Vida de Cristo

Parte Cuarta. PASIÓN Y RESURRECCIÓN DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO

CAPÍTULO III. LOS PRELIMINARES DE LA PASION

I– Confabulación del Sanedrín y pacto infame de Judas.

Estos dos tristes episodios son digno preludio del drama de la Pasión.
En la tarde del Martes Santo, o bien camino de Betania, o bien después de llegar allí, anunció Jesús por las claras a sus apóstoles el próximo cumplimiento de las profecías que tantas veces les había hecho, ya en lenguaje figurado, ya en términos propios, respecto de su muerte. «Sabéis –les dijo– que de aquí a dos días se celebra la Pascua, y el Hijo del hombre va a ser entregado para ser crucificado» 1. Se inauguraban las solemnidades de la Pascua la tarde del día 14 del mes de nisán, que comenzaba con la luna nueva de marzo y terminaba con la luna nueva de abril. Duraban ocho días enteros, hasta la tarde del 21 2. Fue, pues, el día 12 de nisán cuando Jesús comunicó esta noticia a sus apóstoles. Quería que la repentina tormenta no les cogiese de improviso.
Aquel mismo día 3, por providencial coincidencia, las tres clases del Sanedrín –los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los ancianos notables–, o al menos sus miembros más influyentes, se reunían, no en la sala llamada gazzith (de las piedras talladas), situada en las dependencias del Templo, en el lado occidental 4, que era el lugar acostumbrado de sus sesiones, sino en el palacio del Sumo Sacerdote Caifás. Esta circunstancia da a entender que la reunión no fue ni plenaria ni oficial. Ya hemos visto al Sanedrín trabajando contra Jesús. Caifás, que a su oficio de Sumo Pontífice unía el de presidente de tan noble, Asamblea, había manifestado sentimientos de implacable odio contra Jesús a consecuencia de la resurrección de Lázaro y de la mayor influencia que esto había dado al Salvador 5. ¿Qué podría, pues, salir de esta nueva deliberación de los directores de Israel sino una confirmación del plan tiempo atrás fraguado, y poco ha confirmado definitivamente, de hacerle desaparecer lo antes posible conduciéndole a la muerte? Por espacio de una parte notable de la vida pública de Nuestro Señor, los fariseos y los escribas habían sido sus principales enemigos. Los saduceos, que, en su mayoría, ejercían funciones superiores en la casta sacerdotal, se habían mantenido, por lo común, apartados de la lucha. Pero la entrada triunfal del Salvador, sus discursos, que ellos juzgaban provocadores, en los atrios sagrados, en un terreno que consideraban como exclusivamente suyo, y sobre todo la expulsión de los vendedores, les habían molestado e irritado profundamente. Así que de buen grado se unieron con los otros partidos hostiles para pedir pronta venganza.
Mas aunque era vivísimo el odio de la mayoría de los miembros del Sanedrín, harto entendían que para salir con sus intentos les era preciso obrar contra Jesús con cautela extremada, en secrete, y sin apresurarse demasiado. Lo primero era apoderarse de Él; luego fácil les sería darle muerte, o ya jurídicamente, en virtud de una condenación judicial, o ya, si no había otro arbitrio, por el puñal de un sicario. Pero sólo se podía pensar en una detención clandestina, de modo que se evitasen agrupaciones de gente que podrían venir a dar en un serio motín, pues a la sazón eran muchos los partidarios de Jesús entre los peregrinos que habían ido a Jerusalén para la fiesta; y, sobre todo, eran de temer sus discípulos de Galilea, cuya adhesión era más profunda y entusiasta. La experiencia enseñaba, según nos dice Josefo, cuán fácilmente se sobrexcitaban las turbas judías con ocasión de las fiestas religiosas 6. No lo ignoraban los gobernadores romanos, que tomaban también sus precauciones. Con ocasión de la Pascua 7 no sólo reforzaban la guarnición acuartelada en la torre Antonia, al Nordeste del Templo, sino que, dejando su ordinaria residencia oficial de Cesarea, iban a instalarse por algunos días en Jerusalén para vigilar más de cerca los movimientos populares. He aquí por qué, según la observación de San Lucas, los consejeros reunidos en casa de Caifás, aun estando acordes en cuanto al arresto, «buscaban el cómo» 8. Tras larga discusión vinieron a un acuerdo, y decidieron usar de astucia para apoderarse de Jesús y esperar a que pasase la octava de Pascua 9 para echarle mano, pues para entonces ya habrían salido de Jerusalén la mayoría de los peregrinos de Palestina y del extranjero, con lo que el peligro de un motín habría desaparecido casi por entero 10.
Notemos esta circunstancia que la narración de San Mateo pone muy de relieve: Jesús conoce el día y la hora de su muerte; sus enemigos, aunque empeñadísimos en perderle, andan perplejos y aun ignoran el momento en que podrán detenerle para saciar su odio feroz. «¡No en día de fiesta!», es la consigna actual, el resultado de una agitada deliberación. Y con todo eso, según la opinión que nos parece más probable 11, en las primeras horas de la fiesta de Pascua, en el día principal de la solemnidad, cuando Jerusalén rebosaba de peregrinos, fue cuando arrestaron a Jesús, lo condenaron a muerte y lo pusieron en la cruz. ¿Por qué tan repentina mudanza? Porque, poco después de la resolución tomada en casa de Caifás, un hecho de extraordinaria gravedad alteró súbitamente el plan del Sanedrín.
De pronto va a ofrecerles sus vergonzosos servicios para obra tan abominable un hombre digno de ellos, un alma aún más vil: uno de los doce apóstoles, Judas Iscariote, «Judas el traidor», como se le llama en los Evangelios desde la primera vez que en ellos aparece su nombre 12. La tarde misma de la reunión del Sanedrín –pues San Mateo une muy estrechamente los dos hechos– fue a entrevistarse con los príncipes de los sacerdotes y les hizo esta propuesta de repugnante cinismo: «¿Qué queréis darme, y yo os lo entregaré?» 13. Al tratar de la elección de los apóstoles procuramos analizar los móviles que pudieron inducir a Judas –«uno de los Doce», como notan con doloroso énfasis los tres sinópticos– a hacer traición al mejor de los Maestros, y vimos que, si bien este problema es complejo y pudieron ser varios los motivos, una avaricia sórdida unida a un orgullo desmedido y a una ambición burlada, y tal vez también al deseo de escapar de algún peligro que creía inminente, fueron los principales. Los evangelistas no dejan lugar a duda en este punto 14. Tal es, asimismo, el juicio que se han formado de Judas los autores eclesiásticos más antiguos 15. Los siniestros planes del traidor tuvieron principios, según nos dice San Juan 16, en fecha muy lejana; pero su alma no llegó sino gradualmente a semejante exceso de infamia. Para infamar tal crimen, advierte San Lucas que antes que Judas se resolviese a ir a los príncipes de los sacerdotes, «entró en él Satanás». Expresión semejante emplea poco después San Juan: «Como el diablo hubiese puesto ya en el corazón de Judas que entregase» a su Maestro 17. Mas no se ha de deducir de ahí una posesión diabólica propiamente dicha; los evangelistas sólo quieren decir con términos enérgicos que en la acción de Judas había una malicia satánica, digna del príncipe de los demonios y desarrollada bajo su influencia.
Bien apuntó el traidor para salir adelante con su tenebroso designio, pues nadie tenía ni tanta autoridad ni tantas facilidades como los príncipes de los sacerdotes. San Marcos y San Lucas hacen notar que, oída la oferta de Judas, «se alegraron». ¿Cómo podían esperar semejante propuesta, y menos aún de uno de los discípulos íntimos de Jesús? ¡Cuando tan inquietos andaban, aun después de la reunión celebrada en casa de Caifás, sobre el éxito de su empresa, he aquí que uno de los habituales compañeros de Jesús, testigo de todos sus pasos, se ofrecía espontáneamente a entregárselo! Claro era, por tanto, que se habían formado exagerado concepto de la adhesión que le manifestaba el pueblo, y, por consiguiente, de las dificultades de su arresto. No; los apóstoles no se pondrían a la cabeza de los galileos o de otros cualesquier adeptos para proclamarlo Mesías-rey; y, caso de que lo hiciesen, hallarían viva resistencia, pues de cierto que Judas se apoyaba en un partido considerable. El Sanedrín tiene, pues, buena ocasión para conseguir sus fines. Cambiadas así las circunstancias, ¿a qué esperar que la fiesta haya pasado para detener a Jesús? Al contrario, se aprovechará la primera coyuntura propicia; Judas mismo sabrá bien indicarla. Por donde el plan, apenas trazado, se modificó totalmente y sin temer ya un movimiento popular que poco antes parecía peligroso por varias razones, pudieron echar mano de Jesús en plena fiesta.
Tras breve discusión, se concluyó la vergonzosa venta en estas condiciones: Judas, después de ponderar el conocimiento que tenía hasta de los menores movimientos de su Maestro, de los lugares a donde solía retirarse por la tarde, fuera de Jerusalén, para pasar la noche con prudente cautela, y de los nombres de sus principales amigos, se comprometió a entregarlo cuanto antes fuese posible, según deseaban, sin dar lugar a aglomeraciones de gente 18. Los sanedritas, por su parte, prometieron al traidor la suma de treinta siclos de plata, es decir, de 85,50 pesetas de nuestra moneda 19. No sabemos el momento preciso en que la depositaron en sus manos; debió de ser en la noche del Jueves al Viernes, inmediatamente después del arresto del Salvador en Getsemaní. La pequeñez de la suma –aunque valiese entonces diez, veinte veces más que hoy– hace resaltar aún más la gravedad del atentado. Cuando la codicia llega a dominar del todo a un alma sórdida, viene a contentarse con poco. Además, San Mateo nos dirá más adelante que si Dios permitió que ofreciesen a Judas precisamente treinta siclos como precio de su traición, fue para que se cumpliese un antiguo vaticinio 20. San Lucas hace notar aquí que los jefes de la milicia levítica encargados de la policía del Templo asistieron a este vergonzoso trato entre los sanedritas y el traidor. Era natural que se les consultase en el caso presente, pues mejor que nadie conocían cuál era el estado de los ánimos y las mayores o menores dificultades que podía ofrecer el arresta de Jesús 21.
Los tres sinópticos acaban su relato del pacto de Judas diciendo que desde aquel punto el traidor anduvo al acecho, espiando ocasión favorable para entregar a Jesús a sus peores enemigos.

II– Preparativos de la Cena Pascual; fecha en la que la celebró Jesús.

Ningún suceso, a lo que parece, refieren los evangelistas como acaecido en el Miércoles Santo, al menos según el sistema cronológico de que luego trataremos y que nos parece más probable. Todo induce a creer que Jesús permaneció aquel día en su retiro de Betania, orando y preparándose para padecer y morir, conversando también con sus apóstoles y amigos, de quien al día siguiente se había de separar. Como en este día no acaeció ningún incidente extraordinario, los escritores sagrados nos llevan directamente a las primeras horas del Jueves Santo. Después de los tres primeros días de la semana, en los cuales había ejercido tan asiduamente el ministerio de la predicación y sostenido tan rudos combates, e1 divino Maestro quiso recogerse, a fin de cobrar nuevas fuerzas para la terrible y sangrienta lucha que aún le quedaba que librar.
La preparación de la Cena pascual se refiere en los tres sinópticos 22. El Jueves, «primer día de los (panes) ácimos», en que los judíos inmolaban y comían el cordero pascual, como añaden San Marcos y San Lucas, los apóstoles llegáronse muy temprano a Jesús y le preguntaron: «¿En dónde quieres que dispongamos lo preciso para comer la Pascua?» No es de extrañar que los Doce se adelantaran, pues su Maestro les consentía esta respetuosa familiaridad; fuera de que no había tiempo que perder si todo había de estar presto por la tarde, cuando llegase la hora de celebrar la comida legal. Lo primero era menester una sala o cenáculo, cosa no fácil, á causa de la afluencia de peregrinos. El Salvador, previendo esta dificultad, dice a Pedro y a Juan, al hombre de acción y al hombre de corazón:

«Id a la ciudad, y he aquí que cuando entréis encontraréis un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidle a la casa en donde entrare, y decid al dueño de esta casa: El Maestro te dice: ¿Dónde está el aposento en donde podré comer la Pascua con mis discípulos? Y él os mostrará un cenáculo grande, amueblado; disponed allí lo que sea menester.»

Encargo era éste de confianza, por lo que Jesús se lo encomendó a sus dos discípulos más íntimos. «Comer la Pascua»: esta expresión, empleada primero por los apóstolos y luego por Nuestro Señor, era técnica entre los judíos para indicar la solemne comida con que se inauguraba la fiesta de la Pascua, y cuyo manjar principal era el cordero pascual, según ordenación divina, que se remontaba a la lejana época de la salida de Egipto 23. Otro manjar, no menos necesario, eran los panes «ácimos», es decir, sin levadura 24, de uso obligatorio durante todo el tiempo de las fiestas pascuales, desde la tarde del día 14 de nisán hasta la tarde del 21, que recordaban asimismo lo que ocurrió cuando Dios libertó a su pueblo del yugo de los egipcios 25. Aun en nuestros días los judíos cumplen rigurosamente esta prescripción. Renunciaron al cordero pascual, por no poder ya inmolarlo en el templo; pero nunca han dejado de practicar fiel y aun escrupulosamente lo que toca al pan ácimo. Desde la tarde del 13 de nisán, o, a más tardar, desde la mañana del 14, se busca con grandísimo cuidado en cada familia todo el pan fermentado que aún pueda quedar, y se queman aun las migajas más pequeñas 26.
Hase preguntado, naturalmente, por qué recurrió Jesús a modo tan misterioso para que sus dos mensajeros acertasen con la casa en que deseaba celebrar la cena pascual. No es dudosa la respuesta: obraba así Nuestro Señor para que Judas ignorase hasta última hora el lugar de la reunión. Si lo hubiera conocido de antemano, no habría dejado de avisar durante el día a los príncipes de los sacerdotes, que se hubieran dado prisa a aprovechar tan excelente ocasión de arrestar a Jesús de callada en la casa misma que aquella tarde le servía de retiro. Pero Cristo no quería ser turbado de sus enemigos antes que llegase «su hora» y, sobre todo, antes de la manda y amoroso legado de la Sagrada Eucaristía que quería hacer a su Iglesia. Gracias a esta precaución prudentísima, no conocerá el traidor hasta por la tarde, y cuando ya haya entrado en ella, la casa donde Jesús va a comer la Pascua con los suyos, y no podrá ejecutar sus negros designios sino al fin de la comida legal 27.
Hemos citado las instrucciones que el Salvador dio a sus dos enviados según los textos de San Marcos y de San Lucas; el de San Mateo ofrece en este lugar una variante notable, pues Jesús habría dicho: «Id a la ciudad a casa de cierto hombre 28, y decidle: El Maestro dice: Mi tiempo está cerca; en tu casa haré la Pascua con mis discípulos.» Todos convienen en admitir que Nuestro Señor no empleó la locución «a casa de cierto hombre», que nada significaría en aquellas circunstancias. Además, parece cierto que Jesús no pronunció ningún nombre propio, pues, según los otros dos sinópticos, dio a Pedro y a Juan una señal particular, que les permitiría llegar fácilmente a la casa de aquel que les daría el aposento para la celebración de la cena. Pero San Mateo, que suele abreviar la narración de los hechos, comprendió las instrucciones de Jesús en la forma «Id a casa de cierto hombre», con la que guarda muy bien el espíritu de las mismas, que era ocultar a Judas el lugar de la reunión.
Han sospechado algunos que entre Jesús y el propietario de la casa misteriosa había habido previo acuerdo y que este último, según las indicaciones de Jesús, había enviado de antemano al camino que habían de seguir Pedro y Juan un criado provisto de un ánfora. Pero es inverosímil tal suposición; el conjunto de los relatos inclina a creer que las concretas indicaciones del Salvador provenían directamente de su ciencia sobrenatural. Algo semejante hallamos ya cuando hablamos de la asna y del jumentillo del día de la entrada triunfal. Aquel a quien Jesús honraba convidándose a su casa para celebrar en ella la Pascua con sus discípulos no era probablemente un desconocido, sino antes bien algún discípulo y amigo de Jesús, como se infiere de estas palabras: «El Maestro dice», y más aún de aquellas otras: «Mi tiempo está próximo», que un extraño no hubiera podido entender. Significaban: voy a morir pronto, y contenían un grave motivo de conceder a Jesús el favor que solicitaba. Por lo demás, era de rigor que, con ocasión de las solemnidades pascuales, todos los habitantes de Jerusalén usasen de generosa hospitalidad con los peregrinos que acudían de todos los países. Tal hospitalidad era enteramente gratuita; pero una costumbre antigua pedía que, para resarcir al propietario del aposento, se le dejase la piel del cordero pascual 29. Era un proverbio entre los judíos que nadie había podido quejarse nunca de no haber hallado aposento en Jerusalén para comer la Pascua.
Salieron, pues, Pedro y Juan de Betania el Jueves Santo por la mañana y se fueron a Jerusalén. No les fue dificultoso hallar la casa, pues todo sucedió como Jesús lo había predicho. El criado portador del ánfora había ido, probablemente, en busca de agua a la fuente de Siloé, situada fuera de los muros, al Sudeste. Le encontraron los apóstoles en el momento en que entraba en la ciudad por una de las puertas situadas en aquel camino, los cuales no tuvieron que hacer sino seguirlo hasta llegar a la casa a que se refería Jesús. El dueño de la morada les hizo excelente acogida, y puso a disposición de ellos una hermosa sala, adornada con tapices y divanes, preparada ya para la comida, tal como Jesús la había descrito y digna de las grandes cosas que allí iban a suceder. Era una «habitación en el piso alto» 30, construida, por tanto, sobre la terraza de la casa; allí podría estar Jesús solo con los suyos en perfecta tranquilidad.
Se venera aún el cenáculo en la cumbre del monte Sión, fuera de Jerusalén, a unos 130 metros de una puerta que lleva el mismo nombre de la colina, en medio de un grupo de casas que los mahometanos llaman Nebi Daud, «el profeta David», porque creen que poseen allí la tumba de aquel gran rey. Es una sala amplia, que «forma un paralelogramo de 14 metros por 9, dividida, a lo largo, en dos naves. Los arcos ojivales de la bóveda y los capiteles de follaje saliente indican una época ya adelantada de la arquitectura gótica. Está iluminada por tres ventanas que miran al Mediodía». En efecto, su construcción data de mediados del siglo XIV. Pero una autorizada tradición que se remonta hasta principios del siglo II de nuestra Era abona la autenticidad del emplazamiento. Paces sitios serán tan queridos de los cristianos, pues el cenáculo en que celebró Jesús su última Pascua e instituyó el Sacramento de la Eucaristía es, sin duda, el mismo en que, cuatro días después, se apareció, ya resucitado, a sus apóstoles, y el mismo en que, después de la ascensión, se reunieron los discípulos, en número de 120, para prepararse a la venida del Espíritu Santo 31.
Más al intentar descubrir quién era el propietario del cenáculo, la certeza cede el puesto a las, conjeturas. Se han traído a cuento los nombres de Nicodemo y de José de Arimatea; pero sin más motivo que su elevada categoría social. También se ha relacionado, con alguna mayor, verosimilitud, el episodio actual con un pasaje dramático de los Hechos de los Apóstoles 32, donde leemos que, algunos años más adelante, San Pedro, al salir de la prisión en que le había encerrado Herodes Agripa I, fue a llamar a la puerta de una casa que pertenecía a María, madre de Juan-Marcos, el futuro evangelista, y donde - solían celebrar reuniones los cristianos de Jerusalén. ¿No estaría en esta misma casa el cenáculo donde Jesús quiso celebrar la Pascua? Cierto, la conjetura es interesante y goza de crédito entre graves teólogos y exegetas; más, con todo, no pasa de conjetura.
Pero volvamos ya a los dos mensajeros del Salvador. No bastaba dar con la casa en que se había de celebrar la Pascua y asegurarse de que el aposento puesto a disposición del Salvador contenía todo el mobiliario preciso; era menester, además, preparar los diversos alimentos que la Ley y la costumbre prescribían para este banquete, sagrado sobre todos. Ya mencionamos los matsct o panes ácimos. Son a manera de tortas de unos 25 centímetros de diámetro y de algunos milímetros tan sólo de espesor, de color blanquecino, con manchas obscuras de trecho en trecho, producidas por el fuego. La superficie está llena de pequeñas rugosidades hechas a punzón. Se preparan con harina simplemente diluida en agua y se les pone después al fuego en platos, hasta que se endurecen. Su gusto es necesariamente soso. Los dos apóstoles habían de proveerse también de hierbas amargas –lechugas, perejil, berros, rábanos silvestres, etc.–, de que se habla en la institución de la primera Pascua 33, y la salsa espesa y rojiza, llamada en hebreo haroset, compuesta de una mezcla de frutas secas –dátiles, almendras, higos, pasas–, machacadas y desleídas en un poco de vinagre. Estos dos manjares simbolizaban los padecimientos que antaño soportaron en Egipto los hebreos, y especialmente (y este era el sentido del haroset) los ladrillos que sus antepasados tuvieron que fabricar para sus tiranos, a costa de fatigas indecibles 34. Había que preparar además otros varios platos para completar la comida, así como también suficiente cantidad de vino y de agua.
Pero el manjar principal era, según queda dicho, un cordero, de un año, sin defecto alguno, que se inmolaba después de mediodía, conforme a un rito particular 35. Por excepción, y sin duda por no bastar para este trabajo los sacerdotes, podían inmolar por sí mismos los corderos los jefes de familia o sus delegados.
Se los dividía en tres, grupos, que se sucedían desde las tres hasta las cinco, en el patio de los sacerdotes, delante del santuario propiamente dicho, o naos, no lejos del altar de los holocaustos. A una señal de las trompetas sacerdotales, cada uno inmolaba su cordero. Los sacerdotes, colocados en dos filas, recogían la sangre de las víctimas en fuentes de oro o de plata, que iban pasando de mano en mano hasta llegar a los que estaban más próximos al altar. Las vaciaban éstos al pie del altar y las devolvían a los sacrificadores en la misma forma que las habían recibido. Luego se descuartizaban los corderos, cuidando de que, según estaba prescrito, no se quebrantase ningún hueso 36, y se sacaba la grasa para quemarla en el altar de los holocaustos. Acabados todos estos ritos y terminado el canto de los salmos, se envolvían los corderos en sus pieles y se les llevaba respetuosamente a las casas particulares. Con dos ramas de granado puestas en forma de cruz los mantenían en cierta posición determinada por la costumbre, y así se les introducía en el horno.
Tales fueron, pues, las diferentes ocupaciones de Pedro y Juan durante una gran parte del Jueves Santo. Mientras atienden a ellas con piadoso afán, estudiaremos, con la mayor brevedad posible, una de las cuestiones más complejas y controvertidas de la historia evangélica; pero de antemano advertimos que, pues nada apenas se ha adelantado en muchos siglos de discusión, no hay que esperar una solución enteramente satisfactoria. Se trata de fijar exactamente la fecha en que Nuestro Señor celebró la cena que de consuno refieren los cuatro evangelistas y, por tanto, la de su crucifixión. Lo que está en litigio no es el día de la semana, pues los biógrafos de Jesús están acordes en decir que la cena pascual se celebró el jueves por la tarde y que Nuestro Señor murió al día siguiente, viernes; la dificultad está en determinar el día del mes.
Si no tuviésemos otras noticias que las que nos dan los sinópticos no habría cuestión, pues claramente dicen que el Salvador celebró la cena pascual en el día y hora fijados por la Ley, es decir, en la tarde del día 14 de nisán, que era cuando oficialmente comenzaba la fiesta de Pascua. Lo declaran con términos categóricos. Dicen expresamente que «en el primer día de los panes ácimos», durante el día 14, día «en que los (judíos) comían la Pascua», «día en que era necesario comer la Pascua», los discípulos preguntaron al divino Maestro en qué sitio deseaba fuesen a «prepararle la Pascua» 37. Añaden que luego designó el Salvador dos apóstoles para que fuesen a «preparar la Pascua» 38 y que, «cuando llegó la tarde», se sentó a la mesa con los Doce para comer los manjares preparados 39. Difícilmente hubieran podido San Mateo, San Marcos y San Lucas emplear expresiones más claras y precisas para indicar la cena pascual. La locución «comer la Pascua», popular y técnica a la vez, bastaría por sí sola para quitar toda duda respecto de este punto. Verdad es que no hacen mención del cordero pascual; pero no era necesario, dado que nadie ignoraba que el cordero era el manjar indispensable de la cena del 14 de nisán.
Pero si pasamos al cuarto Evangelio, parece asimismo cierto que si solamente él nos hubiera referido los hechos de que tratamos, costaría trabajo creer que Jesús realmente «comió la Pascua» y celebró la cena pascual como los demás judíos la tarde del 14 de nisán. Nos habla, sí, de una comida de Nuestro Señor con sus apóstoles la víspera de su muerte; pero advierte que esto acaeció «antes de la fiesta de Pascua» 40. Después nos dice que los judíos que condujeron violentamente a Jesús a casa de Pilato para que éste ratificase la sentencia de muerte no entraron en el pretorio, por no contraer una mancha legal que les hubiera impedido «comer la Pascua» 41. Más adelante 42 da el nombre de «preparación de la Pascua» al día en que Jesús fue crucificado, lo cual parece dar a entender que aquel día no era el 15 de nisán, como dicen los sinópticos, sino el 14, y esto presupuesto, claro es que Nuestro Señor murió antes de celebrar la comida legal.
¿Cómo conciliar noticias tan divergentes? Para hallar un modo razonable y legítimo de hermanar en este punto los cuatro Evangelios, los exegetas creyentes han propuesto dos soluciones principales. Unos, fundándose en el Evangelio de San Juan, se esfuerzan en interpretar los sinópticos conforme a la narración de éste. Los cuatro evangelistas, dicen, están acordes en fijar la fecha de la última cena en el día 13 de nisán, y la de la crucifixión en el 14. Los otros, por el contrario, fundándose en los sinópticos, tratan de explicar las notas cronológicas del cuarto Evangelio en este punto por las de los tres primeros, que les parecen más claras, y que ofrecen más seguro punto de apoyo. Expondremos sumariamente las dos teorías. Ambas han hallado entre los sabios celosos defensores 43.
En suma, según los partidarios del primer sistema, Nuestro Señor anticipó la cena de Pascua, celebrándola el día 13 de nisán, por la tarde, porque sabía que moriría al día siguiente, o bien la cena de que hablan los sinópticos fue una simple comida de despedida, y no la cena legal.
Se han discurrido también otras soluciones en el mismo sentido. Por ejemplo, que los galileos solían celebrar la cena pascual el día 13 de nisán.
No podemos explicar los sinópticos por San Juan, ¿podremos explicar a San Juan por los sinópticos? Sin negar las dificultades del problema, creemos, siguiendo a muchos comentadores, que se puede responder afirmativamente. Notemos primeramente que hay un hecho certísimo: que la comida que San Juan refiere comenzando con la fórmula «antes de la fiesta de Pascua» no es diversa de la que San Mateo, San Marcos y San Lucas ponen en la tarde del 14 de nisán y durante la cual instituyó Jesús la Eucaristía. En la cena de los sinópticos, de igual modo que en la del cuarto Evangelio, oímos a Nuestro Señor denunciar la traición de Judas y luego predecir la negación de Simón-Pedro. Se trata, pues, de una sola y misma comida.
Quedan aún en el relato de San Juan las dificultades arriba señaladas. Examinémoslas una a una: 1.a La expresión «antes de la fiesta» no indica necesariamente una fecha anterior a la celebración de la Pascua. Ya en los comienzos 44 había como dos solemnidades pascuales diferentes: la del 14 de nisán por la tarde, en que se comía el cordero simbólico, y la de la gran octava, que era del 15 al 21. Las palabras «antes de las fiesta» muy bien pueden referirse al día del 15 de nisán, que era particularmente solemne 45, y entonces ya no hay dificultad en que la cena se celebrase el 14 de nisán. Es de notar que, según San Juan 46, durante esta misma comida, que comenzó «antes de la fiesta», los apóstoles se imaginaron que Jesús había enviado a Judas a hacer las compras «para la fiesta», Era, pues, entonces, como claramente lo dicen los sinópticos, la tarde del 14 de nisán. 2.ª La comida de Pascua, de que los judíos no quisieron verse privados si entraban en el pretorio, porque se contaminarían con el trato de los paganos, no es necesariamente la del cordero pascual, que, según los sinópticos, había tenido lugar la víspera. «Comer la Pascua» podía significar también la participación en diversos sacrificios cruentos que era costumbre ofrecer durante la octava pascual, y a los que se daba el nombre de haghigah. 3.a La palabra «preparación» «parasceve» solía emplearse entonces como nombre técnico del viernes, porque en tal día se preparaba todo lo necesario para el sábado, a fin de no violar el reposo sabático. En este sentido la vuelve a usar San Juan más adelante 47, y otro tanto hace San Mateo a propósito del 15 de nisán 48. Este nombre pasó a la literatura cristiana de los primeros siglos para denotar asimismo el viernes 49. Para San Juan, pues, la locución «preparación de la Pascua» equivalía a esta otra, que para nosotros es mucho más clara: el viernes de la octava de Pascua, con lo que una vez más coincide con los sinópticos en cuanto a la fecha de la muerte de Cristo y de la última cena.
Quédanos aún que responder a otra objeción de cierta importancia. Si Jesús murió el 15 de nisán, día primero y más solemne de la Pascua, ¿cómo explicar algunos actos que parecen inconciliables con la santidad y el reposo de tan solemne fiesta, y que eso no obstante, según los cuatro evangelistas, fueron ejecutados por los judíos? Así, por ejemplo, el Sanedrín celebra varias sesiones y pronuncia una sentencia capital contra Nuestro Señor, Jesús es detenido y llevado de tribunal en tribunal; José de Arimatea y Nicodemo dan sepultura al cuerpo del Salvador; las santas mujeres compran substancias aromáticas; los apóstoles creen que el mismo Jesús enviaba a Judas a la ciudad para hacer algunas compras.
Respondemos que la incompatibilidad entre estos actos y la solemnidad del 15 de nisán es menos real de lo que se supone. El descanso prescrito con ocasión de las fiestas era mucho menos riguroso que el del sábado. El Talmud 50 permitía que en tales fiestas se hiciesen las compras urgentes, a condición de que no se entregase el dinero a los vendedores sino después. La misma Ley mosaica 51 permite preparar los alimentos el 15 de nisán, lo cual estaba prohibido en día de sábado. En fin, estaba permitido en los días de fiesta juzgar asuntos criminales, con tal que los jueces no escribiesen entonces la sentencia. En cuanto a la sepultura del Salvador y de los ladrones crucificados con El, precisamente se apresuraron los preparativos a causa de la proximidad del sábado 52.
Considerando todo esto, parécenos que la clave de la solución de este problema, que se remonta hasta el siglo II, y que no pretendemos haber resuelto por entero, ha de buscarse en las narraciones de los sinópticos. Ya hemos visto que su lenguaje es de admirable precisión. Según ellos, la última cena del Salvador coincide con la cena legal, tal como la celebraban todos los judíos el 14 de nisán por la tarde. Admitimos, pues, que Jesús celebró la Pascua e instituyó la Sagrada Eucaristía el jueves día 14 del mes de nisán, por la tarde, y que fue crucificado al día siguiente, viernes, día 15 de nisán, que era el día más solemne de las fiestas pascuales.

III– Última Cena e institución de la Eucaristía.

El jueves, por la tarde, salió, pues, Jesús de Betania y tomó con sus apóstoles el camino de Jerusalén, de modo que llegó al cenáculo poco antes de la hora en que había de comenzar la comida legal. La ciudad entera estaba de fiesta. Las calles rebosaban de gentes que, alegres y afanosas, iban también hacia las casas donde habían de comer el cordero pascual. De aquella ciudad a quien tanto había amado y que constantemente había resistido a su llamamiento había de salir Nuestro Señor al día siguiente, cargado con un infame madero, para ir al Gólgota y ser allí crucificado. Pero antes, ¡cuán dulce y consolador misterio iba a celebrar en medio de sus discípulos más queridos e íntimos y cuán inapreciable memorial iba a dejar a su Iglesia! Acompañado, sin duda, de uno de sus dos enviados, que habría vuelto a juntarse con Él por la tarde, entró en el cenáculo, bien adornado e iluminado, que sus dos apóstoles le habían dispuesto.
Cuando las trompetas sacerdotales, con su estridente sonido, dieron la acostumbrada señal de que era la hora de comenzar la comida, Jesús y los apóstoles se pusieron a la mesa, es decir, como ya se explicó antes, se recostaron en los divanes colocados en semicírculo. No había, al parecer, más convidados que los miembros del colegio apostólico; al menos los evangelistas no mencionan más que a éstos ni antes, ni durante, ni después de la comida, y se concibe que el divino Maestro quisiera quedar solo en aquella ocasión solemne con los que tan eminentemente representaban a su Iglesia. ¿No iba a añadir una dignidad nueva, la del sacerdocio, a la otra con que tiempo antes los había honrado, y no iba a hacerles, en santa y dulcísima intimidad, particulares recomendaciones? 53.
Antiguamente, conforme a la Ley 54, los hebreos comían el cordero pascual estando de pie, ceñidos los lomos y báculo en mano, en actitud de viajeros. Pero esta prescripción, con otras muchas que se referían particularmente a la «Pascua egipcia», como dicen los rabinos 55 no tardó en caer en desuso. La Pascua llamada «perpetua» no tenía ya aquella sencillez y austeridad de los tiempos antiguos. Se habían introducido nuevas reglas, en particular la de celebrar la cena legal no ya de pie, como esclavos, sino como griegos y romanos celebraban sus banquetes 56. Quisiéramos conocer exactamente el orden en que se recostaron en los divanes Nuestro Señor y cada uno de los Doce; pero en este punto no podemos pasar de conjeturas más o menos verosímiles, según los usos grecorromanos. Con todo, adelante veremos cómo una particularidad de la narración de San Juan nos permitirá acaso precisar algunos pormenores con visos de probabilidad.
Suele admitirse que hacia el comienzo de la comida, y a propósito del sitio de cada uno en la mesa, fue cuando ocurrió entre los apóstoles cierta contienda de amor propio que sólo refiere San Lucas 57. Con razón parecerá doblemente inoportuna en aquel momento. Se preguntaban, no sin cierta envidia y acritud, quién era el mayor de ellos. No era la primera vez que se mostraban puntillosos en cuestión de honores, pues los escritores sagrados en varias ocasiones nos han referido, con ingenuo candor, escenas semejantes, pero que entonces parecían menos odiosas que ésta de ahora, con motivo de la última cena. El Salvador puso fin a esta triste contienda recordando a los Doce, una vez más, el ideal de la verdadera grandeza cristiana, de la que a la sazón se apartaban por modo tan extraño.

«Los reyes de las gentes se enseñorean de ellas y los que tienen poder sobre ellas son llamados bienhechores. Mas no sea así entre vosotros; antes, el que es mayor entre vosotros hágase como el menor, y el que gobierna, como quien sirve. Porque ¿cuál es mayor, el que está sentado a la mesa o el que sirve? ¿No es mayor el que está sentado a la mesa? Pues yo estoy entre vosotros como quien sirve.»

Al reprimir en otra ocasión la ambición de los hijos de Zebedeo, había establecido Jesús esta misma contraposición entre la humildad que deben practicar los cabezas de su Iglesia y el orgullo de los reyes paganos, que ejercían dura dominación sobre sus súbditos, a pesar de lo cual hacían que se les diesen títulos muy elogiosos, como «Evergetes» 58, «Padre de la patria», etc. La Iglesia cristiana tendrá su jerarquía, su aristocracia; pero una aristocracia de humilde y generosa abnegación. Para dar más fuerza a su recomendación cita Jesús un caso de diaria experiencia, tomando directamente de aquella misma situación: de dos hombres, el uno muellemente recostado en un diván, delante de una bien servida mesa, y el otro de pie, sirviendo al primero: ¿cuál es el superior? No era posible equivocarse. Pues, con todo, Nuestro Señor, desde que asoció a los apóstoles a su obra, siempre y en todas partes había procedido con ellos como si fuera su servidor. Les propone, pues, su propio ejemplo para que lo imiten.
Pero no queriendo dejarlos con la impresión de un reproche, acabó su breve alocución con un ternísimo elogio.

«Cuanto a vosotros, habéis permanecido conmigo en mis pruebas, y por esto yo os preparo el reino, como mi Padre me lo preparó a mí 59, para que comáis y bebáis a mi mesa en mi reino y os sentéis en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel.»

Era verdad. A pesar de todos sus defectos, los apóstoles habían sido para su Maestro amigos leales y fieles. Habían participado valerosamente en sus «tentaciones», es decir, en las numerosas pruebas, persecuciones y ultrajes que sus adversarios le habían hecho padecer en tantas formas, sin que les arredrase el desprecio y la hostilidad de sus compatriotas. ¡Con qué bondad tan delicada les promete Jesús, en testimonio de su reconocimiento, como herencia segurísima, dicha y gloria eternas en su reino celestial! 60. ¡Y es en vísperas de su muerte ignominiosa cuando les hace estas magníficas promesas y les distribuye tronos y coronas!
Probablemente a esta alocución del Salvador siguió la memorable y ternísima escena de lavar los pies a sus apóstoles. Les había prescrito el ejercicio de la humildad; les había dicho, entre otras cosas: «Estoy en medio de vosotros como quien sirve»; y ahora va a predicar con el ejemplo, poniendo Él mismo en obra su recomendación. Esta narración es una de las más ricas y hermosas joyas del cuarto Evangelio 61. Comienza el evangelista su relato con una frase amplia y solemne, llena de participios, que describen las circunstancias externas y los - sentimientos de Nuestro Señor. Pone de relieve la suprema dignidad del Salvador y el amor soberano que entonces manifestó a sus apóstoles. «Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo a su Padre, como hubiese amado a los suyos, que estaban en el mundo, los amó hasta el fin.» Este majestuoso comienzo pone ya en derredor de la frente del divino Maestro una aureola celestial. El conocimiento sobrenatural que Jesús tenía de que iba a morir le fue motivo de manifestar con más fuerza y ternura su amor a los predilectos de su corazón. Les había dado innumerables pruebas de este amor; pero, antes de separarse de ellos quiere dejarles un recuerdo de un orden enteramente nuevo. «Hasta el fin»: tal es la traducción literal de las dos palabras griegas empleadas por San Juan 62. Pero, según el sentir de los mejores helenistas, puede significar también «hasta el exceso», hasta el más alto grado. San Cirilo y San Juan Crisóstomo manifestaban ya su preferencia por este último sentido, que tan bien dice con la realidad. Luego el evangelista, recordando una circunstancia ya señalada por San Lucas 63, dice que el demonio «había puesto en el corazón a Judas el designio» de traicionar a su Maestro, con lo que pone de manifiesto la generosidad del corazón de Jesús, cuyo fervor no se había entibiado ni aun con aquella negra ingratitud. Luego prosigue la frase en estos términos: «Sabiendo Jesús que el Padre le había puesto todas las cosas en las manos y que de Dios había salido y a Dios tornaba, se levantó de la cena y se quitó sus vestiduras, y tomando un lienzo se lo ciñó. Luego echó agua en un lebrillo y comenzó a lavar los pies de sus discípulos y a enjugarlos con el lienzo de que estaba ceñido.»
He aquí el hecho extraordinario al que miraba el narrador. No podía introducirlo de modo más adecuado ni indicar mejor su causa, que era el ardiente amor de Jesús para con los suyos, ni encarecer con más eficacia su valor. Lo hace con expresivas contraposiciones, que pueden resumirse así: el Hijo de Dios, teniendo pleno conocimiento y persuasión de su divinidad, se abate hasta hacer con los humildes mortales oficios de esclavo. En el orden literario, que también merece nuestra atención, ¡qué diferencia entre este grandioso preámbulo y el breve relato, vivo, de frases cortas y dramáticas, en el que se nos muestra a Nuestro Señor haciendo los preparativos para el lavatorio de los pies! ¡Qué extrañeza, qué emoción no experimentarían los apóstoles al ver en aquella actitud a Jesús! ¿Qué iba a hacer el Maestro? Pronto lo supieron cuando Jesús, colocándose detrás de los divanes, se detuvo junto a Pedro y se dispuso a lavarle los pies. Todo, en efecto, induce a creer que a él se llegó en primer lugar el Salvador; así se entienden mejor sus protestas y su resistencia, que fueran menos explicables si Jesús, antes de llegar a él, hubiera ya lavado los pies a varios de los otros apóstoles.
Se entabló entre Pedro y su Maestro un breve diálogo, en el que se manifiestan la fe divina, la profunda humildad y también el alma ardiente del príncipe de los apóstoles. «¡Señor! –exclamó Pedro, con su viveza acostumbrada–. ¿Tú me lavas a mí los pies?» Palabras de espanto que equivalían a una negativa. Respondió Jesús a Pedro para tranquilizarle: «No sabes tú ahora lo que yo hago, mas lo sabrás después.» Que era como decirle: «Sosiégate y déjame obrar; pronto entenderás lo que esto significa, después que os lo explique a todos.» Mas Pedro, tenaz en resistir, replicó aún con mayor vehemencia: «No me lavarás los pies jamás» 65. Ahora Jesús emplea ya un tono severo y amenazador: «Si no te lavare los pies –dice al apóstol–, no tendrás parte conmigo.» Lo cual venía a decir: «Serás excluido de mi comunión y de mi amistad.» ¿Qué relaciones de intimidad podría haber en adelante entre un Maestro y un discípulo que se negaba a acatar sus órdenes? No se apartaría Jesús de Pedro únicamente porque éste no consintiese en dejarse lavar los pies, sino porque, según la interpretación auténtica que va a seguir, el acto simbólico del Salvador figuraba el espíritu de humildad y caridad que ha de reinar entre todos los cristianos, y el apóstol no podía oponerse a este principio sin romper con Jesús.
Más por nada del mundo hubiera consentido Pedro en semejante ruptura. Por lo que presto mudó de opinión, y, pasando de un extremo a otro, exclamó: «Señor, no solamente mis pies, mas también las manos y la cabeza.» ¡Como si de cada parte de su cuerpo que se dejase lavar hubiera de resultarle un nuevo grado de unión con su amado Maestro! «No –respondió Jesús–; el que está lavado no ha menester sino lavarse los pies, pues está todo limpio.» En Oriente es frecuente, a causa del calor, el uso de los baños; mas como las sandalias no preservan suficientemente los pies del polvo y del barro, de ahí que era preciso todavía lavar los pies a los apóstoles. Daba, pues, Nuestro Señor una lección a sus discípulos valiéndose de una expresiva imagen, a fin de mostrarles mejor cuánta era la santidad que pedía a los suyos, y más aún en orden a la recepción de la divina Eucaristía que iba a distribuirles de allí a unos instantes. Y en este sentido añadió: «Y vosotros también estáis limpios», es decir, «no tenéis que reprenderos de ninguna falta grave, por lo cual basta que os purifiquéis de las ligeras». Pero, pensando en Judas, hizo el Salvador una restricción dolorosa: «Vosotros también estáis limpios, mas no todos.» El pensamiento de tan odiosa traición llenaba su alma por lo que pronto volverá a hablar de lo mismo más largamente. Entretanto, al hablar de esta manera, hacía un llamamiento indirecto al traidor, que estaba presente, con el alma horriblemente manchada. ¿Qué sentimientos hubo de experimentar Judas cuando un Maestro tan bueno se dignó lavarle también a él los pies? Pero como estaba ya muy endurecido en el mal, permaneció insensible a la advertencia.
Cuando Jesús acabó aquel acto extraordinario de humildad y de bondad con cada uno de los Doce, se quitó el lienzo de que estaba ceñido, y, poniéndose de nuevo el amplio manto –se lo había quitado para que no le embarazase los movimientos–, volviendo a ocupar su puesto junto a la mesa, dio a los apóstoles la explicación que había prometido a Pedro.

«¿Sabéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor, y bien decís, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque os he dado ejemplo para que, como yo he hecho a vosotros, vosotros también lo hagáis. En verdad, en verdad os digo que el siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que Aquel que lo envió. Si sabéis estas cosas, seréis bienaventurados si las hiciereis.»

«Maestro, Señor» –en el lenguaje de entonces, Mar, Rabbi–, tales eran los nombres que los discípulos solían dar a los doctores de quienes recibían lecciones. Los apóstoles se servían también de ellos en sus relaciones con Jesús. Sacando una consecuencia práctica de ello, el Salvador insta a los suyos a imitar el ejemplo que acaba de darles. Mas claro es que no intentaba hacer del lavatorio de los pies una institución durable y un rito obligatorio 66; su acto era, ante todo, figura de la caridad fraterna que los cristianos han de ejercitar mutuamente. Por tercera vez le oímos el axioma: «No es el siervo más que su señor», y aún lo volverá a repetir un poco más adelante 67; pero cada vez lo acomoda a nuevas conclusiones.
Nuestro Señor, como quien está absorto aún por el recuerdo del traidor, añadió:

«No lo digo por todos vosotros; sé a quienes escogí; pero es menester que se cumpla la Escritura: El que come el pan conmigo, levantará contra mí su calcañal. Dígooslo desde ahora, antes que suceda, para que, cuando sucediere, creáis quién soy. En verdad, en verdad os digo que quien recibe al que yo enviare, a mí recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me envió.»

Ya vimos también esta última frase en los Evangelios sinóptico 68; mas aquí encierra particularísimo consuelo para los apóstoles que le permanecían fieles. El crimen de uno no quitará al resto del colegio apostólico ninguno de sus privilegios. En cuanto a Judas, Jesús no fue ni sorprendido ni engañado de los acontecimientos. Lo había elegido con entero conocimiento, pues sabía de antemano su traición. No obstante, lo había elegido para conformarse con los planes divinos, escritos desde hacía mucho tiempo en los Libros sagrados, y particularmente en el salmo XL 69, del cual cita Jesús el pasaje más saliente. David, autor de este poema, describiendo el indigno y cruel desamparo en que le dejó su íntimo amigo Aquitofel, cuando sobrevine el alzamiento de Absalón 70, pondera la negrura de esta traición con un contraste que establece entre su propio proceder, tan amante y tan generoso, y el del ingrato que, habiendo recibido de él toda suerte de favores, había «levantado su calcañal contra él » Imagen del odio brutal, tomada de las peligrosas coces de un caballo vicioso. Mas la traición de Judas, aunque predicha ya por antiguos vaticinios, fue todavía un acto plenamente libre y voluntario, y tanto más culpable cuanto aquella noche no le faltaron advertencias. Añade Jesús que al hacer tan triste declaración no pensaba sólo en el traidor, sino también en los demás apóstoles. Algunas horas después, cuando esta declaración se haya cumplido a la letra, hasta en la identidad de la ignominiosa muerte de Judas y de Aquitofel (ambos se ahorcaron), los discípulos, a pesar de los acontecimientos, no perderán su confianza en el Maestro, pero entenderán que tampoco había predicho en vano su próxima resurrección.
Hemos supuesto, con muchos intérpretes de los Evangelios, que el lavatorio de los pies sirvió de preámbulo a la cena legal. Otros prefieren colocarlo algo después, inmediatamente antes de la institución de la Eucaristía 71. Esta diversidad de opiniones es inevitable cuando es cuestión de refundir en un orden armónico los cuatro relatos evangélicos. Es de sentir, pues bien quisiéramos poder representarnos las últimas horas de Jesús en el mismo orden en que pasaron; pero estas discrepancias de los exegetas son, relativamente, de poca monta, y en nada perjudican a la historicidad de los hechos.
Según el orden que juzgamos preferible, pasemos ya a describir la cena pascual propiamente dicha. Ceremonia tan solemne era natural que tuviese sus ritos especiales, que dimanaban de una antigua tradición. Nuestro Señor, sin duda, se conformó a ellos. No los describen los evangelistas: San Mateo, porque los daba por conocidos de sus lectores judío-cristianos; San Marcos, San Lucas y San Juan, porque los juzgaban inútiles para los romanos, griegos y asiáticos, para quienes principalmente escribían. Los sinópticos van derechamente al hecho principal para los cristianos: la cena eucarística. No son conocidos aquellos ritos por antiguos documentos judíos; sino que, como se ampliaron después de la época de Jesucristo, es difícil indicar los que entonces se tenían por obligatorios. Los que vamos a mencionar parece que se consideraban como esenciales 72.
Los convidados no habían de ser menos de diez ni pasar de veinte. Comenzaban lavándose las manos Cuando todos se habían colocado en sus puestos respectivos, el padre de familia, o el que hacía sus veces, tomaba en sus manos una copa llena de vino –por lo común vino tinto–, ligeramente aguado, y la bendecía rezando una oración que comenzaba con estas palabras: «Bendito seas, Señor Dios nuestro, que has criado el fruto de la vid.» Luego, después de haber bebido él, dábala a los demás, cada uno de los cuales debía beber un sorbo. Se ponía después la mesa en medio de los divanes. El presidente bendecía las hierbas amargas, tomaba de ellas, las mojaba en la salsa llamada haraset y las comía. Otro tanto hacían los demás convidados. Sólo entonces se colocaba el cordero pascual sobre la mesa. Como estaba prescrito desde la época de la salida de Egipto, el padre de familia explicaba a la concurrencia la significación de la fiesta de Pascua y de sus ceremonias particulares. A continuación se rezaba la oración llamada Hallel, que se componía de los salmos 112 y 113 (113 y 114 del texto hebreo). Se llenaba entonces otra copa y circulaba como la primera. Esta segunda parte de la comida terminaba con la oración: «Bendito seas, Señor Dios nuestro, rey del universo, que nos has libertado y libertaste a nuestros padres del poder de Egipto.»
Para comenzar la tercera parte volvían los convidados a lavarse las manos. El presidente tomaba un pan ácimo, lo partía, comía una parte, añadiendo hierbas amargas y mojándolo todo en el haroset; luego distribuía el resto a los convidados. Se procedía entonces a la bendición del cordero pascual, que era despedazado con delicadeza y repartido entre los asistentes. Al mismo tiempo se servían también otros manjares; el ritual dejaba cierta libertad para esta parte de la comida; pero estaba ordenado que el cordero simbólico se comiese en último lugar y que ya no se comiese más después de él. Acababa la comida, bebían, en la misma forma que las veces anteriores, una tercera copa, que se llamaba «la copa de la bendición», porque la bendecían con una fórmula especial; se cantaba después la segunda parte del Hallel (los salmos 114-117, 115-118 en el texto hebreo), y se terminaba el festín, ordinariamente, con una cuarta copa. Mas si alguno de los convidados lo deseaba, podía añadir una quinta copa, con condición de rezar el «gran Hallel» (salmos 119-136; 120-137 en el hebreo), como conclusión general de la comida. Todas estas ceremonias prolongaban considerablemente la cena; pero estaba recomendado que los asistentes se retirasen antes de media noche.
Tales eran los principales ritos del banquete pascual. Las cuatro copas de que nadie podía dispensarse lo dividían en otros tantos actos de desigual duración, y con el cordero, los panes ácimos y el haroset formaban uno de sus elementos principales. ¿Celebró Jesús la cena legal completa, según la anterior descripción, antes de pasar a la cena eucarística? ¿O bien las reunió en santa y armoniosa mezcla, tomando de la antigua Pascua algunas de sus ceremonias y de sus fórmulas? Tampoco en este punto reina acuerdo entre los exegetas. El nombre de «copa de bendición» que, según hemos visto, se daba a la tercera copa ha ayudado no poco a ganar partidarios a la segunda opinión. Como San Pablo 73 da al cáliz eucarístico este mismo apelativo, han creído ver en esta coincidencia una prueba de que Jesús consagró precisamente la tercera copa y transubstanció en su sangre el vino contenido en ella. Pero la coincidencia parece ser sólo fortuita. Más de reparar es la importancia que se daba a la sucesión regular de los ritos tradicionales.
Seguramente Cristo tenía pleno derecho de modificarlos, y más que en esta circunstancia ejecutaba un acto que había de abrogarlos en un próximo porvenir; pero de algunas raras alusiones que encierran los Evangelios y del respeto que Jesús manifestaba en general a los sagrados ritos cuyo espíritu no había sido desfigurado aún por el fariseísmo, creemos que se puede concluir que hasta la cuarta copa, inclusive, y, por tanto, hasta el fin, la cena legal se celebró enteramente conforme a los ritos de costumbre. ¿No dice San Lucas que la copa eucarística fue consagrada por Jesús «después de cenar?» 74. Cierto que San Mateo y San Marcos, antes de referir la consagración del pan, dicen que tuvo lugar «mientras comían» 75 es decir, durante la comida; pero nada prueba esto en contra de lo dicho, pues lo que nosotros, para mayor claridad, llamamos cena legal y cena eucarística, no formó de hecho, en cuanto al tiempo, más que una sola comida. Como quiera que sea, no cabe dudar que Jesús, en la institución de la Eucaristía, usó de fórmulas y se sirvió de alimentos tomados de la Pascua hebrea.
Volvamos ya a los relatos evangélicos. Creemos que fue después del lavatorio de los pies, que a su vez sucedió a la cena legal, cuando el Salvador, dando libre expansión a su tristeza, predijo en lenguaje clarísimo la traición de que iba a ser víctima. Ya había aludido al caso por dos veces, aunque con palabras veladas, en el breve discurso pronunciado después del lavatorio de los pies. Bajo la impresión de la angustia y amargura que llenaban su corazón, vuelve a insistir ahora sobre lo mismo. Los cuatro evangelistas describen de consuno esta escena dolorosa; pero en particular San Juan nos da noticias verdaderamente dramáticas. Como junto a la tumba de su amigo Lázaro, así aquí Jesús «se turbó en el espíritu» a la vista de aquella ingratitud sin nombre, y, continúa San Juan, «dio testimonio diciendo: En verdad, en verdad os digo que uno de vosotros me entregará». Para indicar más vigorosamente la certeza de esta predicción, Nuestro Señor la dijo con su acostumbrada fórmula de juramento.
Los apóstoles nada habían replicado a las dos alusiones precedentes, que, sin duda, por ser vagos e indirectos los términos empleados por el Salvador, no habían entendido bien. Mas ahora Jesús hablaba clarísimamente: uno de los Doce iba a cometer el crimen de traición. Semejante anuncio cayó en medio de ellos como repentino rayo. Se miraban unos a otros turbados, consternados, como preguntándose a quién aludía Jesús. Al principio, ni aun hallaron palabras con que expresar sus sentimientos: ¡tanto fue su espanto! Pero luego, cobrando ánimo, todos a la vez preguntan ansiosos a su Maestro: «¿Por ventura soy yo, Señor?» Cada uno de ellos había preguntando rápidamente a su conciencia, y ninguno, excepto Judas, se juzgaba capaz de semejante crimen. Mas sabiendo por experiencia que la palabra de Jesús era infalible, a pesar de su resolución de permanecerle fieles, desconfiaban de su fragilidad: humilde desconfianza de sí mismos que en tales circunstancias es conmovedora.
La respuesta de Nuestro Señor fue pura y simple confirmación de la terrible profecía: «El que mete conmigo la mano en el plato, ese es el que me entregará.» Al hablar así aludía Jesús a la costumbre oriental de que cada convidado tome directamente con mano, del plato común, valiéndose de un trozo de pan, la carne, las legumbres y la salsa. No señalaba, pues, aún claramente a Judas, como han opinado algunos, que tomando estas palabras a la letra, han creído que en aquel momento extendía el traidor la mano hacia el plato al mismo tiempo que su Maestro. Si así hubiera sido, hubieran entendido claramente todos los apóstoles de quién hablaba Jesús, siendo así que realmente (y el resto de la narración no deja lugar a duda en este punto) el Salvador sólo comunicó su secreto, algo después, al discípulo amado. La locución, pues, tenía un sentido general; apenas se diferenciaba del vaticinio citado por Nuestro Señor al fin de su última instrucción; pero declaraba bien la monstruosidad de la traición que le iba a hacer un amigo, un discípulo privilegiado, uno de los Doce.
Para encarecer aún más el crimen del traidor, hizo Jesús esta declaración, majestuosa y. amenazadora a la par: «Por lo que hace al Hijo del hombre, se va, como está escrito de Él; pero ¡ay de aquel hombre por quien será entregado el Hijo del hombre!; más le valiera no haber nacido.» La antítesis entre el apóstol criminal y el Hijo del hombre es por extremo elocuente. Jesús «se va», es decir, según la ordinaria significación de este verbo en la literatura evangélica 76, sigue con plenitud de libertad el camino que le conduce a la muerte. Pero ese camino era, además, para Él el camino de la obediencia, pues de antemano había sido trazado por las antiguas profecías, de las cuales ni una sola palabra quería dejar sin cumplir 77. ¡Qué fin tan diferente le espera al traidor si no se aprovecha de estas últimas misericordias y, a la par, enérgicas advertencias de Jesús! Ese Vae homini illi…, aunque se puede considerar más como un gemido arrancado por la compasión que como maldición propiamente dicha 78, es, con todo, una terrible sentencia, a propósito de la cual escribía Bossuet 79: «Más le valiera a este hombre no haber nacido, ya que vive para su propio suplicio, y su ser de nada le servirá, sino para hacer eterna su miseria.» Judas, quizá conmovido al oír aquellas palabras, que contenían una sentencia de condenación, o más probablemente temiendo que su mismo silencio le descubriera, preguntó también con fría imprudencia: «¿Soy yo, por ventura, Señor?» Jesús le respondió en voz baja, de modo que nadie sino Judas lo oyese –lo que parece indicar que estaban colocados a muy corta distancia uno de otro–: «Tú lo has dicho.»
Entonces ocurrió un breve incidente, que el autor del cuarto Evangelio nos ha conservado con toda su vida y frescura 80. Para entender bien esta íntima y rápida escena, será bien recordar que en cada uno de los divanes en los que se colocaban, recostados, los convidados, solían caber tres personas, de las cuales la más digna se ponía en el medio. Del contexto del relato parece inferirse que Jesús, Pedro y Juan estaban en el mismo sofá; Nuestro Señor ocupaba el sitio de honor, y tenía delante al discípulo amado, y detrás, a Pedro 81.
El príncipe de los apóstoles, de genio vivo siempre, y deseoso de conocer lo antes posible el nombre del traidor, enderezándose un poco, hizo una seña a Juan, y, cuando éste le miró, le dijo unas palabras en voz baja. Como quiera que fuese y cualquiera que fuese el sitio que ocupase, la narración nos indica que los dos discípulos no estaban muy separados uno de otro. Verdaderamente Simón-Pedro se nos presenta aquí tal como ya lo conocemos por las páginas anteriores de la historia evangélica. Ardiente, impresionable, amante apasionado de su Maestro, no podía soportar la cruel incertidumbre que le inquietaba desde que oyó el anuncio de la traición de uno de los Doce. Quizá esperaba salvar a Jesús y que lo conseguiría más fácilmente si conocía al apóstol infiel. Preguntó, pues, al discípulo amado: «¿De quién habla el Maestro?» Juan, volviéndose e inclinándose sobre el pecho del Salvador 82, le dijo: «Señor, ¿quién es?» Jesús, que no tenía secretos para su apóstol predilecto, le respondió quedo: «Aquel es a quien yo diere un pedazo mojado (en la salsa).» ¿De qué era este pedazo? El significado de la palabra griega empleada por el evangelista 83 es algún tanto Obscuro; pero probable es que, como traduce la Vulgata, se trataba del pan. Tal es la opinión general de los intérpretes. Jesús partió, pues, un trozo de pan ácimo, lo mojó en el haroset y se lo dio a Judas. Este acto era de suyo serial de agasajo y de amistad. Aun en nuestros días, en el Oriente bíblico, cuando un huésped quiere dar a uno de los convidados muestra particular de respeto o de afecto, coge en un trocito de pan algunos residuos del plato y se lo ofrece. También el Talmud dice que esto mismo solía hacer el padre de familia al final del convite pascual.
Cuando Judas hubo comido aquel trozo, continúa el narrador, «entró en él Satanás», tomando así posesión más completa de aquel gran criminal. San Lucas 84 nos indicó ya una primera fase, un primer grado de esta toma de posesión, en el preciso instante en que el traidor iba a hacer a los príncipes de los sacerdotes su infame propuesta; ahora nos describe San Juan la fase última y definitiva. De aquí en adelante, Judas obrará como dócil, aunque voluntario, instrumento de Satanás.
Le dijo entonces Jesús: «Lo que haces, hazlo presto», con las cuales palabras, pronunciadas ya en alta voz, le manifestaba que todo lo conocía. Al tiempo que le despedía para que fuese a cumplir su cínico proyecto, si aún le quedaba el triste valor de ejecutarlo, le ofrecía aún una postrera gracia. Ninguno de los otros apóstoles entendió por qué motivo usaba Nuestro Señor de aquel lenguaje con Judas; ignoraban aún las pérfidas maniobras del traidor. Dos suposiciones, ambas muy alejadas de la verdad, se presentaron al espíritu de algunos de ellos. Como Judas era el mayordomo de la pequeña comunidad, pensaron que su Maestro le había encargado que comprase lo necesario para la fiesta del día siguiente y que diese algunas limosnas a los pobres, según costumbre de los judíos con ocasión de las grandes solemnidades religiosas 85. Ninguno de los discípulos fieles esperaba que tan pronto cumplimiento había de tener la profecía de Jesús relativa a la traición que uno de los suyos le había de hacer.
Judas, tomando el trozo de pan que Jesús le ofreció, salió presuroso de la sala. El evangelista, recordando, cuando escribió su Evangelio, el horrible crimen de aquella noche, concluye su narración con esta sencilla frase de «trágica brevedad», como alguien ha dicho, y que causa en el ánimo profunda y lúgubre impresión: «Era de noche.» Convenían las tinieblas para la obra siniestra y repugnante que iba a ejecutar el traidor. Era de noche sobre todo en su alma. No es menester larga indagación para saber hacia dónde se encaminó Judas al dejar el cenáculo. Fuese sin tardanza a buscar a los príncipes de los sacerdotes para anunciarles que era ya llegada la ocasión favorable e impacientemente deseada de todos ellos, y que no tenían sino ordenar se procediese a la detención de Jesús; él, Judas, tomaba de su cargo el entregársela «sin tumultos», como habían convenido.
Más de un lector se preguntará aquí: ¿No asistió, pues, el traidor a la institución de la Eucaristía? Tal es, en efecto, la opinión de muchos comentadores contemporáneos. Sin que la demos por absolutamente cierta, es, cuando menos, muy verosímil. Por otra parte, dista mucho de ser reciente. Aunque, hasta los tiempos modernos, la opinión contraria ha tenido mayor número de sufragios, la opinión que excluye a Judas de la mesa eucarística asciende a muy remota antigüedad. Taciano, en el siglo II; Amonio, en el III; Santiago de Nisibe, San Hilario y San Efrén en el IV, fueron ya partidarios de ella. Más adelante fue sostenida por Ruperto de Deutz, Pedro Comestor, el Papa Inocencio III y otros exegetas y teólogos de nota 86.
La partida del traidor fue un alivio para el alma del Salvador. Recobrada su perfecta calma, y sabiendo que ya no le rodeaban sino amigos fieles, pronunció estas amorosas palabras: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de que padezca» 87, en las que se advierte una mezcla de alegría y de tristeza: de alegría, pues se le hacía como que tardaba en ser, según se expresa Bossuet, «el Cordero inmolado por nosotros, la Víctima de nuestra liberación», y en darse a nosotros en la suavísima forma de la Eucaristía; y también de tristeza, pues iba a separarse, al menos de un modo exterior y visible, de las apóstoles, a quienes tanto amaba. Y para explicar en parte su pensamiento, añadió: «Pues dígoos que no comeré más de ella hasta que sea cumplida en el reino de Dios.» El cordero pascual que, por última vez, había comido momentos antes era un símbolo; en el reino de Dios ya consumado, es decir, en el cielo, este símbolo quedará realizado completamente. Estas palabras se referían, pues, a la Pascua eterna de los cielos, donde no habrá ya sombras, siempre imperfectas, sino magnífica realidad.
Los sinópticos, referido sumariamente el banquete legal, nos dan más cabal noticia de la cena eucarística. Sus narraciones, aunque breves, son clarísimas. Dejando a un lado, según su costumbre, las circunstancias accesorias, van directamente a los hechos, que saben describir conservándoles el doble carácter de sencillez y grandeza que les dio Nuestro Señor. Notemos también un felicísimo y providencial caso, cuyo alcance entenderemos luego: San Juan, que había referido largamente la promesa de la Eucaristía, de la que sus predecesores no habían hablado, creyó poder dispensarse de contarnos el cumplimiento de aquella promesa; pero he aquí que va a reemplazarle San Pablo, cuyo relato de la institución viene a completar los de los tres primeros evangelistas. En su primera epístola a los Corintios 88, después de haber dicho que el Salvador mismo le había revelado el misterio del cenáculo, hace de él una descripción que se aproxima mucho a la de San Lucas, su discípulo, pues éste, naturalmente, había utilizado la narración de su venerado maestro. Tenemos así, para la institución de la Eucaristía, dos grupos de narraciones: San Mateo y San Marcos, que guardan entre sí gran semejanza, forman el primer grupo, y San Pablo y San Lucas, el segundo. Notemos, por fin, que Jesús inauguró su vida pública recibiendo el bautismo de Juan Bautista, que era preludio del bautismo cristiano, y que, estando a punto de acabarla, nos da la Eucaristía, feliz asociación de los dos Sacramentos más ricos y benéficos.
La fórmula «cuando estaban comiendo» introduce en los dos primeros Evangelios una nueva fase de la última cena. Aquí, dice San Jerónimo, «se pasa al verdadero Sacramento de la Pascua». Tomando Jesús de sobre la mesa un pan ácimo, lo bendijo con la oración acostumbrada, y luego lo partió para que cada uno de los Once tuviese su partecilla. Este rito, imitado por los apóstoles y sus sucesores, dio a los misterios eucarísticos el nombre de «fracción del pan» en la primitiva Iglesia 89. De igual modo había procedido el Salvador en las dos multiplicaciones milagrosas de los panes, levantando primero los ojos al cielo, como debió de hacerlo también en el cenáculo. Antes de distribuir el pan a sus discípulos, les dijo: «Tomad y comed», y en seguida pronunció esta frase sacramental: «Este es mi cuerpo, que es dado por vosotros» 90.
Para que el banquete del divino amor fuese completo era menester una bebida apropiada. La copa que había circulado ya varias veces durante la cena legal va a traer a los apóstoles un licor divino. No tenía la forma de nuestros cálices actuales. Era, según los datos arqueológicos, un cubilete de poca profundidad, de boca muy ancha, provisto de un pie muy bajo y con dos asas pequeñas, imitación de los modelos griegos y romanos según costumbre judía de aquellos tiempos. En esta misma copa vertió Jesús vino tinto, que siempre ha sido en Palestina el más común, y también un poco de agua, según la tradición. El ritual judío prescribía expresamente que así se hiciera en las copas de la cena legal. Después de estos breves preparativos, el Salvador pronunció sobre la copa, como antes lo había hecho sobre el pan, la fórmula usual de bendición. La levantó en seguida un poco y la consagró diciendo: «Bebed de esto todos. Porque ésta es mi sangre del Nuevo Testamento, que será derramada por muchos para la remisión de los pecados» 91, Entonces la copa fue pasando de mano en mano entre los Once, «y bebieron de ella todos», añade San Marcos.
De este modo, tan sencillo y admirable, el Señor, cumpliendo la amorosísima promesa que meses antes había hecho a los apóstoles de darles su carne en alimento y su sangre en bebida, instituyó el Sacramento del Altar. Ante don tan noble y generoso, quizá fuera lo mejor callarnos y adorar, según frase de Fenelón; nos contentaremos con exponer la significación y alcance de las palabras que Jesucristo empleó para consagrar el pan y el vino. Hemos citado en nota las variantes de las cuatro redacciones auténticas; el lector ha podido comprobar por sí mismo que son ligeras y no afectan al sentido. Unas fórmulas son más breves, otras más completas: sólo en esto difieren. No olvidemos que Jesús se expresó en arameo y que las fórmulas eucarísticas, como, en general, todas las sentencias de Jesús, sólo nos han sido conservadas en una traducción griega. Esto basta para explicar las leves variantes que hemos indicado. Pero no es posible determinar con certeza cuáles de las ocho fórmulas son las que ofrecen mayores seguridades de referir las palabras precisas que pronunció Jesucristo. En el fondo todas son exactas y nos dan el verdadero pensamiento del Salvador. Parecidas diferencias se notan en las liturgias antiguas, que en vez de adoptar una u otra de las fórmulas bíblicas, así para la consagración del pan como para la del vino, las combinan entre sí de distintas maneras, sin quitarle nada, pero alargándolas algo.
Estudiémoslas brevemente para precisar bien su significado. Los labios del Hombre-Dios profirieron pocas palabras más importantes que éstas, pues sirvieron para instituir a la par el Sacramento de la Eucaristía, el sacrificio de la nueva alianza y el sacerdocio cristiano. La fórmula con que Jesús consagró el pan nos ha sido transmitida idénticamente por los cuatro documentos en su parte principal. «Este es mi cuerpo.» Este lenguaje es de una claridad perfecta. El pronombre demostrativo «éste», que está en el texto griego y en nuestra versión latina en género neutro, significa de un modo general lo que Nuestro Señor tenía entonces en sus manos, y que se disponía a distribuir a los apóstoles. En frases de esta índole el idioma arameo no empleaba verbo. «Este, mi cuerpo», decía enérgicamente, o aún con más fuerza, añadiendo un segundo pronombre: «Este, él, mi cuerpo.» Como el genio de las lenguas indoeuropeas pide el verbo, fue menester incluirlo, pero sin modificar sensiblemente la locución empleada por Cristo; mas por eso mismo es más evidente que la proposición «Este es mi cuerpo» –y lo mismo se ha de decir de la otra: «Esta es mi sangre»– no pueden significar: «Esto figura mi cuerpo, simboliza mi sangre», como tantas veces se ha pretendido, siguiendo a Zwinglio. Una sola interpretación es gramatical y lógicamente posible: Esto que veis, esto que voy a claros para que lo comáis, es realmente mi cuerpo, a pesar de las apariencias. ¿No era su carne, su propia carne, oculta, es verdad, debajo de las especies del pan, la que Jesús había prometido a sus discípulos como un alimento celestial muy superior al maná? Y cuando muchos de sus oyentes se escandalizaron, porque suponían que quería que comiesen sus miembros cortados en trozos y ensangrentados, no se retractó, porque si los hombres se engañaban groseramente en cuanto al modo de la alimentación propuesta, interpretaban bien, en el fondo, la intención del Salvador. Así, pues, en las fórmulas «Este es mi cuerpo», «Esta es mi sangre», el sujeto y el atributo tienen entre sí relaciones de absoluta identidad. Mientras Jesús pronunciaba estas frases tan sencillas, se obraba un cambio de substancia, en virtud de su voluntad omnipotente: el pan se convertía en su carne y el vino en su sangre.
Esta interpretación no sufre la menor duda. «Esta es la que entendieron los apóstoles; ésta es la que, por su predicación se extendió en la Iglesia primitiva; ésta, la que expone San Pablo, no sólo cuando describe lo que él llama «la comida del Señor», es decir, la institución misma del Sacramento, sino más claramente aún cuando añade: «Quienquiera que coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del cuerpo y de la sangre del Señor» 92; ésta es también la de los Padres del siglo II, y en particular del autor de la Didaké, de San Ignacio de Antioquía, de San Justino, de San Ireneo, de Tertuliano y de todos sus sucesores. Podemos, pues, aun antes de acabar esta explicación de las fórmulas de la consagración, decir con Bossuet: « ¡Qué sencillez, qué claridad, qué fuerza en estas palabras! Si Jesús hubiera querido dar una señal, una pura semejanza, habría sabido decirlo... Cuando propuso semejanzas, supo muy bien dar a su lenguaje el giro necesario para que nadie dudase jamás de ello: Yo soy la puerta... Yo soy la vid... Cuando hace comparaciones o símiles; los evangelistas saben, decir muy bien: Jesús dijo esta parábola o hizo esta comparación. Aquí, sin preparar nada, sin atenuar nada, sin explicar nada ni antes ni después, nos dicen a secas: Jesús dijo: Este es mi cuerpo. Esta es mi sangre; mi cuerpo dado, mi sangre derramada: he ahí lo que os doy... Una vez más, ¡qué claridad, qué precisión, qué fuerza! Pero a la vez qué autoridad y qué poder en estas palabras... Este es mi cuerpo, y es su cuerpo. Esta es mi sangre, y es su sangre. ¿Quién puede hablar de esta manera sino quien todo lo tiene en su mano? Alma mía, párate aquí, sin platicar más, pero con la misma sencillez, con la misma energía con que tu Salvador ha hablado, con todo el acatamiento debido a la autoridad y poder que ha manifestado... Yo enmudezco, yo creo, yo adoro.» 93.
Hemos dicho que Jesús tomó de la cena legal que acababa de celebrar varios de los ritos de la cena eucarística. Así, pues, bendijo, partió y distribuyó el pan consagrado, del mismo modo que había bendecido, partido y distribuido los panes ácimos. Más aún: al partir el cordero había dicho, conforme al ritual de la fiesta: «Este es el cuerpo del cordero pascual.» Y del mismo modo a propósito del cáliz consagrado. Calcando así en alguna manera, la cena nueva sobre la antigua, quería Nuestra Señor indicar la relación que había entre la figura y la realidad. Pero vese también que si la antigua fórmula con que se presentaba el cordero pascual a los convidados denotaba un verdadero cuerpo, en carne y hueso, la fórmula nueva no podía significar tampoco más que un cuerpo verdadero, el cuerpo de Cristo y por ningún caso un simple símbolo.
Ya hemos visto que a las palabras «Este es mi cuerpo», San Lucas y San Pablo añaden: «Que es dado por vosotros», y que San Lucas completa asimismo las otras palabras: Mi sangre, «que será derramada por vosotros». Estas palabras tienen aquí altísimo valor, pues nos revelan una eficacia especial de la acción de Jesucristo. Entendía Jesús que su acción era un sacrificio propiamente dicho, una inmolación mística de todo su ser humano, que antecedía en algunas horas a su inmolación cruenta del día siguiente, y que ofrecía a su Padre, «por la salvación de muchos, por la remisión de los pecados», pues tal era el fin principal de su pasión y de su muerte.
Su sangre divina, derramada por nosotros hasta la última gota, producirá aún otro precioso efecto. El mismo lo indica al presentarla como «la sangre de la nueva alianza». La alianza del Sinaí, pactada entre Jehová y los hebreos, había sido celebrada y sellada con la sangre de muchas víctimas 94. Moisés, rociando al pueblo con aquella sangre, había exclamado: «Esta es la sangre de la alianza que Dios ha pactado con vosotros.» Jesús quiere igualmente inaugurar y sellar con sangre, pero con la suya propia, la nueva alianza, predicha mucho tiempo antes por Jeremías 95, y cuyo glorioso medianero es el Mesías.
Y no hemos enumerado aún todas las riquezas que Jesús nos legó en la última cena. En dos ocasiones, según la narración de San Pablo 96, es decir, inmediatamente después de la consagración del pan y después de la del vino, pronunció Jesús estas otras palabras: «Haced esto en memoria mía», con las cuales la Eucaristía queda convertida en institución permanente. La Pascua judía, renovándose todos los años, era al pueblo israelita perpetuo recuerdo de la alianza del Sinaí.
Tampoco quiso el Salvador que la Pascua cristiana fuese un episodio transitorio: de ahí que, al mismo tiempo que el Sacramento de la Eucaristía, instituyó el del Orden, dando a sus apóstoles, y en ellos a todos sus sucesores en el sacerdocio, el poder de convertir el pan y el vino en su cuerpo y su sangre, como lo acababa de hacer Él mismo. Así su Iglesia tendrá siempre un precioso y vivísimo memorial de la pasión de la muerte y del amor de Jesucristo. La Eucaristía, renovada cada día en los altares cristianos del mundo entero, conmemorará al modo del cordero pascual una liberación, pero una liberación superior, universal, obrada en la cruz por Nuestro Señor Jesucristo. No hay verdadera religión sin sacrificio y, por lo mismo, sin sacerdocio. Jesús, en su inmolación del día siguiente, será nuestra víctima cruenta; pero esta víctima, de precio infinito, será Él mismo quien la ofrezca, a título de soberano sacerdote de la nueva alianza. Más ni aun esto bastó a su generosa bondad, sino que resolvió quedarse exterior y corporalmente en medio de nosotros, aunque debajo de humildísimas apariencias, y sacrificarse sin interrupción por nosotros a su divino Padre como víctima incruenta. Por esto creó sacerdotes, cuyo principal ministerio consiste en renovar perennemente el sacrificio del Calvario en la forma que Él mismo lo había hecho en el cenáculo, es decir, debajo de las especies de pan y de vino.
Los apóstoles entendieron bien que tal era realmente el sentido de las palabras «Haced esto en memoria mía», sobre que es muy probable que recibieron acerca de este punto instrucciones más completas del Salvador resucitado. Ello es que, inmediatamente después de Pentecostés 97, los vemos celebrar en las asambleas de los fieles los ritos eucarísticos, a los que entonces se daba el significativo nombre de «fracción del pan», porque antes de consagrar el pan lo partían en trozos, como lo había hecho el mismo Jesús. Testigo segurísimo de esta práctica es el apóstol San Pablo, que la menciona en sus epístolas 98; ya vimos su testimonio confirmado por los escritores eclesiásticos más antiguos. Los monumentos cristianos de los primeros siglos son también muy instructivos en este punto 99. En efecto, la frase «Haced esto en memoria mía» contiene un verdadero mandato, y no puede recibir más que esta interpretación: Vosotros, a vuestra vez, tomad pan y vino; consagradlo usando las fórmulas que acabáis de oír; en vuestras manos, como ahora en las mías, estas substancias se convertirán en mi carne y en mi sangre, de que os alimentaréis para vivir mi propia vida. Y este poder no es limitado: «Haced esto» mañana, siempre, en todos los lugares, y yo obedeceré a vuestra voz omnipotente.
Quédanos aún que explicar otra frase de Nuestro Señor a propósito de la Eucaristía. Mientras hacía circular el cáliz con su contenido divino, dijo a los Once. «Bebed de él todos»; y San Marcos se cuida de advertir que, obedeciendo al mandato de Jesús, «bebieron todos de él». Ya dijimos que nos parece probable que la copa que Jesucristo consagró fuese la tercera de la cena legal, llamada «copa de bendición». Creemos, con otros muchos comentadores, que las palabras «Bebed todos de él» nos dan la clave de una interpretación más sólida. Según el ritual pascual de los judíos, al fin del banquete, a petición de algunos convidados, se podía servir una quinta copa de vino, que no era, como las cuatro primeras, obligatoria. Si esta quinta copa fue la que Jesús consagró, se entiende mejor la insistencia con que dice a los apóstoles: «Bebed todos de él», pues quería que ninguno de ellos se dispensase de gustar de este cáliz lleno de su sangre. Tal fue, a lo que nos parece, la verdadera copa eucarística.
Holgáramos de conocer todos los pormenores de esta solemne y última noche del Salvador. De ahí que algunos se han preguntado si Él mismo tomó su parte del pan y vino consagrado. Como en todas las cuestiones de este género, en que no se tiene por guía para formar juicio más que razones de conveniencia, se han propuesto contradictorias opiniones. San Juan Crisóstomo 100, San Jerónimo 101, San Agustín 102, Santo Tomás de Aquino 103, etc., responden afirmativamente a esta cuestión; en cambio, otros muchos se inclinan a la respuesta negativa, pues creen que la comunión requiere, cuando menos, dos seres distintos. Más aún: cuando Jesús dio a sus apóstoles el cáliz consagrado, pronunció estas otras palabras, citadas por los tres sinópticos: «Porque dígoos que de hoy más no beberé del fruto de la vid hasta el día en que le beba de nuevo con vosotros en el reino de mi Padre». Con este lenguaje, casi calcado en el que los judíos usaban para bendecir las copas pascuales, ¿no se excusaba en cierto modo el divino Maestro de beber del cáliz eucarístico? Sea como fuere, no puede desconocerse la solemne grandeza de estas palabras. Con ellas anuncia Jesús una vez más que su muerte estaba muy próxima, pues vienen a decir que aquella comida era la última en que participaría aquí abajo. Por otra parte, al trasladar Jesús a sus apóstoles a la época, lejana, es verdad, en que se reunirán con él de nuevo en la otra vida y participarán todos juntos de las delicias del cielo, que una vez más compara a un alegre festín, predice su glorioso triunfo. Y de esta manera, a su «adiós» de despedida añade un «hasta la vista» lleno de dulcísimas esperanzas.
Si la institución de la Eucaristía tuvo lugar en el orden que hemos indicado, el himno de acción de gracias que mencionan San Mateo y San Marcos fue el gran Hallel, conforme a las reglas tradicionales. Luego entre el Maestro y los discípulos se entabló una conversación íntima, de la cual hallamos fragmentos considerables en los cuatro evangelistas, y particularmente en San Juan, San Mateo y San Marcos, cuya narración es muy lacónica, parecen insinuar que Jesús, inmediatamente después de la cena, salió del cenáculo para ir hacia Getsemaní; en este caso la conversación habría comenzado en el camino. Pero San Lucas y San Juan nos dicen formalmente que la conversación se prolongó por algún espacio en el cenáculo; el autor del cuarto Evangelio nos indicará también, de manera muy precisa, el momento de la partida 104.
Primeramente el Salvador hizo tres predicciones. Comenzó profetizando a los once apóstoles que hasta entonces le habían permanecido fieles la triste cobardía con que iban a abandonarle, aterrados por el miedo 105. «Todos vosotros padeceréis escándalo en mí esta noche. Porque escrito está: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas del rebaño.» Varias veces había puesto Jesús a sus apóstoles en guardia contra el escándalo, es decir, contra todo lo que pudiera serles ocasión de caída 106; pero nunca había recaído la advertencia sobre punto tan grave ni les había anunciado caída tan desoladora. Y todos iban a sucumbir; todos, sin excepción; hasta Pedro, y Santiago y Juan 107. Eso no obstante, la deserción, sería momentánea, no un abandono completo. El golpe que iba a herir al Salvador iba a ser ocasión de caída para sus discípulos, según había predicho el profeta Zacarías 108 en un lenguaje figurado, que Jesús cita con cierta libertad. Según el texto hebreo, Dios, dirigiéndose majestuosamente a una espada exterminadora, le dice: «Levántate, espada, sobre mi pastor; hiere al pastor, y serán dispersadas las ovejas.» En la aplicación que Jesús hace de este pasaje, el pastor fiel que será llevado a cruel muerte por su propio pueblo es Él mismo; las tímidas ovejuelas que se espantan y huyen y se dispersan cuando su pastor es víctima de un atentado simbolizan a los apóstoles, cuya fe, aunque tan viva, no resistiría el choque de los terribles acontecimientos que iban a presenciar. Para confortarlos y consolarlos de antemano, el buen Pastor promételes afectuosamente que Él no los desamparará y que los volverá a reunir a su lado en cuanto las circunstancias lo consientan: «Mas después que resucitare, iré delante de vosotros a Galilea.» En esta provincia, donde Jesús y su diminuto rebaño habían sido tan dichosos, reunirá a sus ovejas dispersas y las hará gozar de su triunfo. Lo cual no excluye, ciertamente, los consuelos que antes les otorgará en Jerusalén misma con sus primeras apariciones. Notemos una vez más el cuidado con que Nuestro Señor asocia el anuncio de su resurrección al de su pasión y muerte.
Después, volviéndose hacia Pedro, le dijo gravemente: «Simón, Simón, he aquí que Satanás os ha reclamado para zarandearos como trigo; mas yo he rogado por ti para que no descaezca tu fe; y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos» 109. Palabras de manifiesta importancia en el orden dogmático. Con ellas hacía Jesús a su apóstol una magnífica promesa, semejante a aquella otra con que meses antes había recompensado su gloriosa confesión 110. Pero aquí la promesa está como rodeada de un velo, pues supone, tanto para Simón-Pedro como para los demás apóstoles, peligros morales de suma gravedad, porque descubre que Satanás está haciendo esfuerzos inauditos por perderlos. Como antiguamente, en el caso del Santo Job, parece como que el príncipe de los demonios ha pedido a Dios y obtenido el permiso de tentar a los once apóstoles que habían permanecido fieles, a fin de hacerlos semejantes a Judas. Quería «cribarlos», es decir, usar de medios violentos para quebrantar su fe y aniquilar así la Iglesia de Cristo en sus mismos fundamentos. Pero a la petición y esfuerzos de Satanás, Jesús ha opuesto ya su oración, y opondrá en adelante su poder omnipotente, para salvar a los suyos, o, por mejor decir, para salvar en primer lugar a la cabeza del cuerpo apostólico. Es muy digno de notar el cambio de pronombre. De una parte: «Satanás os ha reclamado»; de otra: «Yo he rogado por ti.» Todos están amenazados de las asechanzas del demonio, y, sin embargo de eso, Cristo ha rogado especialmente por Pedro. Era, por tanto, de suma importancia que su fe no experimentase un total desfallecimiento.
No es menos significativo lo que sigue. No obstante que Jesús sabe que su oración ha sido inmediatamente escuchada, sus últimas palabras insinúan, de parte de Pedro, una caída que luego será predicha en términos más claros. Mas esta caída será transitoria, y no romperá definitivamente los lazos que unían al apóstol con su Maestro. Se levantará pronto, y desde ahora recibe la misión de afianzar y establecer en una fe sólida a los demás apóstoles sus hermanos, y por eso mismo a todo el conjunto de los fieles. Los Hechos de los Apóstoles nos lo presentan trabajando admirablemente en esta obra, no perdonando esfuerzo, hablando, obrando, exponiéndose sin miedo al peligro, cumpliendo siempre el encargo que Jesús le había encomendado. Tenemos, pues, aquí una frase paralela al Tu es Petrus, que establece con claridad y vigor el primado de San Pedro como cabeza de la Iglesia de Cristo, su infalibilidad doctrinal y la transmisión de este doble privilegio a todos los Papas sus sucesores.
No se le ocultó a Pedro que el Salvador, aun confiriéndole insignes prerrogativas, no fiaba enteramente de su firmeza; así que, no escuchando más que el ímpetu de su amor, replicó al punto con esta ardiente protesta: «Señor, dispuesto estoy para ir contigo aun a la prisión y a la muerte; aunque todos se escandalicen en ti, mas yo no.» Era sincero al hablar así; pero caía en el grave yerro de presumir demasiadamente de sus fuerzas, de anteponerse a los demás apóstoles y fiar más de su firmeza que de la palabra soberana de Cristo. Jesús, que le conocía harto mejor que él a sí mismo, le respondió gravemente –y esta fue la tercera de las predicciones a que antes aludimos–: «En verdad te digo hoy que esta noche, antes que el gallo haya cantado dos veces, tú me negarás tres veces.» Ahora ya no se contenta Jesús con una insinuación, como la vez anterior, sino que afirma en términos precisos y categóricos la próxima y reiterada negación de su apóstol. El segundo canto del gallo es una particularidad de San Marcos, que supo esta circunstancia de labios del mismo San Pedro. Era ésta una circunstancia agravante, pues el apóstol, ya advertido por Jesús, hubiera debido andar más prevenido o, cuando menos, mostrar arrepentimiento en cuanto oyó al gallo lanzar por primera vez su estridente grito 111.
Como Jesús mantuvo su predicción, así Pedro mantuvo también su protesta, reforzándola como mejor supo: «Aunque fuere menester que yo muera contigo –replicó impetuosamente–, no te negaré.» Y ni aun aquí se contuvo, sino que, como observa San Marcos con una muy expresiva locución 112, «porfiaba aún más». Es el mismo Pedro que ya conocemos; tan bien retratado está aquí, que este breve relato lleva impreso el sello de la autenticidad.
Los demás apóstoles, llevados del ejemplo de Pedro, y dolidos también de que el Salvador no fiara de su constancia, declararon a su vez, con el mismo vigor, que estaban decididos a sufrir la muerte antes que ser infieles a tan buen Maestro.
Jesús, para no contristarlos más, no les replicó; fuera de que estaban tan excitados, que no hubieran entendido sus avisos ni hecho caso de sus advertencias. Desviando, pues, la conversación, les recordó los felices tiempos en que los envió por primera vez a anunciar la buena nueva por toda Palestina, especialmente por Galilea, y les preguntó: «Cuando os envié sin bolsa, y sin alforja, y sin calzado, ¿por ventura os faltó alguna cosa?» Respondieron todos a una: «Nada». En efecto, el Maestro era entonces popularísimo, y todos rivalizaban en mostrar benevolencia a sus enviados, que no necesitaban ir cargados de provisiones ni de bagajes superfluos. Pero en lo venidero todo va a cambiar, según les explica Nuestro Señor en dramático lenguaje: «Pues ahora, quien tenga bolsa, tómela, y también alforja, y el que no la tenga, venda su túnica y compre una espada. Porque os digo que es menester que se cumpla en mí aun esto que está escrito: Y fue contado con los inicuos. Porque las cosas que miran a mí tocan a su término.» Como los predicadores del Evangelio no podrán ya contar con una hospitalidad generosa ni con demostraciones de amistad, y habrán de hallarse en país enemigo, tendrán que proveerse de dinero, de vestidos y alimentos, y aun de armas con que defenderse de los peligros que amenazarán su vida. Su Maestro ha sido ya declarado fuera de la ley; idéntica suerte les aguarda a ellos. ¡Comprar una espada para defenderse! Seguramente que nada había tan opuesto a los principios del Salvador como el propósito de convertir al mundo al estilo de Mahoma, con la violencia. Esta recomendación era puramente simbólica, y venía a decir: Esperad el odio y toda suerte de peligros. El vaticinio «Y fue contado con los inicuos», que Jesús incluye en esta breve alocución, está tomado del capítulo LIII de Isaías 113, donde con tanta elocuencia se predicen los padecimientos y las humillaciones de Mesías. «Era menester», según el plan divino, que esta profecía, como tantas otras, tuviese cabal cumplimiento, y pronto veremos al Salvador crucificado entre dos ladrones.
Los apóstoles, cándidamente, interpretaron a la letra las palabras de Jesús, y respondieron: «Señor, he aquí dos espadas.» Quizá las habían llevado consigo de Galilea en previsión de los peligros que su Maestro y ellos mismos pudieran correr en Jerusalén. No tardaremos en ver una de estas dos espadas –eran unas espadas cortas 114– en las manos de San Pedro, en Getsemaní. «Basta», replicó Nuestro Señor, que, con esta locución general, indicaba que no quería llevar la conversión más adelante en este punto, ya que tan mal interpretaban su pensamiento.

IV– El discurso que siguió a la Cena. La Oración Sacerdotal de Jesús.

El divino Maestro se recogió un instante; luego pronunció el incomparable discurso que llena tres capítulos del cuarto Evangelio 115. En estas páginas se unen, por modo admirable, una nobleza verdaderamente divina y una suavísima sencillez. La mayor parte de las sentencia son fáciles de entender. Entiéndeselas sin trabajo, o al menos se cree entenderlas a la primera lectura; pero cuando se intenta penetrar más adentro, descúbrese que son profundas como el cielo, y se convence uno de que sólo Dios puede usar semejante lenguaje. Aun en el cuarto Evangelio, donde la sublimidad llega a ser habitual, en ninguna parte fuera del prólogo se hallan pasajes comparables a este discurso y a la oración que le sigue, veneros de riquezas teológicas, y particularmente de pruebas de la divinidad de Jesucristo.
«Discurso de despedida, o Testamento del Salvador: estos dos nombres expresan bien la idea dominante, en torno de la cual se agrupan todos los demás pensamientos. Dentro de unas horas va a morir Jesús; antes de separarse de sus apóstoles les dirige sus últimas palabras, palabras de consuelo, de avisos, de recomendaciones. En estos breves momentos de intimidad, se agolpan en su corazón los sentimientos, y, como un moribundo, los derrama con inefable suavidad y dulzura sobre aquellos a quienes ama. De ahí ese vaivén de los pensamientos, que es más aparente que real..., pues su encadenamiento lógico, aunque a veces poco visible, nunca se interrumpe. ¡Con qué emoción se sigue esa ondulación del pensamiento que ahora deja un asunto, ahora lo toma de nuevo! 116.
»La idea capital y céntrica del discurso es, pues, la de la próxima separación, en la que los demás conceptos vienen, digámoslo así, a injerirse» 117. Naturalmente, esa idea envuelve como un velo de tristeza todo el conjunto; pero a la vez la esperanza, o, mejor dicho, la certeza de volver a verse y la firmísima confianza de Jesús en la victoria final. Son como un rayo de sol que todo lo ilumina. El tono del discurso es grave, conmovido, afectuoso, solemne. El Salvador se expresa de continuo como si ya su pasión hubiese tenido cumplimiento y como si ya sus discípulos actuales y venideros hubiesen recogido los felices frutos de la misma. El orden de exposición es en todo conforme a la psicología. Pronunciada ya la palabra de «partida» 118, Cristo se apresura a consolar a los apóstoles, poniéndoles ante los ojos los felices efectos que para ellos y para Él mismo resultarán de la separación 119. Exhórtalos luego a mantenerse íntimamente unidos con Él y entre ellos mismos con los lazos de una caridad indefectible 120. En fin, les avisa lo que les espera en el porvenir, y opone a las predicciones dolorosas el contrapeso de brillantes promesas de victorias y de felicidad 121. La fe es el asunto del discurso en el capítulo XIV; el amor, en el XV, y la esperanza, en el XVI.
«Si miramos a lo puramente externo del discurso, las palabras «Levantaos y vamos de aquí» 122 lo dividen en dos partes. La primera es algo más familiar; es una manera de diálogo con los apóstoles. Tomás, Felipe y Judas (Tadeo) sucesivamente hacen a su Maestro preguntas, a las que Él responde con su usada bondad. La segunda parte es más grave y solemne: fuera de dos interrupciones de los apóstoles, es un discurso seguido.»
Un breve exordio anuncia la separación, tan próxima ya, e indica sus felices resultados 123:

«Ahora el Hijo del hombre ha sido glorificado, y Dios ha sido glorificado en El. Si Dios ha sido glorificado en El, Dios también lo glorificará a Él en sí mismo, y le glorificará luego. Hijitos, no estaré ya con vosotros sino por poco tiempo. Me buscaréis, y así como dije a los judíos: A donde yo voy, vosotros no podéis venir, lo mismo os digo ahora a vosotros. Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado, vosotros os améis también los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis caridad entre vosotros.»

El comienzo es grandioso. El evangelista, que no ha referido la institución de la Eucaristía, pone este discurso inmediatamente después de la salida de Judas. Hasta entonces la presencia del traidor había oprimido el corazón de Jesús e impedido estas efusiones; después que Judas salió del cenáculo, el Salvador, en dulce intimidad, se deja llevar de un transporte sublime. El acento de estas primeras líneas es alegre y triunfante. Cristo considera su pasión como virtualmente acabada; se expresa, pues, como si la santísima gloria que a Él y a su Padre había de redundar de ella estuviera ya lograda. La palabra «glorificar», repetida cinco veces en este canto de victoria, da fuerte realce al pensamiento. Dios glorificará al Hijo del hombre; pero el fin principal de la vida humana de Cristo había sido glorificar a su Padre; admirable intercambio de honores que mutuamente se procuraban.
Mas para ir al cielo a gozar de la inmensa gloria que le estaba reservada, Jesús tenía que dejar a sus queridos apóstoles. ¡Con qué ternura prepara a sus «hijitos» para esta cruel separación! Les recuerda que en otra ocasión 124 había anunciado su partida a sus enemigos; pero entonces en forma de una grave amenaza, pues la ruptura entre ellos y Él era absoluta; mas a sus discípulos solamente los dejará por algún tiempo, como luego declarará más ampliamente. Mientras llega la hora de su vuelta, encárgales vivan muy unidos por la práctica de la caridad fraterna. «Amaos los unos a los otros»: ¡cómo insiste en este precepto, proponiéndolo primero, repitiéndolo después para precisar el modo y reiterándolo nuevamente para encarecer más su extremada importancia! Es, dice, «un mandamiento nuevo». Era ya parte integrante de la ley mosaica, donde se halla con todas sus letras 125; pero, en la práctica y en la realidad de la vida judía, no pasó de los límites de una benevolencia restringida; mas aquí Jesús lo amplía, lo completa y verdaderamente lo renueva. ¿No es caridad inaudita hasta entonces la que llega a dar su vida por el prójimo, a ejemplo del mismo Jesús? Los primeros cristianos cumplieron fielmente este hermoso precepto. «Ved cómo se aman unos a otros», decían de ellos los gentiles 126, admirados de aquel espectáculo, tan raro en el paganismo.
El buen Maestro, viendo a sus discípulos conturbados por las desoladoras predicciones que les acababa de hacer, sugiéreles diversos motivos de consuelo. Así el pensamiento como el lenguaje se remontan a alturas cada vez mayores. En primer lugar les certifica que su partida actual no es una partida sin esperanza de retorno. Se va al cielo, al lado de su Padre, y allí les preparará un sitio; y mientras llega la hora de que vayan a ocuparlo, vivirá místicamente cerca de ellos en muy íntima compañía.

«No se turbe vuestro corazón. Creéis en Dios, creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas. Si así no fuera, yo os lo hubiera dicho, pues voy a prepararos un lugar. Y cuando yo me hubiere ido y preparádoos un lugar vendré otra vez y os tomaré conmigo, a fin de que donde estoy yo estéis también vosotros. Y a donde yo voy lo sabéis, y sabéis el camino» 127.

¡Con qué suavidad y con qué motivos tan poderosos los conforta! Quiere que tengan en Él una confianza inquebrantable, como en Dios mismo, pues Él es Dios. Jamás se avendrá a vivir sin ellos. Así que, antes de reunirse con ellos para siempre en el cielo, sabrá muy bien volverlos a hallar aún aquí abajo, pues estará perpetuamente presente en su Iglesia de un modo no por invisible menos real.
En este punto el apóstol Tomás interrumpió a Nuestro Señor para pedirle que les declarara más sus últimas palabras: «Señor –le dijo–, no sabemos a dónde vas: ¿cómo, pues, podemos saber el camino?» Esta pregunta, hecha en nombre de todos, es sorprendente por su ingenuidad, pues Jesús acababa de decir que iba a su Padre, lo que manifiestamente quiere decir: al cielo. Pero los apóstoles no se allanaban a creer que su Maestro iba a dejarlos y morir y volverse al cielo. La respuesta del Salvador es notable por su profundidad y belleza. Con sólo unas palabras indica el término de su viaje –va «al Padre»– y el camino que se ha de seguir para ir allí con El.

«Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí. Si me hubierais conocido a mí, ciertamente hubierais conocido también a mi Padre, y pronto lo conoceréis, y lo habéis visto ya.»

Jesús es el camino; esta es la palabra principal; las otras dos ayudan a explicarla mejor. No le basta a Jesús enseñar el camino como lo haría un guía ordinario. El mismo es camino por- el cual guía a los suyos al modo de una madre hasta llevarlos al Padre. Es también personalmente la verdad que debemos conocer y la vida superior que debemos asimilarnos.
Aquí nueva e ingenua interrupción, que proviene esta vez de Felipe: «Señor, muéstranos al Padre, y esto nos basta.» El apóstol ha tomado a la letra las palabras «habéis visto al Padre», y quisiera una realización externa. Respondióle Jesús:

«¿Tanto tiempo ha que estoy con vosotros y no me habéis conocido? Felipe, quien me ve a mí ve también al Padre. ¿Cómo, pues, tú dices: Muéstranos al Padre? ¿No creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo os hablo no las hablo de mí mismo: el Padre, que mora en mí, él hace estas obras. ¿No creéis que yo estoy en el Padre y el Padre en mí? Creedlo, cuando menos, por mis obras.»

Cada vez insiste más Nuestro Señor en las pruebas de su identidad con el Padre. Verle a Él es también ver al Padre. El está en el Padre y el Padre en El, porque son de la misma naturaleza. Frecuentemente, en el Evangelio de San Juan, invoca Jesús el doble testimonio de sus palabras, es decir, de sus enseñanzas, y de sus obras, especialmente de sus milagros, para demostrar la divinidad de su naturaleza y de su misión 128. Habla y obra como Dios. ¡Qué tardos habían sido los apóstoles en comprender esta verdad! Felipe merecía esta reprensión paternal, tanto más cuanto era uno de los primeros a quienes el Salvador había asociado a su vida.
La serie de ternísimos consuelos que acabamos de leer pudiera intitularse: El Cristo y el Padre. La que ahora vamos a ver se resume en estas palabras: Cristo y los apóstoles. Jesús aun después de haber dejado externamente a sus discípulos predilectos, les manifestará con varios hechos innegables su presencia invisible. Y, ante todo, les otorgará, debajo de la fe de juramento, el poder de hacer obras aún más asombrosas que las suyas, y escuchará todas sus demandas:

«En verdad, en verdad os digo que el que cree en mí hará también él las obras que yo hago, y mayores que éstas las hará, porque yo voy al lado del Padre. Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo me pidiereis en mi nombre, yo lo haré» 129.

«El que cree en mí»: es la fe condición indispensable; pero ¡qué maravillas no es capaz de producir! Los evangelistas nos han revelado la variedad, belleza, poder y riqueza de los milagros del Salvador. Nunca había visto la tierra cosa igual. Y con todo eso, el divino taumaturgo promete a los apóstoles que ellos obrarán cosas aún mayores. Y, en efecto, sabemos que San Pedro y San Pablo, entre otros, hicieron prodigios tales, que el Salvador mismo parece que no los hizo 130. ¡Y qué lista más larga podíamos formar si, tomando en su acepción general las palabras «El que cree en mí», consultáramos sobre este punto los anales de la Iglesia! ¡Qué elocuentes son los nombres de Gregorio Taumaturgo y Francisco Javier, por no citar otros! Pero es probable que esta promesa de Nuestro Señor miraba mucho más lejos que a estos milagros particulares. Se refería, sobre todo, a la predicación de los apóstoles y de los primeros misioneros cristianos, que, por la inmensa extensión de su campo y el esplendor de su triunfo, sobrepujó a la predicación misma de Jesús.
A esta merced, Cristo, desde la mansión de la gloria, añadirá otras todavía. Cuando los apóstoles, y, en su manera, los demás creyentes, necesiten alguna gracia especial, bastará que la pidan al Padre en nombre de Jesús, y la obtendrán: promesa que aún oiremos varias veces en lo restante de este discurso de despedida 131. No es, pues, de extrañar que la Iglesia termine las más de sus oraciones oficiales con la hermosa fórmula: «En nombre de Nuestro Señor Jesucristo...» Pero aún se extiende a más el deseo del Salvador. Pedir en su nombre es hacerlo, digámoslo así, en su lugar y de su parte; es pedir lo que Él mismo pediría a Dios; es hacer valer sus méritos infinitos.
Después Jesús promete a los apóstoles enviarles el Espíritu Santo, que permanecerá perpetuamente con ellos.

«Si me amáis guardad mis mandamientos. Y yo rogaré al Padre y os dará otro Paracleto para que more siempre con vosotros: el Espíritu de la verdad, a quien no puede recibir el mundo, porque ni lo ve ni lo conoce; mas vosotros le conocéis, porque morará con vosotros y estará en vosotros» 132.

El consuelo de que acaba de hablar será concedido a los apóstoles en recompensa de su fe; pero ésta requiere de parte de ellos una cualidad de orden superior: un amor generoso, sincero, que se manifiesta con la fiel obediencia a los mandamientos del Salvador. El nombre de Paracleto denota aquí al Espíritu Santo, la tercera persona de la Santísima Trinidad. La palabra griega Parácletos 133 , etimológicamente significa «abogado» y, por extensión, «consolador». Habla Jesús de enviar «otro Paracleto», ya que Él mismo había sido el primer abogado de sus apóstoles. Y pues se ve obligado a dejarlos, le sustituirá en su Iglesia el divino Espíritu; pero el mundo, cuya condenación pronunciará aún varias veces Nuestro Señor en el resto del discurso, será excluido de la participación de las luces y gracias del Espíritu Santo. Entre ellos no hay amistad alguna; el mundo aleja de si al Espíritu de Jesús por su falta de fe y por su desaceitada conducta.
Mas con todo esto no se da aún por satisfecho el amar del Salvador a sus apóstoles. Aun después de haberles enviado, para que haga sus veces, un abogado tan poderoso y un consolador tan tierno como es el divino Paráclito, Él mismo vendrá a establecer entre ellos su morada, de modo también permanente. Antes les llamó sus «hijitos»; continúa aún hablándoles como padre:

«No os dejaré huérfanos; vendré a vosotros. Todavía un poquito de tiempo, y el mundo ya no me verá. Mas vosotros me veréis, porque yo vivo, y vosotros viviréis. En aquel día conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros. Quien tiene mis mandamientos y los guarda, aquél es el que me ama. Y el que me ama será amado de mi Padre, y yo le amaré, y me manifestaré a él» 134.

Dentro de poco ya no verán los apóstoles a su Maestro: tal es aún la nota dominante. Y, con todo, Él estará siempre con ellos, pues establecerá místicamente su morada en medio de ellos y en medio de la Iglesia. El advenimiento de que aquí habla Jesús no es su segundo advenimiento, al fin del mundo. «Vengo a vosotros», dice, en tiempo presente, según el texto griego. Si no le ven ya cm los ojos del cuerpo, podrán contemplarle con los del alma y del corazón, cuanto más que Él sabrá manifestar su presencia con su protección continua y, señaladamente, en la hora del peligro. «Yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros»: síntesis admirable, que indica una unión íntima, tierna, nobilísima entre Jesús y sus discípulos. Formarán un solo cuerpo místico, cuya cabeza son Él y cuyos miembros serán ellos. Pero el Salvador pide de nuevo de los suyos un amor sincero, a trueque del cual se digna prometerles el amor de su Padre y e suyo. ¡Qué cambio tan ventajoso para ellos!
En esto estaba el discurso de Jesús cuando sobrevino otra interrupción. Judas o Lebbeo, o Tadeo, el apóstol de los tres nombres, aludiendo a las últimas palabras del Salvador, le preguntó: «Señor, ¿qué es la causa de que te has de manifestar a nosotros y no al mundo?» Había entendido que el Señor hablaba de una manifestación particular de que gozarían sus discípulos, mas no el mundo. Ahora bien; él, como los más de los judíos, creía que el Mesías se manifestaría al mundo entero, con todo el aparato de su gloria y de su poder. Le respondió Jesús:

«Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que oís no es mía, sino del Padre que me envió» 135 .

En esta respuesta no hace Jesús más que reiterar la declaración que había dado lugar a la pregunta del apóstol. Pero, en el fondo, da la explicación deseada, pues, si, para merecer el amor del Padre y del Hijo y gozar de su inefable presencia, es menester manifestarles ante todas cosas amor y obediencia, cosa llana es que el mundo no cumple esta doble condición.
Dicho esto, resumió Jesús la primera parte de su discurso prometiendo a los apóstoles la paz en el Espíritu Santo, señalando los ventajosos frutos de su partida y afirmando de nuevo su entera resignación a todos los mandatos de su Padre celestial.

«Estas cosas os he hablado mientras estoy con vosotros. Pero el Paracleto, el Espíritu Santo que el Padre enviará en mi nombre, Él os enseñará todas las cosas y os recordará todo aquello que yo os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy, mas no como la da, el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Ya habéis oído cómo os he dicho: Me voy y vuelvo a vosotros. Si me amaseis, os gozaríais ciertamente, porque voy al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Y ahora os he dicho estas cosas antes que sucedan para que, cuando sucedieren, creáis. Ya no hablaré con vosotros muchas cosas, porque viene el príncipe de este mundo, y no tiene nada en mí; mas viene para que el mundo conozca que amo al Padre, y como me dio el mandamiento el Padre, así hago» 136.

Jesús no había podido dar a sus apóstoles más que una instrucción incompleta, especialmente a causa de los muchos prejuicios que tenían y de los defectos de su educación anterior. Pero el Espíritu Santo vendrá a perfeccionarla. Y esto de dos maneras. El Salvador había puesto en la inteligencia de los Doce la base de todas las verdades cristianas; su Espíritu ensanchará y consolidará esta base; bajo su acción fecundante, los gérmenes llegarán a la madurez. Además, el divino Paráclito recordará a los apóstoles, cuando lo hayan menester, tales y tales palabras, tales y tales preceptos de su Maestro que antes no habían entendido bien. Entretanto, Jesús les da y les deja, como preciosa herencia, su paz, su propia paz, en oposición a la falsa paz del mundo. Aun entre las adversidades y los peligros que les amenazan, ella les procurará tranquilidad y sosiego. Desea el Señor que sus discípulos no se entreguen al desaliento a causa de su partida; antes bien, han de regocijarse pensando que no les deja sino para volver al lado de su Padre y para gozar en el cielo de una dicha y una gloria a la que, pues le aman, no pueden menos de asociarse.
No es preciso explicar largamente las palabras «Mi Padre es mayor que yo», que los arrianos –a quienes han seguido los neocríticos– interpretaban en el sentido de una verdadera inferioridad del Hijo. Los grandes doctores de la Iglesia, y tras ellos los teólogos, han demostrado perentoriamente que Jesús habló en este pasaje como Hijo del hombre. En cuanto hombre, pues, bien pudo decir que el Padre era mayor que El. En cuanto al «príncipe de este mundo», que no es otro que Satanás 137, aunque va a representar en la pasión de Cristo papel tan importante, no es porque tuviese derecho alguno sobre Él –nueva y clara aserción de la perfecta santidad de Jesús 138 sino porque Dios lo permitía para la ejecución de sus designios de salud. «Viene», pero el Salvador lo espera sereno, consintiendo en dejarse vencer momentáneamente de él para mostrar así cuánto ama a su Padre, pues por cumplir su voluntad acepta gustoso aun el sacrificio de su vida.
Después de una breve pausa, Jesús añadió: «Levantaos, y vamos de aquí.» Hasta entonces Él y sus apóstoles habían permanecido sentados en sus divanes. El fue quien se levantó primero; le imitaron los demás, y juntos dejaron el cenáculo. Para ir a Getsemaní contornearon la vertiente oriental de la colina de Sión y descendieron luego al valle del Cedrón. Por tanto, Jesús debió de pronunciar lo restante del discurso por el camino 139. « ¡Vámonos de aquí!» Con estas sencillas palabras indicaba Jesús el ánimo espontáneo, la entera libertad y el generoso espíritu de sacrificio con que daba este paso decisivo. Va en busca de los padecimientos, de las humillaciones y de la muerte como si fuese a buscar victorias y honores.
Con esto llegamos a la segunda parte del discurso de despedida, en la que hallaremos la misma nobleza de pensamientos y de sentimientos, el mismo acento lleno de ternura, la misma sobria emoción. Los dos capítulos del cuarto Evangelio que lo contienen 140 corresponden bastante bien a la división del asunto tratado. En la primera sección (cap. XV) expone Jesús cuáles han de ser en lo futuro las relaciones de los apóstoles con Él mismo, entre sí y con el mundo. Muy bien se ha resumido toda esta sección en tres palabras: Unión, Comunión, Separación.
La idea de la unión entre Jesús y sus apóstoles quedó ya expresada más arriba. Pero entonces el oficio principal pertenecía al mismo Jesús; mas ahora la parte más activa se adjudica a los discípulos. Esta unión, fecundísima en frutos de bendición, será más necesaria que nunca después de su partida. Exprésala Nuestro Señor con una alegoría admirable, tomada de la vid y de los sarmientos, en la que no se sabe qué admirar más, si el vigor o la delicada belleza.

«Yo soy la verdadera vid, y mi Padre es el viñador. Todo sarmiento que no diere fruto en mí lo quitará, y todo aquel que diere fruto lo limpiará para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios, por la palabra que os he hablado. Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede de sí mismo llevar fruto si no estuviere en la vid, así ni vosotros, si no estuviereis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos. El que está en mí y yo en él, éste lleva mucho fruto, porque separados de mí no podéis hacer nada. Si alguno no permaneciere en mí, será echado fuera, así como el sarmiento, y se secará, y lo cogerán, y lo meterán en el fuego, y arderá. Si permaneciereis en mí y mis palabras permanecieren en vosotros, pediréis cuanto quisiereis, y os será concedido. En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto y en que seáis mis discípulos. Como el Padre me amó, así yo también os he amado. Perseverad en mi amor. Si guardareis mis mandamientos, perseveraréis en mi amor, así como yo también he guardado los mandamientos de mi Padre y persevero en su amor. Estas cosas os he dicho para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea cumplido» 141.

La idea que Nuestro Señor quería poner de relieve está perfectamente clara; además de que Él mismo se tomó el trabajo de comentarla con aplicaciones prácticas, ya suaves, ya amenazadoras. En esta vid simbólica, como en las cepas materiales, hay sarmientos de dos clases, cuya suerte es bien distinta. El labrador corta sin miramientos los estériles; mas poda y limpia los otros para que den más fruto. Jesús dice a los apóstoles que esta útil operación de la poda la ha hecho en ellos con la educación que de Él han recibido. Luego, descrito ya el proceder del labrador, pasa el Salvador al de los sarmientos, que se reduce a una unión íntima y constante con la cepa. Esta es la principal lección de la alegoría, y así se repite en varias formas. ¡Ay del sarmiento que se separe de la vid! ¡Dichoso, por el contrario, el que permanece unido a Jesús! Ahora bien; esta unión con Jesús ha de tener por vínculo el amor, y el amor obediente. Los frescos de las catacumbas representan con frecuencia esta vid mística, que no había hecho en la imaginación de los primeros cristianos menos impresión que la parábola del Buen Pastor.
El Salvador, pasando después a las mutuas relaciones de sus discípulos, coloca, al principio y al fin de otro breve párrafo, la idea principal, que es: «Amaos los unos a los otros.» Hermosas explicaciones forman la idea central.

«Este es mi mandamiento, que os améis los unos a los otros, como yo os he amado. No hay mayor amor que el dar su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hiciereis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, sino que os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre os las he hecho notorias a vosotros. No mc elegisteis vosotros a mí, sino que yo os elegí a vosotros, y os puse para que vayáis y llevéis fruto y vuestro fruto persevere, para que cualquiera cosa que pidiereis al Padre en mi nombre, Él os la dé. Esto os mando: que os améis los unos a los otros» 142.

«Este es mi mandamiento...; esto es lo que os mando.., » El precepto de la caridad fraterna –ya Jesús lo dijo al principio del discurso 143– es un mandamiento especial, distintivo, al que concede altísima importancia. Por eso lo repite con tanta insistencia. En el título de amigos que da a sus apóstoles, y cuya dignidad y belleza pone de relieve, se percibe el latir del divino corazón. ¡Con qué gozo recuerda la condescendía con que Él mismo había formado esta santa amistad! Él fue quien tomó la delantera; El, tan inefablemente grande y perfecto, quien escogió a los discípulos por amigos, y esto en interés personal de ellos, para ayudarles a dar frutos abundantes. Permanezcan, pues, unidos como Él los unió consigo.
Mas de repente el cuadro se torna sombrío. Los apóstoles de Cristo no podrán ser extraños al mundo, pues su misión será la de trabajar por convertirle y la de ser para él sal que detiene la corrupción y luz que ilumina las almas 144. Ahora bien; este mundo malvado, incrédulo, después de haber odiado y perseguido al Maestro, no dejará tampoco de odiar y maltratar a los discípulos. Mas siendo amados de Dios y del Salvador y sostenidos por el mutuo afecto temerán menos esta hostilidad, tan injusta como cruel.
«Si el mundo os odia, sabed que primero me odió a mí. Si fuerais del mundo, el mundo amara lo suyo; pero porque no sois del mundo, sino que yo os escogí del mundo, por eso os aborrece el mundo. Acordaos de la sentencia que os dije: No es mayor el siervo que su señor. Si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros; si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra. Mas todas estas cosas os harán por causa de mi nombre, porque no conocen a Aquel que me ha enviado. Si no hubiera venido ni les hubiera hablado, no tendrían pecado; mas ahora su pecado no tiene excusa. El que me aborrece a mí también aborrece a mi Padre. Si yo no hubiese hecho entre ellos obras que ninguno otro ha hecho, no tendrían pecado; mas ahora las han visto, y me aborrecen a Mí y a mi Padre. Mas esto ha sucedido para que se cumpla lo que está escrito en su ley: Me aborrecieron de balde» 145.
De esta manera fortalecía Nuestro Señor de antemano a sus discípulos contra el odio del mundo. La última sentencia, que tan bien expresa lo inexcusable del odio del mundo hacia Jesucristo, está tomada de los Salmos 146. La palabra «mundo», repetida cinco veces al principio del párrafo, hace resaltar vivamente el antagonismo que por fuerza ha de haber entre el mundo y la Iglesia. La alusión que más adelante hace el Salvador al malogro de su predicación y de sus milagros, en un lenguaje rítmico y solemne, es conmovedora. No haber creído en El, a pesar de las certísimas señales de su misión divina, es el mayor pecado del mundo. No es, pues, de extrañar que Jesús lo condene con severísimas palabras. ¿Qué había hecho tan buen Maestro para que el mundo le tratara con tanta ingratitud?
Después de esta invectiva contra el mundo, Nuestro Señor pronuncia, como ya lo ha hecho varias veces en este discurso, palabras de consuelo para sus discípulos. Los que le odian no conseguirán poner en riesgo el buen éxito de su obra. Para defenderla tendrá dos clases de testigos, cuya voz no será sin provecho: un testigo divino, el mismo Espíritu Santo, y testigos humanos, pero abnegados, los apóstoles.

«Mas cuando el Consolador que yo os enviaré de junto al Padre, el Espíritu de la verdad, que procede del Padre, venga, Él dará testimonio de mí. Y vosotros también me daréis testimonio, porque desde el principio estáis conmigo» 147.

Como ya dijimos, el capítulo XVI de San Juan contiene otra sección de la segunda parte del discurso de despedida. Tiene también tres ideas principales. Jesús repite en términos más explícitos su promesa de enviar a los apóstoles el divino Paráclito; anuncia luego su propia vuelta, y, finalmente, hace una recapitulación de todo el discurso. Las primeras líneas, que sirven de introducción, nos muestran a los apóstoles expuestos a la persecución del mundo, como su Maestro les había predicho. Repite este concepto para que los discípulos, debidamente advertidos, sientan menos turbación cuando les sobrevenga la calamidad.

«Estas cosas os he hablado para que no os escandalicéis. Os echarán fuera de las sinagogas, y aun se acerca la hora en que cualquiera que os mate pensará que hace a Dios un sacrificio agradable. Y os harán esto porque no conocieron ni a mi Padre ni a mi. Mas os lo he dicho para que, cuando llegue la hora, os acordéis de que yo os lo anuncié. No os hablé de estas cosas desde el principio porque yo estaba con vosotros» 148.

La frase «Cualquiera que os mate pensará que hace a Dios sacrificio agradable» supone, de parte de los perseguidores, odio tan rabioso, que no retrocederán ante ninguna crueldad hasta saciarse 149. Las últimas palabras son de una delicadeza exquisita. Aunque Jesús había anunciado desde hacía tiempo a sus discípulos que su misión no estaría exenta de peligros, no había insistido en este punto, por no espantarlos anticipadamente, sobre que mientras Él estuvo con ellos nada tenían que temer, dado que su dulce y poderosa presencia bastaba para confortarlos.
Dicho esto, Nuestro Señor torna a su promesa relativa a la bienhechora misión del Espíritu Santo. El pensamiento es al principio general.

«Mas ahora voy a Aquel que me envió, y ninguno de vosotros me pregunta: ¿A dónde vas? Antes, porque os he dicho estas cosas, la tristeza ha ocupado vuestro corazón. Mas yo os digo la verdad: os conviene que yo me vaya, porque si yo no me fuere no vendrá a vosotros el Paracleto; mas si yo me fuere os lo enviaré» 150.

«¿A dónde vas?» Tal es la pregunta naturalísima que los hijos o los amigos hacen al padre o al amigo que les participa un proyecto de viaje. San Pedro y Santiago se la habían hecho a su Maestro en el cenáculo 151, pero de un modo superficial. Quisiera Jesús que ahora se la hicieran de nuevo con miras más elevadas y según el sentido más profundo que podían entrever después de sus explicaciones. Como si dijese: «No pensáis a dónde voy, a qué lugar, a qué gloria y a qué felicidad; pero, sin pensar a dónde voy ni qué voy a hacer allí, os afligís.» Con lo que tácitamente les echa en cara la poca atención que prestan a lo que hace y del poco amor que le tienen, pues sólo piensan en sí mismos y sólo atienden a su tristeza 152 sin pensar que su misma partida les es ventajosa, como quiera que es condición precisa para el envío del Paráclito.
Lo que va a decir Jesús de la venida y acción del Espíritu Santo se refiere ya al mundo, ya a los apóstoles. Cuando se refiere al mundo, su lenguaje está preñado de justificadas amenazas.

«Y El, cuando viniere, convencerá al mundo en lo tocante al pecado, a la justicia y al juicio. En cuanto al pecado, porque no han creído en mí; en cuanto a la justicia, porque voy al Padre, y a mí ya no me veréis, y en cuanto al juicio, porque el príncipe de este mundo está ya juzgado» 153.

En varias de estas líneas volvemos a hallar el ritmo y el paralelismo de la poesía hebraica. En los tres puntos indicados, fácilmente convencerá el Paráclito al mundo de grave culpabilidad. Le probará que «todo él está hundido en el mal» 154 en el pecado; que ha procedido de modo criminal con Jesucristo, el justo por excelencia, a quien su Padre prepara una entrada triunfal en el cielo; que merece severa sentencia de condenación, como su jefe, el demonio, cuyo juicio está ya proclamado.
Muy diferente será la acción del Espíritu Santo para con los apóstoles. Hablando en nombre de Jesús, acabará suavemente su instrucción y formación, que hasta entonces sólo habían sido esbozadas.

«Aún tengo muchas cosas que deciros; mas no las podéis llevar ahora. Mas cuando el Consolador, el Espíritu de Verdad, viniere, Él os enseñará toda la verdad. Porque no hablará de sí mismo, mas hablará todo lo que oyere, y os anunciará las cosas que han de venir. El me glorificará, porque tomará de lo mío y lo anunciará a vosotros. Todo cuanto tiene el Padre es mío. Por eso os dije que tomará de lo mío y os lo anunciará» 155.

El divino Maestro, aquel incomparable educador, no había querido recargar el espíritu y la memoria de sus discípulos con enseñanzas que aún no eran aptos para comprender. El Paráclito, después de haberles dado luces y gracias especiales, acabará su obra. El les enseñará «toda verdad», es decir, la verdad cristiana entera y completa, en toda su extensión, y sin peligro de que yerren, al menos en lo que para su futuro ministerio fuere necesario. Hasta les revelará los secretos del porvenir cuando de ello resulte ventaja para la Iglesia. Notemos también en este pasaje el vigor con que está expresada la identidad de esencia del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y también el modo con que Nuestro Señor Jesucristo lo refiere todo así. Aun después de volver al cielo seguirá siendo el centro de la Iglesia.
En la primera parte de este discurso 156, el Salvador había asociado la promesa de su vuelta a la venida del Paráclito. Otro tanto hace aquí, pero con mayor extensión. De las promesas de porvenir que acabamos de escuchar vuelve a las tristezas del tiempo presente, para decir que pronto se transformarán en alegrías. «Todavía un poco de tiempo –continúa diciéndolos–, y ya no me veréis, y otro poco, y me veréis, porque voy al Padre.» Emplea aquí un lenguaje misterioso y en apariencia paradójico. En efecto, de allí a algunas horas, cuando la muerte se lo haya arrebatado a sus discípulos, ya no podrán éstos verle. Después, entre su resurrección y ascensión, tendrán la dicha de hallarlo de nuevo. Entre un suceso y otro no habrá más que «un poco (de tiempo)». Estas palabras dieron lugar a una animada escena. Algunos apóstoles se preguntaron unos a otros, en voz baja: «¿Qué es esto que nos dice: un poco de tiempo, y no me veréis, y otro poco, y me veréis, porque voy a mi Padre? No sabemos qué quiere decir» 157. Les tiene perplejos la expresión «un poco (de tiempo)» 158, y confiesan la dificultad con su habitual candor. Jesús, que oyó su pregunta, o que la conoció por su ciencia sobrenatural, repitió a su vez la fórmula enigmática, para dar, cuando menos, su interpretación parcial. Sin precisar la duración histórica de los dos Modicum, explicará con bastante claridad, en lo que a los apóstoles atañía, cada uno de esos dos períodos. Su explicación encierra un doble vaticinio: de profunda tristeza para el tiempo actual, de grandísima alegría para lo venidero.

«De esto inquirís entre vosotros, sobre que dije: Un poco, y no me veréis, y otro poco, y me veréis. En verdad, en verdad os digo que vosotros lloraréis y gemiréis, mas el mundo se gozará y vosotros estaréis tristes, mas vuestra tristeza se convertirá en gozo. Cuando una mujer está de parto, está triste, porque ha venido su hora; mas cuando ha parido un niño, ya no se acuerda de los dolores, por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo. Pues también vosotros ahora tenéis tristeza, mas otra vez os he de ver, y se gozará vuestro corazón y ninguno os quitará vuestro gozo»
159.

Se describe aquí el período de tristeza con expresiones acumuladas que indican profunda desolación interior y exterior. La alegría indolente del mundo, en contraposición con el dolor y llanto de los apóstoles, hace la predicción aún más punzante. La misma causa producirá, de un lado, dolor, y de otro, alegría, pues el mundo se congratulará y llenará de alegría, creyéndose libre del que consideraba como su enemigo mortal. Pero una expresiva comparación, tomada de la vida de familia, expone a maravilla la rapidez con que aquella tristeza de los discípulos se cambiará en júbilo. Los dolores de parto, consecuencia del pecado original, son con frecuencia mencionados en la Biblia de modo proverbial 160. Pero, con ser grandes, luego dan lugar a vivísima alegría, cuando la madre aprieta contra su corazón al hijo que acaba de dar a luz. Lo mismo acaecerá a los apóstoles: cuando su Maestro se les aparezca lleno de vida, después de su resurrección, serán colmados de dicha, y de una dicha permanente, que nadie podrá arrebatarles.
El Salvador señala luego dos particulares ventajas, de altísimo precio, que el período inaugurado con su resurrección traerá a los miembros del colegio apostólico: un conocimiento más perfecto de la verdad y la omnipotencia de intercesión, dos beneficios prometidos ya anteriormente.

«Y en aquel día ya no me preguntaréis nada. En verdad, en verdad os digo que el Padre os dará todo lo que pidiereis en mi nombre. Hasta aquí no habéis pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis para que vuestro gozo sea cumplido» 161.

Lo que sigue es como la peroración de este magnífico discurso. Nuestro Señor vuelve a predecir a sus apóstoles, en lenguaje majestuoso y con absoluta confianza de lo que afirma, su propio triunfo y el de ellos en el porvenir.

«Estas cosas os he hablado en parábolas. Viene la hora en que ya no os hablaré en parábolas; mas os hablaré claramente de mi Padre. En aquel día pediréis en mi nombre, y no os digo que yo rogaré al Padre por vosotros, porque el mismo Padre os ama, porque vosotros me amasteis y habéis creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo; ahora dejo el mundo y me voy al Padre» 162 .

Jesús, en este discurso, se había servido de muchas expresiones figuradas –su partida, su vuelta, la vid, la mujer que da a luz, el modicum, etc.–, algunas de las cuales, como dice San Juan Crisóstomo, habían «cubierto de sombras» el pensamiento. Pero pasados pocos días, el divino Maestro hará a sus apóstoles importantes revelaciones sin velo alguno, sobre todo por medio del Espíritu Santo. Entretanto es digno de notarse lo que ya dice de su naturaleza divina y de sus relaciones con el Padre. En las dos últimas líneas se halla todo un Credo. La generación eterna del Verbo, su encarnación, la redención, el triunfo eterno de Jesucristo, insinúanse no obscuramente en ellas. Los apóstoles debieron de recibir con viva emoción la seguridad de que el Padre los amaba, en recompensa del fiel y generoso amor que habían profesado a su Hijo. Y como, además, les dijo Nuestro Señor que en adelante les hablaría claramente, sin figuras, creyendo ellos que había llegado ya este tiempo le interrumpieron con estas palabras, ingenuas, como las que a veces salen de la boca de los niños: «He aquí que ahora hablas claramente y no dices ninguna parábola. Ahora conocemos que sabes todas las cosas y que no es menester que nadie te pregunte; por esto creemos que has salido de Dios.» Se imaginaban que ya lo habían entendido todo. Pero su candor nos agrada por la fidelidad grande de que va acompañado.
Respondióles Jesús:

«¿Ahora creéis? He aquí que llega la hora, y es ya llegada, en que os dispersaréis cada cual por su lado y me dejaréis solo; mas no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Esto os he dicho para que tengáis paz en mí. En el mundo tendréis tribulaciones; pero tened confianza, que yo he vencido al mundo» 163.

Hace un momento no más, el Salvador alababa la fe de los apóstoles para mostrarles gratitud y para animarlos, y he aquí que, de improviso, cuando ellos mismos la mencionan, les recuerda cuán vacilante es todavía. Es que quería, ante los terribles acontecimientos que se avecinaban, mostrarles cómo habían de desconfiar de su propia flaqueza. A este respecto, renueva la predicción de que, dentro de breves horas, le dejarían cobardemente y se dispersarían cada uno por su lado. «Pero –añade– aun entonces no estaré solo.» No ha menester de socorro alguno humano, como quien a la continua goza de la santa y dulce presencia de su divino Padre. Después de haberles prometido de nuevo «la paz en El», a pesar de las tribulaciones exteriores, los anima a permanecer en una confianza inquebrantable, porque Él «ha vencido al mundo». ¡Quién no admira la energía e incomparable belleza de esta expresión de triunfo con que acaba el discurso! ¡Y hacía esta aserción, extraña, en apariencia, en el instante mismo en que iba a comenzar la serie de sus humillaciones y externas derrotas! Pero tan seguro estaba de su victoria final, que la miraba ya como hecho consumado. Y así era: había vencido de antemano al mundo y al infierno.
Esta conclusión es ciertamente sublime; pero el divino Maestro nos reserva cosas aún más sublimes. Deteniendo su paso y levantando los ojos al cielo, pronunció lentamente, en arameo, la maravillosa oración a la que desde antiguo se ha dado el nombre de «oración sacerdotal de Cristo», como salida del corazón de nuestro Pontífice Supremo cuando estaba a punto de ofrecer su cruento sacrificio. «Calle todo lo creado –escribía Bossuet 164– para que mejor oigamos en el fondo del corazón las palabras que Jesucristo dirige a su Padre en esta íntima y perfecta comunicación.» Los Evangelios sinópticos, particularmente el de San Lucas, mencionan de vez en vez oraciones del Salvador; pero, fuera de dos cosas 165, no citan su texto. Mas, gracias a San Juan, poseemos la oración sacerdotal en su forma auténtica, tal como salió, fervorosa y ardiente, del Corazón de Cristo, que se expandía en la presencia de Dios. Su expresión, aunque siempre sencilla y sin tono dogmático, es de inmensa riqueza teológica. En ella seguimos oyendo el acento triunfal que resonó al fin del discurso de despedida.
Se divide esta oración en tres partes: primera, Jesús ruega por sí mismo; pide luego por sus apóstoles, y después por toda la Iglesia. En el lenguaje humano no se escribió nunca cosa tan sublime.
Para sí mismo, en cuanto Hijo del hombre, pide Jesús a Dios la glorificación que tan bien tiene merecida por su obediencia y por sus pruebas.

«Padre, llegó la hora; glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti, pues le has dado poder sobre toda carne, para que a todos los que le diste dé Él la vida eterna. Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, solo Dios verdadero, y a Jesucristo a quien enviaste. Te he glorificado sobre la tierra; he acabado la obra que me diste a hacer. Ahora, pues, Padre, glorifícame tú en ti mismo con aquella gloria que tuve en ti antes que el mundo fuese». 166

Hasta seis veces repetirá Jesús el nombre del Padre con que comienza esta oración filial Poco tiempo antes decía a Dios: «Glorifica tu nombre» 167. Ahora le pide que le glorifique a El, en retorno de lo cual promete trabajar por la gloria del Padre. ¡Admirable reciprocidad, mencionada ya al principio del discurso de despedida! 168. Aquí Jesús desarrolla este concepto indicando lo que recibe del Padre –soberanía universal, absoluta, sobre el género humano, para que procure la salvación eterna para todos los que se hagan dignos de ella– y lo que Él mismo hará por el Padre, extendiendo por todas partes su conocimiento y el de su Cristo. Conocer a Dios y a Jesucristo su Hijo, servirlos por el amor y la fe: he ahí una sublime definición de la vida cristiana. Insiste el Salvador en la fidelidad con que cumplió su misión, y, en términos patéticos, hace valer sus derechos a la gloria del cielo. ¿No ha llevado una vida de duros sacrificios y cumplido hasta en sus menudas circunstancias la obra que su Padre le había confiado? ¡Dele, pues, el Padre la gloria primordial de que, digámoslo así, se había despojado voluntariamente al hacerse hombre!
La parte más larga y también la más tierna de la oración de Jesús se refiere a sus amados discípulos, que habían de ser continuadores de su obra. ¡Que sean santos, mirando a su dignidad santísima!

«He manifestado tu nombre a los hombres que me diste del mundo. Tuyos eran, y me los diste a mí y guardaron tu palabra. Ahora saben que todas las cosas que me diste, de ti vienen; porque les he dado las palabras que me diste, y ellos las han recibido y han conocido verdaderamente que yo salí de ti y han creído que tú me enviaste» 169.

En estas primeras líneas indica Nuestro Señor los dos poderosos motivos en que apoya esta parte de su demanda. Los apóstoles habían sido fieles a Dios y fieles también a su Cristo, a su Hijo, a quien Él mismo se los había dado por colaboradores. Después de esta especie de captatio benevolentiae, pasa Jesús a la intercesión propiamente dicha:

«Por ellos es por quien ruego. No ruego por el mundo, sino por éstos que me diste porque tuyos son; y todas mis cosas son tuyas, y las tuyas son mías, y en ellos he sido glorificado. Ya no estoy en el mundo; más éstos están en el mundo, y yo voy a ti. Padre santo, guarda en tu nombre a aquellos que me diste, para que sean una cosa, como nosotros. Mientras yo estaba con ellos, yo los guardaba en tu nombre. He guardado a los que me diste, y ninguno de ellos ha perecido sino el hijo de perdición para que se cumpliese la Escritura. Mas ahora voy a ti, y hago esta oración mientras estoy en el mundo para que tengan en sí la plenitud de mi gozo. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha aborrecido, porque no son del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en la verdad. Tu palabra es la verdad. Como tú me enviaste al mundo, también yo los he enviado al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo para que ellos también sean santificados en verdad» [170 .

Todo es delicado, apremiante, suave y enérgico en esta plegaria, en la cual cada palabra revela el amor de Jesús hacia su Padre y hacia sus apóstoles. No tomemos demasiado a la letra las palabras «Yo no ruego por el mundo», pues el Salvador no ha excluido al mundo de sus súplicas, como tampoco no lo excluyó de los méritos de su muerte. El mismo recomienda a los cristianos que rueguen por sus enemigos, y, por su parte, unió el ejemplo al precepto [171 . De hecho, pronto le oiremos rogar expresamente por el mundo. Emplea, pues, aquí esa manera de lenguaje para poner mejor debajo de las miradas de su Padre a sus discípulos, que entonces eran objeto especialísimo de su intercesión. Repite al Padre, que esos discípulos son su propiedad común, por quienes tanto más ha de mirar cuanto trabajan según su posibilidad por glorificar al Hijo. Son, pues, merecedores de especial protección divina. La frase «Todas mis cosas son tuyas y las tuyas son mías» contiene una nueva e irrecusable prueba de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo.
El resto de la oración, con sus frases breves, entrecortadas por la emoción, señala las circunstancias por las que eran más necesarios que nunca a los apóstoles el paternal apoyo y la gracia especial del Altísimo. Su Maestro, que hasta entonces había sido su abnegado protector, va a ausentarse, dejándolos solos entre gravísimos peligros. Jesús no se cansa de decir a su Padre que de sus manos divinas los había recibido en don y que ahora, al subir al cielo, de nuevo los pone en sus manos todopoderosas. Dos particulares mercedes pide para ellos: que entre las ovejas de aquel rebaño místico haya siempre, después de la partida del Buen Pastor, una santa y perfecta unidad, semejante a la que hay entre el Padre y el Hijo, y que los apóstoles sean «santificados», es decir, según el contexto pide, que sean puestos aparte en orden a su celestial oficio y dotados de las virtudes necesarias para su perfecto cumplimiento. Al mencionar al «hijo de perdición», al traidor Judas, que voluntariamente se había entregado a Satanás, siéntese la punzante tristeza del Salvador, así como se siente su ternura en los pasajes en que recuerda el cuidado, digámoslo así, maternal de preservar de todo mal a sus apóstoles, y cuando habla de su propia alegría, de que quiere hacerlos participantes. En fin, ¡qué revelación más consoladora cuando dice que por ellos «se ha santificado», lo que significa que se ha separado de todo para dedicarse enteramente a su formación moral y a la obra de la redención!
La tercera parte de la oración de Jesús se refiere a todos los cristianos del porvenir que, en el curso de los siglos, formarán su Iglesia. Extendiendo amorosamente sus manos sacerdotales sobre esta esposa mística para bendecirla, conjura a su Padre que la conceda aquí abajo, como a los apóstoles, el precioso don de una perfecta unidad, y después la gloria y dicha eternas del cielo.
«No ruego solamente por ellos, sino también por los que por su predicación han de creer en mí, para que sean todos una cosa, así como tú, Padre mío, estás en mí y yo en ti, para que también sean ellos una cosa en nosotros, a fin de que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que tú me diste para que sean una cosa, como también nosotros somos una cosa, yo en ellos y tú en mí, para que sean consumados en la unidad, y que conozca el mundo que tú me enviaste y que los han amado como me has amado a mí. Padre, quiero que aquellos que tú me diste estén conmigo en donde yo estoy para que vean la gloria que me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo» [172 .
Primeramente la unión, que llega hasta producir cierta unidad de espíritus y de corazones, unión apoyada en Dios y cimentada por El. El mundo está desunido, pues el egoísmo, que guía sus acciones, no puede crear más que división. La admirable unidad de la Iglesia será para él un hecho admirable, cuya causa, a pesar de su incredulidad, habrá de buscar en el divino fundador del Cristianismo. Cuando Cristo llega a su segunda petición por la Iglesia, dijérase que deja de rogar. «Quiero», exclama con energía. Así legaba a todos los miembros justos de su Iglesia el cielo y la bienaventuranza eterna, pues no consiente en separarse de ellos, como quiera que su amor pide una unión que no tenga fin.
Para terminar su plegaria añadió Jesús:

«Padre justo, el mundo no te ha conocido; mas yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste. Yo les he dado y les daré a conocer tu nombre para que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo también esté en ellos» [173 .

Hállanse aquí, repetidas y agrupadas, las ideas dominantes: la incredulidad del mundo, la fe de muchos, el oficio de Jesucristo en lo pasado y en lo venidero, y, sobre todo eso, el amor de Dios y por Dios: conclusión y síntesis cuya nobleza, vigor y ternura han de llenar de gozosa confianza el alma de todo cristiano verdadero.