da generalmente en medio de los cereales y crece al mismo tiempo que estos. Es tan parecida al trigo que antes de que se forme la espiga es muy difícil al ojo experto del labriego distinguirla de él. Más tarde se diferencia por su espiga más delgada y su fruto menudo; se distingue sobre todo porque la cizaña no solo es estéril, sino que, mezclada con harina buena, contamina el pan y es perjudicial para el hombre.

Sembrar cizaña entre el trigo era un modo de venganza personal que se dio no pocas veces en Oriente. Las plagas de esta mala hierba eran muy temidas por los campesinos, pues podían llegar a perder toda una cosecha.

Los Santos Padres han visto en la cizaña una imagen de la mala doctrina, del error, que, sobre todo al principio, se puede confundir con la verdad misma, «porque es propio del demonio mezclar el error con la verdad» 270 y difícilmente se distinguen; el error siempre produce consecuencias catastróficas en el pueblo de Dios. Es significativo que la siembra de la mala hierba se produjera mientras dormían los hombres, cuando dejaron de vigilar 271.

3. LA LUZ EN EL CANDELERO

Mc 4, 21-23; Lc 8, 16; Lc 11, 33

Nadie que ha encendido una lámpara la oculta con una vasija o la pone debajo de la cama, sino que la coloca sobre un candelero para que los que entran vean la luz.

Quien sigue a Cristo -quien enciende una lámpara- no solo ha de trabajar por su propia santificación, sino también por la de los demás. El Señor lo ilustra con diversas imágenes muy expresivas y asequibles. En todas las casas alumbraba el candil al caer la tarde, y todos conocían dónde se colocaba y por qué. El candil está para iluminar y había de colocarse bien alto; quizá colgaba de un soporte puesto solo para ese fin, o se situaba encima de una base fija, para que quedara a la altura necesaria para iluminar la estancia. A nadie se le ocurría esconderlo de tal manera que su luz quedara oculta. ¿Para qué iba a servir entonces?

Vosotros sois la luz del mundo, había dicho en otra ocasión a sus discípulos. La luz del discípulo es la misma del Maestro. Sin este resplandor de Cristo, la sociedad queda en las más espesas tinieblas. Y cuando se camina en la oscuridad se tropieza y se cae.

Cristo se refleja en sus santos, en quienes le siguen: «Sabemos que ha salido el sol por los objetos que reflejan sus rayos. Así son también aquellos en los que habita Cristo. Ellos no son la luz, pero irradian la luz para que otros lleguen a la luz» 272.

4. EL GRANO QUE GERMINA SOLO

Mc 4, 26-29

Una pequeña parábola, que recoge solo san Marcos, nos habla del crecimiento de la semilla echada en la tierra; una vez sembrada crece con independencia de que el dueño del campo duerma o vele, y sin que sepa cómo se produce. Así es la semilla de la gracia que cae en las almas; si no se le ponen obstáculos, si se le permite crecer, da su fruto sin falta, no dependiendo de quien siembra o de quien riega, sino de Dios que da el incremento 273.

5. EL RICO NECIO

Lc 12, 16-21

Se acercó uno al Señor para pedirle que interviniera en un asunto de herencias. Por las palabras de Jesús, parece que este hombre estaba más preocupado por aquel problema de bienes que por la predicación del Maestro. La cuestión planteada da la impresión de ser al menos inoportuna. Jesús le responderá: Hombre, ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre vosotros? A continuación, aprovecha la ocasión para advertir a todos: Estad alerta y guardaos de toda avaricia, porque, si alguien tiene abundancia de bienes, su vida no depende de aquello que posee. Y para que quedara bien claro les expuso una parábola.

Las tierras de un hombre rico produjeron una gran cosecha, hasta tal punto que no cabía en los graneros. Entonces, el propietario pensó que sus días malos se habían acabado y que tenía segura su existencia. Decidió destruir los graneros y edificar otros más grandes, que pudieran almacenar aquella abundancia. Su horizonte terminaba en esto; se reducía a descansar, comer, beber y pasarlo bien, puesto que la vida se había mostrado generosa con él. Se olvidó de unos datos fundamentales: la inseguridad de la existencia aquí en la tierra y su brevedad. Puso su esperanza en estas cosas pasajeras y se olvidó de que todos estamos en camino hacia el Cielo.

Dios se presentó de improviso en la vida de este rico labrador que parecía tener todo asegurado, y le dijo: Insensato, esta misma noche te reclaman el alma; lo que has preparado, ¿para quién será? Así ocurre al que atesora para sí y no es rico ante Dios, concluyó el Señor.

El hombre rico de esta parábola es sin duda inteligente: conoce sus propios asuntos. Sabe calcular las posibilidades del mercado; tiene en consideración los factores de inseguridad tanto de la naturaleza como del comportamiento humano. Sus reflexiones están bien pensadas, y el éxito le da la razón. Si se me consiente ampliar un tanto la parábola, podríamos decir que este hombre era, con seguridad, demasiado inteligente como para ser ateo. Pero ha vivido como un agnóstico: «como si Dios no existiera». Un hombre así no se ocupa de cosas inciertas, como la existencia de un Dios. El trata con asuntos seguros, calculables.

La necedad de este hombre consistió en haber puesto su esperanza, su fin último y la garantía de su seguridad en algo tan frágil y pasajero como son los bienes de la tierra, por abundantes que sean. La legítima aspiración de poseer lo necesario para la vida, para la familia y su normal desarrollo no debe confundirse con el afán de tener más a toda costa. El corazón del discípulo ha de estar en el Cielo, y la vida es un camino que ha de recorrer. Si el Señor es su esperanza, sabrá ser feliz con muchos bienes o con pocos.

Nuestras capacidades técnicas y económicas han crecido de modo antes inimaginable. La precisión de nuestros cálculos es casi perfecta. Junto a todos los horrores de nuestro tiempo se consolida cada vez más la opinión de que estamos próximos a realizar la mayor felicidad posible para el mayor número posible de hombres, y a iniciar finalmente una nueva fase de la historia, una civilización de la humanidad en la que todos podrán comer, beber y disfrutar. Pero precisamente en este aparente acercamiento a la “autorredención” aparece con toda su fuerza una realidad que parecía escondida en el fondo del corazón humano, que no se sacia con los bienes de la tierra. El agnosticismo de nuestro tiempo, en apariencia tan razonable, no deja que Dios sea Dios para hacer del hombre simplemente un hombre. Denota una gran miopía y una necedad 274.

El hombre, que todos conocían como inteligente y afortunado, es un idiota a los ojos de Dios: «Insensato», le dice, y, frente a lo verdaderamente auténtico, aparece con todos sus cálculos extrañamente necio y corto de vista, porque en esos cálculos había olvidado lo auténtico y verdadero: que su alma deseaba algo más que bienes y alegrías terrenas, y que algún día se iba a encontrar frente a Dios. Este hombre, inteligente y necio a la vez, parece una imagen del comportamiento de muchos hombres de nuestros días. El evangelio es completamente actual.

6. PARÁBOLA DE LOS SIERVOS

Mt 24, 45-51; Lc 12, 35-40

Tened ceñidas vuestras cinturas y las lámparas encendidas, y estad como quienes aguardan a su amo cuando vuelve de las nupcias, para abrirle al instante en cuanto venga y llame.

Tener ceñida la cintura es una metáfora basada en las costumbres de los hebreos, y en general de todos los habitantes de Oriente Medio, que ceñían sus amplias vestiduras antes de emprender un viaje, para caminar con comodidad. En el relato del Éxodo se narra la prescripción de Dios a los israelitas de celebrar el sacrificio de la Pascua con la ropa ceñida, las sandalias calzadas y el bastón en mano, porque iba a comenzar el itinerario hacia la tierra de promisión. Del mismo modo, tener las lámparas encendidas indica la actitud atenta, propia del que espera la llegada de alguien.

El Señor enseña una vez más que la actitud del discípulo ha de ser como la de aquel que está a punto de emprender un viaje, o de quien espera a alguien importante. Su actitud no puede ser de somnolencia y de descuido. Y esto, por dos razones: porque el enemigo está siempre al acecho, como león rugiente, buscando a quién devorar, y porque quien ama no duerme, está vigilante.

Es tan grata a Dios la actitud del alma que día tras día y hora tras hora aguarda la llegada de su Señor, que Jesús exclama en esta parábola: Dichosos aquellos siervos a los que al volver su amo los encuentre vigilando. Y, olvidando quién es el criado y quién el señor, sienta a la mesa al criado y él mismo lo sirve. Es el amor infinito que no teme invertir los puestos que a cada uno corresponden: En verdad os digo que se ceñirá la cintura, les hará sentar a la mesa y acercándose les servirá. Las promesas de intimidad con Dios van más allá de lo que podemos imaginar.

El corazón que ama está alerta, como el centinela en la trinchera.

7. PARÁBOLA DE LA HIGUERA

Lc 13, 6-9

En las viñas de Palestina se solían plantar árboles en medio de las cepas. Y en un lugar así sitúa Jesús esta parábola: Un hombre tenia una higuera plantada en su viña, y vino a buscar en ella fruto y no encontró. Esto ya había ocurrido anteriormente: situada en un lugar apropiado del terreno, con buenos cuidados, la higuera, año tras año, no daba higos. Entonces mandó el dueño al hortelano que la cortara: ¿para qué va a ocupar terreno en balde?

La higuera simboliza a Israel, que no supo corresponder a los desvelos que Yahvé, dueño de la viña, manifestó una y otra vez sobre él, y representa también a todo aquel que permanece improductivo de cara a Dios.

8. EL GRANO DE MOSTAZA

Mt 13, 31-32; Mc 4, 30-32; Lc 13, 18-19

El Reino de los Cielos es semejante a un grano de mostaza 275: al sembrarlo en la tierra es la semilla más pequeña, pero después brota, se hace más alta que las demás hortalizas y echa ramas tan grandes que los pájaros pueden cobijarse y anidar en ellas.

El Señor eligió a unos pocos hombres para instaurar su reinado en el mundo. Eran la mayoría de ellos humildes pescadores con escasa cultura, con defectos y sin medios materiales: eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes 276. Con miras humanas es incomprensible que estos hombres llegaran a difundir la doctrina de Cristo por toda la tierra en tan corto tiempo y teniendo enfrente innumerables trabas y contradicciones. Con la parábola del grano de mostaza -comenta san Juan Crisòstomo- les mueve Jesús a la fe y les hace ver que la predicación del evangelio se propagará con rapidez, a pesar de todo 277. Ahora, también.

9. LA LEVADURA

Mt 13, 33-35; Lc 13, 20-21

El Reino de Dios es semejante a la levadura que toma una mujer y mezcla con tres medidas de harina hasta que todo fermenta. Aquellas gentes que escuchaban las palabras del Señor conocían bien y estaban familiarizadas con este fenómeno, pues lo habían visto muchas veces en los hornos familiares. Un poco de aquella levadura guardada desde el día anterior podía transformar una buena masa de harina y convertirla en una gran hogaza de pan 278.

En esta semejanza enseña lo poco que es la levadura en relación a la masa que debe transformar. Siendo tan poca cosa, su poder es muy grande. Esto permitirá al discípulo ser audaz en la extensión del Reino, porque la fuerza del fermento cristiano no es simplemente humana: es la misma fuerza del Espíritu Santo que actúa en la Iglesia. También el Señor cuenta con nuestras poquedades y flaquezas.

10. LA PERLA PRECIOSA Y EL TESORO ESCONDIDO

Mt 13, 44-46

El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en el campo que, al encontrarlo un hombre, lo oculta y, gozoso del hallazgo, va y vende cuanto tiene y compra aquel campo. También es semejante a un comerciante que busca perlas finas y, cuando encuentra una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene y la compra.

El tesoro y la perla se refieren, en primer lugar, a Cristo mismo. Quien lo encuentra, lo posee todo. No hay nada de más valor; compensa cualquier sacrificio con tal de alcanzarlo. Por eso mismo, también han sido imágenes empleadas para expresar tradicionalmente la grandeza de la propia llamada, el camino para alcanzar al Señor en esta vida y después, para siempre, en el Cielo.

El tesoro significa la abundancia de dones que se reciben con la vocación: gracias para vencer los obstáculos, para crecer en fidelidad día a día, para el apostolado...; la perla indica la belleza y el valor de la llamada a seguir a Cristo: no solamente es algo de altísimo valor, sino también el ideal más bello y perfecto que el hombre puede conseguir.

Hay una novedad en esta segunda parábola con respecto a la del tesoro: el hallazgo de la perla supone una búsqueda esforzada, el tesoro se presenta de improviso. Así puede pasar con Jesús y su llamada: muchos discípulos pueden haberlo encontrado casi sin buscarlo: un tesoro que de pronto les deslumbra. El mismo se hace encontradizo. En otras personas, Dios ha puesto una inquietud íntima en su corazón que les lleva a buscar valores mucho más altos, dando todo cuanto tienen al encontrarlos.

La actitud que se ha de tomar es idéntica en ambas parábolas y está descrita con los mismos términos: va y vende cuanto tiene y lo compra; el desprendimiento, la generosidad, es condición indispensable para alcanzarlo.

Ambas son una llamada a pensar en la grandeza y en la maravilla de lo que estaba en juego. Comparado con el Reino, cualquier cosa o éxito tienen poco valor; los hombres solo podrán hacerlo suyo si están dispuestos a sacrificarlo todo por él. En la historia de los santos, y de todos aquellos que de verdad siguen al Señor, se puede observar cómo ninguno de ellos otorga demasiada importancia a lo que deja: la alegría de haber encontrado a Cristo hace fácil y poco costoso el abandono de todo lo demás.

11. LA RED BARREDERA

Mt 13, 47-52

La red barredera es una red de arrastre. Se echa en el mar y recoge toda clase de peces, unos buenos y otros malos. Al final se reúnen los buenos en un cesto y los malos se tiran. Esta red echada en el mar es imagen de la Iglesia, en cuyo seno hay justos y pecadores. En otros lugares el Señor enseña esta misma realidad: en su Iglesia, hasta el fin de los tiempos, habrá santos y quienes se han marchado de la casa paterna, malgastando la herencia recibida en el Bautismo; y todos pertenecen a ella, aunque de diverso modo.

A modo de conclusión dijo el Señor que sus discípulos han de ser como un padre de familia, que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas antiguas 279.

12. EL AMIGO INOPORTUNO

Lc 11, 5-13

Si alguno de vosotros tuviese un amigo y fuese a media noche a decirle: «Amigo, préstame tres panes, porque otro amigo mío acaba de llegar de viaje a mi casa y no tengo nada que darle». Aunque él desde dentro le responda: «No me molestes; la puerta está ya cerrada y mis criados están, como yo, acostados; no puedo levantarme a dártelos». Si el otro insiste en llamar y llamar, Yo os aseguro que, aunque no se levante a dárselos por amistad, al menos por librarse de su impertinencia se levantará y le dará cuantos panes necesite. Así os digo Yo: pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; y quien busca, encuentra; y al que llama, se le abre.

El Señor bien conoce las cosas que necesitamos en todos los momentos de nuestra vida. Sin embargo, «Dios quiere ser rogado, quiere ser coaccionado, quiere ser vencido por una cierta importunidad» 280. Al pedir a Dios, nos reconocemos gente necesitada, y a la vez declaramos confiar en su misericordia infinita y omnipotente. Él está deseando dar y solo quiere que sus hijos le pidan. A veces incluso tiene Él más deseos de damos lo que necesitamos que nosotros de recibirlo 281.

Pero no basta pedir; hay que pedir con perseverancia, sin cansarnos, para que la constancia alcance lo que no pueden nuestros méritos. Como el hombre de la parabola: va a casa de un vecino a pedirle pan; es un inoportuno, pero él insiste y consigue lo que se proponía. «Vete al Señor mismo, al mismo con quien la familia descansa, y llama con tu oración a su puerta, y pide, y vuelve a pedir. No será El como el amigo de la parábola; se levantará y te socorrerá; no por aburrido de ti; está deseando dar; si ya llamaste a su puerta y no recibiste nada, sigue llamando, que está deseando dar. Difiere darte lo que quiere darte para que más apetezcas lo diferido; que suele no apreciarse lo aprisa concedido» 282.

La petición es siempre eficaz. Si perseveramos en la oración aun cuando parezca que el Señor no nos oye, los frutos llegarán de forma abundante. Una condición ha puesto Jesús: la perseverancia, sin desánimos. Mucho vale la oración perseverante del justo. Elias era un hombre semejante a nosotros, y pidió fervorosamente que no lloviese sobre la tierra de Israel y no llovió por espacio de tres años y seis meses. Hizo después de nuevo oración, y el cielo dio lluvia, y la tierra dio su fruto.

Dios ha previsto todas las gracias y ayudas que necesitamos, pero también ha previsto nuestra oración perseverante.

16 La misma enseñanza la expone san Bernardo en un comentario a los Salmos. Escribe el santo: «Cada vez que hablo de la oración -escribe san Bernardo- me parece escuchar dentro de vuestro corazón ciertas reflexiones humanas que he escuchado, a menudo, incluso en mi propio corazón. Siendo así que nunca cesamos de orar, ¿cómo es que tan raramente nos parece experimentar el fruto de la oración? Tenemos la impresión de salir de la oración como hemos entrado: nadie nos responde una palabra ni nos da nada. Tenemos la sensación de haber trabajado en vano. Pero ¿qué es lo que realmente dice el Señor? No juzguéis por las apariencias, sino tened un juicio justo (Jn 7, 24). Y ¿qué es un juicio justo, sino un juicio de fe?, porque el justo vive de la fe (Ga 3, 11). ¿Cuál es la verdad de la fe sino la que el mismo Hijo de Dios nos promete: cualquier cosa que pidáis en la oración, creed que ya os la han concedido y la obtendréis? (Me 11, 24). Así pues, hermanos, ¡que ninguno tenga en poco su oración! Que ninguno de vosotros tenga en poco su oración porque, os lo aseguro, aquel a quien ella se dirige, no la tiene en poca cosa; incluso antes de que ella haya salido de nuestra boca, El la ha escrito ya en su libro. Sin la menor duda podemos estar seguros de que Dios nos concede lo que pedimos, aunque sea dándonos algo que El sabe que es mucho mejor, mucho más ventajoso para nosotros. Porque nosotros no sabemos pedir como es debido (Rm 8, 26). Pero Dios tiene compasión de nuestra ignorancia y recibe nuestra petición con bondad. Entonces sea el Señor tu delicia, y Él te dará lo que pide tu corazón (Sal 36, 4)». Nuestra petición nunca viene de vacío.

XIX. EN LAS ORILLAS DEL LAGO

1. LA TEMPESTAD CALMADA

Mc 4, 35-41

Los tres sinópticos cuentan el grandioso episodio de la tempestad calmada, pero es san Marcos quien nos ha transmitido una descripción más detallada y dramática. Su relato está lleno de los recuerdos de Pedro. Nunca olvidaría el apóstol aquella noche.

Tuvo lugar -el evangelista lo dice expresamente- en la tarde de aquella laboriosa y memorable jornada en que Jesús propuso las parábolas del Reino de los Cielos. El Señor fue poco a poco despidiendo a la muchedumbre. Al atardecer les dijo: Crucemos al otro lado del lago, a la ribera oriental: era este un lugar menos habitado y más tranquilo, donde las gentes les dejarían un poco de paz y de descanso. Partieron, pues, advierte san Marcos, tal como se encontraban, es decir, sin ningún preparativo especial. Otras barcas, ocupadas probablemente por discípulos que no habían querido separarse del Maestro, le siguieron por algún tiempo. Como de ellos no se vuelve a hablar en el curso del relato, podemos pensar que fueron dispersados pronto por la tormenta que se avecinaba y buscaron refugio en lugar seguro.

Fatigado de aquel día tan intenso, se recostó Jesús en el fondo de la barca, hacia la parte de popa, apoyada la cabeza sobre un cabezal. San Marcos, que nos ha conservado estos pormenores tan concretos, los conocía sin duda por Pedro, que los guardó para siempre en su memoria. No tardó el Señor en dormirse profundamente. Esta es la única ocasión en que los evangelios hablan de su sueño, y manifiesta sin lugar a dudas la realidad de su naturaleza humana.

Al dejar la orilla, las aguas del lago estaban tranquilas y nada hacía prever la tormenta. Pero los mares interiores, cuando están rodeados de elevadas montañas, se hallan expuestos a huracanes repentinos que levantan en ellos rápidas tempestades. Esto sucede especialmente en el lago de Tiberíades por la profundidad de la cuenca que lo encierra, sobre la cual se lanza el viento con gran violencia 283. Muchos viajeros y peregrinos han notado en ocasiones esta condición del mar de Galilea, tan apacible de ordinario. Comenzaron a levantarse grandes olas, que sacudían la barca, la llenaban de agua y amenazaban romperla o hundirla. Se encontraban en un peligro extremo (Lc). Y entretanto Jesús dormía. Pronto le despertaron los gritos angustiosos de los apóstoles, que creían llegada su última hora. ¡Señor -le decían-, sálvanos, que perecemos!... Maestro, ¿no te importa que perezcamos?... Maestro, Maestro, que perecemos. Estas exclamaciones, recogidas por los distintos evangelistas, fueron pronunciadas probablemente al mismo tiempo; y todas, con ligeras variantes, expresan una misma situación. El lenguaje entrecortado indica ese momento extremo.

Jesús se despertó y se levantó. Amenazó primero al viento y luego se dirigió al mar y le conminó con tono severo: Calla, enmudece. Les reprendió como a seres rebeldes y les ordenó que se calmasen. Y, en efecto, obedecieron enseguida: cesó el viento y las encrespadas olas recobraron la normalidad. Esta última circunstancia era por sí sola un prodigio, pues las aguas del mar necesitan varias horas para calmarse por entero después de una tempestad. Los tres evangelios hacen esta misma observación: Se calmó el viento, y se produjo una gran bonanza. También en sus almas.

Jesús hizo a los Doce este amable reproche: ¿Por qué teméis, hombres de poca fe? ¿Todavía no tenéis fe? Ya tenían algo de fe, pues recurren a Él en el peligro; pero debía de ser aún bastante débil cuando, a pesar de tantas pruebas como Jesús les había dado, no estaban del todo persuadidos de su poder: su presencia era suficiente para preservarlos de todo mal.

A la vista de este singular prodigio se apoderó de ellos ese temor que infunde la presencia de lo sobrenatural. ¿Quién es este -se decían entre sí-, que hasta el viento y el mar le obedecen? Aunque los apóstoles habían contemplado muchos milagros del Maestro, este les causaba mayor admiración por su especial grandiosidad.

El relato de este milagro tuvo una especial resonancia en la primitiva cristiandad, especialmente cuando se levantaron las persecuciones. Parecía que Jesús dormía mientras ellos eran conducidos a la muerte.

Los apóstoles comprendieron más tarde que les tocaría vivir en aguas agitadas y que Jesús estaría siempre en la barca, aparentemente dormido, pero siempre vigilante y lleno de bondad y de poder. Aprendieron -y nos enseñaron- que con Él siempre llegan la paz y la tranquilidad 284.

2. EL ENDEMONIADO DE GERASA

Mc 5, 1-20; Lc 8, 26-39

Pasada la tempestad, llegaron a la otra orilla del lago, a la región de los gerasenos, en tierra de gentiles, en la Decápolis, probablemente entre las poblaciones de Gerasa y Gadara. Buscaba allí Jesús un sitio retirado para descansar un poco con sus discípulos. El suceso es relatado con especial detalle por san Lucas y por san Marcos. San Mateo, como casi siempre, se limita a lo esencial de los hechos y se detiene poco en pormenores.

Nada más llegar a la orilla les salió a su encuentro un endemoniado. Este hombre desde hacía mucho tiempo no llevaba vestido, ni habitaba en casa, sino en los sepulcros (Lc). San Marcos nos dice que nadie podía tenerlo sujeto ni siquiera con cadenas; porque había estado muchas veces atado con grilletes y cadenas, y había roto las cadenas y deshecho los grilletes, y nadie podía dominarlo. Su situación era verdaderamente dramática, pues se pasaba las noches enteras y los días por los sepulcros y por los montes, gritando e hiriéndose con piedras (Mc). Divisó de lejos a Jesús, que acababa de poner pie en tierra, y corrió donde estaba y se postró ante Él y, con gritos y grandes voces, decía: ¿Qué tengo yo que ver contigo, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? Te ruego que no me atormentes (Lc).

San Mateo recoge unas palabras parecidas: ¿Has venido aquí antes de tiempo para atormentarnos? Según los apócrifos judíos y las ideas corrientes acerca de los demonios en aquella época, estos tendrían poder para afligir a la humanidad hasta el día del juicio; entonces serían castigados 285.

Jesús le preguntó su nombre -es la única vez que lo hace- y ellos, los demonios, contestaron: Mi nombre es legión, porque somos muchos. Entonces, Jesús les ordenó que saliesen de aquel hombre, y ellos salieron. Pero le hicieron una súplica sorprendente: que no los expulsara fuera de la región (Mc). San Lucas dice más expresamente: le suplicaban que no les ordenase ir al abismo.

Y san Mateo nos ha dejado escrito que le rogaban así: Si nos expulsas, envíanos a la piara de cerdos, pues había en aquel lugar una gran piara que pacía. Esto nos indica también que nos encontramos en tierras de gentiles, pues el cerdo es animal prohibido para los judíos 286.

Jesús les dejó hacer lo que pedían, y entraron en los cerdos, que se lanzaron inmediatamente, como enloquecidos, por el precipicio hacia el lago. Todos perecieron.

Los porqueros, asustados, echaron a correr y contaron por todas partes lo que había ocurrido. Y vinieron de todos los lugares. Y llegaron junto a Jesús, y vieron al que había estado endemoniado sentado, vestido y en su sano juicio; y se quedaron asustados.

San Marcos nos indica expresamente que eran alrededor de dos mil los cerdos que se ahogaron. Debió de significar una gran pérdida para aquellos gentiles. Quizá fuera el rescate pedido a este pueblo por librar a uno de los suyos del poder del demonio: han perdido unos cerdos, pero han recuperado a un hombre. Sin embargo, sobre estas gentes pesa más el daño temporal que la liberación del endemoniado. En el cambio de un hombre por unos cerdos se inclinan por estos, por los cerdos. Ellos, al ver lo que había pasado, rogaron a Jesús que se marchara de aquellas tierras. Cosa que el Señor hizo enseguida 287.

Jesús fue a visitarles y no supieron comprender quién estaba allí, a pesar de los prodigios que había hecho. Esta fue la mayor necedad de estas gentes: no reconocieron a Jesús. ¡Cómo se hubieran llenado de bienes sus casas y, sobre todo, sus almas!; pero estaban ciegos para los bienes espirituales. Si no hubiera tenido lugar aquella hecatombe de los cerdos, los porqueros probablemente no habrían bajado al pueblo y sus habitantes no se habrían enterado de que Jesús estaba allí, tan cerca. Si aquella mujer que encontrará al Maestro en Cafarnaún -veremos enseguida el relato- no hubiera estado tantos años enferma y malgastado sus bienes en médicos, quizá no se habría acercado a Jesús para tocar la orla de su vestido y no habría oído nunca aquellas palabras consoladoras de Jesús, las más importantes de su vida, que bien valían todos los sufrimientos y los gastos inútiles...

Si estos gentiles hubieran comprendido quién estaba delante de ellos, si hubieran captado el prodigio obrado en aquel hombre que fue redimido del demonio, ¿qué hubiera importado la desgracia económica, si habían conocido a Jesús? Habrían dado gracias por ella y organizado una buena fiesta porque el Maestro estaba con ellos y porque habían recuperado a un hombre de los suyos. Fue la gran oportunidad perdida. Un hombre vale mucho más.

Jesús dio la orden de volver. Ya descansarían en otro lugar. Y, al subir en la barca, el que había estado endemoniado le suplicaba quedarse con Él (Mc). ¡Ahora sí que estaba en su sano juicio! Pero el Señor no se lo permitió: prefirió que volviese a los suyos y contribuyera desde allí a la expansión del nombre de Jesús, difundiendo sus maravillas y sus misericordias. Y aquel hombre se marchó publicando por toda la ciudad lo que Jesús había hecho con él (Lc). San Marcos nos indica que pregonó por toda la Decápolis, un territorio no judío, las maravillas que había realizado Jesús, y todos se admiraban.

Este suceso nos muestra lo que más tarde proclamará san Pedro: Jesús pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el diablo. Y es una prueba más de la llegada del Reino.

3. LA HEMORROÍSA

Mt 9, 20-22; Mc 5, 25-34; Lc 8, 43-48

De aquella región de gentiles, Jesús atravesó el lago y volvió a Cafarnaún. Allí, todos estaban esperándole. Una gran multitud aguardaba con impaciencia su regreso. Muchos le habían visto partir y ahora vigilaban la orilla para recibirle en cuanto se tuviera noticia de su llegada. Algunos habían sufrido la tormenta de la noche anterior.

Llegó el Señor y les atendió una vez más: a uno le impuso las manos, a otro lo bendijo, al de más allá le dirigió unas palabras alentadoras... Pero los evangelistas no se detienen en estos pequeños favores, que muchos recordarían toda su vida, pues narran dos grandes acontecimientos que tuvieron lugar enseguida.

En medio de aquella muchedumbre se presentó un hombre bien conocido por todos, pues era el jefe de la sinagoga. Se llamaba Jairo y tenía una hija de doce años, que estaba a las puertas de la muerte. Ya conocía a Jesús, pues le había invitado en diversas ocasiones a predicar en la sinagoga de aquella ciudad, y le tenía una gran consideración, pues se postró ante él para rogarle que fuera a su casa. Le suplicaba con insistencia, y le decía: Mi hija está en las últimas. Ven, impón tus manos sobre ella para que se salve y viva. Era su única hija (Lc). Jesús es ya su última esperanza. Jairo habría visto los milagros realizados en Cafarnaún y también ha escuchado su doctrina; quizá es incluso un discípulo de Jesús. En Él ha puesto toda su confianza.

El Señor atendió con prontitud al jefe de la sinagoga y se dirigió enseguida a su casa, acompañado de sus discípulos. También la muchedumbre emprendió el mismo camino, de tal manera que en aquellas estrechas calles le apretujaban por todas partes (Mc).

Mientras caminaba con dificultad a causa de la multitud, se acercó una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años. Esta mujer había gastado su fortuna de médico en médico sin lograr nada. Antes al contrario, iba de mal en peor. Ella también le espera impaciente, llena de fe y de esperanza; ha oído que muchos habían curado con solo rozarle. De hecho, así lo dice san Marcos en diversas ocasiones, al resumir la actividad de Jesús: salía de Él una virtud que sanaba a todos. Ella pensaba, y así lo haría público cuando contara su curación: Si pudiera tocar, aunque solo fuera su manto, quedaré sana (Mc). Y tal cual lo hizo: se abrió paso como pudo a través de la multitud y tocó su vestido (Mc). San Lucas precisa un poco más: tocó la orla de su manto (Lc). No logró más, pero fue suficiente. Esta acción en medio de la gente era insólita para una mujer en aquellos tiempos.

Y en aquel instante se sintió completamente sana. No la curó el manto, ¡la curó Jesús!, que había observado todos sus movimientos, y también la fe de su corazón.

El Señor, con buen humor y echando una mirada a su alrededor, preguntó: ¿Quién me ha tocado? Y Pedro, que desconocía a qué se refería Jesús, dijo: Maestro, todo el mundo te oprime y te sofoca... Pero Él miraba a su alrededor para ver a la que había curado. San Marcos nos dice que la mujer estaba asustada y temblorosa. En buena parte por la gracia que había experimentado en su cuerpo y, también, por verse convertida en el centro de atención de toda la multitud y de Jesús mismo. Entonces, se acercó, se postró ante él y le confesó toda la verdad (Mc). Es decir, descubrió su enfermedad, que era secreta para la mayoría y constituía, además, una impureza legal; también puso de manifiesto su fe y afán por tocar a Jesús, y finalmente cómo se había sentido curada al tocar el manto 288. El Señor la acogió con toda benevolencia y le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu dolencia. Y ella se marchó más contenta que unas castañuelas. Se fue con su cuerpo sano y con la amistad de Jesús, de la que sería una fiel discípula.

El apócrifo Evangelio de Nicodemo atribuye a esta mujer el nombre de Verónica, y nos la muestra compareciendo en el tribunal de Pilato en el momento de la Pasión para declarar en favor de Jesús; pero esta noticia no tiene un fundamento histórico serio. Esta mujer, Verónica, sería también quien enjugara el rostro de Jesús camino del Calvario, como relata una antigua tradición.

La historia de la mujer curada, llamada muchas veces la hemorroísa, fue muy celebrada por los cristianos de los primeros siglos, como se desprende del testimonio de Eusebio de Cesarea 289. Según una tradición que se remonta al siglo iv, esta mujer era pagana y natural de Cesarea de Filipo. Hizo levantar en el jardín de su casa una estatua en la que estaba representada la escena del milagro, donde está ella postrada a los pies de Cristo. Eusebio atestigua haber visto estas figuras.

4. LA HIJA DE JAIRO

Mt 9, 18-26; Mc 5, 21-43; Lc 8, 40-56

Aún estaba Jesús hablando cuando vinieron de casa de la niña, anunciando que esta había muerto. Debió de ser un golpe durísimo para Jairo. Pensó que había llegado tarde. Pero Jesús nunca llega tarde; se dirigió enseguida a él y le dijo: No temas, tan solo ten fe (Mc). Siguieron el camino, pero no permitió que nadie le siguiera dentro de la casa, excepto Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago 290. Cuando llegaron se encontraron la casa abarrotada de gente y mucho alboroto de los que lloraban la muerte de la niña, y sobre todo los gritos de las plañideras, presentes en los duelos. San Mateo hace mención de los músicos fúnebres, que ya estaban avisados dado lo inminente de la muerte que se esperaba.

Jesús, al entrar, quiso poner un poco de paz y serenidad. Y dijo: ¿Por qué alborotáis y estáis llorando? La niña no ha muerto, sino que duerme, dijo en tono normal en medio de aquel ambiente de tristeza. Pero aquellas gentes sabían que la niña estaba bien muerta; por eso, se reían de él 291. Jesús hizo entonces salir a todos, y tomó consigo al padre, a la madre y a los tres discípulos que le acompañaban, y entró donde estaba la niña. Tomó de la mano a la pequeña y le dijo: Talita qum. San Marcos ha querido dejarnos estas palabras en arameo, el dialecto arameo que se hablaba entonces, que significan: Niña, a ti te digo, levántate. Y la joven se levantó con tanta facilidad como si hubiera tenido un buen sueño, y se puso a andar. Jesús se mostró una vez más dueño absoluto de la vida y de la muerte.

El Señor ordenó que dieran de comer a la niña, para que todos reconocieran que no solo había vuelto a la vida, sino que estaba completamente curada. Y recomendó a continuación a los padres que nada dijeran de lo sucedido. Se refería a los primeros instantes, pues no era posible guardar el secreto cuando en la calle había, esperando el resultado de la visita del Maestro, una gran muchedumbre que posiblemente había ido en aumento. Pero deseaba Jesús tener, por lo menos, tiempo para retirarse tranquilamente y evitar clamorosas manifestaciones. Pero es imposible poner puertas al mar, y poco más tarde corrió esta noticia por toda aquella región (Mt).

Los padres quedaron llenos de alegría y de agradecimiento. Cuando se redactaron los primeros evangelios es muy posible que aún viviera esta niña de Cafarnaún.

5. CURACIÓN DE DOS CIEGOS

Mt 9, 27-31

Cuando se retiraba de la casa de Jairo y volvía al lugar donde se alojaba, la casa de Pedro, le siguieron dos ciegos y, a gritos, le decían: Ten piedad de nosotros, Hijo de David. Era este el título mesiánico más conocido y popular. Por eso, estos gritos debieron de molestar profundamente a los fariseos. Eran un acto de fe explícita y pública que bien merecía ser escuchado. Con todo, Jesús continuó su camino.

La ceguera era un mal que abundaba en Palestina.

Y se debía en buena parte a infecciones adquiridas en el parto o en los primeros meses de vida por las malas condiciones de higiene. Por eso son numerosos los ciegos que aparecen en el evangelio buscando curación. Y, de la misma manera que la ceguera era símbolo de las tinieblas espirituales y del endurecimiento interior, las curaciones de ciegos obradas por Jesús son signos de la llegada del Mesías (Mt).

Cuando Jesús entró en la casa, los ciegos que le habían seguido renovaron su petición. Jesús les dijo: ¿Creéis que puedo hacer eso? ¿Creéis que puedo devolveros la vista? Ellos respondieron que sí, que podía hacerlo. Entonces el Señor tocó sus ojos, mientras les decía: Según vuestra fe así os suceda. Debían de tener bastante fe, pues en aquel mismo instante recobraron ambos la vista. También a estos, y con tono severo, ordenó Jesús al despedirlos que no divulgasen el milagro. Pero, como tantos otros, no tuvieron ánimo para callar la maravilla que les había sucedido y, apenas salieron, comenzaron a publicar por toda la región el beneficio recibido de aquel a quien habían proclamado como Mesías 292.

6. CURACIÓN DE UN MUDO ENDEMONIADO

Mt 9, 32-33

Poco después, quizá la misma tarde, le trajeron a un poseso mudo. La mudez no provenía solo de un defecto físico, sino, en algún caso, de una verdadera posesión diabólica. El Señor expulsó al demonio y habló el mudo 293. San Mateo nos dice enseguida la impresión tan distinta que produjo en el pueblo sencillo y en los fariseos. La muchedumbre quedó una vez más asombrada ante este prodigio, y exclamaba: Jamás se ha visto cosa igual en Israel. Pero los fariseos, llevados por la envidia, intentaron de nuevo desvirtuar los hechos y dar al suceso una interpretación tendenciosa y llena de malicia: En virtud del príncipe de los demonios arroja a los demonios, decían. No pudiendo negar la realidad del milagro, se esforzaban por tergiversar los hechos y lo atribuían al demonio, como ya lo habían intentado en otras ocasiones. Era un modo solapado de insinuar la idea de que el Señor estaba al servicio de Satanás, pues contaba con su ayuda para realizar estas obras portentosas. Parece, con todo, que no se atrevieron a reiterar esta calumnia tremenda delante de Jesús, sino ante las masas que habían presenciado el milagro.

XX. VUELVE A JERUSALÉN

Jesús decidió entonces dirigirse a Jerusalén, y pasaba enseñando por aldeas y ciudades. Se dirige probablemente a la fiesta de los Tabernáculos, que duraba ocho días 294. Esta fiesta tenía lugar en septiembre; parece que Jesús no ha subido a la ciudad santa desde Pentecostés, en los meses de mayo o junio.

1. EN NAZARET

Mt 13, 53-58; Mc 6, 1-6; Lc 4, 16-30

Dejó Jesús las orillas del lago y, acompañado de sus discípulos, recorrió los treinta kilómetros largos que separan Cafarnaún de Nazaret, a la que los evangelistas (Mt y Mc) llaman aquí su patria, porque en ella se había criado y allí había pasado la mayor parte de su vida. Es la segunda visita a su pueblo 295. Anteriormente venía de Judea. Ahora lleva el camino inverso, pues se dirige a la ciudad santa. Los ánimos de los habitantes de Nazaret han cambiado notablemente.

El primer sábado después de su llegada volvió a hablar en la sinagoga y, como en otro tiempo, impresionó vivamente a sus paisanos por la fuerza de su predicación. No será esta, sin embargo, una enseñanza aceptada pacíficamente como la vez anterior. Muchos se dejaron arrastrar por estrechos prejuicios. San Marcos, que cita con más detalle sus conversaciones, nos relata la viva discusión que tuvo lugar entre ellos. Se preguntaban con admiración, pero también con desconfianza: ¿De dónde sabe este estas cosas? ¿Y qué sabiduría es la que se le ha dado y estos milagros que se hacen por sus manos?

Reconocían, pues, en Jesús a un gran rabbí capaz de obrar milagros portentosos, y se sentían orgullosos de ello. Su sabiduría y sus prodigios, de los que habían recibido muchas noticias, eran tan evidentes que no era posible negar su realidad. Pero pesan más en su ánimo los años de normalidad que Jesús ha pasado con ellos, sin hacer nada extraordinario. Y se cierran a la posibilidad de ver algo más en Él. Por eso se preguntaban y hablaban entre sí: ¿No es este el artesano, el hijo de María, y hermano de Santiago y de José y de Judas y de Simón? ¿Y sus hermanas no viven aquí entre nosotros?

La conclusión de tales reflexiones era esta: se escandalizaban de él. En vez de concluir -y pruebas tenían para ello- que Jesús había recibido del cielo una sabiduría y un poder extraordinarios, se cierran a esta posibilidad que se manifestaba como evidente.

Al no hacerse la menor referencia a José, hemos de suponer que ya hacía bastante tiempo de su muerte.

Ellos se escandalizaban de Él, observan san Marcos y san Lucas. Fueron víctimas de su propia incredulidad, pues ella impidió que Jesús hiciese en Nazaret las admirables curaciones que había realizado en otros lugares; y quedó asombrado de su falta de fe (Mc). Y Jesús, pensando en voz alta, les dijo; Sin duda me aplicaréis aquel proverbio: Médico, cúrate a ti mismo. Cuanto hemos oído que has hecho en Cafarnaún, hazlo también aquí en tu patria.

Y viendo los rostros y las miradas de poca aceptación, de rechazo más bien, añadió: En verdad os digo que ningún profeta es bien recibido en su patria.

No se sintió bien acogido esta vez por los suyos. Quieren ver prodigios, sin aceptar su Persona. Pero el Señor no accedió a satisfacer esas vanidades y no hizo ningún prodigio, siguiendo su modo habitual de proceder. No es suficiente ser del mismo pueblo o ser pariente de Jesús; es precisa la fe, al menos la buena voluntad previa a la fe. Por eso les puso unos ejemplos tomados del Libro de los Reyes 296. Hizo referencia a la viuda de Sarepta, a la que Elías alimentó de un modo milagroso en una época de hambre; y a Naamán de Siria, curado de su lepra por Elíseo. Los dos eran extranjeros.

Nos dice a continuación san Lucas que todos en la sinagoga se llenaron de ira. Es más, se levantaron, le echaron fuera de la ciudad, y lo llevaron hasta la cima del monte sobre el que estaba edificada su ciudad para despeñarle 297. Pero él, pasando en medio de ellos, seguía su camino. La serenidad de Jesús bastó para imponerse.

Se marchó del pueblo en el que había pasado tantos días llenos de felicidad. Fue una jornada triste para Él.

San Marcos nos dice que curó solo a algunos enfermos de la ciudad, imponiéndoles las manos. Estas curaciones debieron de tener lugar antes de la escena de la sinagoga, sin publicidad alguna.

2. LOS QUE SE SALVAN

Mt 7, 13-14; Lc 13, 23-30

Mientras caminaban, uno le preguntó: Señor, ¿son pocos los que se salvan? (Lc).

Era esta una cuestión que inquietaba a los judíos del tiempo de Jesús. Los rabinos enseñaban que todo el pueblo de Israel por el mero hecho de serlo se salvaría. Se exceptuaba un número ínfimo de personas por delitos gravísimos. La puerta para Israel estaba abierta, y era bastante ancha. La bienaventuranza no dependería tanto del comportamiento moral del individuo como de la pertenencia al pueblo elegido.

El Señor no contesta acerca del número de los que se salvan, sino del cómo: esforzaos para entrar por la puerta angosta...El Cielo está abierto a todos, de cualquier pueblo, de cualquier raza, pues, como dirá san Pablo más tarde, Dios quiere que todos los hombres se salven, pero será necesaria la correspondencia personal, el esforzarse por entrar... Y vendrán de Oriente y de Occidente y del Norte y del Sur, de todas partes, y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios.

Hay últimos (los últimos en relación a los judíos eran los gentiles) que serán primeros, y primeros que serán últimos.

3. AMENAZAS DE HERODES

Lc 13, 31-33

Se encuentra aún el Señor en el territorio de Heredes. Es posible que haya bajado a la Perea, región que también estaba bajo el dominio del tetrarca. Unos fariseos se le acercaron para advertirle: Sal y aléjate de aquí, porque Herodes te quiere matar. Es probable que la intención de Herodes no llegara a tanto, pues en la misma muerte de Juan se verá forzado por las circunstancias. Quizá se tratara de una argucia de los mismos fariseos para que dejara aquellas tierras. No parece muy sincero este aviso; no le estimaban tanto. La presencia de Jesús en sus zonas de influencia no hacía sino desprestigiarlos ante sus discípulos. De todas formas, Jesús contestó: Id a decir a ese zorro: he aquí que expulso demonios y realizo curaciones hoy y mañana, y al tercer día acabo.El seguirá su camino a pesar de las amenazas.

4. EN JERUSALÉN

Mt 23, 37-39; Lc 13, 34-35

Jesús había llegado a la ciudad santa y, quizá desde el monte de los Olivos, la contemplaba. Siente por ella una gran pena: ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados; cuántas veces he querido reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste!

La repetición del nombre indica afecto y amor despreciado. Siempre rechazó a los enviados de Dios y despreció sus cuidados amorosos, semejantes al refugio que las alas de la gallina proporcionan a sus polluelos. Más adelante, en otra ocasión, Jesús llorará sobre la ciudad.

Vuestra casa va a quedar desierta..., vuestra ciudad quedará abandonada de Dios a su propia suerte. La destrucción del Templo y de la misma ciudad pondría de manifiesto este abandono de Dios. Un siglo más tarde, la nueva ciudad edificada por los romanos sobre gran parte de Jerusalén, la Aelia Capitolina, sería una ciudad pagana, incluso prohibida a los judíos 298.

5. CON MOTIVO DE UN BANQUETE

Lc 14, 1-6

Algunos sábados Jesús enseñaba en las sinagogas, y era costumbre invitar a comer al que había intervenido en la explicación de la Escritura.

Uno de los principales fariseos invitó a Jesús a comer un sábado. Pudo ser en Jerusalén, en Betania o en alguna ciudad importante en el viaje de vuelta. En la sala se encontraba un hidrópico. No sabemos si era un familiar, un amigo o un curioso. El enfermo no dice nada, no pide nada, simplemente está delante del Médico que podría curarlo. Jesús advierte que le están observando para ver cómo reacciona. Por eso se dirigió a los doctores de la Ley y a los fariseos allí presentes y les preguntó si era lícito curar en sábado. Ellos callaron. Nadie quería comprometerse.

Jesús curó al hidrópico y lo despidió.

Él sabía que aquella curación no había sido del agrado de los comensales, pues, según ellos, quebrantaba el descanso del sábado. Por eso, se propuso hacerles reflexionar: ¿Quién de vosotros, si se le cae al pozo un hijo o un buey, no lo saca enseguida en día de sábado?

Y no pudieron responderle a esto. ¿Qué iban a decir? ¿Quién no iba a salvar al hijo o incluso al buey, aunque fuera sábado? La misericordia no quebranta el sábado. Era algo de sentido común; aquel enfermo también era hijo de Dios y estaba atrapado por la enfermedad.

Jesús actúa sin importarle los pensamientos y las murmuraciones de estos fariseos. Una vez más muestra la unidad y firmeza que refleja su vida. Jamás le vemos vacilar. Los discípulos de la primera hora, los cristianos de siempre, actuaron con esa valentía propia de quien tiene un fundamento firme. Para el Señor lo cómodo hubiera sido esperar otra situación, otro día de la semana...

6. LOS MEJORES PUESTOS

Lc 14, 7-11

Jesús había visto cómo los invitados habían ido eligiendo los primeros puestos, pues los escribas y doctores eran muy celosos del lugar que ocupaban en una comida de gala. E-l puesto expresaba la categoría, y ninguno estaba dispuesto a ser menos. Cada uno se consideraba a sí mismo muy importante. A veces, la colocación de los comensales era un verdadero problema para el anfitrión, que había de hilar muy fino para no molestar a ninguno de ellos. Cuando no existía un lugar previamente señalado, cada comensal procuraba situarse lo mejor posible, cerca del dueño de la casa o del invitado principal.

Jesús se situaría en un lugar discreto o donde le indicó el dueño. El sube estar. Desde allí observó el extraño desasosiego entre los invitados en busca de los puestos de más honor. A raíz de esta situación, les dio un consejo. Puede ocurrir, les dice, que entre los invitados haya uno de más honor. Si corres a ocupar el primer puesto, puede suceder que, lleno de vergüenza, tengas que dejarle el sitio y ocupar el último. Por eso, cuando seas invitado, ve a sentarte en el último lugar, para que cuando llegue el que te invitó te diga: amigo, sube más arriba.

Jesús se sirve de las actitudes que observa entre los asistentes al banquete para insistir una vez más en la humildad. En el banquete del Cielo es Dios quien asigna el lugar, de acuerdo con la verdadera importancia que cada hombre tiene ante Él, con la santidad y el amor de cada uno.

El dueño de la casa había invitado a personas de relieve: doctores de la Ley y fariseos importantes. El mismo era jefe de fariseos. Era normal que una invitación se pagara más tarde con otra del mismo rango. Todo quedaba compensado. Jesús hablará ahora del dar sin esperar recompensa, por amor. Por eso, cuando des un banquete, llama a pobres, a tullidos, a cojos y a ciegos; y serás bienaventurado, porque no tienen para corresponderte. Y Dios te pagará con creces.

7. PARÁBOLA DE LA GRAN CENA

Mt 22, 1-14; Lc 14, 15-24

Con referencia a las últimas palabras del Señor, uno de los comensales exclamó: Bienaventurado el que coma el pan en el Reino de Dios.

Jesús tomó la palabra y respondió: Un hombre daba una gran cena, e invitó a muchos 299. La imagen del banquete era conocida por todos y había sido utilizada con frecuencia por los profetas, quienes se habían referido con esta comparación a la abundancia de bienes que llegarían con el Mesías.

Ante la exclamación del comensal, el Señor señalará aquí la poca estima de los bienes que ya habían llegado, pues todos los invitados presentaron alguna excusa para no acudir al banquete: uno tenía que ver la finca que había comprado, otro debía probar una yunta de bueyes, otro había contraído matrimonio... Si se quiere, siempre es posible encontrar alguna excusa ante la invitación del Maestro.

Entre los judíos existía una invitación previa y luego otra más inmediata cuando ya estaba todo preparado. Aquí se trata ya de esta última: el Mesías, con abundancia de bienes, ha llegado; pero no ha sido aceptado por las clases dirigentes de Israel.

Entonces, este hombre rico envió a su siervo para decir que la puerta del banquete estaba abierta para todos. Dios quiere que se llene su casa: Sal ahora mismo a las plazas y calles de la ciudad y trae aquí a los pobres, a los tullidos, a los ciegos y a los cojos. Y el criado dijo: Señor, se ha hecho lo que mandaste, y todavía hay sitio. Entonces dijo el señor a su criado: Sal a los caminos y a los cercados y obliga a entrar, para que se llene mi casa.

8. CONDICIONES PARA SEGUIR A JESÚS

Lc 14, 25-35

Se puso de nuevo Jesús en camino, y san Lucas dice que le seguía mucha gente. Se volvió a todos y, con un giro muy hebreo, les dijo: Si alguno viene a mí y no odia a su padre y a su madre y ala esposa y a los hijos y a los hermanos y a las hermanas, hasta su propia vida, no puede ser mi discípulo.

Odiar aquí es preferir menos; quizá algo más. Jesús, que estima como nadie el cuarto mandamiento, se constituye en el centro de todos los afectos del discípulo. Él es el punto de referencia; solo quien es capaz de anteponer el amor a Cristo a todos los demás valores humanos, sacrificando hasta la propia vida por Él, puede seguirle de verdad. Y sus discípulos recuperan, elevados y purificados en Él, todos los valores humanos, los familiares también.

Y añadió el Señor: Él que no toma su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo.

Tomar la cruz, cargar con la cruz, es frase antigua muy usada para simbolizar el sacrificio y la entrega de la propia vida. El Maestro no pide la renuncia a cosas más o menos importantes, sino algo de más valor: la renuncia a uno mismo, entregar el propio yo.

Además, para emprender el seguimiento de Jesús es necesario valorarlo detenidamente, con seriedad, y poner los medios oportunos, como el que realiza una gran empresa 300. Ser discípulo de Cristo es la suprema tarea que se puede acometer. Y para llevarla a término es precisa la libertad interior frente a los bienes materiales. Todo debe pasar a segundo término cuando se trata de ir tras el Maestro. Así pues -concluye el Señor-, cualquiera de vosotros que no renuncia a todos sus bienes no puede ser mi discípulo.

9. PARÁBOLAS DE LA MISERICORDIA DIVINA

Lc 15, 1-2

Acudían a Jesús todos los publícanos y pecadores para oírle. Por eso, los escribas y los fariseos murmuraban entre ellos y decían: Este recibe a los pecadores y come con ellos. Algunos rabinos enseñaban que el hombre no debe relacionarse con el impío ni para enseñarle la ley, y también que el pecador no es objeto de ningún modo del amor de Dios mientras no se convierta. Los pecadores, sin embargo, se encontraban bien con el Señor, y el Señor con ellos.

La batalla de Jesús contra el pecado y contra sus raíces más profundas no le separa del pecador. Muy al contrario, le aproxima a los hombres, a cada hombre. En su vida terrena Jesús solía mostrarse particularmente cercano de quienes, a los ojos de los demás, pasaban por alejados de Dios y de la Ley. Así nos lo muestra el evangelio en muchos pasajes; hasta tal punto que sus enemigos le dieron el título de amigo de publícanos y de pecadores. El Señor debió de sonreír al escucharlo por vez primera. No le pareció mal; a Mateo, que había sido publicano, tampoco.

La vida de Jesús es un constante acercamiento a quien necesita la salud del alma. Sale a buscar a los que precisan ayuda, como Zaqueo, en cuya casa Él mismo se invitó: Baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa, le dice. El Señor no se aleja; por el contrario, busca a los más distanciados. Por eso acepta las invitaciones y aprovecha las circunstancias de la vida social para estar con quienes no parecían tener puestas sus esperanzas en el Reino de Dios. San Marcos nos indica cómo, después del llamamiento de Mateo, muchos publícanos y pecadores estaban a la mesa con Jesús y con sus discípulos. Y, cuando los fariseos murmuran de esta actitud, Jesús responde: No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos... Aquí, sentado con estos hombres que parecen distanciados de Dios, se muestra Jesús entrañablemente humano. De ningún modo se aparta de ellos. La manifestación suprema de este amor por quienes se encuentran en una situación más apurada tendrá lugar en el momento de dar su vida por todos en el Calvario. Pero, en este largo recorrido hasta la cruz, su existencia es una manifestación continua de interés por cada uno, que se expresa en estas palabras inefables: El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir... A servir a todos: a quienes tienen buena voluntad y están más preparados para recibir la doctrina del Reino, y a quienes parecen endurecidos para la palabra divina.

Jesús nos dice a través de tres parábolas que Dios no abandona al pecador ni aun durante su vida mala; por el contrario, trabaja incansablemente para que vuelva a su seno. El pecador sigue pesando mucho en la balanza paternal de Dios.

La enseñanza y la estructura de estas tres parábolas es muy semejante: algo que se extravía (una oveja, una moneda, un hijo), que es encontrado después de una intensa búsqueda o de una impaciente espera, y la alegría que produce hallar lo perdido. Jesús responde así a las críticas de los escribas y de los fariseos. En las tres, más que la pérdida, se resalta la alegría de recuperar lo extraviado. Y lo que más interesa no es la historia de la oveja, de la moneda o del hijo, sino la actitud gozosa del pastor, de la mujer y del padre. En estos tres personajes está representado Dios y su alegría incontenible cuando vuelve un pecador a su seno. La tres parábolas nos revelan el corazón misericordioso de Dios 301. Todos los detalles se orientan a este fin.

10. LA OVEJA PERDIDA

Mt 18, 12-14; Lc 15, 3-7

¿Quién de vosotros, si tiene cien ovejas y pierde una, no deja las noventa y nueve en el campo y va en busca de la que se perdió hasta encontrarla?

En el mundo de las almas nadie se preocupaba por el descaminado. Se daba por perdido al perdido. Y para los fariseos formaban estos un número mucho mayor que quienes permanecían en el redil.

Este pastor que pierde una oveja es a la vez el dueño. El guarda personalmente el rebaño, toda su hacienda, y no tiene un siervo que le sustituya. Es tanto el interés por una sola oveja que deja las noventa y nueve restantes para ir a buscarla.

Cuando la halla la pone sobre sus hombros gozoso, y le otorga cuidados del todo especiales. Y es tanta su alegría que necesita convocar a los amigos y vecinos: Alegraos conmigo, porque he encontrado la oveja que se me perdió. Y concluye el Señor resaltando la alegría en el cielo por un pecador que se convierte 302.

Este es el núcleo fundamental de la parábola.

Se entiende bien que la figura de Jesús, buen Pastor, con la oveja al hombro fuera el tema predilecto del arte cristiano en los primeros siglos en los sarcófagos, mosaicos, lámparas, medallas...

11. LA DRACMA

Lc 15, 8-10

O ¿qué mujer, si tiene diez dracmas y pierde una, no enciende una luz y barre la casa y busca cuidadosamente hasta encontrarla? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y vecinas diciéndoles: Alegraos conmigo, porque he encontrado la dracma que se me perdió. Así, os digo, hay alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente.

Solo posee diez monedas; si hubiera tenido, por ejemplo, cien, la pérdida hubiera sido menos sensible; casi no habría tenido importancia aquel extravío. El valor de la dracma era algo superior al de un jornal diario de un trabajador 303. La parábola resalta el interés y los medios que pone la mujer para encontrarla: enciende una luz, barre la casa y busca cuidadosamente 304; y su alegría contagiosa al encontrarla. Es la alegría de Dios por la vuelta de alguien que se encontraba fuera de su alcance.

12. EL HIJO PRÓDIGO

Lc 15, 11-32

Un hombre tenía dos hijos; el más joven de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de la herencia que me corresponde. Y les repartió los bienes. No muchos días después, el hijo más joven, reuniéndolo todo, se fue a un país lejano.

El hijo menor quiere ser feliz a su modo, por su cuenta, sin contar con su padre, y por eso lo abandona y se marcha a un país lejano. Para el judío, un país lejano era la tierra de gentiles y paganos. El padre no quiso retenerlo a la fuerza.

El amor tiene por condición la libertad, es la renovación continua de ese don, el más grande. Dios hizo al hombre libre porque quería ser amado por él, pues sin libertad no hay amor. Y el hombre puede decir a su Padre Dios, permanecer con Él en su casa, y puede marcharse a un país remoto, lejos de Él, viviendo de una manera indigna de su condición. Este hijo desciende muy bajo; su pecado consistió al mismo tiempo en la marcha de la casa paterna y en su deseo de una vida de placeres, la doble causa que le lleva a una profunda miseria 305.

Malgastó allí su fortuna viviendo lujuriosamente. Después de gastar todo, hubo una gran hambre en aquella región y él empezó a pasar necesidad.

Aquel que un día, al salir de casa, se las prometía muy felices fuera de los límites de la hacienda, pronto empezó a pasar necesidad. La satisfacción se acabó pronto. Vino enseguida la soledad y la indignidad 306: tuvo que dedicarse a guardar cerdos, la peor de las humillaciones para un judío 307. El extranjero al que se acoge resultó un duro señor que ni siquiera le permitía saciarse con las algarrobas que comían los cerdos. Buscaba conquistar la libertad más plena y en realidad quedó sometido a un duro tirano. La libertad está ligada al amor y no al pecado. En verdad, en verdad os digo, quien comete pecado, esclavo es del pecado (Jn), dirá el Señor en otra ocasión.

El profeta Jeremías pone estas palabras en boca de Dios con referencia a ese inútil intento de buscar la felicidad fuera de Él: Pasmaos, cielos, de esto y horrorizaos sobremanera... Un doble crimen ha cometido mi pueblo: dejarme a mí, fuente de agua viva, para ir a excavarse cisternas agrietadas, incapaces de retener el agua.

El hijo, lejos de la casa paterna, siente hambre. Y su miseria no parece tener fin. Entonces, volviendo en sí, recapacitando, se decidió a iniciar el camino de retorno. Pensó de nuevo las cosas. Así comienza también toda conversión, todo arrepentimiento: volviendo en sí, haciendo un parón, considerando a dónde le ha llevado su mala aventura desde que salió de la casa paterna hasta la lamentable situación en que ahora se encuentra.

Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre.

Desandar lo andado... Volver... El hijo continúa añorando el bienestar que tienen los siervos en la casa de su padre, y poco a poco cobran fuerza en su alma otros sentimientos: el calor del hogar, el recuerdo insistente del rostro de su padre, el cariño filial. El dolor se vuelve más noble, y más sincera aquella frase preparada: Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros.

Es el padre, y no tanto el hijo, el personaje central de todo el relato. Cuando aún estaba lejos, lo vio su padre y se compadeció; y, corriendo a su encuentro, se le echó al cuello y lo cubrió de besos. ¡Le esperaba desde la misma tarde en que se marchó! ¡Todos los días salía para atisbar en la lejanía la figura de su hijo! Su felicidad no conoce límites; sus palabras desbordan un gozo incontenible: Pronto, sacad el mejor traje y vestidlo, ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y matadlo, y vamos a celebrarlo con un banquete; porque este mi hijo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado. Y se pusieron a celebrarlo. El mejor traje lo constituye en huésped de honor 308; con el anillo le es devuelto el poder de sellar, la autoridad, todos los derechos; las sandalias le declaran hombre libre.

Todo manifiesta la alegría y la magnanimidad de Dios Padre cuando vuelven sus hijos al hogar paterno.

Cuando la parábola parece haber terminado surge un nuevo personaje: el hijo mayor. Esta continuación del relato cuadra muy bien con la parábola y con el ambiente histórico de aquel momento. Este hermano se encontraba en el campo. Al volver y acercarse a casa oyó la música y los cantos; le explicaron que había llegado el pequeño y la fiesta que su padre había organizado. Tu padre -le dicen- ha matado el ternero cebado por haberle recobrado sano.El hermano se indignó y no quería entrar, pero su padre salió a convencerlo.El expuso sus viejos agravios ocultos: Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos. Pero, en cuanto ha venido este hijo tuyo que devoró tu fortuna con meretrices, has hecho matar para él el ternero cebado.

El corazón del padre está muy por encima de los sentimientos del hijo. El padre tiene más motivos para estar enfadado con el pequeño... pero su corazón tiene otras razones: Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo; pero había que celebrarlo y alegrarse 309, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido encontrado 310.

El hijo mayor también estaba lejos del padre.

Los pecadores que escuchaban al Señor se fueron especialmente contentos y reconfortados a sus casas, con deseos de volver a la casa paterna. Entendieron bien lo que el Maestro quería decir en la parábola.

13. EL MAL RICO Y LÁZARO

Lc 16, 19-31

El Señor describe en una nueva parábola a un hombre que no supo sacar provecho de sus bienes. En vez de ganarse con ellos el Cielo, lo perdió para siempre. Se trata de un hombre rico que vestía de púrpura y lino finísimo, y cada día celebraba espléndidos banquetes. Muy cerca de él, a su puerta, estaba echado un mendigo, Lázaro 311, cubierto de llagas, deseando saciarse de lo que caía de la mesa del rico. Y hasta los perros le lamían sus llagas 312.

La descripción tiene fuertes contrastes: gran abundancia en uno, extrema necesidad en el otro. De los bienes en sí nada se dice; se habla de su empleo: vestidos extremadamente lujosos y banquetes frecuentes. A Lázaro ni siquiera le llegaban las sobras.

Los bienes del rico no habían sido adquiridos de modo fraudulento; ni este tiene la culpa de la pobreza de Lázaro, al menos directamente: no se aprovechó de su miseria para explotarlo. Tiene, sin embargo, un marcado sentido egoísta y hedonista de la vida y de los bienes: se banqueteaba. Vive para sí, como si Dios no existiera y Lázaro tampoco. Ha olvidado algo que Jesús recuerda con frecuencia: el hombre no es dueño de los bienes que posee, solo es administrador. Dame cuenta de tu administración..., dirá al siervo infiel, que había sido denunciado porque derrochaba los bienes de su señor. Esta será la demanda que oirá cada hombre al fin de sus días.

Este hombre rico vivía a sus anchas en la abundancia; no estaba contra Dios ni tampoco oprimía al pobre. Únicamente estaba ciego para ver a quien le necesitaba. Vivía para sí, lo mejor posible. Su pecado consistió en que tan ocupado estaba de sí mismo que no vio a Lázaro, a quien hubiera podido hacer feliz con muy poco de lo que poseía 313. También para esto había recibido las riquezas. No utilizó los bienes conforme al querer de Dios. No supo compartir 314.

La muerte llegó para el pobre y el rico. Los ángeles llevaron al pobre al lugar de los justos; el mal rico fue a parar al infierno. Desde allí le fue permitido hacer a Abrahán una petición 315:

Padre Abrahán, ten piedad de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en estas llamas.

Pero pedía un imposible: había entre ellos una distancia insalvable. Además le recordó Abrahán que él había recibido bienes, que disfrutó a placer, mientras que Lázaro solo tuvo males. Ahora cada uno recibía lo que había merecido. Con todo, el rico pudo hacer otra petición:

Te ruego entonces, padre, que le envíes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos, para que les advierta y no vengan también a este lugar de tormentos.

Se veía que el mal uso de los bienes era un mal de familia. Pero Abrahán le respondió que pedía un nuevo imposible, pues ya tenían a Moisés y a los profetas. ¡Que los oigan a ellos! Pero el rico volvió a insistir en que, si algún muerto resucitara y se les apareciera, se convertirían. Y Abrahán le dijo: Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán aunque uno de los muertos resucite.

Más tarde, cuando Jesús resucitó a Lázaro, algunos de los presentes, en vez de convertirse al ver salir un muerto de la sepultura, se fueron a ver a los fariseos para denunciarlo. Poco después el mismo san Juan comenta acerca de la incredulidad judía: aunque había hecho Jesús tantos milagros delante de ellos, no creían en él (Jn). Si no hay rectitud y buenas disposiciones, de poco valdrán los mayores prodigios y apariciones 316.

14. HERODES. EL MARTIRIO DE JUAN

Mt 14, 1-12; Mc 6, 14-29

La fama de Jesús se había extendido por todas partes y llegó al mismo palacio de Herodes. Esto era normal, pues la ciudad de Tiberíades, donde residía con frecuencia el tetrarca de Galilea y de Perea, se encontraba solo a once kilómetros al sur de Cafarnaún y a veinticuatro al noreste de Nazaret 317. Herodes ya había oído hablar de Jesús, pero ahora tenía un motivo especial para hacerse eco de lo que se contaba del Maestro y deseaba verlo (Lc). Le inquietaban las noticias que le llegaban de Él. Era hombre supersticioso y se encontraba intranquilo. Decía a sus cortesanos: Juan el Bautista ha resucitado de entre los muertos, y por eso tiene poder de hacer milagros (Mc). Otros creían que era un profeta, igual que los demás profetas. Pero Herodes se reafirmaba en la idea de una nueva aparición del Bautista: Este es Juan, a quien yo decapité, que ha resucitado. Esta era la hipótesis que más temía.

No lograba apartar de su memoria la figura de Juan, por quien había sentido cierta estima, y ahora, miedo supersticioso. Hacía ya algún tiempo que le había encarcelado por causa de Herodías, la mujer de su hermano Filipo, a la cual Herodes había tomado como mujer. Juan le decía abiertamente que no le era lícito tener a la mujer de su hermano. Por esta razón, Herodías le odiaba y quería matarlo, pero no podía: porque Herodes temía a Juan, sabiendo que era un varón justo y santo, y le protegía.

Es más, aunque al oírlo tenía muchas dudas, le escuchaba con gusto (Mc). Parece que Herodías odiaba a Juan no solo porque era puesta en entredicho por su predicación, sino porque peligraba su puesto en el palacio de Herodes, si este terminaba por hacer caso al Bautista.

La mujer de Filipo esperaba el momento oportuno, y este llegó en el cumpleaños del rey. Con este motivo Herodes dio un banquete a sus magnates, a los tribunos y a los principales de Galilea. En el banquete bailó la hija de Herodías y de Filipo, hermano del rey 318. De tal manera gustó a Herodes que dijo a la muchacha: Pídeme lo que quieras y te lo daré.

No solo eso, sino que juró repetidamente: Cualquier cosa que me pidas te daré, aunque sea la mitad de mi reino.

Salió la hija fuera de la sala del banquete y consultó con su madre. Esta le dijo: La cabeza de Juan el Bautista. Y la hija al instante, entrando deprisa donde estaba el rey, pidió así: Quiero que enseguida me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista.

El rey se entristeció, por el juramento hecho delante de sus invitados, y no quiso contrariarla 319. Juan fue decapitado y su cabeza entregada a la muchacha, quien a su vez la entregó a su madre.

Este hecho causó una gran conmoción entre tantos que habían conocido o habían oído hablar del Bautista y le tenían por un hombre santo. Sus discípulos tomaron su cuerpo y lo pusieron en un sepulcro. Según una antigua tradición, mencionada ya por san Jerónimo, fue enterrado en la antigua Samaría, donde más tarde se construyó una iglesia. Después buscaron a Jesús y le contaron lo que había sucedido. Se llenó de pena. Algunos de los discípulos de Juan se quedarían definitivamente con quien tantos elogios había recibido de su maestro.

Este encuentro debió de tener lugar en Cafarnaún, pues de aquí partirán enseguida hacia la costa oriental del lago. Fue poco antes de la Pascua penúltima, la del año 29 320.

XXI. EL PAN VIVO

1. PRIMERA MULTIPLICACIÓN DE LOS PANES

Mt 14, 13-21; Mc 6, 30-44; Lc 9, 10-17; Jn 6, 1-15

Se encontraba Jesús a orillas del lago de Tiberíades, probablemente en Cafarnaún, donde los apóstoles han llegado después de una correría apostólica. Estaban doblemente contentos por la alegría de volver junto al Maestro y por los frutos de predicación que acababan de cosechar. Contaban a Jesús con detalle los diversos incidentes de los que habían sido protagonistas o testigos, y Él se alegró con ellos. Eran momentos de estar juntos y de recordar con detalle lo sucedido. Pero, además, se hallaban fatigados después de aquellos días anunciando el Reino de Dios por todas partes. Por eso, les dijo Jesús: Venid vosotros solos a un lugar apartado, y descansad un poco. Tenían que alejarse de Cafarnaún, porque allí eran muchos los que iban y venían, y ni siquiera tenían tiempo para comer (Mc).

Estaba próxima la Pascua (Jn). Los sinópticos no mencionan expresamente esta fiesta, pero san Marcos habla de la hierba verde, que también refiere san Juan, y que no se da en aquella región sino en la primavera, el tiempo de la Pascua. Se trata de la Pascua anterior a la Última Cena 321. Es posible que hubiera confluido en Cafarnaún un gran número de gentes del norte de Palestina, que se reunían en esta población -la más importante en el camino de Jerusalén- para iniciar en grupos el trayecto hasta la ciudad santa. La fama de Jesús se había extendido por toda aquella región y muchos querían conocerlo.

Otro de los motivos para retirarse a un lugar más aislado es, según nos indica san Mateo, el interés de Herodes en Jesús. El palacio del tetrarca estaba en Tiberíades, no lejos de Cafarnaún.

Jesús se embarcó, pues, con los Doce y llegó pronto a la ribera del noreste del lago, no lejos del sitio por donde irrumpe el Jordán. Atracaron cerca de una población llamada Betsaida 322, que había sido convertida por Filipo en una gran ciudad 323. No pertenecía este territorio a Galilea, y no estaba, por tanto, bajo la jurisdicción de Herodes. Era este un lugar poco habitado; sin embargo, no pudieron descansar. Las gentes vieron la barca en el lago y la siguieron a pie, bordeando la ribera. Solo se encontraba por tierra a unos doce kilómetros desde Cafarnaún. El trayecto a través del lago era de tres kilómetros escasos. A pesar de esto, Jesús y los apóstoles llegaron un poco más tarde, probablemente porque el Maestro deseaba hablar despacio con sus más íntimos. Hicieron una travesía tranquila. Desde la barca veían el desplazamiento de la muchedumbre que bordeaba la orilla.

Al desembarcar fueron rodeados por la multitud. El Señor no se sintió molesto al comprobar que aquellas gentes echaban por tierra sus planes; por el contrario, se llenó de compasión, porque estaban como ovejas sin pastor. Comenzó entonces a enseñar y a curar, y así continuó durante todo el día. Al caer la tarde seguía allí aquella muchedumbre, unas cinco mil personas sin contar las mujeres y los niños, según calculó san Mateo. Así transcurrieron rápidamente las horas. Como el día comenzaba a declinar, se acercaron los apóstoles a Jesús y le recordaron la situación en que se hallaban. El lugar es desierto -dijeron-y la hora ya avanzada. Le sugieren que los despida, para que fueran a las aldeas vecinas a comprar algo de comer, pues muchos de los que les rodeaban habían partido sin tomar provisiones. La prisa por alcanzar a Jesús les había hecho olvidar hasta la comida; otros habían consumido ya lo poco que tomaron consigo al comenzar el viaje. Tan contentos estaban todos cerca del Señor, que ni se habían preocupado del alimento ni del lugar donde pasar la noche.

Jesús, como la cosa más natural del mundo, les dijo a los apóstoles: Dadles vosotros de comer. Y después, dirigiéndose a Felipe, que era de aquella región, le preguntó: ¿Dónde compraremos panes para que coman? Así hablaba y se divertía con cariño, para probarle, pues Él sabía lo que iba a hacer. Felipe respondió con un cálculo hecho por encima: Doscientos denarios de pan no bastan para que cada uno coma un poco. Estaba bien ajustado, pues con un denario se podían comprar hasta veinticuatro raciones de pan de cebada; doscientos denarios darían para unas cuatro mil raciones. Con razón señala Felipe que no bastan.

Entre tanto, Andrés se había puesto manos a la obra y había llevado a cabo las primeras averiguaciones. Aquí hay un muchacho –dijo- que tiene cinco panes de cebada y dos peces. Y luego añadió con ingenuidad: pero ¿qué es esto para tantos? Era bien poco 324. Además, el pan de cebada era el de menos calidad, era la comida de los pobres; los peces estaban probablemente salados y desecados, conforme al uso del país. Pero Jesús ordenó que le llevasen estas modestas vituallas y que se sentase la gente por grupos de cien y cincuenta, para facilitar la distribución de los alimentos.

Estamos en primavera, cercana ya la Pascua. Y san Juan recuerda que en aquel lugar había mucha hierba; san Marcos, que estaba verde, un detalle que conservó sin duda de san Pedro 325.

Jesús tomó los panes y, habiendo dado gracias -dice Juan-, partió los panes 326. Con estas mismas palabras narran los sinópticos y san Pablo la institución de la Eucaristía 327. Esta coincidencia nos indica que el milagro, además de ser una muestra de misericordia de Jesús con aquellas gentes, es figura de la Sagrada Eucaristía, de la cual hablará el Señor un poco más adelante.

Al principio los Apóstoles daban poco, con el temor de que se acabara. Quizá Jesús les dijo que fueran más magnánimos, más generosos.

Conforme se repartían, se multiplicaban. Todos lo podían ver. Y los Doce los distribuían una y otra vez, hasta que todos quedaron saciados. El milagro resalta el poder divino de Jesús sobre la materia y la abundancia de los bienes mesiánicos que los profetas habían anunciado.

Jesús no se limitó a dar los cinco panes y los dos peces a los primeros que se acercaron y a crear luego más panes y más peces para los demás. De alguna manera misteriosa, alimentó a todos con esos cinco panes y esos dos peces que un muchacho puso a su disposición 328.

Acabada la comida, dijo Jesús a sus apóstoles: Recoged los trozos que han sobrado para que nada se pierda. Los cuatro evangelistas mencionan este hecho. Con las sobras llenaron doce cestas, probablemente los capazos de los mismos apóstoles, que en Palestina solían llevar siempre consigo los judíos cuando se desplazaban de un lugar a otro 329. Estos cestos con el sobrante eran la prueba tangible del milagro realizado 330.

La muchedumbre quedó impresionada, y las gentes decían: Este es verdaderamente el Profeta que viene al mundo. Estaban convencidos de que Jesús era el Mesías tanto tiempo esperado. Pero su admiración era excesivamente terrena; pensaban una vez más en un Mesías temporal y nacionalista, que los libraría de la dominación romana. Por eso, Jesús, conociendo que iban a venir para llevárselo y hacerlo rey, se retiró de nuevo al monte él solo (Jn).

2. CREYERON QUE ERA UN FANTASMA

Mt 14, 22-33; Mc 6, 45-52; Jn 6, 16-21

Se había hecho tarde. El entusiasmo de las gentes era grande, y los evangelios parecen decir que los apóstoles participaban no solo de aquel estado de ánimo, sino también del deseo de hacerle rey. Jesús quiso cortar con aquella situación de euforia y ordenó a sus discípulos que embarcaran y se volvieran de nuevo a la otra orilla del lago; Él se quedó un poco más, mientras despedía a la muchedumbre. San Juan dice que era caída la tarde. Sin duda los apóstoles no iban muy contentos en la barca sin Jesús, pero echaron mano de los remos y se adentraron en el lago. Id a la otra orilla, les dijo, y Yo os encontraré allí. Quizá pensaron que el Maestro haría a pie el camino, bordeando el lago.

Después de despedir a la multitud, Jesús subió al monte a orar a solas; y después de anochecer permanecía Él solo allí (Mt).

Mientras tanto los discípulos pasaban grandes dificultades, pues el mar estaba agitado por el fuerte viento que soplaba (Jn). San Marcos nos dice que Jesús los vio remar con gran fatiga, quizá desde el monte donde se encontraba. Hacia la cuarta vigilia de la noche 331 -las tres de la mañana- habían cruzado solo entre veinte y treinta estadios (cuatro o cinco kilómetros) 332. Esta relativa poca distancia recorrida en relación a las horas que llevaban navegando nos da idea del estado del mar.

Fue entonces cuando vieron que algo se movía sobre el mar en dirección a ellos. No era una embarcación, sino una persona que parecía caminar a buen paso sobre las aguas. Y cuando ya estaba cerca hizo ademán de pasar de largo (Mc). ¡Qué buen humor el del Señor! Ellos pensaron que era un fantasma y llenos de miedo comenzaron a gritar (Mt). Entonces, Jesús les tranquilizó: Tened confianza, soy yo, no temáis (Mt).

Entre el ruido imponente de la tempestad llegó la voz de Jesús que les repetía: Tened confianza, soy yo... ¡Era la voz inconfundible del Maestro! En todos renació la tranquilidad. No solo quedaron tranquilos; Pedro se llenó de fervor y pidió algo sin mucho sentido: Señor, si eres tú, dijo, manda que yo vaya a ti sobre las aguas. Sintió una necesidad imperiosa de estar cerca del Maestro. Es la primera vez que este apóstol sale del anonimato del grupo.

Jamás olvidaría Pedro aquellos primeros pasos vacilantes en los que comprobó que realmente las aguas lo sostenían. Todos quedaron estupefactos al ver que Pedro, bajando de la barca, comenzó a andar sobre las aguas hacia Jesús. Había cambiado la seguridad de la embarcación por esa nueva firmeza que le prestaban las palabras del Maestro.

Pero, por unos instantes solo, Pedro dejó de mirar a Jesús y se fijó en el viento, que aún era fuerte, y en lo insólito de su situación, y comenzó a hundirse. Y la fe que le sostenía se le vino abajo de golpe. Cuando se encontró perdido, gritó con todas sus fuerzas: ¡Señor, sálvame! Ya estaba muy cerca de Él, de tal manera que Jesús solo tuvo que extender su mano para sostenerlo firmemente. Y le dijo: Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Le hace ver que no era el ímpetu del viento y de las olas el que le hizo comenzar a hundirse, sino su fe débil e insegura 333.

Enseguida subieron a la barca y cesó el viento. Los que estaban en la barca, llenos de asombro, se postraron ante Él, y decían: Verdaderamente eres Hijo de Dios. Comienzan a entrever que Jesús no es un puro hombre, aunque todavía no alcanzaban a comprender del todo el misterio de su Persona.

San Marcos añade que entonces se quedaron mucho más asombrados, pues no habían entendido lo de los panes, porque su corazón estaba embotado. Es sin duda una reflexión posterior de san Pedro, recogida por san Marcos.

Todo provenía de no haber comprendido lo de los panes. ¿Qué debían comprender? Habían visto el milagro y quedaron sobrecogidos por el poder de su Maestro. ¿Qué era lo que no entendían? Quizá sea una forma de decir que, si hubiesen reflexionado más detenidamente sobre lo ocurrido, habrían comprendido mejor lo que sucedió horas más tarde: no solo que el Maestro pasease, aparentemente sin peso, sobre el agua, lo mismo que Pedro, sino también lo que el Señor mismo diría al día siguiente relativo a su cuerpo como alimento espiritual de los hombres 334. Lo habrían comprendido si su alma hubiera estado más despierta y menos preocupada por las cosas materiales.

Mientras tanto se habían ido acercando a la orilla, y poco después de entrar Jesús en la barca llegaron al lugar donde se dirigían.

3. EL PAN DE VIDA

Jn 6, 22-63

Desembarcaron en la región de Genesaret 335, en la costa occidental. Nada más atracar le reconocieron los hombres de aquel lugar y le trajeron un buen número de enfermos. Muchos le suplicaban que les dejase tocar el ruedo de su manto. Los que le tocaban quedaban curados.

En este mismo día, después de aquellas tranquilas horas pasadas en la llanura de Genesaret, volvió Jesús a Cafarnaún (Jn). Pronto le alcanzaron muchos de los que habían sido alimentados en la otra orilla del lago, quienes habían mostrado su entusiasmo queriéndolo hacer rey. Después de haberle esperado y buscado inútilmente, habían atravesado el lago en barcas y habían ido en su busca a la orilla más próxima al lugar del milagro. Otros habían vuelto a pie, rodeando el lago. Cuando vio la multitud que Jesús no estaba allí ni tampoco sus discípulos, subieron a las barcas y fueron a Cafamaún buscando a Jesús. Sabían que esta ciudad era el centro y residencia habitual del Maestro, y allí esperaban hallarlo de nuevo. En el relato de san Juan se puede apreciar una multitud animosa y fervorosa, ávida de verle y de escucharle. Al encontrarle, lo primero que hicieron fue preguntarle: Maestro, ¿cuándo llegaste aquí?

No podían imaginar que había alcanzado la barca de sus discípulos... ¡andando sobre el agua!

Se inicia entonces un diálogo de excepcional importancia. Comienza quizá a orillas del lago y se continúa en la sinagoga. Así lo indica san Juan: Estas cosas las dijo Jesús en Cafamaún, en la sinagoga. Sin embargo, la conversación comienza nada más desembarcar.

El Señor toma ocasión del milagro del día anterior y comenta la búsqueda ansiosa emprendida después de haber sido alimentados con el pan y los peces. ¡Es estupendo tener a alguien que les alimente así! El Maestro les pone de manifiesto su falta de rectitud de intención, pues solo buscan el bien material que les proporciona, no a Él mismo. Me buscáis, les dice, porque habéis comido de los panes y os habéis saciado.

Les recomienda que busquen no tanto el alimento que perece, sino el que perdura hasta la vida eterna, el que os dará el Hijo del Hombre.

Este alimento representa primero la fe en Cristo como Salvador del mundo, y a la vez, con sorprendente claridad, el sacramento de la Eucaristía. San Juan, que nos relata con tanto detalle la Última Cena, en que fue instituida la Eucaristía, nada nos dice de su institución, ya que esta realidad era conocida por todos y transmitida por los demás evangelistas y por san Pablo, que la describe con las mismas palabras, como algo admitido y vivido en aquella corta tradición de la Iglesia. Pero, en cambio, el cuarto evangelio nos dice que justo un año antes, en torno a la Pascua, el Señor anunció y prometió el maná eucarístico en términos tan precisos como los de la misma institución.

Al principio todo parece una conversación familiar. Ellos quieren saber: ¿Qué haremos para realizar las obras de Dios? Esta pregunta era muy propia de los discípulos de los fariseos y de los doctores de la Ley que tenían como preocupación casi exclusiva el saber con qué acto particularmente meritorio -ayuno, limosna, sacrificio, oración- se podría obtener del Cielo tal o cual favor. Su pensamiento miraba siempre hacia afuera, a algo mecánico y formal, ajeno a la vida interior. Estas múltiples obras que se proponían cumplir con verdadero celo las resume Jesús en su respuesta en una sola, fácil en sí misma y de valor incalculable: Esta es la obra de Dios, que creáis en quien Él ha enviado. Esto es lo que debéis hacer: creer en el Hijo, confiar en Él, entregaros a Él. Todo lo demás brotará de esta fuente. Era, a la vez, una declaración de su mesianidad. Y los presentes, que conocían que el maná era símbolo de los bienes mesiánicos, piden al Señor un portento semejante. Por eso le dicen: ¿Pues qué milagro haces tú, para que lo veamos y te creamos? ¿Qué obras realizas tú? Nuestros padres comieron el maná en el desierto...

Estos discípulos estaban muy lejos de sospechar que el maná era solo figura y símbolo del gran alimento que Jesús trae a los suyos: la Sagrada Eucaristía. Por otra parte, parecen olvidar el milagro que todos o la mayoría habían presenciado. Sin embargo, preguntan: ¿qué milagro haces tú?... ¿qué obras realizas?...

Los milagros del Señor eran ante todo señales, como Él lo recuerda aquí; signos que manifestaban su misión divina, pues eran el sello mismo del Padre que mostraba al Hijo como Mesías. Pero las gentes no entendieron muchas veces lo que se escondía detrás de estas señales porque solo veían sus intereses personales, sin trascender hasta el Autor de esos signos. De esta manera, la víspera, en vez de ver el signo en el pan, la divinidad de Cristo, se habían quedado solo con el pan.

El Señor se vio obligado entonces a aclararles que el maná, en rigor, no venía de Moisés, sino del Padre, que es quien da el verdadero pan del Cielo. Pues el pan de Dios -continúa el Señores el que ha bajado del Cielo y da la vida al mundo. Entonces le dijeron: Señor, danos siempre de este pan. Esta petición era muy semejante a la del agua viva de la samaritana. Y Jesús hizo a continuación esta sorprendente revelación: Yo soy el pan de vida; el que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá nunca sed 336.

Jesús sacia por completo todas las aspiraciones del ser humano. Los judíos comenzaron entonces a murmurar, y decían: ¿No es este Jesús, el hijo de José, de quien conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo ahora dice: He bajado del Cielo?

Jesús sigue más adelante con el tema fundamental de su discurso, y vuelve a repetir:

Yo soy el pan de vida. Vuestros padres comieron el maná en el desierto y murieron. Este es el pan que baja del Cielo para que, si alguien come de él, no muera. Yo soy el pan vivo que he bajado del Cielo. Si alguno come de este pan vivirá eternamente; y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.

Los judíos seguían discutiendo entre ellos y decían: ¿Cómo puede este darnos a comer su carne? No entendían nada.

Jesús continuó:

En verdad, en verdad os digo que, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna y yo le resucitaré en el último día. Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre, verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Como el Padre que me envió vive y yo vivo por el Padre, así, aquel que me come vivirá por mí.

Y por tercera vez Jesús compara el verdadero pan de vida, su propio cuerpo, con el que Dios había alimentado a los hebreos durante su travesía por el desierto: Este es el pan que ha bajado del Cielo, no como el que comieron los padres y murieron: quien come este pan vivirá eternamente.

Las palabras de Jesús son de un realismo tan fuerte que excluyen cualquier interpretación en sentido figurado: si Él no estuviera realmente presente en ese pan, todo el discurso se vendría abajo y carecería de sentido. No se puede entender de otra manera. No se comprenderían dos frases seguidas 337.

La muchedumbre que entonces llenaba la sinagoga de Cafarnaún estaba compuesta en su mayor parte por personas sin letras, gente sencilla tanto por su situación social como por su educación. Y, con todo, entienden muy bien el pensamiento del Señor. No olvidemos que, en el comienzo de esta larga enseñanza, el público, atento y a favor, se encuentra todavía en un clima de euforia, porque la mayoría había presenciado y se había beneficiado del milagro de la multiplicación de los panes y de los peces.

En conjunto, esta variedad de seguidores primero le oyen en silencio, hacen alguna pregunta; después murmuran y luego llegarán hasta a irritarse; pero es precisamente porque alcanzan la significación de los términos empleados por Jesús y no pueden conciliaria con la idea de un Mesías temporal y religioso que de Él se habían formado, y a la que no parecen dispuestos a renunciar. Les falta la fe a la que debían haberles llevado los signos que habían presenciado.

El resultado fue que muchos de sus discípulos, seguidores y no advenedizos, dijeron: Dura es esta enseñanza, ¿quién puede escucharla? Y desde entonces muchos discípulos se echaron atrás, y ya no andaban con él. No fue suficiente aquella portentosa multiplicación de los panes y de los peces para que se abrieran sus corazones a la verdadera fe en Cristo.

Entonces Jesús, viendo cómo tantos le volvían las espaldas y la sinagoga se quedaba cada vez más vacía, se dirigió a los Doce, y les preguntó: ¿También vosotros queréis marcharos?

Pedro, en nombre de todos, dijo unas palabras que reconfortaron vivamente el corazón del Maestro: Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros hemos creído y conocido que tú eres el Santo de Dios 338.

Entonces, Jesús dijo estas palabras: ¿No os he elegido yo a los doce? Sin embargo, uno de vosotros es un diablo.

Y san Juan aclara enseguida: Hablaba de Judas, hijo de Simón Iscariote, pues este, aun siendo uno de los doce, era el que le iba a entregar.

Es posible que aquel día, en la sinagoga de Cafarnaún, comenzase a agrietarse la fe de este discípulo.

El rechazo de Cafarnaún por muchos de sus seguidores cierra un período de la vida de Jesús.

XXII. FUERA DE PALESTINA

1. LO QUE CONTAMINA AL HOMBRE

Mt 15, 1-9; Mc 7, 1-13

No sabemos si Jesús subió de hecho a Jerusalén en la Pascua del año 29, la anterior a la de la Última Cena, en la que nos encontramos. Más bien parece que no viajó a la ciudad santa. Los evangelistas no lo relatan, y san Juan parece damos la razón por la cual Jesús no subió a la fiesta: caminaba por Galilea, pues no quería andar por Judea, ya que los judíos le buscaban para matarlo (Jn).

La crisis abierta con los escribas y los fariseos se había agudizado; las diferencias y la tensión se mostraban cada vez con más claridad. Ahora surge una nueva cuestión.

San Marcos nos dice que se acercaron a Él algunos fariseos y escribas que habían llegado de Jerusalén; quizá vienen de celebrar la Pascua. Estos letrados habían notado que algunos discípulos de Jesús descuidaban a veces lavarse las manos antes de comer, según estaba expresamente prescrito por las tradiciones judías. En el fondo, querían hacer recaer sobre el Maestro, como ya otra vez lo habían intentado a propósito del ayuno, las supuestas faltas de sus discípulos. Una negligencia de este género lo descalificaba.

San Marcos explica a sus lectores, procedentes del paganismo, estas costumbres propias de los judíos 339.

San Marcos (y también san Mateo) nos explica en qué circunstancias se consideraba obligatorio ese rito. Se practicaba al volver a casa después de una salida en la que, sin saberlo y sin culpa, se podía haber contraído alguna impureza legal. Y para esto bastaba con haber estado en contacto, en la calle, en las plazas o en una casa extraña, con cualquier persona u objeto legalmente impuros ante la Ley: por ejemplo, si se habían rozado los vestidos de un leproso o de un hombre que hubiese tocado un cadáver 340...

No eran estas abluciones de manos, como san Marcos advierte a sus lectores romanos, las únicas prescritas en cuanto a las comidas y manjares. Los judíos, dice, tienen otras muchas cosas que guardan por tradición: purificaciones de las copas y de las jarras, de las vasijas de cobre y de los lechos. Todos los utensilios de metal, de madera y de piedra que servían para las comidas se sumergían en agua, se lavaban o frotaban para purificarlos legalmente. Si la vajilla era de barro, se la rompía cuando había contraído alguna mancha ritual. Las más de estas tradiciones de los antiguos, tan estimadas por los judíos contemporáneos del Señor, están descritas en el Talmud 341 y todavía hoy son guardadas por los judíos más observantes.

Los fariseos eran incapaces de entender la libertad de los discípulos de Jesús frente a estas reglas y costumbres inventadas por ellos, pero consideradas como algo divino. Por esto, nos dice san Marcos que se acercaron al Maestro y le preguntaron: ¿Por qué tus discípulos no se comportan conforme a la tradición de los antiguos, sino que comen el pan con manos impuras?

Parece, por la respuesta, como si el Señor no pudiera contenerse más ante tanta hipocresía. Jesús les echa en cara en primer lugar su falta de amor a Dios, a pesar de tantas observancias: Bien profetizó Isaías de vosotros los hipócritas, como está escrito: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está bien lejos de mí. En vano me dan culto, mientras enseñan doctrinas que son preceptos humanos.

Después les hace ver cómo bajo el pretexto de sus tradiciones quebrantaban o alteraban en ocasiones los preceptos más importantes del Decálogo: ¡Qué bien anuláis el mandamiento de Dios, para guardar vuestra tradición!, les dice.

Los fariseos no esperaban esta respuesta, ni tampoco las palabras que siguen. Con sus subterfugios habían llegado a anular el cuarto mandamiento, de ley natural: si dice un hombre al padre o ala madre: lo que de mi par-

te pudieras recibir sea Corbán, que significa ofrenda, ya no le permitís hacer nada por el padre o por la madre. Así anulaban la palabra de Dios por sus tradiciones.

Se debió de producir un silencio cortante. El Maestro había ido mucho más allá de la pregunta. Entró en el fondo del tema: el amor verdadero a Dios y a sus mandatos. Después llamó de nuevo a la muchedumbre, que, según se deduce del texto, se había apartado para dejar paso a los fariseos, y echó por tierra la concepción de la pureza y de lo impuro, que era un elemento central en la doctrina de los fariseos y del judaísmo de la época. Llamó a todos y les dijo: Escuchadme todos y entended: Nada hay fuera del hombre que, al entrar en él, pueda hacerlo impuro; las cosas que salen del hombre, esas son las que hacen impuro al hombre.

Estas palabras produjeron una especie de terremoto. Los apóstoles comunicaron al Señor que los fariseos se habían escandalizado. Estas enseñanzas contenían un grave peligro para su sistema moral. Jesús contestó a los discípulos que le habían comunicado la reacción de los fariseos: Toda planta que no plantó mi Padre Celestial será arrancada. Dejadlos, son ciegos, guías de ciegos...

Después entraron en la casa -en la casa de Pedro en Cafarnaún- y sus discípulos le pidieron que les explicara con más detalle la doctrina sobre la purificación y los alimentos. ¿Así que también vosotros sois incapaces de entender? ¿No sabéis que todo lo que entra en el hombre desde fuera no puede hacerlo impuro, porque no entra en su corazón, sino en el vientre, y va a la cloaca?

Y comenta el propio evangelista: De este modo declaraba puros todos los alimentos.

Años más tarde, san Pedro tuvo una visión en la ciudad mediterránea de Joppe, que le hizo comprender más plenamente al apóstol esta enseñanza del Señor 342: no hay alimentos por sí mismo impuros. El mismo lo narra a su vuelta a Jerusalén, al contar la conversión de Cornelio: Entonces recordé la palabra del Señor, dice. Esta enseñanza debió de formar parte de su catequesis, y así lo recogió san Marcos, el evangelista que nos transmite su predicación.

La moralidad de los actos del hombre depende principalmente de su interior, de su corazón, según el modo de hablar judío. Allí se prepara todo lo bueno y malo del hombre en cuanto a su ser moral. En él se cuece todo. Jesús termina su explicación enumerando algunos de los vicios y actos malos que produce un corazón corrompido 343.

El Señor no quería abolir enseguida las antiguas prescripciones y costumbres referentes a los alimentos, que tanta significación habían tenido en el pueblo judío. Pero quedaba firme el principio fundamental que interiorizaban todos los preceptos. Poco después, cuando los gentiles entren a formar parte de la Iglesia, los apóstoles declararán caducadas, primero parcialmente y luego de manera total, las leyes judías acerca de los alimentos.

2. LA MUJER CANANEA

Mt 15, 20-28; Mc 7, 24-30

Después de estas tensiones, Jesús sintió la necesidad de alejarse por algún tiempo del territorio judío, quizá para calmar el ánimo encrespado de los fariseos y para dedicar más atención a los que iban a ser sus colaboradores más íntimos. La estancia en estos lugares debió de durar varias semanas.

Se dirigió con los apóstoles en dirección noreste, atravesando la parte superior de Galilea. Así llegó al Líbano, a la región de Tiro y Sidón 344, fuera de la autoridad de Herodes; pertenecía a la Fenicia, convertida en provincia romana y unida a Siria en los días de Pompeyo (4 a.C.). Era una región pagana y, según el historiador Flavio Josefo 345, hostil a los judíos.

Tenía intención de pasar oculto, según nos indica san Marcos. Pero una mujer sirofenicia 346, pagana, que había oído hablar de él, se presentó en la casa donde estaba el Señor.

Aquella mujer se echó a los pies de Jesús, y decía a grandes gritos: ¡Señor, Hijo de David, apiádate de mí! Mi hija es cruelmente atormentada por el demonio (Mt).

Le llama Hijo de David, el título mesiánico por excelencia. Todo esto prueba que su fama había llegado a aquellos lugares no demasiado lejanos del lago de Genesaret 347, donde Jesús había obrado tantos prodigios.

El Señor la escuchó, y Él, que atendía a todos, que dialogaba con todos, en esta ocasión no respondió palabra. La miró y no dijo nada; la dejó estar. Da la impresión de no hacerle el menor caso. Pero ella no se desanimó. Por el contrario, siguió clamando y pidiendo, incluso cuando salieron de la casa donde se encontraban. Ella les siguió con sus gritos y sus voces. Hasta tal punto insistió que los discípulos se acercaron a Jesús y ellos mismos le pidieron: Atiéndela y que se vaya, pues viene gritando detrás de nosotros.

Jesús les sorprendió de nuevo, pues contestó: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel 348.

Con su aparente dureza, Jesús estaba afianzando la fe de esta mujer. Y ella no solo no desistió en su empeño, sino que se acercó y se postró ante él diciendo: Señor, ¡ayúdame! ¡Es un grito que le sale del alma!

El Señor no parece fácilmente dispuesto a realizar milagros fuera de Israel. Probablemente se encontraba de nuevo en la casa, a la mesa. La mujer les ha seguido todo el tiempo. Le dice entonces a esta pagana que no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perrillos. Evidentemente, los hijos son los judíos y los perrillos son los paganos. Y esta mujer, que ha sido propuesta como ejemplo para las almas que se cansan de pedir, se introduce con suma humildad y habilidad en la semejanza que acaba de oír de labios del Maestro, y conquista su corazón: Señor, dice, también los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.

Ella se considera un perrito que se alimenta de las migajas que caen de la mesa de su señor. Reconoce la superioridad del pueblo elegido y su falta de méritos, pero confía en la misericordia de Cristo, para quien conceder esta gracia es como permitir que un perrillo coma las migas de su mesa. Con esta argumentación, no pudo ya seguir Jesús con su fingida dureza. Su rostro se iluminó, y exclamó: ¡Oh mujer, grande es tu fe! Hágase como tú quieres 349. ¡Te lo has ganado!

La hija quedó sana en aquel instante. Su constancia y su humildad habían vencido. La madre encontró poco después a la hija en casa, echada en la cama, sin la tensión que había sufrido hasta este momento. Tendría esta una vida por delante para agradecer a su madre una segunda existencia, libre al fin. Y hemos de suponer que buscaría más tarde a Jesús y que se convertiría pronto a la fe cristiana 350. Tenía sus buenos motivos.

Quizá el Señor se acordó de esta madre cuando propuso la parábola de la viuda importuna que consigue del juez lo que desea, gracias a su tozudez 351.

Al cabo de unos días, salió de la región de Tiro, y vino a través de Sidón hacia el mar de Galilea, cruzando el territorio de la Decápolis. Estas palabras de san Marcos son el resumen de un largo viaje por estas regiones del norte del país judío.

3. CURACIÓN DE UN SORDOMUDO

Mc 7, 31-37

Estando aún en la Decápolis le presentaron a un sordomudo. Solo san Marcos nos da noticias de este suceso 352.

Suplicaron al Señor que le impusiese las manos, como a veces hacía para curar a los enfermos. Pero Él lo tomó de la mano y lo llevó aparte de la gente. No quiso curar al enfermo con una sola palabra o con un gesto, como en otras ocasiones; ahora puso sus dedos en los oídos del sordomudo y le humedeció la lengua con su propia saliva. Y así movió su fe y su confianza. Levantó luego sus ojos al cielo, como para ponerse en comunicación íntima con su Padre; exhaló un suspiro y se dirigió a él con esta sencilla palabra, en el idioma de su país: Effétha, es decir, ábrete, que el evangelista nos ha conservado en arameo, tal como fue pronunciada.

Al instante se abrieron los oídos del enfermo y oía con claridad; quedó roto el lazo que tenía atada su lengua y habló en adelante con soltura 353. Jesús, que había efectuado este milagro como a escondidas, no dejó de encargar expresamente al sanado que guardase silencio; pero también esta vez fue inútil su recomendación. Según advierte el evangelista, cuanto más terminante era la prohibición de publicar los milagros, más se divulgaban los hechos maravillosos, que, de otro lado, no podían permanecer enteramente ocultos. Cuantos conocieron esta doble curación quedaron admirados, y elogiaban en alta voz al Señor, y decían: Todo lo ha hecho bien, hace oír a los sordos y hablar a los mudos, exclamación que contiene una de las más bellas alabanzas que se han pronunciado de Jesús y que recuerda la descripción de Isaías ante la llegada del Mesías: Entonces serán abiertos los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos... y será desatada la lengua de los mudos 354.

Después de unas semanas volvió de nuevo el Señor a las orillas del mar de Galilea. Y en cuanto se supo que estaba de vuelta acudió mucha gente. Unos para verle y alegrarse de que estuviera de nuevo con ellos, y otros muchos para implorar su misericordia. San Mateo nos da una dolorosa lista de estas gentes: eran mudos, ciegos, cojos, mancos y otros muchos.

Tanto mayor era el ansia de ver a Jesús, cuanto hacía ya algún tiempo que no estaba entre ellos. Le encontraron en una montaña cercana al mar de Galilea. Allí estaba Jesús sentado, indica el evangelista. Los recién llegados colocaron a sus pies a los enfermos, y el Señor curó a los que le presentaron. La multitud estaba maravillada viendo hablar a los mudos y quedar sanos los lisiados, andar a los cojos y ver a los ciegos, por lo que glorificaban al Dios de Israel.

4. SEGUNDA MULTIPLICACIÓN DE LOS PANES

Mt 15, 32-39; Mc 8, 1-10

Al atravesar Jesús la región de la Decápolis la noticia iba corriendo de pueblo en pueblo, y la gente se agolpaba en tomo a él. La muchedumbre rodeaba al Maestro y caminaba con Él, sin darse del todo cuenta de cómo los lugares donde podían encontrar provisiones, después de tantas horas, quedaban cada vez más lejos.

El Señor, siempre compasivo, era consciente de esta situación. Estaba conmovido también por la perseverancia de estas gentes, que llevan ya tres días sin separarse de Él. Habían llegado ya a la ribera del lago, y Jesús y sus discípulos iban a tomar una barca para pasar a la orilla occidental. Es la hora de despedir a las gentes, que debían volver a sus casas. Pero quiere resolver antes el problema del alimento.

El Señor reunió entonces a los discípulos y les habló como si les pidiese consejo, como si desease que le sugiriesen un medio de alimentar a la multitud. Los discípulos, por otra parte, se acordaban bien de lo ocurrido meses atrás en una situación parecida. Les abrió también su alma, llena de compasión por la multitud: Siento profunda compasión por la muchedumbre, porque ya hace tres días que permanecen junto a mí y no tienen qué comer (Mc).

Y a continuación les hizo partícipes de los sentimientos de su corazón: si los despido en ayunas a sus casas desfallecerán en el camino, pues algunos han venido desde lejos, les dice.

No le resolvieron mucho sus más íntimos. Le hicieron saber que tenían siete panes y unos pocos peces. Se encuentran tan desconcertados como si fuese la primera vez que aquello sucedía. Quizá esperaban que el Maestro hubiera comenzado a bendecir y a repartir, como la primera vez. No dieron la respuesta que quizá esperaba Él: nosotros no podemos, pero Tú sí puedes, o algo parecido. No se atrevieron a pedirle un prodigio semejante al que había realizado unos meses antes 355.

Por fin -fue un descanso para todos-, el Señor tomó los panes y los peces, y las cosas sucedieron como la vez anterior: la gente se sentó en el suelo, esta vez no sobre la hierba, como la anterior; Jesús dio gracias a Dios, bendijo los panes y los peces y los partió, y dio sus fragmentos a los apóstoles para que los distribuyesen entre la multitud. Todos comieron y se saciaron. Los discípulos llenaron luego siete cestas con los restos de la comida 356. Los comensales eran esta vez cuatro mil, siempre sin contar los niños y mujeres. Como se habían colocado en grupos, no fue difícil conocer aproximadamente su número.

La multitud, contenta, se dispersó. Cada uno volvió a su casa y contaría a los suyos el prodigio. Jesús subió con los Doce a la barca y arribó cerca de una población que san Mateo llama Magedam y san Marcos, Dalmanuta, que aún no se ha conseguido identificar con certeza 357.

Ya en la parte occidental del lago, se acercaron a Él algunos fariseos y saduceos 358 para tentarle, sin intenciones rectas. Quizá ha llegado hasta ellos el eco del último milagro, porque le pidieron ver algún prodigio del cielo (Mt), algo más portentoso efectuado en las esferas celestes. Así, según ellos, se podría demostrar, de manera irrecusable y decisiva, la verdad de la misión que se atribuía. Ya lo habían pedido en otras ocasiones 359; ahora suena como un ultimátum.

Jesús suspiró en lo más íntimo de su corazón al oírlo, y les dijo que no les daría ninguna señal (Mc). Ya habían recibido suficientes signos. Solo bastaba saber interpretarlos 360.

Era su mala voluntad, su cerrazón, la que les hacía estar ciegos y no percibir las abundantes manifestaciones divinas de Jesús, que se sentía incómodo con estas gentes. Por eso, dejándolos, se marchó (Mt). Era inútil lo que les dijera; como no había buena voluntad todo podía ser tergiversado. Los evangelistas dan la impresión de que Jesús se separó de ellos de un modo brusco, interrumpiendo la conversación. San Marcos señala que se embarcó de nuevo hacia la otra orilla 361, la de la ribera oriental. Allí no llegaban los fariseos con sus enredos.

5. LA LEVADURA DE LOS FARISEOS

Mt 16, 5-12; Mc 8, 14-21

Mientras iban en la barca, Jesús retenía aún la escena que había tenido lugar poco tiempo antes y, cuando estaban a punto de desembarcar, dijo a los que le acompañaban: guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos. Se refería el Señor a las enseñanzas y a las costumbres de estos dos grupos religiosos, pues en la antigüedad la levadura, por la fermentación que produce, se consideraba también como un símbolo y aun como agente de corrupción. Por eso la Ley mosaica la apartaba cuidadosamente de todo lo referente al culto.

La idea de la levadura despertó en ellos la del pan, y entonces se percataron: con la precipitación de la partida se habían olvidado de proveerse de este alimento antes de embarcarse, pues no tenían consigo más que un pan en la barca (Mc). Esto les preocupó, pues era realmente poco para todos. No tenemos más que un pan, comentaban entre sí. El Señor les echa en cara su inquietud y les recuerda las dos ocasiones en las que había dado de comer a muchos miles de personas, y había sobrado.

¿Cómo no entendéis -les dice- que no me refería a los panes? Guardaos de la levadura de los fariseos y saduceos. Ese era el mal, no la falta de pan.

6. EL CIEGO DE BETSAIDA

Mc 8, 22-26

Otro día, al desembarcar en Betsaida le presentaron a Jesús un ciego y le suplicaban que le tocase para devolverle la vista. Betsaida era, como ya hemos visto, la patria de Pedro, Andrés y Felipe.

El Señor tomó al ciego de la mano y lo llevó fuera de la aldea. Le puso saliva sobre los ojos y le impuso las manos. Después le preguntó: ¿Ves algo? El ciego, que comenzaba a ver, repuso: Veo a los hombres como árboles que andan. Después de esto, puso de nuevo sus manos sobre los ojos del ciego y entonces recuperó del todo la vista. Y Jesús lo envió a su casa diciéndole: No entres ni siquiera en la aldea (Mc).

Solo san Marcos narra este milagro. Y son testigos únicos sus discípulos, como en otras ocasiones. Quienes llevaron al ciego tenían mucha fe, pues solo pidieron que lo tocase. Con eso únicamente sanaría. Jesús, sin embargo, comenzó por llevarlo fuera de la ciudad; después lo trató con una atención especial. Al gesto frecuente en el Señor de la imposición de las manos, se diría que quiere ahora añadir la receta profana de poner un poco de saliva sobre los ojos. Los antiguos atribuían buenos resultados a este remedio, sobre todo en llagas y heridas, aunque nadie pensaba que pudiera devolver la vista a un ciego. Jesús lleva a cabo la curación con lentitud y con métodos no empleados habitualmente por Él. Podía haberlo curado en un instante y sin ningún medio humano, pero quiso hacerlo de modo pausado, como marcando unos tiempos.

El hombre no es ciego de nacimiento; la vista le vuelve por grados, primero confusa, después distinta y al fin plenamente. San Marcos traduce esta gradación por tres compuestos del verbo ver. Los discípulos quedaron maravillados y Jesús, muy contento. El milagro se convierte a la vez en una enseñanza para los discípulos 362.

Pedro recordará que tuvo lugar a la puerta de su ciudad; el ciego era quizá un conocido suyo. Comprendió muy bien que la curación llevaba una lección dirigida únicamente a ellos. Quizá a él, a Pedro, principalmente. Devolver la vista a los ciegos era una obra mesiánica, y la iluminación progresiva del ciego de Betsaida era una imagen que reflejaba la que ellos habían recibido. Los discípulos eran también el ciego de Betsaida. Bajo la mano de Jesús se abrieron sus ojos, poco a poco, sobre el misterio del Mesías enviado de Dios. Comenzaban a percibir el mundo sobrenatural más distintamente, y terminarían por verlo con entera claridad con la llegada del Espíritu Santo.

San Marcos ha narrado este milagro con muchos detalles, como si tuviera una significación y una importancia especial. Quizá lo escuchó así de labios de Pedro, que recordaría siempre al ciego de su pueblo y la luz que de modo pausado fue recibiendo su alma.

XXIII. EN CESAREA DE FILIPO

Desde Betsaida, Jesús se dirigió de nuevo hacia el norte, alejándose más aún del territorio judío. Quizá siguió el Jordán arriba hasta llegar a las cercanías de Cesarea de Filipo, después de haber recorrido en subida unos 50 kilómetros 363. La mayor parte de la población de esta región, situada al extremo norte de Palestina, era pagana. Jesús tenía previsto en estos lugares, alejados de la muchedumbre, hacer revelaciones extraordinarias a sus discípulos más cercanos.

Los tres sinópticos refieren este episodio, pero es san Mateo el que lo expone con más amplitud.

1. TÚ ERES EL CRISTO

Mt 16, 13-16

Como en otros momentos importantes, vemos a Jesús en oración en un lugar solitario 364. Siguió después su marcha, y por el camino hizo a sus apóstoles esta inesperada pregunta: ¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre? No tenía el Señor necesidad de preguntarlo, pues Él conocía bien las opiniones y conversaciones del pueblo; preparaba el terreno para otra cuestión más definitiva. La respuesta que dieron los apóstoles fue bien sencilla: Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas...

Todos reconocían, cuando menos, que era comparable a los hombres más ilustres de la historia de Israel. Sorprende, sin embargo, que entre estos títulos no se cite el de Mesías, o al menos el de Hijo de David, que tantas veces habían oído, y que tantas resonancias mesiánicas tenía entre el pueblo judío. De pronto, mientras caminaban, el Señor se detuvo un instante y, quizá con un tono de voz particular, les hizo esta pregunta: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? Era realmente una pregunta frontal.

Ellos son sus íntimos, sus confidentes, quienes le han contemplado de cerca durante varios años y le conocen como nadie más puede conocerle, ¿qué opinan de Él? Hemos de pensar que se mirarían entre ellos y, probablemente, se quedaron con poca capacidad de reacción. Quizá ellos mismos ya se habían hecho idéntica pregunta en otros momentos: ¿quién es Jesús?, ¿quién es realmente? Cada uno de los Doce se había formado sin duda en lo íntimo de su alma una idea concreta y determinada del origen y carácter del Maestro y de su misión. Se acercaba la hora de la prueba. Ya faltaban solo unos pocos meses para la Pasión y Muerte de Jesús. Ahora Él quería saber el calado de sus enseñanzas y sus disposiciones de fidelidad. El momento está rodeado de cierta solemnidad.

Todos se tranquilizaron al fin cuando vieron que Pedro se les adelantaba: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo, dijo.

¡Tú eres el Cristo! Resonaron esas palabras como un trueno en medio de aquel lugar desierto. Nadie quiso añadir nada más. Nadie pronunció una palabra; no hacía falta decir más. Todo estaba en la voz de Pedro.

Hablaba Simón en nombre de todos, pero expresaba en primer lugar su fe personal en Cristo, la que ha ido madurando en su interior desde el día en que dejó las redes para seguirle y ahora el Espíritu Santo la esclarece y confirma en su corazón.

Las palabras de Pedro introducen una novedad, que el Señor confirmará. El apóstol no solo proclama la mesianidad de Jesús -esto ya lo había hecho el Bautista-, sino que, por inspiración sobrenatural, proclama su filiación divina natural: Tú eres el Hijo de Dios vivo 365. Hacía mucho tiempo que los Doce sabían que Jesús era el Mesías prometido por los profetas, pero quizá no tenían tanta certeza acerca de su divinidad. Para declarar que Jesús era el Mesías no necesitaba Pedro una revelación especial del Padre. Muchos lo habían proclamado. Los discípulos íntimos del Señor habían podido presentir y atisbar la divinidad de Jesús, pero no tenían la firmeza que muestra aquí Pedro. Cuando el Señor calmó la tempestad con su imperio, exclamaron: Tú eres verdaderamente el Hijo de Dios. Todos ellos vislumbraron en Jesús algo más que la naturaleza humana, algo que pertenecía a un orden superior. Ahora, en Pedro y en los demás, esta fe incipiente se hace fuerte, aunque faltará aún el envío del Espíritu Santo para que llegue a su plenitud.

Jesús felicitó a Pedro: Bienaventurado eres, Simón hijo de Juan, porque no te ha revelado eso ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los Cielos.

Jesús confirmó con cierta solemnidad la afirmación del apóstol. Y los demás también se sintieron asegurados en su corazón.

2. EL PRIMADO

Mt 16, 1-17-20

A la confesión de fe de Pedro, Jesús responde con una promesa que tendrá tanta trascendencia en la historia de la Iglesia. Al leerla, nos parece escuchar el acento de alegría con que debió de ser pronunciada:

Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del Remo de los Cielos; y todo lo que atares sobre la tierra quedará atado en los Cielos, y todo lo que desatares sobre la tierra quedará desatado en los Cielos.

Ya anteriormente, desde el primer encuentro con Jesús, Simón había recibido el nombre de piedra o roca, pero entonces no se le había explicado el porqué de este sobrenombre. Ahora le dice el Maestro que va a ser el cimiento sobre el que Él edificará su Iglesia; nada, ni los infiernos en pie de guerra, podrá derribarla 366. Cristo edificará sobre aquel pescador, y sobre sus sucesores, una construcción indestructible 367. Le dará las llaves, que eran símbolo de autoridad en Oriente. Y el poder de atar y desatar. En la terminología de la época, los rabinos ataban cuando prohibían algo, y desataban cuando lo permitían 368.

El oficio de Pedro queda bien perfilado: será el fundamento de la Iglesia y el administrador a quien se le confían las llaves, la autoridad. El podrá dar normas en aquella casa, permitiendo o prohibiendo. Sus decisiones serán confirmadas en el Cielo.

Después encargó a los discípulos que no dijeran a nadie que Él era el Cristo.

Los evangelistas solo mencionan, además de este momento, dos ocasiones en las que Jesús declaró abiertamente que Él era el Mesías: una, a la mujer samaritana; otra, al ciego de nacimiento. En cuanto a los Doce, durante la misión que predicaron en Galilea se limitaron, en cumplimiento de las indicaciones de su Maestro, a anunciar en términos generales el próximo advenimiento del Mesías, sin decir que Jesús era el Cristo. Después de la resurrección y ascensión del Señor, desaparecidos ya los obstáculos, los apóstoles podrán anunciar la buena nueva en toda su extensión. También proclamarán ante el Sanedrín y ante el pueblo que Jesús es el Salvador; pero, entretanto, el Señor pone límites a su celo. Se da a conocer a ellos, pero se cubre con un cierto velo para los demás. Eran medidas de prudencia motivadas por la idea que los judíos tenían del Mesías, que hubiera provocado entusiasmos incontrolados, y también por la oposición de los fariseos, que hubiera sido más feroz aún de lo que ya era.

3. PREDICCIÓN DE LA PASIÓN

Mt 16, 21-23; Mc 8, 31-33; Lc 9, 22

Después Jesús comenzó a hablarles de su Pasión, muerte y resurrección. Parece como si el Señor quisiera limpiar del todo la mente de sus discípulos de los prejuicios de un Mesías terreno, glorioso, restaurador de la grandeza política del pueblo judío. Nada más opuesto a estas ideas que el anunciar que sería juzgado y condenado a muerte por el Sanedrín, el más alto tribunal del pueblo judío.

Casi desde el comienzo de su vida pública, Jesús había aludido en términos velados a su Pasión. Pero a partir de este momento hablaba abiertamente. Esta idea será desde ahora un punto clave en la formación de los discípulos. Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho...

Estas palabras dejaron a los apóstoles sin capacidad de reaccionar. La necesidad de la abnegación y de la cruz estaba muy lejos de sus mentes y de sus corazones. De tal manera que Pedro, tomándolo aparte, se puso a reprenderle. Y, en tono familiar y confiado, le decía: Lejos de ti, Señor; de ningún modo te ocurrirá eso. Pedro, que amaba profundamente a Jesús, no quería ningún padecimiento para Él.

No sabía el apóstol la fortísima reacción que estas palabras iban a provocar en el Maestro. Jesús se dirige a él, y a todos, como indica san Marcos: ¡Apártate de mí, satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres.

Al final de las tentaciones en el desierto, Jesús había despedido al demonio con un lenguaje semejante. Y Pedro, considerando las cosas desde una perspectiva exclusivamente humana, se comportaba aquí como el tentador. Por eso Jesús rechaza sus palabras con violencia. La reconvención de Pedro llevaba consigo subvertir la voluntad divina acerca de la redención. El que iba a ser la roca de su Iglesia es ahora piedra de escándalo.

4. NEGARSE A SÍ MISMO

Mt 16, 24-26; Mc 8, 34-37; Lc 9, 23-25

Jesús aprovecha el momento para formar a sus discípulos en este punto trascendental 369. Separaba a los suyos, a la vez, de la concepción de un mesianismo fácil y victorioso a lo humano.

En diversas ocasiones habló el Señor de la necesidad de la abnegación y del sacrificio. Para ser su discípulo es necesaria la cruz y la mortificación, el desprendimiento de sí mismo y del mundo. Seguirle es lo único que verdaderamente tiene valor: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame.

Ninguna cosa de la tierra vale nada si se compara con Cristo. Ninguna riqueza vale nada, si es a costa de perder al Señor en esta vida y en la otra: Porque, ¿de qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?

Tres condiciones se requieren para seguir de verdad al Maestro: en primer término, renunciar no ya al apegamiento a los bienes de este mundo, que solo son medios, sino a algo más difícil, que es renunciar a uno mismo, morir a sí, conforme a la enérgica expresión de san Pablo 370; en segundo lugar, llevar su cruz 371. Esta expresión debió de parecer extremadamente dura a los que la oían de labios del Señor por vez primera. San Lucas añade que esta disposición debe ser de cada día, continua.

5. LA TRANSFIGURACIÓN

Mt 17, 1-13; Mc 9, 2-13; Lc 9, 28-36

A pesar de la claridad de las palabras del Señor, los apóstoles no comprendieron bien a qué se refería cuando les hablaba de morir y resucitar al tercer día. Ellos sí creían, como muchos de sus contemporáneos judíos, en una resurrección al final de los tiempos, pero no podían imaginar que Jesús regresara a la vida tras la muerte, aunque habían visto cómo era señor de la vida y de la muerte. Así lo había demostrado con el hijo de la viuda de Naín o con la pequeña de Jairo. El pensamiento de los sufrimientos de su Maestro les llenaba de tristeza.

Por eso Jesús decide anticiparles una chispa de su gloria que los reconforte, antes de que lleguen esos momentos terribles de la Pasión, que ya se acercaba a grandes pasos. Para esto tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, que habían estado presentes en la resurrección de la hija de Jairo y que serán testigos de la agonía de su Maestro en Getsemaní.

La escena sucedió seis días después (Mt) de la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo 372, y unas pocas semanas antes de la fiesta de los Tabernáculos, que se celebraba en el mes de septiembre 373. En cuanto al lugar, el evangelio solo dice que los llevó a un monte alto (Mc). Según una tradición muy antigua, este monte fue el Tabor, a unos setenta kilómetros de Cesarea de Filipo y a unos veinte al sureste del mar de Galilea 374. Esta distancia se recorría con facilidad en esos seis días que median entre los acontecimientos de Cesarea y la llegada al Tabor. La ascensión hasta la cima se puede hacer con facilidad en algo más de una hora a buen paso.

Dejó Jesús a los demás discípulos en alguna aldea cercana y comenzó la ascensión con los tres elegidos. Era verano, y la vegetación que encontraban a su paso, la propia de un monte bajo, estaba medio seca. Debieron de emprender el camino ya bien entrada la tarde. Así parece desprenderse de los datos que nos han dejado los evangelistas: el sueño de los apóstoles, las tiendas que sugiere Pedro para pasar la noche... De hecho, la noche la pasaron en el monte, pues escribe san Lucas: al día siguiente, cuando bajaban...

Cuando llegaron a la cima, el Maestro se recogió en oración y ellos se durmieron. De pronto, les deslumbró un gran resplandor. Abrieron sus ojos y vieron sorprendidos que esta extraña luz no venía del sol, que ya se ocultaba, sino del lugar donde se encontraba su Maestro. El cuerpo de Cristo se transformó, y aparecía radiante de luz y de belleza: su rostro se puso resplandeciente como el sol y sus vestidos, blancos como la luz (Mt). San Marcos recoge el testimonio de Pedro y dice que sus vestidos se volvieron muy blancos; tanto que ningún batanero en la tierra puede dejarlos así de blancos. Y los tres evangelistas parecen señalar que esta luz no estaba sobre Él, sino que se desprendía de Él. No se posaba sobre Jesús como un rayo procedente de lo alto; salía de Él, fluía de Él.

Parecía como si su alma humana, unida a la divinidad, desbordara en este momento e iluminara su cuerpo. Si a nosotros nos puede transformar una buena noticia, una alegría, ¡cómo se manifestaría la divinidad en el cuerpo de Jesús! En sus ojos, en su rostro y hasta en sus vestidos se desbordaba y se hacía visible ahora su vida divina.

El alma de Cristo, unida al Verbo, gozaba de la visión beatífica de Dios, cuyo efecto connatural es la glorificación del cuerpo. Sin embargo, para llevar a cabo la obra de la redención, impidió que la gloria que invadía su alma redundase en su cuerpo. En la transfiguración permitió que aquella gloria se manifestase en su vida corporal. Este era su estado natural o connatural.

Enseguida pudieron comprobar que Jesús no estaba solo. Moisés y Elías, también glorificados, resplandecientes (Lc), hablaban con él. En Moisés estaba representada la Ley, y en Elías, los profetas. En medio se encuentra Jesús, en quien confluyen y tienen su plena realización tanto las antiguas profecías como la Ley judía.

No sabemos cómo los apóstoles reconocieron a estos personajes. Quizá por la conversación o por una gracia especial. Es posible también que Jesús se lo dijera más tarde.

Conversaban sobre su muerte que había de tener lugar en Jerusalén (Lc). La transfiguración era, en cierto modo, una preparación de la Pasión, profetizada ya en el Antiguo Testamento. Moisés y Elías sustentan la humanidad de Jesús, como un anticipo de lo que realizará el ángel enviado por el Padre durante la agonía de Getsemaní.

Los tres apóstoles quedaron tan sobrecogidos que no se atrevieron a decir nada. Pedro interviene solo en el momento en que ellos se separaban de Jesús (Lc). Pero, por sus palabras, se ve que no ha comprendido el sentido de la conversación. Estaba anocheciendo y, lleno de una buena voluntad sin límites, dice a Jesús: Señor, qué bien estamos aquí; si quieres, haré aquí tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías 375.

Se trataría de cobijos muy precarios hechos con ramos de árboles y matojos, que allí abundaban. Pero era tal el estado en que se encontraba que no sabía lo que decía (Mc). Lo que pretendía era prolongar aquella situación indefinidamente. Allí se estaba mucho mejor que abajo con las muchedumbres, que no sobresalían por su educación, y con los fariseos, que atacaban al Maestro con saña. Todavía no había terminado de hablar cuando una nuble resplandeciente (Mt), llena de luz, los cubrió, y una voz desde la nube dijo: Este es mi hijo, el Amado, en quien me he complacido; escuchadle 376.

Los apóstoles cayeron de bruces en el suelo y quedaron sobrecogidos. Era el temor del hombre que entra en contacto de alguna manera con lo sobrenatural. Jamás olvidarían este día y esta voz. Pedro recordará conmovido, años más tarde, los sucesos de esta jornada. Escribe a los primeros cristianos que su doctrina no sigue fábulas ingeniosas, sino que habla de lo que ha sido testigo ocular. Y afirma: Hemos contemplado su gloria, gloria como corresponde al Unigénito del Padre 377. Al Padre llama la sublime gloria. Así continúa su Carta: En efecto, él fue honrado y glorificado por Dios Padre, cuando la sublime gloria le dirigió esta voz: Este es mi Hijo, el Amado, en quien tengo mis complacencias. Y esta voz venida del cielo la oímos nosotros estando con él en el monte santo.

Entonces, Jesús se acercó a ellos y, con toda sencillez, los tocó y les dijo: Levantaos; no temáis. Y ya no vieron a nadie. Solo a Jesús, al Jesús de siempre, que les sonreía.

Los discípulos bajaban contentos con su Maestro al día siguiente, todavía algo aturdidos, pero aliviados de la tensión de los portentos que habían presenciado. Y le miraban con mayor admiración que nunca. Mientras bajaban, venían hablando. Cuando se acercaban al lugar donde estaba el resto de los apóstoles, Jesús les ordenó que guardasen silencio de todo lo que habían visto y oído, hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos. La transfiguración iba dirigida a la gloria de Jesús y a quitar del corazón de aquellos tres más cercanos el escándalo de la cruz, pues los días de la Pasión estaban ya próximos.

Después, con toda confianza preguntaron a Jesús por qué decían los escribas que Elías, a quien ellos acababan de ver, había de venir primero a preparar la misión del Mesías 378. ¿No se presentaba con un poco de retraso? Jesús les contestó que en realidad Elías ya había venido, que hicieron con él lo que les vino en gana.

Y lo mismo harían con Él. Entonces comprendieron los discípulos que les hablaba de Juan el Bautista (Mt), que ya había sido martirizado por Herodes.

6. EL NIÑO LUNÁTICO

Mt 17, 14-21; Mc 9, 14-29; Lc 9, 37-42

Al día siguiente, cuando bajaban del monte, se encontraron una gran muchedumbre (Lc). En medio de todos estaban sus discípulos, disputando acaloradamente con unos escribas. El suceso lo describe san Marcos en una narración más completa. Las gentes, en cuanto vieron a Jesús, fueron corriendo a saludarle.

La discusión se refería a algo que se puso de manifiesto en esas horas de ausencia del Maestro: la incapacidad de sus apóstoles para expulsar el demonio de un muchacho 379. Este muchacho estaba endemoniado, y los apóstoles, que ya habían arrojado a otros demonios con los poderes del Maestro, no eran capaces de expulsar a este. Debían de estar muy desconcertados al ver que el demonio no les hacía mucho caso, y la multitud se divertía al ver su impotencia.

Los apóstoles vieron el cielo abierto cuando divisaron en la lejanía a Jesús que se aproximaba. Al llegar, se acercó a Él un hombre, se puso de rodillas, y le suplicó: Señor, ten compasión de mi hijo, porque está lunático 380 y sufre mucho; muchas veces se cae al fuego y otras al agua. Lo he traído a tus discípulos y no lo han podido curar.

Entonces Jesús exclamó: ¡Oh generación incrédula! ¿Hasta cuándo tendré que sufriros?

Y le presentaron al endemoniado, que al ver a Jesús se agitó violentamente, revolcándose en la tierra, y echaba espumarajos por la boca. Después se quedó rígido. Debió de ser impresionante.

El poder de los diablos sobre los hombres es limitado; no se extiende más allá de lo que Dios les permite. Dentro de esos límites se dan casos de posesión diabólica, esto es, de ocupación de un cuerpo humano por un demonio: se produce un cierto dominio del diablo sobre las actividades y acciones corporales y mentales del poseso, junto con la pérdida o disminución del dominio del hombre sobre sus propias acciones. El cuerpo del hombre viene a ser como instrumento del demonio, y padece así la más cruel de las esclavitudes. Con el pecado mortal, el demonio aumenta su poder en aquella alma, aunque no se exprese en signos extraordinarios.

Cuando Jesús expulsa a los demonios del cuerpo de los posesos muestra que ya ha comenzado el Reino de Dios, y el diablo empieza a ser desalojado de sus antiguas posesiones, de las que se había apoderado tras el pecado original. Nuestro Señor obtuvo la victoria completa sobre el demonio en su Pasión y muerte, pero el sometimiento definitivo de las fuerzas infernales no terminará hasta la segunda venida de Cristo, al fin de este mundo.

Jesús preguntó al padre desde cuándo le ocurrían aquellas cosas, y él dijo que desde la infancia. También le contó que a veces hasta le arrojaba al fuego y al agua para hacerlo perecer. Y añadió el padre: pero, si algo puedes, ayúdanos; compadécete de nosotros.

Jesús exclamó entonces: ¡Si puedes...! Todo es posible para el que cree. Esto es lo definitivo, no el poder de Jesucristo, que es siempre omnipotente, sino la fe. Por eso dijo enseguida el padre del niño: Creo, Señor; ayuda mi incredulidad.

En esos momentos iba en aumento la multitud. Entonces el Señor increpó al demonio y le mandó que saliera y nunca más volviera a él. Y gritando y agitando violentamente al niño, salió, y el muchacho quedó como muerto. Muchos así lo creían. Pero el Señor lo tomó de la mano y lo levantó, y lo entregó a su padre. Las gentes estaban maravilladas de la grandeza de Dios (Lc).

Después, cuando estaban a solas, en la casa (Mc), le preguntaron al Maestro por qué ellos no habían podido expulsar al demonio. Esto les preocupaba mucho. Todavía recordaban lo mal que lo habían pasado.

La respuesta del Señor fue clara: Por vuestra poca fe, les dice. Por su falta de confianza; es posible que al ver la vehemencia de las manifestaciones de la enfermedad o por los comentarios de los escribas, vacilaran en su empeño.

Y añadió Jesús: Porque os digo que, si tuvierais fe como un granito de mostaza 381, podríais decir a este monte: Trasládate de aquí allá, y se trasladaría, y nada os sería imposible (Mt). Esta poca fe quedó expresada en su falta de oración, como nos dice san Marcos. El que expulsa un demonio no lo logra en virtud de sus poderes, sino en el poder de Dios 382.

XXIV. LA FIESTA DE LOS TABERNÁCULOS

1. EL TRIBUTO DEL TEMPLO

Mt 17, 24-27

Pasa Jesús sus últimos días en Galilea. Pronto saldrá hacia Jerusalén, a la fiesta de los Tabernáculos.

Había llegado Jesús de nuevo a Cafarnaún después de una larga ausencia, y vinieron los recaudadores de la didracma en busca de Pedro y le preguntaron si su Maestro no pagaba este tributo del Templo. Es san Mateo, experto en la materia, el único de los evangelistas que nos narra este pequeño pero interesante suceso.

Se trataba de la tasa que pagaban anualmente al Templo todos los israelitas varones, desde los veinte años. Cada uno aportaba medio siclo 383, lo que equivalía a dos dracmas. Este impuesto estaba ya determinado en el Éxodo 384; más tarde, en los difíciles tiempos de la restauración, se redujo a una tercera parte. No sabemos cuándo se restableció este censo vigente en tiempos de Nuestro Señor. La recaudación comenzaba quince días antes de las tres grandes fiestas: Pascua, Pentecostés y Tabernáculos. Nos encontramos cerca de esta última.

Existían cobradores en toda la Diáspora 385 y, con mayor razón, en cualquier lugar de Palestina. Los recaudadores no se atrevieron a dirigirse a Jesús, al que tenían en gran consideración. Acudieron a Pedro. Le conocen, y también manifiesta tener la primacía entre los discípulos. Le dijeron: ¿No va a pagar vuestro Maestro la didracma?El les respondió que sí. Una contestación tan rápida hace suponer que Jesús había pagado este impuesto en años anteriores. Fue Pedro a la casa, donde ya estaba Jesús, a comunicarle este asunto, pero Él se anticipó: ¿Qué te parece, Simón? ¿De quién reciben tributo o censo los reyes de la tierra, de sus hijos o de los extraños?

Al responderle que de los extraños, Jesús le dijo: Luego los hijos están exentos. Jesús era el Hijo Unigénito, y el Templo, la casa de su Padre. A Él, sin duda, no le obligaba el tributo: los hijos de los reyes están exentos de pagar los impuestos que se recaudan en favor de sus padres. En el fondo, el Señor está declarando su divinidad.

Con todo, para no escandalizar a los recaudadores y a quienes habían presenciado la escena, dijo a Simón: Ve al mar, echa el anzuelo y el primer pez que pique sujétalo, ábrele la boca y encontrarás un estater 386; tómalo y dalo por mí y por ti 387.

Este hecho nos muestra que Jesús y los suyos pagaban los impuestos establecidos, también en la pobreza en que vivían, pues todo hace suponer que carecían de este poco dinero, que debieron buscar en otra parte 388.

2. EL MÁS GRANDE EN EL REINO DE LOS CIELOS

Mt 18, 1-6; Mc 9, 33-37; Lc 9, 46-48

Habían salido fuera de Cafarnaún, a los alrededores del lago o a una población vecina. Y en el camino de vuelta los discípulos habían estado discutiendo con calor, a sus espaldas, acerca de quién era realmente el mayor entre ellos. Quizá la conversación tiene su origen en los comentarios originados por el encargo del Señor del pago del tributo.

El Maestro nada dijo hasta que llegaron a la casa de Pedro en Cafarnaún. Entonces les preguntó: ¿De qué discutíais en el camino? San Marcos nos trae el relato más extenso, y nos dice que callaban, porque les daba vergüenza exponer delante de Jesús la conversación que mantuvieron. Pero Él sabía bien de qué habían venido hablando.

Jesús se sentó, se hizo rodear de los Doce y les dijo: Si alguno quiere ser el primero, hágase el último de todos y servidor de todos. Les enseña el modo de ejercer la autoridad en el Reino que se avecina: no como quien domina, sino como quien sirve.

Y, para enseñarles de modo gráfico la humildad y la abnegación que necesitan en el ejercicio de su misión, tomó a un niño 389, lo abrazó y les dijo: Él que reciba en mi nombre a uno de estos niños, a mí me recibe.

En ese niño, que Jesús abraza con ternura, están representados todos los niños del mundo, y también los que son como ellos. La Iglesia acogió siempre a los pequeños como hizo su Maestro 390.

El Señor valora a los más pequeños, los quiere y son modelo de la sencillez con la que sus discípulos se han de presentar ante su Padre Dios. Por eso habla a continuación de la gravedad del pecado de quien los escandaliza: más le vale –dice- que le pongan al cuello una piedra de molino de las que mueve un asno y sea arrojado al mar (Mc).

Aunque el Señor se refiere a los niños, también han de entenderse estas palabras a aquellos que por su falta de formación y de malicia son semejantes a ellos.

Con esta ocasión -el escándalo a los más pequeños-, el Señor hace una severa amonestación sobre la gravedad de este pecado. Del mismo modo, con un lenguaje muy expresivo señala la necesidad absoluta que tiene el discípulo de apartarse, cueste lo que cueste, de todo lo que pueda ser ocasión de pecado: si tu mano derecha te escandaliza, córtala; si tu ojo... Más vale perderlo todo que perder el alma.

San Mateo, con el tema de los niños de fondo, nos ha dejado esta enseñanza acerca de los ángeles custodios 391: Guardaos de despreciar a uno de estos pequeños, pues os digo que sus ángeles están viendo el rostro de mi Padre que está en los cielos.

Esta expresión ven de continuo el rostro de mi Padre es una frase hecha, tomada del ceremonial de las cortes del antiguo Oriente, y significa la presencia de los cortesanos ante el rey a quien sirven, que solo se concedía a personas de mucha confianza. Los judíos conocían la doctrina de los ángeles custodios, y los primeros cristianos conservaron esta preciosa enseñanza de Jesús 392.

3. UNO QUE ARROJABA LOS DEMONIOS EN NOMBRE DE JESÚS

Mc 9, 38-40; Lc 9, 49-50

Mientras estaba en Cafarnaún en casa de Pedro, Juan le comentó que habían visto a uno echar demonios en su nombre y que, como no era del grupo que habitualmente acompañaba al Señor, se lo habían prohibido. Quizá puede tratarse de alguien que había conocido antes a Jesús o bien alguno que fue curado por Él y se había constituido por su cuenta en un seguidor más del Maestro. Jesús no quiere entre los suyos la mentalidad de partido único. Por eso (Mc) le contestó: No se lo prohibáis, pues no hay nadie que haga un milagro en mi nombre y pueda a continuación hablar mal de mí: el que no está contra nosotros, está con nosotros.

Con estos sucesos termina la misión de Jesús en Galilea.

4. LA FIESTA DE LOS TABERNÁCULOS

Jn 7, 1-13

Cuando Jesús acabó estas enseñanzas decidió partir de allí y dirigirse a Judea y al otro lado del Jordán. San Lucas añade que pasó por los confines de Samaría y Galilea.

Estaba próxima la fiesta de los Tabernáculos.El nombre de esta fiesta -de los Tabernáculos o de las tiendas- evocaba el tiempo que los hebreos pasaron en el desierto, habitando en tiendas de campaña.

Poco antes de partir para la fiesta se acercaron a Jesús algunos de sus parientes más cercanos, que habían bajado de Nazaret a Cafarnaún, y le aconsejaban vivamente que se trasladase a Judea para que todos viesen sus prodigios. Estos parientes no creían en Él, pero, como sus hechos extraordinarios eran patentes, le movían a manifestarse de modo más público y contundente: Ya que haces tales cosas, manifiéstate al mundo. Estos familiares más cercanos reconocen sus prodigios, pero no su mesianidad.

Cuando los judíos que vivían lejos acudían a Jerusalén para celebrar las principales fiestas religiosas, solían hacerlo formando caravanas. Jesús había seguido esa costumbre en otras ocasiones; pero esta vez no quiere acudir a la ciudad santa con todo el bullicio. No era el momento adecuado para manifestarse públicamente en Jerusalén, pues las autoridades religiosas judías estaban irritadas con Él por las reprensiones que habían recibido, por la libertad de su proceder respecto al sábado, a los ayunos, etc. También pesaba mucho en su ánimo la envidia por el fervor que manifestaban las muchedumbres hacia el Maestro de Galilea. Por eso intentaban desacreditarle ante el pueblo y deshacerse de Él. El Señor no quiere adelantar el tiempo fijado por el Padre, ya que ha venido a cumplir fielmente su Voluntad.

Por eso les dijo a estos parientes: Subid vosotros a la fiesta; yo no subo a esta fiesta porque mi tiempo aún no se ha cumplido. Y Él se quedó unos días más en Galilea.

Al no subir con la antelación acostumbrada, las primeras caravanas que llegasen de Galilea anunciarían que Jesús no estaría presente en aquella festividad y, en consecuencia, los miembros del Sanedrín desistirían de tomar medidas contra Él.

Unos días más tarde, una vez que sus parientes habían salido, subió también Jesús a Jerusalén no públicamente, sino como a escondidas. San Mateo dice que, después de esta larga temporada en Galilea, partió por fin Jesús a la región de Judea.

5. PREDICE DE NUEVO LA PASIÓN

Mt 17, 22-23; Mc 9, 30-32; Lc 9, 43-45

No quería que le reconocieran en el camino, pues iba instruyendo a sus discípulos. Y les decía: Él Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán, y después de muerto resucitará a los tres días.

Eran palabras parecidas a las de otras veces, salvo que iba a ser entregado, es decir, traicionado. Esta es la primera vez que alude a la traición.

San Marcos nos dice que los Doce no comprendieron nada, quizá porque no querían comprender. Y, por lo mismo, temían preguntarle. Prefieren mantenerse en una especie de «ignorancia confortable» antes de conocer toda la verdad, que les parecía demasiado terrible. Quizá recordaban las graves palabras que había dirigido a Pedro en Cesarea de Filipo. Tampoco les llenaba de optimismo saber que habría de resucitar al tercer día, porque ni siquiera sospechaban qué podía significar esto. No reaccionaban ante esta revelación. Ellos sabían que, si Él moría, todo terminaba. Cuando esto sucedió, estaban tan lejos de esperar su resurrección que unos ya se marchaban y otros rechazaron el primer relato como un desatino.

Muchas de las verdades que ahora oyen permanecerán en el fondo de sus almas hasta que el Paráclito las ilumine y las haga operativas en sus vidas. El les daría la luz necesaria para comprenderlas 393.

Después de Pentecostés, debió de ser algo extraordinario comprobar cómo entendían y adquirían vida de pronto aquellas enseñanzas, un tanto oscuras para ellos, que habían oído de labios de Cristo. Entonces comprendieron cómo todo encajaba a la perfección, como las piezas de un rompecabezas.

Mientras tanto, en Jerusalén todo el mundo preguntaba por Él y se hacían comentarios de todo tipo. Nadie era indiferente. Unos decían: es bueno. Otros, en cambio: No.El ambiente estaba, sin embargo, enrarecido, pues nadie hablaba abiertamente de él por miedo a los judíos (Jn).

6. LOS DIEZ LEPROSOS

Lc 17, 11-19

Para ir a Jerusalén, Jesús siguió el camino directo que atravesaba la llanura de Esdrelón; después caminó por los confines de Galilea y Samaría hasta el valle del Jordán. Y, al llegar a un pueblo, un grupo de diez leprosos salió a su encuentro. Le alcanzaron antes de llegar a las primeras casas de la aldea 394. Alejados del resto de los hombres, formaban entre ellos una especie de pequeña comunidad. La lepra estaba muy extendida en tiempos del Señor, y sobre ella había muchas prescripciones 395. A pesar del deseo de ser curados, no se atreven a quebrantar la Ley; por eso, se detuvieron a distancia, lo que les obligó a levantar la voz para hacerse oír: ¡Maestro, Jesús, ten compasión de nosotros!

Le llaman con respeto Maestro, y también por su nombre: Jesús.El Señor se conmueve al verlos y los envía a los sacerdotes para que certifiquen su curación, como estaba previsto en la Ley. Ellos obedecen, aun antes de ser curados, porque tienen fe en Jesús. De pronto se sintieron curados en el camino. Debió de ser muy sorprendente ver que sus miembros eran como antes; nos imaginamos sus gritos de alegría al palparse sus manos, su rostro, y comprobar que estaban sanos. Fue un premio a su confianza y a su obediencia.

El Señor les esperaba. Pero ellos, una vez curados, se olvidaron del favor. Estaban como locos de satisfacción, y probablemente se irían a celebrarlo. Uno, sin embargo, fue la excepción; precisamente el samaritano: al verse curado, se volvió glorificando a Dios a gritos, y fue a postrarse a sus pies dándole gracias.

Jesús manifestó en voz alta que esperaba a todos los que se habían curado: ¿No son diez los que han quedado limpios? Los otros nueve ¿dónde están? ¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios, sino solo este extranjero? Jesús no solía quejarse de nada, pero lo hace ahora ante la ingratitud de estos hombres. Jesús no fue indiferente a las muestras de educación y de convivencia normales que se dan entre los hombres y que expresan la calidad y la finura interior de las personas. Ante Simón el fariseo, que no tuvo con Él las muestras habituales de hospitalidad, lo manifestó abiertamente. Jesucristo, con su vida y su predicación, reveló el aprecio por la amistad, la afabilidad, la templanza, el amor a la verdad, la comprensión, la lealtad, la laboriosidad, la sencillez... Son numerosos los ejemplos y parábolas de la vida corriente en los que se puede observar el gran valor que da a estas virtudes necesarias para la convivencia. Así vemos cómo forma a los apóstoles no solo en la virtud de la fe y de la caridad, sino en la sinceridad y nobleza y en la ponderación del juicio... Tan importantes considera estas virtudes humanas, que les llegará a decir: si no entendéis las cosas de la tierra, ¿cómo entenderéis las celestiales?

Aquel samaritano agradecido se llevó un don aún mayor que la misma curación: su fe. Jesús le dijo: Levántate y vete; tu fe te ha salvado. Aquel fue un día completo para él 396.

7. LLEGA A JERUSALÉN MEDIADA LA FIESTA

Jn 7, 14-30

San Juan nos dice que Jesús llegó a Jerusalén a mitad de la fiesta, al cuarto o quinto día, y que enseñaba en los atrios del Templo.

Jerusalén era en estos días como una plaza en fiestas. La ciudad se cubría de olivo y de mirto, de pino y de palmera: las chozas de ramaje cubrían las terrazas de las casas, invadían las calles más anchas y los lugares públicos. Otras muchas se situaban alrededor de Jerusalén como un cinturón verde que la abrazaba. Era el recuerdo religioso y festivo del paso por el desierto del pueblo israelita camino de la tierra prometida 397. Es muy probable que Jesús durmiera también esas noches bajo una tienda improvisada, posiblemente en la falda de Getsemaní, a donde acudió en otras ocasiones. Quizá en el huerto de un discípulo adinerado.

Las autoridades judías no se atrevieron a causar ningún daño a Jesús en estos días por temor a una revuelta popular. Así llegó a Jerusalén, pasando, en la medida en que le fue posible, inadvertido al pueblo. Y así se sumó al regocijo de la fiesta. Fueron también unas jornadas de predicación intensa.

El evangelista no se detiene aquí en precisar cuál fue la predicación del Señor, pero sí nos informa acerca de la profunda admiración que causaban sus explicaciones entre los judíos, incluidos los doctores de la Ley.

A lo largo de estos días se ponen de manifiesto las dudas y el desconcierto de los judíos. Discuten entre ellos si Jesús es el Mesías, o un profeta, o un impostor; no saben de dónde le viene su sabiduría, le contestan irritados y se extrañan de la actitud del Sanedrín 398.

También se refería Jesús, con cierta ironía, al conocimiento superficial que de Él tenían aquellos judíos, basado en las apariencias: Me conocéis y sabéis de dónde soy; en cambio, yo no he venido de mí mismo, pero el que me ha enviado, a quien vosotros no conocéis, es veraz.

Y afirma, no obstante, que procede del Padre que le ha enviado, a quien solo Él conoce, precisamente por ser el Hijo de Dios.

Los judíos entendieron que Jesús se hacía igual a Dios, y esto era una blasfemia: Y buscaban cómo detenerle, pero nadie le puso las manos encima porque aún no había llegado su hora.

Pero otros muchos creyeron en Él. Con sentido común decían: Cuando venga el Cristo, ¿acaso hará más milagros que los que este hace? Esto irritó mucho más a los fariseos. Jesús llegó a convertirse para ellos en una verdadera pesadilla. Entonces enviaron a unos alguaciles para prenderlo, pero el Señor se ocultó de ellos. No había llegado aún su hora.

8. LA ROCA ERA CRISTO

Jn 7, 37-53

La fiesta de los Tabernáculos duraba ocho días. Y, en cada uno de ellos, el sumo sacerdote se dirigía a la fuente de Siloé y, en una copa de oro, traía al Templo agua con la que rociaba el altar pidiendo a Dios abundantes lluvias para la próxima cosecha 399. Mientras tanto, se cantaba un pasaje del profeta Isaías que anunciaba la venida del Salvador y, con Él, la efusión de los dones celestiales; también se leía un capítulo del libro del profeta Ezequiel que habla de los torrentes de agua que brotarán del Templo 400.

Pero, sobre todo, se recordaba con gran viveza la escena narrada en el Éxodo cuando los israelitas morían de sed en el desierto.

El pueblo de Dios estaba acampado en los términos de Rafidín; en lo que más tarde se llamará Masá y Meribá. Fue Moisés al Señor y le habló de las penalidades de su pueblo. El Señor se compadeció, una vez más.

Se explica que después, cuando ya hayan llegado a la Tierra Prometida, establezcan una fiesta recordando las penalidades del tiempo del desierto. Le dijo entonces el Señor: pasa delante del pueblo acompañado de algunos ancianos de Israel, lleva en tu mano el bastón con que golpeaste el Nilo y emprende la marcha. Yo estaré junto a ti sobre la roca del Horeb; golpearás la roca y saldrá agua para que beba el pueblo 401. Así lo hizo Moisés y hubo agua abundante para todos.

San Pablo, al interpretar este pasaje, explica: todos bebieron... y la roca era Cristo 402. Era imagen y símbolo de Cristo, del que sale el agua viva sin medida, a torrentes.

Relacionado íntimamente con este pasaje se encuentran el relato que nos hace san Juan de la presencia de Jesús en esta fiesta judía del agua. Eran días de agradecimiento a Dios por el agua que habían recibido sus antepasados en camino hacia la Tierra Prometida.

También eran días de petición para que no faltaran las lluvias necesarias a las cosechas.

Jesús, rodeado de una gran multitud en el último día, el más solemne, exclamó con voz fuerte:

—Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba quien cree en mí. Como dice la Escritura, brotarán de su seno ríos de agua viva (Jn 7).

El Señor se presenta como Aquel que puede saciar el corazón siempre insatisfecho del hombre y darle la paz 403.

El Papa Benedicto XVI alertaba contra el desierto, más dramático aún, el de las almas, el de tantas almas, que se extiende, parece, de modo imparable. Un desierto en el que pone de manifiesto la ausencia de valores espirituales y humanos, la sequía interior.

El mundo, se ha dicho, es una garganta sedienta de Dios; intenta apagar esta sed con cosas que no solo no la apaciguan, sino que la aumentan. Todo el que beba de esta agua volverá a tener sed..., dijo Jesús a la mujer samaritana. Sed de bienes materiales, de placer... Sin embargo, «el deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer hacia sí al hombre, y solo en Dios encontrará la verdad y la dicha que no cesa de buscar».

¡Oh! Dios, Tú eres mi Dios, yo te busco desde el amanecer; mi alma tiene sed de Ti, mi carne languidece junto a Ti, como tierra árida y seca, sin agua 404.

Así se encuentra a veces nuestro corazón, como tierra árida y seca sin agua, pero nos llenan de esperanza las palabras de Jesús: los que tenéis sed, venid a las aguas (Is 55). El Señor es la Roca, de la que brota el agua sin medida, el agua viva. Él nos espera en la oración y en los sacramentos: «si conocieras el don de Dios. La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él».

Jesús llena nuestro corazón insatisfecho. No seamos como aquellos caballeros, escribe la santa de Ávila, que «faltóles el ánimo», se cansaron, cuando ya estaban a «dos pasos de la fuente del agua viva, que dijo el Señor a la samaritana».

No nos cansemos nosotros; Él está muy cerca. Y nos busca. No nos escondamos en el anonimato, en el ajetreo de los días demasiado llenos, y vayamos a la oración con quietud, sin prisas, con deseos de encontrarnos con Él y de hablarle despacio de lo que nos pasa, de nuestros pensamientos más íntimos.

Señor, estamos sedientos de Ti. Enséñanos el camino que conduce a esa Fuente inagotable, a la fuente de las aguas.

XXV. EN JERUSALÉN

1. LA MUJER ADÚLTERA

Jn 8, 1-11

Mientras enseñaba, unos escribas y fariseos trajeron a empellones a una mujer que había sido sorprendida en adulterio 405. La arrojaron en medio, delante de Él.

Estos fariseos conocían el espíritu indulgente de Jesús con los pecadores. Ahora acuden a Él, no para saber su opinión, sino para ver cómo se enfrentaba con el durísimo precepto de la Ley que prescribía la lapidación para estos casos.

Con cierto tono de insolencia y algo de ironía le dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés en la Ley nos mandó lapidar a estas; ¿tú qué dices?

¿Se atrevería Jesús a discrepar de la Ley de Moisés en un asunto tan claro y tan grave? San Juan señala que solo preguntaban para tener de qué acusarle, para comprometerle, pues ellos ya sabían lo que indicaba la Ley. Jesús guardó silencio, un silencio prolongado, tenso, y mientras tanto, inclinándose, escribía con el dedo en la tierra 406.

El silencio de Jesús puso nerviosos a los fariseos, que volvieron a hacer la misma pregunta. Ante su insistencia, se incorporó, los miró y les dijo: Él que de vosotros esté sin pecado que tire la piedra el primero.

Y se sentó de nuevo.

El que tiró la primera piedra fue el Señor... pero sobre sus enemigos, que quedaron desconcertados. No esperaban esto. La respuesta legal la convierte el Maestro en una interpelación moral que mira a la conciencia de cada uno 407.

Se inclinó de nuevo Jesús, y seguía escribiendo. Y los que habían llevado a la mujer se miraron unos a otros, molestos, e iniciaron la retirada: se fueron uno tras otro, comenzando por los más viejos. No debían de tener muy limpia la conciencia. Por otra parte, ¿quién es lo bastante puro y santo como para condenar a nadie? 408. Al marcharse, ninguno se atrevió a mirar a la mujer y a Jesús, que, por su parte, estaba como distraído con los garabatos que dibujaba en el suelo.

Pasados unos minutos, el Señor levantó la vista: quedó solo Jesús y la mujer, de pie, en medio. «Misera et Misericordia». Se encuentran la que estaba llena de miserias y la misericordia infinita que viene a curarlas, comenta san Agustín5. La mujer sigue temblorosa y Jesús, lleno de bondad. El se levantó de nuevo y dijo: Mujer, ¿dónde están? ¿Ninguno te ha condenado?

Ella sacó fuerzas del miedo y de la vergüenza que había sufrido y respondió: Ninguno, Señor.

No añadió palabras de arrepentimiento, pero el tono de su voz, su mirada agradecida, mostraban bien a las claras que confiaba en Él, que estaba dispuesta a recomenzar una nueva vida.

Jesús la miró de nuevo, y le dijo: Tampoco yo te condeno; vete y desde ahora no peques más.

Nada más sabemos sobre esa mujer. Con certeza, no olvidaría nunca el terror de aquella hora y la mirada compasiva y salvadora de Jesús. Hemos de pensar que más adelante sería una de aquellas primeras mujeres cristianas que fueron muy apostólicas y fidelísimas a Cristo. Estamos seguros de que el Señor quedó lleno de gozo. ¡Había recuperado la oveja que andaba perdida! Aquella mujer iría por todas partes anunciando la misericordia divina.

2. LUZ DEL MUNDO

Jn 8, 12-20

El episodio de la mujer adúltera fue un inciso inesperado en estos días en torno a los Tabernáculos en los que, con ocasión de los ritos de la fiesta, Jesús imparte su doctrina en los atrios del Templo desde primeras horas de la mañana. Parece querer aprovechar la gran diversidad de público, llegado de todas partes, que solía quedarse algunos días más en la ciudad.

A los que imploran el agua, Jesús les había invitado a ir a Él: Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba...

No solo el agua, la luz también tenía un gran simbolismo en esta fiesta. Debía de estar muy presente en todos, cuando Jesús les hablaba 409.

En la tarde del primer día, apenas oscurecía, los sacerdotes prendían cuatro grandes lámparas, suspendidas en altísimos candelabros; la multitud encendía a su vez innumerables luces de todo género. Alrededor de estas luminarias, los hebreos ejecutaban danzas populares mientras empuñaban sus antorchas. Distribuidos en los quince escalones que mediaban entre el atrio de las mujeres y el atrio de Israel, los levitas tañían el arpa que acompañaba al baile 410. Las llamas de los candelabros eran tan recias y vivas que, según la Mishna, «no había un solo patio en la ciudad que no reflejara» su resplandor. Con esta luz se recordaba la nube luminosa, señal de la presencia de Dios, que guió a los israelitas por el desierto a su salida de Egipto.

Los fulgores de aquella noche llena de luz y de alegría permanecerían muchas jornadas en el recuerdo de todos. En uno de estos días, Jesús hizo una aplicación de la ceremonia a sí mismo. San Juan nos dice dónde tuvo lugar esta enseñanza y la discusión posterior con los fariseos: Estas palabras, escribe el apóstol, las dijo Jesús en el gazofilacio, enseñando en el Templo. Era este un lugar situado en el atrio de las mujeres, en el que existían varias huchas destinadas a recoger las ofrendas de los fieles 411.

Es posible que antes alguien hubiese hecho un comentario sobre las danzas en medio de las antorchas. Lo cierto es que Jesús se dirigió a los presentes y les dijo: Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.

En el fondo, estas palabras equivalían a una nueva declaración mesiánica, pues el Mesías había sido anunciado frecuentemente como una luz: el profeta Isaías predijo que un gran resplandor iluminaría a los pueblos que estaban sumidos en las tinieblas, comenzando por las tribus del norte; el Mesías había de ser no solo Rey de Israel, sino luz de las gentes; y David hablaba de Dios como una claridad que ilumina el alma del justo y le da fortaleza. Esta imagen era, pues, bien conocida en tiempos del Señor. La emplearon Zacarías y el anciano Simeón para manifestar su gozo al ver que se estaban cumpliendo las profecías antiguas.

Jesucristo, efectivamente, es la Luz, que ya anunció el Precursor, pues vino a dar testimonio de la luz. Y san Juan añade: No era él la luz, sino el que debía dar testimonio de la luz. Y, con referencia a Cristo, escribe a continuación: Era la luz verdadera, que ilumina a todo hombre que viene a este mundo.

También lo son sus apóstoles y sus discípulos a lo largo de los tiempos, que se llaman hijos de la luz, aunque en realidad la poseen por participación, por haber abierto sus ojos a Cristo.

Los judíos no entendieron a Jesús o no quisieron entenderle. De aquí las largas disputas que nos narra san Juan. Sin embargo, algunos sí creyeron en Él después de estas enseñanzas, según nos dice el mismo evangelista.

3. EL CIEGO DE NACIMIENTO

Jn 9, 1-41

Pasaba Jesús por una calle de Jerusalén y se encontró con un ciego de nacimiento. Jesús le miró compasivamente, anota san Juan. Este hombre debía de ser aún joven, según parece por el tono del relato, y debía de encontrarse en un lugar frecuentado de la ciudad, quizá en una de las puertas exteriores del Templo, y pedía limosna a los transeúntes.

La mirada de Jesús, que quizá se detuvo también, motivó la pregunta de los discípulos: Rabbí, ¿quién pecó, este o sus padres, para que naciera ciego? Dan por supuesto, siguiendo el prejuicio popular, que la enfermedad tenía su origen en el pecado 412. Por curiosidad, querían saber si el mal fue cometido por los padres o por el hijo.

Sorprende que pudieran pensar que el castigo llegara como consecuencia de un pecado cometido por el pobre ciego, ¡si ya nació así! A no ser que, como opinaban algunos rabinos, aun en el seno materno se pudiera pecar o que el castigo fuera en previsión de los pecados futuros. Era una concepción muy terrible y muy alejada del parecer de Dios. Sorprende también que hagan la pregunta con tanta naturalidad 413.

El Señor respondió: Ni pecó este ni sus padres, sino que eso ha ocurrido para que las obras de Dios se manifiesten en él.

Entonces hizo un poco de barro mezclando su saliva con polvo, lo aplicó a los ojos del mendigo y le dijo: Anda, lávate en la piscina de Siloé 414. Era un acto simbólico, para mover la fe del enfermo.

Esta piscina estaba situada en el ángulo sureste de los muros de Jerusalén, en el valle del Cedrón, casi enfrente de la aldea llamada también Siloé 415. San Juan la llama del Enviado, apoyándose en la etimología amplia de la palabra siloé. La relaciona así con Jesús, el Enviado del Padre 416.

Es de suponer que Jesús advirtió previamente al mendigo cuál era el fin de aquella singular operación. Ahora todo dependía de la confianza y de la obediencia del ciego. Este fue, se lavó y volvió con vista. Así de sencillo 417.

San Juan recogió además en su evangelio una especie de comprobación oficial, que lo hace incuestionable. En primer lugar son los vecinos, conocidos del ciego y personas que le veían todos los días pedir limosna.

Unos decían que era el mismo ciego conocido por todos, otros que se le parecía. El respondía que él era el ciego de siempre. Y, al preguntarle cómo veía ahora, el mendigo explicaba una y otra vez lo que sucedió: Ese hombre que se llama Jesús hizo lodo... No sabía, sin embargo, dónde se encontraba Jesús.

Le llevaron a los fariseos. Con estos el tema toma importancia porque era sábado el día en que Jesús hizo lodo y le abrió los ojos. ¡Los fariseos sí que estaban ciegos! No ven el milagro. Piensan que Jesús había quebrantado el sábado al trabajar para hacer aquel barro con un poco de saliva. Le preguntaban una y otra vez cómo había comenzado a ver. Y él, con una paciencia admirable, repetía una vez más: Me puso lodo en los ojos...

Los fariseos, después de oír al ciego, decían: Ese hombre no es de Dios, ya que no guarda el sábado. Otros, con más sentido común, se preguntaban: ¿Cómo puede un hombre pecador hacer tales prodigios? Estaban muy divididos entre ellos.

Llamaron otra vez al ciego y le preguntaron qué opinaba acerca de Jesús. Que es un profeta, respondió. Y, dispuestos a encontrar otra salida que no fuera reconocer el milagro mismo, los fariseos pensaron que quizá en realidad no era ciego. Por lo cual interrogaron a sus padres, que certificaron que aquel era su hijo y que había nacido ciego. Entonces, ¿cómo es que ahora ve? Los padres, con gran sencillez y para evitar ulteriores dificultades con la autoridad, respondieron:

Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego, pero cómo es que ahora ve, no lo sabemos; o quién le abrió los ojos, nosotros no lo sabemos. Preguntadle a él, que edad tiene, él dará razón de sí mismo.

Probablemente sí conocían a Jesús, pero, como añade san Juan, sus padres dijeron esto porque temían a los judíos, pues ya habían acordado que, si alguno confesaba que él era el Cristo, fuese expulsado de la sinagoga.

Volvieron a la carga los fariseos y llamaron de nuevo al mendigo y le dijeron: Da gloria a Dios 418; nosotros sabemos que ese hombre es pecador.

Y el ciego contestó: Si es un pecador, yo no lo sé. Solo sé una cosa: que yo era ciego y ahora veo.

Se atiene a la fuerza de los hechos. La realidad era que él antes no veía y ahora sí. Esa era la cuestión. Otra vez querían que repitiera lo que le había hecho Jesús. Pero el ciego perdió, por fin, la paciencia ante la cerrazón de aquellos hombres. Por eso les respondió: Ya os lo dije y no me escuchasteis, ¿por qué lo queréis oír de nuevo? ¿Es que también vosotros queréis haceros discípulos suyos?

Los fariseos le insultaron entonces y declararon que ellos eran discípulos de Moisés. Y añadieron: Sabemos que Dios habló a Moisés, pero ese no sabemos de dónde es.

El ciego, con sorna, pero lleno de sentido común, les contestó con firmeza:

Esto es precisamente lo admirable, que vosotros no sepáis de dónde es y que me abriera los ojos. Sabemos que Dios no escucha a los pecadores, sino que, si uno honra a Dios y hace su voluntad, a este le escucha. Jamás se ha oído decir que alguien haya abierto los ojos a un ciego de nacimiento. Si ese no fuera de Dios, no hubiera podido hacer nada.

Heridos en lo más vivo, los fariseos recurren a la ofensa. Se ve que han ido perdiendo terreno a lo largo de la investigación: Has nacido empecatado y ¿nos vas a enseñar tú a nosotros? Y lo echaron fuera.

Jesús se enteró de todo este proceso y de que le habían echado fuera de la sinagoga, lo cual se llevaba a cabo cuando se cometían delitos graves 419. Se hizo encontradizo con el ciego y, mediante una pregunta, le facilitó hacer un acto de fe en su divinidad: ¿Crees tú en el Hijo del Hombre? Y el ciego preguntó: ¿Y quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: Lo has visto; el que habla contigo, ese es. Y él exclamó: Creo, Señor. Y se postró ante él.

Este diálogo recuerda el de Jesús con la samaritana. Existe un fuerte contraste entre la actitud del ciego y la cerrazón de los fariseos. Por eso, en clara referencia a estos, añadió Jesús: Yo he venido a este mundo para un juicio, para que los que no ven vean, y los que ven se vuelvan ciegos.

Algunos fariseos estaban con Jesús 420 cuando dijo estas palabras, y replicaron: ¿Acaso nosotros también somos ciegos?

Jesús les contestó: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado, pero ahora decís: Vemos; por eso vuestro pecado permanece.

Los peores ciegos son los que no quieren ver. Y esto ocurría a aquellos hombres que disponían de toda la ciencia de la Escritura y del testimonio de los milagros para haber visto al Mesías, que estaba a sus puertas. En vez de mirar a Cristo que pasaba tan cerca, se quedaron discutiendo sobre el barro que había hecho en día de sábado. Realmente estaban ciegos.

4. EL BUEN PASTOR

Jn 10, 1-21

Las discusiones acerca de la curación del ciego de nacimiento se prolongaron durante varios días en la ciudad. Probablemente con motivo de la expulsión del ciego que había recobrado la vista, Jesús se declara, por el contrario, el buen pastor que no maltrata a las ovejas del rebaño, sino que las acoge y cuida con solicitud. En el fondo de esta enseñanza se encuentra una nueva declaración de su mesianidad.

Dijo Jesús: Llama a las suyas por su nombre y las saca afuera; cuando las saca todas, él va delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz. A un extraño no lo seguirían, sino que huirían de él, porque no conocen la voz de los extraños 421.

Casi todos somos gente de ciudad y la vida del campo nos resulta un tanto lejana; incluso los que viven en el campo no tienen, por lo general, ni idea de lo que significa el rebaño para la conciencia de un pueblo de pastores. Pero, cuando Jesús hablaba, lo escuchaba gente en cuya memoria estaban aún vivos los orígenes de su pueblo.

Abrahán, al que Dios llamó y lo condujo a una nueva tierra, era pastor y vivía con sus rebaños: un pastor principesco. Pastor, fue su hijo Isaac, al que el siervo más antiguo de su padre buscó esposa junto a un abrevadero de reses 422. Pastor fue José, que presentó a sus hermanos ante el Faraón como pastores de ovejas y se les asignó para vivir el pastizal del país de Gosén 423. Sus descendientes atravesaron el desierto como un pueblo nómada de pastores, e, incluso cuando se hicieron sedentarios, la imagen del pastor que vive con su rebaño siguió siendo una imagen bien conocida por todos.

De aquí hemos de partir para poder entender la parábola: del hombre que vive totalmente entregado a sus animales. Los mayores y los niños conocen las peculiariedades y dolencias de las ovejas. Y los animales ven en él al protector y conductor del rebaño y responden a su voz y a sus movimientos. Pero los fariseos no entienden lo que Jesús quiere enseñarles con la parábola. Por eso Él desarrolla y subraya cada uno de sus rasgos:

Pues sí, os lo aseguro, yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí eran ladrones y bandidos, pero las ovejas no les hicieron caso. Yo soy la puerta; el que entre por mí, estará al seguro, podrá entrar y salir y encontrará pastos. El ladrón no viene más que para robar, matar y perder, Yo he venido para que vivan y estén llenos de vida. Yo soy el buen pastor. El buen pastor se desprende de su vida por sus ovejas. El asalariado, como no es pastor ni las ovejas son suyas, cuando ve venir al lobo, deja las ovejas y echa a correr. Y el lobo las arrebata y las dispersa. Porque a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí, igual que mi Padre me conoce y yo conozco a mi Padre; además, me desprendo de la vida por las ovejas.

La clave de toda esta parábola es este versículo: Yo soy el buen pastor; conozco a mis ovejas y las mías me conocen a mí.El sabe bien lo que es el hombre, cada uno de los hombres. Conoce su miseria y está familiarizado con su soledad. Cuando habla, sus palabras reproducen exactamente la realidad. Sus ovejas lo conocen.

Pero lo más profundo, quizá, lo expresan estas palabras: Igual que mi Padre me conoce y yo conozco a mí Padre. Jesús conoce a los hombres y ellos lo conocen a él con la misma inmediatez con la que el Padre lo conoce a Él y Él al Padre. Después, nos quedamos anonadados ante estas palabras. Jesús dice que su relación con el hombre se asemeja a la relación que existe entre Él y el Padre...

Dice Jesús que nos conoce como Él conoce al Padre. Aquí se intuye lo que tiene que significar la redención, la redención personal. Jesús habla desde su conciencia más íntima de redentor. Con enorme agudeza establece una distinción entre Él y los otros: todos los que han venido antes de mí. Nadie tiene la misma relación que él con los hombres. El conoce al Padre como nadie lo conoce: Al Padre lo conoce solo el Hijo. Y de esa misma manera conoce él también a los hombres, desde las raíces mismas de su ser personal. Nadie está dentro de la persona concreta como Él. Nadie puede acercarse al hombre como Él.

Nadie es tan íntima, consciente y soberanamente hombre como Él. Por eso nos conoce. Por eso, su palabra va a lo esencial. Por eso, en las palabras de Jesús se comprende al hombre con más profundidad de lo que este podrá jamás comprenderse a sí mismo. Por eso, el hombre puede confiar en la palabra de Cristo más profundamente que en la de las personas más queridas y más sabias. Todos, incluidos los más queridos y los más sabios, son, en este sentido, únicamente «los otros». Solo Cristo.

Sí, os lo aseguro, yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí eran ladrones y bandidos; pero las ovejas no les hicieron caso. Yo soy la puerta: el que entre por mí, estará al seguro, podrá entrar y salir y encontrará pastos. El ladrón no viene más que para robar, matar y perder. Yo he venido para que vivan y estén llenos de vida 424.

Él es «el pastor»; pero es también «la puerta», la entrada al redil. Solo Él es el acceso a lo profundo de la existencia humana. Por tanto, el que quiera llegar al corazón del hombre, tendrá que pasar por Él. No es una metáfora, sino que es exactamente así. Por eso, el que quiera hablar a una persona para llegar allí donde se toman las grandes decisiones, tiene que pasar por Cristo. Tendrá que purificar su pensamiento, insertándolo en el pensamiento de Cristo. Tendrá que procurar que sus palabras sean verdaderas, ajustándolas a las de Cristo. Tendrá que conformar su intención a los sentimientos de Cristo y dejar que en su voluntad actúe el amor de Cristo. Es Cristo el que tiene que hablar, no su propio yo.

Y, para que la imagen de la puerta conserve todo su vigor, dice Jesús: Todos los que han venido antes de mí eran ladrones y bandidos, pero las ovejas no les hicieron caso. Estas palabras son tremendas.

La seriedad de la que procede todo esto se rubrica en la frase que sigue a las palabras sobre el conocimiento de las ovejas: Doy mi vida por las ovejas. Solo Jesús tiene acceso a lo más auténtico de la existencia humana, porque solo Él está dispuesto a la entrega completa. Está dispuesto a morir por los suyos. Por eso me ama mi Padre, porque yo me desprendo de mi vida para recobrarla de nuevo. Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente. Está en mi mano desprenderme de ella y está en mi mano recobrarla. Este es el encargo que me ha dado el Padre 425.

Aquí se manifiesta una profundidad a la que no alcanza nuestro conocimiento humano, pero bueno será sentirla. Cuando a alguien se le confía algo grande, da seguridad conocer las fuentes de energía que actúan en Él. No se pueden calcular, pero uno se siente tranquilo porque están ahí. Las palabras «Redentor» y «Dios-hombre» se dicen fácilmente; pero bueno será percibir también algo de lo que está detrás de ellas, de los abismos de los que emerge esta figura, de los poderes desde los que actúa. ¡Qué bueno es, Señor, sentir que eres infinitamente más grande que nosotros, que tú eres realmente el único y que todos los demás son meramente «los otros»! ¡Qué bueno es sentir que tus raíces se hunden en los fundamentos de lo humano y en el principio que es Dios!

Pero también se dice que las ovejas escuchan al pastor y conocen su voz. Según esto, los hombres conocen su llamada. ¿Responde nuestro interior a ella? ¿Es realmente así?

Los adversarios con los que Él tiene que luchar no son solo «los otros», que quieren arrancarnos de Él, sino nosotros mismos, que no lo dejamos entrar. El lobo del que huye el asalariado no solo está fuera, sino también dentro. El mayor enemigo de nuestra redención somos nosotros mismos. Contra nosotros, precisamente, tiene que luchar el buen pastor por nosotros.

En una ocasión -en el contexto del milagro de la multiplicación de los panes- se dice: Al desembarcar vio Jesús mucha gente, y le dio lástima de ellos, porque andaban como ovejas sin pastor. ¡Qué bien se entienden esas palabras! Cuando se ve una masa de gente, se tiene la sensación de que están como ovejas sin pastor.El hombre está muy abandonado. Abandonado desde los cimientos de su existencia. Y no porque haya tan poca gente buena y con conciencia, que se preocupe de los demás. La existencia misma está «abandonada», porque está alejada de Dios, hundida en el vacío. A este abandono no llega ninguna mano humana. Solo Cristo puede superarlo 426.

La imagen de Dios como Pastor de Israel era uno de los temas preferidos por los profetas del Antiguo Testamento. El nombre de pastores se aplicaba también a los reyes y a los sacerdotes que cuidaban del pueblo de Yahvé. Pero muchos guías del pueblo elegido -entre ellos, los falsos mesías que aparecían constantemente- se comportaban como salteadores, llevando a las ovejas a la ruina. Jeremías ya había dirigido una dura amenaza contra estos que maltratan a las ovejas, y había prometido en nombre de Yahvé nuevos pastores que apacentarían al rebaño 427.

Jesús declara que en Él se han cumplido esas profecías: Yo soy el buen pastor, dice. Y añade:

El buen pastor da su vida por sus ovejas. El asalariado, el que no es pastor dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye -y el lobo las arrebata y las dispersa-, porque es asalariado y no le importan las ovejas.

Es muy posible, decíamos, que Jesús pronunciara estas palabras al ver cómo el ciego que acaba de curar es rechazado por aquellos mismos que debían acogerlo 428. Pero no solo aquí declara ser el Pastor prometido por Yahvé: esta enseñanza se contiene en todo el evangelio.

Pero hay más, algo que los lectores de los viejos libros no pudieron jamás intuir: tanto ama el Pastor a su hato, a su pequeño rebaño, que da su vida por las ovejas. Lo demostrará muy pronto 429.

En este discurso nos suministra Jesús un dato de mucho valor: nos asegura que conoce y llama a cada una de las ovejas por su nombre. San Pablo escribe a los gálatas algo que ya él había repetido muchas veces en su intimidad: Me amó y se entregó por mí 430. Por mí, por cada hombre, con sus apellidos y su historia personal.

Linos meses más tarde nombrará a Pedro sucesor suyo para apacentar a todo el rebaño. El apóstol no olvidó nunca estas enseñanzas de Jesús 431.

Se produjo de nuevo una gran disensión entre los judíos. Muchos decían: Está endemoniado y loco, ¿por qué le escucháis? Sin embargo, otros decían: Estas palabras no son de quien está endemoniado. ¿Acaso puede un demonio abrir los ojos de los ciegos? Estaba muy reciente la curación del mendigo y había causado en todos una fortísima impresión.

Así termina el relato de san Juan sobre estos acontecimientos que tuvieron lugar en los Tabernáculos.

Dos meses largos (de octubre a diciembre) trascurren desde la fiesta de los Tabernáculos a la de la Dedicación. En ella, según nos indica expresamente san Juan 432, encontramos de nuevo al Señor en Jerusalén. Dado el poco tiempo que media entre ambas fiestas, es muy posible que Jesús se quedara en Judea, en el mismo Jerusalén o en sus alrededores cercanos.

En este tiempo debieron de tener lugar algunas de las enseñanzas que san Lucas nos trae en su evangelio sin indicación de espacio y de tiempo. Las recoge en el marco literario del último viaje a Jerusalén.

5. PARÁBOLA DEL JUEZ INICUO

Lc 18, 1-8

En una ciudad -dice Jesús- había un juez que no temía a Dios ni respetaba a los hombres. También en la ciudad había una pobre viuda 433 con un litigio pendiente, y acudía una y otra vez para pedirle que le hiciera justicia. El juez se negaba también una y otra vez, pero la mujer insistió tanto que terminó por atenderla. Y concluye el Señor: ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos que claman a Él día y noche, y les hará esperar?

Y dice más: Os aseguro que les hará justicia sin tardanza 434.

Dios es el personaje central de la parábola; no lo son, como parece a primera vista, ni el juez ni la viuda. El Señor, que es siempre misericordioso ante la indigencia de los hombres, centra toda la enseñanza 435. Él siempre está atento a quien le invoca 436.

Esta parábola contiene parecida enseñanza a la del amigo importuno. Las dos ponen de manifiesto el poder de la oración de petición y la necesidad de orar siempre y no desfallecer, de perseverar siempre 437.

6. PARÁBOLA DEL FARISEO Y DEL PUBLICANO

Lc 18, 9-14

El Señor habla ahora de las disposiciones interiores necesarias para ser oídos por Dios. Es muy posible que esta parábola la propusiera el Señor en el mismo Templo, el lugar por excelencia para la oración. San Lucas especifica que la enseñanza estaba especialmente dirigida a algunos que confiaban en sí mismos teniéndose por justos y despreciaban a los demás. Esta es la clave para interpretarla. La descripción que hace el Señor del fariseo no es en absoluto una caricatura. Responde a algunas oraciones que han llegado hasta nosotros por la literatura rabínica 438. Para comprender rectamente la parábola, una de las que quizá mejor encajan en su época, debemos tener en cuenta el vivo contraste que hay entre el comportamiento de esas dos personas: un comportamiento que determina su manera de orar 439.

Dos hombres, uno fariseo y el otro publicano, se dirigen al Templo a orar. El fariseo, de pie, decía en su interior: Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres, ladrones, injustos, adúlteros, ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana, pago el diezmo de todo lo que poseo 440.

El publicano, desde lejos, apenas se atrevía a levantar los ojos. Piensa en su culpa, en lo mal que se ha comportado con Dios. Por eso se golpea el pecho y, con gran humildad, invoca la misericordia divina: Oh Dios, ten compasión de mí que soy un pecador 441.

Todo lo que hacía el fariseo era bueno: ayunaba dos veces por semana como los más celosos fariseos, pagaba el diezmo..., no era ladrón ni adúltero, daba gracias a Dios... y no era como el publicano, un ser claramente despreciable. En realidad, el primero no oró a Dios. Escribe san Agustín que la intención del fariseo no era orar, sino alabarse 442. Contemplaba sus propias virtudes con el corazón lleno de orgullo y de presunción. En el fondo expresa su propia satisfacción por lo bueno que es. Su piedad es una falsa piedad. No solo no encuentra nada de qué arrepentirse, sino que halla muchas cosas de las que ufanarse.

El Señor hace un juicio de estas dos personas: Os digo que éste bajó justificado a su casa, y aquel no.

El publicano se marchó a casa lleno de paz y más alegre que unas castañuelas.

7. EN LA FIESTA DE LA DEDICACIÓN

Jn 10, 22-30

Llegó la fiesta de la Dedicación o de las Encenias (renovación). Esta fiesta conmemoraba la dedicación del Templo por Judas Macabeo en el año 15 a.C., después de haber liberado a Jerusalén de la dominación siria. Purificó entonces aquel lugar sagrado de las profanaciones de Antíoco Epifanes (1M 1, 54). Desde entonces, se celebraba todos los años el día 15 del mes de Kisleu (noviembrediciembre) y durante la semana siguiente. Se la llamaba también la fiesta de las luces, por las lámparas encendidas durante la fiesta en las ventanas de las casas y en las sinagogas 443. Eran señal de alegría. Se llevaban en las manos palmas y ramas verdes. Se cantaban los salmos del Hallel 444 al son de las flautas. Era una fiesta relativamente reciente en la historia del pueblo judío, y no exigía la peregrinación a Jerusalén.

San Juan nos dice que era invierno, y Jesús paseaba por el Templo, en el pórtico de Salomón. En la fiesta anterior (septiembre-octubre) el evangelista nos dice que Jesús estaba sentado (por ejemplo, cuando le llevan a la mujer adúltera); ahora, con los fríos de diciembre, Jesús paseaba por el pórtico 445. Este atrio del Templo estaba en el lado oriental y se encontraba resguardado de los vientos cortantes del desierto.

Le rodearon entonces los judíos y le decían: ¿Hasta cuándo nos vas a tener en vilo? Si eres tú el Cristo, dínoslo abiertamente. Jesús les repite una vez más que sus obras dan suficiente testimonio de Él. Sus acciones divinas proclamaban a gritos quién era 446. Y retoma la imagen reciente del buen pastor y de las ovejas: Vosotros no creéis porque no sois de mis ovejas. Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y me siguen.

Jesús hizo entonces una declaración que dejó atónitos a todos: Yo y el Padre somos uno. Era una afirmación misteriosa en la que proclamaba su unidad sustancial con el Padre en cuanto a la naturaleza 447. Así lo

Jesús salió de Jerusalén y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al principio.

entendieron los judíos, que quisieron apedrearlo como blasfemo.

El Señor les preguntó por cuál de aquellas obras que todos habían visto le quieren lapidar. Ellos, que habían entendido bien las palabras de Jesús, le contestan que no era por sus obras, sino por blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios 448.

Jesús no lo niega y recurre de nuevo a los hechos: Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis; pero, si las hago, creed en las obras, aunque no me creáis a mí, para que conozcáis y sepáis que el Padre está en mí y yo en el Padre.

Intentaron de nuevo prenderlo, pero no lo lograron. Entonces Jesús se marchó de Jerusalén, y se fue de nuevo al otro lado del Jordán, donde Juan bautizaba al principio, y allí se quedó 449. Es muy posible que en este camino hacia Perea pasara por Betania; así se explica bien que Marta y María sepan dónde se encuentra Jesús cuando enferme Lázaro.

XXVI. EN EL OTRO LADO DEL JORDÁN

1. MATRIMONIO INDISOLUBLE

Mt 19, 3-9; Mc 10, 2-12; Lc 16, 18

Jesús marchó a Perea. Así se llamaba al país del otro lado del Jordán, y más especialmente a una banda de tierra que se extiende a lo largo del río. Allí, cerca del río, se marchó Jesús. Y a este lugar acudieron gentes de todas partes, y muchos creyeron en Él (Jn).

Estando en aquella región se presentaron unos fariseos que le formularon una pregunta, para tentarle: si era lícito a un marido repudiar a su mujer. Pretenden enfrentarle con la Ley de Moisés. En realidad, lo que le preguntaron era si se podía despedir a la mujer por un motivo cualquiera. Daban por supuesto que se la podía despedir. La duda estaba en la entidad de los motivos. La cuestión era muy debatida en las diferentes escuelas rabínicas.

Jesús les hace a su vez una pregunta: ¿Qué os mandó Moisés?

La Ley mosaica permitía a los judíos, sin proceso alguno, repudiar a su mujer por alguna causa y con la condición de darle un libelo, un escrito, en el que constaba que se había roto el vínculo marital. Por eso, dicen a Jesús: Moisés permitió darle escrito el libelo de repudio y despedirla (Mc). Los rabinos estaban orgullosos de esta facultad de divorcio y algunos la consideraban como un privilegio de Dios a Israel, y no a los paganos. La causa del repudio era, sin embargo, un tanto imprecisa: Si resulta que ella no encuentra gracia a los ojos de aquel por haberle hallado algún inconveniente.

En tiempos del Señor eran varias las interpretaciones que se daban a estas palabras. Una más estricta, la del rabí Schammai, sostenía que solo en caso de adulterio podía la mujer ser despedida. La otra, la del rabí Hillel, por el contrario, afirmaba que se podía despedir a la mujer por cualquier causa 450, incluso, decían otros, sin razón alguna. De hecho, existía una gran relajación en esta materia en Palestina en tiempos de Jesús.

El Señor dará una respuesta tan sorprendente que sus mismos discípulos quedaron desconcertados. En ella Jesús no niega la autoridad de Moisés, pero se arroga el poder de interpretarla.

Por la dureza de vuestro corazón permitió darle escrito el libelo de repudio y despedirla (Mc), les dice Jesús. Moisés toleró el mal del divorcio cediendo a la dureza de aquel pueblo primitivo, en el que la condición de la mujer estaba tan postergada. El documento, en el fondo, significaba un avance social, pues al menos la mujer conseguía la libertad cuando las condiciones en casa del marido eran insostenibles y no quedaba abandonada a su suerte.

El Señor considera, sin embargo, el matrimonio como una unión indisoluble desde su mismo origen, y coloca al marido y a la esposa en una condición de igualdad. A la vez, devuelve a la institución matrimonial su sentido original, tal como Dios la había creado en sus orígenes: por esto dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne; de modo que ya no son dos, sino una sola carne. Por tanto lo que Dios unió no lo separe el hombre.

Cuando llegaron a casa, los discípulos volvieron sobre el tema. Y Jesús les dijo: Cualquiera que repudie a su mujer y se una con otra 451, comete adulterio contra aquella; y, si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, comete adulterio.

2. LA VIRGINIDAD CRISTIANA

Mt 19, 10-12

El tema se alargó con comentarios entre los mismos discípulos, que habían entendido bien las palabras de Jesús en relación a la indisolubilidad absoluta del matrimonio. Con toda confianza dijeron, quizá como un comentario jocoso, que, si esa era la condición del hombre con la mujer, no compensaba el contraer matrimonio. Se ve que los discípulos no estaban inhibidos; comentaban y decían lo que pensaban delante de Jesús.

El Señor aprovecha sus comentarios para hablarles de la virginidad. Viene a decirles que sus palabras pueden tener un alcance mucho más amplio de lo que piensan. Les declara que realmente el no casarse puede ser un bien mucho mayor; sin embargo, los motivos son otros muy distintos de los que ellos imaginaban. Es más, esto es un don de Dios, una dicha muy grande, que concede a quien Él quiere. Ellos se referían a las cargas que impone el matrimonio; Jesús, a la virginidad como una condición de vida mejor para servir a Dios con más plenitud. El Maestro recurre a una parábola un tanto alejada de nuestro pensamiento, pero perfectamente inteligible en el mundo de entonces. Les dijo Jesús que entender el valor de la virginidad es un don de Dios. No todos son capaces de valorarla. En efecto, hay eunucos que así nacieron del seno de su madre; también hay eunucos que así han quedado por obra de los hombres; y los hay que se han hecho tales a sí mismos por el Reino de los Cielos.El mismo Jesús, y el Bautista, rompiendo una tradición de siglos, dieron ejemplo con su vida célibe del valor incomparable de la virginidad. Muchos hombres y mujeres les imitarán a través de los tiempos.

Los evangelistas no nos han dejado la reacción de los apóstoles, que quizá no comprendieron mucho en aquel momento 452.

3. BENDICE A UNOS NIÑOS

Mt 19, 13-15; Mc 10, 13-16; Lc 18, 15-17

Querían presentarle a unos niños para que les impusiese las manos y orase sobre ellos, dice san Mateo; para que los tocase, según san Marcos y san Lucas. Detrás de estos niños es posible ver a las madres o a las abuelas con los pequeños delante o en sus brazos. Los discípulos trataban de apartarlos y reprendían a estas mujeres que querían abrirse paso hasta el Señor. Debió de haber un cierto forcejeo, como ocurre en esas ocasiones en las que un grupo trata de acceder a un lugar reservado para otras personas. Los discípulos pensaban que la pretensión de estas gentes solo era una pérdida de tiempo para el Maestro: ¡Él tenía cosas más serias en las que pensar! Jesús se enteró del asunto y se enfadó, no con las madres, sino con los discípulos. Es una de las pocas veces que vemos al Señor enfadado. Lina vez más mostró su predilección por los pequeños, y dijo a los discípulos que tan celosamente cerraban el paso a estas madres: Dejad que los niños se acerquen a mí, y no se lo impidáis, porque de estos es el Remo de Dios. Y añadió: En verdad os digo: quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él.

San Marcos nos ha transmitido -quizá es un recuerdo de san Pedro- un gesto de ternura del Señor con estas criaturas: Y, abrazándolos, los bendecía imponiéndoles las manos 453.

Y después de esto se marchó de allí (Mt). Las madres y los niños debieron de quedar muy contentos. Además, ¡habían ganado la pequeña batalla con los discípulos!

4. EL JOVEN RICO

Mt 19, 16-26; Mc 10, 17-26; Lc 18, 18-25

Jesús se dispuso para dejar ya aquel lugar, y cuando salía para ponerse en camino vino uno corriendo y se arrodilló ante Él (Mc). San Mateo especifica que era un joven 454, y los tres sinópticos afirman que era rico. San Lucas habla de una persona distinguida, importante, de la ciudad. La escena contiene elementos un tanto sorprendentes: la carrera del joven para alcanzar a Jesús, que, rodeado de sus discípulos, se detiene, el gesto del muchacho de ponerse de rodillas... Por el modo de comportarse parece una persona sincera y espontánea y, al mismo tiempo, un tanto inexperta. Parece un hombre con grandes inquietudes espirituales y, también, poco iniciado en el conocimiento del misterio de Jesús.

Este joven le da a Jesús el título singular de Maestro bueno. Su apresuramiento es conmovedor, su modo de hablar denota una buena educación, y no teme reconocer, delante de todo el mundo, a una persona más importante que él. Maestro bueno, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?, dice con énfasis. Es un judío piadoso que ha sentido la fascinación de la persona de Jesús, en quien ve la respuesta a las inquietudes de su corazón.

¿Por qué me llamas bueno?, contesta Jesús, que trata de llevarlo de la mano, paso a paso, hacia la verdad plena. Nadie es bueno sino uno, Dios.El Señor explica la causa profunda de sus palabras y no rechaza la alabanza. Él es bueno, no como lo es un hombre virtuoso, sino por ser Dios, que es la bondad misma.

Jesús no solo daba esta respuesta mirando a Sí mismo; tiene en cuenta, además, las perfecciones infinitas de Dios, de las que Él está más cerca que ninguna otra criatura. Por esta razón, por estar más cerca de Dios, penetraba infinitamente más que nosotros en el abismo de la santidad divina. Su sensibilidad humana se estremece ante esa manifestación de su gloria, que surgía en su alma como una luz potente y grandiosa.

Jesús dirige ahora la atención del joven hacia la Ley, mostrando su validez como norma de conducta que lleva a Dios. Por eso, le dice: Ya conoces los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no dirás falso testimonio, no defraudarás a nadie, honra a tu padre y a tu madre...El Maestro pronuncia estas palabras con lentitud, cortadas por pausas.

El muchacho le interrumpió: Maestro, todo esto lo he guardado desde mi adolescencia (Mc). ¿Quid adhuc mihi deest? ¿Qué me falta? (Mt). No está contento con lo que tiene ni con el bien que ya hace: tiene el corazón insatisfecho. Ante la persona de Jesús se da cuenta de que aún le falta mucho.

Y el Señor, que conoce el fondo de generosidad y de entrega del joven, fijando en él su mirada, se prendó de él, le miró intensamente, y en aquella mirada mostró que le amaba de un modo singular. La misma mirada era ya una llamada 455.

Jesús le dijo entonces: Si quieres ser perfecto, ve, vende cuanto tienes y dalo a los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo; luego ven y sígueme. Era una invitación a dejar libre el corazón para llenarlo todo del Maestro. Se trataba de cambiar el amor a los bienes por la locura de seguirle a Él.

La petición del Señor chocaba, sin duda, con las ideas tantas veces oídas de labios de los rabinos: que los bienes son una bendición de Dios concedida al justo. Por eso, y porque estaba apegado a estos bienes, al oír estas palabras quedó desconcertado en un principio, un poco después se puso de pie y se marchó triste 456. Todos vieron cómo emprendía el camino con aquella huella de tristeza en su rostro. Los tres evangelistas que relatan el suceso nos cuentan este gesto. No sabemos qué pasó después en su vida, pero sí que perdió su gran oportunidad.

Jesús sabía bien lo que pedía a aquel hijo de familia pudiente, pero ¡El se daba a cambio! Y de alguna manera esto también fue percibido por el joven. Las muchas riquezas de las que nos habla san Lucas fueron el gran obstáculo para aceptar la llamada del Maestro. Jesús se presentó como la gran aventura de su vida; pero el joven no quiso arriesgar nada.

Su marcha apenó a Jesús y dejó turbados a todos. ¡Podía haber sido uno de ellos!

Jesús miró entonces a sus discípulos y les dijo: ¡Qué difícilmente entrarán en el Reino de Dios los que tienen riquezas!

Los discípulos quedaron impresionados por estas palabras. Y Él, lejos de suavizarlas, les dijo de nuevo: Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios! Es más fácil a un camello pasar por el ojo de una aguja que a un rico entrar en el Reino de Dios.

Los discípulos quedaron entonces asombrados ante estas nuevas expresiones del Señor. Conocían bien las dimensiones del camello 457 y las del ojo de la aguja: el animal más grande y el orificio más fino.

Ellos no salían de su asombro, y comentaban unos con otros: Entonces, ¿quién podrá salvarse?

5. LAS RIQUEZAS

Mt 19, 27-29; Mc 10, 27-30; Lc 18, 26-30

La escena del joven que acaba de marcharse y las palabras del Señor les dejaron a todos tristes. Jesús no condenaba la riqueza por sí misma 458. Dios ha dejado al hombre la misión de conquistar y cultivar la tierra, y es bueno que la riqueza exista. Es necesaria para la vida de la humanidad y el bienestar de la comunidad de hombres. Debe contribuir a la organización del mundo y servir para ayudar a todos. Pero además los bienes pueden llegar a ser un gran obstáculo cuando se interponen entre Dios y el hombre. Las riquezas, en sus muchas modalidades y aspectos, pueden seducir tanto a quienes ya disponen de ellas como a quienes las desean con desorden.

Jesús se quedó mirándoles de nuevo, y les dijo: Para los hombres esto es imposible, pero no para Dios; pues para Dios todo es posible.

Con la ayuda de Dios, viene a decir Jesús, el hombre puede tener la fortaleza y la generosidad suficientes para convertir los bienes en un medio de servir a Dios y a los hombres.

El Señor exige la virtud de la pobreza a todos los que quieran seguirle: a una madre de familia, a un soldado, a un pescador... Esta virtud comporta austeridad real y efectiva en la posesión y en el uso de los bienes materiales. Pero a los que han recibido una llamada específica -como a los Doce- les exige un desprendimiento absoluto de bienes, riquezas, tiempo, familia, etc., en razón de su disponibilidad para el servicio del Reino de Dios.

Los apóstoles son conscientes de haber dejado todo por seguir al Maestro: las redes, el telonio, la familia... Por eso Pedro, con sencillez, se lo recuerda a Jesús: Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido... (Mc).

Y Jesús les dice a ellos, a los Doce, que, cuando sean renovadas todas las cosas, se sentarán en doce tronos para juzgar a las doce tribus de Israel (Mt) 459. Y refiriéndose a todos los que le sigan: En verdad os digo que no hay nadie que, habiendo dejado casa, hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o campos por mí y por el Evangelio, no reciba en esta vida cien veces más en casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y campos, con persecuciones; y, en el siglo venidero, la vida eterna.

Jesús fue siempre un buen pagador 460.

6. LOS TRABAJADORES DE LA VIÑA

Mt 20, 1-16

En Palestina, en cuanto apunta la primavera, las viñas exigen mucho trabajo, ya que las diversas labores de poda, escarda y otras deben concluir antes de que las vides se despierten y comiencen a retoñar. Se presentan cada año algunas semanas de trabajo intenso, durante las cuales todos los propietarios buscan jornaleros.

Y el Reino de los Cielos, enseña el Señor, es semejante a un propietario de viñas que en el tiempo de estas faenas salió temprano en busca de braceros. En la plaza del pueblo encontró algunos y acordó con ellos un denario de plata 461 diario como jornal, y los envió a su viña. De nuevo, a la hora de tercia 462 (hacia las nueve de la mañana), el propietario salió a la plaza y encontró a otros sin trabajo, y les dijo: Id también vosotros a mi viña, y os daré lo que sea justo. Salió una vez más a la hora sexta y a la de nona, esto es, hacia el mediodía y al comenzar la tarde, y encontrando más trabajadores hizo lo mismo, prometiéndoles también lo justo.

Hacia la hora undécima, una antes de oscurecer, salió de nuevo, y encontró aún gente desocupada, y les dijo: ¿Cómo es que estáis aquí todo el día parados? Y ellos contestaron: Porque nadie nos ha contratado. Pues bien, les dijo: id también vosotros a mi viña.

Al ponerse el sol y finalizar la jornada de trabajo, el propietario dijo a su administrador: Llama a los obreros y dales el jornal, empezando por los últimos hasta llegar a los primeros. Así hizo; llamó a los últimos y les entregó a cada uno un denario de plata. Los demás jornaleros, que observaban al pagador, viendo que los últimos eran recompensados tan espléndidamente, esperaban que se tuviese con ellos igual generosidad; pero, a medida que iban llegando los de las horas de nona, sexta y tercia, recibieron todos lo mismo, y los contratados al alba cobraron también un denario de plata. Entonces estos, en su decepción, comenzaron a murmurar contra el amo, diciendo: «¿Cómo es posible? Los últimos llegados apenas han trabajado una hora, y al fresco, ¿y los tratas como a nosotros, que hemos soportado todo el peso del día y el calor?». Entonces el propietario contestó a uno de los que protestaban: «Amigo, yo no te hago ninguna injusticia; ¿acaso no conviniste conmigo en un denario? Te lo he dado, y con ello pago tu tarea. Si quiero dar lo mismo al último jornalero, ¿no puedo hacer de lo mío lo que me parezca? ¿No puedo mostrarme generoso con tus compañeros porque tú sientas envidia de mi liberalidad?». Y Jesús cerró la parábola con estas palabras: los últimos serán primeros y los primeros, últimos.

La enseñanza genérica de esta parábola se dirige a la generosidad de Dios derramada sobre quien quiere y en la medida que quiere. Siempre supera lo justo. Además, la recompensa final para los seguidores de Jesús será, en su parte esencial, igual para todos: un denario, el Cielo para siempre.

Por otra parte, Dios convoca a formar parte de su nuevo pueblo a todos los hombres: judíos y gentiles, hombres y mujeres, niños y quienes están ya en el atardecer de su vida. A todos ha prometido un denario, en el que se halla inscrita la imagen del Rey 463: se da Dios mismo en esta vida. Y, al atardecer, pagará a los suyos con una gloria sin fin 464.

7. VUELVE A JUDEA: LÁZARO DE BETANIA

Jn 11, 1-57

Han pasado ya algunos meses desde la fiesta de la Dedicación. Debemos de encontrarnos en el mes de marzo de este año 30, en las últimas semanas de la vida de Jesús, que se halla aún en Perea, al otro lado del Jordán.

Es ahora cuando nos dice san Juan que había en Betania 465 una familia a la que Jesús tenía un particular afecto. El evangelio no nos explica los orígenes de esta amistad, pero se ve que viene de lejos. Se trata de tres hermanos: Marta, María y Lázaro 466. Esta María, señala san Juan, era la que ungió al Señor con perfume y le secó los pies con sus cabellos 467. Y san Juan, el único evangelista que nos relata este suceso, escribe: Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Y este cayó gravemente enfermo.

Los amigos siguen las idas y venidas del Maestro, de tal manera que saben dónde encontrarle en medio del apuro. Y le envían un aviso lleno de delicadeza y también de urgencia: Señor, mira, aquel a quien amas está enfermo. Desde este lugar hasta Betania había un día de camino.

Al recibir la noticia, Jesús comentó: Esta enfermedad no es de muerte, sino para gloria de Dios, a fin de que por ella sea glorificado el Hijo de Dios. Y se quedó en aquel lugar dos días más.

Mientras tanto, Lázaro había muerto. Después, Jesús atravesó el Jordán y se puso en marcha hacia Judea. Los discípulos le recordaron que allí andaban buscándolo para matarle. Esto nos sugiere a la vez uno de los motivos por los cuales Jesús había dejado Jerusalén y se había retirado a la región de Perea. Pero Él les declara que aún falta algo de tiempo hasta que llegue su hora. Aún es tiempo de luz, ya llegará la oscuridad y el poder de las tinieblas. Y entonces les dijo: Lázaro, nuestro amigo, está dormido, pero voy a despertarle. Los discípulos le decían que esa era buena señal, pues, si duerme, sanará. Se consideraba que un sueño profundo era síntoma de la buena reacción del organismo contra la enfermedad y el comienzo de la salud. Jesús les hablaba de la muerte, pero ellos entendieron que se trataba del sueño natural. Por eso, les reveló a continuación con claridad: Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros de no haber estado allí, para que creáis; pero vayamos a donde está él.

Hubo un momento de duda y de vacilación a la hora de emprender el camino de vuelta a Judea, hasta que Tomás, el Dídimo, dijo resueltamente a los demás: Vayamos también nosotros y muramos con él. Jesús le miraría complacido.

Cuando después de un día de camino llegaron a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días sepultado. Betania estaba cerca de Jerusalén. Los hermanos debían de ser muy conocidos en la ciudad, pues muchos judíos habían venido para visitar a Marta y a María para consolarlas por su hermano.

Cuando fue divisada la pequeña comitiva, alguien avisó en la casa que Jesús llegaba. Y, en cuanto Marta oyó que Jesús venía, salió a recibirle; María, en cambio, se quedó sentada en casa. No le llegó el aviso o prefirió mostrar así su pequeño reproche ante el retraso de la venida de Jesús.

Marta recibió a Jesús en las afueras del pueblo, y le dijo: Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano; pero incluso ahora sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá.

Si hubieras estado aquí... no le habrías dejado morir. Marta conocía bien el corazón de Jesús y sabía que no hubiera permitido que su hermano muriese; le habría curado en los primeros síntomas de la enfermedad. ¡Eran amigos! A la vez, parece un cariñoso reproche; es como si dijera: te hemos avisado..., te esperábamos. Con todo, Marta alimenta una leve esperanza de que Jesús pueda resucitarle. Con toda seguridad había oído hablar del hijo de la viuda de Naín y de la hija de Jairo. Es muy posible que incluso les hubiera conocido.

Esa esperanza, sin embargo, debía de ser un tanto débil, pues, cuando el Señor le dijo: Tu hermano resucitará, no lo tomó como respuesta a su anhelo. Dio por sentado que resucitaría en el último día, como enseñaban los fariseos y los saduceos negaban.

Esperanzada o no, gracias a Marta el Señor pronunció unas palabras que han alimentado la fe y la esperanza de tantos a lo largo de los siglos. Sin ella, quizá Jesús nunca hubiera afirmado: Yo soy la Resurrección y la Vida. Y añadió: el que cree en mí, aunque hubiera muerto, vivirá, y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre.

Y Jesús se dirigió a ella: ¿Crees esto?, le preguntó. Y Marta hizo entonces un formidable acto de fe en su divinidad: Sí, Señor, yo he creído que tú eres el Cristo, el hijo de Dios, que ha venido a este mundo. Creer en Jesús es lo mismo que ser discípulo suyo, pertenecerle.

Y Marta se adelantó, entró en la casa y le dijo en voz baja a su hermana: Él Maestro está aquí y te llama. María se levantó como empujada por un resorte y fue hacia él. ¡No sabía que el Maestro estaba cerca! San Juan precisa que Jesús no había llegado aún a la aldea y que se encontraba en el mismo lugar en que Marta le había encontrado. Estaba descansando un poco en las afueras, después de un día de subida. Muchos de los que estaban en la casa siguieron a María pensando que iba al sepulcro a llorar allí.El cementerio se encontraba fuera del pueblo, en la parte oriental, en la opuesta a Jerusalén, precisamente por donde venía el Señor.

María se postró a los pies de Jesús, llena de lágrimas, y le dijo lo mismo que su hermana: Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano. Marta y María habrían repetido muchas veces entre ellas: «Si el Maestro hubiera estado aquí, Lázaro viviría aún». El no habría permitido que muriese; de eso estaban seguras. ¡Conocían bien a Jesús! ¡Cómo iba a permitir que muriera su hermano! ¡Era imposible!

Cuando el Señor la vio llorando, y con ella a los que la habían acompañado, se estremeció en su interior, se conmovió. Esta conmoción se manifestó al exterior; todos lo vieron. Preguntó dónde le habían puesto. Y Jesús comenzó a llorar. Debió de ser impresionante. ¡Dios llora por un amigo de la tierra! Los judíos estaban también pasmados, y decían: ¡Mirad cómo le amaba!

Y algunos comenzaron a decir en voz baja: Este, que abrió los ojos del ciego (se refieren al ciego que curó en la fiesta de los Tabernáculos), ¿no podía haber impedido que muriese? No se plantean para nada la posibilidad de la resurrección después de haber muerto.

En el camino hacia el cementerio, Jesús se conmovió de nuevo. El sepulcro donde estaba depositado el cuerpo de Lázaro era u^^a cueva tapada con una pie-

dra 468. Nada más llegar, dijo Jesús que quitaran la piedra que cerraba el sepulcro. Marta dijo: Señor, ya hiede 469, pues lleva cuatro días. Jesús le contestó: ¿No te he dicho que, si crees, verás la gloria de Dios?

Quitaron la piedra, el Señor levantó los ojos al cielo y dio gracias: Padre, te doy gracias porque me has escuchado. Yo sabía que siempre me escuchas, pero lo he dicho por la multitud que está alrededor.

Era este un milagro que debía poner definitivamente de manifiesto quién era Jesús. Después gritó con fuerte voz, como quien llama a uno que está lejos, y con imperio: ¡Lázaro, sal afuera! 470.

Y el hermano de Marta y de María apareció por el hueco atado de pies y de manos con vendas, y el rostro envuelto con un sudario 471. Jesús mandó que lo desataran del todo y le dejaran andar.

No conocemos las primeras palabras de Lázaro, las noticias -si es que traía algunadel otro mundo, el encuentro con Jesús y con las hermanas... Juan, en su sobriedad, ha dejado muchas cosas sin contar. Sí nos dice el evangelista las reacciones del resto de los presentes: unos creyeron en él; otros fueron a los fariseos y contaron lo que habían visto. Esto motivó que los pontífices y los fariseos influyentes convocaran el Sanedrín para condenar a Jesús. Se cumplen aquí las palabras que aparecen en la parábola del mal rico: Tampoco se convencerán aunque uno de los muertos resucite (Lc). Si hay mala fe, siempre se puede pensar: «si resucitó, es que no estaba muerto».

Mientras se preguntaban qué debían hacer, uno de ellos, el Sumo Pontífice Caifás, dijo: Vosotros no sabéis nada, ni os dais cuenta de que os conviene que un solo hombre muera por el pueblo y no que perezca toda la nación.

San Juan indica que Caifás fue instrumento de Dios para profetizar que Cristo iba a morir por la nación. Y añade el apóstol: Y no solo por la nación, sino para reunir a los hijos de Dios que estaban dispersos. Y desde aquel día decidieron darle muerte.

A Jesús le debió de llegar la noticia enseguida. Y Él, que no deseaba precipitar los acontecimientos, se marchó entonces a una región cercana al desierto, a una ciudad llamada Efraín, donde se quedó con sus discípulos 472.

Eran días ya próximos a la Pascua y comenzaban a llegar a Jerusalén las primeras caravanas de peregrinos, que iban a celebrar la fiesta a la ciudad santa. Llegaban unos días antes para purificarse, mediante abluciones, ayunos y ofrendas 473. Y muchos buscaban a Jesús y se preguntaban si subiría a la fiesta. Mientras tanto, los príncipes de los sacerdotes y los fariseos habían dado una orden muy concreta: que, si alguien sabía dónde estaba, lo denunciase, para prenderlo.

XXVII. HACIA LA PASIÓN

1. EL HIJO DEL HOMBRE SERÁ ENTREGADO

Mt 20, 17-19; Mc 10, 32-34; Lc 18, 31-34

Jesús no permaneció mucho tiempo en Efraín. Faltaban pocos días para la fiesta cuando decidió subir a Jerusalén para celebrar esa última Pascua con sus discípulos. No tomó el camino más corto, sino el más largo, el que bordeaba el Jordán y pasaba por Jericó 474. El Maestro caminaba como con prisa. Los apóstoles notaban algo especial en Él, como si les llevara hacia adelante cuando ellos andaban con aire rezagado. Escribe san Marcos que Jesús los precedía y estaban admirados; ellos le seguían con temor. Intuyen que algo va a suceder, pero no sabían bien a qué atenerse. Entonces, tomó aparte a los Doce, los separó de otros discípulos que también le acompañaban y, a ellos solos, les dijo con toda claridad que en Jerusalén sería entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, que lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles; se burla-rán de él, le escupirán, lo azotarán y lo matarán, pero a los tres días resucitará (Mc).

A pesar de que ya les había hablado Jesús de la Pasión, los apóstoles de nuevo quedaron perplejos. San Lucas nos dice que ellos no comprendieron nada de esto: era este un lenguaje que les resultaba incomprensible, y no entendían las cosas que decía. Se resistían a creer que su Maestro tuviera que ser entregado a la muerte dentro de pocos días. Más tarde, cuando recibieron el Espíritu Santo, comprendieron claramente que Dios cumplió así lo que había anunciado de antemano por boca de los profetas: que su Cristo padecería.

Jesús hablaba ahora con toda claridad. Se avecina ya el final, y quienes lo habían dejado todo por Él tenían derecho a conocer la verdad.

Al verle marchar con un andar y un tono tan resuelto, recordarían tantas palabras suyas que no habían entendido: Nadie me quita la vida, soy yo mismo quien la doy. Tengo poder para darla y poder para tomarla.

Jesús tenía la libertad más plena, y con ella encaró los padecimientos y la muerte. Y cuando estaban para cumplirse los días de su partida -escribe san Lucas- decidió firmemente marchar hacia Jerusalén. Lo decidió Él; nada ni nadie le coaccionaba. Le urgía el cumplimiento de la voluntad de su Padre. La cruz era el mandato que del Padre había recibido (Jn), pero Él se ofreció porque quiso. Es verdad que el Padre lo entregó a la muerte por amor a nosotros, pero también lo es que se entregó a sí mismo. Era ya la hora señalada por el Padre y el momento ansiado por Él. Por eso iba con prisa.

2. LA MADRE DE LOS ZEBEDEOS

Mt 20, 20-28; Mc 10, 35-45

Acompañaban a Jesús sus discípulos y otros que se le unían en el camino hacia la ciudad santa, donde todos se dirigían para celebrar la fiesta. Entre ellos se encontraba la madre de Santiago y de Juan. Esta mujer se llamaba Salomé y era fiel discípula del Señor. También ella presentía de algún modo el fin de una etapa en la vida y en las enseñanzas de Jesús; era inminente la instauración del Reino mesiánico. Quizá sus hijos le contaron una parte de las conversaciones que habían mantenido con el Maestro. Y no solo sus hijos, sino ella misma había oído la promesa hecha a los Doce de sentarse en doce tronos para ser, con Él, jueces de su Reino.

Como buena madre, quería asegurar para sus hijos un buen puesto en el nuevo Reino. No sabemos qué parte tuvieron los hijos en esta petición tan inoportuna; quizá fueron los inductores de la gestión. De hecho, san Marcos ni siquiera nombra a la madre.

Salomé se acercó a Jesús con sus hijos y se postró ante Él, como quien ha de solicitar un gran favor. Él le preguntó: ¿Qué quieres?

Y la madre, con toda sencillez, le presentó su demanda: Di que estos dos hijos míos se sienten en tu Reino, uno a tu derecha y otro a tu izquierda.

La petición resultaba especialmente extraña en aquellas circunstancias. Jesús acaba de hablarles de su Pasión y muerte, y se le ve como absorbido por los acontecimientos que han de suceder pronto; sin duda, quedaría sorprendido y triste. ¿Tampoco sus íntimos entienden? El a punto de morir y ¡ellos preocupados por labrarse un buen porvenir!

Con toda paciencia les dijo: No sabéis lo que pedís.

Y, a continuación, una pregunta: ¿Podéis beber el cáliz que yo he de beber?

Beber la copa de otro era señal de una profunda amistad y la disposición de compartir un destino común. Jesús les invita a participar de su Pasión 475. Ellos, discípulos fieles a pesar de todo, respondieron enseguida: Podemos.

Y Jesús, quizá con una sonrisa, añadió: Mi cáliz sí lo beberéis 476; pero sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me corresponde concederlo, sino que es para quienes ha dispuesto mi Padre.

La petición de los dos hermanos no pasó inadvertida para los demás apóstoles. Al oír esto, los diez se indignaron contra los dos hermanos.

Se indignan, no porque ellos tuvieran mejores sentimientos o hubiesen entendido mejor la naturaleza del Reino, sino porque se consideraban con igual o mejor derecho a ocupar esos puestos que la madre pide para sus hijos. Por eso, Jesús volvió a reunirlos en torno a sí, y les dijo: Bien sabéis que los gobernantes suelen oprimir a sus pueblos y los poderosos avasallan a quienes tienen sometidos. No debe ser así entre vosotros, pues quien quiera ser el primero debe ser esclavo de todos. Y se pone Él mismo como ejemplo: el Hijo del Hombre no ha venido a ser servido, sino a servir.

En Jesús, Dios tomaba forma de siervo, se anonadaba en la condición humana, en lo que tiene de más humilde y humillante. Los discípulos tendrían, pues, que empezar a abandonar todas sus ambiciones, sus deseos de mando. En el nuevo Reino solo habrá sitio para quien desee servir 477.

Pasados los años, Salomé, fiel cristiana, se acordaría de esta petición y sonreiría al darse cuenta de lo mucho que quería a sus hijos y de lo poco que había calado en el sentido de la cruz.

3. ZAQUEO

Lc 19, 1-10

En su camino a Jerusalén, entró Jesús en Jericó y atravesaba la ciudad. Después de la ciudad santa, era la más floreciente de Judea. Se encuentra a 23 km al noreste de Jerusalén, a unos 7 km del Jordán y a unos 250 m bajo el nivel del Mediterráneo 478. Rodeada por el desierto de Judá, es sin embargo un oasis de una gran fertilidad, debido a sus abundantes fuentes y sistemas de riego. Allí tuvieron lugar diversos acontecimientos narrados por los evangelistas.

Cuando llegó Jesús, las gentes salieron a la calle para verlo. La fama de los milagros y de su persona llegaba a todas partes.

Había en la ciudad un hombre llamado Zaqueo, que era jefe de publicarlos y rico. Jericó era centro de un comercio considerable de bálsamo y de diversos productos agrícolas. Además, era un lugar importante de tránsito de mercancías que llegaban de todas partes camino de Jerusalén. Zaqueo, jefe de publícanos, se encargaba de la recaudación de impuestos; y, con este cargo, se había hecho rico. Roma controlaba estos arbitrios y él estaba a su servicio; por eso era poco apreciado en la ciudad.

Este hombre había oído hablar del Maestro y tenía gran interés por Él; intentaba ver a Jesús para conocerle, pero había tal aglomeración que no conseguía su propósito. Además de la gente se sumaba otro factor: él era pequeño de estatura. Zaqueo se adelantó al grupo en el que iba Jesús. Lo hizo corriendo. Después, subió a un sicomoro 479 para verle, porque iba a pasar por allí, y esperó. No le importaba lo que pensaran los demás; no era hombre de respetos humanos. ¿Qué sintió aquel día al saber que venía Jesús? Seguramente algo más que curiosidad. Era solo una pequeña ventana abierta a la luz, al cambio de vida. Y por aquella rendija penetró el Maestro en su corazón.

Cuando Jesús llegó a aquel lugar, levantó la vista y le dijo: Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me hospede en tu casa. ¡Se invita Él mismo a la casa del publicano! A Zaqueo le llegó la alegría al corazón, y bajó rápido y lo recibió con gozo.

Una vez más muestra el evangelio que cualquier esfuerzo por ver a Cristo, aunque sea pequeño, es recompensado con largueza. Zaqueo se contentaba con verlo desde el árbol, y encuentra a Jesús, que lo llama por su nombre, como a un viejo amigo, y, con la misma confianza, se invita en su casa 480. Aquel día tuvo lugar el acontecimiento más importante de su vida.

El publicano haría un buen hospedaje al Maestro, aunque probablemente no estuvo mucho tiempo en su casa; quizá solo para comer y descansar un poco del viaje. Es posible también que pasara la noche en aquella casa.

Mientras tanto, la gente comenzó a murmurar porque había entrado a hospedarse en casa de un pecador. A Jesús no le importaban estas murmuraciones. Y en Zaqueo se había producido una conversión profunda. De pie, con respeto, decía arrepentido: Señor, doy la mitad de mis bienes a los pobres y, si he defraudado en algo a alguien, le devuelvo cuatro veces más 481.

Zaqueo encontró por primera vez a alguien completamente diferente. Ante su vida alejada de Dios, Jesús no lo miraba con desprecio, sino con infinita ternura, con un deseo muy grande de sanar sus viejas heridas.

A Jesús le parecieron muy buenas las disposiciones de Zaqueo, pues dijo en tono alegre a él y a los murmuradores: Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también este es hijo de Abrahán; porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido.

Zaqueo recordó siempre la paz y el gozo de este día.

4. PARÁBOLA DE LAS DIEZ MINAS

Lc 19, 11-27

Es muy posible que fuera en la misma casa de Zaqueo y ante la concurrencia allí reunida donde el Señor propusiera la parábola de las minas 482. Era, al menos, una ambientación adecuada. San Lucas la trae a continuación.

Apenas terminó de hablar estas cosas -escribe el evangelista- añadió una parábola, porque estaba cerca de Jerusalén 483 y muchos pensaban que el reino de Dios se manifestaría enseguida. Creían que Jesús subía a la ciudad para proclamarse allí Rey y Mesías y para establecer definitivamente su Reino. Por eso, importaba mucho situar las cosas en su sitio. Comienza la parábola con una imagen familiar a todos. Un hombre noble marchó a un país lejano para recibir la investidura real. Llamó a diez siervos suyos, les dio diez minas 484 y les dijo: Negociad hasta mi vuelta. Pero sus ciudadanos le odiaban y enviaron una embajada tras él para decir: No queremos que este reine sobre nosotros.

En el recuerdo de muchos estaba cómo, a la muerte de Herodes el Grande, su hijo Arquelao fue a Roma para obtener del emperador la confirmación del título de rey otorgado por su padre. Los mismos judíos de su gobierno enviaron a Roma otra legación compuesta por cincuenta miembros influyentes para protestar ante Augusto y pedirle que anulara el testamento de Herodes.

No queremos que este reine sobre nosotros...El Señor debió de pronunciar con pena estas palabras con las que, en el fondo, hablaba del rechazo que Él iba a sufrir. Pocos días más tarde tendría que escuchar estas palabras durísimas: crucifícalo, crucifícalo (Lc), y no tenemos más rey que el César (Jn).

Al volver, recibida ya la investidura real, mandó llamar ante sí a aquellos siervos a quienes había dado el dinero, para saber cuánto habían negociado 485. Los dos primeros recibieron un premio generoso y abundante por el trabajo realizado en ausencia de su señor.

Vino uno y dio cuentas de lo suyo: Señor, tu mina ha producido diez. Y su amo le recompensó con largueza: Bien, siervo bueno, porque has sido fiel en lo poco ten potestad sobre diez ciudades.

El segundo también trabajó bien: Señor, tu mina ha producido cinco, y también con este fue generoso: Tú ten también el mando de cinco ciudades.

El tercero, irresponsable, pretendió excusarse con un lenguaje altanero: Señor, aquí está tu mina, que he tenido guardada en un pañuelo; pues tuve miedo de ti porque eres hombre severo, tomas lo que no depositaste y siegas lo que no sembraste.

El amo le dijo que, si sabía que era un hombre exigente, esto era un motivo más para hacer rendir sus bienes: ¿Por qué no pusiste mi dinero en el banco? Así, al volver yo lo hubiera retirado con intereses. Y dijo a los presentes: Quitadle la mina y dádsela al que tiene diez.

Entonces los demás le dijeron: Señor, ya tiene diez minas.

Y Jesús terminó así esta parábola: Os digo que a todo el que tiene se le dará, pero al que no tiene hasta lo que tiene se le quitará. A sus enemigos, mandó matarlos.

El último de los siervos guardó el tesoro recibido sin hacerlo fructificar, se presentó delante de su señor con las manos vacías. Cada hombre es también depositario de un tesoro divino, que debe hacer rendir. Tenerlo simplemente guardado sería haber tenido capacidad de amar y no haber amado; haber tenido bienes y no haber realizado el bien con ellos; poder llevar a otros a

Dios y haber perdido la oportunidad; haber dejado en la mediocridad la propia vida sobrenatural destinada a crecer... Son los pecados de omisión.

Es siempre escaso el tiempo con que contamos para realizar lo que Dios espera de nosotros; no sabemos hasta cuándo se prolongarán esos días, que forman parte también de los dones recibidos: «Mirad -advierte san Gregorio Magnoque ya está cerca la vuelta del que se fue lejos, porque, aunque parece haberse distanciado mucho quien se marchó de esta tierra en que nació, vuelve pronto a pedir la cuenta...» (Homilías sobre los Evangelios, 9, 1).

Cada día podemos llevar a cabo una multitud de cosas pequeñas que se vuelven eternas por el amor que se pone en ellas y su ofrecimiento al Señor 486.

5. BARTIMEO

Mc 10, 46-52; Lc 18, 35-43

No sabemos el tiempo que Jesús estuvo en Jericó; quizá solo unas horas. Salió Jesús de la ciudad acompañado de un buen número de gente, en gran parte peregrinos que se dirigían a Jerusalén para celebrar la Pascua. Y allí, en la salida, se encontró con Bartimeo 487, el hijo de Timeo, un mendigo ciego que estaba sentado junto al camino pidiendo limosna. San Marcos nos ha transmitido el relato más vivo de este suceso; incluso nos ha dejado el nombre del mendigo, lo que revela una especial información. Es muy posible que, cuando él escribe, Bartimeo fuese perfectamente conocido en la comunidad cristiana de Jerusalén. El mismo pudo ser la fuente que facilitó a san Marcos estos datos.

Oyó el ciego el rumor de una comitiva que se acercaba. Y preguntó qué era aquello (Lc). Cuando le informaron que pasaba Jesús cerca de allí, comenzó a gritar: Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí.

Era este uno de los títulos mesiánicos más populares, que implicaba las esperanzas nacionales. Bartimeo no quiere dejar pasar la ocasión. Ya había oído él que había curado a otros; entre ellos, a un ciego, también mendigo, en los atrios del Templo en Jerusalén. ¡Era su oportunidad! Pero los que iban delante le reprendían para que se callara 488. No le reprenden por el título que da a Jesús, sino porque molestaba con sus voces. Al fin y al cabo, piensan, es solo un mendigo. Pero él gritaba mucho más fuerte: Hijo de David, ten compasión de mí.

Jesús se detuvo y mandó que le llamaran 489. Le dijeron: ¡Ánimo!, levántate, te llama 490.

Y el ciego dio un salto de alegría, arrojó su manto y se acercó a Jesús 491.

El Señor le preguntó entonces: ¿Qué quieres que te haga? El ciego respondió inmediatamente: Rabboni, que vea.

Jesús le dijo: Anda, tu fe te ha salvado.

El ciego recobró la vista en aquel instante. Lo primero que vio fue el rostro del Maestro que le sonreía. El evangelista añade: y le seguía por el camino. Se unió a la pequeña comitiva y se fue con Él a Jerusalén a celebrar la Pascua. Nunca más lo dejó. El milagro alegró aún más a todos, que no dejaron de comentar el suceso en todo el trayecto.

Después de esto, con paso firme, Jesús caminaba delante de ellos subiendo a Jerusalén (Lc).

6. LA UNCIÓN DE BETANIA

Mt 26, 6-13; Mc 14, 3-11; Jn 12, 1-11

Después de una larga jornada llegó Jesús a Betania, pequeña ciudad que se encontraba en el camino de Jericó a Jerusalén y muy próxima a esta (unos tres kilómetros). Allí, como hemos visto, tenía el Señor grandes amigos y era siempre bien recibido. San Juan señala que esto ocurre seis días antes de la Pascua. Quizá, por tanto, el sábado anterior a la Pascua. Antes nos ha advertido que Jesús no subió a la Fiesta tan temprano como otros peregrinos que preguntaban por Él.

Durante esta última semana, el Señor permanecerá todo el día enseñando en el Templo, pero por la tarde volverá a Betania para pasar la noche. Allí se encontraba bien con sus amigos.

Al día siguiente de su llegada, el sábado 492, le prepararon una cena en casa de Simón el leproso (Mc), quizá un discípulo a quien Jesús habría curado de esa enfermedad. Es presentado por san Marcos como una persona conocida. En aquella cena, Marta servía, y Lázaro era uno de los que estaban a la mesa con él (Jn). Las dos familias debían de estar muy unidas. Fue esta una comida bien cuidada, para recibir con afecto al Maestro y para que este restaurase sus fuerzas después de llevar tantos días transitando por caminos polvorientos y comiendo lo que le ofrecían. También era un modo de agradecer la vuelta a la vida de Lázaro, que había tenido lugar pocas semanas antes. Relatan este suceso san Mateo, san Marcos y san Juan.

Era costumbre de la hospitalidad de Oriente honrar a un huésped ilustre con agua perfumada después de lavarse. Pero, apenas se sentó Jesús, María tomó un frasco de alabastro que contenía una libra de perfume muy caro, de nardo puro. Se acercó por detrás al diván donde estaba recostado Jesús y ungió sus pies y los secó con sus cabellos (Jn). No quitó el sello del frasco, sino que lo rompió (Mc) por el cuello alargado que solían tener estas vasijas, para que ya nadie lo pudiera aprovechar, y lo derramó abundantemente, hasta la última gota, primero en su cabeza (Mc) y luego en sus pies (Jn) 493. Juan, que estaba presente, recuerda al escribir su evangelio que toda la casa se llenó de la fragancia del perfume. Jesús la dejó hacer 494.

María tenía preparado aquel frasco de alabastro para cuando llegara el Maestro. Quizá conocía la unción de aquella mujer en Galilea y se sintió movida a llevar a cabo algo parecido.

Jesús agradeció mucho esta acción de María. En medio de tantas sombras como se le vienen encima, este gesto debió de llegarle al corazón. Pero el gesto de María no les pareció bien a todos. Algunos de los presentes -San Juan señala expresamente a Judas- comenzaron a murmurar: ¿Para qué ha hecho este derroche de perfume? Se podía haber vendido por más de trescientos denarios, y darlo a los pobres (Mc) 495. Añade san

Marcos que se irritaban contra ella. No pueden con su generosidad.

San Juan nos dice los verdaderos motivos de las críticas de Judas. Pero esto lo dijo no porque él se preocupara de los pobres, sitio porque era ladrón, y, como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella. Judas era el que administraba el poco dinero del que disponían. Y el evangelista no vacila en escribir que era ladrón.

Jesús salió enseguida en defensa de María y anunció veladamente la proximidad de su muerte (faltaba ya menos de una semana), y hasta se vislumbraba en sus palabras que sería tan inesperada que apenas habría tiempo para embalsamar su cuerpo tal como era costumbre.

Jesús miró con afecto a María y luego se dirigió a todos:

Dejadla, ¿por qué la molestáis? Ha hecho una buena obra conmigo, pues a los pobres los tenéis siempre con vosotros, y podéis hacerles bien cuando queráis; a mí, en cambio, no siempre me tenéis. Ha hecho cuanto estaba en su mano: se ha anticipado a embalsamar mi cuerpo para la sepultura.

Aquella muestra de afecto de María dura hasta nuestros días: En verdad os digo: dondequiera que se predique el Evangelio en todo el mundo, se contará también lo que ella ha hecho, para memoria suya 496.

Este suceso determinó en buena medida el modo en que se desarrollaron los acontecimientos posteriores. Judas debió de sentirse herido por las palabras del Maestro y por el elogio que hizo de María. Todos sus rencores se pusieron de pie. Decidió ir aquella noche a los príncipes de los sacerdotes, y les ofreció entregar a Jesús. Ellos se alegraron y le prometieron dinero. Desde aquel momento buscaba cómo podría entregarlo en un momento oportuno (Mc).

La resurrección de Lázaro había tenido una gran resonancia en toda Judea. Por eso, muchos (Jerusalén estaba repleta ya de peregrinos) se acercaron a Betania, no solo para ver a Jesús, sino también por Lázaro. Eran incontables los que habían pasado ya por allí, y muchas debieron de ser las explicaciones que dieron Marta y María, y hasta el propio Lázaro. Por eso, los príncipes de los sacerdotes decidieron también dar muerte a Lázaro, pues muchos por su causa se apartaban de los judíos y creían en Jesús (Jn).

Lázaro era un testimonio vivo de la divinidad de Jesús.

habrá repetido el Señor esta alabanza ante la generosidad de los cristiane >s en lo referente a los objetos de culto.

XXVIII. LOS ÚLTIMOS DÍAS

1. ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALÉN

Mt 21, 1-11; Mc 11, 1-10; Lc 19, 29-40; Jn 12, 12-19

Al día siguiente (Jn) de estos sucesos en Betania, Jesús se encaminó a Jerusalén, rodeado de una gran muchedumbre. Faltaban cinco días para la Pascua, y era domingo -el primer día de la semana-, según una antiquísima tradición que armoniza bien con los datos que nos ofrecen los cuatro evangelios. Los días que faltaban para la muerte de Jesús estaban contados.

Dejó la casa de los amigos en Betania y tomó el camino de la ciudad santa que pasaba por una pequeña aldea llamada Betfagé 497, junto al Monte de los Olivos. Cuando ya estaban cerca de la población envió a dos de sus discípulos con este encargo: Id a la aldea que tenéis enfrente, y nada más entrar en ella encontraréis un borriquillo atado, sobre el que todavía no ha montado ningún hombre; desatadlo y traedlo.

San Mateo habla también de una borrica, aunque será el pollino la cabalgadura que empleará Jesús. El dueño debía de ser un discípulo, porque les advirtió: Y si alguien os dice: ¿Por qué hacéis eso?, responded que el Señor tiene necesidad de él, y que enseguida lo devolverá aquí (Mc). Y sucedió tal como el Maestro les había dicho. El dueño se uniría al cortejo que comenzaba a formarse camino de la ciudad.

Echaron un manto sobre el borrico y Jesús montó sobre él 498. San Juan escribe que sucedió así para que se cumpliera la profecía de Zacarías, que los judíos entendían en sentido mesiánico 499: No temas, hija de Sión 500. Mira a tu rey, que llega montado en un pollino de asna. Era una entrada propia del Mesías, príncipe de la paz. Así habían hecho su entrada muchas veces los reyes en Israel. Quienes estaban dispuestos para entender, lo comprenderían 501.

La comitiva se puso en marcha. Un aire festivo lo impregnaba todo. Los apóstoles rodeaban al Señor, y delante y detrás se apiñaba la multitud, que aumentaba a cada instante. Todos comprendieron que Jesús quería entrar en Jerusalén como el Mesías prometido. El mismo admitía y provocaba las manifestaciones de los que salían a su paso. Muchos eran peregrinos de Galilea y de todas partes, que por fin le veían después de tantos meses. San Juan da esta explicación: La multitud que estaba con él cuando llamó a Lázaro del sepulcro daba testimonio. Lo iban contando por todas partes y arrastraron a muchos con su fervor: por eso las muchedumbres salieron a su encuentro, porque oyeron que Jesús había hecho este milagro. Y san Mateo escribe: Una gran multitud extendió sus propios mantos por el camino; otros cortaban ramas de árboles y las echaban por el camino. Así habían hecho en otros tiempos sus antepasados.

Los evangelistas dan la impresión de que la multitud iba en aumento conforme se acercaban a la ciudad. San Lucas indica el momento preciso en que el entusiasmo cobró toda su fuerza. Fue –dice- al acercarse a la ciudad, ya en la bajada del Monte de los Olivos, después de haber pasado la cumbre y caminado un rato por la vertiente occidental de esta colina. Desde un recodo del camino se divisaba de repente una parte de la ciudad, que se eleva en el ángulo sureste, sobre la actual colina de Sión. Y los que iban delante y detrás clamaban: ¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor! ¡Hosanna en las alturas!

En medio de aquella alegría y de aquel entusiasmo, algunos fariseos, amigos hasta cierto punto, se acercaron al Señor para decirle (Lc) Maestro, reprende a tus discípulos. Les parecían demasiado aquellos gritos y las alabanzas que le tributaban. Y Jesús les respondió que el momento era tan grande que, si aquéllos callasen, Dios haría hablar a las piedras. De hecho, cuando por miedo callan sus seguidores en el Calvario, temblará la tierra y se partirán las piedras, estremecidas por su muerte. Decenas de profecías se concretaban en aquel instante. Otras veces el Señor había impuesto silencio a quienes querían aclamarle como Rey y Mesías. Ahora ha llegado el momento de su manifestación pública.

No hacía mucho que el Sanedrín había decretado que, si alguno tenía noticias del lugar donde se encontraba Jesús, lo denunciase enseguida, para detenerlo. Y Jesús entraba ahora en Jerusalén, acompañado de una gran multitud, que lo aclamaba abiertamente como Mesías.

San Juan recoge este comentario de unos fariseos: Ya veis que no adelantáis nada; mirad cómo todo el mundo se ha ido tras él. Ven el triunfo de Jesús con pena.

2. JESÚS LLORA SOBRE LA CIUDAD

Lc 19, 41-44

La comitiva había rebasado la cima del Monte de los Olivos y descendía por la vertiente occidental en dirección al Templo. Desde aquella vertiente se divisaba un panorama de toda la ciudad. Al contemplarla, Jesús lloró; y se quebró la alegría de todos al ver al Maestro. Al Señor se le representó en un momento toda la historia de Jerusalén, que era la historia del pueblo judío: un pasado lleno del amor de Dios no correspondido 502; un presente en el que llevarán a la muerte al Hijo, como en la parábola de los viñadores homicidas; y un futuro en el que no quedaría piedra sobre piedra de la ciudad. Cuarenta años después, Tito establecería allí mismo, en el Monte de los Olivos, el campamento de las tropas que asediarían la ciudad.

Jesús, conmovido a la vista de este cuadro tan trágico, prorrumpió en sollozos. Después, dio rienda suelta a su dolor y describió la suerte que en breve plazo aguardaba a la ciudad:

Vendrán días sobre ti en que no solo te rodearán tus enemigos con vallas, y te cercarán y te estrecharán por todas panes, sino que te aplastarán contra el suelo a ti y a tus hijos que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no has conocido el tiempo de la visita que se te ha hecho.

En el año 70 las legiones romanas pusieron sitio a la ciudad, y en tres días construyeron un muro para rendirla por hambre 503. Poco después, Jerusalén quedó arrasada.

Después de una pausa, Jesús emprendió de nuevo el camino y terminó de bajar la vertiente occidental de la colina. Entró por fin en la ciudad, rodeado de cientos de peregrinos que lo aclamaban y lo vitoreaban. Toda Jerusalén estaba alborotada con la entrada del Señor, rodeado de esta multitud que le aclamaba como Mesías. Este pequeño triunfo de ahora incrementó el odio y el rencor de sus enemigos.

Unos días más tarde saldrá Jesús de la ciudad con la cruz a cuestas, camino del Calvario. Muchas de aquellas gentes presenciaron en silencio, sobrecogidas, cómo ajusticiaban al que habían aclamado. Nadie le prestó la menor ayuda. Hemos de pensar que estos que le siguen hoy con palmas y ramos no son los mismos que gritarán como posesos: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale! En Jerusalén quedaba otra mucha gente que siempre había sido hostil al Maestro de Galilea.

Entró Jesús en el Templo e hizo allí algunas curaciones. Unos niños lo aclamaron de nuevo, y decían: Hosanna al Hijo de David. Los príncipes de los sacerdotes se irritaron. Tenían una rabia incontenible ante los milagros, los gritos de júbilo y las aclamaciones como Hijo de David. ¡Hasta los niños se sumaban a la fiesta! Por eso, ellos le decían: ¿Oyes lo que dicen estos? Y Él les respondió: Sí; ¿no habéis leído nunca: de la boca de los pequeños y de los niños de pecho te preparaste la alabanza? (Mt) 504.

Después, Jesús los dejó y se volvió a Betania, y allí pasó la noche (Mt). San Marcos añade que salió con los Doce y que se les había hecho tarde. Media hora después estaba con sus amigos, que le hicieron una buena acogida, como siempre. Imaginamos que comentó con ellos muchos pequeños detalles de aquella entrada jubilosa en Jerusalén. Alguno de los discípulos iría a Betfagé a devolver el borrico, tal como habían prometido.

3. LA MALDICIÓN DE LA HIGUERA

Mt 21, 18-22; Mc 11, 12-14

Al día siguiente, cuando salían de Betania hacia Jerusalén, sintió hambre 505. Nos lo cuentan san Mateo y san Marcos. Vio a lo lejos una higuera frondosa, y fue hacia ella por si encontraba algo de comer. Al acercarse pudo ver que solo tenía hojas. Añade san Marcos que no era tiempo de higos. La higuera en Palestina daba dos cosechas al año: la primera en junio (higos tempranos, brevas, que han pasado el invierno en el árbol); la segunda, a finales de agosto (higos tardanos). Ahora, en los primeros días de abril, no era tiempo de higos. Sin embargo, este árbol da fruto de modo casi permanente. Con frecuencia se podía encontrar en él algo comestible. Por eso se acerca Jesús; pero no encontró más que hojas. Se dirigió entonces a ella, y dijo en voz alta: Nunca jamás coma nadie fruto de ti.

San Mateo nos dice que se secó enseguida. Pero san Marcos nos indica que sus discípulos advirtieron al día siguiente que la higuera se había secado 506.

¿Por qué esta maldición a un ser sin razón, y si, además, no era tiempo de dar frutos? Se trata de una parábola en acción. Son frecuentes en las Escrituras estos modos de enseñar. Jeremías estrelló contra el suelo una vasija para dar a entender a sus compatriotas el castigo que les tenía reservado Yahvé; en otra ocasión, una faja de lino escondida durante mucho tiempo entre las rocas, podrida ya cuando fue a tomarla de nuevo, revelará al profeta el triste fin de la nación que no quiso ceñirse con el sometimiento a Dios. Isaías anduvo descalzo y desnudo para significar públicamente el expolio de Egipto y Etiopía 507. De modo semejante, quiso el Señor describir, en la desgracia de aquel árbol maldecido, la suerte de Israel, pueblo con abundancia de hojas, por sus numerosas ceremonias y prescripciones, pero sin los frutos del amor a Dios y al prójimo.

Los discípulos quedaron admirados y sorprendidos. Y reemprendieron el camino sin decir nada 508.

4. UNOS GRIEGOS DESEAN VER A JESÚS

Jn 12, 20-36

Llegaron a la ciudad y Jesús pasó el día enseñando. Entonces se acercaron a Felipe unos gentiles griegos que habían subido a la fiesta para adorar a Dios (Jn). Probablemente se trata de unos prosélitos iniciados en el culto del Dios verdadero que llegan a Jerusalén para celebrar la Pascua. Han oído hablar del Maestro, como todo el mundo en Jerusalén, y desean conocerlo: Señor, le dicen con respeto a Felipe, queremos ver a Jesús. Se dirigen a este apóstol que conocería bien su idioma. Su mismo nombre es griego 509. Esta petición debió de extrañar a los discípulos. Por esto Felipe consulta con Andrés.

El Señor les recibió con afecto y vio en ellos las primicias de la fe cristiana en el mundo helénico; por eso exclamó: Ha llegado la hora en que sea glorificado el Hijo del Hombre. Les explica Jesús con una comparación cómo se iba a realizar el triunfo y los frutos del Mesías. Como el grano de trigo muere para fructificar, así el Mesías: Si el grano de trigo no muere al caer en tierra, queda infecundo; pero, si muere, produce mucho fruto. Esta ley del Mesías se extiende a todos sus discípulos. El que ama su vida la perderá, y el que aborrece su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna 510.

Jesús está evocando su Pasión y muerte, ya tan cercanas. Esta idea se repite constantemente, especialmente en estos días. En un momento de la conversación, y como en confidencia, dijo: Ahora mi alma está turbada; y ¿qué diré?: ¿Padre, líbrame de esta hora?, si para eso vine a esta hora. ¡Padre, glorifica tu nombre!

Se oyó entonces una voz del cielo, que dejó a todos sorprendidos: Lo he glorificado y lo glorificaré.

La gente no sabía qué pensar. Unos decían: Ha sido un trueno. Y otros, que era un ángel el que había hablado. El Señor declara que aquella voz era un testimonio más para que creyeran en Él. Y hablaba claramente de su muerte en la cruz: Y yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí. Pero la multitud no terminaba de creer en Él y de entender a qué se refería. Por eso dijeron: Nosotros hemos oído en la Ley que el Cristo permanece para siempre; entonces, ¿cómo dices tú: Es necesario que sea levantado el Hijo del Hombre? ¿Quién es este Hijo del Hombre?

Jesús les contestó que ya faltaba poco para que Él se marchara, pero que debían aprovecharse de la luz mientras estaba entre ellos. Cuando se tiene luz se puede caminar sin tropiezo. Mientras tenéis luz, creed en la luz para que seáis hijos de la luz.

Después se marchó y se ocultó de ellos.

Mientras tanto, los sacerdotes y los escribas andaban dando vueltas para ver cómo podían matarlo. Esto no les resultaba fácil pues le temían, ya que toda la muchedumbre estaba admirada de su doctrina.

Al atardecer salieron de la ciudad, camino de nuevo de Betania.

5. LA FE QUE TRASLADA LOS MONTES

Mt 21, 21; Mc 11, 20-24

Pasaron también aquella noche en la aldea de los amigos. Y al día siguiente 511 por la mañana volvieron a la ciudad. Al pasar advirtieron que la higuera se había secado de raíz (Mc). Pedro se lo indicó así a Jesús: Rabbí, mira, la higuera que maldijiste se ha secado. Jesús hizo entonces un llamamiento a la fe de los apóstoles. Con ella lo podrían todo. Tenía delante el Monte de los Olivos y el Mar Muerto en la lejanía. Entonces les dijo: Cualquiera que diga a este monte: Arráncate y échate al mar, sin dudar en su corazón, sino creyendo que se hará lo que dice, le será concedido.

Y esa fe se fundamenta en la oración, en la intimidad con el Maestro. Por tanto os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo recibisteis y se os concederá (Mc).

6. EL PODER DE JESÚS

Mt 21, 23-27; Mc 11, 27-33; Lc 20, 1-8

Llegó Jesús al Templo y, mientras paseaba por los atrios, se le acercaron los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos para preguntarle: ¿Con qué potestad haces esas cosas? ¿Quién te ha dado poder? Es una pregunta que el Señor está dispuesto a contestar si ellos muestran sinceridad en su deseo de conocer. Para poner de manifiesto sus verdaderas disposiciones les pidió su opinión acerca del bautismo de Juan: si era del Cielo, y por tanto gozaba de la aprobación divina, o si solo era de los hombres, y como tal no merecía mayor consideración. Pero ellos no le daban su opinión auténtica, su opinión en conciencia. No se preguntaban la verdad real sobre esta cuestión, el juicio que merece en su corazón. Analizaban más bien las consecuencias de sus posibles respuestas, procurando la que más convenía a la situación presente: «Si decimos que del Cielo -piensan- dirá: ¿Por qué no habéis creído en él? Pero, si decimos que era de los hombres, la muchedumbre se nos echaría encima», porque todos tenían a Juan por un verdadero profeta.

A pesar de ser líderes religiosos del pueblo de Dios, no eran hombres de principios firmes capaces de informar sus palabras y sus obras. Eran hombres «prácticos», se dedicaban a hacer «política» religiosa. En lo que atañe a su interés o comodidad, su razonamiento era inteligente. Pero no estaban dispuestos a ir más allá en su razonar. Su norma de conducta era seguir lo más oportuno y conveniente en cada ocasión. No actuaban según verdad. Por eso dijeron: No lo sabemos. No les interesaba saberlo, y mucho menos decirlo. Buscaban cómo perder a Jesús, y nada más. El tema de la autoridad del Señor era un mero pretexto.

La reacción de Jesús es muy significativa: Entonces tampoco Yo os digo con qué autoridad hago estas cosas, les respondió. Es como si les dijera: si no estáis dispuestos a ser sinceros, a mirar en vuestros corazones y enfrentaros con la verdad, es inútil el diálogo. Yo no puedo hablar con vosotros ni vosotros conmigo. No nos entenderíamos 512.

7. LA VINA DEL SEÑOR

Mt 21, 28-32

¿Qué os parece?, comenzó Jesús, dirigiéndose a los que le rodeaban. Un hombre tenía dos hijos; dirigiéndose al primero, le mandó: Hijo, ve hoy a trabajar a mi viña. Pero él le contestó: No quiero. Sin embargo, se arrepintió después y fue. Lo mismo dijo al segundo. Y este respondió: Voy, señor; pero no fue. Preguntó Jesús cuál de los dos hizo la voluntad del padre. Y todos contestaron: el primero, el que de hecho fue a trabajar a la viña. Y Él prosiguió: En verdad os digo que los publícanos y las meretrices os van a preceder en el Reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por el camino de la justicia y no le creisteis; en cambio, los publícanos y las meretrices le creyeron.

El Bautista había señalado el camino de la salvación, y los escribas y fariseos, que se ufanaban de ser fieles cumplidores de la voluntad divina, no le hicieron caso. Estaban representados por el hijo que dice voy, pero de hecho no va. En teoría eran los cumplidores de la Ley, pero a la hora de la verdad, cuando llega a sus oídos la voluntad de Dios por boca de Juan, no la cumplen, no supieron ser dóciles al querer divino. En cambio, muchos publícanos y pecadores atendieron su llamada a la penitencia y se arrepintieron: están representados en la parábola por el hijo que al principio dijo no voy, pero en realidad fue a trabajar a la viña. Obedeció, agradó a su padre con las obras 513.

Después que Jesús concluyó su breve historia con fuerte contraste, los representantes del Sanedrín se encontraban ahora delante de Él confusos y humillados. Pero mayor aún será su malestar cuando les exponga la segunda parábola, la de los viñadores homicidas, tan trágica en su sencillez. Tendría su cumplimiento unos días más tarde.

En esta enseñanza resume Jesús la historia de la salvación. Compara a Israel con una viña escogida, provista de su cerca, de un lagar y de una torre de vigilancia donde se coloca el guardián para protegerla de ladrones y alimañas. Dios no dejó de aplicar ningún cuidado a la viña de sus amores, a su pueblo, según había sido ya profetizado. Los viñadores de la parábola son de nuevo los dirigentes del pueblo de Israel, el dueño es Dios y la viña es Israel, como Pueblo de Dios.

El dueño envía una y otra vez a sus siervos para percibir sus frutos, y solo recibieron malos tratos. Esta fue la misión de los profetas. Finalmente, envió a su Hijo, al Amado, pensando que a Él sí lo respetarían. Aquí se señala la diferencia entre Jesús, el Hijo, y los profetas, que eran siervos. La parábola se refiere a la filiación trascendente y única, y expresa con claridad la divinidad de Jesucristo. Los viñadores lo echaron fuera de la viña y lo mataron; es una referencia explícita a la crucifixión, que tuvo lugar fuera de los muros de la ciudad santa. El Señor, que se menciona a Sí mismo en la parábola, debió de hablar con gran pena, al ver cómo era rechazado por aquellos a quienes vino a traer la salvación. No le quieren. Terminará Jesús diciendo estas palabras, tomadas de un salmo 514: La piedra que rechazaron los constructores, esta ha llegado a ser piedra angular. Los dirigentes de Israel comprendieron el sentido claramente mesiánico de la parábola y que iba dirigida a ellos. Entonces intentaron prenderlo, pero una vez más temieron al pueblo. Optaron por irse: lo dejaron y se marcharon, señala san Marcos.

Jesús se constituye como la piedra clave del arco que sostiene y fundamenta todo el edificio. Es la piedra esencial del nuevo pueblo de Dios, la Iglesia, y de cada hombre: sin ella el edificio se viene abajo 515.

8. LAS BODAS REALES

Mt 22, 1-14; Lc 14, 15-24

La alegoría del Reino de Dios comparado a un festín era entonces muy popular. Es muy posible que Jesús la empleara en diversas ocasiones, con algunas modificaciones. Ahora, ya al final de su vida, el Señor propone esta parábola, junto a las dos anteriores, para enseñar que los gentiles ocuparían el lugar del pueblo elegido que había rechazado de forma violenta a los profetas enviados y al mismo Hijo.

El Reino de los Cielos –dice- se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo. Y, según la costumbre, el rey envió a sus siervos para recordar a los invitados que ya estaba todo preparado y que se les esperaba. Ante la sorpresa del rey, los convidados no quisieron ir. Rechazar la invitación real se consideraba como una injuria y un acto de insubordinación; acudir a la llamada era una muestra de sumisión y de obediencia. Y el Señor, queriendo expresar la solicitud de Dios con sus hijos, relata en la parábola que el soberano volvió a enviar de nuevo a sus servidores, y ahora con un mensaje apremiante: Decid a los invitados: mirad que tengo ya preparado mi banquete... La bondad de Dios se expresa en esta divina insistencia y en la exuberancia de los bienes: he matado terneros y reses cebadas y todo está a punto. Era ya la hora de comenzar. A pesar de todo, los convidados, sin hacer caso, se marcharon uno a sus campos, otro a sus negocios; los demás echaron mano a los siervos, los maltrataron y dieron muerte.

En otras parábolas (la de los viñadores, por ejemplo) se exigía algo debido, el fruto de lo que se había dejado para administrarlo; aquí, en cambio, nada se exige, se ofrece todo. ¡Y es rechazado! Esta parábola manifiesta la repulsa al amor de Dios de aquel pueblo, y también el rechazo de la misericordia divina a través de los siglos. Hoy también existen estos súbditos que se excusan con los asuntos más diversos. Algunos también reaccionan con violencia.

Pero a su tiempo llegó el castigo: Él rey se encolerizó y, enviando a sus tropas, acabó con aquellos homicidas y prendió fuego a su ciudad. Muchos de los que escucharon estas palabras serían testigos en el año 70 de la ruina completa de Jerusalén.

El rey, aunque estaba gravemente ofendido, no renunció a celebrar dignamente las bodas de su hijo. Como todo estaba ya preparado para el festín, solo se necesitaba hallar nuevos convidados: Id, pues, a los cruces de los caminos y llamad a las bodas a cuantos encontréis.

Eso hicieron los siervos, y reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos. Esta vez la invitación es general, y los enviados del rey llevan, conforme a la orden que habían recibido, convidados de toda clase, sin tener en cuenta su estado moral..., y se llenó la sala de comensales. Los malos tendrían la gran ocasión de convertirse y llegar a ser buenos amigos del rey 516. La invitación no pone tampoco distinción alguna entre judíos y gentiles. Es una invitación general, a todos.

Cuando los convidados se hubieron colocado alrededor de las mesas, entró el rey para ver a los comensales, y se fijó en un hombre que no vestía traje de bodas 517.

No entra el rey en la sala del festín para comer con sus convidados, sino al modo de las personas de gran autoridad cuando invitan a un considerable número de sus vasallos. Entra para saludarles y ver si todo está en orden. De repente, observa que uno de los convidados había faltado a las reglas elementales del decoro, presentándose en palacio y asistiendo al festín vestido con sus ropas ordinarias. Era un insulto al rey y a los comensales. Todo el mundo disponía de un manto de mejor calidad para estas ocasiones. En Oriente, cuando una persona distinguida invitaba a un banquete solemne, ofrecía incluso a los invitados un traje de ceremonia, que habían de vestir en el banquete. Así pues, por pobre que fuese, no podía alegar excusa si concurría a la fiesta sin vestido adecuado. De ahí la indignación del rey, el duro reproche y la inmediata expulsión de aquel huésped desconsiderado que se había presentado de cualquier manera al banquete real.

XXIX. FARISEOS Y SADUCEOS CONTRA JESÚS

1. SADUCEOS Y FARISEOS

Estos dos partidos político-religiosos, secularmente enfrentados entre sí, constituían en Israel dos escuelas y dos modos de vivir el judaísmo. Ambos se opusieron frontalmente al Señor; ahora los vemos con un único objetivo: acabar con Él.

El primer choque de Jesús fue con los saduceos, cuando expulsó a los traficantes del Templo al principio de su vida pública, pues ellos eran los que controlaban las operaciones de tipo comercial que se llevaban a cabo en los atrios. Sin embargo, durante los tres años de su vida pública los enfrentamientos, como hemos visto, fueron casi siempre con los fariseos, que estaban más en contacto con el pueblo y se preocupaban más de la influencia del Señor sobre las muchedumbres. Pero serán los saduceos, bajo el sumo sacerdote Caifás y su suegro Anás, quienes coaccionarán a Pilato para que crucifique a Jesús (con el asentimiento de los fariseos) 518. Ambos intervienen activamente en estos últimos días para acabar pronto con Él. Bueno será que nos detengamos en ellos un poco más, para entender mejor su intervención en la condena a muerte de Jesús.

Los saduceos formaron un partido político-religioso en el judaísmo desde el siglo II a.C. hasta la caída de Jerusalén en el año 70. Pertenecían a las grandes familias sacerdotales y a la aristocracia laica. El nombre proviene del sumo sacerdote Sadoc, a quien Salomón puso en lugar de Ebiatar al frente de los sacerdotes de Jerusalén, y del cual, desde aquel momento, afirmaban descender estas familias influyentes en Jerusalén y en todo el país. Eran ricos y poderosos, según afirma el historiador judío Flavio Josefo. Entre ellos se nombraba el sumo sacerdote, cargo que conservaban como un feudo. Por esto, procuraban estar en buenas relaciones con la autoridad, que era quien los designaba. El sumo sacerdote nombraba los altos cargos del Templo, especialmente el administrador, el guardián del tesoro, el canciller, etc. Presidía además el Sanedrín, la asamblea suprema del pueblo judío. Aunque existían también asambleas locales, la que decidía realmente en asuntos importantes era la de Jerusalén, que normalmente se reunía en el Templo 519.

Su actividad política y económica dominaba sobre la religiosa, a pesar de estar oficialmente encargados del Templo, y siempre se entendieron bien con los distintos gobernantes; ahora, con los romanos. Era muy conocida su habilidad de negociadores políticos. Eran cultos, y se ufanaban de conocer a los escritores y filósofos griegos y de relacionarse con la comunidad culta internacional.

Los fariseos provenían en general de las clases medias. El pueblo los respetaba porque eran fieles observantes de la Ley y por el amor que manifestaban a todo lo que se refería al pueblo judío y a sus tradiciones. No pertenecían de ordinario a la clase sacerdotal, pero dominaban en las sinagogas de las principales ciudades y aldeas del país, y también fuera de él. Por eso ejercían una gran influencia en la vida religiosa del pueblo llano. Después de la destrucción del Templo fueron ellos los que conservaron el fervor religioso y la identidad nacional.

Fariseo quiere decir literalmente «separado». Como norma de vida, querían estar alejados de toda forma de impureza de alma y cuerpo; pero esa separación tendía a serlo también de los impuros, entre los que habían incluido a todos aquellos que no observaban las minuciosas reglas y prescripciones del ritual hebreo. Su principio fundamental era cumplir lo establecido hasta el último detalle.

La Ley lo era todo; constituía el fin de su vida. La Ley era tan importante que -pensaban ellos- el mismo Dios estaba sometido a ella. Y eran las interpretaciones de los comentaristas, los escribas y los doctores, lo que daba al fariseísmo su sello especial. Afirmaban que Dios seguía hablando a través de estos comentadores. Pero la realidad era que sus interpretaciones con frecuencia solo tenían una conexión extremadamente débil e insegura con la Ley. E incluso, en muchos casos, estaban en oposición a lo que Moisés y los profetas habían señalado, al menos con su espíritu.

Fue Esdras quien, a la vuelta del Destierro, vio en la Ley el instrumento ideal para rehacer el pueblo judío después de la cautividad. Desde entonces la Ley se convirtió no solo en el eje de la religión de Israel, sino también en el fundamento de la vida familiar, social y política de los judíos. La Ley lo llenaba todo, reglamentaba hasta lo más insignificante de la existencia diaria.

Con el tiempo, se apegaron tanto a la Ley que casi se olvidaron de su fin y de su Autor.

Los escribas eran expertos en la Ley, como ya hemos visto, y estudiaban no solo a Moisés y a los profetas, sino también a los maestros que les habían precedido; analizaban, pulían, aplicaban la Ley a nuevas circunstancias y multiplicaban sus preceptos, cada vez más minuciosos. Tenían gran autoridad entre el pueblo; en su mayor parte eran fariseos, y se distinguían por ser los más cultos. Todos aceptaban sus enseñanzas sobre la Ley de Dios sin discusión alguna. Les llamaban rabbí -maestro-, y ellos se sentían ufanos de este título.

El oficio de enseñar había pasado así de los sacerdotes a los escribas, que casi nunca pertenecían a la clase sacerdotal. Por eso, Jesús les dice que se han sentado en la cátedra de Moisés y se han apoderado de ella. Su conducta no siempre respondía a sus enseñanzas, y estas tenían muchas más cosas humanas que divinas. Pero, en cualquier caso, eran los maestros de Israel.

¿Por qué estaban tan apegados al cumplimiento material de los ritos externos? Una razón parece clara. Como maestros, carecían de lo que hoy llamaríamos conocimientos teológicos. Esta ausencia se hacía notar de modo particular en relación al mismo Dios. Después de tantos años luchando por conservar su fe en medio de los dioses paganos, los judíos volvieron de la cautividad de Babilonia con un fuerte acento monoteísta, pero sin avanzar apenas en el conocimiento más íntimo de Dios mismo. Insistían en el deber de obedecer sus mandamientos y conocer cuáles eran estos, y mucho menos en el Dios al que adoraban. Con el cumplimiento, a veces puramente material, de lo prescrito quedaban conformes. Convertían los medios en fines. La Ley era camino para alcanzar a Dios, pero ellos se quedaron con el «camino» en sí mismo. Habían hecho de la Ley un absoluto.

Cuando el Señor puso en duda muchas de sus tradiciones y la falta de un espíritu que las animara, vieron en Él una amenaza. Los milagros no lograron convencerlos. Imaginamos cómo pudieron sonar en sus oídos palabras como estas: Se dijo a los antiguos, pero yo os digo... Nadie se había atrevido jamás a hablar así. O el hecho de perdonar los pecados en su propio nombre, y las declaraciones de esta naturaleza: Yo y el Padre somos uno.

Al desprender de la Ley su núcleo fundamental -la gloria y el amor a Dios y al prójimo-, solo quedaba el mero cumplimiento externo de agobiantes prescripciones. Jesús se presentaba ante ellos como el que daba sentido y contenido a las prácticas. Era una bocanada de oxígeno en una habitación mucho tiempo cerrada. Por eso parecía querer desbaratar el judaísmo, su judaísmo, la maraña de prescripciones que habían creado, y replantear el sentido de la Escritura. Los milagros y la sabiduría de las enseñanzas de Jesús, su amor al Padre... habrían sido buenos instrumentos para abrir sus corazones, pero se encerraron más aún en sus prejuicios, con una firmeza inconmovible. Desde estos prejuicios, Jesús era el gran impostor, un peligro para la nación. Su tarea en estos últimos días consistió en multiplicar las preguntas insidiosas, las intrigas...

A los fariseos les amenazaba a la vez otro peligro, al que era difícil escapar: si Israel era un pueblo distinto entre los pueblos, los fariseos eran distintos en Israel. Solo una profunda humildad hubiese podido evitar que se comportaran de modo altanero con los demás. Pocos fariseos comprendían en su raíz por qué el pueblo de Israel era distinto, que era por pura misericordia divina. Y este mal entendimiento les llevaba a despreciar a los gentiles. Y no solo a estos, sino también al pueblo sencillo, esa gente maldita que no conoce la Ley. No todos los escribas pensaban de esa forma, pero sí la mayoría. Con este sentido de autosuficiencia era imposible que entendieran a Jesús.

2. LA OPOSICIÓN

Mt 23, 1-36; Mc 12, 38-40; Lc 20, 45-47

Fueron los fariseos quienes apartaron de Jesús a una buena parte del pueblo, y quienes movieron las piezas clave para llevarle a la muerte; ellos le llamaron blasfemo, malhechor, alborotador del pueblo, enemigo del César...

Aparte de las acusaciones políticas sin contenido y montadas a última hora para el proceso ante el tribunal romano -seduce al pueblo en contra del poder civil, empuja a no pagar tributos, pretende hacerse rey-, los fariseos propalaron entre el pueblo las más graves acusaciones religiosas contra Jesús: no observa las tradiciones, viola el sábado, come con pecadores, es un despreciable samaritano, está poseído del demonio, se proclama mayor que Abrahán, se proclama Hijo de Dios, se proclama Dios.

También tergiversaron con frecuencia sus palabras y obras. Aquella frase: Destruid este templo y en tres días lo reedificaré es repetida por los fariseos, ante las autoridades, en estos términos: Yo voy a destruir este templo. Después de la curación del sordomudo endemoniado, difundieron entre la multitud la especie de que Jesús arrojaba los demonios en connivencia con Beelzebul, príncipe de los demonios. En cierta ocasión el mismo Señor hizo un resumen de la actitud de los fariseos hacia Él: Me odiaron a mí y a mi Padre. Es, sin duda, un resumen gravísimo.

El Señor no calló; expuso con toda crudeza los vicios del fariseísmo y quiso inculcar a sus discípulos una conducta bien diversa: No hagáis como ellos, pues todas sus obras las llevan a cabo para ser vistos por los hombres.

En el largo discurso, pronunciado en uno de estos últimos días, que nos trae san Mateo, Jesús exclama seis veces: ¡Escribas y fariseos hipócritas! A lo largo del evangelio lo leemos en diversas ocasiones. Son hipócritas porque limpian la parte exterior de la copa y por dentro están llenos de rapacidad; son semejantes a sepulcros blanqueados, por fuera vistosos, por dentro repletos de podredumbre 520; tienen la hipocresía del falso celo por la santidad ajena: ¡Hipócrita!, quita primero la viga de tu ojo, y entonces verás de quitar la paja del ojo de tu hermano; poseen el falso amor encubierto en puras fórmulas sin contenido: ¡Hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; querían pasar por justos sin serlo: Vosotros pretendéis pasar por justos ante los hombres, pero Dios conoce vuestros corazones.

El amor ciego y extraviado a la letra de la Ley les había llevado a una estéril casuística, a sutilezas increíbles que ningún hombre del pueblo sencillo podría nunca dominar. El tener la llave de la ley les había situado en una posición de privilegio que les permitía hallar siempre una salida más benigna para ellos, mientras los demás habían de soportar lo más oneroso de la Ley. Atan pesadas cargas y las ponen sobre los hombros de los otros, pero ellos ni con un dedo hacen por moverlas. Se cuidaban de pagar el diezmo de la menta, el anís y el comino, y no se preocupaban de lo más importante de la Ley: la justicia y la misericordia. ¡Guías ciegos, que coláis un mosquito y os tragáis un camello! 521.

Una acusación frecuente que hacen a Jesús es esta: acoge a los pecadores y hasta come con ellos. Y Él contesta: ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que cerráis el Reino de los Cielos a los hombres! Porque ni vosotros entráis, ni dejáis entrar a los que entrarían.

Jesús termina el largo discurso de estos días con una entrañable exclamación que resume de algún modo la insistente misericordia de Dios sobre su pueblo: es, a la vez, un testimonio más de su divinidad: ¡Jerusalén, Jerusalén!, que matas a los profetas y lapidas a los que te son enviados. Cuántas veces he querido reunir a tus hijos, como la gallina cobija a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste. He aquí que vuestra casa se os va a quedar desierta 522.

Mientras el Señor pronunciaba estas palabras, los fariseos y los saduceos andaban buscando la forma de condenarlo a muerte.

3. EL TRIBUTO AL CÉSAR

Mt 22, 15-22; Mc 12, 13-17; Lc 20, 20-26

Los fariseos comprendieron que no sería fácil apoderarse de Jesús, debido a sus seguidores. Por eso se retiraron y tuvieron consejo para ver cómo podían cazarle en alguna palabra (Mt) y así poder condenarle. Con este fin enviaron a sus discípulos y a los herodianos con dos preguntas ya preparadas 523. Estos discípulos de los fariseos pueden ser aquellos jóvenes que venían a Jerusalén de otras ciudades para instruirse en las escuelas de los grandes rabinos e iniciarse en el oficio de escribas y maestros del pueblo. Son caras nuevas y jóvenes que, pensaban ellos, no harían desconfiar a Jesús. Se unieron a los herodianos, partidarios del poder romano. Desde el punto de vista religioso se profesaban materialistas, cercanos a las ideas de los saduceos. Llegaron simulando ser hombres justos, con buenas intenciones, señala san Lucas, pero la finalidad era atraparlo en alguna palabra contra la Ley, y así entregarlo al poder y autoridad del Procurador. Esta parecía la mejor vía para acabar con Él.

Comenzaron con la pretensión de ganarse la benevolencia de Jesús con una alabanza estudiada, quizá sugerida por sus jefes: Maestro -le dicen-, sabemos que eres veraz y que no te dejas llevar de nadie, pues no haces acepción de personas, sino que enseñas el camino de Dios de verdad (Mc). Esto era claro, incluso para sus enemigos; pero ellos lo utilizan como un medio para intentar adularle y hacerle creer en la buena fe que les anima. Piensan que con sus palabras ya han preparado el terreno para hacerle la pregunta que puede comprometerle: ¿Es lícito pagar el tributo al César o no? ¿Pagamos o no pagamos?

La cuestión se refería a un tema candente desde el punto de vista político y religioso. El tributo era una nueva contribución personal impuesta a los judíos después de la deposición de Arquelao. Abarcaba a todos, exceptuando a los niños antes de los catorce años y a los ancianos después de los sesenta y cinco. El pago no era en sí demasiado gravoso, pero significaba un signo del sometimiento del pueblo de Dios a una nación gentil y sacrilega. Un gran número de judíos llevaban muy a mal el pagar este canon y lo consideraban inmoral. Era un asunto muy debatido incluso en las distintas escuelas rabínicas. Parecía a algunos que el hacerlo suponía una aprobación tácita del dominio extranjero sobre el pueblo de Dios, y renunciar, por tanto, a las esperanzas mesiánicas.

Si Jesús respondía que no debía pagarse, allí estaban los herodianos como testigos de su oposición pública a la autoridad romana, que era en este punto tan celosa e intransigente como en ningún otro 524. No permitía fisuras en este tema. Si el Maestro respondía, por el contrario, que sí se debía pagar el canon, allí estaban los fariseos para desacreditarle ante el pueblo 525.

Jesús se dio cuenta de su hipocresía, y les dijo: ¿Por qué me tentáis? Y pidió un denario. Cuando vio la moneda romana de plata, preguntó: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? 526. Le dijeron: Del César. Y Jesús zanjó la cuestión con estas palabras: Dad, pues, al César lo que es del César. Es como si dijera: si es de él, devolvédsela. Si de hecho usáis estas monedas romanas y admitís la autoridad, prestadle la sumisión debida. Con su respuesta, el Señor reconoce la autoridad legítimamente constituida, sin aprobar expresamente esta. Y enseguida separa la esfera religiosa de la civil: dad a Dios lo que es de Dios. Jesús responde con hondura divina, más allá de lo que le habían preguntado, y contesta a la vez con toda exactitud a la cuestión que le han planteado. No se limita al sí o al no. Dad al César lo que es del César, lo que le corresponde (tributos, obediencia a las leyes justas...), pero no más de ello, porque el Estado no tiene una potestad y un dominio absolutos 527. Todos se quedaron, una vez más, maravillados por su serenidad y por sus palabras 528.

4. LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

Mt 22, 23-33; Mc 12, 18-27; Lc 20, 27-40

Los fariseos y herodianos se unieron después a los saduceos para poner dificultades al Señor. Estos últimos negaban la inmortalidad del alma y, como consecuencia, la resurrección. Después de la muerte, pensaban, todo se acaba para el hombre. Coincidían con los fariseos en la fe única en Yahvé, a quien daban culto y ofrecían sacrificios en el Templo, pero despreciaban las tradiciones, pues se atenían únicamente a la doctrina de Moisés tal como se encuentra en el Pentateuco. Rechazaban, por tanto, los libros revelados posteriores, que los judíos llamaban Profetas y Escritos. Y es aquí donde precisamente se encuentra con más claridad la revelación acerca de la resurrección de los muertos 529.

Después de las palabras del Señor sobre el tributo romano, se acercó a Él un grupo de saduceos para proponerle una cuestión llena de ironía. Era un caso clásico que utilizaban en sus discusiones para ridiculizar la doctrina de la resurrección. Los fariseos, en otras ocasiones, no les habían sabido dar una respuesta coherente. La duda que proponían se basaba en la ley del levirato. Si un hombre casado muere sin dejar descendencia, su hermano ha de tomar por mujer a la viuda. El primer hijo de esta unión había de ser tenido como descendiente legítimo del difunto. Esta ley velaba para que no se extinguiesen las familias e impedir la enajenación de los bienes.

La historia que le proponen como dificultad insoluble contra la resurrección es la de una mujer que, conforme a la ley del levirato, se ha casado sucesivamente con siete hermanos. Entonces, preguntan, ¿de cuál de los siete será mujer?, puesto que todos la tuvieron. Hablaban de la resurrección conforme a la errónea opinión que tenían los fariseos. Pensaban que la nueva vida de los resucitados sería una especie de continuación de la presente, aunque más feliz, con goces espirituales y materiales.

Jesús les dice que están en un error al suponer que las condiciones de la vida futura serán las mismas que las de ahora. No han entendido las Escrituras y desconocen el poder de Dios: pues en la resurrección ni los hombres tomarán mujer, ni las mujeres marido, sino que serán en el Cielo como los ángeles. Dios tiene poder para ordenar las cosas de modo que en el más allá la naturaleza humana no esté sujeta a las necesidades, instintos e inclinaciones que experimenta ahora. No habrá una continuación de las relaciones terrenas entre los cónyuges y su actividad procreadora para cumplir la misión de propagar la especie y, sobre todo, de aumentar el número de elegidos para el Cielo. Pero Dios, que los había unido y asociado en el milagro de la creación, no va a separarlos en el Cielo 530.

Por otra parte, el Señor confirma la doctrina sobre la resurrección contenida en la Escritura. Escoge incluso un texto del Pentateuco, libro que sí admitían los saduceos. En el Exodo 531 se lee que Dios, en medio de la zarza ardiendo, habló a Moisés y le dijo: Yo soy el Dios de Abrahán, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob. La fuerza del argumento está en que Dios no dijo Yo fui o Yo era, sino Yo soy. Y nadie se dice señor y dios de una cosa que ya no existe. Luego Abrahán, Isaac y Jacob existen aún. Dios no es Dios de muertos, sino de vivos 532.

Algunos escribas, pertenecientes a los fariseos, le dijeron: Maestro, has hablado bien. Y ya no se atrevían a preguntarle más. La argumentación del Señor les pareció a todos concluyente. La gente sencilla que estaba a su alrededor sintió por Él una admiración llena de simpatía y de afecto. Estaban llenos de gozo oyéndole. Los saduceos, por el contrario, no mostraban simpatía alguna.

5. EL PRIMER MANDAMIENTO

Mt 22, 34-40; Mc 12, 28-34; Lc 10, 25-28

Uno de los escribas que había oído la respuesta dada a los saduceos y estaba satisfecho de ella, propuso a continuación una nueva cuestión al Señor: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? (Mc).

La cuestión era una de las más discutidas entre los rabinos. Distinguían en la Ley 613 mandamientos particulares, de los cuales 248 eran positivos y 365, prohibitivos. Unos eran graves y otros, leves. Las disquisiciones de los doctores acerca de las diferencias entre los mandamientos grandes y los pequeños eran extremadamente sutiles e interminables. Una de las cuestiones más debatidas era precisamente cuál sería el primer mandamiento, el mayor de todos, el más importante.

El Señor evita en su respuesta todas estas vanas disputas y cita unas palabras del Deuteronomio 533: Él primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor; y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con todas tus fuerzas (Mc).

Este texto era muy familiar a todos, pues era la profesión de fe que los israelitas adultos rezaban todos los días, mañana y tarde. Era, además, una de las sentencias que, escritas en una pequeña tira de pergamino, solían llevar atadas en la frente o en el brazo izquierdo, las filacterias, de las que estaban tan orgullosos los fariseos.

Aunque no le preguntaron, Jesús añadió: Él segundo es este: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que estos. Este segundo precepto se lee en el Levítico, según la versión de los LXX. Y completó el Señor: De estos dos mandamientos pende toda la Ley y los Profetas (Mt), es decir, toda la Escritura 534.

El escriba recibió la respuesta con admiración y respeto, y contestó: ¡Bien, Maestro! 535.

Y el escriba tuvo la suerte de oír de labios de Cristo: No estás lejos del reino de Dios (Mc). Ya nadie le hizo más preguntas.

6. EL HIJO DE DAVID

Mt 22, 41-46; Mc 12, 35-37; Lc 20, 41-44

Dado que no había más interpelaciones, fue Jesús el que se dirigió a los fariseos. San Marcos nos dice que se encontraba en el Templo. Les dijo: ¿Qué pensáis del Mesías? ¿De quién es hijo? No tardaron en contestarle: De David. Era una pregunta fácil de responder. Muchos textos de la Escritura afirmaban que saldría de la descendencia de David. Esta era la opinión corriente en tiempos del Señor, como lo prueban también las aclamaciones que le habían dirigido a Él sus seguidores.

Pero Jesús les volvió a preguntar: ¿Cómo se explica que David, inspirado por el Espíritu Santo, hable del Mesías en un salmo 536 y le dé el nombre de Señor?: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos bajo tus pies.

Y concluye Jesús: si David le llama Señor, ¿cómo va a ser hijo suyo?El salmo señala, aunque sea de lejos, que el Mesías, además de su naturaleza y dignidad humana, como hijo de David, tendría otra naturaleza y dignidad superior y anterior a David: es la dignidad del Hijo de Dios, igual al Padre. Estar sentado a la derecha de Dios Padre es lo mismo que participar de su propio poder y dignidad.

Sugería el Señor que el Mesías, además de ser de la descendencia de David, tenía un origen más alto, por el cual era superior a su progenitor. Aquí habla el Señor de su divinidad.

Los fariseos no sabían qué responder. Y desde aquel día ninguno se atrevió a hacerle más preguntas (Mt).

XXX. ENSEÑANZAS FINALES

1. LA OFRENDA DE LA VIUDA

Mc 12, 41-44; Lc 21, 1-4

Este Martes Santo fue extremadamente fatigoso y duro para el Señor. El Maestro estaba sentado frente al cepillo del Templo, en el atrio de las mujeres, donde existían trece buzones para depositar las limosnas. En estas fiestas la afluencia de peregrinos era muy grande: se satisfacían cuotas atrasadas, se hacían ofrendas voluntarias, promesas... Algunas de estas operaciones necesitaban la presencia de un funcionario del Templo que resolvía dudas, dictaminaba sobre si una determinada moneda podía utilizarse como ofrenda...

Jesús, rodeado de sus discípulos, observaba cómo la gente echaba en él monedas de cobre, y bastantes ricos echaban mucho. El Señor los miraba, pero no dijo nada. Sin embargo, en un momento determinado se acercó una viuda pobre 537, con la indumentaria inconfundible de las viudas judías, y depositó dos leptos, dos pequeñas monedas de bronce. San Marcos, en atención a sus lectores romanos, da a continuación el equivalente en moneda.

A Jesús le pareció, por el contrario, tan importante aquella ofrenda que convocó a sus discípulos dispersos y distraídos con el tráfago de la gente que iba y venía, y les dijo, señalando a la mujer: En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más en el gazofilacio que todos los otros. Y explicó la razón: todos han echado algo de lo que les sobraba; ella, en cambio, en su necesidad, ha echado todo lo que tenía, todo su sustento 539.

Fue un fugaz alivio en medio de tanta dureza. Aquella mujer se marchó a su casa, y se enteraría quizá en el Cielo de cómo aquella tarde había conmovido el corazón del Señor con su ofrenda 540.

2. EL FIN DE JERUSALÉN Y DEL MUNDO

Mt 24, 1-14; Mc 13, 1-13; Lc 21, 5-18

Jesús se puso en camino con sus discípulos hacia el Monte de los Olivos (Mc). El Templo, que acababan de dejar atrás, era el orgullo de los judíos por su grandiosidad y magnificencia. No había un templo igual en todo el mundo. Desde la falda occidental del monte, hacia donde se dirige el Señor, sus enormes sillares causaban una fuerte impresión de solidez y de permanencia.

Entonces, uno de los discípulos dijo en tono admirativo: ¡Maestro, mira qué piedras y qué construcciones! (Mc). El Señor le respondió con profunda pena: ¿Ves estas grandes construcciones? No quedará piedra sobre piedra que no sea destruida. Los apóstoles quedaron sobrecogidos por estas palabras.

Poco tiempo después, en el año 70, se cumplió al pie de la letra esta profecía cuando Tito conquistó Jerusalén. Los soldados prendieron fuego al Templo, y el futuro emperador, que deseaba conservarlo, intentó apagar las llamas, pero al no conseguir dominarlas ordenó su completa destrucción. Los muros que subsisten en la actualidad son cimientos y parte de la muralla exterior; del santuario mismo no ha quedado piedra sobre piedra. El culto judío desapareció con el Templo. Más tarde, Tito depositó ante el altar de Zeus en Roma los despojos que se consiguieron salvar del incendio: el gran candelabro de los siete brazos, la mesa donde se colocaban los panes de la proposición y un ejemplar de la Ley.

Cincuenta años más tarde, después de la segunda rebelión judía contra el poder romano, el emperador Adriano hizo cambiar el nombre de la ciudad por el latino de Aelia Capitolina, y sobre la gran explanada del Templo mandó instalar estatuas dedicadas a dioses paganos. Donde antes estuvo la puerta sur, orientada hacia Belén, hizo colocar una cabeza de cerdo. Era la enseña de la Legión Décima Fretensis, que custodiaba la ciudad; pero también era una gran ofensa para los judíos, que consideraban al cerdo como el animal impuro por excelencia. Incluso se prohibió a los judíos, bajo pena de muerte, la entrada en este recinto. En los días del Señor eran los paganos lo que no podían entrar, bajo pena de muerte.

En tiempo del emperador Juliano el Apóstata (año 363) los judíos intentaron en vano reconstruirlo, y desde entonces no ha habido nuevas tentativas.

La profecía de la destrucción del Templo echaba por tierra las ideas de grandeza latentes en el pueblo y en todos. El Templo era el centro del judaísmo y su más íntima esencia. Era el único lugar donde se ofrecían los sacrificios de la Alianza establecida entre Dios y el pueblo de Israel. Por eso pensaban los discípulos que esta catástrofe debía de ir unida a otra de proporciones ingentes para toda la humanidad. El fin del Templo significaba para ellos el fin del mundo. Por eso, después de un rato de silencio, estando aún sentado Jesús en la falda del monte, se le acercaron Pedro, Santiago, Juan y Andrés (Mc) y, a solas, le preguntaron: Dinos cuándo ocurrirán estas cosas y cuál será el signo de tu venida y de la consumación del mundo (Mt).

La ruina del Templo -les explica Jesús- es figura del fin del mundo, pero no indica su inminente cercanía; ambos acontecimientos tienen sus propias características. Así, la ruina del Templo tendrá lugar, les dice, en aquella misma generación. El fin del mundo, en cambio, permanece en el secreto de Dios, y el tiempo de ese acontecimiento final ni siquiera el Hijo quiere revelarlo.

Los apóstoles preguntaron por el fin del Templo de Jerusalén, y el Señor les advierte de algo más inminente: se avecinan hechos ante los cuales tienen que estar alerta para no sucumbir en la tentación y para no dejarse engañar por falsos profetas. Les anuncia que padecerán persecuciones a causa de la predicación del evangelio. Las iniciarán los judíos 541 y las continuarán los gentiles. Los apóstoles, y todas las generaciones de cristianos, pudieron comprobar cómo se cumplieron acabadamente las palabras del Señor: Y seréis odiados por todos a causa de mi nombre (Mc). La presencia de los cristianos ante los tribunales constituyó siempre un testimonio de suma importancia en favor del evangelio.

También declaró el Señor que el evangelio sería predicado en el mundo entero antes del fin de todas las cosas. Esta es una de las ocasiones en que el Señor anuncia el destino universal del evangelio, buena nueva de la salvación dirigida a todos los pueblos. Antes de la destrucción de Jerusalén en el año 70, los apóstoles la habían predicado ya por el mundo conocido. De igual modo, antes del final de los tiempos llegará a todos los pueblos la noticia y la oportunidad de conversión por medio del apostolado y de la predicación de la Iglesia; aunque esto no significa que todos los hombres acepten y sean fieles de hecho a la doctrina de Cristo.

No pueden considerarse como señales precursoras las persecuciones contra la Iglesia, ni la aparición de falsos mesías, ni el enfriamiento del amor, ni las disidencias originadas en motivos religiosos (Mt), puesto que todo ello pertenece al desarrollo constante del Reino de Dios en el mundo. En cuanto a los cataclismos de la naturaleza, parecen poseer un sentido supraterrestre.

La vieja tierra será purificada. Los elementos, abrasados, se disolverán 542. Solo entonces hará su aparición la tierra nueva, fresca y gozosa.

3. LLAMADA A LA VIGILANCIA

Mt 24, 27-28; Mt 25, 1-13; Lc 21, 34-36

De la misma manera que el relámpago sale del oriente y brilla hasta el occidente, así será la venida del Hijo del Hombre (Mt), inesperada y sorprendente. Así también es el encuentro del hombre con Dios 543:

Sus discípulos han de estar como el siervo diligente que no se duerme durante la ausencia de su amo 544. Y, cuando vuelve, su señor lo encuentra en su puesto, entregado a la tarea que le encomendó. Y como quien aguarda a una persona querida y largo tiempo esperada 545.

Después se refirió el Señor a una escena ya familiar para quienes le escuchaban, porque de una manera o de otra todos la habían presenciado o habían sido protagonistas del suceso: se trataba de unas bodas y sus preparativos. No se detiene, por este motivo, en explicaciones secundarias, conocidas por todos 546.

La parábola se centra en el esposo que llega a medianoche, en un momento inesperado, y en la disposición con que encuentra a las vírgenes para participar con él en el banquete de bodas. El esposo es Cristo, que llega a una hora desconocida; las vírgenes representan a toda la humanidad: unos se encontrarán vigilantes, con buenas obras; otros, descuidados, sin aceite. Lo anterior es la vida; lo posterior -la llegada del esposo y la fiesta de bodas-, la bienaventuranza compartida con Cristo. La parábola se fija, sobre todo, en el instante en que llega Dios para cada alma: el momento de la muerte. Después del juicio, unos entran con Él en la bienaventuranza eterna y otros quedan tras una puerta para siempre cerrada, que denota una situación definitiva.

Las diez vírgenes habían recibido un encargo de confianza: aguardar al esposo, que podía llegar de un momento a otro. Cinco de ellas fijaron todo su interés en lo importante, en la espera, y emplearon los medios necesarios para no fallar: las lámparas encendidas con el aceite necesario. Las otras cinco estuvieron quizá ajetreadas en otras cosas, pero se olvidaron de lo principal que debían hacer aquella tarde, o lo dejaron en segundo término. Para cada hombre lo primero en la vida, lo verdaderamente importante, es entrar en el banquete de bodas que Dios mismo ha preparado.

Cuando venga el Hijo del Hombre en su gloria y acompañado de todos los ángeles, se sentará entonces en el trono de su gloria, y serán reunidas ante él todas las gentes; y separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de los cabritos, y pondrá las ovejas a su derecha, los cabritos en cambio a su izquierda 547.

El sol se pone detrás de Jerusalén mientras Jesús habla con sus discípulos, que están fuertemente impresionados. Nos encontramos en las últimas horas de este día denso del Martes Santo. Cuando terminó Jesús, dijo a sus discípulos (Mt): Sabéis que de aquí a dos días será la Pascua, y el Hijo del Hombre será entregado para ser crucificado.

Después, Jesús y sus más íntimos se dirigieron a Betania, donde pasaron la noche y el día siguiente. Volverá a Jerusalén para celebrar la cena pascual el Jueves Santo.

4. LA TRAICIÓN DE JUDAS

Mt 26, 1-5.14-16; Mc 14, 1, 1-3.10-11; Lc 22, 1-6

Los príncipes de los sacerdotes y los ancianos del pueblo se reunieron en casa del sumo sacerdote Caifás y tomaron el acuerdo definitivo de acabar con Jesús. Y convinieron en que debían apoderarse de él con engaño (Mt). Y decían: No sea en la fiesta, para que no se produzca un alboroto del pueblo (Mc). San Lucas añade que tenían miedo a la posible reacción popular. Por eso, muchos debieron de opinar que era necesario esperar a que pasaran esos días de la Pascua, que se echaba encima, y actuar cuando los peregrinos volvieran a sus lugares de origen.

Mientras tanto, entró Satanás en Judas (Lc). Afloraron los sentimientos oscuros y ocultos en su corazón, y se dirigió a los príncipes de los sacerdotes y a los magistrados para convenir el modo de entregar a Jesús. Para estos, todo había cambiado inesperadamente; la decisión del discípulo precipitó los acontecimientos. Los judíos se alegraron, y para asegurarlo más en su propósito convinieron en darle dinero; unas monedas siempre ayudan. Se pusieron de acuerdo en treinta siclos de plata (Mt). No era mucho..., el precio de un esclavo en la antigüedad 548. Y él quedó comprometido. Solo faltaba la ocasión oportuna.

Según una antigua tradición recogida ya por san Agustín 549, estos sucesos tuvieron lugar el Miércoles Santo. Parece que Jesús pasó este día en Betania. El encuentro de Judas con los sanedritas debió de tener lugar inmediatamente después de la reunión del Sanedrín. A partir de ahora, todos los acontecimientos de estos dos días (miércoles a viernes) están íntimamente enlazados y descritos por los evangelistas al detalle.

El móvil de la entrega no parece que fuera en primer lugar el dinero, pues este lo ofrecieron los judíos del Sanedrín al conocer la disponibilidad de Judas para traicionar a su Maestro, según indican san Marcos y san Lucas: ellos propusieron darle dinero. Al día siguiente Judas arrojó en el Templo esas monedas (Mt). ¿Qué ocurrió realmente en el alma de este apóstol? Porque él fue elegido por Cristo mismo, después de una noche en oración. Estaba bien seleccionado; tenía las condiciones para ser uno de los Doce, una de las columnas de la Iglesia; no hubo error. En los comienzos debió de seguir a Jesús con verdadero fervor. Y probablemente hizo milagros como los demás. ¿Nos imaginamos a Judas haciendo un milagro?, ¿hablando con entusiasmo de Jesús?

Después de la Ascensión, cuando hubo que cubrir su puesto en el colegio de los Doce, Pedro recordará: se contaba entre nosotros y había recibido la suerte de participar de este ministerio. Y vio también cómo sanaban los leprosos, los ciegos recobraban la vista... Sobre todo, experimentó el amor entrañable de Jesús, su amistad y su confianza. ¿Qué pasó en su alma?

La traición de esta noche ha tenido una larga historia llena de pequeños actos de desafecto y de avaricia. Un año antes ya se encontraba muy lejos del Maestro y de los demás, cuando, después de los momentos de confusión con motivo del discurso del pan vivo en Cafarnaún, Jesús exclamó: ¿No os he elegido yo a los doce? Sin embargo, uno de vosotros es un demonio. Y san Juan precisa enseguida: Hablaba de Judas, hijo de Simón Iscariote, pues este, aun siendo uno de los doce, era el que le iba a entregar.

Desde tiempo antes se hallaba ya distante de Jesús, aunque estuviera en su compañía. Permanecía normal en lo externo, pero su ánimo estaba lejos. La ruptura con el Maestro, el resquebrajamiento de su fe y de su vocación, debió de producirse poco a poco, cediendo cada vez en cosas más importantes. Hay un momento en que protesta porque le parecen «excesivos» los detalles de cariño que otros tienen con el Señor, y encima disfraza su protesta de «amor a los pobres». Pero san Juan nos dice la verdadera razón: era ladrón y, como tenía la bolsa, se llevaba lo que echaban en ella.

Permitió que su amor al Señor se fuera enfriando, y ya solo quedó un mero seguimiento externo, de cara a los demás. Su vida se convirtió poco a poco en una farsa; más de una vez consideraría que hubiera sido mejor no haber seguido al Señor.

Ahora ya no se acuerda de los milagros, de las curaciones, de sus momentos felices junto al Maestro, de su amistad con el resto de los apóstoles. Ahora es un hombre desorientado, descentrado, capaz de culminar la locura que ha iniciado. El acto que ahora se consuma ha sido ya precedido por infidelidades y faltas de lealtad cada vez mayores. Este es, sin duda, el resultado último de un largo proceso interior 550.

Desde el momento del pacto con el Sanedrín, Judas andaba al acecho, esperando la ocasión oportuna. Pronto se le presentaría.

XXXI. LA ÚLTIMA CENA

1. LA PREPARACIÓN DE LA PASCUA

Mt 26, 17-19; Mc 14, 12-16; Lc 22, 7-13

Ha llegado la última noche de la vida terrena de Jesús, el día primero de los ázimos, en el cual había que sacrificar la Pascua (Lc).

Era la más importante de las fiestas judías. Fue instituida para conmemorar el pacto, la alianza, que Dios había hecho con su pueblo después del cautiverio en Egipto. Comenzaba en la tarde del 14 del mes de Nisán (marzo-abril) con la cena pascual, y se prolongaba hasta el día 22 con la fiesta propia de los Ázimos 551. Este mes era el primero del año, el mes del comienzo de la primavera 552. La Pascua tenía lugar la noche de la luna llena tras el equinoccio de esta estación del año.

La Ley prescribía que la cena pascual debía celebrarse después de la puesta de sol. En las primeras horas de la tarde los cabezas de familia venían al Templo con un cordero para inmolarlo 553. Después lo llevaban a casa, lo desollaban y lo asaban. Entretanto, se eliminaba de la casa el pan fermentado (hecho con levadura) y se preparaban una especie de galletas sin levadura y unas «hierbas amargas» (maror) que en realidad eran ensaladas distintas. Así se recordaba que en el momento de la salida de Egipto los judíos no pudieron llevar consigo pan fermentado, por la huida precipitada, y la amargura de aquellos años 554.

Comenzaba entonces el banquete de la fiesta; en realidad, una cena familiar. El día del éxodo habían cenado aprisa, pero ahora cenaban con tranquilidad, recostados con el brazo izquierdo apoyado sobre almohadones y el derecho libre, según la moda romana. En aquella cena era de rigor beber vino; si alguno era demasiado pobre para comprarlo, el Templo le daba con qué llenar las cuatro copas reglamentarias. Entre tanto, la familia cantaba los salmos del Hallel 555, acompañados con las bendiciones sobre las copas de vino, recitadas por el padre de familia o por quien ocupaba su lugar.

En la segunda copa, los niños, sorprendidos -o fingiendo sorpresa- por este banquete extraordinario celebrado siendo ya noche cerrada, preguntaban: «¿A qué se debe todo esto? ¿En qué se diferencia esta noche de las demás?». Entonces el padre, o el que presidía la cena, explicaba el sentido de los diversos ritos y hablaba sobre todo de las intervenciones de Dios en favor de su pueblo. La costumbre y los ritos estaban fijados de forma minuciosa por la Ley.

Los días siguientes eran de gran fiesta popular y religiosa. Todo el mundo se esforzaba en consumir los productos del segundo diezmo 556; en el recinto del Templo se celebraban reuniones de oración como las que tenían lugar en las sinagogas, con lecturas relacionadas directamente con la fiesta y más desarrolladas que de ordinario. Muchos peregrinos aprovechaban para ofrecer sacrificios y hacer peticiones a Dios, y también para oír a los famosos rabinos que explicaban pasajes de la Ley o daban algún consejo jurídico.

La animación era tan grande que el procurador romano, preocupado continuamente del orden, dejaba su residencia de Cesarea para venir a controlar de cerca la situación e intervenir ante el menor tumulto 557.

En esta Última Cena, Juan y Pedro, por indicación del Señor, prepararon todo lo necesario en cuanto a la comida y al lugar. Era ya el jueves por la mañana. Y Jesús les dio instrucciones muy precisas; entre ellas, una contraseña por la cual conocerían a un hombre llevando un cántaro de agua (cosa un tanto singular), probablemente un criado, que les guiaría a la casa de su señor, a quien debían notificar que deseaba celebrar esta última Pascua en su casa juntamente con sus discípulos. Todo indica que el dueño era discípulo fiel de Jesús: el Maestro te manda decir...

Quizá el Señor ocultó el nombre del dueño de la casa para que no se enterase Judas hasta última hora y pudiesen así celebrar la cena sin sobresaltos ni traiciones anticipadas.

La tarea que los dos apóstoles debían llevar a cabo consistía ante todo en comprar el cordero, llevarlo al Templo para ofrecerlo y derramar su sangre al pie del altar de los holocaustos, asarlo, preparar las hierbas amargas y el haroset 558, los panes ázimos, el vino y el agua para las purificaciones que precedían a la cena.

Se trataba de una sala que, en las casas más importantes, se reservaba a los huéspedes, peregrinos que vivían fuera de Jerusalén. La que utilizó el Señor era amplia y estaba bien aderezada (Mc). Muchos piensan, con fundamento, que se trata de la casa de María, la madre de Marcos 559, en la que permanecieron los apóstoles y algunos discípulos después de la Ascensión y donde tuvo lugar la venida del Espíritu Santo el día de Pentecostés. Más tarde sería un lugar de reunión habitual de los primeros cristianos. Si esto es así, se explicaría bien por qué la narración de san Marcos es la más detallada en lo referente al lugar 560.

Una idea de la amplitud de esta casa se deduce del dato de san Lucas cuando nos dice que allí se reunieron unas ciento veinte personas después de la Ascensión 561.

Esta preparación se llevó a cabo el jueves por la mañana y primeras horas de la tarde. Por la noche tendría lugar la cena pascual, y al día siguiente morirá Jesús en la cruz. Quizá el Señor adelantó un día la celebración de la cena, que los judíos tomaban el 14 de Nisán, víspera del gran día de la Pascua. Así parece indicarlo san Juan 562, muy cuidadoso de la cronología y de los lugares.

2. LA CENA

Mt 26, 20; Mc 14, 17; Lc 22, 14-16; Jn 13, 1-11

El jueves, por la tarde, salió Jesús de Betania y tomó con sus discípulos el camino de Jerusalén. Toda la ciudad hervía en preparativos para la fiesta. Llegaron al lugar dispuesto y se sentó a la mesa y los apóstoles con Él (Lc). Jesús había elegido con suma atención esta casa -el Cenáculo- donde celebraría su última cena y llevaría a cabo la institución de la Eucaristía y del sacerdocio.

San Juan sintetiza en pocas líneas los sentimientos que embargaban su alma: sabiendo que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, como amase a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin 563, hasta el último de sus días y con un amor extremo. San Lucas, a su vez, nos ha transmitido estas palabras del Señor a sus discípulos: Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer. La expresión de estos sentimientos es como un prólogo a los muchos sucesos de la cena.

Durante esta comida se pasaban cuatro copas. Se llenaba la primera y se bendecía el vino y la fiesta misma; se pasaban entonces el haroset, las hierbas amargas con panes ázimos y la salsa. Jesús tomó la primera y la ofreció a los demás.

En la segunda copa, Jesús explicaría el sentido de la fiesta con una profundidad completamente nueva, y recitaría la primera parte de los salmos que forman el Hallel. La mesa se disponía en forma de herradura; el diván central, entre otros dos laterales, se reservaba al padre de familia o al comensal de más relieve, que tenía la misma función en los grupos de peregrinos de distintas familias, lodos habían querido estar cerca del Maestro, no solo por el afecto que indudablemente le tenían, sino también por cuestiones de categoría. El tema de la discusión no era nuevo.

Entonces, Jesús hizo algo completamente inesperado: se levantó de la mesa, se quitó el manto, tomó un lienzo y se lo ciñó. Luego echó agua en una vasija y comenzó a lavar los pies de sus discípulos y a enjugarlos con el lienzo que se había ceñido. Normalmente eran los siervos más humildes los que realizaban esta tarea con los familiares que llegaban a Jerusalén después de recorrer caminos polvorientos. Lavar los pies era una muestra de hospitalidad.

Todos quedaron asombrados al ver al Señor con la túnica ceñida y llevando a cabo el trabajo de los criados. Pedro se resistió de una manera fuerte, impetuosa. Primero le dijo, con expresión de asombro: Señor, ¿Tú me vas a lavar a mí los pies? Jesús le dijo: Lo que yo hago no lo entiendes ahora, lo comprenderás más tarde 564.

Pero Pedro no cedió lo más mínimo: No me lavarás los pies jamás. Todo parece indicar que fue a él a quien primero se acercó el Señor; así se entienden mejor sus protestas y su resistencia. Habrían sido menos explicables si Jesús, antes de llegar a él, hubiera ya lavado los pies a varios comensales.

Jesús, que le conocía bien, le dijo con un tono afectuoso: Si no te lavo, no tienes parte conmigo. El Maestro sabía muy bien cómo hacer reaccionar al discípulo, pues Pedro, al oír estas palabras, se pasó al otro extremo: Señor, no solamente los pies, sino también las manos y la cabeza. El Maestro le contestó que no hacía falta, que ya estaban limpios. Y añadió, con referencia a Judas: aunque no todos. El traidor es la nota discordante en esta cena testamentaria llena de intimidad y con presagios de muerte. ¿Qué pensó Judas cuando se le acercó el Señor con el agua y la toalla para lavarle a él los pies? ¿Qué pensó Jesús?

Después, el Señor tomó de nuevo el manto, se sentó a la mesa y les dijo: ¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Me llamáis Maestro y Señor, y no os equivocáis, porque lo soy. Pues bien, si yo, que soy el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis hacer lo mismo. Os he dado ejemplo, y no es el siervo más que su señor, ni el enviado más que quien le envió.

Y añadió, en clara referencia a Judas: No lo digo por todos vosotros: yo sé a quiénes elegí; sino para que se cumpla la Escritura: Él que come mi pan 565 levantó contra mí su calcañar 566.

3. SALE JUDAS DEL CENÁCULO

Mt 26, 21-25; Mc 14, 18-21; Lc 22, 21-23; Jn 13, 21-32

En la traición de Judas se cumplen las palabras de un salmo donde se habla con amargura de la traición de un amigo 567. Jesús se conmovió al decir estas palabras, y con toda claridad dijo a sus discípulos: En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará (Jn). Los apóstoles estaban cada vez más desazonados y se miraban unos a otros no sabiendo a quién se refería. Estaban tan desconcertados que cada uno preguntó al Maestro: ¿Seré yo, Señor? También Judas lo preguntó, y Jesús, con algún movimiento de cabeza o en tono imperceptible para los demás, le dijo: Tú lo has dicho (Mt). Jesús lo miró con profunda tristeza.

A la vez, Pedro le indicó por señas a Juan que preguntara a Jesús quién era el traidor. Juan estaba recostado sobre el pecho del Maestro. Y en esa intimidad pudo preguntarle en voz muy baja: Señor, ¿quién es?, pues él -quizá ninguno de los apóstoles- no debió de captar el breve diálogo con el traidor. Y Jesús, con voz apenas audible, le dijo: Es aquel a quien dé el bocado que voy a mojar. Judas estaba sentado también cerca, porque el Señor, alargando la mano, pudo darle aquel trozo de pan mojado en la salsa. Era, a la vez, una muestra de amistad con aquel discípulo, para moverlo al arrepentimiento. Pero, desde aquel instante, Judas se abandonó a la tentación. Entonces, escribe el evangelista, tras el bocado entró en él Satanás. Jesús le dijo: Lo que vas a hacer, hazlo pronto. Los apóstoles no entendieron las palabras del Maestro. Algunos pensaron que Judas debía comprar algo para la fiesta o dar alguna limosna, pues él tenía la bolsa.

Inmediatamente después de tomar el bocado, Judas salió de la sala y se marchó. La prisa con que abandonó la cena era indicio quizá de su furia, al verse descubierto en sus planes. San Juan anota que era de noche. Además de una referencia cronológica -la cena comenzaba a la puesta del sol-, es posible que el evangelista quisiera indicar que se hizo de noche en el alma de aquel hombre. Fuera de Cristo solo podía encontrar las tinieblas más cerradas. La mayor parte de los autores piensan que Judas no estuvo presente en la institución de la Eucaristía. Parece lo normal. Era un acto de supremo amor.

La salida de Judas fue un alivio para Jesús: Ahora el Hijo del Hombre es glorificado, y Dios es glorificado en él.

Y la cena cobró un tono de mayor intimidad: Hijitos, les dice, todavía estoy un poco con vosotros.

4. LA INSTITUCIÓN DE LA EUCARISTÍA

Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 17-20

El banquete pascual debía de estar ya muy avanzado y próximo a su fin. Los evangelistas prescinden un tanto de los ritos judíos de la cena, que el Señor siguió aquella noche 568. Quizá estaba a punto de servirse o se había servido ya la tercera copa.

De modo inesperado, el Señor se recogió en su interior, tomó aquel pan ázimo y, después de pronunciar una fórmula de bendición, lo partió y lo ofreció con estas palabras insólitas: Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía. Jesús ofrece el mismo cuerpo que morirá en la cruz. La palabra entregado es un término técnico para expresar la muerte en sacrificio. Los discípulos deben repetir, en memoria de Jesús, lo que Él acaba de hacer y decir 569.

Poco después, quizá al escanciar, al fin de la cena, la tercera copa del ritual judío, Jesús tomó el cáliz 570 con vino, añadió un poco de agua según era costumbre y, dando gracias de nuevo, lo ofreció a los apóstoles con estas palabras: Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros. Y, añade san Marcos, bebieron todos de él 571.

Son palabras misteriosas que los discípulos conservarán como uno de los mayores tesoros de la fe y transmitirán enseguida a las primeras generaciones de cristianos. Muy pronto vemos cómo se ha formado ya una tradición en la primitiva Iglesia en torno a la Eucaristía 572. Y allí, en el Cenáculo, quedó constituido para siempre el sacerdocio católico.

Es posible que, aunque no de un modo pleno, los apóstoles tuvieran ahora la primera luz de cómo era posible comer la carne y beber la sangre del Maestro, tal como habían oído en la sinagoga de Cafarnaún, cuando muchos le abandonaron. El pan aparente y el vino aparente que estaban viendo eran Cristo mismo que se daba a ellos 573. El Señor se lo ha dicho expresamente.

5. ANUNCIO DE LAS NEGACIONES DE PEDRO

Mt 26, 30-35; Mc 14, 26-31; Lc 22, 31-38; Jn 13, 36-38

La cena pascual como tal había terminado con la recitación de la segunda parte del Hallel y la cuarta copa de vino. Pero Jesús se detuvo mucho más tiempo con sus discípulos, como solía hacerse en esa noche en las familias judías. El Señor no tiene prisa. Sabe que Judas está negociando su entrega con los príncipes de los sacerdotes, y estos están preparando el modo de capturarlo.

En cierto momento, Jesús se dirigió a los apóstoles y les dijo: Todos vosotros os escandalizaréis esta noche por mi causa. Y afirmó que se cumplirían las palabras del profeta Zacarías: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño24. Y añadió enseguida, dándoles confianza: Pero, después que haya resucitado, iré delante de vosotros a Galilea (Mt). Esta palabra, Galilea, tenía para todos resonancias familiares y de recuerdos felices junto al Maestro; allí se encontraban como en casa propia.

Pedro le preguntó: Señor, ¿adónde vas? Y Jesús le respondió: A donde yo voy, tú no puedes seguirme ahora, me seguirás más tarde (Jn). Primero ha de ponerse al frente de su Iglesia. Y Pedro contestó: Señor, ¿por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por ti. Son palabras generosas, fruto del amor inmenso de Pedro hacia su Señor. Se trata de una disposición firme y sincera. Cuando vengan a prender a su Maestro, Pedro les hará frente con audacia; desenvainará la espada y de un tajo cortará la oreja de uno de los presentes. Y habría seguido con su labor si Jesús no se lo hubiera prohibido expresamente.

Sin embargo, esta decisión no sería duradera. Jesús le dijo: ¿Tú darás la vida por mí? En verdad te digo que no cantará el gallo antes de que me niegues tres veces (Jn). Pero Pedro afirmaba con insistencia: Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré. Otro tanto decían los demás (Mc).

Esta conversación debió de alargarse, porque en un momento dado Jesús se dirigió a Pedro y, en tono familiar, le dijo: Simón, Simón, Satanás os ha reclamado pata cribaros como el trigo. Pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe; y tú, cuando te conviertas, confirma a tus hermanos (Lc). El siguió insistiendo en que oslaba dispuesto a ir con Él hasta la cárcel, incluso a morir.

El Señor les anunció la llegada de tiempos difíciles y que debían prepararse con todos los medios posibles: Él que tenga bolsa, que la lleve; y del mismo modo alforja; y el que no tenga, que venda su túnica y compre una espada. Eran ese tipo de advertencias insistentes y memorables que suelen hacerse a última hora, en la despedida final.

Los apóstoles no entendieron que Jesús hablaba de un modo figurado y simbólico en lo referente a hacer acopio de medios. Por eso contestaron: Señor, aquí hay dos espadas. Jesús no insistió y, con un gesto de comprensión indulgente, les contestó: Ya basta, son suficientes. Jesús se sentía muy solo; ni siquiera podía compartir con los suyos, con los elegidos, sus sentimientos más íntimos. No le entendían; estaban en otra onda.

Debieron de quedarse tristes los discípulos, y quizá inquietos por los presagios que les comunicaba el Maestro. Por eso, Jesús les dice enseguida: No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí (Jn). Él se marcha, pero es para prepararles un lugar mucho mejor cerca del Padre. El volverá y los llevará junto a Sí, para permanecer siempre juntos. A donde yo voy, les dice, sabéis el camino. Tomás, con sencillez, le replicó: Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podremos saber el camino? Estas palabras del apóstol reflejan bien su desconcierto. Y motivaron esta formidable declaración de Jesús: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida.

Y añadió: nadie va al Padre sino por mí.

Las palabras de Jesús siguen siendo misteriosas para los apóstoles, que no entienden la unidad del Padre y del Hijo. Felipe piensa que se trata de una visión corporal del Padre. Y le interrumpe por tercera vez, lo que no importaba demasiado porque no se trata aquí de un discurso, sino de una conversación familiar: Señor, muéstranos al Padre y esto nos basta.

Jesús se dirige al discípulo con cariño, como indica el uso de su nombre personal: Felipe, ¿tanto tiempo como llevo con vosotros y no me has conocido? Y añadió como la cosa más lógica del mundo: el que me ha visto a mí ha visto al Padre; ¿cómo vienes tú ahora y dices: muéstranos al Padre?

Felipe era uno de los primeros discípulos (Jn). Y el trato largo con su Maestro exigía un conocimiento más profundo y trascendente de Él. Jesús declaraba de nuevo su divinidad.

6. LA PROMESA DEL ESPÍRITU SANTO

Jn 14, 15-31

Y a continuación vuelve el Señor al tema de la conversación, interrumpido por Tomás y Felipe: su partida. Le tendrán siempre cerca y disponible para todo lo que necesiten: Y lo que pidáis en mi nombre eso haré (Jn). Su marcha será el principio de una unión más íntima con Él y el motivo de un don inefable: el envío del Espíritu Santo, que ya había anunciado de una manera velada en otras ocasiones: aquel que el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce; vosotros le conocéis porque permanece a vuestro lado y está en vosotros.

En esos momentos parece que a los apóstoles les interesaba menos el anuncio de ese otro Consolador que su Maestro mismo. Jesús les tranquiliza una vez más: No os dejaré huérfanos, yo volveré a vosotros. Después de un poco de tiempo, apenas unas horas, el mundo ya no me verá, pero vosotros me veréis porque yo vivo y también vosotros viviréis. Vuelve de nuevo a la revelación del Espíritu Santo, y anuncia el prodigio de Pentecostés: en aquel día conoceréis que yo estoy en el Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. Y añade: y el que me ama será amado por mi Padre, y yo le amaré y yo mismo me manifestaré a él.

Se produce ahora una nueva interrupción. El Señor ha hablado de una manifestación personal a cada uno de los que crean en Él. Pero todos esperaban aún una manifestación del Mesías pública y gloriosa. Esta idea estaba tan arraigada en el pueblo judío que los mismos apóstoles, después de tantas enseñanzas de su Maestro, siguen apegados a esa imagen fulgurante e irresistible del Mesías. Por eso, Judas, no el Iscariote sino uno de los parientes de Jesús, le preguntó: Señor, ¿y qué ha pasado para que tú te vayas a manifestar a nosotros y no al mundo? ¿Por qué este cambio de planes?, viene a decirle; todos esperábamos tu manifestación total. Jesús revela ahora la presencia de la Trinidad misma en quienes le sigan: Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos morada en él 574. Y será el Paráclito, el Espíritu Santo que el Padre enviará en su nombre, el que les enseñará todo y les recordará las cosas que Él les dice ahora y que son incapaces de comprender. Será la memoria viva de la Iglesia.

Les deja Jesús un legado: su paz. Desear la paz era, y es hoy también, el saludo de los hebreos y de los árabes al llegar o en la despedida. Aquí tiene el carácter de una despedida solemne. En boca del Señor tiene un sentido trascendente; será uno de los frutos del Espíritu Santo: la paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde.

Y les vuelve a repetir que volverá y estará con ellos para siempre.

Son los últimos momentos de Jesús con los suyos: Ya no hablaré mucho con vosotros, pues viene el príncipe del mundo; contra mí no puede nada, pero el mundo debe conocer que amo al Padre y que obro tal como me ordenó. ¡Levantaos, vámonos de aquí!

7. LA VID Y LOS SARMIENTOS

Jn 15, 1-8

¡Levantaos, vámonos de aquí! Los discípulos recogieron los mantos, pero no se marcharon. Rodearon al Maestro y la conversación se prolongó aún un poco más. Nadie tenía deseos de salir afuera, donde ya era noche cerrada. También a Jesús le cuesta separarse de los suyos. Les habla ahora de la íntima unión que han de vivir siempre con Él, lo mismo que los sarmientos están unidos a la vid. Así podrán tener fruto y el gozo del Maestro en sus almas. Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea completo (Jn). Y un poco más adelante, dirigiéndose al Padre, volverá a repetir: Ahora voy a Ti y digo estas cosas en el mundo, para que tengan mi gozo completo en sí mismos (Jn). Mi gozo: no solo la alegría que Yo les comunico, sino mi propio gozo, el que nace de mi unión con el Padre.

Jesús ya había utilizado la imagen de la vid en otras ocasiones. Aquí, sin embargo, la comparación tiene un sentido distinto, más personal: Cristo se presenta como la verdadera vid, porque a la vieja vid 575, al antiguo pueblo elegido, ha sucedido la nueva, la Iglesia, cuya cabeza es Cristo. Hace falta estar unidos a la nueva y verdadera Vid, a Cristo, para producir fruto. No se trata ya tan solo de pertenecer a una comunidad, sino de vivir la vida de Cristo, vida de la gracia, que es la savia vivificante que sostiene al discípulo y le capacita para dar frutos de vida eterna.

Jesús emplea un mismo verbo para hablar de la poda de los sarmientos y de la limpieza de los discípulos; al pie de la letra habría que traducir: «a todo el que da fruto lo limpia para que dé más fruto». Les dice que sufrirán contradicciones, que serán como una poda para que produzcan más frutos. La persecución, las calumnias... serán un bien para ellos, les llevarán a una mayor intimidad con el Maestro.

8. EL MANDAMIENTO NUEVO

Jn 13, 34-35; Jn 15, 12-17

Les deja a continuación como un testamento: Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os he amado.

Es un mandato nuevo porque son nuevos sus motivos: el prójimo es una sola cosa con Cristo, el prójimo es objeto de un especial amor del Padre. Es el amor divino -como yo os he amadola medida del amor que el discípulo debe tener a los demás; es, por tanto, un amor sobrenatural, que Dios mismo pone en su corazón. Si los cristianos están unidos a Cristo como los sarmientos a la cepa, como el cuerpo a la cabeza, no es extraño que Jesús nos mande amar con su Corazón. Cristo ama a través de sus discípulos, y estos aman en Cristo. Un amor siempre limpio y generoso; amor a la vez hondamente humano, y enriquecido y fortalecido por la gracia.

Es nuevo porque es siempre actual el Modelo; porque establece entre los hombres otras relaciones; porque el modo de cumplirlo será siempre este: como yo os he amado; porque va dirigido a un pueblo que está a punto de nacer; porque requiere corazones jóvenes; porque pone los cimientos de un orden distinto y desconocido hasta ahora. Es nuevo porque siempre resultará algo insólito para los hombres, acostumbrados a sus egoísmos y a sus rutinas.

Más tarde, cuando lleguen las persecuciones y la contradicción, los discípulos vivirán con especial empeño este mandato de Jesús 576.

9. NOS PREPARA UNA MORADA

Jn 14, 1-3

La vida del cristiano no se desarrolla solamente dentro de los límites de este mundo. La existencia en esta tierra no es para él lo último y definitivo; ni son tampoco definitivos sus éxitos y fracasos. La vida aquí en la tierra pasará. Nosotros permaneceremos. Nuestro Padre Dios nos ha destinado al Cielo y ha preparado con sumo amor las ayudas necesarias para alcanzar ese fin.

El Señor dice a los suyos: No tengáis miedo y, a la vez, vemos en el Evangelio cómo pide el Señor que pensemos con frecuencia en el Cielo, a donde nos dirigí mos con prisa, como el que espera tormenta.

Allí espera a los hombres una morada, una nueva existencia, un nuevo modo de vivir distinto. Jesús mismo prepara un «lugar» a los suyos en la casa del Padre. Al prometer una morada, les promete también plenitud y seguridad para sus vidas. La morada es más que una mera habitación. Esta resguarda de las inclemencias, de la intemperie; la morada da cumplimiento a todos los anhelos de la existencia. La morada que el Señor prepara a los suyos está acomodada a ellos, y ellos se sentirán en ella como en su casa y en su hogar. Allí no habrá noche, ni será necesaria la luz de las lámparas ni la luz del sol, porque el Señor Dios alumbrará sobre ellos y reinará por los siglos de los siglos (cfr. Ap 22, 5). El que entra en esa morada ya no volverá a estar lejos ni será un extraño. Allí se encuentra la casa que el corazón anhelaba, en el amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Mientras el hombre no llegue a esa morada, es empujado por las dificultades y el desasosiego del viajero y del peregrino que aún se encuentran en camino. «Toda la vida cristiana es como una gran peregrinación hacia la casa del Padre, del cual se descubre cada día su amor incondicional por toda criatura humana, y en particular por el hijo pródigo. Esta peregrinación afecta a lo íntimo de la persona, prolongándose después a la comunidad creyente para alcanzar a la humanidad entera» 577.

«En realidad, lo que el cristiano vivirá un día en plenitud ya se ha anticipado en cierto modo ahora» 578. Vivimos el Cielo aquí en la tierra cuando nos comportamos como hijos de Dios.

10. LA DESPEDIDA

Jn 16, 16-33

Jesús se desborda en consuelos, consejos y promesas. Los apóstoles están tristes y anonadados. Tantas ilusiones a su marcha y nadie le pregunta: ¿Adónde vas? (Jn). Están callados, asustados y con el corazón lleno de tristeza. Dentro de poco ya no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver (Jn). Y los discípulos se preguntaban unos a otros: ¿Qué es esto que dice: Dentro de un poco ya no me veréis y dentro de otro poco me volveréis a ver, y que voy al Padre? (Jn). Y abiertamente hablaban: No sabemos lo que dice (Jn). El Señor se dio cuenta de su perplejidad, pero no quiso decir más de su muerte y su resurrección. Dejarían de verle dentro de unas horas y volverían a contemplarlo glorioso el domingo, el primer día de la semana. Les dice que su tristeza actual se convertirá en una gran alegría, parecida a la de la madre que después de los dolores del parto mira a la criatura que ha traído al mundo. Así pues, les adelanta, también vosotros os entristecéis, pero os volveré a ver y se alegrará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo (Jn).

Entonces, les hablará del Padre sin velos ni parábolas. Aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, pues el Padre mismo os ama, porque vosotros me habéis amado y habéis creído que yo salí de Dios.

Le dijeron sus discípulos: Ahora sí que hablas con claridad y no usas ninguna comparación; ahora vemos que lo sabes todo, y no necesitas que nadie te pregunte; por esto creemos que has salido de Dios.

Ellos creían que habían hecho una buena alabanza, pero Jesús, conmovido, les dijo: ¿Ahora creéis? Mirad que llega la hora, y ya llegó, en que os dispersaréis cada uno por su lado, y me dejaréis solo, aunque no estoy solo porque el Padre está conmigo. Y de nuevo más palabras de consuelo y de ánimo: Os he dicho esto para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulación, pero confiad: yo he vencido al mundo.

11. LA ORACIÓN SACERDOTAL

Jn 11, 1-20

En un momento inesperado, Jesús se recogió en su interior y delante de sus discípulos, pensando en ellos, pronunció una larga invocación. Se dirigió al Padre en un diálogo emocionado en el que le ofrece el sacrificio inminente de su pasión y muerte. Ora por sí mismo, por sus discípulos y por la Iglesia, por todos los que le seguirían hasta el fin del mundo, por todos los hombres. Para sí mismo, en cuanto Hijo del Hombre, pide Jesús a Dios la glorificación por su obediencia y por sus pruebas.

Comienza la oración con el nombre del Padre, y lo repetirá hasta seis veces a lo largo de la plegaria. Poco tiempo antes decía a Dios: Glorifica tu nombre (Jn). Ahora le pide que le glorifique a Él, su Hijo.

La parte más larga, y también la más afectuosa, de la oración de Jesús se refiere a sus discípulos, que le miran asombrados. Ellos habían de ser los continuadores de su obra. Al orar por ellos, el Señor señala algunas prerrogativas de los suyos: Tuyos eran... Han sido escogidos desde la eternidad; ellos son también los que han tenido el privilegio de escuchar directamente de labios de Jesús la doctrina revelada.

Pide al Padre para ellos cuatro dones: la unidad, la perseverancia, la alegría y la santidad. Es conmovedor ver cómo ruega para que ninguno de ellos se pierda; que el Padre los guarde y proteja, lo mismo que Él los protegió mientras estuvo con ellos. Cada palabra revela el gran amor de Jesús hacia su Padre y hacia sus apóstoles:

He manifestado tu nombre a los que me diste del mundo. Tuyos eran, me los confiaste y han guardado tu palabra. Ahora han conocido que todo lo que me has dado proviene de Ti, porque las palabras que me diste se las he dado, y ellos las han recibido y han conocido verdaderamente que yo salí de Ti, y han creído que Tú me enviaste. Yo ruego por ellos; no ruego por el mundo, sino por los que me has dado, porque son tuyos. Todo lo mío es tuyo, y lo tuyo, mío, y he sido glorificado en ellos.

El resto de la oración, con sus frases breves, entrecortadas por la emoción, señala las circunstancias por las que era más necesario que no les faltara nunca a los apóstoles el paternal apoyo y la gracia especial del Altísimo. Su Maestro, que hasta entonces había sido su protector, va a ausentarse, dejándolos solos entre gravísimos peligros. Jesús no se cansa de decir a su Padre que de sus manos divinas los había recibido en don y que ahora, al subir al Cielo, de nuevo los pone en sus manos todopoderosas:

Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y yo voy a Ti. Padre Santo, guarda en tu nombre a aquellos que me has dado, para que sean uno como nosotros. Cuando estaba con ellos yo los guardaba en tu nombre. He guardado a los que me diste y ninguno de ellos se ha perdido, excepto el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora voy a Ti y digo estas cosas en el mundo, para que tengan mi gozo completo en sí mismos.

Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como yo no soy del mundo. No pido que los saques del mundo, sino que los guardes del Maligno. No son del mundo como yo no soy del mundo. Santifícalos en la verdad: tu palabra es la verdad. Como Tú me enviaste al mundo, así los he enviado yo al mundo. Por ellos yo me santifico, para que también ellos sean santificados en la verdad.

Después de la cena, Jesús se dirigió con los suyos a un lugar llamado Getsemaní, en las afueras de Jerusalén.

La tercera parte de la oración de Jesús se refiere a todos sus discípulos a lo largo de los siglos, que formarán su Iglesia. Pide a su Padre que les conceda aquí abajo, como a los apóstoles, el precioso don de una perfecta unidad, y después la gloria y dicha eternas del Cielo:

No ruego solo por estos, sino por los que han de creer en mí por su palabra.

Poco después abandonaron el cenáculo. Todos estaban afectados y conmovidos por las palabras de Jesús.

XXXII. GETSEMANÍ

1. LA ORACIÓN EN EL HUERTO

Mt 26, 36-46; Mc 14, 32-42; Lc 22, 39-46; Jn 18, 1

Después de este largo diálogo de Jesús con sus discípulos y de la oración sacerdotal, salió con ellos hacia el Monte de los Olivos, al otro lado del torrente Cedrón 579, donde había un huerto, en el que entró él con sus discípulos (Jn). Era ya entrada la noche, aunque la luna llena de aquellos días de la Pascua les iluminaba el camino. El huerto, llamado Getsemaní 580, se encontraba al pie del monte, frente al Templo, apenas a cien metros de su muralla. Era frecuentado por Jesús y los apóstoles, y debía de pertenecer a algún discípulo adinerado 581. Quizá era propiedad de la misma familia que puso a su disposición el Cenáculo, la familia de Marcos. Judas conocía bien el lugar, pues había acompañado otras veces al Maestro.

Llegaron al huerto. Jesús dejó al principio a ocho de los apóstoles y avanzó entre los olivos con aquellos que habían presenciado la gloria de su transfiguración: Pedro, Santiago y Juan. Llegaron a un lugar más aislado, y les dijo: Mi alma está triste hasta la muerte (Mt); le invade una tristeza capaz de causar la muerte. Quedaos aquí y velad conmigo. Quizá no quiere que sus discípulos más íntimos se desalienten del todo al ver su profunda agonía. Dejó también a estos tres y se separó de ellos, se arrancó de ellos, parece decir el texto, y se distanció como un tiro de piedra (Lc), unos treinta metros 582. Quería estar solo. Jesús siente una inmensa necesidad de hablar con el Padre, y experimenta en sí lo que todo hombre sentiría en esos momentos: miedo, tristeza, angustia... Cayó de rodillas, indica san Lucas (los judíos no oraban así de ordinario, sino de pie). San Marcos señala que se postró en tierra; san Mateo precisa más: se postró rostro en tierra. Así oró el Señor. Es la única vez que los evangelistas nos hablan de la postura de Jesús en su oración. Era un abatirse sobre el duro suelo propio de quien no se puede tener en pie 583. San Marcos nos dice que nada más dejarles comenzó a sentir pavor y a angustiarse 584.

Jesús se dirige a su Padre en una oración llena de confianza y de ternura. Padre mío, le dice, si es posible que pase de mí este cáliz; pero no sea como yo quiero, sino como quieras Tú 585. Y después de un rato volvió donde estaban aquellos tres discípulos y los encontró dormidos. En esta soledad no encontró el calor de los amigos.

Y así por tres veces.

Jesús repite su oración al Padre, en la que muestra el deseo de hacer su voluntad y lo mucho que le cuesta aceptarla: Padre mío, si no es posible que esto pase sin que yo lo beba, hágase tu voluntad (Mt). Se enfrenta a la muerte, al desprecio, a la traición, al dolor físico. Pero, sobre todo, se encuentra solo ante los pecados del mundo: engaños, delitos, impurezas, abandonos, olvidos, imprudencias, vicios, traiciones, falsedades, desatinos, complicidades...

Él, la inocencia y la santidad misma, carga con los pecados de todos los hombres. A él, que no conoció pecado, lo hizo pecado por nosotros 586, enseña san Pablo con frase escueta y terrible. Tomó como si fueran suyos los horrores y errores de cada hombre, de cada mujer, y se prestó a pagar personalmente por esas deudas. Todas: las debidas por los pecados ya cometidos, las debidas por los que se estaban cometiendo en aquel momento, y las deudas de los pecados que se cometerían hasta el final de los tiempos. Verdaderamente fue Él quien soportó nuestros sufrimientos y cargó con nuestros dolores... Fue traspasado por nuestras iniquidades y molido por nuestros pecados. El castigo que nos trajo la paz fue sobre él, y en sus llagas hemos sido curados.

El Señor no solo salió fiador de culpas ajenas; se hizo tan uno con cada hombre como lo es la cabeza con el cuerpo 587. Todos estos tipos de sufrimiento eran asumidos en toda su intensidad por el alma de Cristo. Con su sabiduría divina contempló con especial claridad todo lo que oprimía su alma: el rechazo del pueblo elegido; la presencia, cercana ya, de Judas; la flaqueza de Simón, al que había elegido como roca de su Iglesia; la defección de sus discípulos; los pecados incontables de cada generación; el desprecio que muchos harían de su sacrificio, la resistencia a la gracia de tantos y tantos 588... Nosotros no podemos comprender bien el sufrimiento y la agonía de Jesús porque no conocemos bien ni la esencia de lo que es el pecado ni la misma santidad de Cristo.

En medio de aquella tristeza infinita pudo contemplar también los frutos de su sacrificio: la fidelidad de tantos discípulos a través de los tiempos, las conversiones, los que recomenzarían después de una caída, los actos heroicos hechos por amor a Él de tantos hombres y mujeres, la entrega incondicional de muchos que vendrían después... Y, sobre todo, la alegría de su Padre al ser llamado así, Padre, por tantos que llegarían a ser hijos en el Hijo, hermanos suyos. Todo esto movía a su santa Humanidad a repetir una y otra vez: hágase tu voluntad. Ya antes había dicho a sus discípulos: El cáliz que me ofreció mi Padre, ¿no he de beberlo? (Jn). Ahora ha llegado la hora. Y lo apuró hasta el fin.

Pero era tal su desfallecimiento que Dios Padre hubo de enviar un ángel del cielo para confortarlo (Lc) 589. Parece como si su divinidad estuviera completamente oculta, desaparecida. El mismo san Lucas nos dice que entrando en agonía oraba con más intensidad. Fue tal el esfuerzo de la voluntad humana de Cristo en aceptar este cáliz de la Pasión que le vino un sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo (Lc). La violencia de la agonía tuvo este efecto sobre el cuerpo, un sudor de sangre que debió de ser tan copioso que se tradujo en gotas que caían en tierra 590. La naturaleza humana del Señor se nos muestra en esta escena con toda su capacidad de sufrimiento. Y este fue tan intenso que rebasó con mucho los límites de su capacidad natural 591.

La agonía era para los griegos lo que sucedía en el agón, en la competición de los aurigas y atletas, que luchaban por el premio hasta la extenuación. La prueba exigía los mayores esfuerzos, hasta ya no poder dar más; a veces, hasta morir. En adelante, la palabra agonía significó especialmente la postrera batalla contra la muerte. Tal ocurrió con Jesús en Getsemaní. El esfuerzo de su Humanidad por aceptar la voluntad del Padre fue, verdaderamente, extenuante y agónico.

Ha comenzado la hora y el poder de las tinieblas (Lc). El demonio, después de las acometidas al Señor en el desierto, se apartó de él hasta el momento oportuno. Ahora, desde el comienzo de la Pasión, se hace presente y vuelve al ataque aprovechando la repugnancia natural al sufrimiento y a la muerte de la naturaleza humana de Jesús.

Por tres veces interrumpió el Señor su oración y fue en busca de la compañía de aquellos tres discípulos. Velad conmigo, estad a mi lado, no me dejéis solo, les había pedido. Nunca hemos visto así a Jesús a lo largo del evangelio. Y al volver los encontró dormidos, pues sus ojos estaban pesados; y no sabían qué responderle (Mc) 592. Buscó en aquel tremendo desamparo un poco de calor humano, el reconfortante alivio de la amistad. Pero los amigos fallaron y abandonaron al Amigo. Era aquella una noche para estar en vela, para estar en oración; y se durmieron. No amaban aún bastante y se dejaron vencer por la debilidad y por la tristeza, y dejaron a Jesús solo. Los encontró dormidos.

Ahora, pasada la tempestad, ha llegado la calma. Jesús, después de la oración, se encontraba reconfortado. Les dijo finalmente: ¿Aún estáis durmiendo y descansando? Basta, llegó la hora: mirad que el Hijo del Hombre va a ser entregado en manos de los pecadores. Levantaos, vamos: ya llega el que me va a entregar (Mc). Los apóstoles no sabían qué decir ni cómo disculparse. Estaban cansados y abatidos. El Señor tomó la iniciativa y salió al encuentro de los que le buscaban. Ya se podían distinguir las antorchas y las luces de los enviados por los judíos para prenderle.

Getsemaní no es tanto un primer capítulo de la Pasión, sino su introducción, uno de esos prólogos imprescindibles de ciertas obras en los que se nos dan las claves para entender el libro entero. «Con la imagen de Jesús postrado en Getsemaní se evidencia hasta qué grado han de ejercitarse las facultades del alma y del cuerpo para adaptarse a la voluntad de Dios» 593.

2. EL PRENDIMIENTO DE JESÚS

Mt 26, 47-50; Mc 14, 43-49; Lc 22, 47-53; Jn 18, 2-9

Mientras los discípulos dormían, los enemigos velaban y se organizaban. Todo se había preparado en poco tiempo. Por eso hubo muchas idas y venidas, y la agitación alrededor del Templo era grande. Parecía que todo cobraba vida, a pesar de que era entrada ya la noche.

Al salir del cenáculo, Judas fue a los príncipes de los sacerdotes para decirles que era el momento oportuno para prender a Jesús. Aquella noche podría llevarse a cabo. Todo ocurrió muy deprisa. Quizá esperaban el aviso, pero no tan pronto. De hecho, tenían previsto aguardar a que pasaran las fiestas; pero enseguida se formó un grupo de gente diversa, especialmente servidores del Templo, para apresarle y aprovechar así la ocasión única que les brindaba uno de sus discípulos más cercanos y la oscuridad de la noche. No podían dejar escapar esta oportunidad.

Judas sabía que Jesús no volvería a Betania. Es posible que, después de ponerse de acuerdo con los judíos, se mantuviera oculto y siguiera los pasos de la pequeña comitiva hasta que se internó en el huerto. No olvidemos que la cena y la conversación posterior se alargaron un buen rato. Después fue en busca de la tropa improvisada, que ya estaba preparada para actuar 594.

San Marcos informa de que acompañaba a Judas una muchedumbre con espadas y palos, y que iba de parte de los príncipes de los sacerdotes, de los escribas y de los ancianos.

El grupo que acompañaba a Judas era exclusivamente judío. San Juan parece mencionar a la cohorte y el tribuno, pero los términos empleados por el evangelista inducen a pensar que, si hubo contribución romana a la prisión de Jesús, se redujo a una asistencia más o menos pasiva de unos pocos soldados, destinada sobre todo a proteger el orden en caso de tumulto. De ninguna manera llevaron la iniciativa; la responsabilidad judía parece señalada expresamente por los evangelistas. No era aquel ciertamente un asunto de la administración romana... por ahora.

Jesús estaba aún hablando con sus adormilados discípulos cuando apareció aquel grupo armado, con Judas a la cabeza. El resto de los apóstoles también se habían acercado al percibir el ruido de aquellas gentes y la claridad de las antorchas.

Judas se adelantó y besó al Maestro: era la señal convenida con quienes habían de detenerlo. Mientras le besaba, le saludó: Salve, Rabí. Jesús se estremeció y le respondió con inmensa pena: Amigo ¡a lo que has venido! 595. ¿Cómo es posible que haga esto?

San Juan refiere que, antes de entregarse, Jesús quiso dar una última prueba de su poder. Se adelantó unos pasos y preguntó: ¿A quién buscáis? Y respondieron: A Jesús el Nazareno. Y al responder El: Yo soy, todos retrocedieron y cayeron por tierra. Bastaron dos palabras llenas de majestad para que todos rodaran por el suelo. Estas dos palabras, Yo soy, recordaron a los presentes el nombre que Yahvé dio de sí mismo a Moisés en el episodio de la zarza ardiendo (Ex 3, 14). Este nombre inefable ni siquiera podía ser pronunciado. Al oírlo en boca de Jesús cayeron llenos de espanto. Jesús ya no es la víctima que se encontraba en una profunda agonía unos minutos antes; ahora es el hombre excepcional de siempre. El sabe lo que le espera. De nuevo, les volvió a preguntar lo mismo. Entonces pidió que dejaran marchar a los suyos (Jn). ¡Qué grande es Jesús!

Los apóstoles ¡habían llevado consigo las dos espadas que había en el cenáculo! Quizá alguien pensó que podrían ser útiles... y las llevaron a Getsemaní. Cuando todos se echaron encima de Jesús, Pedro sacó una de ellas y golpeó a un siervo del pontífice llamado Malco 596; y le cortó una oreja.

Enseguida le rodearon; Judas se marcharía pronto. Ya había concluido su misión. Desde entonces ya no tendría un momento de paz.

El Señor, mientras les miraba, dijo en amable queja: ¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y palos a prenderme? Todos los días me sentaba a enseñar en el Templo, y no me prendisteis (Mt); os hubiera sido más sencillo. Es probable que alguno de ellos hubiera escuchado sus enseñanzas en los atrios del Templo. Muchos conocerían el milagro de la curación del ciego de nacimiento, que tanto revuelo había organizado entre sus jefes. Y el de la resurrección de Lázaro...

Prendieron enseguida a Jesús. San Juan dice que lo ataron; probablemente con las manos atrás. Cuando los discípulos vieron a Jesús preso le dejaron y huyeron (Mt). Fue una verdadera deserción. Para huir estuvieron bien despiertos. La Pasión es para Jesús solo.

San Marcos nos cuenta que había en el huerto un joven que, envuelto su cuerpo desnudo con una sábana 597, le seguía, y lo agarraron. Pero él, soltando la sábana, se escapó desnudo y se escondió en la noche. Ningún otro evangelista hace mención de este joven. Muchos comentaristas piensan que, dado que este pasaje nada aporta a la vida del Señor, el joven es el mismo Marcos. Es como si dijera: yo estaba allí 598.

 

XXXIII. EL PROCESO RELIGIOSO

1. EN CASA DE ANÁS

Jn 18, 13-14.19-23

Era ya más de medianoche cuando condujeron a Jesús a la casa de Anás 599, el suegro del sumo sacerdote Caifás. Este, recuerda san Juan, es el que había dado a los judíos aquel consejo: Conviene que un hombre muera por el pueblo.

Jesús fue llevado por las desiertas calles de Jerusalén. Marcha a trompicones, con las manos atadas a la espalda y sujeto con la soga al cuello. Dos de sus discípulos -Pedro y Juan- le siguen de lejos, demasiado de lejos y con demasiado miedo para recibir de ellos una palabra de aliento o una mirada de afecto. Sienten un sincero amor y adhesión a su Maestro, pero no el suficiente para permanecer con Él. No saben qué hacer. Tampoco son tan desalmados como para irse a dormir. Le siguen a cierta distancia.

Cuando llegaron al palacio de Anás, el pequeño grupo de soldados romanos que había acompañado a los servidores del Templo consideró cumplida su misión y se marchó a su destacamento, a la Torre Antonia. Todo había resultado extremadamente sencillo.

Anás tendría deseos de ver a Jesús de cerca. Y pudo darse cuenta enseguida de que se trataba de un hombre sereno y sin miedo, al que no sería nada fácil condenar en un juicio improvisado. De hecho, el anciano le interrogó brevemente acerca de su doctrina y de sus discípulos. ¿Qué enseñaba? ¿Qué pretendía realmente? ¿Quiénes eran sus seguidores? Según el derecho judío, el acusado no tenía que dar testimonio de sí mismo; la acusación era válida si provenía de testigos ajenos. El Señor no quiso comprometer a ninguno de sus seguidores, y contestó: Yo he hablado abiertamente al mundo, he enseñado siempre en la sinagoga y en el Templo, donde todos los judíos se reúnen, y no he dicho nada en secreto. ¿Por qué me preguntas? Pregunta a los que me oyeron de qué les he hablado: ellos saben lo que he dicho.

Entonces un celoso servidor le dio una bofetada, mientras le advertía: ¿Así respondes al pontífice? No era el pontífice, pero como lo había sido, le llamaban aún así. Era la primera vez que la mano de un hombre golpeaba el rostro de Jesús. Los presentes no lo vieron, pero el cielo entero se conmovió. El Señor recibió con paz esa violencia física inesperada. Era realmente algo bajo e indigno pegarle a un hombre maniatado. Quizá esperó que Anás reprochara la acción del sirviente; pero nada dijo. Entonces respondió Jesús: Si he hablado mal, declara ese mal; pero, si bien, ¿por qué me pegas?

A lo largo de toda la Pasión veremos a Jesús sereno y dueño de sí, como en esta ocasión. Ante la injusta agresión del sirviente, Jesús responde con mansedumbre, pero defiende a la vez la legitimidad de su conducta y señala la injusticia de que es objeto

2. JUICIO EN CASA DE CAIFÁS

Mt 26, 57-66; Mc 14, 53-68; Jn 18, 24

Anás lo remitió pronto, atado, señala san Juan, a Caifás, el verdadero sumo pontífice 600. El preso no era en absoluto un extraño para él. Hacía tiempo que le llegaban noticias frecuentes acerca de sus actividades 601.

Mientras tanto, fueron avisados algunos miembros del Sanedrín, quizá los más adictos al pontífice, y poco a poco iban llegando al palacio de Caifás 602. Otra tarea difícil en aquellas horas de la noche -ya faltaba poco para la madrugada- era la de preparar testigos que depusieran contra Él; buscaban febrilmente algún testimonio para darle muerte, y no lo encontraban (Mc). Hay prisa por acabar cuanto antes; de hecho, todo el proceso contra Jesús está lleno de prisas. Al atardecer del día siguiente –viernes- los judíos tomaban la cena pascual, y ese día era una jornada de grandes preparativos. Todo venía muy forzado.

Comenzó el juicio, probablemente al amanecer. Muchos atestiguaban en falso contra Él, pero los testimonios no eran concordes. No resistían el menor análisis. Alguno recordó una frase sobre el Templo que quizá podría convencer al tribunal, ya demasiado predispuesto 603. Jesús había dicho: Destruid este Templo y en tres días lo levantaré. Ahora le acusan de haber dicho que pensaba destruir el Templo; que éste estaba hecho por mano de hombres, no era cosa de Dios; y que en tres días Él levantaría otro nuevo, no hecho por manos humanas. Cambian las palabras de Jesús y tergiversan de un modo burdo el sentido de la frase. Y ni aun así coincidía su testimonio (Mc). Jesús callaba.

Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por sus padres cuarenta días después de su nacimiento. A la edad de doce años decidió quedarse en el Templo para recordar a José y a María que se debía a los asuntos de su Padre. Durante su vida oculta, subió allí todos los años, al menos con ocasión de la Pascua; su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías.

Jesús subió siempre al Templo como a un lugar privilegiado para el encuentro con su Padre Dios, pues el Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y le indignaba que el atrio exterior se hubiera convertido en una feria. Cuando expulsó a los mercaderes del Templo lo hizo por celo hacia las cosas de su Padre: No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: El celo por tu Casa me devorará (Sal 69, 10; Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los apóstoles mantuvieron también un respeto religioso hacia el Templo.

Entre los miembros del Sanedrín había hombres honestos, como Gamaliel, que no tolerarían atropellos.

Y entre ellos había también amigos de Jesús y discípulos, como Nicodemo y José de Arimatea. El hecho de que en el proceso no aparezca en ningún momento ninguno de ellos hace pensar razonablemente que no fueron convocados. No parece, por otra parte, que en aquellas horas de la noche se reuniera todo el Sanedrín. Bastaban veintitrés miembros para que las sesiones se considerasen legítimas.

Pedro, por su parte, había ido siguiendo los pasos del Maestro hasta el palacio del sumo sacerdote. Con la influencia de Juan, conocido del pontífice, pasó dentro y se sentó con los criados. Quería saber en qué paraba todo aquello. No podía alejarse del todo del Maestro.

El juicio no avanzaba, pues no encontraban un verdadero testimonio acorde de los testigos. Según la Ley de Moisés, eran necesarios al menos dos testigos acordes para condenar a muerte a un hombre. Por la sala pasaron muchos testigos -así lo dicen san Mateo y san Marcos-, pero sin resultado positivo. El silencio de Jesús y aquellas acusaciones sin fundamento crearon un clima de duda entre los miembros del Sanedrín.

Entonces, Caifás se situó en el centro de la sala y dijo a Jesús: ¿No respondes nada a lo que estos atestiguan contra ti? El tono cada vez más nervioso del pontífice no impresionó al Señor. Por otra parte, ¿qué iba a decir? El permanecía en silencio y nada respondió 604.

Caifás recurrió al juramento más solemne, al que nadie se podía sustraer. En tono majestuoso, dijo: Te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo de Dios (Mt). Por la pregunta misma y por todo el contexto se ve que el pontífice se refería a una filiación natural, por la que se hacía igual al mismo Dios.

Ante este requerimiento, Jesús confiesa solemnemente que Él es el Mesías y el Hijo de Dios, y anuncia su triunfo definitivo. Tomó una actitud sencilla y majestuosa a la vez delante del tribunal que le iba a condenar, y anunció que pronto le verían venir como juez: Tú lo has dicho. Además os digo que en adelante veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo (Mt).

Él ya se había designado como el Hijo que conoce al Padre, que es distinto de los siervos enviados antes a su pueblo y superior a los propios ángeles. Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás nuestro Padre, salvo para indicarles: vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro; y subrayó esta distinción: mi Padre y vuestro Padre.

Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el bautismo y la transfiguración de Cristo, que el Padre lo llama su Hijo amado. Jesús se designa a sí mismo como el Hijo Único de Dios y afirma mediante este título su preexistencia eterna. Pide la fe en el nombre del Hijo Único de Dios. Esta confesión cristiana aparecerá en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.

Después de su resurrección, su filiación divina se manifestará en su Humanidad glorificada. Los apóstoles podrán confesar: Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad.

La respuesta de Jesús no solo da testimonio de ser el Mesías, sino que aclara la trascendencia divina al aplicarse la profecía del Hijo del Hombre. Jesús se define con la más fuerte de las expresiones bíblicas que podían ser comprendidas por sus oyentes: la que pone más de manifiesto la divinidad de su Persona.

El sumo pontífice se escandalizó de las palabras del Señor, y con gestos de indignación y de horror, quizá un horror fingido, rasgó sus vestiduras con gesto teatral 605, mientras decía: ¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ya lo veis, acabáis de oír su blasfemia. Y vuelto a todos preguntó: ¿Cuál es vuestro parecer?

Y todos exclamaron: Reo es de muerte. Esto era lo que se buscaba.

Abandonado el capítulo de testigos, que no dio resultado, se acogen todos ahora al de la blasfemia, que llevaba consigo la pena de muerte. No le condenan por agitador, sino por blasfemo, porque había proclamado abiertamente su Divinidad. Esta fue la verdadera causa de su muerte. Todo lo demás, incluido Pilato, es instrumental.

Entonces los mismos miembros del Sanedrín, como dice san Mateo, o al menos algunos de ellos, como insinúa san Marcos, se dedicaron a maltratar al Señor: comenzaron a escupirle en la cara y a darle bofetadas. Se acercaban y le pegaban. Hemos leído y meditado muchas veces esta escena, pero realmente siempre es difícil imaginarla: le escupían en la cara, le daban patadas, bofetadas, empujones... La degradación de aquellos hombres, los guías del pueblo, era muy grande. El ejemplo de los maestros lo siguieron con facilidad los servidores del Templo, a quienes encomendaron su custodia durante aquella noche (Lc). Para burlarse de su fama de profeta, le vendaron los ojos y le pegaban, preguntándole a continuación: Adivínalo, Cristo, ¿quién te ha pegado? San Lucas añade que decían contra él otras muchas injurias.

Jesús se deja hacer, y crece en dignidad delante de todos a medida que los demás la pierden. El día ya comenzaba.

3. LAS NEGACIONES DE PEDRO

Mt 26, 58.69-75; Mc 14, 54.66-72; Lc 22, 54-62; Jn 18, 15-18.25-27

Pedro había seguido a Jesús después de la prisión en el huerto de Getsemaní. No había tenido fuerzas para hacerlo abiertamente, pero tampoco para huir y marcharse lejos de allí, a Betania, por ejemplo, que era un lugar seguro. Quería ver en qué paraba todo aquello (Mt). Otro discípulo, identificado con Juan, muy unido siempre a Pedro, le acompañaba. Ambos, no sabiendo muy bien qué hacer, siguieron de lejos a la comitiva de Jesús, que comenzaba a subir la pendiente del monte Sión. Este discípulo anónimo era conocido del pontífice, y tenía libre acceso al palacio; de hecho, entró con Jesús en el atrio del sumo pontífice 606 (Jn), mientras que Pedro se quedaba fuera. El atrio era un gran patio al aire libre, rodeado de galerías cubiertas. Este discípulo, una vez dentro, habló con la portera e introdujo a Pedro (Jn).

Las noches de abril son frías en Jerusalén, y los servidores del pontífice habían hecho fuego en el atrio, y se calentaban. Pedro también se acercó a la lumbre. Una mujer de la servidumbre, la misma portera, según nos indica san Juan, se acercó a Pedro y, mirándole fijamente, le dijo: Tú también estabas con Jesús el galileo. Pero él lo negó delante de todos; dijo: No lo conozco, no entiendo lo que dices. ¿Cómo no iba a entender, si apenas han pasado unas pocas horas desde que dijo que estaba dispuesto a dar la vida por El?

Pedro está roto por dentro. Ha negado conocer a su Señor, y con eso niega también el sentido hondo de su vida. Se marchó afuera, al vestíbulo. Y cantó un gallo. Era el amanecer del viernes. Jesús ya había sufrido mucho.

Y, cuando salía al pórtico, la sirvienta comenzó a decir otra vez a los presentes: Este es de ellos. Pero él lo negó rotundamente (Mc).

A Pedro se le debía de notar mucho su acento galileo. Por eso, apenas pasada una hora (Lc), uno de los que estaban allí le dijo: ¿No te vI yo en el huerto con él? (Jn). Y otros le decían: Desde luego tú también eres de ellos, pues tu habla lo manifiesta (Mt). Pedro se sintió acorralado, y comenzó a maldecir y a jurar: No conozco a ese hombre (Mt). Estaba fuera de sí.

En el silencio de la noche volvió a oírse un gallo.

A Jesús lo llevaban por una de aquellas galerías que daban al patio. Y se volvió y miró a Pedro (Lc), que estaba abajo (Mc). Este casi no reconoció a su Maestro por los golpes y malos tratos que había recibido, pero su mirada la conocía bien. Jamás podría olvidarla. Sus ojos se cruzaron un instante y Pedro quedó sobrecogido. Entonces comprendió la gravedad de su pecado. Había más gente en el patio, pero Jesús solo le vio a él. Pedro quedó atraído como por un imán, como en otras ocasiones, por aquella mirada de infinita misericordia. Igual que aquel día en el que no pudo resistir a la autoridad y al encanto de esa mirada que suscitó su vocación. Y aquel otro en el que le hizo temblar cuando él, Simón, quiso apartar la cruz del camino del Señor. Y en tantas otras ocasiones...

Y, sin embargo, nunca contempló una expresión parecida a la que ahora descubre en el rostro de Jesús. Aquellos ojos impregnados de tristeza, pero no severos; una mirada que parecía decirle: Simón, yo he rogado por ti. Fue una mirada alentadora, misericordiosa, en la que Pedro se sintió comprendido y perdonado 607.

Jesús desapareció pronto, empujado por los que le custodiaban, pero esos instantes fueron definitivos en la vida del discípulo. Entonces recordó las palabras de su Maestro: Antes de que el gallo cante hoy dos veces, tú me habrás negado tres; el discípulo salió afuera y lloró amargamente 608.

Este suceso es narrado por los cuatro evangelistas, cosa que ocurre pocas veces. No quisieron omitir este pasaje en el que la roca de la Iglesia negó a su Maestro. Desde un punto de vista exclusivamente humano, hubieran tenido muchas razones para excluirlo, pero su ejemplo de contrición y de humildad fue mucho más provechoso para los primeros cristianos y para todos.

La contrición da al alma una especial fortaleza, devuelve la esperanza, hace que quien ha caído se olvide de sí mismo y se acerque de nuevo a Dios en un acto de amor más profundo. La contrición aquilata la calidad de la vida interior y atrae siempre la misericordia divina.

El Señor no tendrá inconveniente en edificar su Iglesia sobre un hombre que le negó en un momento de flaqueza. Dios cuenta también con los instrumentos débiles para realizar, si se arrepienten, sus empresas grandes: la salvación de los hombres.

4. LA CONDENA DEFINITIVA DEL SANEDRÍN

Mt 27, 1; Mc 15, 1; Lc 22, 66-71

A primera hora de la mañana se reunió de nuevo el Sanedrín (Lc). Esta vez de una manera formal, y posiblemente en su propia sede 609. Ya está todo terminado. Se acogen al delito de blasfemia porque las demás acusaciones eran tan inconsistentes que no parecían ser un motivo suficiente para condenarlo. Por eso prescinden de los testigos y repiten de nuevo al Señor la pregunta clave: Si tú eres el Cristo, dínoslo.

Jesús pone al descubierto su mala fe: Si os lo digo, no creeréis; y, si hago una pregunta, no me responderéis.

No obstante, desde ahora estará el Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios.

Entonces dijeron todos: Luego ¿tú eres el Hijo de Dios?

A pesar de la situación física en la que se encontraba, pudo responder con solemnidad: Vosotros lo decís: yo soy.

Los miembros del Sanedrín captaron la respuesta en toda su hondura, y exclamaron: ¿Qué necesidad tenemos ya de testimonio? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca.

Ahora solo faltaba ver cómo la autoridad romana confirmaba la sentencia de muerte. Todos se levantaron y llevaron a Jesús ante Pilato (Lc). Era muy de mañana. Ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder comer la Pascua (Jn). Jesús iba atado (Mt).

5. LA MUERTE DE JUDAS

Mt 27, 3-10

Después de haber entregado a Jesús, Judas andaba deambulando por la ciudad, cerca del palacio del sumo pontífice. Seguía con interés creciente la suerte del Maestro. ¿En qué acabaría todo? Le habían pagado ya los treinta siclos de plata por su servicio, pero la conciencia no le dejaba descansar. Eran muchos los ratos pasados junto al Señor, para olvidarlos ahora en unos momentos.

Cuando, con las primeras luces de la mañana, se enteró de la condena a muerte de Jesús, quedó anonadado; no esperaba una sentencia tan grave. Entonces, al ver que había sido condenado, movido por el remordimiento, devolvió las treinta monedas de plata a los príncipes de los sacerdotes. Les repetía una y otra vez que había entregado sangre inocente. Pero a ellos poco les importaban los sentimientos de Judas y si realmente tenía razón: ¿A nosotros qué nos importa?; tú verás, arréglatelas como puedas, es tu problema. ¿Conocía Judas las negaciones de Pedro y su arrepentimiento? Quizá, no 610.

Él estaba arrepentido y desesperado 611. Quizá recordó las innumerables veces que Jesús había perdonado a otros sus pecados, le vendría a la memoria con detalle la parábola del hijo pródigo, la bondad de Jesús con todos... ¿Qué hará ahora? Por lo pronto, fue y arrojó las monedas en el Templo. Realmente estaba arrepentido, pero no fue a Jesús, que tenía el alma en vilo pensando en su discípulo. Judas se quedó solo con su traición y su angustia, y se desesperó. Jesús le esperaba, como a Pedro. Bastaría que se hubiese hecho presente un momento, que hubiera mirado a Jesús un instante, que hubiera hecho algún intento de hablar con Él... Y Él le habría enviado una señal, un gesto en el que le decía que recomenzara de nuevo su vida de apóstol. Pero Judas quiso quedarse solo, absolutamente solo, con su culpa; y, desesperado, fue y se ahorcó.El libro de los Hechos de los Apóstoles dice que cayó de cabeza, reventó por medio y se desparramaron todas sus entrañas. No sabemos, con todo, cuáles fueron sus últimos sentimientos, los verdaderamente últimos, de su corazón. Añade san Lucas que aquel hecho fue conocido por todos los habitantes de Jerusalén 612.

Los príncipes de los sacerdotes mostraron una vez más su hipocresía, pues recogieron las monedas arrojadas por Judas y no las depositaron en el tesoro del Templo, pues decían: No es lícito echarlas en el tesoro del Templo, porque son precio de sangre. Esta decisión debieron de tomarla días más tarde, cuando ya Jesús había muerto. Reconocen aquella prescripción de la Escritura, siempre de orden menor, y no quieren admitir que ellos mismos fueron los que incitaron al crimen de Judas. Se reunieron entonces en consejo y determinaron comprar con esas monedas un campo, llamado del Alfarero, para sepultura de peregrinos. Cuando escribe san Mateo, aún se le llamaba campo de Sangre. Allí parece que fue enterrado el propio Judas, según insinúa Pedro en el discurso que leemos en los Hechos de los Apóstoles: y así tomó posesión del campo, precio de su crimen.

¡Qué mala idea tuviste, Judas! Tú también tenías perdón.

XXXIV. EN EL TRIBUNAL ROMANO

1. REY DE LOS JUDÍOS

Mt 27, 11-14; Mc 15, 2-5; Lc 23, 1-5; Jn 18, 23-38

Llevaron a Jesús maniatado ante Pilato. Era muy temprano, según nos dice san Juan, cuando los judíos llegaron al pretorio; tenían prisa en acabar, pues era la Parasceve, la preparación del gran día, que aquel año, además, caía en sábado. Se unían, pues, dos fiestas: el sábado y la Pascua.

San Juan nos dice también que los judíos no entraron en el pretorio para no contaminarse y poder comer la Pascua 613. Pilato, condescendiente con sus costumbres, salió hasta ellos y les preguntó acerca de la acusación que traían sobre aquel hombre. Y los judíos, molestos por la actitud reticente del procurador, le contestaron: Si este no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado. Pilato debía confirmar lo que ellos habían fallado. Solo le pedían eso.

Pero Pilato no estaba dispuesto a iniciar aquel proceso, que se preveía apresurado y partidista. Y se lo remite a ellos: Tomadle vosotros y juzgadle según vuestra ley, les dice.

Los judíos, dando por sentada la culpabilidad del reo, contestaron: A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie 614. Le hacían ver a Pilato con estas palabras lo que pretendían: dar muerte a Jesús. Esa era una cuestión decidida. Y para llevar esto a cabo pedían un juicio rápido, montado sobre unas acusaciones diferentes de aquellas por las que ellos le habían condenado. Piden un juicio, pero a la vez tratan de inspirar un prejuicio: si este sujeto ya ha sido juzgado y condenado por nosotros, es lógico que el nuevo proceso conduzca a la misma conclusión. Todo resultaba muy confuso desde el punto de vista jurídico.

Comenzaron entonces a acusarle: Hemos encontrado a este soliviantando a nuestra gente y prohibiendo dar tributo al César; y dice que él es Cristo Rey (Lc). Con maliciosa astucia tratan de cambiar una causa religiosa -le han condenado unas horas antes por decir que es el Hijo de Dios- por una cuestión política, comprometiendo en ella a la autoridad romana. Como dice san Lucas, le acusaban de delitos en los que la autoridad del procurador podía ser más sensible: solivianta al pueblo con sus enseñanzas, desaconseja pagar el tributo al César y se erige en un nuevo rey, que compite con el emperador.

Los soldados romanos se hicieron cargo del reo. Pilato dejó el patio abierto del pretorio y entró en el interior para interrogar a Jesús en privado 615. Le preguntó, en primer lugar, por una cuestión de orden político: si era realmente el rey de los judíos. Se ve que desconfía de las acusaciones que han hecho los príncipes de los sacerdotes.

Jesús preguntó: ¿Dices esto por ti mismo, o te lo han dicho otros de mí?

Pilato se comportó hasta aquí de un modo razonable; por eso, respondió: ¿Acaso soy yo judío? Tu gente y los pontífices te han entregado a mí: ¿qué has hecho?

Jesús quiere dejar claro que su realeza trasciende las instituciones humanas. Y que la autoridad de Roma no tiene nada que temer; Él no viene a hacer la competencia al César, su reino no es de este mundo, si lo fuera -dice Jesús-, mis servidores lucharían para que no fuera entregado a los judíos; pero mi reino no es de aquí.

Pilato siguió con el interrogatorio: ¿Luego tú eres Rey?, le dice con un cierto tono despectivo.

Y Jesús afirmó: Tú lo dices: yo soy Rey. Para esto he nacido y para esto he venido al mundo, para dar testimonio de la verdad. Después añadió: todo el que es de la verdad escucha mi voz.

Pilato, cuando ya le dejaba, preguntó despacio: ¿Qué es la verdad? (Jn). Y no esperó la respuesta de Jesús; fue una gran pena. Salió donde estaban los acusadores y les dijo lo que sinceramente opinaba: Yo no encuentro en él ninguna culpa. Jesús, con su semblante sereno, no parecía un hombre sospechoso de fomentar una rebelión contra el Imperio romano.

Al oír esto, los sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Todo estaba muy enmarañado. El procurador les decía a ellos y a la muchedumbre, que aumentaba por momentos en el pretorio: No encuentro ninguna culpa en este hombre. Pero ellos insistían cada vez con más fuerza: Subleva al pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí (Lc).

Pilato volvió a preguntarle a Jesús: ¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te acusan. Jesús guardaba silencio, ¿qué iba a decir?: ya no respondió nada, de modo que Pilato estaba admirado (Mc). Este silencio le confirmó aún más en que Jesús no había hecho nada que mereciera la muerte 616.

Salió de nuevo y dijo una vez más a los congregados: Yo no encuentro en él ninguna culpa (Jn).

Pilato estaba plenamente convencido de la inocencia de Jesús. Al menos tres veces repite que no encuentra en Él ningún delito. En el comienzo del juicio estaba claramente a su favor.

Pero no quiere enfrentarse al Sanedrín. Por eso buscará otros posibles medios para liberarlo.

2. JESÚS ENVIADO A HERODES

Lc 23, 6-12

La primera concesión de Pilato a los judíos fue enviarlo a Herodes, en lugar de dejarlo libre, ya que era inocente. El tetrarca se encontraba en Jerusalén con motivo de la Pascua.

Pilato se enteró de que Jesús era galileo, y, al saber que era de la jurisdicción de Herodes, lo remitió a Herodes, que estaba también aquellos días en Jerusalén. Pretende congraciarse con él y librarse de un proceso enojoso. Para él todo aquello era un embrollo de los judíos, ajeno del todo a su competencia. Pero estos están soliviantados y no se les puede despedir sin más.

Herodes había simpatizado con Juan, al que oía con gusto y a quien consultaba muchos asuntos, pero lo había mandado decapitar a instancias de Salomé. También había oído hablar de Jesús, y deseaba conocerle. Por eso, al tenerlo delante, se alegró mucho, pues deseaba verlo hacía mucho tiempo, porque había oído muchas cosas de él y esperaba verle hacer algún milagro.

Herodes era un hombre supersticioso, sensual y adúltero. Pretende servirse ahora de Jesús como entretenimiento. San Lucas nos dice que se dirigió a Él con mucha locuacidad, y le hacía una pregunta detrás de otra. Le hablaba con mucha palabrería y le decía que hiciera algo portentoso, alguna sesión de extraordinaria magia. Pero Jesús no le respondió nada. ¡Qué contraste entre la verbosidad de Herodes y el silencio del Señor!

Los judíos, que iban siguiendo a Jesús, aprovecharon aquella circunstancia embarazosa para el tetrarca e intentaron arrancarle la sentencia condenatoria. Los judíos, escribe san Lucas, le acusaban con vehemencia. Debían conseguir la condena y la ejecución en pocas horas.

Herodes optó por el desprecio y se burló de Él; también sus soldados. Le puso encima un vestido blanco -brillante, parece decir el texto 617-, símbolo de la realeza o de una persona insigne, y lo remitió de nuevo a Pilato. En tono de burla lo vistió como a un personaje importante que se dirige a una fiesta.

Aquel día Herodes y Pilato se hicieron amigos, pues antes no se llevaban bien. Es conocido que Antipas era amigo de Tiberio, y a Pilato le interesaba estar a bien con él.

Jesús atravesó de nuevo las calles de Jerusalén, cada vez con más gente.

Se encontró de nuevo Pilato con Jesús. Parecía que no había forma de acabar con aquel asunto. Estaba claro que Herodes no quería mezclarse. Entonces convocó a los sacerdotes, a los magistrados y al pueblo. Era ya una verdadera muchedumbre la que se había congregado en el pretorio. Ante todos ellos volvió a reconocer la inocencia de Jesús, lo mismo que había hecho Herodes (Lc). Y añadió: Así que, después de castigarle, lo soltaré. ¿Por qué lo va a castigar, si es inocente? Además, el castigo no era una pena leve, sino la terrible flagelación.

Su Madre iría conociendo poco a poco todas estas noticias, que traspasaban su corazón de dolor. Sus amigos de Betania, las mujeres galileas que le habían seguido, Nicodemo, José de Arimatea..., todos están desconcertados. ¿Qué está pasando?

3. BARRABÁS

Mt 27, 15-16; Mc 15, 6-7; Jn 18, 39-40

Recordó entonces el procurador que todos los años, con motivo de la Pascua, les solía soltar un preso, el que pedían 618. Propuso entonces a dos para que el pueblo eligiera: a Jesús y a uno llamado Barrabás, que había participado en una revuelta junto a otros sediciosos y era culpable de homicidio. San Mateo, que escribe principalmente para los judíos, dice que Barrabás era un preso famoso. Muchos de sus lectores habrían oído hablar de él. San Marcos, que se dirige a los cristianos de Roma, se refiere a él como a uno llamado Barrabás.

Pilato estaba seguro de que el pueblo pediría enseguida la libertad de Jesús, pues era claramente inocente y se lo habían entregado por envidia. Era, con todo, una forma mezquina de dejar en libertad a un inocente; no en razón de la justicia, sino por el privilegio de la Pascua. El hecho mismo de compararle con Barrabás significaba una grave ofensa. Era una hábil jugada, pues las autoridades judías nada podrían objetar a esta gracia. Pero no sabía aún que el corazón de los hombres es a veces oscuro y difícil de entender.

4. LA MUJER DE PILATO

Mt 27, 19

Mientras estaba sentado en el tribunal, un mensaje de su mujer vino a aumentar sus inquietudes: No te mezcles en el asunto de ese justo; pues hoy en sueños he sufrido mucho por su causa (Mt). Quizá conocía ya a Jesús, y su intuición femenina le impulsaba a comprender mejor su inocencia 619.

Una tradición consignada en los evangelios apócrifos del siglo IV nos dice que esta mujer se llamaba Claudia Prócula, y afirma que era prosélita del judaísmo. Más tarde se convertiría al cristianismo. La Iglesia griega y la etíope recogen esta vieja tradición y la veneran como santa. Al menos era una mujer compasiva y calaba más en las personas que su marido.

5. ES RECHAZADO POR EL PUEBLO

Mt 27, 17-18.20-26; Mc 15, 8-15; Lc 23, 13-25; Jn 18, 40

Pilato se presentó en medio de la multitud y les preguntó; ¿A quién de los dos queréis que os suelte? (Mt). Mientras tanto, los príncipes de los sacerdotes se habían movido eficazmente y persuadieron a las gentes para que pidieran la libertad de Barrabás y condenaran a Jesús. Dirían que era mejor ver libre a un homicida que se había opuesto al poder romano que a un blasfemo. La masa siempre ha sido fácil de convencer. Allí se encontraría presente, gritando, la chusma que le había ultrajado la noche anterior.

San Mateo nos deja entender que Pilato se quedó sin saber qué hacer. No aprobaba esto. Está claro que se le iba el proceso de las manos. ¿Y qué haré con Jesús llamado el Cristo? Era una pregunta dirigida a las gentes que gritaban, y a él mismo. Y se oyeron entonces aquellas voces terribles: ¡Crucifícale! Pilato, deseoso de salvar a Jesús (Lc), mostró a la vez su estado interior de perplejidad y de verdadero desconcierto con esta pregunta: ¿Pues qué mal ha hecho? Por toda razón, ellos gritaban mucho más fuerte: ¡Crucifícale! Este grito era un verdadero clamor de voces llenas de rencor y de odio 620. Esas eran todas sus razones. En los oídos de Jesús debieron de resultar extremadamente duros estos gritos violentos de rechazo y de odio. Quizá estas voces fueron las que más dolieron al Señor. Las seguiría oyendo hasta su muerte. Él se había dado sin medida a todos -he venido a servir y a dar la vida por muchos- y escucha ahora el pago de tanto desvelo. ¡No le querían!, es más: ¡le odiaban! Mientras tanto, Barrabás era puesto en libertad.

6. JESÚS ES AZOTADO

Jn 19, 1

Pilato tuvo entonces la torpe idea de mandar flagelar a Jesús, con el fin de mover a compasión a las turbas enfurecidas. Jesús calla, no se defiende, ni argumenta, ni implora. Maltratado y afligido, no abrió la boca, como cordero llevado al matadero, como oveja muda 621, había profetizado Isaías.

La flagelación debió de ser pública, en la misma plaza donde después se dictó sentencia, en presencia de todos. Era tan brutal este castigo que no se podía aplicar a los ciudadanos romanos 622. Los judíos daban un número fijado (simbólico) de golpes. Pero Jesús fue azotado por romanos o mercenarios, y estos no tenían límite. Dependía de la resistencia de los condenados. Usaban dos azotes: el flagellum de correas, que solía tener en sus extremos huesos o bolas de plomo, y aun puntas de hierro, y en este caso se llamaba flagrum.El reo era atado por las muñecas a una columna baja, quedando el pecho apoyado sobre la parte superior y las espaldas, desnudas para recibir los golpes, que podían alcanzar hasta el vientre y el pecho y aun el rostro. A veces la flagelación causaba la muerte del reo. Se podía aplicar solo a esclavos y soldados rebeldes.

Jesús quedó deshecho y temblando. Sangraba por todas partes.

7. LA CORONACIÓN DE ESPINAS

Mt 27, 27-30; Mc 15, 16-20; Jn 19, 2-3

Después, los soldados introdujeron a Jesús en el pretorio y reunieron en tomo a él toda la cohorte. Los evangelistas nos han narrado con todo detalle, casi minuto a minuto, lo sucedido en este viernes que la tradición llama santo. San Mateo nos dice que le desnudaron, le pusieron una túnica roja, y trenzaron una corona de espinas 623, se la pusieron en la cabeza, que comenzaría a sangrar lentamente, y en su mano derecha, una caña; se arrodillaban ante él y se burlaban diciendo: Salve, Rey de los judíos (Mt). Y añade: le escupían y, quitándole la caña, le golpeaban la cabeza. San Juan añade: y le daban bofetadas. Le humillaron como a un ignorante, como a un tonto que no se defendía. El condenado no tenía derechos y le podían hacer sufrir lo que se les antojase.

8. ECCE HOMO

Jn 19, 4-16

Jesús estaba hecho un guiñapo, apenas se tenía en pie. Estaba desfigurado, encogido por los golpes, el rostro con la saliva de los soldados y lleno de cardenales por las bofetadas y los palos. Así lo mostró Pilato al gentío congregado en la explanada del pretorio. Llevaba aún el manto de púrpura y la corona de espinas (Jn). Dijo Pilato: He aquí el hombre, el hombre peligroso que decís vosotros. ¿Qué daño puede hacer? Nada más verlo, los pontífices y sus servidores -nada dice aquí el evangelista del pueblo- comenzaron a gritar con violencia: ¡Crucifícalo, crucifícalo!

Pilato les respondió: Tomadlo vosotros y crucificadlo, pues yo no encuentro culpa en él. Lo dice con cierta ironía, pues bien sabía él que los judíos no podían legalmente crucificar. Era la cobardía suprema. Pilato se ha venido abajo por completo. Mientras tanto, los judíos repetían: Nosotros tenemos una ley, y según la ley debe morir porque se ha hecho Hijo de Dios. En medio de la confusión de los cargos contra Jesús (hasta ahora el cargo era que se hacía llamar rey de los judíos y esto era un peligro para la autoridad romana), los judíos sacan a relucir el verdadero motivo por el que le había condenado el Sanedrín: que pretendía ser el Hijo de Dios, el Mesías esperado. Y por ese título moriría.

Pilato hablaba según el derecho romano; los príncipes de los sacerdotes, según la Ley judía. Ahora temió más Pilato. Estaba completamente acobardado.

El Procurador habló aún con Jesús, y estaba admirado de su silencio: ¿A mí no me hablas? ¿No sabes que tengo poder para soltarte y poder para crucificarte? Y Jesús le sorprendió de nuevo con su respuesta: No tendrías poder alguno contra mí, si no se te hubiera dado de lo alto. Por eso el que me ha entregado a ti tiene mayor pecado. Desde entonces, señala san Juan, Pilato buscaba con más empeño la manera de soltarlo. Es posible que Pilato intuyera algo del misterio que encerraba aquel reo que le habían llevado los sanedritas.

Pero los judíos, al enterarse de la actitud titubeante del procurador romano, dejaron a un lado los motivos religiosos que les llevaban a condenar a Jesús y presionaron de nuevo con razones políticas. Comenzaron entonces a decir a grandes voces y de modo violento: Si sueltas a ese, no eres amigo del César, pues todo el que se hace rey va contra el César (Jn). Esto era más bien una amenaza de denuncia ante el emperador. ¡Y ellos sabían la manera de llegar hasta Roma!

Estas palabras fueron determinantes para que Pilato, siempre inseguro y débil, sentenciara a muerte a Jesús. Así lo describe san Juan: Sacó afuera a Jesús y se sentó en el tribunal, en el lugar llamado Litóstrotos, en hebreo Gabbatá. El evangelista sitúa con toda precisión el momento de la condena: era la Parasceve de la Pascua 624, hacia la hora sexta; es decir, mediodía. Hacia esa hora se retiraba de las casas todo pan fermentado, se sustituía por el pan ázimo que se empleaba ya en la cena pascual y se sacrificaba el cordero en el Templo. Es la misma hora en la que condenan a muerte al Señor, el nuevo cordero pascual. San Juan tiene especial interés en señalarlo 625.

Entonces dijo a los judíos: He ahí a vuestro rey. Pero ellos gritaron enseguida: Fuera, fuera, crucifícalo. A lo que Pilato contestó: ¿A vuestro rey voy a crucificar? Es difícil de comprender que los judíos, con la aversión que sentían hacia el dominador romano, pudieran contestar: No tenemos más rey que el César (Jn). La ofuscación y el odio les hacía renegar del Mesías que todos esperaban. Cuando san Juan escribe estas líneas, posiblemente el César había ya arrasado la ciudad y el Templo.

Y Pilato lo entregó para que fuera crucificado.

Pilato pidió agua a continuación y se lavó las manos. Era un gesto que todos entendían bien. Expresó lo mismo con sus palabras: Soy inocente de esta sangre; vosotros veréis. Y todos gritaron: ¡Su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos! Son palabras terribles.

Le quitaron a Jesús el manto rojo que le habían colocado los soldados, lo vistieron con sus vestidos -la túnica inconsútil de la que habla san Juan y su propio manto 626y lo llevaron a crucificar (Mt). Los príncipes de los judíos habían ganado la batalla.

La noticia se esparció por cada casa de Jerusalén. Todo el mundo salió a la calle. Muchos no lo creían y no salían de su asombro. Los apóstoles iban de acá para allá, sin norte y confusos. En Betania se conocería la noticia muy poco después. También se enteró María, su Madre. Los evangelistas, en su austeridad, nada nos dicen de la reacción de Ella y de sus amigos.

Pilato fue depuesto pocos años más tarde por el emperador de Roma 627. Su nombre figura en el Credo: Padeció bajo el poder de Pondo Pilato 628.

Al citar a Pilato, la fe cristiana quiere recordarnos que se trata de un mensaje histórico, que ocurrió en un lugar y en un momento bien precisos.

XXXV. FUE CRUCIFICADO

1. CAMINO DEL CALVARIO

Mt 27, 31-32; Mc 15, 20-22; Lc 23, 26; Jn 19, 17

Entonces, Pilato entregó a Jesús para que fuera crucificado (Mc). Los cuatro evangelistas emplean el mismo verbo, entregó. Este verbo parece como un término técnico en el vocabulario de la Pasión 629.

Jesús, con la cruz a cuestas, salió hacia el lugar llamado de la Calavera, en hebreo Gólgota (Jn). Iba vestido con su propia túnica (Mt).

El Calvario era un pequeño montículo, fuera de las murallas y al norte de la ciudad, de origen calcáreo y de unos doce metros de altura 630. El nombre se debía a la forma de calavera. Apenas distaba quinientos metros del pretorio. Pero a veces obligaban al reo a dar un rodeo por aquellas calles estrechas y abigarradas de gente. Es muy posible que lo hicieran con Jesús, pues los judíos tenían mucho interés en que todo el mundo conociera el fracaso completo de quien se presentaba como el Mesías. De todos modos, había que bajar unos cincuenta metros de desnivel y luego subir algo más.

Jesús lleva la cruz, y le acompañan dos malhechores, uno a cada lado, que también iban a ser ejecutados. Delante marchaba un oficial de segunda categoría encargado de la ejecución, después un heraldo que leía de tanto en tanto el motivo de la condena. Cuatro soldados rodeaban a los que iban a ser ejecutados. El reo solía llevar hasta el lugar de la ejecución una tablilla colgando del cuello, con su nombre y el motivo de la condena, para conocimiento público. Era un resumen del acta oficial que se remitía a los archivos del tribunal del César. El título de Jesús (Jesús Nazareno, Rey de los judíos) estaba escrito en tres lenguas: hebreo o arameo, griego y latín 631. Los judíos protestaron ante Pilato y le dijeron: No escribas el Rey de los judíos, sino que él dijo: Yo soy el Rey de los judíos. Pero el procurador, en tono molesto y cortante, les dijo: Lo que he escrito, escrito está, y así quedó.

El camino era tortuoso y las energías de Jesús estaban ya muy mermadas. No había comido nada desde el día anterior, y había perdido mucha sangre; había pasado íntegra la noche en vela, sometido a interrogatorios y vejaciones interminables, y en la flagelación podía haber muerto. El suelo por el que camina es irregular y nada tiene de extraño que Jesús caiga. Muchos le miran con pena y desconcierto; para otros, el cortejo de aquellos condenados a muerte tenía un aire festivo. Toda la población de Jerusalén, multiplicada por cinco o por seis con motivo de la Pascua, se hallaba congregada en las calles por las que pasaban los condenados.

La tradición nos ha transmitido esta marcha penosísima. Un momento de consuelo para Jesús fue el encuentro con su Madre. ¿Qué se dijeron? ¿Se miraron solamente o intercambiaron algunas palabras? Lo que no pronunció María fue una sola frase para disuadirlo del camino que le llevaba a la muerte. Quizá el Señor le dijo que se cuidara o algo parecido.

Jesús estaba muy débil y se le veía tropezar con frecuencia, incluso caer. Por una antigua tradición sabemos que cayó al menos tres veces. Parecía que no se iba a levantar más y que no llegaría hasta la pequeña cima del Calvario. Pero quienes le habían condenado tenían mucho interés en que llegase con vida hasta el patíbulo. Querían un hombre crucificado, no un cadáver para enterrar. Por eso, a uno que venía del campo, a Simón de Cirene 632, el padre de Alejandro y de Rufo, le forzaron a que llevara la cruz de Jesús (Mc). ¿Dónde estaban los apóstoles, que no echaron una mano a su Maestro? ¿Dónde los amigos? Nadie se presentó voluntario 633.

Simón cargó con la cruz de madera; la otra, la del amor incomprendido y rechazado, la de los pecados de toda la humanidad, era intransferible.

Jesús sintió alivio físico con la ayuda del Cirineo. ¿Cómo le daría las gracias? ¿Con una mirada?, ¿con unas pocas palabras? San Marcos, al nombrar a sus hijos, Alejandro y Rufo, parece señalar que eran cristianos bien conocidos por la comunidad romana, a la que iba destinado su evangelio 634. Jesús debió de dar las gracias a Simón con un gesto amable, quizá con alguna palabra y, sobre todo, con la fe de sus hijos 635.

2. LAS SANTAS MUJERES

Lc 23, 27-31

San Lucas nos dice que le seguía una gran muchedumbre del pueblo y de mujeres que lloraban y se lamentaban por Él (Lc). Jesús se detuvo un instante y, olvidándose de sus propios dolores, devuelve compasión por compasión y consuela a aquellas mujeres, a la vez que les advierte sobre la ruina de la ciudad: Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos... Son las únicas palabras que conocemos del Señor en su camino hacia el Calvario.

Una antigua tradición, recogida en una de las estaciones del tradicional Via Crucis, habla de una mujer que enjugó con un paño el rostro de Jesús, desfigurado por los golpes y lleno de sangre y de sudor. Y en aquel lienzo, dice la tradición, quedó plasmada la figura del rostro de Jesús 636. Fue un regalo de agradecimiento.

3. LA CRUCIFIXIÓN

Mt 27, 33-34; Lc 23, 32-33; Jn 19, 18

Cuando llegaron al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a Él y a los ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda (Jn). Los evangelistas no facilitan muchos datos sobre este terrible suplicio, porque, cuando escriben, era bien conocido por todos.

La crucifixión era una pena reservada a los esclavos y por los delitos más graves 637; era la forma de muerte más dolorosa y horrenda que se podía dar 638; tenía además un valor ejemplar de castigo público, y por eso solía hacerse en un sitio bien visible y dejar allí durante días el cuerpo del ajusticiado.

Llegó Jesús, exhausto, al Calvario. Era mediodía; muy probablemente entre las doce y la una 639. Hacía tiempo que todos sus esfuerzos estaban centrados en un único objetivo: mantenerse en pie. Al llegar, le ofrecieron un vino fuerte mirrado (Mc). Era costumbre reservarlo para el momento en que el condenado iba a sufrir el terrible tormento de ser clavado en la cruz. Tenía un cierto carácter de estupefaciente; adormecía y amortiguaba algo la sensibilidad de la víctima ante el desgarro que producían los clavos al penetrar en la carne 640.

Jesús lo probó (Mt), pero no lo tomó. Lo gustó por gratitud hacia quien se lo brindaba, lo rechazó porque quería estar bien consciente hasta el final 641.

Y le crucificaron (Mc).

Primero le despojaron de sus vestiduras. Jesús quedó colocado mirando al cielo, con los brazos extendidos sobre el tosco madero transversal. Debió de cerrar los ojos por un miedo instintivo y por la luz cegadora del mediodía. Clavaron una mano en el palo y después la otra. Los clavos, largos, de carpintero, atravesaron la carne y se introdujeron entre los tendones 642, desgarrando todo lo que encontraban, pero no los huesos. Después izaron el cuerpo de Jesús, mediante una polea, en el palo vertical, que ya estaba clavado en el suelo. El cuerpo quedaba encajado en el poste, que solía tener un sedile, un soporte, para impedir que el cuerpo colgase solo de las manos y se desgarraran por completo. Así se prolongaba el tormento. Después fueron clavados los pies, con un clavo cada uno 643. No debió de resultar tarea fácil; el clavo rompía tendones, venas...

La cruz solía tener la forma que generalmente representan nuestros crucifijos 644. De ordinario no eran altas: una vez y media el cuerpo del condenado. Es posible que para Jesús prepararan una más alta, pues querían los judíos que todo el mundo viera bien al que habían aclamado como Mesías. Así parece sugerirlo el hecho de que para acercarle una esponja se valiesen de una caña, quizá de una lanza, a modo de hisopo (Mc)] y también se explicarían mejor algunos textos, si la cruz estaba elevada: Había allí muchas mujeres mirando desde lejos (Mt).

El peso del cuerpo suspendido de los clavos, la forzada inmovilidad, la elevada fiebre que sobrevenía, la sed que provocaba esta fiebre, los espasmos y las convulsiones produjeron en Jesús un intensísimo dolor. Ha llegado su hora, la que llevaba esperando tantos años. La escena de un hombre crucificado era tan horrible que durante siglos los cristianos no quisieron representar a Cristo en la cruz.

Los crucificados podían morir rápidamente, desangrados por cualquier rotura interna de un órgano vital o, en el caso de Jesús, debido a los golpes de la flagelación. Sin embargo, lo normal era que resistieran con vida muchas horas, y hasta días enteros, por lo cual los soldados solían apresurar el desenlace partiéndoles los fémures con un golpe, dándoles una lanzada o levantando humo de hoguera muy denso que les asfixiaba. Si no era así, morían por un fallo de la circulación de la sangre.

4. LAS VESTIDURAS

Mt 27, 35-36; Mc 15, 24; Lc 23, 34; Jn 19, 23-24

Una vez que lograron alzar a Jesús en la cruz, los soldados procedieron a repartirse sus pertenencias 645. No era mucho, pero siempre era algo: las sandalias, el cinturón de cuero, el paño que cubría su cabeza... Hicieron cuatro partes, una para cada soldado. La túnica, que era sin costura, tejida toda ella de arriba abajo (Jn), una buena túnica, la dejaron aparte y echaron suertes sobre ella, pues no querían rasgarla 646. Se trataba posiblemente de una prenda hecha a mano por su Madre o por alguna de las mujeres que le seguían en su predicación. San Juan recordará, al escribir su evangelio, la profecía del salmo 22: Se repartieron mis vestidos y echaron a suerte mi túnica. Y san Mateo añade que los soldados se sentaron mientras procedían al reparto (Mt). Allí quedaron mientras vigilaban para que nadie intentase bajar al reo antes de haber certificado su muerte.

En la parte alta de la cruz habían colocado el título de la ejecución. Con ligeros matices, los cuatro evangelistas nos han transmitido que oficialmente Jesús fue crucificado por haberse presentado al pueblo judío como el rey Mesías anunciado en el Antiguo Testamento:

Jesús Nazareno, el rey de los judíos (Jn). Había sido dictado por el propio Pilato.

Mientras tanto, Jesús rogaba: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen (Lc).

Son palabras de amor y de misericordia. El amor se sobrepone al dolor. Cumple ahora lo que tantas veces había predicado a sus discípulos. Disculpa a los que sabían bien que estaban condenando a un inocente; ejerce la mayor benevolencia con aquellos que le habían rechazado 647. Estas palabras muestran también la paz y la serenidad del alma de Cristo en medio de los mayores tormentos. Esa expresión de paz se reflejaba en su rostro mientras vivió en la tierra y en el momento de la muerte. Jesús murió entre dolores inimaginables, pero lleno de una inmensa paz 648.

5. LA MULTITUD EN EL CALVARIO

Mt 27, 39-44; Mc 15, 29-32; Lc 23, 35-37

Además de sufrir aquellos tormentos, los que pasaban le injuriaban, moviendo la cabeza y diciendo: Tú que destruyes el Templo y en tres días lo reconstruyes, sálvate a ti mismo y desciende de la cruz (Mc). Jesús, mientras aguardaba la muerte, escuchó todo tipo de burlas y de injurias. San Marcos y san Mateo refieren los insultos por parte de todos, que debieron prolongarse durante las casi tres horas de agonía.

San Lucas, en cambio, presenta algunos matices. No era propiamente el pueblo el que insultaba. Quizá algunos, sí. Pero, en general, las gentes estaban allí en silencio o hablaban en voz baja con una mezcla de curiosidad, de temor y de pena. El pueblo estaba allí y miraba (Lc). Son los príncipes de los sacerdotes, los triunfadores de aquella mañana, quienes llevaban la parte más activa. Se ríen del crucificado y le ultrajan con insultos bien escogidos entre aquellos que más podían herir a Jesús y los que contribuían más a desacreditarlo delante del pueblo: Tú que destruyes el Templo y lo edificas de nuevo en tres días, sálvate a ti mismo, bajando de la cruz (Mc).

San Marcos escribe que hacían bromas entre ellos. Tratan de ridiculizar y envilecer su muerte. Por eso decían: Salvó a otros y a sí mismo no puede salvarse. Que el Cristo, el Rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que veamos y creamos (Mc).

Uno de los ladrones también le insultaba (Me y Le), y los soldados.

Jesús, entre tanto, pedía por ellos: Padre, perdónalos...

A pesar de todos los esfuerzos de los escribas y de los judíos influyentes, la muerte de Jesús debió de causar una honda impresión entre los presentes. Muchos experimentaron un temor sagrado: volvían del Calvario golpeándose el pecho (Lc).

6. LA ACTITUD DE LOS LADRONES

Mt 27, 38.44; Mc 15, 27; Lc 23, 39-43

Crucificaron allí a él y a dos ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda (Lc). Uno de ellos aprovechaba las últimas fuerzas para unirse a los que le insultaban con parecidas palabras: ¿No eres tú el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros (Lc). El otro le reprendía y reconocía sus faltas: Nosotros, en verdad, estamos merecidamente, pues recibimos lo debido por lo que hemos hecho; pero este no hizo mal alguno.

Después se volvió a Jesús y le rogó: Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino. Le llama Señor. Luego le habla con la confianza de un compañero de suplicio. Seguramente habría oído hablar antes del Maestro, de su vida, de sus milagros. Quizá le escuchó alguna vez. Era difícil que alguien no le hubiera visto o escuchado en alguna ocasión. Ahora le observa en los momentos en que parece estar oculta su divinidad. Pero ha visto su comportamiento desde que emprendieron la marcha hacia el suplicio: su silencio que impresiona, su mirar lleno de compasión ante las gentes, su majestad en medio de tanto cansancio, de tanto dolor y de tanta blasfemia 649...

Estas palabras que ahora pronuncia no son improvisadas: es un judío creyente, y expresan el resultado final de un proceso que se inició en su interior desde el momento en que emprendió el camino del Calvario en su compañía. Para convertirse en discípulo de Cristo no ha necesitado de ningún milagro; le ha bastado contemplar de cerca el sufrimiento del Señor. Le ha movido tanto como el mayor de los milagros.

Entre tantos insultos, le llegó a Jesús aquella voz que le reconocía como Dios. Debió de producir alegría en su corazón, después de tanto sufrimiento 650. Yo te aseguro, le dijo, que hoy mismo estarás conmigo en el Paraíso. El Cielo es eso: estar con Jesús 651.

7. SU MADRE

Jn 19, 25-27

San Juan fue testigo ocular de todo lo que ocurrió en el Calvario, y nos dice que cerca del lugar donde crucificaron a Jesús se encontraban cuatro mujeres: María, Madre de Jesús, la hermana de su Madre, María de Cleofás y María Magdalena. Junto a estas mujeres, san Lucas añade que también allí estaban todos los conocidos de Jesús y las mujeres que le habían seguido desde Galilea. Nos dice además que estaban contemplando estas cosas a lo lejos (Lc). Están lejos porque los soldados no les dejaban acercarse, sobre todo al principio. Después, es muy posible que les permitiesen aproximarse hasta el pie de la cruz, pues allí vemos a su Madre acompañada por el discípulo especialmente amado por Jesús. Ellas también pudieron, junto a Juan, escuchar y transmitir las últimas palabras del Señor.

Destaca de modo notable la presencia de su Madre en el Calvario, sobre todo si tenemos en cuenta el papel discreto en que ha vivido estos años del ministerio público de Jesús.

Durante ese tiempo, María le siguió pocas veces físicamente de cerca, pero Ella sabía en cada momento dónde se encontraba, y le llegaba el eco de sus milagros y de su predicación. Algunas veces Jesús fue a Nazaret, y estaba entonces más tiempo con su Madre; la mayoría de sus discípulos ya la conocían desde los comienzos, desde aquella boda en Caná de Galilea. Salvo el milagro de la conversión del agua en vino, en el que tuvo una parte tan importante, los evangelistas no señalan que estuviera presente en ningún otro milagro. Tampoco lo estuvo en los momentos en que las gentes desbordaban de entusiasmo por su Hijo. Ella se encuentra normalmente en Nazaret, ponderando allí en su corazón todo lo que iba ocurriendo; pero ahora, en el dolor y en el abandono, se hace presente.

Su Hijo no la dispensó del trance del Calvario; participó en el dolor como nadie haya jamás sufrido. Podría quizá haberse retirado a la intimidad de su casa, lejos de Jerusalén, en la compañía amable de las mujeres: al fin y al cabo, poco podía hacer, y su presencia no evitaba ni aliviaba los dolores de su Hijo ni su humillación. Pero permaneció como una madre lo hace junto al lecho de la persona querida agonizante, en lugar de marcharse a distraerse, en vista de su incapacidad para darle la salud o para evitar que siga sufriendo.

Poco a poco se fueron aproximando estas mujeres al lugar donde se encontraban los crucificados; al final, los soldados les permitieron estar muy cerca. Miraba María a Jesús, y su Hijo la miraba a Ella. En comunión con Jesús doliente y agonizante, soportó el dolor y casi la muerte. Ahora consumaba su fiat, que años antes había pronunciado en Nazaret.

Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: Mujer 652, he ahí a tu hijo. Después dice al discípulo: He ahí a tu madre.

Juan será desde ese momento el hijo de María y, en Juan, los hombres todos. Así lo vio la Iglesia desde los comienzos 653.

Sabía Jesús que sus discípulos de todas las épocas constantemente necesitarían de una Madre que los protegiera, que los levantara y que intercediera por ellos 654.

El propio san Juan escribe que desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa.El apóstol, al cabo de los años, cuando María ya no estaba en la tierra, redactaría estas líneas con un dulce temblor. No nos quiso dejar otros detalles de esta convivencia diaria con la Madre de Dios. Pero podemos imaginar a María, ya anciana, agradeciendo las pequeñas atenciones de Juan: la ventana entreabierta, el agua más fresca en el caluroso verano, los alimentos escogidos, el cabezal más mullido...

Jesús se despedía así de su Madre y del discípulo.

8. DIOS MÍO, DIOS MÍO...

Mt 27, 46-49; Mc 15, 34-36

Desde mediodía hasta las tres las tinieblas oscurecieron la tierra. Parece como si la naturaleza mostrara su duelo y su protesta por la muerte de su Señor 655. Y hacia las tres de la tarde, Jesús, con voz inesperadamente fuerte, lanzó un grito de amorosa queja al Padre, con las palabras de un salmo: Eloí, Eloí, ¿lemá sabacthaní?, que significa: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? (Mc). Y algunos, de modo intencionado, confundían Eloí (Dios mío) con el nombre de Elías. Y decían: Mirad, llama a Elías.

El salmo de donde Jesús toma estas palabras (el salmo 22) no expresa desesperación, sino confianza y abandono en Dios. Él sabía bien que su Padre nunca le abandonaría. Él mismo, refiriéndose a su Pasión, había declarado: Yo no estoy solo, porque el Padre está conmigo. También en la cruz tuvo la certeza de la unión íntima con su Padre. Sin embargo, el alma humana de Jesús, en su faceta más sensible, estaba reducida a un desierto, y sufre la trágica experiencia de la más completa desolación. Sus palabras hacen referencia a la oración del justo que, perseguido y acorralado, se encuentra sin salida, en la soledad plena. Y, desde su extrema necesidad, acude a Yahvé:

Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?... En verdad tú eres mi esperanza desde el seno de mi madre... No retrases tu socorro. Apresúrate a venir en mi auxilio 656.

Los evangelistas no añaden ninguna explicación; quizá porque no era necesaria para sus lectores, a quienes esas palabras, conocidas por todos, evocaban la oración del justo que sufre 657.

Jesús se entrega en manos de su Padre celestial, el único que puede socorrerlo. Poco más tarde dirá: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc). Es probable que el Señor recitase en voz baja el resto del salmo.

9. LA SED DEL CRUCIFICADO

Jn 19, 28-29

Con apenas un soplo de aliento, Jesús dijo: Tengo sed (Jn). Tiene una gran sed, como los moribundos consumidos por una fiebre alta. Se humedeció los labios para cobrar algo de fuerzas y poder llegar hasta el final cercano. Es una sed física, propia del tormento que sufre; pero es sobre todo una sed espiritual, insaciable, de salvar a su pueblo, al mundo entero 658.

Uno de los soldados mojó una esponja en vino de mala calidad, bastante aguado, que tenían los soldados para refrescarse, la colocó en una caña, quizá en una lanza, y se la acercó a Jesús. ¡Cómo le hubiera gustado a la Virgen aplacar la sed de su Hijo! Pero no la dejaron.

El Señor no rehusó beber algo en esta ocasión; quizá se refrescó solo un poco los labios 659.

XXXVI. MUERTO Y SEPULTADO

1. MUERTE DE JESÚS

Mt 27, 50; Mc 15, 37; Lc 23, 46; Jn 19, 30

Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo: Todo está cumplido. A continuación dio una gran voz y pronunció estas palabras: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu (Lc). Y Jesús, dando una gran voz, expiró (Mc) 660, entregó su espíritu, escribe san Mateo. El alma se separó del cuerpo hasta el día de la resurrección 661. Era hacia el final de la hora de sexta, hacia las tres de la tarde. El sacrificio de Cristo en el Calvario sustituirá en adelante a los sacrificios de la antigua Ley, e inauguraba la Nueva Alianza.

Allí quedó el cuerpo de Jesús, inerte. Al contemplarlo hemos de tener en cuenta que Jesús es perfecto hombre, pero no un hombre vulgar. Su cuerpo y su alma son cuerpo y alma de Dios: quien muere es el dueño de la vida y de la muerte. El ya había afirmado: Él Padre me ama, porque yo doy mi vida y la tomo de nuevo. Nadie me la quita, sino que yo la doy por mí mismo. Tengo el poder de darla y de volverla a tomar (Jn).

Después de la muerte de Jesús, el velo del Templo se rasgó en dos de arriba abajo (Mt). Era el velo del sancta sanctorum, el lugar más íntimo del recinto sagrado, y señalaba que habían concluido la antigua Ley y los viejos sacrificios. El cielo, representado en el sancta sanctorum, antes cerrado a los hombres, quedaba ahora abierto a todos 662.

La tierra tembló y las piedras se partieron 663. Con este estremecimiento de la tierra se removieron y rodaron algunas piedras de los sepulcros, y estos quedaron abiertos (Mt).

Las multitudes, al ver la oscuridad creciente, el terremoto y la manera como había muerto Jesús, se marcharon llenos de malestar. Muchos volvían a la ciudad golpeándose el pecho en señal de arrepentimiento y con una gran duda en el alma acerca de la persona a quien habían visto crucificada. ¿Quién era en realidad?, se preguntaban. Y también ellos estaban perplejos y atemorizados.

Desde entonces no han cesado las preguntas. «Mirad, contemplad y pensad en las cosas que están sucediendo actualmente -escribe san Agustín-. ¿Os parece un milagro pequeño el que todo el género humano corra detrás de un crucificado?» 664.

Las multitudes se van y quedan solo los amigos. San Lucas señala expresamente esta distinción. Su Madre, Juan, María Magdalena y otras pocas mujeres han estado presentes al pie de la cruz en los últimos momentos de Jesús. Otros han seguido su suerte desde más lejos, pero ahora, ya muerto, se han ido acercando también y rodean al crucificado 665.

2. EL CENTURIÓN

Mt 27, 54; Mc 15, 39; Lc 23, 47

El centurión romano que había llevado a cabo la ejecución, al sentir el temblor de tierra y la oscuridad, y el miedo reflejado en el rostro de quienes ya se marchaban precipitadamente, y cómo había muerto, se llenó de un santo temor, y exclamó: Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios (Mc).

Muchas circunstancias impresionaron hondamente el alma de este oficial y la de los soldados que se hicieron cargo de Jesús: la majestad de su porte, de sus acciones, la paciencia y resignación por encima de todo límite, sus palabras de perdón a los mismos que le crucificaban y le insultaban, la voz fuerte con que llamaba a Dios su Padre...; la misma causa por la que se le condenaba, hacerse hijo de Dios, infundió en el corazón de aquellos paganos un temor religioso, que les llevó a pensar que con la muerte de aquel hombre se había cometido un gran delito y que era realmente aquello que había afirmado en el tribunal de Pilato: el verdadero Hijo de Dios.

Aunque ellos no podían comprender entonces el sentido completo de este título, con el mismo hecho de confesarlo, en el sentido en el que Él lo había predicado y por el que le habían condenado los judíos, afirmaban de algún modo su divinidad. Los Santos Padres ven aquí los primeros frutos de la oración de Cristo por los mismos que le crucificaban.

3. LA LANZADA

Jn 19, 31-37

La Ley de Moisés mandaba que los ajusticiados no permaneciesen colgados del madero al llegar la noche; por eso los judíos pidieron a Pilato que les rompieran las piernas, para acelerar la muerte y poderlos enterrar antes del anochecer, sobre todo porque el día siguiente era la solemnidad de la Pascua. No resultaba oportuno celebrar el gran día con tres cadáveres colgados cerca de una de las puertas principales de la ciudad.

Pilato accedió a la demanda de los judíos. Llegaron unos soldados, probablemente distintos de los anteriores (vinieron..., dice el texto), y rompieron las piernas de los dos que habían sido crucificados al lado de Jesús, pero al acercarse a Él vieron que estaba muerto. Quizá quedaron impresionados por la serenidad de su semblante, o quizá también sus compañeros de guardia les dijeron que a Él no lo tocasen, o bien los amigos del Señor se lo imploraron. Lo cierto es que los mismos verdugos respetaron su cadáver.

Solo uno de ellos, el centurión probablemente, con la punta de su lanza le abrió en el costado una herida en la que podía caber una mano 666. Lo hizo como un acto de servicio, para asegurarse de que Jesús estaba bien muerto. El golpe debió de ser dirigido hacia el corazón. Al instante brotó sangre y agua, escribe san Juan con una especie de misterio. Este hecho tiene una explicación natural. Lo más probable es que el agua que salió del costado de Cristo fuera el líquido pleural acumulado a causa de los tormentos. Algunos piensan que el corazón del Señor tuvo que romperse antes de ser desgarrado por la lanza. Así se explicaría mejor que el elemento acuoso y el sanguíneo salieran por separado. Es muy posible que Jesús muriese con el corazón literalmente roto a causa de un dolor físico y moral superior a las fuerzas humanas.

San Juan añade con especial intensidad que él estaba allí presente y que lo vio y por eso puede dar testimonio, y su testimonio es verdadero. San Agustín y la tradición cristiana primitiva ven brotar los sacramentos y la misma Iglesia del costado abierto de Jesús 667.

San Juan señala algunos de los pasajes de la Escritura que se han cumplido con su muerte. A pesar de las maquinaciones de los judíos, no rompieron ninguno de sus huesos. La Ley lo prescribía formalmente para el cordero pascual 668 y un salmo lo predice también al anunciar las desgracias que esperan al justo: Yahvé cuida sus huesos y ninguno de ellos será roto 669. Sin embargo fue traspasado, y esto también estaba escrito en uno de los últimos profetas: Mirarán al que traspasaron (Za).

Todo aquel que le mire con fe recibe los frutos de su Pasión. Cristo en la cruz será desde entonces el punto de referencia necesario para el cristiano 670.

4. LA SEPULTURA

Mt 27, 57-61; Mc 15, 42-47; Lc 23, 50-56; Jn 19, 38-42

Se echaba la tarde encima. El viernes avanzaba y era necesario retirar los cuerpos; no podían quedar allí cuando comenzara el sábado. Antes de que luciera la primera estrella en el firmamento debían estar enterrados.

El cuerpo de Jesús habría ido a parar a una especie de fosa común para criminales, pero un discípulo influyente fue a ver a Pilato y lo reclamó. Se trataba de José, procedente de Arimatea, ciudad de Judea; un hombre bueno que esperaba el reino de Dios. No nos dicen los evangelistas desde cuándo seguía al Maestro. Era un hombre rico, influyente en el Sanedrín, que permaneció en el anonimato mientras el Señor era aclamado por toda Palestina. Era discípulo de Jesús aunque en secreto, por temor de los judíos (Jn), y ciertamente no había dado su consentimiento a la sentencia del Sanedrín ni a su proceder (Lc). Este hombre influyente decidió llevar a cabo las gestiones necesarias para hacerse cargo del cuerpo de Jesús, con la intención de depositarlo en un sepulcro excavado en la roca, no utilizado aún y preparado para él mismo. Estaba situado en un huerto de su propiedad y muy cercano al Calvario; no habrían tenido tiempo para enterrarle mucho más lejos. La hora apremiaba. Era, a la vez, la mayor deferencia con Jesús muerto.

También en estos momentos tan difíciles, cuando los apóstoles, excepto Juan, han huido, hace su aparición otro discípulo de gran relieve social, que tampoco estuvo presente en las horas de triunfo. Llegó Nicodemo, el mismo que había venido a Él de noche, trayendo una mezcla de mirra y áloe, como de cien libras (Jn). Se trataba de una gran cantidad de perfumes: cerca de treinta y tres kilos 671. Ellos, y muy probablemente algún sirviente, se hicieron cargo de todo 672. ¡Cómo agradecería la Virgen el gesto de estos discípulos!

José de Arimatea se presentó ante Pilato de modo decidido, con audacia, dice san Marcos. Era un modo de demostrar su amor al Maestro. Y también su valentía. No era cómodo en aquella tarde dar la cara y hacer las gestiones oportunas para disponer del cadáver de un crucificado. Muchos conocidos suyos habían participado activamente en la condena del Señor.

Pilato se extrañó de que ya hubiese muerto Jesús. Y llamó al centurión para cerciorarse. Después de comprobarlo concedió que José se hiciera cargo del cuerpo, quien compró a continuación los lienzos necesarios (Mc) 673 y se dirigió al Calvario. Allí debió de encontrar a Nicodemo, que acompañaba a María y esperaba el resultado de su gestión.

Bajaron a Cristo de la cruz con sumo cuidado y veneración, y lo depositaron en brazos de su Madre 674. Aunque su cuerpo es una pura llaga, su rostro está sereno y lleno de majestad. No conocemos con toda exactitud el modo como los judíos sepultaban a sus difuntos en aquella época. Probablemente, después de bajarlo lo perfumaron. Luego lo envolvieron en un lienzo, cubriendo su cabeza con un sudario (Jn), y lo ligaron con fajas de lino rociadas con mirra y áloe. Pero, ante la inminencia del descanso festivo, no pudieron ungirle con bálsamo, cosa que pensaban hacer las mujeres pasado el sábado (Me, Le). El mismo Jesús, cuando alabó el gesto de María en la unción de Betania, había anunciado veladamente que su cuerpo no llegaría a ser ungido. Los judíos no utilizaban los perfumes para retrasar la putrefacción de los cadáveres, sino para evitar los malos olores.

Depositaron el cuerpo de Jesús en el sepulcro, y lo cerraron. Este constaba de un pequeño vestíbulo abierto al exterior, y al fondo de él se abría la cámara sepulcral propiamente dicha 675. En el suelo del vestíbulo, y a ras con la pared del fondo, se abría una ranura de unos treinta centímetros de anchura por veinte de profundidad, en la que iba encajada una rueda de piedra. Esta se empujaba hasta la entrada de la cámara sepulcral, y así quedaba perfectamente cerrada. Para mayor seguridad, se recubrían las junturas con cal o se sellaba.

Mientras tanto, las mujeres que acompañaban a la Virgen (entre ellas, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé) siguieron de cerca todas estas operaciones y vieron el sepulcro y cómo fue colocado su cuerpo. Regresaron enseguida a la ciudad y, antes de que fuera demasiado tarde por el descanso sabático, prepararon aromas y ungüentos. El sábado descansaron según el precepto (Lc).

Cuando aparecían las primeras estrellas en el firmamento volvieron todos a la ciudad. Juan, a quien el Señor le había confiado su Madre en el último momento, la llevó consigo, la tomó como suya. Se inició entonces una relación, un intercambio de pensamientos y de afectos que quedarán bien reflejados en su evangelio. Algunos discípulos y las santas mujeres quedarían cerca de la Virgen. No parece que celebrasen la cena pascual, como hacían los judíos esa noche. Ella se repetía en su corazón que su Hijo resucitaría al tercer día. Mientras tanto, comenzó a proteger con su serenidad y con su cariño aquella incipiente Iglesia, débil y asustada. Nació así la Iglesia: al abrigo de Nuestra Señora. Ella era la única luz encendida sobre la tierra.

En cuanto a los judíos, recordaron unas palabras de Jesús acerca de su resurrección al tercer día. Por eso, sin respetar el descanso sabático y la gran solemnidad de la Pascua, se presentaron de nuevo en el pretorio al día siguiente para exponer a Pilato los temores que aún tenían. Esta inquietud había crecido al ser testigos de los fenómenos extraordinarios que habían ocurrido, de las impresiones favorables del centurión, de los soldados y de otra mucha gente que había vuelto conmovida y temerosa del Calvario. No todo el mundo estaba convencido de que Jesús no fuera el Mesías esperado. Finalmente, tuvieron noticias de la sepultura tan honrosa que le habían proporcionado dos personas honorables y de tanta influencia como Nicodemo y José de Arimatea.

Le pidieron a Pilato una guardia militar para que custodiase el sepulcro al menos hasta el tercer día, pues Jesús había dicho que pasadas tres jornadas resucitaría de entre los muertos. Piensan que el cuerpo de Jesús puede ser robado por sus discípulos, y entonces el último engaño sería peor que el primero.

El procurador, cansado de este asunto, se mostró con ellos un tanto brusco y displicente: Ahí tenéis la guardia; id y custodiad como sabéis. Con la compañía de los soldados romanos se marcharon y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo la guardia (Mt) 676. Por supuesto que antes comprobaron que todo estaba en orden: el cuerpo de Jesús estaba realmente en el sepulcro. Es impensable que, después de tanto esfuerzo y tesón, dejaran este cable suelto. Estas medidas (sellar la entrada, la guardia, etc.) se convertirán más tarde en pruebas fehacientes de la resurrección del Señor.

5. «DESCENDIÓ A LOS INFIERNOS»

¿Adónde, pues, fue el alma de Jesús mientras los discípulos volvían apesadumbrados a Jerusalén? El Credo nos dice que bajó a los infiernos. Y san Pedro escribe que se fue a predicar a los espíritus cautivos 677, a anunciarles que el fin estaba ya próximo. Unida a la Persona divina del Verbo, visitó las almas de aquellos que habían muerto en el amor de Dios, pero estaban a la espera del sacrificio redentor del Hijo, que les abriría las puertas del cielo. Se llamaba el seno de Abrahán a este lugar de pausa y expectación. El buen ladrón, a quien se le había prometido el cielo, permanecería allí aguardando. Jesús le había hablado del paraíso, porque en ese lugar no había otra pena que una espera gozosa con la certeza de la Redención. San Pedro lo llamó prisión. La Redención llegaba a todos.

Desde la Transfiguración, los hombres justos del Antiguo Testamento habrían sabido, por Moisés y Elías, que el rescate estaba muy próximo. El Hijo de Dios iba a alcanzar su redención con su propia muerte en Jerusalén. Ahora, Él mismo estaba allí para darles la noticia.

XXXVII. RESUCITÓ SEGÚN PREDIJO

1. LA TUMBA VACÍA

Mt 28, 1-7; Mc 16, 1-7; Lc 24, 1-8; Jn 20, 1

Al amanecer del primer día de la semana judía -nuestro domingo-, pasado ya el descanso que imponía el sábado pascual, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé (Mc) se dirigieron al sepulcro con aromas para ungir el cuerpo muerto de Jesús. El amor es madrugador. Por su parte, las mujeres habían dejado ya todo preparado el viernes a última hora, aunque -según indica san Marcos- volvieron a comprar perfumes una vez terminado el descanso del sábado. Por el camino comentaban: ¿Quién nos quitará la piedra de entrada al sepulcro? A esas horas de la mañana, a pocas personas iban a encontrar en aquellos lugares ya de por sí poco transitados 678.

Entre tanto, quizá mientras las mujeres iban de camino, se oyó un fuerte terremoto. Un ángel del Señor descendió del Cielo y removió la piedra del sepulcro. Su aspecto, escribe san Mateo, era como de relámpago, y su vestidura, blanca como la nieve. Era una señal externa del prodigio divino que había tenido lugar: Cristo había resucitado; la tumba ya estaba vacía 679. Nada nos dicen los evangelistas sobre la hora y el modo como salió Jesús del sepulcro 680. Lo más probable es que Jesús ya hubiera resucitado cuando tuvo lugar el temblor de tierra. El cuerpo glorioso del Señor habría atravesado la roca como un rayo de sol pasa por un cristal.

Los guardias se llenaron de miedo; estaban tan aterrorizados (no era para menos) que quedaron como muertos. Salieron huyendo precipitadamente a la ciudad.

La primera sorpresa de las mujeres fue ver que el sepulcro estaba abierto y la piedra, corrida a uno de los lados. Entonces María Magdalena, apenas se hizo cargo de la situación inesperada, volvió corriendo a Jerusalén para avisar a Pedro y a Juan de que el sepulcro estaba abierto y no habían encontrado por ninguna parte el cuerpo del Señor. Pensaba que lo habían robado (Jn)\ no se planteaba siquiera la posibilidad de la resurrección.

Las demás mujeres entraron a la cámara interior y se cercioraron de que estaba vacía (Mc). Sin saber muy bien qué hacer, se quedaron en las cercanías del sepulcro. Fue entonces cuando vieron dos ángeles. Estos les anunciaron la resurrección del Señor y les encomendaron un mensaje para todos los discípulos. Eran galileos y deberían volver a su tierra después de la festividad de la Pascua. Jesús, a través del ángel, quiere hacerles saber que efectivamente pueden volver a su patria, donde se encontrará con ellos. En la Última Cena ya les había anunciado que después de resucitar les precedería a Galilea (Mt).

Al principio las mujeres se asustaron (Mc). Después los ángeles les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo? No está aquí, sino que ha resucitado. Les repitió lo que Jesús les había dicho acerca de su muerte y resurrección (Lc).

Ellas recordaron entonces las palabras del Señor, y se llenaron de una alegría sin límites. Volvieron enseguida a la ciudad, pero en un primer momento no se atrevieron a decir nada (Mc), sobrecogidas como estaban por un temor religioso. Pensarían, además, que nadie las iba a creer, como así sucedió; pero después anunciaron todo esto a los Once y a todos los demás. Dice san Marcos que las mujeres los encontraron aún tristes y llorosos. Tenían en el rostro reflejada su enorme pena. La muerte de Jesús les había dejado rotos y sin norte. Cuando oyeron a las mujeres no les hicieron el menor caso, según nos dice san Lucas. Este es el segundo mensaje que reciben. Pero ya Pedro y Juan no estaban con el resto de los discípulos. Los acontecimientos se suceden con mucha rapidez. Se han ido corriendo al sepulcro después de oír a María Magdalena.

Todo parece lleno de movimiento en estas primeras horas del domingo; tienen lugar idas y venidas del sepulcro a Jerusalén, y de aquí al huerto de José. Los relatos de los evangelistas se sobreponen unos a otros.

Y todo se hace en muy poco tiempo y a la carrera; no era para menos. Es difícil poner orden a este ritmo rápido de sucesos, que se entremezclan unos con otros.

2. LA PRIMERA DE LAS APARICIONES

La Virgen no acompañó a estas mujeres al sepulcro. María Magdalena y las demás mujeres que le habían seguido desde Galilea han olvidado las palabras del Señor acerca de su Resurrección al tercer día. Su Madre sabe, sin embargo, que resucitará. En un clima de expectación, que nosotros no podemos describir, Ella espera con gozo a su Hijo glorificado.

Los evangelios no nos hablan de una aparición de Jesús resucitado a su Madre, pero Ella, que estuvo tan excepcionalmente asociada a la cruz, hubo de tener también un lugar privilegiado en la resurrección. Una tradición antiquísima nos transmite que Jesús se apareció en primer lugar y a solas a su Madre 681. Así lo requería también el amor del mejor de los hijos. Cuando nadie esperaba la resurrección, la Virgen guardó en su corazón toda la esperanza que quedaba sobre la tierra 682.

3. PEDRO Y JUAN VAN AL SEPULCRO

Lc 24, 12; Jn 20, 3-10

Pedro y Juan habían salido corriendo hacia el sepulcro nada más oír a María Magdalena (Jn). Quieren comprobar cuanto antes qué está sucediendo. Corrían los dos juntos, pero Pedro no tiene la juventud y la agilidad de Juan. Por eso, éste -nos lo cuenta él mismo- llegó antes, y desde la puerta se inclinó y vio allí los lienzos plegados, pero no entró, esperó en la entrada, por deferencia hacia Pedro. Juan tiene muchas consideraciones con el jefe de los apóstoles, que llegó un poco después; éste entró en el sepulcro y vio los lienzos plegados, y el sudario que había sido puesto en su cabeza, no plegado junto con los lienzos, sino aparte, todavía enrollado, en su sitio. Entonces entró Juan.

Se dieron cuenta en primer lugar de que el sepulcro no había padecido violencia y de que los lienzos estaban colocados de una manera singular. El término griego que se traduce habitualmente como plegados indica que los lienzos habían quedado aplanados, fláccidos, como conservando de algún modo la forma de envoltura, como vacíos, al resucitar y desaparecer de allí el cuerpo de Jesús; como si este hubiera salido de los lienzos y vendas sin ser desenrollados, pasando a través de ellos mismos. Por eso se encuentran plegados, planos, yacentes, según la traducción literal del griego, al salir de ellos el cuerpo de Jesús que los había mantenido antes en forma abultada.

El sudario se encontraba aparte, todavía enrollado, en su sitio. No está encima del resto de los lienzos, sino al lado, en el mismo lugar que ocupaba cuando envolvía la cabeza de Jesús. Conservaba aún, como los lienzos, su forma de envoltura, pero, a diferencia de ellos, que estaban fláccidos, mantenía cierta consistencia de volumen, como un casquete, quizá debido a la tersura producida por los ungüentos.

De todo ello se desprende que el cuerpo de Jesús tuvo que resucitar de manera gloriosa, es decir, trascendiendo las leyes físicas. No sucedió como en el caso de Lázaro, que necesitó ser desligado de las vendas y demás lienzos de la mortaja para poder caminar (Jn) 683.

Todo esto dejó admirados a los dos discípulos. San Juan nos dice que vio todo aquello y creyó. Jamás olvidaría aquel momento. Ahora tenía la clave que lo explicaba todo. ¿Dónde estará ahora Jesús?, se preguntaría.

Y se encendió en deseos de verlo. Todo había cambiado en cuestión de breves instantes. Todo era nuevo, lleno de luz.

Se volvieron a casa, escribe san Juan. ¿Qué comentarían en el camino? No tendrían mucho tiempo para hablar, pues volverían sin duda más aprisa que a la ida; les urgía comunicar a los demás la gran noticia 684.

4. MARÍA MAGDALENA VE A JESÚS

Mc 16, 9-11; Jn 20, 11-18

María Magdalena se dirigió de nuevo al sepulcro después de que volvieran Pedro y Juan. Allí lloraba y daba rienda suelta a su dolor. Desde la entrada miró hacia el interior y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados, el uno donde había reposado la cabeza del Señor y el otro donde habían estado sus pies. Están como haciendo guardia, como testigos. Ellos le dijeron; Mujer, ¿por qué lloras? María habla con inmenso respeto y cariño hacia Jesús, y les dice: Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. No sabía que Jesús había resucitado. Es muy grande su turbación y está absorbida por la desaparición del cuerpo del Señor. Y no se da cuenta de que eran ángeles quienes le hablaban. Jesús era todo para ella, incluso después de muerto.

Al decir esto, se volvió hacia atrás y vio a Jesús de pie, pero no sabía que era Jesús. Le dijo el Señor: Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella pensó que era el encargado del huerto. Por eso dijo: Señor, si te lo has llevado tú, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré.

Jesús solo pronunció entonces una palabra: ¡María! Era el acento inconfundible del Señor, con el que tantas veces la había llamado. ¡Lo hubiera distinguido entre miles de voces! Se le secaron enseguida las lágrimas. Junto al sonido de su nombre, le llegó la gracia que le abría su corazón.

Ella se volvió hacia el Maestro y se le escapó esta exclamación que lo decía todo: ¡Rabbuni!, ¡Maestro!, ¡Maestro mío! Y se arrojó a sus pies, llena de una alegría sin límites. Una palabra bastó para que cayera la venda de sus ojos; era toda una revelación. Jesús hubo de decirle: ¡Suéltame! Ya me verás más tarde, que aún no he subido a mi Padre.

Y le dio este encargo: Vete a mis hermanos y diles: subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.

Y María se dirigió con alas en los pies a la ciudad, y anunció a los discípulos: ¡He visto al Señor!, y me ha dicho estas cosas. Estaba como loca. Todos estaban ya alerta. Estaban sucediendo muchas cosas en esa mañana del domingo, pero aún no estaban convencidos, pues no habían visto a Jesús.

María, después de estar con los apóstoles, iría anunciando a todos los seguidores, con el rostro resplandeciente de alegría, que Jesús vivía y que ella lo había visto.

5. EL TESTIMONIO DE LOS SOLDADOS

Mt 28, 11-15

Los soldados, después de comprobar que el sepulcro estaba vacío (así lo sugiere el texto), fueron a la ciudad para comunicar lo ocurrido a los sacerdotes. Aunque llevan todavía el miedo en el cuerpo, se han repuesto lo suficiente para afrontar los hechos. Debían de ser las primeras horas de la mañana, mientras las mujeres dan la noticia a los discípulos. Se convocó entonces una reunión urgente del Sanedrín, al menos de algunos de sus miembros, pues era necesario tomar alguna medida rápida para evitar que se divulgase lo que contaban los soldados. Recordaron sin duda la profecía del Señor acerca de su resurrección al tercer día. Ese domingo era precisamente el tercer día. Debieron de sentir un temblor por todo el cuerpo. Todos los datos parecen coincidir en señalar el error inmenso que habían cometido. A pesar de todo, decidieron dar una buena suma de dinero a los soldados para que dijeran que, mientras ellos dormían, habían llegado los discípulos de Jesús y habían robado su cuerpo 685. Debieron de recibir una buena cantidad, pues el abandono de la guardia, o el haberse quedado dormidos, era una falta de disciplina muy grave que llevaba consigo fuertes sanciones. Además, les prometieron que ellos mismos les protegerían si el asunto llegaba a oídos de Pilato. Estaban dispuestos a todo, menos a reconocer que se podían haber equivocado. La soberbia, ciertamente, endurece el corazón y quita la luz al entendimiento.

El rumor esparcido por los soldados y por los mismos miembros del Sanedrín tuvo un cierto éxito, de tal manera que aún permanecía en algunos medios judíos veinte o treinta años después, cuando san Mateo escribe su evangelio. Con todo, no debió de ser muy duradero ni extenso, pues ni san Pablo en sus Cartas ni san Lucas en los Hechos de los Apóstoles hacen la menor alusión al asunto. Tampoco debió de tener mucho crédito el testimonio de los guardias, pues nunca se presentó ninguna acusación contra los discípulos por el grave delito de romper los sellos y de violar una tumba con robo del cadáver 686. Pasaron muchos siglos antes de que los críticos racionalistas admitieran como aceptable la patraña de los soldados.

6. EMAÚS

Mc 16, 12-13; Lc 24, 13-35

El mismo domingo se apareció Jesús a dos discípulos que se dirigían a Emaús, una aldea distante unos doce kilómetros de Jerusalén 687. Solo san Lucas nos narra esta aparición. Es un relato de gran belleza, en el que el evangelista se muestra perfectamente informado. Uno de los viajeros, Cleofás, podría ser la fuente que le suministró los detalles de la narración.

Estos dos discípulos han salido a primeras horas de la tarde de Jerusalén y han oído lo que decían las mujeres acerca del sepulcro vacío y de los ángeles que afirmaban que Jesús había resucitado. Pero esto no ha sido suficiente para levantar en ellos una leve esperanza en la resurrección. Se diría que ni siquiera se han tomado la molestia de ir al sepulcro, que a estas horas ya habría sido visitado por la mayor parte de los discípulos que se encuentran en Jerusalén. Han esperado que pasara el descanso sabático y enseguida se han puesto en marcha. Por el diálogo que mantienen parece que se trata de discípulos de la primera hora, buenos conocedores del Maestro y de sus enseñanzas.

Los dos hombres caminaban entristecidos por la tragedia del Calvario mientras hablaban de los acontecimientos que han sucedido, del ir y venir de las mujeres, de ratos pasados junto al Maestro...

Jesús resucitado, como un viajero más, les dio alcance y se emparejó con ellos. Esto no era raro en los caminos de Palestina. Pero no percibieron que era Él, pues sus ojos estaban incapacitados para reconocerlo.El Señor no quería aún ser identificado, y ellos podían haber pensado cualquier cosa menos que el Maestro estaba a su lado.

Jesús se introduce en su conversación con una pregunta: ¿Qué conversación lleváis entre los dos mientras vais caminando? Se detuvieron un instante entristecidos, dice el texto. Uno de ellos, Cleofás, le respondió: ¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no sabe lo que ha pasado allí estos días? Y Jesús preguntó: ¿Qué ha pasado?

La conversación se desarrolla con frases breves, conmovidas, entrecortadas: casi se percibe la respiración jadeante de los dos discípulos. Le explicaron a Jesús lo que había sucedido: Lo de Jesús el Nazareno... Cómo le habían condenado a muerte y le habían crucificado. Le hablaron de sus esperanzas fallidas, de las noticias que habían traído las mujeres, del sepulcro vacío... pero a Él nadie le había visto.

Tenemos aquí una imagen de los sucesos y de la Iglesia incipiente. Cleofás y su compañero abrigan el sentimiento de pertenecer a una comunidad que, todavía sin nombre, tiene ya conciencia de existir: las mujeres que estaban con nosotros... algunos de los nuestros..., dicen con sencillez. Y, a pesar de todo, no se consideran separados de la comunidad judía; dicen con respeto: nuestros sacerdotes, nuestros magistrados...] no se despegan de su nación, ni cuando manifiestan sus dolorosas quejas por lo que han hecho. De Jesús tienen un concepto muy elevado. En la conversación con este desconocido, al azar del viaje, no exteriorizan todos sus pensamientos; dicen lo mínimo que pueden decir, pero sus palabras están llenas de grandeza. Hablan de Jesús como de un gran Maestro, poderoso en palabras y obras, santo delante de Dios y del pueblo. No se arriesgan a llamarle el Mesías, el Cristo; la discreción y la prudencia al hablar de estos temas, que tantas veces empleó su Maestro, ha producido sus efectos en ellos, pero lo sugieren al decir; él sería quien redimiera a Israel... En el fondo de sus almas, estos dos hombres están llenos de un fervor extraordinario respecto a Jesús: no piensan más que en Él, no hablan más que de Él... Quince veces se repite en esta página el pronombre «Él». Aun estando tan desolados, los discípulos no se han desligado de todo; ciertamente, desbordan ternura y veneración hacia el Maestro.

De alguna manera reflejan la viva emoción que desde el amanecer reina en la pequeña comunidad de seguidores de Jesús. Las mujeres afirman haber visto ángeles que les han dicho: «Él» vive; pero no las han creído. Además, ¿iban a ser las mujeres las primeras en saberlo? Después de Pedro y de Juan, muchos otros irían a visitar el sepulcro y lo encontraron vacío. María, la madre de Santiago, y Salomé, la madre del otro Santiago, ¿iban a dejar a sus hijos en la tristeza y el llanto? (Mc)] debieron, sin duda, de moverlos para que se acercaran al sepulcro. Muchos se encontrarían allí, en el huerto, cerca de la tumba vacía; unos de ida, otros de vuelta... José de Arimatea, Nicodemo y otros más no podrían permanecer insensibles a lo que estaba sucediendo. Y comentarían los sucesos que hora a hora se producían. Este debió de ser el clima general de aquella mañana.

Todos han encontrado las cosas como dijeron las mujeres; pero a él no le vieron. Esto era lo esencial para ellos. Si había resucitado verdaderamente, ¿qué esperaba para dejarse ver? En el fondo, Cleofás y su compañero no permanecen completamente ajenos a la idea de la resurrección de su Maestro: la alusión al tercer día es un recuerdo de las predicciones de Jesús; se sienten un tanto inquietos y desdichados al ver cómo transcurre esta jornada. Lo lógico hubiera sido esperar hasta el fin del día para ponerse en camino, pero ¿quién puede hablar de lógica en tales momentos?

Estos discípulos eran sin duda hombres buenos, que habían tenido una gran intimidad con Jesús, pues fueron de los afortunados con los que Él estuvo más tiempo en este primer día.

Jesús les dijo en tono amable: ¡Oh necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas! ¿No era preciso que el Cristo padeciera estas cosas y así entrara en su gloria?

El nuevo compañero de viaje se mostró muy versado en las Escrituras, pues comenzando por Moisés y siguiendo por los profetas les interpretaba todos los pasajes referentes al Mesías. Parecía no saber nada y lo conocía todo. Jesús les hablaba con una voz cálida y persuasiva que les penetraba hasta lo más íntimo del corazón.

Llegaron al término del viaje. El desconocido hizo ademán de continuar adelante. Han pasado algunas horas de la tarde y el día declinaba. Jesús quiere que le insistan para quedarse con los dos discípulos. Y ellos le suplicaron que se quedara: Quédate con nosotros, porque ya está anocheciendo y va a caer el día. Y Jesús se quedó. Probablemente no se trata de una posada, sino de la casa de uno de ellos 688.

Llegó la hora de la cena, y Jesús presidió la mesa y realizó los gestos acostumbrados: pronunció la bendición, dividió el pan, lo distribuyó... como hacía siempre, con su estilo propio. Entonces lo reconocieron; sus gestos eran inconfundibles. Se les abrieron los ojos y lo reconocieron. Y Jesús desapareció de su presencia. Y recordaron cómo su ánimo había ido cambiando mientras le escuchaban y su corazón se iba llenando hasta rebosar: ¿No es verdad que ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?

Ahora caen en la cuenta: una conversación así no podía ser más que de Jesús; nadie podía hablarles de aquella manera ni desvelar de modo semejante las Escrituras.

¿Qué iban a hacer ahora que habían visto a Jesús resucitado? Salir corriendo hacia Jerusalén, a pesar de que estaba oscureciendo. ¡Deben dar la enorme noticia a los demás! No hay tiempo ni para comer. Ya lo harían en la ciudad.

Llegaron a Jerusalén y se encontraron a los Once reunidos y a otros discípulos, que a su vez les comunicaron: ¡El Señor ha resucitado realmente y se ha aparecido a Simón! 689. Ya estaba todo claro.

Y ellos contaban lo que había pasado en el camino, y cómo le habían reconocido en la fracción del pan.

7. APARICIÓN EN EL CENÁCULO

Lc 24, 36-49; Jn 20, 19-23

Llegaron estos dos discípulos de Emaús ya bien entrada la noche al lugar donde se encontraban reunidos los apóstoles y otros discípulos. La noticia se había difundido por toda la ciudad.

Se encuentran en una casa grande, con capacidad para un número no pequeño de personas. Con toda probabilidad, se trata del Cenáculo. Estaban con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos. La mentira de los guardias acerca de la desaparición del cuerpo del Señor y la actitud del Sanedrín habían creado un clima de temor. Esto era compatible con la gran alegría que se respiraba por todas partes. Algunos de los presentes ya creían, otros estaban dudosos, pero con la puerta de la esperanza de par en par (Lc; Jn).

Los dos peregrinos de Emaús encuentran a los allí reunidos en una disposición que ellos no esperaban. No solamente no tienen ningún inconveniente en admitir sus noticias, sino que aportan un testimonio irrecusable: Simón Pedro ha visto a Jesús. Quizá ha reunido allí a todos los discípulos dispersos por Jerusalén para dar a conocer ese encuentro. Cumple el encargo del Señor: Tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos (Lc). Pedro cuenta cómo ha visto a Jesús. Ningún evangelista nos ha transmitido los detalles ni las circunstancias de esa aparición. Es el gran acontecimiento de un día lleno de emociones.

Estaban aún hablando los de Emaús cuando Jesús se puso en medio de todos y los saludó: Paz a vosotros. Todos se quedaron pasmados y llenos de temor. Pensaban que era un espíritu. La idea de la resurrección, a pesar de todo, no había penetrado aún del todo en el corazón de muchos.

El Señor quiso sacarles de ese estado de inquietud y volverlos a la confianza de siempre. Y les dijo: ¿Por qué estáis turbados y por qué dais cabida a esos pensamientos en vuestros corazones? Mirad mis manos y mis pies: soy yo mismo. Y les insistía: Palpadme y comprended que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo. Y, dicho esto, les mostró las manos y los pies (Lc).

San Juan añade: les mostró las manos y el costado. La lanzada la tenía el evangelista metida en su corazón 690.

Los discípulos están tan admirados y sorprendidos al verle allí en medio de ellos que no acaban de creer por la alegría, escribe san Lucas. Están fuera de sí de tanto gozo. Una alegría profunda comienza a rebosar de su corazón, aquella que Él mismo les había anunciado y que nadie sería capaz de quitarles. Sienten cómo su gran tristeza se diluye en este gran gozo.

Tan extraordinario es el espectáculo que no dan crédito a sus ojos. Era el Jesús de siempre, al que habían seguido desde Galilea, que les mostraba ahora las llagas producidas por la crucifixión. Soy yo mismo, les repetía Jesús con una sonrisa en los labios. Palpadme, no soy un espíritu... 691. Soy yo, el de siempre, vuestro Maestro...

Era Jesús, pero con el cuerpo ya glorioso. La resurrección no era una vuelta a la vida anterior, como volvieron Lázaro o el hijo de la viuda de Naín. Ahora Jesús tiene la plenitud de la vida humana, y su cuerpo estaba liberado de las limitaciones del espacio y del tiempo; por eso pudo entrar en la casa estando cerradas las puertas. No está sometido a las leyes físicas. Pero, a la vez, es un cuerpo humano que puede ser visto y palpado, que podía ser identificado por varios sentidos a la vez: la vista, el oído, el tacto...

El Señor tenía mucho interés en que todos lo reconociesen como una persona real visible, que habla... Su cuerpo es el mismo del sepulcro, el que quedó colgado de la cruz... ¿Tenéis aquí algo que comer?, les preguntó, pues los espíritus no comen. Jesús resucitado, era evidente que no tenía necesidad de comer, pero pudo hacerlo. Los discípulos le ofrecieron parte de un pez asado (Lc). Realmente no tenían una despensa muy boyante.

Y Jesús tomándolo comió delante de ellos.

Pedro aducirá más tarde ante el Centurión Cornelio, como una prueba más de la verdad de la resurrección: comimos y bebimos con él después de que resucitó de entre los muertos. Ellos veían a Jesús y Jesús les veía a ellos. Lo mismo ocurría con los demás sentidos.

Jesús no estaba delante de ellos de un modo estático, como a veces se ve pintado en algunos lienzos. Por el contrario, se mueve, habla, los envuelve a todos con su mirada, ocupa un lugar entre ellos con toda naturalidad.

Jesús les abrió entonces el entendimiento para que comprendiesen las Escrituras (Lc). Y les mostró cómo era necesario que se cumpliese en Él todo lo que estaba escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos.

8. TOMÁS

Jn 20, 24-29

El domingo por la noche, cuando se apareció el Señor a los apóstoles, no estaban todos; faltaba Tomás, uno de los Doce (Jn). No sabemos dónde se encontraba. ¿Por qué no estaba allí? ¿Fue solo una casualidad? Quizá san Juan, el evangelista que nos narra con todo detalle esta escena, calla que Tomás, después de haber visto al Maestro en la cruz, no solo había sufrido como los demás, sino que se encontraba alejado del grupo y sumido en una particular desesperanza.

Por los relatos de san Mateo y de san Marcos sabemos que los apóstoles recibieron la indicación de Jesús de marcharse enseguida a Galilea, donde le verían glorioso. ¿Por qué aguardaron ocho días más en Jerusalén, cuando ya nada les retenía allí? ¿Qué hacían en la ciudad, que poco a poco se iba quedando de nuevo medio vacía?

Es posible que no quisieran marcharse sin Tomás, al que buscaron enseguida e intentaron convencerle de mil formas de que el Maestro había resucitado y les esperaba una vez más junto al mar de Tiberíades. Al encontrarle, le dijeron con una alegría incontenible: ¡Hemos visto al Señor! Se lo repitieron una y otra vez, con acentos distintos. Intentaron en este tiempo recuperarlo por todos los medios. ¡Cómo agradecería Tomás más tarde estos intentos, y que a pesar de su tozudez no le dejaran solo en Jerusalén!

El desaliento y la incredulidad de Tomás no eran fácilmente vencibles. Ante la insistencia de los demás apóstoles, él respondió: Si no veo la señal de los clavos en sus manos, y no meto mi dedo en esa señal de los clavos y mi mano en su costado, no creeré. Rechaza de plano todo testimonio ajeno y se fía únicamente de lo que puede comprobar por sí mismo. Sus palabras parecen una respuesta definitiva. Es una réplica dura a la solicitud calurosa de los amigos. Sin duda la alegría evidente de los demás le abrió una ventana a la esperanza. Por eso vuelve, y ya no se separa de ellos. Esta oscura tozudez de Tomás contrasta con la grandeza de Jesús y con su amor por todos. El Señor no permite que ninguno de los suyos se pierda; ya había rogado por sus discípulos en la Ultima Cena.

A los ocho días, estaban de nuevo dentro sus discípulos y Tomás con ellos. ¡Al menos han conseguido que permanezca con todos! Y, estando cerradas las puertas, vino Jesús, se presentó en medio y dijo: La paz sea con vosotros. Se dirigió entonces a Tomás, y le dijo: Trae aquí tu dedo y mira mis manos, y trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo, sino creyente.

Cuando Tomás vio y oyó a Jesús expresó en pocas palabras lo que sentía en su corazón: ¡Señor mío y Dios mío!, exclama conmovido hasta lo más hondo de su ser 692. Es, quizá, la expresión más clara de la divinidad de Jesús en todo el evangelio. Es a la vez un acto de fe, de entrega y de amor. Confiesa abiertamente que Jesús es Dios y le reconoce como su Señor.

Jesús le contestó: Porque me has visto has creído; bienaventurados los que sin ver creyeron. La respuesta no es tanto una reconvención al discípulo cuanto una enseñanza para los futuros cristianos. Cuando san Juan escribe, ya había pasado la generación de creyentes que habían visto al Señor. Su fe se apoya en el testimonio de otros, de la Iglesia. Era la hora de los que sin ver creyeron.

Es probable que al día siguiente marcharan todos a Galilea. Apenas habían pasado diez días desde que llegaron a Jerusalén. En este tiempo había sucedido un mundo de acontecimientos. Debió de ser un viaje alegre y de interminables comentarios. ¡Con Jesús cerca, la vida era otra cosa!

XXXVIII. APARICIONES EN GALILEA

1. LA SEGUNDA PESCA MILAGROSA

Jn 21, 1-14

Los apóstoles recorrerían el camino de Jerusalén a Galilea en cuatro o cinco jornadas. Las mujeres que le habían seguido y otros discípulos también emprenderían la vuelta. Algunos ya lo habrían hecho. En Jerusalén quedarían muy pocos peregrinos. Los dirigentes judíos estaban cada vez más inquietos. Era, pues, el momento de salir cuanto antes (Jn).

En su patria esperaron a Jesús; mientras tanto, han vuelto a su trabajo. Siete de ellos han permanecido unidos y se encuentran junto al lago de Genesaret. Estos eran: Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo, Natanael, que era de Caná de Galilea 693, los hijos de Zebedeo y otros dos de sus discípulos 694. No sabemos si Mateo pudo reincorporarse a su trabajo de recaudador en Cafarnaún.

Se encuentran ahora en el mismo lugar donde un día los encontró Jesús y les invitó a seguirle 695. Ahora han vuelto a su antigua profesión, la que tenían cuando el Señor los llamó. Jesús los halla de nuevo en su trabajo. Es la hora del crepúsculo. Otras barcas han salido ya para la pesca. Entonces, les dijo Simón Pedro: Voy a pescar. Le contestaron: Vamos también nosotros contigo. Salieron, pues, y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada.

Al alba, se presentó Jesús en la orilla. Jesús resucitado va en busca de los suyos para fortalecerlos en la fe y en su amistad, y para seguir explicándoles la gran misión que les espera. Los discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús, no acaban de reconocerle. Están a unos doscientos codos, a unos cien metros. A esa distancia, entre dos luces, no distinguen bien los rasgos de un hombre, pero pueden oírle cuando levanta la voz. ¿Tenéis algo que comer?, les preguntó el Señor. Le contestaron: No. El les dijo: Echad la red a la derecha de la barca, y encontraréis. Y Pedro obedece: La echaron y ya no podían sacarla por la gran cantidad de peces. Juan confirma la certeza interior de Pedro. Inclinándose hacia él, le dijo: ¡Es el Señor! Pedro, contenido por sus dudas hasta este momento, salta ahora como impulsado por un resorte. No espera a que las barcas lleguen a la orilla. Al oír que era el Señor, se ciñó la túnica y se echó al mar 696. Los otros discípulos vinieron en la barca, pues no estaban lejos de tierra, sino a doscientos codos 697, arrastrando la red con los peces.El amor de Juan distinguió inmediatamente al Señor en la orilla: ¡Es el Señor! 698.

El milagro tiene a la vez un gran simbolismo. Por la noche -por su cuenta-, en ausencia de Cristo habían trabajado inútilmente; han perdido el tiempo. Por la mañana, con la luz, cuando Jesús está presente, cuando ilumina con su Palabra, las redes llegan repletas a la orilla.

Cuando descendieron a tierra vieron unas brasas preparadas, un pez puesto encima y pan. Jesús les dijo: Traed algunos de los peces que habéis pescado ahora. Subió Simón Pedro y sacó a tierra la red llena de ciento cincuenta y tres peces grandes. Y aunque eran tantos no se rompió la red.

Jesús les invitó entonces a la modesta colación que les había preparado: Venid y comed. Todos se encuentran tan azarados que no se atrevían a preguntarle: ¿Tú quién eres?, pues sabían que era el Señor. Jesús les tranquilizó con su actitud y repartió entre ellos el pan y el pez 699. San Juan añade que esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos.

Pedro había sido conquistado por el Señor para su causa después de una pesca abundantísima. Había sido un milagro especialmente dirigido a él. Entonces, hacía unos pocos años, dejadas todas las cosas, le siguió. Ahora, en esta segunda redada, Pedro quedará confirmado como Jefe de la Iglesia, a pesar de sus negaciones. Ahora, cuando ya falta poco para su Ascensión al Cielo, es constituido pastor de su rebaño, guía de la Iglesia 700. Se cumple entonces la promesa que le hiciera poco antes de la Pasión: Pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos (Lc). También le profetiza que, como buen pastor, morirá por su rebaño.

Después de comer se llevó Jesús a Pedro consigo. Estaban junto a la orilla. Le preguntó el Señor: Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos? Pedro desconfía de sus fuerzas; después de las negaciones se ha vuelto más humilde. Por eso, respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. No se atreve a decir que le ama más que los demás. Jesús le dijo: Apacienta mis corderos. De nuevo le preguntó: Simón, hijo de Juan, ¿me amas? Le respondió: Sí, Señor, tú sabes que te amo. Le dijo: Pastorea mis ovejas 701. Le interpeló por tercera vez: Simón, hijo de Juan, ¿me amas?

Pedro, que recordaba bien sus negaciones, se llenó de tristeza ante esta nueva pregunta de Jesús, y respondió: Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo.

Y le dijo Jesús: Apacienta mis ovejas.

Y añadió: En verdad, en verdad te digo: cuando eras más joven te ceñías tú mismo e ibas a donde querías; pero, cuando envejezcas, extenderás tus manos y otro te ceñirá y llevará a donde no quieras.

San Juan, que escribe cuando ya Pedro hacía años que había muerto, añade: Esto lo dijo indicando con qué muerte había de glorificar a Dios 702.

A continuación, dijo Jesús a Simón: Sígueme. Estas palabras recordarían al apóstol su primera llamada. Y Pedro ya no le dejó nunca más.

Cristo confía en el Apóstol, a pesar de las negaciones. Solo le pregunta si le ama, tantas veces cuantas habían sido las negaciones. El Señor no tiene inconveniente en confiar su Iglesia a un hombre con flaquezas, pero que se arrepiente de verdad y ama con obras 703.

Después, el evangelista añade un recuerdo personal. Él les había seguido a cierta distancia. En un momento dado, Pedro volvió la cabeza y vio que le seguía el discípulo que Jesús amaba, el que en la cena se había recostado en su pecho. Y le preguntó a Jesús: Señor, ¿y este qué? Y le respondió: Si yo quiero que él permanezca hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme. De aquí surgió el rumor de que este discípulo no moriría. Su gran longevidad daría pie para alimentar este rumor.

La pesca milagrosa debió de tener lugar pocos días después de la llegada de los discípulos a Galilea. Aquí se les apareció Jesús en muchas ocasiones durante cuarenta días, y les dio muchas pruebas, hablándoles de todo lo referente al reino de Dios 704. En una ocasión se apareció a más de quinientos hermanos, muchos de los cuales vivían cuando lo menciona san Pablo 705.

Es interesante considerar que es el mismo Jesús quien se manifiesta, quien se hace ver, el que sale al encuentro. Las apariciones no son el resultado de la fe, no son efecto de la fe, de la esperanza o de un deseo muy grande de ver a su Maestro por parte de los discípulos más allegados. La fe «no produce» la aparición: es el Resucitado el que toma la iniciativa, el que se hace presente y desaparece en cada ocasión.

También se deduce de estos relatos la continuidad entre el Crucificado en el Calvario y el Resucitado que se aparece en Jerusalén y en Galilea. Se trata del mismo Jesús, reconocido al hablar, al partir el pan... Esta identidad se pone de manifiesto incluso en el aspecto corporal. Así, Jesús invita a comprobar mediante el tacto que es Él mismo, y muestra las heridas de las manos, el costado abierto.

Una de estas apariciones tuvo lugar en un monte de Galilea, que Jesús les había expresamente indicado. Allí, al verlo lo adoraron (Mt) 706 como a su Dios. Jesús se acercó a ellos y disipó las vacilaciones que aún podía albergar el corazón de algunos. Jesús les habla con toda majestad, como Señor de todo lo creado, y da el mandato de extender la fe cristiana a toda la tierra:

Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he mandado.

Y añadió estas palabras, que serían de gran consuelo para sus discípulos de todos los tiempos: Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.

Con esta promesa termina san Mateo su evangelio: Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin...El evangelista supo escoger bien el final de su relato.

«Si las gentes no adoran a Dios, se adorarán a sí mismas en las diversas formas que registra la historia: el poder, el placer, la riqueza, la ciencia, la belleza...; sin percatarse de que todo eso, desvinculado de su fundamento último que es Dios, se esfuma: “La criatura sin el Creador desaparece” (Const. past. Gaudium et spes, 36), dice lapidariamente el Concilio Vaticano II. Por eso, en la tarea de la nueva evangelización, resulta de primera importancia ayudar a quienes conviven con nosotros a redescubrir la necesidad y el sentido de la adoración. Las próximas solemnidades de la Ascensión, de Pentecostés y del Corpus Christi se alzan como una invitación “a redescubrir la fecundidad de la adoración eucarística (...), condición necesaria para dar mucho fruto (cfr. Jn 15, 5) y evitar que nuestra acción apostólica se limite a un activismo estéril, sino que sea testimonio del amor de Dios”» (Benedicto XVI, Discurso en la Asamblea eclesial de la Diócesis de Roma, 15-VI-2010) (Cit. en Javier Echevarría, Carta Apostólica junio 2011).

XXXIX. SUBO A MI PADRE

1. LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Mc 16, 19; Lc 24, 50-53

Los apóstoles permanecieron aún dos o tres semanas en Galilea y después marcharon a Jerusalén, por indicación del Señor. Aquí se presentó con frecuencia para adoctrinarles y asegurarles en la fe. Aparecía y desaparecía de improviso. Un día, mientras estaban a la mesa 707, les encargó que no se marcharan de la ciudad santa hasta ser revestidos de la fuerza de lo alto, el don del Espíritu Santo, la promesa del Padre (Lc), que va a venir sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el extremo de la tierra.

La hora de la despedida estaba a punto de llegar. A los pocos días los llevó hacia Betania, al Monte de los Olivos, y allí los bendijo. Y sucedió que mientras los bendecía se alejó de ellos y se elevaba al Cielo. La bendición es el último gesto del Señor aquí en la tierra. Y ellos lo adoraron, se postraron en tierra mientras Jesús ascendía. Es el primer homenaje a la Santa Humanidad de Cristo glorificada. Se quedaron pasmados viendo cómo a Jesús lo ocultaba una nube y desaparecía de su vista. Era la nube que acompañaba la manifestación de Dios tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento (Lc): era un signo de la entrada del Señor en los cielos 708.

La vida de Jesús en la tierra no concluye con su muerte en la cruz, sino con la Ascensión a los cielos. Es el último misterio de la vida del Señor que, junto a la Pasión, Muerte y Resurrección, constituye el misterio pascual. Convenía que quienes habían visto morir a Cristo en la cruz entre insultos, desprecios y burlas, fueran testigos de su exaltación suprema. Se cumplen ahora ante la vista de los suyos aquellas palabras que un día les dijera: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios (Jn). Y aquellas otras: Ya no estoy en el mundo, pero ellos están en el mundo y voy a Ti, Padre Santo (Jn).

El Señor se encuentra en el Cielo con su Cuerpo glorificado, con la señal de su Sacrificio redentor, con las huellas de la Pasión que pudo contemplar Tomás, que claman por la salvación de todos nosotros. La Humanidad Santísima del Señor tiene ya en el Cielo su lugar natural.

En este último misterio de la vida de Jesús se expresa su señorío, su plenitud de vida y de poder, su potestad de Rey del universo.

Y, mientras ellos miraban al cielo, se presentaron dos ángeles con forma humana, que dijeron: Hombres de Galilea, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, vendrá de igual manera que le habéis visto subir.

Los ángeles dicen a los apóstoles que es hora de comenzar la inmensa tarea que les espera, que no deben perder tiempo. Con la Ascensión termina la misión terrena de Cristo y comienza la de sus discípulos, la de la Iglesia, una vez que recibieron el Espíritu Santo. Por eso, san Lucas comienza los Hechos de los Apóstoles, donde se narran los comienzos de la Iglesia, con este último misterio de la vida de Jesús.

Los Once volvieron a Jerusalén con gran gozo (Lc). Esta alegría tiene su fundamento en la fe en Jesús, que ahora los llena, cuando han visto su gloria. Se vuelven solos a Jerusalén pero tienen a su Maestro más cerca que nunca, y su vida tiene ya un objetivo primordial: dar a conocer a Cristo a las gentes de toda la tierra. Ese año la fiesta judía de Pentecostés tendría para ellos y para el mundo un asombroso significado.