Vida de Cristo

Parte Cuarta. PASIÓN Y RESURRECCIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

CAPÍTULO I. EL DOMINGO DE RAMOS. JESÚS ENTRA SOLEMNEMENTE EN JERUSALÉN A TÍTULO DE MESÍAS

…Los cuatro evangelistas 1 a una nos dan una completísima y dramática narración de este episodio de extraordinaria trascendencia. Cada uno de ellos nos refiere alguna circunstancia particular, y entre los cuatro nos ofrecen un cuadro magnífico.
El gentío que se apiñaba en Jericó en torno a Jesús, y que lo había acompañado hasta Betania, no se engañó al suponer, como dice San Lucas 2, que el reino de Cristo iba a manifestarse sin tardanza. Pero, en el plan divino, esta manifestación no había de ser más que como una investidura temporal y local, que sólo afectaba al pueblo judío. Para ver brillar en todo su esplendor el reinado universal de Jesucristo será menester esperar el fin del mundo actual. Mas aun así, la entrada del Mesías en su capital fue, en lenguaje de Bossuet 3, «la más brillante y hermosa que jamás hubo, pues se vio entonces a un hombre, que en consideración y en poder parecía el último de todos los hombres, recibir de improviso de todo un pueblo, en la ciudad real y en el Templo, los mayores honores que jamás recibieron los mayores reyes». Eso no obstante, todavía el triunfo del Salvador será humilde y modesto, como lo fue el resto de su vida; y así, en un mismo acontecimiento se unirán, por modo admirable, la gloria y la humildad. Pero, de particular manera, hemos de notar el carácter puramente religioso del triunfo de Jesús. Probable es que muchos de los que daban a Jesús aquellas muestras de fe no excluían totalmente de su ánimo los prejuicios políticos de que estaba imbuido su ideal mesiánico; pero entonces, al menos, no lo mostraron. Por esta parte, nada hubo que turbase la belleza de aquella entrada triunfal. Todo se cumplió religiosamente, en plena consonancia con el retrato que los antiguos vaticinios habían trazado de la realeza del Mesías. A su vez, Jesús, sin cohibir la manifestación de los sentimientos de fe y de amor de la muchedumbre, y allanándose bondadosamente a sus transportes de alborozo, mostró una vez más que quería ser, como luego se lo dirá a Pilato 4, el verdadero Mesías, cuya realeza no es de este mundo.
Según se infiere de una nota cronológica de San Juan 5, al día siguiente de la solemne comida de Betania, cinco días antes de la Pascua –un domingo, según antiquísima tradición eclesiástica y litúrgica–, el Salvador hizo su entrada triunfal en Jerusalén. Ninguno de los narradores indica en términos explícitos la hora exacta en que comenzó; mas como San Marcos nos dice que «era tarde» cuando terminó, suficientemente indica que acaeció después de mediodía. Duró, sin duda, varias horas.
Dejando a Betania, situada, según va dicho, en la vertiente oriental del Monte de los Olivos, Jesús, escoltado de sus apóstoles, de sus amigos y discípulos y de muchedumbre del pueblo que se le había ido juntando en el discurso de la mañana, subió la ladera que separaba el-Azarieh de Betfagé, aldea poco importante, edificada en la misma vertiente, pero más cerca de la cumbre de la célebre colina. El Monte de los Olivos, muy raras veces mencionado en los escritos del Antiguo Testamento 6, está estrechamente relacionado, en los Evangelios, con la historia de los últimos días de la vida de Nuestro Señor. Por su cima y por su vertiente occidental se extendió primeramente el cortejo que acompañó a Jesús desde Betfagé al Templo. Por este título bien merece que le dediquemos una breve descripción.
Su nombre, que no ha cambiado desde los tiempos de David y de Zacarías 7 proviene evidentemente de los muchos olivos que allí crecían. En los días de Nuestro Señor Jesucristo debía de estar todo cubierto de árboles; mas desde ha ya mucho tiempo está casi desnudo de vegetación. Con todo, aún quedan, particularmente en su base, no sólo olivos, sino también granados, higueras, almendros, albaricoques y algarrobos. Más adelante veremos que también abundaban allí las palmeras. En la parte inferior de la vertiente occidental se han ido acumulando desde hace siglos sepulcros judíos, pues los hijos de Israel, esperando, según dicen, ser los primeros partícipes en la resurrección de los muertos que, el día del juicio final, acaecerá en el valle de Josafat 8, identificado por ellos con el del Cedrón, tienen a devoción ser enterrados en aquellos parajes. La parte superior de la colina está cubierta de monumentos cristianos de muy diversas épocas.
El Monte de los Olivos se une, al Norte de Jerusalén, cerca de la aldea de Chafat, con la arista central del macizo de las montañas de Judea. Por el Este sólo está separado de la ciudad santa por la profunda fosa del valle del Cedrón. Desde todas las azoteas de la ciudad se ve distintamente esa pequeña cadena, que no carece de cierta elegancia. Se distinguen «tres vértices principales, en forma de montículos, separados por ligeras depresiones. El del Norte, el más elevado, tiene 830 metros de altura sobre el nivel del Mediterráneo; el del medio, 820, y la cima que está en frente de Jerusalén, 818 (1.212 sobre el nivel del Mar Muerto)».
Tres caminos hay hoy –y es moralmente cierto que los había ya en tiempo de Nuestro Señor– para ir de Jerusalén a Betania. El más frecuentado de los peatones es el del Norte. Comienza en la puerta de San Esteban, y, subiendo directamente a la cumbre de la colina, desciende luego hasta Betania, que se halla en la vertiente opuesta. Para cabalgaduras es muy escarpado. El segundo, que se separa del anterior detrás del huerto de Getsemaní, es más pendiente aún. Pasa por cerca del sitio llamado «Dominus flevit», donde, según la tradición, lloró Jesús por Jerusalén, y de allí se dirige hacia la torre y el establecimiento de los rusos. Ninguno de estos dos caminos era a propósito para un cortejo triunfal. Queda, pues, el tercero, que debía de corresponder casi al camino actual, arreglado no ha mucho para que por él puedan transitar vehículos desde Jericó hasta Jerusalén por Betania. Después que deja atrás esta última aldea, va contorneando la ladera oriental del Monte de los Olivos; toma después la dirección del Sudoeste, y luego tuerce de repente hacia el Nordeste, dejando a la izquierda el Monte del Escándalo. Las caravanas podían desplegarse allí holgadamente.
El cortejo que desde Betania acompañaba al Salvador a Jerusalén no tardó, según los sinópticos 9 en llegar frente a otra aldea, quizá un simple caserío 10, llamada Betfagé («casa de los higos verdes»), cuyo emplazamiento no se ha podido identificar aún con entera certeza. Ni los escritos del Antiguo Testamento ni Josefo hablan de ella. Sí habla con frecuencia el Talmud, pero sin determinar el sitio preciso que ocupaba. Otro tanto hacen los antiguos documentos cristianos. Pero, cuando menos, colígese claramente de los textos evangélicos que Betfagé estaba próxima tanto de Betania como de la cima del Monte de los Olivos y entre estas dos localidades. En 1876 se descubrió el sitio que se le atribuía en la Edad Media, al Norte de Betania, en la vertiente oriental de la colina, no lejos de la cumbre 11. Algún tiempo después los Padres franciscanos reedificaron en este sitio la capilla que en ella habían construido los cruzados. Muy posible es que éste fuese el lugar primitivo de Betfagé.
Cuando Jesús llegó frente a esta aldehuela, dijo a dos de sus discípulos: «Id a esa aldea que está enfrente de vosotros, y luego que entrareis en ella, hallaréis una asna atada, y con ella su pollino, sobre el cual nunca se sentó hombre alguno: desatadla y traédmela. Y si alguno os dijere: ¿Qué hacéis?, respondedle: El Señor los ha menester y luego os los volverá aquí». Es para notado este lenguaje, no sólo por la precisión de los pormenores, sino también por el tono de autoridad que en él campea. Jesús habla como verdadero Señor, como Mesías, quien, a título de tal, puede ejercer sobre su pueblo el derecho de requisición. En este lugar aparecen, pues, a un tiempo, el Señor y el profeta. En efecto, no hay duda sino que Jesús, como del relato se colige, conocía, por virtud de su presciencia sobrenatural, lo que iba a hacer, pues no es verosímil que entre Él y el dueño de la asna y del pollino hubiera acuerdo previo, como algunos han imaginado. Los evangelistas, como en otros casos semejantes 12, nos dan a entender con suficiente claridad que Jesús realmente profetizaba. ¿Conocía el propietario personalmente a Nuestro Señor? ¿Era acaso discípulo suyo? Aunque no es necesario suponerlo, tampoco es imposible que así fuese, ya que el Salvador frecuentaba desde hacía tiempo el trato de sus amigos de Betania. Significativa es aquella circunstancia: «un pollino sobre el cual nunca se sentó hombre alguno». En la antigüedad, así en el mundo pagano como entre los judíos 13 los animales destinados a un uso sagrado eran guardados aparte, para que fuesen más dignos de tal empleo.
Todo había sido preparado providencialmente conforme lo había predicho el Salvador. Y así, los dos apóstoles hallaron la asna y su pollino atados, según lo nota San Marcos, «a la puerta 14, junto a la calle» 15, y se pusieron a soltarlos. Entonces se llegaron algunos vecinos y luego los propietarios, que preguntaron con cierta viveza a los enviados de Jesús: «¿Por qué los desatáis?» Los discípulos respondieron como su Maestro les había mandado, y con esto, sin ningún obstáculo, les dejaron llevarse los dos animales
Notable es en todo esto el proceder de Nuestro Señor. No se contentará con permitir a sus amigos y a las turbas que le rindan el homenaje más espléndido, sino que Él mismo, con el encargo dado a sus dos apóstoles, toma directa y personalmente la iniciativa de su triunfo. Es su voluntad resuelta y manifiesta entrar solemnemente en Jerusalén como Mesías. Por esto se ocupa en disponer los preparativos necesarios y, en primer lugar, lo concerniente a su cabalgadura, pues no le estaba bien, en circunstancia tan solemne, entrar a pie en su capital. ¡Y qué cabalgadura para un triunfador, para el triunfo del Mesías, del personaje más grande de la Historia! Pero este mismo hecho era ya simbólico y expresaba una importantísima verdad conforme al verdadero ideal mesiánico. Un rey puramente temporal, o bien el Mesías, tal como se le representaban la mayoría de los judíos, hubiera hecho su entrada triunfal en su metrópoli montado en brioso alazán, rodeado de brillante escolta de capitanes y soldados, al sonido de las trompetas, a banderas desplegadas. El verdadero Mesías obtendrá un triunfo real, pero más humilde, y cuyas manifestaciones todas serán pacíficas y llevarán un sello religioso. Por esto entra Jesús en Jerusalén sentado sencillamente sobre un pollino, como un «Príncipe de la paz» 16, como un rey espiritual, como un Salvador de las almas. Así cumplía la voluntad de su eterno Padre, manifestada muchos siglos antes por un oráculo del profeta Zacarías 17, que San Mateo y San Juan citan a este propósito 18. Helo aquí literalmente traducido del hebreo:

«¡Salta de alegría, hija de Sión!,
¡lanza gritos de júbilo, hija de Jerusalén!
He aquí que viene a ti tu rey.
Es justo y protegido (de Dios),
sencillo, y cabalgando sobre un asno
y sobre un pollino, hijo de una asna.»


Las palabras «Decid a la hija de Sión», que preceden a la cita del vaticinio en la narración de San Mateo, no pertenecen a Zacarías; el evangelista las tomó de Isaías 19 para que le sirviesen de breve introducción. A su vez, San Juan agrupó los dos primeros hemistiquios del vaticinio en uno solo y expresó negativamente la idea positiva que contienen, por esto, en vez de «salta de alegría» y «entona cantos de júbilo», dice: «No temas». Las expresiones «hija de Sión» e «hija de Jerusalén» significan poéticamente, al modo oriental, los habitantes de la ciudad santa. En cuanto al fondo de la profecía, expresa con gran claridad, como ya dijimos, el carácter modesto y sobre todo pacífico de la realeza del Mesías, quien, al recibir el homenaje de sus súbditos, rechazará toda pompa soberbia y mundana, y no admitirá aparato que no sea de paz y sencillez. La mención de la asna y del pollino tiene un lugar importante en el vaticinio de Zacarías, donde pone de relieve este carácter humilde y sin gloria del triunfo. Los dos evangelistas hacen hincapié en esta circunstancia, que se cumplió literalmente el Domingo de Ramos. Aquella cabalgadura nada tenía que anunciase intenciones belicosas. Conviene, sin embargo, añadir que el asno de los países orientales es en general mayor y más fuerte que el de Europa y de aspecto más elegante. Por lo que desde los primeros tiempos de la historia de Israel lo vemos servir de cabalgadura indistintamente a los jefes del pueblo, a los grandes y a personas de las clases inferiores 20. Y bueno será hacer notar también que San Mateo es el único que por dos veces menciona simultáneamente la asna y el pollino 21. Aunque los otros evangelistas se contentan con mencionar el pollino, no cabe duda que con él se llevaron también a la madre, como precaución prudente para que aquél fuera más dócil, pues no había sido aún domado. Para que estos animales fuesen más dignos del empleo que de ellos se iba a hacer, los discípulos extendieron sobre ellos, a guisa de gualdrapas, sus mantos, que de ordinario eran de vistosos colores. Después ayudaron a su Maestro a montar sobre el pollino 22.
Entonces comenzó el triunfo propiamente dicho. Los apóstoles y los discípulos más íntimos rodeaban al Salvador. Delante y detrás se apiñaba la multitud, que aumentaba a cada instante 23. Se componía principalmente de peregrinos que habían llegado a Jerusalén para la Pascua, y que, como ya vimos 24, se preocupaban desde hacía ya algún tiempo de la llegada de Jesús. Los que habían acompañado a Nuestro Señor desde Jericó habían dado la noticia de que quedaba en Betania. Por lo que no es de extrañar que muchos de sus partidarios, de Galilea, de Perea y de otras partes, saliesen, ya individualmente, ya en grupos, hacia la pequeña aldea, llevados del deseo de verlo y honrarlo. Porque todos esperaban, cada vez más, que, al fin, vendría a dejarse proclamar Mesías. La esperanza de ver también a Lázaro, cuya resurrección había suscitado aquel entusiasmo, había movido a otros a ir a Betania. Por todo esto bien puede suponerse que formaban el cortejo varios centenares y aun millares de personas.
En cuanto Jesús se puso en marcha comenzó la ovación. Se improvisaron afectuosas ceremonias. Los que estaban más próximos al divino Maestro, imitando a los apóstoles, extendieron sus mantos en el camino, a modo de tapiz. Así lo habían hecho en otro tiempo los judíos de Susa, para honrar a Mardoqueo 25 y los soldados persas en honor del rey Jerjes, cuando iba a atravesar el Helesponto 26. De igual modo se había festejado en la misma Jerusalén al heroico Judas Macabeo el día en que purificó el Templo, rescatado de los gentiles que le habían profanado 27. Al margen del camino que seguía la procesión triunfal había olivos, higueras y otros árboles o arbustos, de los que todos iban quitando ramas, que agitaban alegremente. Se cubría también el suelo de follaje y de hierba verde. Era aquélla una manifestación grandiosa, comparable a las que acompañaban a los reyes victoriosos 28. Una alegría santa reinaba en todos los corazones y se manifestaba en expresiones simbólicas, muy del gusto de los orientales. Pero pronto la alegría rebosó de tal modo, que fueron también precisas palabras y cálidas aclamaciones y vítores estruendosos para expresarla todavía con más elocuencia.
San Lucas indica el momento preciso en que los vivas se asociaron a los actos, para darles toda su significación y realzar toda su fuerza. Fue, dice, en el momento en que Jesús «se acercaba a la bajada del Monte de los Olivos», después de haber pasado la cumbre y andado algún rato por el camino de la vertiente occidental. Desde un recodo del camino divísase de repente una parte de la ciudad, que se eleva en el ángulo sudeste, sobre la actual colina de Sión, con su línea de murallas. Un poco más adelante apareció la ciudad entera en todo su esplendor: en primer término, el Templo, reluciente de oro y resplandeciente de mármol blanco, rodeado de sus magníficas galerías; detrás de él un espléndido conjunto de palacios, de jardines, de edificios abigarrados, de casas que se apoyan unas sobre otras; a derecha e izquierda, una graciosa ondulación de colinas, entonces más cubiertas de arbolado que ahora. Si hoy, que Jerusalén no es más que un pálido reflejo de su antigua belleza, presenta aún, vista desde este mismo sitio, un panorama espléndido, que, contemplado una vez, no se puede olvidar nunca, ¿qué no sería en aquella sazón, cuando aun por sus enemigos era considerado como una de las maravillas del mundo? 29 Sus muros y sus torres la rodeaban y ceñían como una diadema que simbolizaba su fuerza. Se concibe, pues, que, a vista de aquel grandioso espectáculo, realzado aún más por los encantos de la primavera, se desbordase el entusiasmo de la muchedumbre que escoltaba a Nuestro Señor a título de Mesías. Y aún había otro motivo, que los evangelistas mencionan 30, para aquellas aclamaciones: el recuerdo de los milagros obrados por el Salvador, y particularmente el de la resurrección de Lázaro, que había sido el prodigio más señalado de todos.
Los escritores sagrados nos han conservado los diversos gritos que salían entonces de todos los pechos, y que no cesaron sino cuando acabó la entrada triunfal. Es interesante leerlos tal como los cita cada uno de los evangelistas. Según San Mateo: «¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Hosanna en lo más alto (de los cielos)!» Según San Marcos: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino de nuestro padre David, que viene! ¡Hosanna en las alturas (de los cielos)!» Según San Lucas: «¡Bendito el rey que viene en el nombre del Señor! ¡Paz en el cielo y gloria en las alturas (de los cielos)!» Según San Juan: «¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el rey de Israel!» Con ligeras variantes, son aclamaciones idénticas, enderezadas, ya a Jesús para aclamarlo como Mesías de Israel y darle la bienvenida, ya a su Padre, que lo había enviado para restablecer de un modo espiritual, pero verdaderísimo, glorioso en extremo y para siempre, el reino que en otro tiempo fundara David, antepasado de Cristo, y que desde los tiempos antiguos había sido anunciado por los profetas. La mayor parte de estas aclamaciones están tomadas de los versículos 25 y 26 del Salmo 117 (118 en el texto hebreo), que con frecuencia se aplicaban al Mesías, como se ve por los escritos rabínicos, y se cantaban cuando se daba la vuelta procesionalmente alrededor del altar de los holocaustos en la fiesta de los Tabernáculos. El grito Hosanna, que, con el Amen y el Alleluia, ha pasado a la liturgia cristiana, es una expresión hebraica, compuesta de dos palabras, que literalmente significan: «¡Salve, pues!» 31. Fue primitivamente una súplica a Dios para obtener su protección; pero después, perdida su significación primera, vino a ser, como se ve en el caso presente, un simple viva con que se expresaba el deseo de dicha y prosperidad. Después de haber saludado a Jesús como Mesías, el hosanna subía a Dios, que reina en lo alto del cielo: así se le daban gracias por haber enviado, al fin, a su Cristo, tan ardientemente deseado 32. La idea más importante de estas cordiales exclamaciones está contenida en estas palabras: «Bendito sea el rey de Israel», «Bendito sea el reino de nuestro padre David», que tiene significación mesiánica indubitable. Su significación religiosa no es menos manifiesta. San Lucas tuvo cuidado de ponerla de relieve con una breve fórmula: «Toda la muchedumbre de discípulos... comenzó a alabar a Dios en alta voz, diciendo: Bendito sea...»
Creció aún más el entusiasmo cuando el cortejo que venía de Betania y de Betfagé, se unió, quizá en el sitio que hemos descrito, con otro que salía de Jerusalén, compuesto asimismo de muchos peregrinos, que se habían provisto de palmas 33 –nuevo recuerdo de la fiesta de los Tabernáculos 34–, para mostrar a Jesús que le reconocían por el Mesías-rey. Así entre los judíos como entre los paganos, las palmas eran uno de los adornos acostumbrados en las ovaciones populares en honor de reyes y generales victoriosos 35.
Dos episodios, referidos por San Lucas, y en parte también por San Juan 36 vinieron a echar un pasajero velo de tristeza sobre aquella manifestación gloriosa. Casi de continuo, desde los primeros tiempos de la vida pública de Nuestro Señor, hemos hallado a su paso a los fariseos ocupados en espiarle, «tentarle» y acusarle. La envidia y el odio habían atraído a muchos de ellos a esta fiesta, y sin trabajo se adivina la impresión que les causaría. Unos se contentaron con pronunciar algunas palabras en que se traslucía la amargura de sus corazones: «Ved –decían– que nada adelantamos; he aquí que todo el mundo va en pos de Él.» Aquellos hombres violentos reprochaban así a sus colegas más tímidos su falta de resolución y tácitamente les acusaban de haber procedido con blandura contra Jesús; ¿por qué no haber obrado con más energía desde el principio? «¡Todo el mundo corre tras Él!» Y era verdad. En aquella hora solemne la influencia de ellos desaparecía ante la de Jesús, que había aumentado extraordinariamente en las últimas semanas. Otros miembros del partido farisaico se atrevieron a interpelar directamente al Salvador, instándole a que Él mismo pusiese término a aquella escena que reputaban de sacrílega. «Maestro –le dijeron, disimulando su despecho y su cólera con este título respetuoso–, reprende a tus discípulos.» Mas Jesús, rompiendo el majestuoso silencio que, al parecer, había guardado durante su triunfo, les hizo ver, en breve y grave respuesta, cuán extraño e indiscreto era su entremetimiento: «Yo os digo que si ellos callasen, las piedras darían voces.» Con esta locución proverbial 37, justificaba frente a sus enemigos el proceder de sus discípulos y de las turbas, que no hacían sino cumplir los designios de la divina Providencia. Él, por su parte, aceptaba como sagrada deuda aquellos homenajes, pues de tal modo se ajustaban al plan divino respecto a Él, que si los hombres no se los hubieran rendido, las piedras mismas, con ser lo más insensible de la naturaleza, dieran voces para glorificarle.
Los fariseos, los escribas y los jerarcas en general estaban tanto más agriados y mohines cuanto Jesús y los suyos se mostraban más independientes y esforzados. Poco había 38, el Sanedrín decretaba que quienquiera que tuviese noticia del retiro de Jesús lo denunciase al punto, a fin de detenerlo sin pérdida de tiempo. Y he aquí que Jesús entraba ahora en Jerusalén, acompañado de innumerable multitud, que le rendía honores reales, y aún más, que le trataba abiertamente como Mesías. ¡Qué rabia la de aquellos corazones homicidas!
El segundo episodio es profundamente patético. Al contemplar Jesús la espléndida ciudad a la que ya se acercaba la procesión 39, se representó toda su historia: en lo pasado, historia de ternísimo amor de parte de Dios, que había colmado de beneficios a la capital de su reino; en lo presente, historia de ingratitud e incredulidad, que, de allí a pocos días, terminaría en Getsemaní y en el Gólgota; en el porvenir, historia de terribles, pero justas represalias del cielo, pues, no más de cuarenta años después, Tito establecería en el Monte de los Olivos el campo atrincherado desde el que asediaría a la ciudad mientras llegaba la hora de tomarla por asalto 40. El Salvador, conmovido a la vista de cuadros tan trágicos, dando lugar en su alma nobilísima a dolorosos sentimientos que Él, cual ningún otro, podía sentir, en pleno triunfo prorrumpió en sollozos 41. Después, dejando rienda suelta a su dolor, describió patéticamente la funesta pero merecida suerte que para en breve plazo aguardaba a la ciudad culpable:
«¡Ah!, si tú conocieses siquiera en este tu día lo que podría procurarte la paz. Mas ahora eso está encubierto a tus ojos. Vendrán sobre ti días en que tus enemigos te cercarán de trincheras, y te pondrán cerco, y te estrecharán por todas partes, y te derribarán en tierra a ti y a tus hijos que están dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, por cuanto no conociste el tiempo de tu visitación.»
A través de estas líneas se lee toda la angustia que oprimía el amante corazón del Salvador. Pero ¿por qué no entendía Jerusalén la gracia especialísima de conversión que se le ofrecía en aquel día mismo con el esplendor del triunfo de Jesús? ¿Por qué se obstinaba en cerrar los ojos a la luz? Ocasiones había tenido de reconocer a Jesús por su Mesías y su Redentor; ésta que ahora se le da será la última. Si rechaza este postrer beneficio, todos los males descritos en la profecía caerán irremisiblemente sobre ella. Y lo rechazó, ¡oh dolor!, y todo se cumplió a la letra. A la bondadosa visita de su Salvador sucedió la visita terrible de su juez. Este vaticinio de Cristo es maravilloso, no sólo por las desventuras que predice, sino también en el aspecto literario; las proposiciones de que se compone son cortas y vibrantes y están simplemente unidas por la conjunción «y»; la repetición del pronombre «tú» 42 da más vigor al pensamiento.
Difícil fuera describir en términos más claros y precisos la ruina ya irrevocable de la capital judía. ¡Qué contraste entre la majestuosa y elegante ciudad que Jesús tenía entonces a la vista y aquella otra de la que traza pintura tan triste y que se cumplirá a la letra! 43
Después de una breve pausa, el Salvador volvió a emprender su camino y acabó de bajar la vertiente accidental de la colina. Pasó luego por el cauce, casi siempre seco, del Cedrón, y entró en la ciudad, precedido de centenares de peregrinos, que sin cesar repetían sus aclamaciones. Jerusalén estaba a la sazón llena de forasteros que, para asistir a la fiesta de la Pascua, habían llegado de todas partes de Palestina y del Imperio romano. Al ver aquel inesperado cortejo, les sobrecogió una agitación violenta. Toda la ciudad se alborotó 44. Treinta y tres años antes se había conmovido también Jerusalén por causa de Jesús 45; pero entonces era solamente porque unos príncipes extranjeros anunciaban su nacimiento, mientras hoy venía Él mismo en persona y triunfalmente a la metrópoli de su reino mesiánico. Sentimientos diversísimos de amor, de odio, de esperanza, de temor, de duda, se agitaban en los corazones de todos aquellos hombres. «¿Quién es éste?», preguntaban los que no conocían a Jesús o ignoraban el motivo de semejante ovación. Sus discípulos y partidarios respondían orgullosos: «Es Jesús, profeta de Nazaret»: título que en sus labios y en tales circunstancias equivalía evidentemente al de Mesías, pues quienes lo empleaban eran los mismos que poco antes lo habían aclamado por Mesías.
Nuevas oleadas de gente debieron de juntarse entonces a la procesión, que pronto llegó a los atrios del Templo, adonde era natural que entrase el Cristo, el Hijo de David, como a su residencia sagrada. Esta circunstancia viene también a mostrar que el carácter y fin de aquella ovación era religioso. Cuando la muchedumbre quiere honrar a un tribuno lo conduce a la plaza pública; a un príncipe ordinario le acompaña a su palacio; sólo el Templo convenía como término al triunfo del Mesías. Ni es menos significativo otro episodio que nos refiere San Marcos, que, a su vez, lo sabía por San Pedro: Jesús, después de haber entrado en el patio del Templo, inspeccionó rápidamente, a guisa de señor, cuanto allí había. Luego, mientras la turba se iba dispersando lentamente, como era ya tarde, volvió a Betania con sus apóstoles para pasar allí la noche. Su fin estaba conseguido, pues no había ido entonces al Templo para orar o para enseñar, sino para entronizarse como Mesías-rey. Así acabó aquella gran jornada, única en la vida de Jesús.
¿Cómo pudo ser que, cinco días después, el que había sido recibido con tantas demostraciones de fe y de amor fuese conducido ignominiosamente, por las calles de la misma ciudad, al sitio donde había de padecer un suplicio atroz e infame? ¿Cómo conciliar estos dos hechos contradictorios: los Hosanna del Domingo de Ramos y el Tolle, crucifige eum del Viernes Santo? No es difícil conciliarlos, en términos generales, si se piensa cuán tornadizo es el favor popular, por lo que ya los romanos decían que la roca Tarpeya está cerca del Capitolio. Pero, además de esta explicación general, desde hace mucho tiempo se ha dado otra particular y más exacta de este triste problema. La muchedumbre que aclamó a Jesús en su triunfo de un día no era, en conjunto, la misma que luego pidió su muerte. De Betania a Jerusalén, Nuestro Señor se vio aclamado especialmente por discípulos, más o menos íntimos, más o menos fervientes, galileos los más, a quienes se unieron, en un movimiento de entusiasmo, peregrinos forasteros que veían al Salvador por primera vez. Al contrario, los gritos de muerte del Viernes Santo debieron tener por principales autores a los habitantes de Jerusalén y de Judea, que en su mayoría habían sido siempre hostiles a Jesús. Otros judíos, venidos de lejos, influidos por la actuación de los jefes del pueblo en el arresto y sentencia contra el Salvador, se juntaron a los que pedían su muerte, creyéndole realmente culpable. Si algunos de los que habían seguido al divino triunfador se aliaron cinco días después con sus enemigos, debieron de ser pocos. Eran hombres volubles, sin convicción profunda, y que mudaron de opinión cuando vieron que la dignidad mesiánica que Cristo reclamaba no era la que ellos se habían imaginado. Con todo eso, a no mirar los hechos sino a la luz de las humanas previsiones, ¿quién hubiera podido sospechar, al ver el triunfo tan glorioso, que tan presto se transformarían los sentimientos populares y que el triunfador atravesaría, pocos días después, la ciudad cargado con una pesada cruz, sobre la que rendiría el último suspiro, en medio de las más crueles torturas físicas y morales?
Después de haber citado el vaticinio de Zacarías, hace San Juan una observación que sorprende a primera vista. «Los discípulos –dice 46– no entendieron al principio estas cosas; pero cuando fue glorificado Jesús, entonces se acordaron que estaban escritas de Él y que se habían cumplido.» Con estas palabras no quiso decir el evangelista, ciertamente, que los apóstoles y los discípulos propiamente dichos del Salvador ignoraban, al rendirle tan grandes honores, la importancia de aquel hecho. Sabían muy bien que éste tenía por fin directo entronizar a su Maestro como Mesías, según se infiere de las cuatro narraciones. Por tanto, lo que San Juan quiso decir fue que los discípulos no entendieron entonces toda la significación del triunfo de Jesús, en especial su relación con el vaticinio de Zacarías.